Contemplemos a los dos Apóstoles Pedro y Pablo: el pescador de Galilea a quien Jesús hizo pescador de hombres; el fariseo perseguidor de la Iglesia transformado por la gracia en evangelizador de los gentiles. A la luz de la Palabra de Dios, dejémonos inspirar por sus historias, por el celo apostólico que marcó el camino de sus vidas. En su encuentro con el Señor, tuvieron una verdadera experiencia pascual: fueron liberados y ante ellos se abrieron las puertas de una vida nueva.
Hermanos y hermanas, en vísperas del año jubilar, detengámonos a considerar precisamente la imagen de la puerta. El Jubileo, en efecto, será un tiempo de gracia en el que abriremos la Puerta Santa, para que todos tengan oportunidad de cruzar el umbral de ese santuario vivo que es Jesús y, en Él, experimentar el amor de Dios que fortifica la esperanza y renueva la alegría. También en la historia de Pedro y de Pablo hay puertas que se abren.
La primera lectura nos ha descrito el episodio de la liberación de Pedro de su cautiverio. Este relato tiene muchas imágenes que nos recuerdan el acontecimiento de la Pascua: el hecho se verifica durante la fiesta de los ázimos; Herodes trae a la memoria la figura del faraón de Egipto; la liberación sucede de noche, como fue también para los hebreos; el ángel da a Pedro las mismas instrucciones que se dieron a Israel: levántate rápido, ponte el cinturón, cálzate las sandalias (cf. Hch 12, 7-8; Ex 12, 11). Lo que se nos narra, pues, es un nuevo éxodo; Dios libera a su Iglesia, libera a su pueblo, que está encadenado, y se muestra una vez más como el Dios de la misericordia que sostiene su camino.
En aquella noche de liberación sucedió que, ante todo, se abrieron milagrosamente las puertas de la prisión. Luego, de Pedro y del ángel que lo acompaña se dice que «llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad. La puerta se abrió sola delante de ellos» (Hch 12, 10). No fueron ellos los que abrieron la puerta, sino se abrió sola. Es Dios quien abre las puertas, es Él quien libera y despeja el camino. A Pedro -como escuchamos en el Evangelio-, Jesús le había confiado las llaves del Reino. Pero Pedro experimenta que es el Señor quien abre primero las puertas, porque Él nos precede siempre. Y hay un hecho curioso: las puertas de la cárcel se abrieron por el poder del Señor, pero Pedro encontró después dificultades para entrar en la casa de la comunidad cristiana: la mujer que va a abrir a la puerta, piensa que es un fantasma y no le abre (cf. Hch 12, 12-17). ¡Cuántas veces las comunidades no asimilan esta sabiduría de abrir las puertas!
También el itinerario del apóstol Pablo es, ante que nada, una experiencia pascual. Él, en efecto, primero fue transformado por el Resucitado en el camino de Damasco y después, en la incesante contemplación de Cristo crucificado, descubrió la gracia de la debilidad; cuando somos débiles -decía- en realidad, justo entonces, es que somos fuertes porque ya no nos aferramos a nosotros mismos, sino a Cristo (cf. 2Co 12, 10). Aferrado al Señor y crucificado con Él, Pablo escribía «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20). Pero la finalidad de ello no era una religiosidad intimista y consoladora -como nos la presentan hoy algunos movimientos en la Iglesia: una espiritualidad de salón-; al contrario, el encuentro con el Señor encendió en la vida de Pablo un celo evangelizador. Como hemos escuchado en la segunda lectura, al final de su vida Pablo declara: «El Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a oídos de todos los paganos» (2Tm 4, 17).
Precisamente en el contar cómo el Señor le había dado muchas oportunidades de anunciar el Evangelio, Pablo utiliza la imagen de las puertas abiertas. Así, en relación a su llegada a Antioquía junto con Bernabé, se dice que «convocaron a los miembros de la Iglesia y les contaron todo lo que Dios había hecho con ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los paganos» (Hch 14, 27). Del mismo modo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto decía: «mientras tanto, permaneceré en Éfeso hasta Pentecostés, ya que se ha abierto una gran puerta para mi predicación» (1Co 16, 8-9); y escribiendo a los Colosenses los exhortaba así: «rueguen también por nosotros, a fin de que Dios nos allane el camino para anunciar el misterio de Cristo» (Col 4, 3).
Hermanos y hermanas, los dos Apóstoles Pedro y Pablo tuvieron esta experiencia de gracia. Ellos, en primera persona, experimentaron la obra de Dios, que les abrió las puertas de su prisión interior y también de las prisiones reales, donde estuvieron encarcelados a causa del Evangelio. Y, además, abrió ante ellos las puertas de la evangelización, para que pudieran experimentar la alegría de encontrarse con los hermanos y hermanas de las comunidades nacientes y llevar la esperanza del Evangelio a todos.
Y también nosotros nos preparamos este año para abrir la Puerta Santa.
Hermanos y hermanas, hoy reciben el palio los arzobispos metropolitanos nombrados durante el último año. En comunión con Pedro y siguiendo el ejemplo de Cristo, puerta de las ovejas (cf. Jn 10, 7), están llamados a ser pastores diligentes que abran las puertas del Evangelio y que, con su ministerio, ayuden a construir una Iglesia y una sociedad de puertas abiertas.
Y quisiera dirigir, con afecto fraterno, mi saludo a la Delegación del Patriarcado ecuménico: gracias por haber venido a manifestar el deseo común de la plena comunión entre nuestras Iglesias. Envío un cordial saludo a mi hermano, a mi querido hermano Bartolomé.
Que los santos Pedro y Pablo nos ayuden a abrir la puerta de nuestra vida al Señor Jesús; que intercedan por nosotros, por la ciudad de Roma y por el mundo entero. Amén.