Queridos hermanos y hermanas:
En la Carta encíclica Fratelli tutti expresé una preocupación y un deseo que todavía ocupan un lugar importante en mi corazón: «Pasada la crisis sanitaria, la peor reacción sería la de caer aún más en una fiebre consumista y en nuevas formas de autopreservación egoísta. Ojalá que al final ya no estén "los otros", sino sólo un "nosotros"» (n. 35).
Por eso pensé en dedicar el mensaje para la 107.ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado a este tema: "Hacia un nosotros cada vez más grande", queriendo así indicar un horizonte claro para nuestro camino común en este mundo.
Este horizonte está presente en el mismo proyecto creador de Dios: «Dios creó al ser humano a su imagen, lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer. Dios los bendijo diciendo: "Sean fecundos y multiplíquense"» (Gn 1, 27-28). Dios nos creó varón y mujer, seres diferentes y complementarios para formar juntos un nosotros destinado a ser cada vez más grande, con el multiplicarse de las generaciones. Dios nos creó a su imagen, a imagen de su ser uno y trino, comunión en la diversidad.
Y cuando, a causa de su desobediencia, el ser humano se alejó de Dios, Él, en su misericordia, quiso ofrecer un camino de reconciliación, no a los individuos, sino a un pueblo, a un nosotros destinado a incluir a toda la familia humana, a todos los pueblos: «¡Esta es la morada de Dios entre los hombres! Él habitará entre ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos» (Ap 21, 3).
La historia de la salvación ve, por tanto, un nosotros al inicio y un nosotros al final, y en el centro, el misterio de Cristo, muerto y resucitado para «que todos sean uno» (Jn 17, 21). El tiempo presente, sin embargo, nos muestra que el nosotros querido por Dios está roto y fragmentado, herido y desfigurado. Y esto tiene lugar especialmente en los momentos de mayor crisis, como ahora por la pandemia. Los nacionalismos cerrados y agresivos (cf. Fratelli tutti, 11) y el individualismo radical (cf. ibíd., 105) resquebrajan o dividen el nosotros, tanto en el mundo como dentro de la Iglesia. Y el precio más elevado lo pagan quienes más fácilmente pueden convertirse en los otros: los extranjeros, los migrantes, los marginados, que habitan las periferias existenciales.
En realidad, todos estamos en la misma barca y estamos llamados a comprometernos para que no haya más muros que nos separen, que no haya más otros, sino sólo un nosotros, grande como toda la humanidad. Por eso, aprovecho la ocasión de esta Jornada para hacer un doble llamamiento a caminar juntos hacia un nosotros cada vez más grande, dirigiéndome ante todo a los fieles católicos y luego a todos los hombres y mujeres del mundo.
Para los miembros de la Iglesia católica este llamamiento se traduce en un compromiso por ser cada vez más fieles a su ser católicos, realizando lo que san Pablo recomendaba a la comunidad de Éfeso: «Uno solo es el Cuerpo y uno solo el Espíritu, así como también una sola es la esperanza a la que han sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4, 4-5).
En efecto, la catolicidad de la Iglesia, su universalidad, es una realidad que pide ser acogida y vivida en cada época, según la voluntad y la gracia del Señor que nos prometió estar siempre con nosotros, hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28, 20). Su Espíritu nos hace capaces de abrazar a todos para crear comunión en la diversidad, armonizando las diferencias sin nunca imponer una uniformidad que despersonaliza. En el encuentro con la diversidad de los extranjeros, de los migrantes, de los refugiados y en el diálogo intercultural que puede surgir, se nos da la oportunidad de crecer como Iglesia, de enriquecernos mutuamente. Por eso, todo bautizado, dondequiera que se encuentre, es miembro de pleno derecho de la comunidad eclesial local, miembro de la única Iglesia, residente en la única casa, componente de la única familia.
Los fieles católicos están llamados a comprometerse, cada uno a partir de la comunidad en la que vive, para que la Iglesia sea siempre más inclusiva, siguiendo la misión que Jesucristo encomendó a los Apóstoles: «Vayan y anuncien que está llegando el Reino de los cielos. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, limpien a los leprosos y expulsen a los demonios. Lo que han recibido gratis, entréguenlo también gratis» (Mt 10, 7-8).
Hoy la Iglesia está llamada a salir a las calles de las periferias existenciales para curar a quien está herido y buscar a quien está perdido, sin prejuicios o miedos, sin proselitismo, pero dispuesta a ensanchar el espacio de su tienda para acoger a todos. Entre los habitantes de las periferias encontraremos a muchos migrantes y refugiados, desplazados y víctimas de la trata, a quienes el Señor quiere que se les manifieste su amor y que se les anuncie su salvación. «Los flujos migratorios contemporáneos constituyen una nueva "frontera" misionera, una ocasión privilegiada para anunciar a Jesucristo y su Evangelio sin moverse del propio ambiente, de dar un testimonio concreto de la fe cristiana en la caridad y en el profundo respeto por otras expresiones religiosas. El encuentro con los migrantes y refugiados de otras confesiones y religiones es un terreno fértil para el desarrollo de un diálogo ecuménico e interreligioso sincero y enriquecedor» (Discurso a los Responsables Nacionales de la Pastoral de Migraciones, 22 de septiembre de 2017).
A todos los hombres y mujeres del mundo dirijo mi llamamiento a caminar juntos hacia un nosotros cada vez más grande, a recomponer la familia humana, para construir juntos nuestro futuro de justicia y de paz, asegurando que nadie quede excluido.
El futuro de nuestras sociedades es un futuro "lleno de color", enriquecido por la diversidad y las relaciones interculturales. Por eso debemos aprender hoy a vivir juntos, en armonía y paz. Me es particularmente querida la imagen de los habitantes de Jerusalén que escuchan el anuncio de la salvación el día del "bautismo" de la Iglesia, en Pentecostés, inmediatamente después del descenso del Espíritu Santo: «Partos, medos y elamitas, los que vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y la zona de Libia que limita con Cirene, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes les oímos decir en nuestros propios idiomas las grandezas de Dios» (Hch 2, 9-11).
Es el ideal de la nueva Jerusalén (cf. Is 60; Ap 21, 3), donde todos los pueblos se encuentran unidos, en paz y concordia, celebrando la bondad de Dios y las maravillas de la creación. Pero para alcanzar este ideal, debemos esforzarnos todos para derribar los muros que nos separan y construir puentes que favorezcan la cultura del encuentro, conscientes de la íntima interconexión que existe entre nosotros. En esta perspectiva, las migraciones contemporáneas nos brindan la oportunidad de superar nuestros miedos para dejarnos enriquecer por la diversidad del don de cada uno. Entonces, si lo queremos, podemos transformar las fronteras en lugares privilegiados de encuentro, donde puede florecer el milagro de un nosotros cada vez más grande.
Pido a todos los hombres y mujeres del mundo que hagan un buen uso de los dones que el Señor nos ha confiado para conservar y hacer aún más bella su creación. «Un hombre de familia noble viajó a un país lejano para ser coronado rey y volver como tal. Entonces llamó a diez de sus servidores y les distribuyó diez monedas de gran valor, ordenándoles: "Hagan negocio con el dinero hasta que yo vuelva"» (Lc 19, 12-13). ¡El Señor nos pedirá cuentas de nuestras acciones! Pero para que a nuestra casa común se le garantice el cuidado adecuado, tenemos que constituirnos en un nosotros cada vez más grande, cada vez más corresponsable, con la firme convicción de que el bien que hagamos al mundo lo hacemos a las generaciones presentes y futuras. Se trata de un compromiso personal y colectivo, que se hace cargo de todos los hermanos y hermanas que seguirán sufriendo mientras tratamos de lograr un desarrollo más sostenible, equilibrado e inclusivo. Un compromiso que no hace distinción entre autóctonos y extranjeros, entre residentes y huéspedes, porque se trata de un tesoro común, de cuyo cuidado, así como de cuyos beneficios, nadie debe quedar excluido.
El profeta Joel preanunció el futuro mesiánico como un tiempo de sueños y de visiones inspiradas por el Espíritu: «derramaré mi espíritu sobre todo ser humano; sus hijos e hijas profetizarán; sus ancianos tendrán sueños, y sus jóvenes, visiones» (3, 1). Estamos llamados a soñar juntos. No debemos tener miedo de soñar y de hacerlo juntos como una sola humanidad, como compañeros del mismo viaje, como hijos e hijas de esta misma tierra que es nuestra casa común, todos hermanos y hermanas (cf. Fratellitutti, 8).
Padre santo y amado,
tu Hijo Jesús nos enseñó
que hay una gran alegría en el cielo
cuando alguien que estaba perdido
es encontrado,
cuando alguien que había sido excluido, rechazado o descartado
es acogido de nuevo en nuestro nosotros,
que se vuelve así cada vez más grande.
Te rogamos que concedas a todos los discípulos de Jesús
y a todas las personas de buena voluntad
la gracia de cumplir tu voluntad en el mundo.
Bendice cada gesto de acogida y de asistencia
que sitúa nuevamente a quien está en el exilio
en el nosotros de la comunidad y de la Iglesia,
para que nuestra tierra pueda ser,
tal y como Tú la creaste,
la casa común de todos los hermanos y hermanas. Amén.
Roma, San Juan de Letrán, 3 de mayo de 2021, Fiesta de los santos apóstoles Felipe y Santiago.
Francisco