7 de enero

1Jn 3, 22-4, 6: Examinad si los espíritus vienen de Dios. De nuevo nos habla San Juan del " anticristo " y de los falsos profetas: son aquellos que niegan la fe de la Iglesia. A ellos se oponen los creyentes, los que confiesan que Jesucristo es el Verbo de Dios encarnado.

La comunidad de vida que existe entre Dios y nosotros hace que nuestra oración sea siempre oída. Comenta San Agustín:

" El Espíritu Santo nos ha mandado que "no demos fe a cualquier espíritu" y nos indica también el porqué de este mandato (1Jn 4, 1-3). Por tanto, quien desprecia este mandato y piensa que ha de "creer a todo espíritu", necesariamente irá a caer en manos de los falsos profetas y, lo que es peor, blasfemará contra los auténticos...

" He escuchado el precepto de Juan, mejor, del Señor por boca de Juan: "no deis fe a cualquier espíritu". Lo acepto y así quiero actuar. Continúa diciendo: "antes bien, examinad los espíritus para ver si proceden de Dios". ¿Cómo hacerlo? No te preocupes... "En esto se conoce el espíritu que procede de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo vino en la carne, procede de Dios"...

" Alejad, pues, de vuestros oídos a cualquier charlatán, predicador, escritor o murmurador que niegue la venida en carne de Jesucristo. Por tanto, expulsad de vuestras casas, de vuestros oídos y de vuestros corazones a los maniqueos, quienes abiertamente niegan que Jesucristo vino en la carne. Su espíritu, por tanto, no procede de Dios " (Sermón 182, 2).

Fácil es para nosotros caer en el engaño. El Espíritu no es algo que poseemos. Él nos posee y dirige. El Espíritu nos lleva a aceptar el misterio de Jesucristo. El Espíritu nos hace fuertes. Nuestra confianza no se apoya, pues, en nosotros. Ser de Jesús es aceptar su voz, hecha audible en la Iglesia hoy día. Todo cristiano debe ser una radiante epifanía, es decir, manifestación del Señor, ha de ser un vivo destello de la fulgente y divina Luz de Cristo. La Epifanía es un claro anticipo de la futura aparición del Señor ante los ojos de toda la humanidad.

– El reino inaugurado con el nacimiento de Cristo se extiende a todo el mundo, a todos los hombres, lo quieran éstos o no lo quieran. A través de este Reino serán defendidos los humildes y socorridos los pobres. Que todos los hombres, por tanto, reconozcan humildemente la soberanía suprema de Cristo y de su mensaje salvador y redentor.

Hagámoslo así nosotros cantando con el Salmo 2: " Voy a proclamar el decreto del Señor. Él me ha dicho: "Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy. Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de la tierra". Y ahora, reyes, sed sensatos, escarmentad los que regís la tierra: servid al Señor con temor ". Recibamos nosotros fielmente el Reino de Cristo, que es un reino de paz, de justicia, de amor y de gracia.

Mt 4, 12-17.23-25: Está cerca el Reino de los cielos. En los días que siguen a la solemnidad de Epifanía la lectura evangélica nos presenta diversas manifestaciones de Jesucristo. El comienzo de su predicación en Galilea ha sido visto por el Evangelista como el cumplimiento de lo que dijo el profeta Isaías: " El pueblo que habitaba en tinieblas vió una luz grande; a los que habitaban en sombra de muerte una luz les brilló " (Is 9, 1 ss). Nosotros hemos de iluminar también, como nos dice San León Magno:

" Sabemos que esto se ha realizado por el hecho de que los tres Magos, llamados desde un país lejano, fueron conducidos por una estrella para conocer y adorar al Rey del cielo y de la tierra. La docilidad de esta estrella nos invita a imitar su obediencia y a hacernos también, en la medida de nuestras posibilidades, los servidores de esta gracia que llama a todos los hombres a Cristo. Cualquiera que vive piadosamente y castamente en la Iglesia, que saborea las cosas de lo alto y no las de la tierra, es, en cierto modo, semejante a esta luz celeste. Mientras conserva en sí mismo el resplandor de una vida santa, muestra a muchos, como una estrella, el camino que conduce a Dios. Animados por este celo, debéis aplicaros, amadísimos, a ser útiles los unos para con los otros, a fin de brillar como los hijos de la luz en el reino de Dios, al que se llega por la fe recta y las buenas obras " (Sobre la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo, Homilía 3ª, 5).

Cristo tiene que reinar. Él dirá más tarde: " Se me ha dado todo poder en los cielos y en la tierra " (Mt 28, 18). " Todas las cosas están sometidas a Él " (Hb 2, 8; cft. 1Co 15, 24-25). En el obelisco de la plaza de San Pedro del Vaticano están grabadas estas palabras: Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat. En virtud de este poder absoluto que Él posee, establece su reino sobre la tierra, esto es, funda la Iglesia. Todo, pues, ha de ir sometiéndose a Jesucristo, Rey pacífico y lleno de misericordia.