11 de enero

1Jn 5, 5-6.8-13. El Espíritu, el agua y la sangre dan testimonio. La fe es fuente de vida eterna. Esta fe se fundamenta en " el agua y la sangre ", en el Bautismo y en la Eucaristía, en la muerte y resurrección de Cristo, que por los sacramentos de la iniciación cristiana producen en nuestra alma la inhabitación de la Santísima Trinidad. Los que creen en Cristo vencen al mundo, pues son hijos de Dios y poseen su fuerza. El centro de la fe es Cristo Jesús. Él nos lleva al Padre por el Espíritu y nos incorpora a su Iglesia para que vivamos por sus sacramentos. El agua y la sangre, el Bautismo y la Eucaristía, son los signos de su entrega vivificante.

San Juan prueba con un triple testimonio que Jesucristo es verdaderamente Hijo de Dios y que la fe en Él nos consigue la vida eterna. El Apóstol insiste en la identidad del Jesús histórico con el Hijo de Dios. Esta verdad es fundamental en la vida cristiana. Sólo el que cree en esta verdad de fe podrá vencer al mundo. Jesucristo vino al mundo para cumplir la misión redentora que el Padre le confió. El agua y la sangre son en Cristo los medios decisivos de la salvación. San Juan los designa como los testimonios de Cristo. Y San Agustín piensa que el Apóstol alude en ese texto al agua y a la sangre que salieron del costado de Cristo para testificar la realidad de la naturaleza humana (Contra Max. 2, 22).

Otros autores dan diferentes explicaciones. Pero el simbolismo joánico las abarca todas. Sometamos nuestra voluntad a Cristo, el Rey divino, a sus mandamientos, a su ley, a su Evangelio, a la jerarquía de su Iglesia. Sometámonos a su providencia, a sus decretos, a sus órdenes, a su beneplácito. Ante todos los trabajos, deberes y responsabilidades; ante todas las fatigas, penas, sacrificios y renuncias que Él exija de nosotros, no tengamos, a pesar de toda resistencia de nuestra naturaleza caída, más que esta respuesta: " hágase tu voluntad ". El que ha conocido una vez a Cristo, el que se ha llenado de su Espíritu, no puede por menos de convertirse en un hombre nuevo. No puede por menos emprender " un nuevo camino ", como los Magos.

– En el Antiguo Testamento habló Dios a Israel de diversos modos y en distintos tiempos. En Cristo, la Palabra eterna de Dios, se hace manifestación y revelación definitiva para todos los hombres. Los que aceptan esa Palabra encarnada llegan a la vida eterna.

Con el Salmo 147 glorificamos al Señor: " Glorifica al Señor, Jerusalén [la Iglesia santa, el alma cristiana], que ha reforzado los cerrojos de tus puertas y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina. Él envía su mensaje a la tierra y su palabra corre veloz. Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel. Con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos ".

Somos nosotros los que hemos recibido la plenitud de las promesas de Dios por medio de su Hijo, el Verbo encarnado, al cual seguimos y nos sometemos. ¡Éramos paganos, hombres alejados de Dios, desconocedores de Cristo, privados de la vida y de la filiación divina! Pero Cristo nos ha llamado a su vida y nos ha salvado.

Lc 5, 12-16. Al instante le dejó la lepra. La Iglesia, en este tiempo de Epifanía, contempla otra nueva manifestación de Cristo, que cura a un leproso y con ello proclama su divinidad. Las multitudes acuden para oírle y recibir la curación. Pero, subraya el Evangelista: " el solía retirarse a despoblado para orar ". Qué maravillosos eran los diálogos de Cristo con su Padre celestial. Él nos enseñó a orar con su palabra y con su ejemplo.

Cristo vino a curarnos, sobre todo de la lepra del pecado. ¡Tanto amó Dios al mundo, tanto me ama a mí!. En el Antiguo Testamento se consignan muchas intervenciones de Dios con su pueblo elegido. En la plenitud de los tiempos, se hace hombre su Hijo Unigénito y aparece personalmente en medio de nosotros. Ya no es difícil poder encontrarle. Ya no es difícil tampoco dejarse hallar por Él. Basta sólo querer. A los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a conseguir la salvación (cfr. Rm 8, 28). Por eso nada será tan ventajoso, tan beneficioso para nosotros como ponernos ciegamente en manos de la Providencia divina, sometiéndonos totalmente a su divina voluntad. Toda nuestra vida, cada uno de sus momentos, cooperan a nuestra salvación, conforme a lo ordenado por la sabiduría y el amor divinos.