Entrada: " Cuando todo guardaba un profundo silencio, al llegar la noche al centro de su carrera, tu omnipotente Palabra, Señor, bajó de los cielos desde su solio real " (Sb 18, 14-15).
En la colecta (Gelasiano) pedimos al Señor que, por este nuevo nacimiento de su Hijo en la carne, nos libre del yugo con que nos domina la antigua servidumbre del pecado.
– 1Jn 2, 12-17: El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre. Por Jesús ha llegado la libertad del pecado, hemos conocido al Padre, hemos vencido al mal. La Palabra de Dios ha morado entre nosotros, nos ha iluminado con su Luz resplandeciente para conocer la Voluntad del Padre y nos ha dado fortaleza para cumplirla. Nuestra ley es convivir con la Palabra. Sólo así podemos vencer la mentira y el mal del mundo. Comenta San Agustín:
" Este mundo fue hecho por Dios, pero el mundo no le conoció. ¿Que mundo no le conoció? El que ama el mundo; el que ama la obra y desprecia al Artífice. Tu amor ha de emigrar. Rompe los cables que te unen a la criatura y únete al Creador. Cambia de amor y de temor. Las costumbres no las hacen buenas o malas más que los buenos o malos amores... "No améis al mundo ni lo que hay en el mundo"(1Jn 2, 15)...
" Lo que hay en los amantes del mundo es "concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición mundana" (ib. 16). La concupiscencia de la carne se identifica con el placer, la concupiscencia de los ojos con la curiosidad y la ambición mundana con la soberbia. Quien vence estas tres cosas no le queda absolutamente ningún deseo que vencer. Hay muchas ramas, pero raíces no hay más que tres " (Sermón 313, A, 2, Cartago, 14 de septiembre 401, fiesta de San Cipriano).
Si viviéramos verdaderamente de nuestra fe, ella inflamaría nuestro corazón y le haría amar con delirio a Aquel que, impulsado por nuestro amor, se despojó de sí mismo, se anonadó y, tomando la forma de siervo, se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 5-8). Pero ¡cuánta frialdad, cuánto olvido por nuestra parte! ¡Y qué inefable alegría debiera producirnos nuestra viva fe en el misterio de la Navidad del Señor, que tan bella y eficazmente celebra la Iglesia en estos días!
– El Israel restaurado tras el destierro de Babilonia, después de llenarse de gozo y cantar al Dios que le dio la victoria, se vuelve hacia los pueblos paganos vecinos y los invita a cantar también, reconociendo el poder del Señor. Nosotros hacemos lo mismo cantando con el Salmo 95 y aclamamos a todos los pueblos, anunciándoles que para todos ha llegado la salvación, la redención, la liberación con el Nacimiento de Cristo:
" Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor. Entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: "El Señor es Rey. Él afianzó el orbe y no se moverá. Él gobierna a los pueblos rectamente" ".
– Lc 2, 36-40: El Niño que nos ha nacido de María es el Salvador tan largamente esperado. Así lo proclama Ana en el templo. La Palabra de Dios, que permanece para siempre, se ha hecho carne, y sacia las esperanzas de un pueblo. Este pueblo está presente en los ojos y en las manos de Ana, la profetisa, mujer viuda que ha gastado su vida en ayunos y oraciones junto al templo. La oración de súplica se transforma así en alabanza ante todos los que esperaban la redención.
Comenta San Agustín:
" Grandes fueron los méritos de Ana, aquella viuda santa. Había vivido siete años con su marido; muerto él, había llegado a la ancianidad, y en su santa vejez esperaba la infancia del Salvador, para verlo pequeño, ya entrada ella en años; para reconocerlo, ya viejecita, y para ver entrar en el mundo al Salvador, ella que estaba a punto de salir de él...
" El anciano Simeón, cuya edad iba pareja con la de Ana, había vivido también muchos años, y había recibido la promesa de que no conocería la muerte sin haber visto antes a Cristo, al Señor. Comprended, hermanos cuán grande era el deseo de ver a Cristo que tenían los santos antiguos. Sabían que tenía que venir " (Sermón 370, 1-2).
Tengamos también nosotros, como aquellos justos antiguos, deseos de recibir a Jesús, el Salvador, y de poseerlo.
La Familia sagrada vuelve después a Nazaret, y allá vive Jesús en la humildad y en el silencio durante treinta años. ¡Qué fecundidad la de los años de Nazaret! ¡Qué misterio tan impenetrable la vida de los tres allí! ¡Cómo quisiéramos conocer algo de sus coloquios, de sus oraciones, de su intimidad!