La Iglesia en su liturgia pone en nuestros labios esta exclamación: " Ven, Señor, no tardes. Ilumina lo que esconden las tinieblas y manifiéstate a todos los pueblos " (Ha 2, 3; 1Co 4, 5). La oración colecta (Gelasiano) pide al Señor que El mismo prepare nuestros corazones, para que cuando llegue Jesucristo, su Hijo, nos encuentre dignos del festín eterno, y merezcamos recibir de sus manos, como alimento celeste, la recompensa de la gloria.
– Is 25, 6-10. El Señor dispondrá un festín para todos los pueblos. Es lo que anuncia el profeta Isaías: Dios, vencidos los enemigos, dispone un banquete abundante, regio, e invita a todos los hombres. A los invitados les hace el regalo de su presencia personal, quitando el velo que les impide contemplarlo: " es un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos ". La imagen que nos presenta el profeta es un pálido reflejo de lo que realmente preparó Jesucristo con la Eucaristía, que nos dispone al banquete de la gloria eterna.
" El Señor mostró su benignidad y nuestra tierra ha producido su fruto ". Consoladora promesa para los que se preparan a la solemnidad de Navidad. En la comunión eucarística nos da Dios Padre su benignidad: una gran festín de manjar exquisito, Jesucristo, el Salvador, su muy amado Hijo. Jesucristo se hace nuestro alimento y nos da su carne y su sangre, su espíritu y su vida. Con la fuerza de la sagrada comunión, la tierra de nuestra alma produce sus frutos: la virtud, la santidad, la unión con Dios.
La Iglesia nos llama a esta inestimable fuente de santificación, que es el banquete eucarístico. El llanto y el dolor desaparecen. El pan que Jesús reparte a la multitud anticipa el banquete en que Él se entrega a Sí mismo en comida a los invitados.
– Salmo 22: Ante la manifestación de la ternura de Dios que nos prepara un lugar en el banquete eucarístico y escatológico de su Hijo bien amado, la liturgia de hoy reza con el salmista: " Habitaré en la casa del Señor por años sin término ". El Señor es nuestro Pastor. Con él nada nos falta. Nos hace recostar en verdes praderas, nos conduce hacia fuentes tranquilas y repara nuestras fuerzas. Nos guía por senderos justos. El camina con nosotros y con él nada tememos. Su vara y su cayado nos sosiegan. Prepara una mesa ante nosotros enfrente de nuestros enemigos, nos unge la cabeza con perfume y nuestra copa rebosa. Su bondad y su misericordia nos acompañan todos nuestros días.
– Mt 15, 29-37: Jesús cura a muchos enfermos y multiplica los panes. Jesucristo tiene predilección por los pobres, por los oprimidos, por los enfermos. Nos lo dice el Evangelio de hoy. También nosotros nos encontramos entre ellos: nos hemos hecho cojos por el apego a las criaturas, lisiados por el amor propio, ciegos por el orgullo, mudos por la soberbia y hemos contraído otras enfermedades espirituales. Hemos de pensar que solo Él es quien sana y que los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía han sido instituidos para esto.
Miremos a Jesús, cómo se compadece de la multitud que le sigue sin acordarse del sustento necesario. Y cómo realiza el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, que es símbolo de la Eucaristía, como lo ha entendido toda la tradición de la Iglesia.
En la Santa Misa hemos de integrarnos, con todo lo que somos y tenemos, en las necesidades de nuestros hermanos. Hemos de ayudarlos. La ofrenda de nuestras acciones, de nuestros sufrimientos, de nuestras alegrías, de nuestro trabajo, durante la celebración eucarística vienen a ser parte integrante del sacrificio, unidos nosotros a Cristo, teniendo sus mismos sentimientos. Hemos de participar en la Santa Misa con mente y corazón, con plena disponibilidad, para identificar siempre nuestra voluntad con la voluntad de Dios.