– Rm 8, 12-17: Somos hijos adoptivos de Dios, por eso clamamos: ¡Abba! ¡Padre!. Hemos de vivir no según la carne, sino según el Espíritu. Por el Espíritu somos hijos de Dios y lo invocamos como Padre nuestro. El mismo Cristo nos enseña a orar así: " Padre nuestro, que estás en el cielo "... San Agustín comenta este pasaje de San Pablo y dice:
" Por lo tanto, hermanos -ésta es la exhortación recibida hoy-, "no somos deudores de la carne para vivir conforme a la carne". Para esto hemos sido auxiliados, para esto recibimos el Espíritu de Dios, para esto pedimos el auxilio día a día en nuestras fatigas. La ley tiene bajo sí a quienes amenaza si no cumplen lo que ordena; éstos están bajo la ley, no bajo la gracia. Buena es la ley para quien haga buen uso de ella, esto es, para quien reconozca a través de ella la propia enfermedad y busque el auxilio divino para lograr la salud. Porque, como ya dije y ha de repetirse siempre, si la ley pudiese vivificar, la justicia procedería, ciertamente, de la ley. Entonces ni se buscaría un Salvador, ni hubiese venido Cristo, ni hubiese buscado con su sangre la oveja perdida " (Sermón 156, 3).
– Con el Salmo 67 proclamamos que " nuestro Dios es un Dios que salva. Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos, huyen de su presencia los que lo odian; en cambio, los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría... Bendito sea el Señor cada día, Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación... Nos hace escapar de la muerte ". En realidad todo esto lo ha realizado plenamente entre nosotros por Jesucristo, su Hijo bien amado, que padeció y murió en la Cruz para redimirnos.
– Ef 4, 32-5, 8: Vivid en el amor, como Cristo. San Pablo nos exhorta a que pongamos en práctica el amor a imitación de Cristo. Debemos evitar a toda costa las obras impías que se realizan en el mundo pagano. Comenta San Agustín:
" Nuestro mismo Dios nos exhorta a que le imitemos a Él... El que, ciertamente, no tenía pecado alguno, murió por nosotros y derramó su sangre para que lográramos el perdón. Él recibió por nosotros lo que no le era debido, para librarnos de la deuda. Ni Él debía morir, ni nosotros vivir. ¿Por qué? Porque éramos pecadores. Ni a Él le correspondía la muerte, ni a nosotros la vida. Tomó para sí lo que no le correspondía; y nos dio lo que no se nos debía. Mas, puesto que se habla del perdón de los pecados, para que no juzguéis que es mucho para vosotros imitar a Cristo, escuchad lo que dice el Apóstol: "perdonándoos mutuamente... Sed, pues, imitadores de Dios" (Col 3, 13; Ef 4, 32), Son palabras del Apóstol, no mías. ¿Es acaso de soberbios imitar a Dios?... "Como hijos amadísimos". Tú te llamas hijo. Si rechazas la imitación de Dios, ¿cómo aspiras a obtener la herencia? " (Sermón 34, 2).
– " Seamos imitadores de Dios, como hijos queridos ". Este es el estribillo del Salmo 1: " Dichoso el hombre que no sigue el camino de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la ley del Señor y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia... No así los impíos, no así... El camino de los impíos acaba mal ".
– Lc 13, 10-17: Una curación en sábado escandaliza a los hipócritas, pero el pueblo sencillo se llena de júbilo. La bondad de Jesús se aparta de todo formalismo y de todo legalismo. La ley solo ha de servir para ayudar al amor. Ésta es la gran Ley. El mismo Jesucristo reduce toda la ley amor a Dios y al prójimo. Él vino a dar cumplimiento a la ley. Solo el pueblo sencillo y humilde puede apreciar esos gestos y esa doctrina sublime. Los soberbios, los autosuficientes, quedan vacíos. Son los más humildes los que mejor reciben la sanación y la salvación de Cristo, son ellos los que se atreven a pedírsela y a esperarla de su bondad. Escribe San Jerónimo:
" ¿Por qué andas encorvado y pegado a la tierra y estás hundido en el cieno? Aquella mujer a la que Satanás mantuvo atada durante dieciocho años, tan pronto como fue curada por el Salvador, se irguió y empezó a mirar al cielo (Lc 13, 11 ss) " (Carta 147, 9, a Sabiniano, diácono).