1. Quiero concluir hoy el análisis de las palabras que pronunció Cristo, en el sermón de la montaña, sobre el «adulterio» y sobre la «concupiscencia», y en particular del último miembro del enunciado, en el que se define específicamente a la «concupiscencia de la mirada», como «adulterio cometido en el corazón».
Ya hemos constatado anteriormente que dichas palabras se entienden ordinariamente como deseo de la mujer del otro (es decir, según el espíritu del noveno mandamiento del decálogo). Pero parece que esta interpretación -más restrictiva- puede y debe ser ampliada a la luz del contexto global. Parece que la valoración moral de la concupiscencia (del «mirar para desear») a la que Cristo llama «adulterio cometido en el corazón», depende, sobre todo, de la misma dignidad personal del hombre y de la mujer; lo que vale tanto para aquellos que no están unidos en matrimonio, como -y quizá más aún- para los que son marido y mujer.
2. El análisis, que hasta ahora hemos hecho del enunciado de Mt 5, 27-28 «Habéis oído que fue dicho. No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón», indica la necesidad de ampliar y, sobre todo, de profundizar la interpretación presentada anteriormente, respecto al sentido ético que contiene este enunciado. Nos detenemos en la situación descrita por el Maestro, situación en la que aquel que «comete adulterio en el corazón», mediante un acto interior de concupiscencia (expresado por la mirada), es el hombre. Resulta significativo que Cristo, al hablar del objeto de este acto, no subraya que es «la mujer del otro», o la mujer que no es la propia esposa, sino que dice genéricamente: la mujer. El adulterio cometido «en el corazón no se circunscribe a los límites de la relación interpersonal, que permiten individuar el adulterio cometido «en el cuerpo». No son estos límites los que deciden exclusiva y esencialmente el adulterio cometido «en el corazón», sino la naturaleza misma de la concupiscencia, expresada en este caso a través de la mirada, esto es, por el hecho de que el hombre -del que, a modo de ejemplo, habla Cristo- «mira para desear». El adulterio «en el corazón» se comete no solo porque el hombre «mira» de ese modo a la mujer que no es su esposa, sino precisamente porque mira así a una mujer. Incluso si mirase de este modo a la mujer que es su esposa, cometería el mismo adulterio «en el corazón».
3. Esta interpretación parece considerar, de modo más amplio, lo que en el conjunto de los presentes análisis se ha dicho sobre la concupiscencia, y en primer lugar sobre la concupiscencia de la carne, como elemento permanente del estado pecaminoso del hombre (status naturæ lapsæ). La concupiscencia que, como acto interior, nace de esta base (como hemos tratado de indicar en el análisis precedente), cambia la intencionalidad misma del existir de la mujer «para» el hombre, reduciendo la riqueza de la perenne llamada a la comunión de las personas, la riqueza del profundo atractivo de la masculinidad y de la feminidad, a la mera satisfacción de la «necesidad» sexual del cuerpo (a la que parece unirse más de cerca el concepto de «instinto»). Una reducción tal hace, sí, que la persona (en este caso, la mujer) se convierta para la otra persona (para el hombre) sobre todo en objeto de la satisfacción potencial de la propia «necesidad» sexual. Así se deforma ese recíproco «para», que pierde su carácter de comunión de las personas en favor de la función utilitaria. El hombre que «mira» de este modo, como escribe Mt 5, 27-28, «se sirve» de la mujer, de su feminidad, para saciar el propio «instinto». Aunque no lo haga con un acto exterior, ya en su interior ha asumido esta actitud, decidiendo así interiormente respecto a una determinada mujer. En esto precisamente consiste el adulterio «cometido en el corazón». Este adulterio «en el corazón» puede cometerlo también el hombre con relación a su propia mujer, si la trata solamente como objeto de satisfacción del instinto.
4. No es posible llegar a la segunda interpretación de las palabras de Mt 5, 27-28, si nos limitamos a la interpretación puramente psicológica de la concupiscencia, sin tener en cuenta lo que constituye su específico carácter teológico, es decir, la relación orgánica entre la concupiscencia (como acto) y la concupiscencia de la carne, como, por decirlo así, disposición permanente que deriva del estado pecaminoso del hombre. Parece que la interpretación puramente psicológica (o sea, «sexológica») de la «concupiscencia», no constituye una base suficiente para comprender el relativo texto del sermón de la montaña. En cambio, si nos referimos a la interpretación teológica - sin infravalorar lo que en la primera interpretación (la psicológica) permanece inmutable - ella, esto es, la segunda interpretación (la teológica) se nos presenta como más completa. En efecto, gracias a ella, resulta mas claro también el significado ético de enunciado-clave del sermón de la montaña, el que nos da la adecuada dimensión del ethos del Evangelio.
5. Al delinear esta dimensión, Cristo permanece fiel a la ley: «No penséis que he venido a abrogar la ley y los profetas no he venido a abrogarla, sino a consumarla» (Mt 5, 17) En consecuencia, demuestra cuanta necesidad tenemos de descender en profundidad, cuánto necesitamos descubrir a fondo las interioridades del corazón humano, a fin de que este corazón pueda llegar a ser un lugar de «cumplimiento» de la ley. El enunciado de Mt 5, 27-28, que hace manifiesta la perspectiva interior del adulterio cometido «en el corazón» -y en esta perspectiva señala los caminos justos para cumplir el mandamiento: «no adulterarás»-, es un argumento singular de ello. Este enunciado (Mt 5, 27-28), efectivamente, se refiere a la esfera en la que se trata de modo particular de la «pureza del corazón» (cf. Mt 5, 8) (expresión que en la Biblia -como es sabido- tiene un significado amplio). También en otro lugar tendremos ocasión de considerar cómo el mandamiento «no adulterarás» -el cual, en cuanto al modo en que se expresa y en cuanto al contenido, es una prohibición unívoca y severa (como el mandamiento «no desearás la mujer de tu prójimo» Ex 20, 17)- se cumple precisamente mediante la «pureza de corazón». Dan testimonio indirectamente de la severidad y fuerza de la prohibición las palabras siguientes del texto del sermón de la montaña, en las que Cristo habla figurativamente de «sacar el ojo» y de «cortar la mano», cuando estos miembros fuesen causa de pecado (cf. Mt 5, 29-30). Hemos constatado anteriormente que la legislación del Antiguo Testamento, aun cuando abundaba en castigos marcados por la severidad, sin embargo, no contribuía «a dar cumplimiento a la ley», porque su casuística estaba contramarcada por múltiples compromisos con la concupiscencia de la carne. En cambio, Cristo enseña que el mandamiento se cumple a través de la «pureza de corazón», de la cual no participa el hombre sino a precio de firmeza en relación con todo lo que tiene su origen en la concupiscencia de la carne. Adquiere la «pureza de corazón» quien sabe elegir coherentemente a su «corazón»: a su «corazón» y a su «cuerpo».
6. El mandamiento no adulterarás» encuentra su justa motivación en la indisolubilidad del matrimonio, en el que el hombre y la mujer, en virtud del originario designio del Creador, se unen de modo que «los dos se convierten en una sola carne» (cf. Gn 2, 24) El adulterio contrasta, por su esencia, con esta unidad, en el sentido de que esta unidad corresponde a la dignidad de las personas. Cristo no solo confirma este significado esencial ético del mandamiento, sino que tiende a consolidarlo en la misma profundidad de la persona humana. La nueva dimensión del ethos está unida siempre con la revelación de esa profundidad, que se llama «corazón» y con su liberación de la «concupiscencia», de modo que en ese corazón pueda resplandecer más plenamente el hombre: varón y mujer, en toda la verdad del recíproco «para». Liberado de la constricción y de la disminución del espíritu que lleva consigo la concupiscencia de la carne, el ser humano: varón y mujer, se encuentra recíprocamente en la libertad del don que es la condición de toda convivencia en la verdad, y, en particular, en la libertad del recíproco donarse, puesto que ambos, marido y mujer, deben formar la unidad sacramental querida por el mismo Creador, como dice el Génesis (Gn 2, 24).
7. Como es evidente, la exigencia, que en el sermón de la montaña propone Cristo a todos sus oyentes actuales y potenciales, pertenece al espacio interior en que el hombre -precisamente el que le escucha- debe descubrir de nuevo la plenitud perdida de su humanidad y quererla recuperar. Esa plenitud en la relación recíproca de las personas: del hombre y de la mujer, el Maestro la reivindica en Mt 5, 27-28, pensando sobre todo en la indisolubilidad del matrimonio, pero también en toda otra forma de convivencia de los hombres y de las mujeres, de esa convivencia que constituye la pura y sencilla trama de la existencia. La vida humana, por su naturaleza, es «coeducativa», y su dignidad, su equilibrio dependen, en cada momento de la historia y en cada punto de longitud y latitud geográfica, de «quién» será ella para el, y él para ella.
Las palabras que Cristo pronunció es el sermón de la montaña tienen indudablemente este alcance universal y a la vez profundo. Sólo así pueden ser entendidas en la boca de Aquel, que hasta el fondo «conocía lo que en el hombre había» (Jn 2, 25), y que, al mismo tiempo, llevaba en sí el misterio de la «redención del cuerpo», como dirá San Pablo. ¿Debemos temer la severidad de estas palabras, o más bien, tener confianza en su contenido salvífico, en su potencia?
En todo caso, el análisis realizado de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña abre el camino a ulteriores reflexiones indispensables para tener plena conciencia del hombre «histórico», y sobre todo del hombre contemporáneo: de su conciencia y de su «corazón».