«Yo, … te quiero a ti, …, como esposa»; «yo, … te quiero a ti, …, como esposo»: estas palabras están en el centro de la liturgia del matrimonio como sacramento de la Iglesia. Estas palabras las pronuncian los novios insertándolas en la siguiente fórmula del consentimiento: «…prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida». Con estas palabras los novios contraen matrimonio y al mismo tiempo lo reciben como sacramento, del cual ambos son ministros. Ambos, hombre y mujer, administran el sacramento. Lo hacen ante los testigos. Testigo cualificado es el sacerdote, que al mismo tiempo bendice el matrimonio y preside toda la liturgia del sacramento. Testigos, en cierto sentido, son además todos los participantes en el rito de la boda, y en «forma oficial» algunos de ellos (normalmente dos), llamados expresamente. Ellos deben testimoniar que el matrimonio se contrae ante Dios y lo confirma la Iglesia. En el orden normal de las cosas, el matrimonio sacramental es un acto público, por medio del cual dos persona un hombre y una mujer, se convierten ante la sociedad de la iglesia en marido y mujer, es decir, en sujeto actual de la vocación y de la vida matrimonial.
1. El matrimonio como sacramento se contrae mediante la palabra, que es signo sacramental en razón de su contenido: «Te quiero a ti como esposa -como esposo- y prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida». Sin embargo, esta palabra sacramental es de por sí solo el signo de la celebración del matrimonio. Y la celebración del matrimonio se distingue de su consumación hasta el punto de que, sin esta consumación, el matrimonio no está todavía constituido en su plena realidad. La constatación de que un matrimonio se ha contraído jurídicamente, pero no se ha consumado (ratum - non consummatum), corresponde a la constatación de que no se ha constituido plenamente como matrimonio. En efecto, las palabras mismas «Te quiero a ti como esposa -esposo-» se refieren no sólo a una realidad determinada, sino que puede realizarse sólo a través de la cópula conyugal.Esta realidad (la cópula conyugal) por lo demás viene definida desde el principio por institución del Creador: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gn 2, 24).
2. Así pues, de las palabras con las que el hombre y la mujer expresan su disponibilidad a llegar a ser «una sola carne», según la eterna verdad establecida en el misterio de la creación, pasamos a la realidad que corresponde a estas palabras. Uno y otro elemento es importante respecto a la estructura del signo sacramental, al que conviene dedicar el resto de las presentes consideraciones. Puesto que el sacramento es el signo mediante el cual se expresa y al mismo tiempo se actúa la realidad salvífica de la gracia y de la alianza, hay que considerarlo ahora bajo el aspecto del signo, mientras que las reflexiones anteriores se han dedicado a la realidad de la gracia y de la alianza.
El matrimonio, como sacramento de la Iglesia, se contrae mediante las palabras de los ministros, es decir, de los nuevos esposos: palabras que significan e indican, en el orden intencional, lo que (o mejor: quien) ambos han decidido ser, de ahora en adelante, el uno para el otro y el uno con el otro. Las palabras de los nuevos esposos toman parte de la estructura integral del signo sacramental, no sólo por lo que significan, sino, en cierto sentido, también con lo que ellas significan y determinan. El signo sacramental se constituye en el orden intencional, en cuanto que se constituye contemporáneamente en el orden real.
3. Por consiguiente, el signo del sacramento del matrimonio se constituye mediante las palabras de los nuevos esposos, en cuanto que a ellas corresponde la «realidad» que ellas mismas constituyen. Los dos, como hombre y mujer, al ser ministros del sacramento en el momento de contraer matrimonio, constituyen al mismo tiempo el pleno y real signo visible del sacramento mismo. Las palabras que ellos pronuncian no constituirían de por sí el signo sacramental del matrimonio, si no correspondiesen a ellas la subjetividad humana del novio y de la novia y al mismo tiempo la conciencia del cuerpo, ligada a la masculinidad y a la femineidad del esposo y de la esposa. Aquí hay que traer de nuevo a la mente toda la serie de análisis relativos al libro del Génesis. (cf. Gn 1; 2), hechos anteriormente. La estructura del signo sacramental sigue siendo ciertamente en su esencia la misma que «en principio». La determina, en cierto sentido, «el lenguaje del cuerpo», en cuanto que el hombre y la mujer, que mediante el matrimonio deben llegar a ser una sola carne, expresan en este signo el don recíproco de la masculinidad y de la femineidad, como fundamento de la unión conyugal de las personas.
4. El signo del sacramento del matrimonio se constituye por el hecho de que las palabras pronunciadas por los nuevos esposos adquieren el mismo «lenguaje del cuerpo» que al «principio», y en todo caso le dan una expresión concreta e irrepetible. Le dan una expresión intencional en el plano del intelecto y de la voluntad, de la conciencia y del corazón. Las palabras «Yo te quiero a ti como esposa - como esposo» llevan en sí precisamente ese perenne, y cada vez único e irrepetible, «lenguaje del cuerpo» y al mismo tiempo lo colocan en el contexto de la comunión de las personas: «Prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida». De este modo, el «lenguaje del cuerpo» perenne y cada vez nuevo, es no sólo el «substrato» sino, en cierto sentido, el contenido constitutivo de la comunión de las personas. Las personas -hombre y mujer- se convierten de por sí en un don recíproco. Llegan a ser ese don en su masculinidad y femineidad, descubriendo el significado esponsalicio del cuerpo y refiriéndolo recíprocamente a sí mismo de modo irreversible: para toda la vida.
5. Así el sacramento del matrimonio como signo permite comprender las palabras de los nuevos esposos, palabras que confieren un aspecto nuevo a su vida en la dimensión estrictamente personal (e interpersonal:communio personarum), basándose en el «lenguaje del cuerpo». La administración del sacramento consiste en esto: que en el momento de contraer matrimonio el hombre y la mujer, con las palabras adecuadas y en la relectura del perenne «lenguaje del cuerpo», forman un signo, un signo irrepetible, que tiene también un significado de cara al futuro: «todos los días de mi vida», es decir, hasta la muerte. Este es signo visible y eficaz de la alianza con Dios en Cristo, esto es, de la gracia, que en dicho signo debe llegar a ser parte de ellos, como «propio don» (según la expresión de la primera Carta a los Corintios, 1Co 7).
Al formular la cuestión en categorías sociojurídicas, se puede decir que entre los nuevos esposos se ha estipulado un pacto conyugal de contenido bien determinado. Se puede decir además que, como consecuencia de este pacto, ellos se convierten en esposos de modo socialmente reconocido, y que de esta manera se ha constituido en su germen la familia como célula social fundamental. Este modo de entender está obviamente en consonancia con la realidad humana del matrimonio, más aún, es fundamental también en el sentido religioso y religioso- moral. Sin embargo, desde el punto de vista de la teología del sacramento, la clave para comprender el matrimonio sigue siendo la realidad del signo, con el que el matrimonio se constituye sobre el fundamento de la alianza del hombre con Dios en Cristo y en la Iglesia: se constituye en el orden sobrenatural del vínculo sagrado que exige la gracia. En este orden el matrimonio es un signo visible y eficaz. Originado en el misterio de la creación, tiene su nuevo origen en el misterio de la redención, sirviendo a la «unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad» (Gaudium et spes, 24). La liturgia del sacramento del matrimonio da forma a ese signo: directamente, durante el rito sacramental, sobre la base del conjunto de sus elocuentes expresiones; indiretamente, a lo largo de toda la vida. El hombre y la mujer, como cónyuges, llevan este signo toda la vida y siguen siendo ese signo hasta la muerte.