1. A la luz de la Encíclica «Humanæ vitæ», el elemento fundamental de la espiritualidad conyugal es el amor derramado en los corazones de los esposos como don del Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5). Los esposos reciben en el sacramento este don juntamente con una particular «consagración». El amor está unido a la castidad conyugal que, manifestándose como continencia, realiza el orden interior de la convivencia conyugal.
La castidad es vivir en el orden del corazón. Este orden permite el desarrollo de las «manifestaciones afectivas» en la proporción y en el significado propio de ellas. De este modo, queda confirmada también la castidad conyugal como «vida del Espíritu» (cf. Ga 5, 25), según la expresión de San Pablo. El Apóstol tenía en la mente no sólo las energías inminentes del espíritu humano, sino, sobre todo, el influjo santificante del Espíritu Santo y sus dones particulares.
2. En el centro de la espiritualidad conyugal está, pues, la castidad, no sólo como virtud moral (formada por el amor), sino, a la vez, como virtud vinculada con los dones del Espíritu Santo -ante todo con el don del respeto de lo que viene de Dios («don pietatis»)-. Este don está en la mente del autor de la Carta a los Efesios, cuando exhorta a los cónyuges a estar «sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21). Así, pues, el orden interior de la convivencia conyugal, que permite a las «manifestaciones afectivas» desarrollarse según su justa proporción y significado, es fruto no sólo de la virtud en la que se ejercitan los esposos, sino también de los dones del Espíritu Santo con los que colaboran.
La Encíclica «Humanæ vitæ» en algunos pasajes del texto (especialmente 21, 26), al tratar de la específica ascesis conyugal, o sea, el esfuerzo para conseguir la virtud del amor, de la castidad y de la continencia, habla indirectamente de los dones del Espíritu Santo, a los cuales se hacen sensibles los esposos en la medida de su maduración en la virtud.
3. Esto corresponde a la vocación del hombre al matrimonio. Esos «dos», que - según la expresión más antigua de la Biblia- «serán una sola carne» (Gn 2, 24), no pueden realizar tal unión al nivel propio de las personas (communio personarum), si no mediante las fuerzas provenientes del espíritu, y precisamente, del Espíritu Santo que purifica, vivifica, corrobora y perfecciona las fuerzas del espíritu humano. «El Espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada» (Jn 6, 63).
De aquí se deduce que las líneas esenciales de la espiritualidad conyugal están grabadas «desde el principio» en la verdad bíblica sobre el matrimonio. Esta espiritualidad está también «desde el principio» abierta a los dones del Espíritu Santo. Si la Encíclica «Humanæ vitæ» exhorta a los esposos a una «oración perseverante» y a la vida sacramental (diciendo: «acudan sobre todo a la fuente de gracia y caridad en la Eucaristía; recurran con humilde perseverancia a la misericordia de Dios, que se concede en el sacramento de la penitencia», Humanæ vitæ, 25), 10 hace recordando al Espíritu Santo que «da vida» (2Co 3, 6).
4. Los dones del Espíritu Santo, y en particular el don del respeto de lo que es sagrado, parecen tener aquí un significado fundamental. Efectivamente, tal don sostiene y desarrolla en los cónyuges una singularsensibilidad por todo lo que en su vocación y convivencia lleva el signo del misterio de la creación y redención: por todo lo que es un reflejo creado de la sabiduría y del amor de Dios. Así, pues, ese don parece iniciar al hombre y a la mujer, de modo particularmente profundo, en el respeto de los dos significados inseparables del acto conyugal, de los que habla la Encíclica (Humanæ vitæ, 12) con relación al sacramento del matrimonio. El respeto a los dos significados del acto conyugal sólo puede desarrollarse plenamente a base de una profunda referencia a la dignidad personal de la nueva vida, que puede surgir de la unión conyugal del hombre y de la mujer. El don del respeto de lo que es creado por Dios se expresa precisamente en tal referencia.
5. El respeto al doble significado del acto conyugal en el matrimonio, que nace del don del respeto por la creación de Dios, se manifiesta también como temor salvífico: temor a romper o degradar lo que lleva en sí el signo del misterio divino de la creación y redención. De este temor habla precisamente el autor de la Carta a los Efesios: «Estad sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21). Si este temor salvífico se asocia inmediatamente a la función «negativa» de la continencia (o sea, a la resistencia con relación a la concupiscencia de la carne), se manifiesta también -y de manera creciente, a medida que esta virtud madura- como sensibilidad plena de veneración por los valores esenciales de la unión conyugal: por los «dos significados del acto conyugal» (o bien, hablando en el lenguaje de los análisis precedentes, por la verdad interior del mutuo «lenguaje del cuerpo»).
A base de una profunda referencia a estos dos valores esenciales, lo que significa unión de los cónyuges se armoniza en el sujeto con lo que significa paternidad y maternidad responsables. El don del respeto de lo que Dios ha creado hace ciertamente que la aparente «contradicción» en esta esfera desaparezca y que la dificultad que proviene de la concupiscencia se supere gradualmente, gracias a la madurez de la virtud y a la fuerza del don del Espíritu Santo.
6. Si se trata de la problemática de la llamada continencia periódica (o sea, el recurso a los «métodos naturales»), el don del respeto por la obra de Dios ayuda, de suyo, a conciliar la dignidad humana con los«ritmos naturales de fecundidad», es decir, con la dimensión biológica de la feminidad y masculinidad de los cónyuges; dimensión que tiene también un significado propio para la verdad del mutuo «lenguaje del cuerpo» en la convivencia conyugal. De este modo, también lo que -no tanto en el sentido bíblico, sino sobre todo en el «biológico»- se refiere a la «unión conyugal en el cuerpo», encuentra su forma humanamente madura gracias a la vida «según el Espíritu» .
Toda la práctica de la honesta regulación de la fertilidad, tan íntimamente unida a la paternidad y maternidad responsables, forma parte de la espiritualidad cristiana conyugal y familiar; y sólo viviendo «según el Espíritu» se hace interiormente verdadera y auténtica.