Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 19 de enero de 2000
1. "Trinidad superesencial, infinitamente divina y buena, custodia de la divina sabiduría de los cristianos, llévanos más allá de toda luz y de todo lo desconocido hasta la cima más alta de las místicas Escrituras, donde los misterios sencillos, absolutos e incorruptibles de la teología se revelan en la tiniebla luminosa del silencio". Con esta invocación de Dionisio el Areopagita, teólogo de Oriente (Teología mística I, 1), comenzamos a recorrer un itinerario arduo pero fascinante en la contemplación del misterio de Dios. Después de reflexionar, durante los años pasados, sobre cada una de las tres personas divinas -el Hijo, el Espíritu Santo y el Padre-, en este Año jubilar nos proponemos abarcar con una sola mirada la gloria común de los Tres que son un solo Dios, "no una sola persona, sino tres Personas en una sola naturaleza" (Prefacio de la solemnidad de la santísima Trinidad). Esta opción corresponde a la indicación de la carta apostólica Tertio Millennio Adveniente, la cual pone como objetivo de la fase celebrativa del gran jubileo "la glorificación de la Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia" (n. 55).
2. Inspirándonos en una imagen del libro del Apocalipsis (cf. Ap 22, 1), podríamos comparar este itinerario con el viaje de un peregrino por las riberas del río de Dios, es decir, de su presencia y de su revelación en la historia de los hombres.
Hoy, como síntesis ideal de este camino, reflexionaremos en los dos puntos extremos de ese río: su manantial y su estuario, uniéndolos entre sí en un solo horizonte. En efecto, la Trinidad divina está en el origen del ser y de la historia, y se halla presente en su meta última. Constituye el inicio y el fin de la historia de la salvación. Entre los dos extremos, el jardín del Edén (cf. Gn 2) y el árbol de la vida de la Jerusalén celestial (cf. Ap 22), se desarrolla una larga historia marcada por las tinieblas y la luz, por el pecado y la gracia. El pecado nos alejó del esplendor del paraíso de Dios; la redención nos lleva a la gloria de un nuevo cielo y una nueva tierra, donde "no habrá ya muerte ni llanto ni gritos ni fatigas" (Ap 21, 4).
3. La primera mirada sobre este horizonte nos la ofrece la página inicial de la sagrada Escritura, que señala el momento en que la fuerza creadora de Dios saca al mundo de la nada: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra" (Gn 1, 1). Esta mirada se profundiza en el Nuevo Testamento, remontándose hasta el centro de la vida divina, cuando san Juan, al inicio de su evangelio, proclama: "En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios" (Jn 1, 1). Antes de la creación y como fundamento de ella, la revelación nos hace contemplar el misterio del único Dios en la trinidad de las personas: el Padre y su Palabra, unidos en el Espíritu.
El autor bíblico que escribió la página de la creación no podía sospechar la profundidad de este misterio. Mucho menos podía alcanzarlo la pura reflexión filosófica, ya que la Trinidad está por encima de las posibilidades de nuestro entendimiento, y sólo puede conocerse por revelación.
Y, sin embargo, este misterio que nos supera infinitamente es también la realidad más cercana a nosotros, porque está en las fuentes de nuestro ser. En efecto, en Dios "vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 28) y a las tres personas divinas se aplica lo que san Agustín dice de Dios: es "intimior intimo meo" (Conf. III, 6, 11). En lo más íntimo de nuestro ser, donde ni siquiera nuestra mirada logra llegar, la gracia hace presentes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, un solo Dios en tres personas. El misterio de la Trinidad, lejos de ser una árida verdad entregada al entendimiento, es vida que nos habita y sostiene.
4. Esta vida trinitaria, que precede y funda la creación, es el punto de partida de nuestra contemplación en este Año jubilar. Dios, misterio de los orígenes de donde brota todo, se nos presenta como Aquel que es la plenitud del ser y comunica el ser, como luz que "ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9), como el Viviente y dador de vida. Y se nos presenta sobre todo como Amor, según la hermosa definición de la primera carta de san Juan (cf. 1Jn 4, 8). Es amor en su vida íntima, donde el dinamismo trinitario es precisamente expresión del amor eterno con que el Padre engendra al Hijo y ambos se donan recíprocamente en el Espíritu Santo. Es amor en la relación con el mundo, ya que la libre decisión de sacarlo de la nada es fruto de este amor infinito que se irradia en la esfera de la creación. Si los ojos de nuestro corazón, iluminados por la revelación, se hacen suficientemente puros y penetrantes, serán capaces de descubrir en la fe este misterio, en el que todo lo que existe tiene su raíz y su fundamento.
5. Pero, como aludí al inicio, el misterio de la Trinidad está también ante nosotros como la meta a la que tiende la historia, como la patria que anhelamos. Nuestra reflexión trinitaria, siguiendo los diversos ámbitos de la creación y de la historia, se orientará a esta meta, que el libro del Apocalipsis con gran eficacia nos señala como culminación de la historia.
Esta es la segunda y última parte del río de Dios, al que nos referimos antes. En la Jerusalén celestial el origen y el fin se vuelven a unir. En efecto, Dios Padre se sienta en el trono y dice: "Mira que hago nuevas todas las cosas" (Ap 21, 5). A su lado se encuentra el Cordero, es decir, Cristo, en su trono, con su luz, con el libro de la vida, en el que se hallan escritos los nombres de los redimidos (cf. Ap 21, 23. 27; 22, 1. 3). Y, al final, en un diálogo dulce e intenso, el Espíritu ora en nosotros y juntamente con la Iglesia, la esposa del Cordero, dice: "Ven, Señor Jesús" (cf. Ap 22, 17. 20).
Para concluir este primer esbozo de nuestra larga peregrinación en el misterio de Dios, volvamos a la oración de Dionisio el Areopagita, que nos recuerda la necesidad de la contemplación: "Es en el silencio donde se aprenden los secretos de esta tiniebla (...) que brilla con la luz más resplandeciente (...). A pesar de ser perfectamente intangible e invisible, colma con esplendores más bellos que la belleza las inteligencias que saben cerrar los ojos" (Teología mística, I, 1).
(L'Osservatore Romano - 21 de enero de 2000)