Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 10 de Mayo de 2000
1. El itinerario de la vida de Cristo no culmina en la oscuridad de la tumba, sino en el cielo luminoso de la resurrección. En este misterio se funda la fe cristiana (cf. 1Co 15, 1-20), como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia católica: "La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del misterio pascual al mismo tiempo que la cruz" (n. 638).
Afirmaba un escritor místico español del siglo XVI: "En Dios se descubren nuevos mares cuanto más se navega" (fray Luis de León). Queremos navegar ahora en la inmensidad del misterio hacia la luz de la presencia trinitaria en los acontecimientos pascuales. Es una presencia que se dilata durante los cincuenta días de Pascua.
2. A diferencia de los escritos apócrifos, los evangelios canónicos no presentan el acontecimiento de la resurrección en sí, sino más bien la presencia nueva y diferente de Cristo resucitado en medio de sus discípulos. Precisamente esta novedad es la que subraya la primera escena en la que queremos detenernos. Se trata de la aparición que tiene lugar en una Jerusalén aún sumergida en la luz tenue del alba: una mujer, María Magdalena, y un hombre se encuentran en una zona de sepulcros. En un primer momento, la mujer no reconoce al hombre que se le ha acercado; sin embargo, es el mismo Jesús de Nazaret a quien había escuchado y que había transformado su vida. Para reconocerlo es necesaria otra vía de conocimiento diversa de la razón y los sentidos. Es el camino de la fe, que se abre cuando ella oye que le llaman por su nombre (cf. Jn 20, 11-18).
Fijemos nuestra atención, dentro de esta escena, en las palabras del Resucitado. Él declara: "Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios" (Jn 20, 17). Aparece, pues, el Padre celestial, con respecto al cual Cristo, con la expresión "mi Padre", subraya un vínculo especial y único, distinto del que existe entre el Padre y los discípulos: "vuestro Padre". Tan sólo en el evangelio de san Mateo, Jesús llama diecisiete veces a Dios "mi Padre". El cuarto evangelista usará dos vocablos griegos diversos: uno, hyiós, para indicar la plena y perfecta filiación divina de Cristo; el otro, tékna, referido a nuestro ser hijos de Dios de modo real, pero derivado.
3. La segunda escena nos lleva de Jerusalén a la región septentrional de Galilea, a un monte. Allí tiene lugar una epifanía de Cristo, en la que el Resucitado se revela a los Apóstoles (cf. Mt 28, 16-20). Se trata de un solemne acontecimiento de revelación, reconocimiento y misión. En la plenitud de sus poderes salvíficos, él confiere a la Iglesia el mandato de anunciar el Evangelio, bautizar y enseñar a vivir según sus mandamientos. La Trinidad emerge en esas palabras esenciales que resuenan también en la fórmula del bautismo cristiano, tal como lo administrará la Iglesia: "Bautizad (a todas las gentes) en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19).
Un antiguo escritor cristiano, Teodoro de Mopsuestia (siglo IV-V), comenta: "La expresión en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo indica quién da los bienes del bautismo: el nuevo nacimiento, la renovación, la inmortalidad, la incorruptibilidad, la impasibilidad, la inmutabilidad, la liberación de la muerte, de la esclavitud y de todos los males, el gozo de la libertad y la participación en los bienes futuros y sublimes. ¡Por eso somos bautizados! Se invoca, por tanto, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para que conozcas la fuente de los bienes del bautismo" (Homilía II sobre el bautismo, 17).
4. Llegamos, así, a la tercera escena que queremos evocar. Nos remonta al tiempo en que Jesús caminaba todavía por las calles de Tierra Santa, hablando y actuando. Durante la solemnidad judía otoñal de las Tiendas, proclama: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: "De su seno manarán ríos de agua viva"" (Jn 7, 38). El evangelista san Juan interpreta estas palabras precisamente a la luz de la Pascua de gloria y del don del Espíritu Santo: "Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado" (Jn 7, 39).
Vendrá la glorificación de la Pascua, y con ella también el don del Espíritu en Pentecostés, que Jesús anticipará a sus Apóstoles al atardecer del mismo día de su resurrección. Apareciéndose en el Cenáculo, soplará sobre ellos y les dirá: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22).
5. Así pues, el Padre y el Espíritu están unidos al Hijo en la hora suprema de la redención. Esto es lo que afirma san Pablo en una página muy luminosa de la carta a los Romanos, en la que evoca a la Trinidad precisamente en relación con la resurrección de Cristo y de todos nosotros: "Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros" (Rm 8, 11).
El Apóstol indica en esta misma carta la condición para que se cumpla dicha promesa: "Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rm 10, 9). A la naturaleza trinitaria del acontecimiento pascual, corresponde el aspecto trinitario de la profesión de fe. En efecto, "nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!", si no es bajo la acción del Espíritu Santo" (1Co 12, 3), y quien lo dice, lo dice "para gloria de Dios Padre" (Flp 2, 11).
Acojamos, pues, la fe pascual y la alegría que deriva de ella recordando un canto de la Iglesia de Oriente para la Vigilia pascual: "Todas las cosas son iluminadas por tu resurrección, oh Señor, y el paraíso ha vuelto a abrirse. Toda la creación te bendice y diariamente te ofrece un himno. Glorifico el poder del Padre y del Hijo, alabo la autoridad del Espíritu Santo, Divinidad indivisa, increada, Trinidad consustancial que reina por los siglos de los siglos" (Canon pascual de san Juan Damasceno, Sábado santo, tercer tono).
(L'Osservatore Romano - 12 de mayo de 2000)
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