Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 6 de junio de 2001
1. "Bendito eres, Señor, Dios de nuestro padre Israel" (1Cro 29, 10). Este intenso cántico de alabanza, que el primer libro de las Crónicas pone en labios de David, nos hace revivir el gran júbilo con que la comunidad de la antigua alianza acogió los grandes preparativos realizados con vistas a la construcción del templo, fruto del esfuerzo común del rey y de tantos que colaboraron con él. Fue una especie de competición de generosidad, porque lo exigía una morada que no era "para un hombre, sino para el Señor Dios" (1Cro 29, 1).
El Cronista, releyendo después de siglos aquel acontecimiento, intuye los sentimientos de David y de todo el pueblo, su alegría y admiración hacia los que habían dado su contribución: "El pueblo se alegró por estas ofrendas voluntarias; porque de todo corazón las habían ofrecido espontáneamente al Señor. También el rey David tuvo un gran gozo" (1Cro 29, 9).
2. En ese contexto brota el cántico. Sin embargo, sólo alude brevemente a la satisfacción humana, para centrar en seguida la atención en la gloria de Dios: "Tuyos son, Señor, la grandeza (...) y el reino". La gran tentación que acecha siempre, cuando se realizan obras para el Señor, consiste en ponerse a sí mismos en el centro, casi sintiéndose acreedores de Dios. David, por el contrario, lo atribuye todo al Señor. No es el hombre, con su inteligencia y su fuerza, el primer artífice de lo que se ha llevado a cabo, sino Dios mismo.
David expresa así la profunda verdad según la cual todo es gracia. En cierto sentido, cuanto se entrega para el templo no es más que una restitución, por lo demás sumamente escasa, de lo que Israel ha recibido en el inestimable don de la alianza sellada por Dios con los padres. En esa misma línea David atribuye al Señor el mérito de todo lo que ha constituido su éxito, tanto en el campo militar como en el político y económico. Todo viene de él.
3. De aquí brota el espíritu contemplativo de estos versículos. Parece que al autor del cántico no le bastan las palabras para proclamar la grandeza y el poder de Dios. Ante todo lo contempla en la especial paternidad que ha mostrado a Israel, "nuestro padre". Este es el primer título que exige alabanza "por los siglos de los siglos".
Los cristianos, al recitar estas palabras, no podemos menos de recordar que esa paternidad se reveló de modo pleno en la encarnación del Hijo de Dios. Él, y sólo él, puede hablar a Dios llamándolo, en sentido propio y afectuosamente, "Abbá" (Mc 14, 36). Al mismo tiempo, por el don del Espíritu, se nos participa su filiación, que nos hace "hijos en el Hijo". La bendición del antiguo Israel por Dios Padre cobra para nosotros la intensidad que Jesús nos manifestó al enseñarnos a llamar a Dios "Padre nuestro".
4. Partiendo de la historia de la salvación, la mirada del autor bíblico se ensancha luego hasta el universo entero, para contemplar la grandeza de Dios creador: "Tuyo es cuanto hay en cielo y tierra". Y también: "Tú eres (...) soberano de todo". Como en el salmo 8, el orante de nuestro cántico alza la cabeza hacia la ilimitada amplitud de los cielos; luego, asombrado, extiende su mirada hacia la inmensidad de la tierra, y lo ve todo sometido al dominio del Creador. ¿Cómo expresar la gloria de Dios? Las palabras se atropellan, en una especie de clímax místico: grandeza, poder, gloria, esplendor, majestad, y luego también poder y fuerza.
Cuanto de hermoso y grande experimenta el hombre debe referirse a Aquel que es el origen de todo y que lo gobierna todo. El hombre sabe que cuanto posee es don de Dios, como lo subraya David al proseguir en el cántico: "Pues, ¿quién soy yo y quién es mi pueblo para que podamos ofrecerte estos donativos? Porque todo viene de ti, y de tu mano te lo damos" (1Cro 29, 14).
5. Esta convicción de que la realidad es don de Dios nos ayuda a unir los sentimientos de alabanza y de gratitud del cántico con la espiritualidad "oblativa" que la liturgia cristiana nos hace vivir sobre todo en la celebración eucarística. Es lo que se desprende de la doble oración con que el sacerdote ofrece el pan y el vino destinados a convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo: "Bendito seas Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos: él será para nosotros pan de vida". Esa oración se repite para el vino. Análogos sentimientos nos sugieren tanto la Divina Liturgia bizantina como el antiguo Canon romano cuando, en la anámnesis eucarística, expresan la conciencia de ofrecer como don a Dios lo que hemos recibido de él.
6. El cántico, contemplando la experiencia humana de la riqueza y del poder, nos brinda una última aplicación de esta visión de Dios. Esas dos dimensiones se manifestaron mientras David preparaba todo lo necesario para la construcción del templo. Se le presentaba como tentación lo que constituye una tentación universal: actuar como si fuéramos árbitros absolutos de lo que poseemos, enorgullecernos por ello y avasallar a los demás. La oración de este cántico impulsa al hombre a tomar conciencia de su dimensión de "pobre" que lo recibe todo.
Así pues, los reyes de esta tierra son sólo una imagen de la realeza divina: "Tuyo es el reino, Señor". Los ricos no pueden olvidar el origen de sus bienes. "De ti vienen la riqueza y la gloria". Los poderosos deben saber reconocer en Dios la fuente del "poder y la fuerza". El cristiano está llamado a leer estas expresiones contemplando con júbilo a Cristo resucitado, glorificado por Dios "por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación" (Ef 1, 21). Cristo es el verdadero Rey del universo.
(L'Osservatore Romano - 8 de junio de 2001)