Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 22 de agosto de 2001

Malicia del pecador,
bondad del Señor

1. Cada persona, al iniciar una jornada de trabajo y de relaciones humanas, puede adoptar dos actitudes fundamentales: elegir el bien o ceder al mal. El salmo 35, que acabamos de escuchar, presenta precisamente estas dos posturas antitéticas. Algunos, muy temprano, ya desde antes de levantarse, traman proyectos inicuos; otros, por el contrario, buscan la luz de Dios, "fuente de la vida" (cf. v. 10). Al abismo de la malicia del malvado se opone el abismo de la bondad de Dios, fuente viva que apaga la sed y luz que ilumina al fiel.

Por eso, son dos los tipos de hombres descritos en la oración del salmo que acabamos de proclamar y que la Liturgia de las Horas nos propone para las Laudes del miércoles de la primera semana.

2. El primer retrato que el salmista nos presenta es el del pecador (cf. vv. 2-5). En su interior -como dice el original hebreo- se encuentra el "oráculo del pecado" (v. 2). La expresión es fuerte. Hace pensar en una palabra satánica, que, en contraste con la palabra divina, resuena en el corazón y en la lengua del malvado.

En él el mal parece tan connatural a su realidad íntima, que aflora en palabras y obras (cf. vv. 3-4). Pasa sus jornadas eligiendo "el mal camino", comenzando ya de madrugada, cuando aún está "acostado" (v. 5), hasta la noche, cuando está a punto de dormirse. Esta elección constante del pecador deriva de una opción que implica toda su existencia y engendra muerte.

3. Pero al salmista le interesa sobre todo el otro retrato, en el que desea reflejarse: el del hombre que busca el rostro de Dios (cf. vv. 6-13). Eleva un auténtico himno al amor divino (cf. vv. 6-11), que concluye pidiendo ser liberado de la atracción oscura del mal y envuelto para siempre por la luz de la gracia.

Este canto presenta una verdadera letanía de términos que celebran los rasgos del Dios de amor: gracia, fidelidad, justicia, juicio, salvación, sombra de tus alas, abundancia, delicias, vida y luz. Conviene subrayar, en particular, cuatro de estos rasgos divinos, expresados con términos hebreos que tienen un valor más intenso que los correspondientes en las traducciones de las lenguas modernas.

4. Ante todo está el término hésed, "gracia", que es a la vez fidelidad, amor, lealtad y ternura. Es uno de los términos fundamentales para exaltar la alianza entre el Señor y su pueblo. Y es significativo que se repita 127 veces en el Salterio, más de la mitad de todas las veces que esta palabra aparece en el resto del Antiguo Testamento.

Luego viene el término 'emunáh, que deriva de la misma raíz de amén, la palabra de la fe, y significa estabilidad, seguridad y fidelidad inquebrantable.

Sigue, a continuación, el término sedaqáh, la "justicia", que tiene un significado fundamentalmente salvífico: es la actitud santa y providente de Dios que, con su intervención en la historia, libra a sus fieles del mal y de la injusticia.

Por último, encontramos el término mishpát, el "juicio", con el que Dios gobierna sus criaturas, inclinándose hacia los pobres y oprimidos, y doblegando a los arrogantes y prepotentes.

Se trata de cuatro palabras teológicas, que el orante repite en su profesión de fe, mientras sale a los caminos del mundo, con la seguridad de que tiene a su lado al Dios amoroso, fiel, justo y salvador.

5. Además de los diversos títulos con los que exalta a Dios, el salmista utiliza dos imágenes sugestivas. Por una parte, la abundancia de alimento, que hace pensar ante todo en el banquete sagrado que se celebraba en el templo de Sión con la carne de las víctimas de los sacrificios. También están la fuente y el torrente, cuyas aguas no sólo apagan la sed de la garganta seca, sino también la del alma (cf. vv. 9-10; Sal 41, 2-3; 62, 2-6). El Señor sacia y apaga la sed del orante, haciéndolo partícipe de su vida plena e inmortal.

La otra imagen es la del símbolo de la luz: "tu luz nos hace ver la luz" (v. 10). Es una luminosidad que se irradia, casi "en cascada", y es un signo de la revelación de Dios a su fiel. Así aconteció a Moisés en el Sinaí (cf. Ex 34, 29-30) y así sucede también al cristiano en la medida en que "con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, se va transformando en esa misma imagen" (cf. 2Co 3, 18).

En el lenguaje de los salmos "ver la luz del rostro de Dios" significa concretamente encontrar al Señor en el templo, donde se celebra la plegaria litúrgica y se escucha la palabra divina. También el cristiano hace esta experiencia cuando celebra las alabanzas del Señor al inicio de la jornada, antes de afrontar los caminos, no siempre rectos, de la vida diaria.

(L'Osservatore Romano - 24 de agosto de 2001)