Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 11 de diciembre de 2002
Lamentación del pueblo
en tiempo de hambre y guerra
(Jeremías 14, 17-21)
1. El canto que el profeta Jeremías, desde su horizonte histórico, eleva al cielo es amargo y lleno de sufrimiento (cf. Jr 14, 17-21). Lo hemos escuchado ahora como invocación, pues se reza en la liturgia de Laudes el viernes, día en que se conmemora la muerte del Señor. El contexto del que brota esta lamentación es una calamidad que a menudo azota a la tierra de Oriente Próximo: la sequía. Pero a este drama natural el profeta une otro no menos terrible: la tragedia de la guerra: "Salgo al campo: muertos a espada; entro en la ciudad: desfallecidos de hambre" (v. 18). Por desgracia, la descripción es trágicamente actual en numerosas regiones de nuestro planeta.
2. Jeremías entra en escena con el rostro bañado en lágrimas: su llanto es una lamentación incesante por "la hija de su pueblo", es decir, por Jerusalén. En efecto, según un símbolo bíblico muy conocido, la ciudad se representa con una imagen femenina, "la hija de Sión". El profeta participa íntimamente en la "terrible desgracia" y en la "herida de fuertes dolores" de su pueblo (v. 17). A menudo sus palabras están marcadas por el dolor y las lágrimas, porque Israel no se deja penetrar del mensaje misterioso que el sufrimiento implica. En otro pasaje, Jeremías exclama: "Si no lo oyereis, en silencio llorará mi alma por ese orgullo, y dejarán caer mis ojos lágrimas, y verterán copiosas lágrimas, porque va cautiva la grey del Señor" (Jr 13, 17).
3. El motivo de la desgarradora invocación del profeta se ha de buscar, como decíamos, en dos acontecimientos trágicos: la espada y el hambre, es decir, la guerra y la carestía (cf. Jr 14, 18). Así pues, se trata de una situación histórica dolorosa y es significativo el retrato del profeta y del sacerdote, los custodios de la palabra del Señor, los cuales "vagan sin sentido por el país" (ib.).
La segunda parte del cántico (cf. vv. 19-21) ya no es una lamentación individual, en primera persona singular, sino una súplica colectiva dirigida a Dios: "¿Por qué nos has herido sin remedio?" (v. 19). En efecto, además de la espada y del hambre, hay una tragedia mayor: la del silencio de Dios, que ya no se revela y parece haberse encerrado en su cielo, como disgustado por la conducta de la humanidad. Por eso, las preguntas dirigidas a él se hacen tensas y explícitas en sentido típicamente religioso: "¿Por qué has rechazado del todo a Judá? ¿Tiene asco tu garganta de Sión?" (v. 19). Ya se sienten solos y abandonados, privados de paz, de salvación y de esperanza. El pueblo, abandonado a sí mismo, se encuentra desconcertado e invadido por el terror.
Esta soledad existencial, ¿no es la fuente profunda de tanta insatisfacción, que captamos también en nuestros días? Tanta inseguridad y tantas reacciones desconsideradas tienen su raíz en el hecho de haberse alejado de Dios, roca de salvación.
4. En este momento se produce un cambio radical: el pueblo vuelve a Dios y le dirige una intensa oración. Ante todo, reconoce su pecado con una breve pero sentida confesión de culpa: "Señor, reconocemos nuestra impiedad (...), pecamos contra ti" (v. 20). Por consiguiente, el silencio de Dios era provocado por el alejamiento del hombre. Si el pueblo se convierte y vuelve al Señor, también Dios se mostrará dispuesto a salir a su encuentro para abrazarlo.
Al final, el profeta usa dos palabras fundamentales: el "recuerdo" y la "alianza" (v. 21). Dios es invitado por su pueblo a "recordar", es decir, a reanudar el hilo de su benevolencia generosa, manifestada tantas veces en el pasado con intervenciones decisivas para salvar a Israel. Dios es invitado a recordar que se ha unido a su pueblo mediante una alianza de fidelidad y amor. Precisamente por esta alianza, el pueblo puede confiar en que el Señor intervendrá para liberarlo y salvarlo. El compromiso que ha asumido, el honor de su "nombre", el hecho de su presencia en el templo, su "trono glorioso", impulsan a Dios, después del juicio por el pecado y el silencio, a acercarse nuevamente a su pueblo para devolverle la vida, la paz y la alegría.
Por consiguiente, al igual que los israelitas, también nosotros podemos tener la certeza de que el Señor no nos abandona para siempre, sino que, después de cada prueba purificadora, vuelve a "iluminar su rostro sobre nosotros, nos otorga su favor (...) y nos concede la paz", como reza la bendición sacerdotal recogida en el libro de los Números (cf. Nm 6, 25-26).
5. En conclusión, la súplica de Jeremías se podría comparar con una conmovedora exhortación dirigida a los cristianos de Cartago por san Cipriano, obispo de esa ciudad en el siglo III.
En tiempo de persecución, san Cipriano exhorta a sus fieles a invocar al Señor. Esta imploración no es idéntica a la súplica del profeta, porque no contiene una confesión de los pecados, pues la persecución no es un castigo por los pecados, sino una participación en la pasión de Cristo. A pesar de ello, se trata de una invocación tan apremiante como la de Jeremías.
"Imploremos todos al Señor -dice san Cipriano- con sinceridad, sin dejar de pedir, confiando en obtener lo que pedimos. Implorémosle gimiendo y llorando, como es justo que imploren los que se encuentran entre los desventurados que lloran y otros que temen desgracias, entre los muchos que sufren por las matanzas y los pocos que quedan de pie. Pidamos que pronto se nos devuelva la paz, que se nos preste ayuda en nuestros escondrijos y en los peligros, que se cumpla lo que el Señor se digna mostrar a sus siervos: la restauración de su Iglesia, la seguridad de nuestra salvación eterna, el cielo despejado después de la lluvia, la luz después de las tinieblas, la calma tras las tempestades y los torbellinos, la ayuda compasiva de su amor de padre, las grandezas de la divina majestad, que conocemos muy bien" (Epistula 11, 8, en: S. Pricoco-M Simonetti, La preghiera dei cristiani, Milán 2000, pp. 138-139).
(L'Osservatore Romano- 13 de diciembre de 2002)
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