Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 2 de abril de 2003

Cántico al Dios vencedor y salvador

1. Dentro del libro que lleva el nombre del profeta Isaías los estudiosos han descubierto la presencia de diversas voces, puestas todas bajo el patronato del gran profeta que vivió en el siglo VIII a. C. Es el caso del vigoroso himno de alegría y de victoria que se acaba de proclamar como parte de la liturgia de Laudes de la cuarta semana. Los exegetas lo atribuyen al "segundo Isaías", un profeta que vivió en el siglo VI a. C  en el tiempo del regreso de los hebreos del exilio de Babilonia. El himno comienza con una invitación a "cantar al Señor un cántico nuevo" (cf. Is 42, 10), precisamente como sucede en otros salmos (cf. Sal 95, 1   y 97, 1).

La "novedad" del cántico a que invita el profeta consiste ciertamente en que se abre el horizonte de la libertad, como cambio radical en la historia de un pueblo que ha experimentado la opresión y la permanencia en tierra extranjera (cf. Sal 136).

2. A menudo, la "novedad" en la Biblia tiene el aspecto de una realidad perfecta y definitiva. Es casi el signo de que comienza una era de plenitud salvífica que sella la convulsa historia de la humanidad. El cántico de Isaías presenta esta alta tonalidad, que se adapta muy bien a la oración cristiana.

La invitación a elevar al Señor un "cántico nuevo" se dirige al mundo en su totalidad, que incluye la tierra, el mar, las islas, los desiertos y las ciudades (cf. Is 42, 10-12). Todo el espacio se ve involucrado hasta sus últimos confines horizontales, que abarcan también lo desconocido, y con su dimensión vertical, que, partiendo de la llanura desértica, donde se encuentran las tribus nómadas de Cadar (cf. Is 21, 16-17), sube hasta los montes. Allá arriba se puede situar la ciudad de Sela, que muchos identifican con Petra, en el territorio de los edomitas, una ciudad construida entre los picos rocosos.

A todos los habitantes de la tierra se les invita a formar un inmenso coro para aclamar al Señor con júbilo y darle gloria.

3. Después de la solemne invitación al canto (cf. vv. 10-12), el profeta introduce en escena al Señor, representado como el Dios del Éxodo, que liberó a su pueblo de la esclavitud egipcia: "El Señor sale como un héroe, (...) como un guerrero" (v. 13). Siembra el terror entre sus adversarios, que oprimen a los demás y cometen injusticia.

También el cántico de Moisés, al describir el paso del mar Rojo, presenta al Señor como un "guerrero" dispuesto a extender su mano poderosa y aterrorizar a los enemigos (cf. Ex 15, 3-8). Con el regreso de los hebreos de la deportación de Babilonia se va a realizar un nuevo éxodo y los fieles deben estar seguros de que la historia no está a merced del hado, del caos o de las potencias opresoras: la última palabra la tiene el Dios justo y fuerte. Ya cantaba el salmista: "Auxílianos contra el enemigo, que la ayuda del hombre es inútil" (Sal 59, 13).

4. Una vez que ha entrado en escena, el Señor habla y sus vehementes palabras (cf. Is 42, 14-16) expresan juicio y salvación. Comienza recordando que "desde antiguo guardó silencio", es decir, que no intervino. El silencio divino a menudo es motivo de perplejidad e incluso de escándalo para el justo, como lo atestigua la larga queja de Job (cf. Jb 3, 1-26). Sin embargo, no se trata de un silencio que implique ausencia, como si la historia hubiera quedado a merced de los perversos y el Señor permaneciera indiferente e impasible. En realidad, ese silencio desemboca en una reacción semejante al dolor de una mujer que al dar a luz jadea, resuella y grita. Es el juicio divino sobre el mal, representado con imágenes de aridez, destrucción y desierto (cf. v. 15), que tiene como meta un desenlace vivo y fecundo.

En efecto, el Señor hace surgir un mundo nuevo, una era de libertad y salvación. A los ciegos se les abren los ojos, para que gocen de la luz que brilla. El camino resulta ágil y la esperanza florece (cf. v. 16), haciendo posible seguir confiando en Dios y en su futuro de paz y felicidad.

5. Cada día el creyente debe saber descubrir los signos de la acción divina, incluso cuando se oculta tras el fluir, aparentemente monótono y sin meta, del tiempo. Como escribía un estimado autor cristiano moderno, "la tierra está impregnada de un éxtasis cósmico: hay en ella una realidad y una presencia eterna que, sin embargo, normalmente duerme bajo el velo de lo cotidiano. La realidad eterna debe revelarse ahora, como en una epifanía de Dios, a través de todo lo que existe" (Romano Guardini, Sapienza dei Salmi, Brescia 1976, p. 52).

Descubrir, con los ojos de la fe, esta presencia divina en el espacio y en el tiempo, pero también en nosotros mismos, es fuente de esperanza y confianza, incluso cuando nuestro corazón se halla turbado y sacudido, "como se estremecen los árboles del bosque por el viento" (Is 7, 2). En efecto, el Señor entra en escena para regir y juzgar "al orbe con justicia, a los pueblos con fidelidad" (Sal 96, 13).

(L'Osservatore Romano - 4 de abril de 2003)

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