Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 14 de enero de 2004
Pasión voluntaria de Cristo
siervo de Dios
1. Después de la pausa con ocasión de las festividades navideñas, reanudamos hoy nuestro itinerario de meditación sobre la liturgia de las Vísperas. El cántico que acabamos de proclamar, tomado de la primera carta de san Pedro, se refiere a la pasión redentora de Cristo, anunciada ya en el momento del bautismo en el Jordán.
Como escuchamos el domingo pasado, fiesta del Bautismo del Señor, Jesús se manifiesta desde el inicio de su actividad pública como el "Hijo amado", en el que el Padre tiene su complacencia (cf. Lc 3, 22), y el verdadero "Siervo de Yahveh" (cf. Is 42, 1), que libra al hombre del pecado mediante su pasión y la muerte en la cruz.
En la carta de san Pedro citada, en la que el pescador de Galilea se define "testigo de los sufrimientos de Cristo" (1 P 5, 1), el recuerdo de la pasión es muy frecuente. Jesús es el cordero del sacrificio, sin mancha, cuya sangre preciosa fue derramada para nuestra redención (cf. 1 P 1, 18-19). Él es la piedra viva que desecharon los hombres, pero que fue escogida por Dios como "piedra angular" que da cohesión a la "casa espiritual", es decir, a la Iglesia (cf. 1 P 2, 6-8). Él es el justo que se sacrifica por los injustos, a fin de llevarlos a Dios (cf. 1 P 3, 18-22).
2. Nuestra atención se concentra ahora en la figura de Cristo que nos presenta el pasaje que acabamos de escuchar (cf. 1 P 2, 21-24). Aparece como el modelo que debemos contemplar e imitar, el "programa", como se dice en el original griego (cf. 1 P 2, 21), que debemos realizar, el ejemplo que hemos de seguir con decisión, conformando nuestra vida a sus opciones.
En efecto, se usa el verbo griego que indica el seguimiento, la actitud de discípulos, el seguir las huellas mismas de Jesús. Y los pasos del divino Maestro van por una senda ardua y difícil, precisamente como se lee en el evangelio: "El que quiera venir en pos de mí, (...) tome su cruz y sígame" (Mc 8, 34).
En este punto, el himno de la carta de san Pedro traza una síntesis admirable de la pasión de Cristo, a la luz de las palabras y las imágenes que el profeta Isaías aplica a la figura del Siervo doliente (cf. Is 53), releída en clave mesiánica por la antigua tradición cristiana.
3. Esta historia de la Pasión en el himno se formula mediante cuatro declaraciones negativas (cf. 1 P 2, 22-23a) y tres positivas (1 P 2, 23b-24), para describir la actitud de Jesús en esa situación terrible y grandiosa.
Comienza con la doble afirmación de su absoluta inocencia, expresada con las palabras de Isaías (cf. Is 53, 9): "Él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca" (1 P 2, 22). Luego vienen dos consideraciones sobre su comportamiento ejemplar, impregnado de mansedumbre y dulzura: "Cuando le insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas" (1 P 2, 23). El silencio paciente del Señor no es sólo un acto de valentía y generosidad. También es un gesto de confianza con respecto al Padre, como sugiere la primera de las tres afirmaciones positivas: "Se ponía en manos del que juzga justamente" (1 P 2, 23). Tiene una confianza total y perfecta en la justicia divina, que dirige la historia hacia el triunfo del inocente.
4. Así se llega a la cumbre del relato de la Pasión, que pone de relieve el valor salvífico del acto supremo de entrega de Cristo: "Cargado con nuestros pecados, subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia" (1 P 2, 24).
Esta segunda afirmación positiva, formulada con las expresiones de la profecía de Isaías (cf. Is 53, 12), precisa que Cristo cargó "en su cuerpo" "en el leño", o sea, en la cruz, "nuestros pecados", para poder aniquilarlos.
Por este camino, también nosotros, librados del hombre viejo, con su mal y su miseria, podemos "vivir para la justicia", es decir, en santidad. El pensamiento corresponde, aunque sea con términos en gran parte diversos, a la doctrina paulina sobre el bautismo, que nos regenera como nuevas criaturas, sumergiéndonos en el misterio de la pasión, muerte y gloria de Cristo (cf. Rm 6, 3-11).
La última frase -"sus heridas nos han curado" (1 P 2, 25)- indica el valor salvífico del sufrimiento de Cristo, expresado con las mismas palabras que usa Isaías para indicar la fecundidad salvadora del dolor sufrido por el Siervo de Yahveh (cf. Is 53, 5).
5. Contemplando las llagas de Cristo por las cuales hemos sido salvados, san Ambrosio se expresaba así: "En mis obras no tengo nada de lo que pueda gloriarme, no tengo nada de lo que pueda enorgullecerme y, por tanto, me gloriaré en Cristo. No me gloriaré de ser justo, sino de haber sido redimido. No me gloriaré de estar sin pecado, sino de que mis pecados han sido perdonados. No me gloriaré de haber ayudado a alguien ni de que alguien me haya ayudado, sino de que Cristo es mi abogado ante el Padre, de que Cristo derramó su sangre por mí. Mi pecado se ha transformado para mí en precio de la redención, a través del cual Cristo ha venido a mí. Cristo ha sufrido la muerte por mí. Es más ventajoso el pecado que la inocencia. La inocencia me había hecho arrogante, mientras que el pecado me ha hecho humilde" (Giacobbe e la vita beata, I, 6, 21: SAEMO III, Milán-Roma 1982, pp. 251-253).
(L'Osservatore Romano - 16 de enero de 2004)