Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 5 de mayo de 2004

Cristo, primogénito de toda criatura
y primer resucitado de entre los muertos

1. Hemos escuchado el admirable himno cristológico de la carta a los Colosenses. La liturgia de las Vísperas lo propone en las cuatro semanas -en las que dicha Carta se va desarrollando- y lo ofrece a los fieles como cántico, reproduciéndolo en la forma que tenía probablemente el texto desde sus orígenes. En efecto, muchos estudiosos están convencidos de que ese himno podría ser la cita de un canto de las Iglesias de Asia menor, insertado por san Pablo en la carta dirigida a la comunidad cristiana de Colosas, una ciudad entonces floreciente y populosa.

    Con todo, el Apóstol no se dirigió nunca a esa localidad de la Frigia, una región de la actual Turquía. La Iglesia local había sido fundada por Epafras, un discípulo suyo, originario de esas tierras. Al final de la carta a los Colosenses, se le nombra, juntamente con el evangelista Lucas, "el médico amado", como lo llama san Pablo (Co 4, 14), y con otro personaje, Marcos, "primo de Bernabé" (Co 4, 10), tal vez el homónimo compañero de Bernabé y Pablo (cf.Hch 12, 25; 13, 5.13), que luego escribiría uno de los Evangelios.

  2. Dado que más adelante tendremos ocasión de volver a reflexionar sobre este cántico, ahora nos limitaremos a ofrecer una mirada de conjunto y a evocar un comentario espiritual, elaborado por un famoso Padre de la Iglesia, san Juan Crisóstomo (siglo IV), célebre orador y obispo de Constantinopla. En ese himno destaca la grandiosa figura de Cristo, Señor del cosmos. Como la Sabiduría divina creadora exaltada en el Antiguo Testamento (cf  por ejemplo, Pr 8, 22-31), "él es anterior a todo y todo se mantiene en él". Más aún, "todo fue creado por él y para él" (Co 1, 16-17).

    Así pues, en el universo se va cumpliendo un designio trascendente que Dios realiza a través de la obra de su Hijo. Lo proclama también el prólogo del evangelio de san Juan, cuando afirma que "todo se hizo por el Verbo y sin él no se hizo nada de cuanto existe" (Jn 1, 3). También la materia, con su energía, la vida y la luz llevan la huella del Verbo de Dios, "su Hijo querido" (Co 1, 13). La revelación del Nuevo Testamento arroja nueva luz sobre las palabras del sabio del Antiguo Testamento, el cual declaraba que "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su autor" (Sb 13, 5).

  3. El cántico de la carta a los Colosenses presenta otra función de Cristo: él es también el Señor de la historia de la salvación, que se manifiesta en la Iglesia (cf. Co 1, 18) y se realiza "por la sangre de su cruz" (v. 20), fuente de paz y armonía para la humanidad entera.

    Por consiguiente, no sólo el horizonte externo a nosotros está marcado por la presencia eficaz de Cristo, sino también la realidad más específica de la criatura humana, es decir, la historia. La historia no está a merced de fuerzas ciegas e irracionales; a pesar del pecado y del mal, está sostenida y orientada, por obra de Cristo, hacia la plenitud. De este modo, por medio de la cruz de Cristo, toda la realidad es "reconciliada" con el Padre (cf. v. 20).

    El himno dibuja, así, un estupendo cuadro del universo y de la historia, invitándonos a la confianza. No somos una mota de polvo insignificante, perdida en un espacio y en un tiempo sin sentido, sino que formamos parte de un proyecto sabio que brota del amor del Padre.

  4. Como hemos anticipado, damos ahora la palabra a san Juan Crisóstomo, para que sea él quien cierre con broche de oro esta reflexión. En su Comentario a la carta a los Colosenses glosa ampliamente este cántico. Al inicio, subraya la gratuidad del don de Dios "que nos ha hecho capaces de compartir la suerte del pueblo santo en la luz" (v. 12). "¿Por qué la llama "suerte"?", se pregunta el Crisóstomo, y responde: "Para mostrar que nadie puede conseguir el Reino con sus propias obras. También aquí, como la mayoría de las veces, la "suerte" tiene el sentido de "fortuna".

    Nadie realiza obras que merezcan el Reino, sino que todo es don del Señor. Por eso, dice: "Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer" (PG 62, 312).

    Esta benévola y poderosa gratuidad vuelve a aparecer más adelante, cuando leemos que por medio de Cristo fueron creadas todas las cosas (cf. Co 1, 16). "De él depende la sustancia de todas las cosas -explica el Obispo-. No sólo hizo que pasaran del no ser al ser, sino que es también él quien las sostiene, de forma que, si quedaran fuera de su providencia, perecerían y se disolverían... Dependen de él. En efecto, incluso la inclinación hacia él basta para sostenerlas y afianzarlas" (PG 62, 319).

    Con mayor razón es signo de amor gratuito lo que Cristo realiza en favor de la Iglesia, de la que es Cabeza. En este punto (cf. v. 18), explica el Crisóstomo, "después de hablar de la dignidad de Cristo, el Apóstol habla también de su amor a los hombres: "Él es también la cabeza de su cuerpo, que es la Iglesia"; así quiere mostrar su íntima comunión con nosotros. Efectivamente, Cristo, que está tan elevado y es superior a todos, se unió a los que están abajo" (PG 62, 320).