Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 22 de septiembre de 2004

Pasión voluntaria de Cristo
siervo de Dios

1. Hoy, al escuchar el himno tomado del capítulo 2 de la primera carta de san Pedro, se ha perfilado de un modo muy vivo ante nuestros ojos el rostro de Cristo sufriente. Eso sucedía a los lectores de aquella carta en los primeros tiempos del cristianismo y eso mismo ha sucedido a lo largo de los siglos durante la proclamación litúrgica de la palabra de Dios y en la meditación personal.

    Este canto, insertado en la carta, presenta una tonalidad litúrgica y parece reflejar el espíritu de oración de la Iglesia de los orígenes (cf. Co 1, 15-20; Flp 2, 6-11; 1Tm 3, 16). Está marcado también por un diálogo ideal entre el autor y los lectores, en el que se alternan los pronombres personales "nosotros" y "vosotros": "Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas... Llevó nuestros pecados en su cuerpo (...) a fin de que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia; con sus llagas hemos sido curados" (1 P 2, 21. 24-25).

  2. Pero el pronombre que más se repite, en el original griego, es V, que aparece al inicio de los principales versículos (cf. 1 P 2, 22. 23. 24): equivale a "él", el Cristo sufriente; él, que no cometió pecado; él, que al ser insultado no respondía con insultos; él, que al padecer no amenazaba; él, que en la cruz cargó con los pecados de la humanidad para borrarlos.

    El pensamiento de san Pedro, como también el de los fieles que rezan este himno, sobre todo en la liturgia de las Vísperas del tiempo de Cuaresma, se dirige al Siervo de Yahveh descrito en el célebre cuarto canto del libro del profeta Isaías. Es un personaje misterioso, interpretado por el cristianismo en clave mesiánica y cristológica, porque anticipa los detalles y el significado de la pasión de Cristo: "Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores (...) Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes (...). Con sus llagas hemos sido curados. (...) Fue maltratado, y él se humilló y no abrió la boca" (Is 53, 4. 5. 7).

    También el perfil de la humanidad pecadora trazado con la imagen de unas ovejas descarriadas, en un versículo que no recoge la liturgia de las Vísperas (cf. 1 P 2, 25), procede de aquel antiguo canto profético: "Todos nosotros éramos como ovejas descarriadas; cada uno seguía su camino" (Is 53, 6).

  3. Así pues, son dos las figuras que se cruzan en el himno de la carta de san Pedro. Ante todo, está él, Cristo, que emprende el arduo camino de la pasión, sin oponerse a la injusticia y a la violencia, sin recriminaciones ni protestas, sino poniéndose a sí mismo y poniendo su dolorosa situación "en manos del que juzga justamente" (1 P 2, 23). Un acto de confianza pura y absoluta, que culminará en la cruz con las célebres últimas palabras, pronunciadas a voz en grito como extremo abandono a la obra del Padre: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46; cf. Sal 30, 6).

    Por tanto, no se trata de una resignación ciega y pasiva, sino de una valiente confianza, destinada a servir de ejemplo para todos los discípulos que recorrerán la senda oscura de la prueba y la persecución.

  4. Cristo se presenta como el Salvador, solidario con nosotros en su "cuerpo" humano. Al nacer de la Virgen María, se hizo nuestro hermano. Por ello, puede estar a nuestro lado, compartir nuestro dolor, cargar con nuestras enfermedades, "con nuestros pecados" (1 P 2, 24). Pero él es también y siempre el Hijo de Dios, y esta solidaridad suya con nosotros resulta radicalmente transformadora, liberadora, expiatoria y salvífica (cf. 1 P 2, 24).

    Y, así, nuestra pobre humanidad, apartada de los caminos desviados y perversos del mal, es conducida de nuevo por las sendas de la "justicia", es decir, del bello proyecto de Dios. La última frase del himno es particularmente conmovedora. Reza así: "Con sus llagas hemos sido curados" (1 P 2, 25). Manifiesta el alto precio que Cristo ha pagado para conseguirnos la salvación.

  5. Para concluir, cedamos la palabra a los Padres de la Iglesia, es decir, a la tradición cristiana que ha meditado y rezado con este himno de san Pedro.

    San Ireneo de Lyon, en un pasaje de su tratado Contra las herejías, entrelazando una expresión de este himno con otras reminiscencias bíblicas, sintetiza así la figura de Cristo Salvador: "Uno y el mismo es Jesucristo el Hijo de Dios, que por su pasión nos reconcilió con Dios y resucitó de entre los muertos, está sentado a la derecha del Padre, y es perfecto en todas las cosas; es el mismo que, golpeado no devolvía los golpes, "mientras padecía no profirió amenazas" (1 P 2, 23); el que, víctima de la tiranía, mientras sufría rogaba al Padre que perdonara a aquellos mismos que lo crucificaban (cf. Lc 23, 34). Él nos salvó; él mismo es el Verbo de Dios, el Unigénito del Padre, Cristo Jesús nuestro Señor" (III, 16, 9).