Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II (10-II-88)
La Encarnación del Verbo, revaloriza la humanidad
1. Jesucristo, verdadero hombre, es "semejante a nosotros en todo excepto en el pecado". Este ha sido el tema de la catequesis precedente. El pecado está esencialmente excluido de Aquel que, siendo verdadero hombre, es también verdadero Dios ("verus homo" pero no "merus homo").
Toda la vida terrena de Cristo y todo el desarrollo de su misión testimonian la verdad de su absoluta impecabilidad. Él mismo lanzó el reto: "¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?" (Jn 8, 46). Hombre "sin pecado" Jesucristo, durante toda su vida, lucha con el pecado y con todo lo que engendra el pecado, comenzando por Satanás, que es el "padre de la mentira" en la historia del hombre "desde el principio" (Cfr. Jn 8, 44). Esta lucha queda delineada ya al principio de la misión mesiánica de Jesús, en el momento de la tentación (Cfr. Mc 1, 13; Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13), y alcanza su culmen en la cruz y en la resurrección. Lucha que, finalmente, termina con la victoria.
2. Esta lucha contra el pecado y sus raíces no aleja a Jesús del hombre. Muy al contrario, lo acerca a los hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por pecadores. Esto lo podemos ver en muchos pasajes del Evangelio.
3. Bajo este aspecto es importante la "comparación" que hace Jesús entre su persona misma y Juan el Bautista. Dice Jesús: "porque vino Juan, que no comía ni bebía, y dicen: Está poseído del demonio. Vino el Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dicen: Es un comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores" (Mt 11, 18-19).
Es evidente el carácter "polémico" de estas palabras contra los que antes criticaban a Juan el Bautista, profeta solitario y asceta severo que vivía y bautizaba a orillas del Jordán, y critican después a Jesús porque se mueve y actúa en medio de la gente. Pero resulta igualmente transparente, a la luz de estas palabras, la verdad sobre el modo de ser, de sentir, de comportarse Jesús hacia los pecadores.
4. Lo acusaban de "ser amigo de publicanos", es decir, los recaudadores de impuestos, de mala fama, odiados y considerados no observantes: cfr. Mt 5, 46; Mt 9, 11; Mt 18, 17) y pecadores". Jesús no rechaza radicalmente este juicio, cuya verdad –aun excluida toda connivencia y toda reticencia– aparece confirmada en muchos episodios registrados por el Evangelio. Así, por ejemplo, el episodio referente al jefe de los publicanos de Jericó, Zaqueo, a cuya casa Jesús, por así decirlo, se auto-invitó: "Zaqueo, baja pronto?Zaqueo, siendo de pequeña estatura estaba subido sobre un árbol para ver mejor a Jesús cuando pasara? porque hoy me hospedaré en tu casa". Y cuando el publicanos bajó lleno de alegría y ofreció a Jesús la hospitalidad de su propia casa, oyó que Jesús le decía: "Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste es también hijo de Abrahán; pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Cfr. Lc 19, 1-10). De este texto se desprende no sólo la familiaridad de Jesús con publicanos y pecadores, sino también el motivo por el que Jesús los buscara y tratara con ellos: su salvación.
5. Un acontecimiento parecido queda vinculado al nombre de Leví, hijo de Alfeo. El episodio es tanto más significativo cuanto que este hombre, que Jesús había visto "sentado al mostrador de los impuestos" fue llamado para ser uno de los Apóstoles: "Sígueme" le dijo Jesús. Y él, levantándose, lo siguió. Su nombre aparece en la lista de los doce como Mateo y sabernos que es el autor de uno de los Evangelios. El Evangelista Marcos dice que Jesús "estaba sentado a la mesa en casa de éste" y que "muchos publicanos y pecadores estaban recostados con Jesús y con sus discípulos" (Cfr. Mc 2, 13-15). También en este caso "los escribas de la secta de los fariseos" presentaron sus quejas a los discípulos; pero Jesús les dijo: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mc 2, 17).
6. Sentarse a la mesa con otros –incluidos "los publicanos y los pecadores"– es un modo de ser humano, que se nota en Jesús desde el principio de su actividad mesiánica. Efectivamente, una de las primeras ocasiones en que Él manifestó su poder mesiánico fue durante el banquete nupcial de Caná de Galilea, al que asistió acompañado de su Madre y de sus discípulos (Cfr. Jn 2, 1-12). Pero también más adelante Jesús solía aceptar las invitaciones a la mesa no sólo de los "Publicanos" sino también de los "fariseos" que eran sus adversarios más encarnizados. Veámoslo, por ejemplo, en Lucas: "Le invitó un fariseo a comer con él, y entrando en su casa, se puso a la mesa" (Lc 7, 36).
7. Durante esta comida sucede un hecho que arroja todavía nueva luz sobre el comportamiento de Jesús con la pobre humanidad, formada por tantos y tantos "pecadores" despreciados y condenados por los que se consideran "justos". He aquí que una mujer conocida en la ciudad como pecadora se encontraba entre los presentes y, llorando, besaba los pies de Jesús y los ungía con aceite perfumado. Se entabla entonces un coloquio entre Jesús y el amo de la casa, durante el cual establece Jesús un vínculo esencial entre la remisión de los pecados y el amor que se inspira en la fe: "...le son perdonados sus muchos pecados, porqué amó mucho Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado, vete en paz" (Cfr. Lc 7, 36-50).
8. No es el único caso de este género. Hay otro que, en cierto modo, es dramático: es el de una mujer "sorprendida en adulterio" (Cfr. Jn 8, 1-11). También este acontecimiento –como el anterior– explica en qué sentido era Jesús "amigo de publicanos y de pecadores". Dijo a la mujer: "Vete y no peques más" (Jn 8, 11). Él, que era "semejante a nosotros en todo excepto en el pecado" se mostró cercano a los pecadores y pecadoras para alejar de ellos el pecado. Pero consideraba este fin mesiánico de una manera completamente "nueva" respecto del rigor con que trataban a los "pecadores" los que los juzgaban sobre la base de la Ley antigua. Jesús obraba con el espíritu de un amor grande hacia el hombre, en virtud de la solidaridad profunda, que nutría en Sí mismo, con quien había sido creado por Dios a su imagen y semejanza (Cfr. Gn 1, 27; Gn 5, 1).
9. ¿En qué consiste esta solidaridad? Es la manifestación del amor que tiene su fuente en Dios mismo. El Hijo de Dios ha venido al mundo para revelar este amor. Lo revela ya por el hecho mismo de hacerse hombre: uno como nosotros. Esta unión con nosotros en la humanidad por parte de Jesucristo, verdadero hombre, es la expresión fundamental de su solidaridad con todo hombre, porque habla elocuentemente del amor con que Dios mismo nos ha amado a todos y a cada uno. El amor es reconfirmado aquí de una manera del todo particular, el que ama desea compartirlo todo con el amado. Precisamente por esto el Hijo de Dios se hace hombre. De Él había predicho Isaías: "Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias" (Mt 8, 17; cf. Is 53, 4". De esta manera, Jesús comparte con cada hijo e hija del género humano la misma condición existencial. Y en esto revela Él también la dignidad esencial del hombre de cada uno y de todos. Se puede decir que la Encarnación es una "revalorización" inefable del hombre y de la humanidad.
10. Este "amor-solidaridad" sobresale en toda la vida y misión terrena del Hijo del hombre en relación, sobre todo, con los que sufren bajo el peso de cualquier tipo de miseria física o moral. En el vértice de su camino estará "la entrega de su propia vida para rescate de muchos" (Cfr. Mc 10, 45): el sacrificio redentor de la cruz. Pero, a lo largo del camino, que lleva a este sacrificio supremo, la vida entera de Jesús es una manifestación multiforme de su solidaridad con el hombre, sintetizada en estas palabras: "El Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10, 45). Era niño como todo niño humano. Trabajó con sus propias manos junto a José de Nazaret, de la misma manera como trabajan los demás hombres (Cfr. Laborem Exercens, 26). Era un hijo de Israel, participaba en la cultura, tradición, esperanza y sufrimiento de su pueblo. Conoció también lo que a menudo acontece en la vida de los hombres llamados a una determinada misión: la incomprensión e incluso la traición de uno de los que Él había elegido como sus Apóstoles y continuadores; y probó también por esto un profundo dolor (Cfr. Jn 13, 21).
Y cuando se acercó el momento en que "debía dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28), se ofreció voluntariamente a Sí mismo (Cfr. Jn 10, 18), consumando así el misterio de su solidaridad en el sacrificio. El gobernador romano, para definirlo ante los acusadores reunidos, no encontró otra palabra fuera de éstas: "Ahí tenéis al hombre" (Jn 19, 5)
Esta palabra de un pagano, desconocedor del misterio, pero no insensible a la fascinación que se desprendía de Jesús incluso en aquel momento, lo dice todo sobre la realidad humana de Cristo: Jesús es el hombre; un hombre verdadero que, semejante a nosotros en todo menos en el pecado, se ha hecho víctima por el pecado y solidario con todos hasta la muerte de cruz.