Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II (04-V-88)
Dar testimonio de la verdad
1. "Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37). Cuando Pilato, durante el proceso, preguntó a Jesús si Él era rey, la primera respuesta que oyó fue: "Mi reino no es de este mundo" Y cuando el gobernador insiste y e pregunta de nuevo: "¿Luego tú eres Rey?", recibe esta respuesta: "Sí, como dices, soy Rey" (Cfr. Jn 18, 33 37). Este diálogo judicial, que refiere el Evangelio de Juan, nos permite empalmar con la catequesis precedente, cuyo tema era el mensaje de Cristo sobre el reino de Dios. Abre, al mismo tiempo, a nuestro espíritu una nueva dimensión o un nuevo aspecto de la misión de Cristo, indicado por estas palabras: "Dar testimonio de la verdad". Cristo es Rey y "ha venido al mundo para dar testimonio de la verdad". Él mismo lo afirma; y añade: "Todo el que es de la verdad, escucha mi voz" (Jn 18, 37).
Esta respuesta desvela ante nuestros ojos horizontes nuevos, tanto sobre la misión de Cristo, como sobre la vocación del hombre. Particularmente, sobre el enraizamiento de la vocación del hombre en Cristo.
2. A través de las palabras que dirige a Pilato, Jesús pone de relieve lo que es esencial en toda su predicación. Al mismo tiempo, anticipa, en cierto modo, lo que construirá siempre el elocuente mensaje incluido en el acontecimiento pascual, es decir, en su cruz y resurrección.
Hablando de la predicación de Jesús, incluso sus opositores expresaban, a su modo, su significado fundamental, cuando le decían: "Maestro, sabemos que eres veraz, que enseñas con franqueza el camino de Dios" (Mc 12, 14). Jesús era, pues, el maestro en el "camino de Dios": expresión de hondas raíces bíblicas y extrabíblicas para designar una doctrina religiosa y salvífica. En lo que se refiere a los oyentes de Jesús, sabemos, por el testimonio de los Evangelistas, que éstos estaban impresionados por otro aspecto de su predicación: "Quedaban asombrados de su doctrina, porque Él enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas" (Mc 1, 22). "Hablaba con autoridad" (Lc 4, 32) Esta competencia y autoridad estaban constituidas, sobre todo, por la fuerza de la verdad contenida en la predicación de Cristo. Los oyentes, los discípulos, lo llamaban "Maestro", no tanto en el sentido de que conociese la Ley y los Profetas y los comentase con agudeza, como hacían los escribas. El motivo era mucho más profundo: Él "hablaba con autoridad", y ésta era la autoridad de la verdad, cuya fuente es el mismo Dios. El propio Jesús decía: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16)
3. En este sentido (que incluye la referencia a Dios), Jesús era Maestro. "Vosotros me llamáis !el Maestro! y !el Señor!, y decís bien, porque lo soy" (Jn 13, 13). Era Maestro de la verdad que es Dios. De esta verdad dio El testimonio hasta el final, con a autoridad que provenía de lo alto: podemos decir, con la autoridad de uno que es "rey" en la esfera de la verdad.
En las catequesis anteriores hemos llamado ya a atención sobre el sermón de la montaña, en el cual Jesús se revea a Sí mismo como Aquel que ha venido no "para abolir la Ley y los Profetas", sino "para darles cumplimiento". Este "cumplimiento" de la Ley era obra de realeza y "autoridad": la realeza y a autoridad de la Verdad, que decide sobre la ley, sobre su fuente divina, sobre su manifestación progresiva en el mundo.
4. El sermón de la montaña deja traslucir esta autoridad, con la cual Jesús trata de cumplir su misión. He aquí algunos pasajes significativos: "Habéis oído que se dijo a los antepasados: no matarás pues yo os digo". "Habéis oído que se dijo: !no cometerás adulterio!. Pues yo os digo". " Se dijo.. !no perjurarás!. Pues yo os digo". Y después de cada "yo os digo", hay una exposición, hecha con autoridad, de la verdad sobre la conducta humana, contenida en cada uno de los mandamientos de Dios. Jesús no comenta de manera humana, como los escribas, los textos bíblicos del Antiguo Testamento, sino que habla con a autoridad propia del Legislador: la autoridad de instituir la Ley, la realeza. Es, al mismo tiempo, a autoridad de la verdad, gracias a la cual la nueva Ley llega a ser para el hombre principio vinculante de su conducta.
5. Cuando Jesús en el sermón de la montaña pronuncia varias veces aquellas palabras: "Pues yo os digo", en su lenguaje se encuentra el eco, el reflejo de los textos de la tradición bíblica, que, con frecuencia, repiten: "Así dice el Señor, Dios de Israel" (2S 12, 7). "Jacob.. Así dice el Señor que te ha hecho" (Is 44, 1-2). "Así dice el Señor que os ha rescatado, el Santo de Israel" (Is 43, 14). Y, aún más directamente, Jesús hace suya la referencia a Dios, que se encuentra siempre en los labios de Moisés cuando da la Ley (la Ley "antigua") a Israel. Mucho más fuerte que la de Moisés es la autoridad que se atribuye Jesús al dar "cumplimiento a la Ley y a los Profetas", en virtud de la misión recibida de lo alto: no en el Sinaí, sino en el misterio excelso de su relación con el Padre.
6. Jesús tiene una conciencia clara de esta misión, sostenida por el poder de la verdad que brota de su misma fuente divina. Hay una estrecha relación entre la respuesta a Pilato: "He venido al mundo para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37), y su declaración delante de sus oyentes: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16) El hilo conductor y unificador de ésta y otras afirmaciones de Jesús sobre la "autoridad de la verdad" con que Él enseña, está en la conciencia que tiene de la misión recibida de lo alto.
7. Jesús tiene conciencia de que, en su doctrina, se manifiesta a los hombres la Sabiduría eterna. Por esto reprende a los que la rechazan, no dudando en evocar a la "reina del Sur", la "reina de Saba", que vino "para oír la sabiduría de Salomón", y afirmando inmediatamente: "Y aquí hay algo más que Salomón" (Mt 12, 42),
Sabe también, y lo proclama abiertamente, que las palabras que proceden de esa Sabiduría divina "no pasarán": "EL cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mc 13, 31). En efecto, éstas contienen la fuerza de la verdad, que es indestructible y eterna. Son, pues, "palabras de vida eterna", como confesó el Apóstol Pedro en un momento crítico, cuando muchos de los que se habían reunido para oír a Jesús empezaron a marcharse, porque no lograban entender y no querían aceptar aquellas palabras que preanunciaban el misterio de la Eucaristía (Cfr. Jn 6, 66),
8. Se toca aquí el problema de la libertad del hombre, que puede aceptar o rechazar la verdad eterna contenida en la doctrina de Cristo, válida ciertamente, para dar a los hombres de todos los tiempos (y, por tanto, también a los hombres de nuestro tiempo) una respuesta adecuada a su vocación, que es una vocación con apertura eterna. Frente a este problema, que tiene una dimensión teológica, pero también antropológica (el modo como el hombre reacciona y se comporta ante una propuesta de verdad), será suficiente, por ahora, recurrir a lo que dice el Concilio Vaticano II especialmente con relación a la sensibilidad particular de los hombres de hoy. El Concilio afirma, en primer lugar, que "todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia"; pero dice también que "la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas" (Dignitatis humanae, 1). El Concilio recuerda, además, el deber que tienen los hombres de "adherirse a la verdad conocida y ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad". Después añade: "Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su propia naturaleza si no gozan de libertad psicológica, al mismo tiempo que de inmunidad de coacción externa (Ib., 2).
9. He aquí la misión de Cristo como maestro de verdad eterna. El Concilio, después de recordar que "Dios llama ciertamente a los hombres a servirle en espíritu y en verdad Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana, que Él mismo ha creado", añade que "esto se hizo patente sobre todo en Cristo Jesús, en quien Dios se manifestó perfectamente a Sí mismo y descubrió sus caminos. En efecto, Cristo, que es Maestro y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo e invitó pacientemente a los discípulos. Cierto que apoyó y confirmó su predicación con milagros para excitar y robustecer la fe de los oyentes, pero no para ejercer coacción sobre ellos".
Y, por último, relaciona esta dimensión de la doctrina de Cristo con el misterio pascual: "Finalmente, al completar en la cruz la obra de la redención, con la que adquiría para los hombres la salvación y la verdadera libertad, concluyó su revelación. Dio, en efecto, testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Porque su reino no se defiende a golpes, sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a si mismo" (Ib., 11).
Podemos, pues, concluir ya desde ahora que quien busca sinceramente la verdad encontrará bastante fácilmente en el magisterio de Cristo crucificado la solución, incluso del problema de la libertad.