Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

66. EL PRESBITERO Y LOS BIENES TERRENOS
(21.VII.93)

1. Entre las exigencias de renuncia que Jesús propuso a sus discípulos, figura la de los bienes terrenos, y en particular la riqueza (cfr Mt 19, 21; Mc 10, 21; Lc 12, 33; Lc 18, 22). Es una exigencia dirigida a todos los cristianos en lo que se refiere al espiritu de pobreza, es decir, el desapego interior de los bienes terrenos, desasimiento que nos hace ser generosos para compartirlos con los demás. La pobreza es un compromiso de vida inspirado por la fe en Cristo y el amor a Él. Es un espiritu que exige también una práctica, según una medida de renuncia a los bienes que corresponde a la condición de cada uno, ya sea en la vida civil ya en el estado en que se halla en la Iglesia en virtud de la vocación cristiana, ora como individuo ora como miembro de un grupo determinado de personas. El espíritu de pobreza vale para todos; cada uno necesita ponerlo en práctica de acuerdo con el Evangelio.
2. La pobreza que Jesús reclama a los Apóstoles es un filón de espiritualidad que no podía agotarse con ellos, ni reducirse a grupos particulares: el espíritu de pobreza es necesario para todos, en cualquier lugar y tiempo; si faltara, se traicionaría el Evangelio. Sin embargo, la fidelidad al espiritu no implica, ni para los cristianos en general ni para los sacerdotes, la práctica de una pobreza radical con la renuncia a toda propiedad o, incluso, con la abolición de este derecho del hombre. El magisterio de la Iglesia condenó varias veces a quienes sostenían esa necesidad (cfr DS 760; 930 s.; 1097), procurando conducir por un camino de moderación su pensamiento y su práctica. Pero conforta constatar que, en la evolución de los tiempos y bajo el influjo de muchos santos antiguos y modernos, ha madurado cada vez más en el clero la conciencia de una llamada a la pobreza evangélica, sea como espíritu que como práctica, en sintonía con las exigencias de la consagración sacerdotal. Las situaciones sociales y económicas en las que se halla el clero en casi todos los países del mundo han contribuido a hacer efectiva la condición de pobreza real de las personas y las instituciones, aun cuando éstas por su misma naturaleza tienen necesidad de muchos medios para poder llevar a cabo sus tareas. En muchos casos es una condición difícil y aflictiva, que la Iglesia intenta superar de varias maneras y, principalmente, apelando a la caridad de los fieles a fin de obtener la contribución necesaria para proveer al culto, a las obras de caridad, al mantenimiento de los pastores de almas y a las inciativas misioneras. Pero adquirir un nuevo sentido de la pobreza es una bendición para la vida sacerdotal, así como para la vida de todos los cristianos, porque permite adecuarse mejor a los consejos y a las propuestas de Jesús.
3. La pobreza evangélica -es oportuno aclararlo- no significa despreciar los bienes terrenos, que Dios puso a disposición del hombre para su vida y su colaboración en el plan de la creación. Según el Concilio Vaticano II, el presbítero -como todo cristiano-, teniendo una misión de alabanza y de acción de gracias, debe reconocer y magnificar la generosidad del Padre celestial, que se revela en los bienes creados (cfr Presbyterorum ordinis, 17).
Sin embargo, agrega el Concilio, los presbíteros, aunque viven en el mundo, deben tener presente siempre que, como dijo el Señor, no pertenecen al mundo (cfr Jn 17, 14-16), y por tanto deben liberarse del apego desordenado, a fin de adquirir "la discreción espiritual, por la que se halla la recta actitud ante el mundo y los bienes terrenos" (ibid.; cfr Pastores dabo vobis, 30). Hay que reconocer que se trata de un problema delicado. Por una parte, "la misión de la Iglesia se realiza en el mundo, y los bienes creados son totalmente necesarios para el desarrollo personal del hombre". Jesús no prohibió que sus Apóstoles aceptaran los bienes necesarios para su existencia terrena. Es más, afirmó su derecho cuando dijo en un discurso de misión: "Comed y bebed lo que tengan, porque el obrero merece su salario" (Lc 10, 7; cfr Mt 10, 10). San Pablo recuerda a los corintios que "el Señor ha ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio" (1Co 9, 14). Él mismo ordena con insistencia que "el discípulo haga partícipe en toda suerte de bienes al que le instruye en la palabra" (Ga 6, 6). Es justo, pues, que los presbíteros tengan bienes terrenos y los usen "para aquellos fines a que, de acuerdo con la doctrina de Cristo Señor y la ordenación de la Iglesia, es lícito destinarlos" (Presbyterorum ordinis, 17). A este respecto, el Concilio da indicaciones concretas.
Ante todo, la administración de los bienes eclesiásticos propiamente dichos debe asegurarse observando "lo que dispongan las leyes eclesiásticas, con la ayuda, en cuanto fuese posible, de laicos peritos". Esos bienes deben emplearse siempre "para la ordenación del culto divino, para procurar la honesta sustentación del clero y para ejercer las obras de sagrado apostolado o de caridad, especialmente con los menesterosos" (ibid.).
Los bienes que procura el ejercicio de algún oficio eclesiástico deben emplearse, ante todo, "para su honesta sustentación y cumplimiento de los deberes del propio estado; lo que sobrare, tengan a bien emplearlo en bien de la Iglesia o en obras de caridad". Hay que destacar este aspecto de modo particular: el oficio eclesiástico no puede ser para los presbíteros -y ni siquiera para los obisposocasión de enriquecimiento personal ni de provecho para su familia. "Los sacerdotes, por ello, sin apegar de manera alguna su corazón a las riquezas, eviten siempre toda codicia y absténgase cuidadosamente de todo género de comercio" (ibid.). De todas formas, habrá que tener presente que todo, en el uso de los bienes, debe hacerse a la luz del Evangelio.
4. Lo mismo hay que decir sobre la participación del presbítero en las actividades profanas, o sea, relacionadas con la gestión de los asuntos terrenos fuera del ámbito religioso y sagrado. El Sínodo de los obispos de 1971 declaró que "se debe dar al ministerio sacerdotal, como norma ordinaria, tiempo pleno. Por tanto, la participación en las actividades seculares de los hombres no puede fijarse de ningún modo como fin principal, ni puede bastar para reflejar toda la responsabilidad específica de los presbíteros" (L"Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 4). Era una toma de posición frente a la tendencia, que había aparecido aquí y allá, a la secularización de la actividad del sacerdote, en el sentido de que pudiera dedicarse, como los laicos, al ejercicio de un oficio o de una profesión secular.
Es verdad que hay circunstancias en las que el único modo eficaz de volver a vincular a la Iglesia un ambiente de trabajo que ignora a Cristo puede ser la presencia de sacerdotes que ejerzan un oficio en dicho ambiente, haciéndose, por ejemplo, obreros con los obreros. La generosidad de esos sacerdotes es digna de elogio. Sin embargo hay que observar que el sacerdote, al desarrollar tareas y cargos profanos o laicales, corre el riesgo de reducir su ministerio sagrado a un papel secundario o, incluso, anularlo. En razón de ese riesgo, que se había comprobado en la experiencia, ya el Concilio había subrayado la necesidad de la aprobación de la autoridad competente para ejercer un oficio manual, compartiendo las condiciones de vida de los obreros (cfr Presbyterorum ordinis, 8). El Sínodo de 1971 señaló, como regla a seguir, la conformidad, o no, de un cierto compromiso de trabajo profano con las finalidades del sacerdocio, "a juicio del obispo del lugar con su presbiterio, consultando, si es necesario, a la Conferencia episcopal" (ibid.).
Por otra parte, está claro que hoy, como en el pasado, se pueden presentar casos especiales en los que algún presbítero, muy dotado y preparado, puede desarrollar una actividad en campos de trabajo o de cultura no directamente eclesiales. Sin embargo, se deberá hacer todo lo posible para que sean casos excepcionales. E incluso entonces habrá que aplicar siempre el criterio que estableció el Sínodo, si se quiere ser fiel al Evangelio y a la Iglesia.
5. Concluiremos esta catequesis dirigiéndonos una vez más a la figura de Jesucristo, sumo Sacerdote, buen Pastor y arquetipo supremo de los sacerdotes. Él es el modelo del desprendimiento de los bienes terrenos para el presbítero que quiere conformarse con la exigencia de la pobreza evangélica. En efecto, Jesús nació y vivió en pobreza. Amonestaba San Pablo: "Siendo rico, por vosotros se hizo pobre" (2Co 8, 9). A una persona que quería seguirlo, Jesús le dijo de sí mismo: "Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" (Lc 9, 58). Esas palabras manifiestan un desasimiento completo de todas las comodidades terrenas. Con todo, no hay que deducir de ello que Jesús viviese en la miseria. Otros pasajes de los Evangelios nos relatan que recibía y aceptaba invitaciones a casa de gente rica (cfr Mt 9, 10-11; Mc 2, 15-16; Lc 5, 29; Lc 7, 36; Lc 19, 5-6), tenía colaboradores que lo ayudaban en sus necesidades econónicas (cfr Lc 8, 2-3; Mt 27, 55; Mc 15, 40; Lc 23, 55-56) y podía dar limosna a los pobres (cfr Jn 13, 29). Sea como fuere, no cabe la menor duda de la vida y el espíritu de pobreza que lo caracterizaban.
El mismo espíritu de pobreza deberá animar el comportamiento del sacerdote, caracterizando su actitud, su vida y su misma figura de pastor y hombre de Dios. Se traducirá en desinterés y desprendimiento del dinero, en la renuncia a toda avidez de posesión de los bienes terrenos, en un estilo de vida sencillo, en la elección de una morada modesta, a la que todos tengan acceso, en el rechazo de todo lo que es o, incluso, a lo que sólo parece lujoso, y en una tendencia creciente a la gratuidad de la entrega al servicio de Dios y de los fieles.
6. Por último, añadimos que estando llamados por Jesús, y según su ejemplo, a "evangelizar a los pobres", "eviten los presbíteros, y también los obispos, todo aquello que de algún modo pudiera alejar a los pobres" (Presbyterorum ordinis, 17). Por el contrario, al alimentar en sí mismos el espíritu evangélico de pobreza, podrán mostrar su opción preferencial por los pobres, traduciéndola en participación y en obras personales y comunitarias de ayuda incluso material a los necesitados. Es un testimonio de Cristo pobre que dan hoy tantos sacerdotes, pobres y amigos de los pobres. Es una gran llama de amor encendida en la vida del clero y de la Iglesia. Si alguna vez el clero figuró en algunos lugares en las categorías de los ricos, hoy se siente honrado, con toda la Iglesia, de estar en primera fila entre los nuevos pobres. Es un gran progreso en el seguimiento de Cristo por el camino del Evangelio.