Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
120. EL INFLUJO DEL ESPIRITU SANTO EN LA VIDA CONSAGRADA
(22.III.95)
1. En la constitución dogmática sobre la Iglesia, el Concilio Vaticano II declara que la vida consagrada, en sus múltiples formas, manifiesta "la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza maravillas en su Iglesia" (Lumen gentium, 44). Asimismo, el decreto del Concilio sobre la renovación de la vida religiosa subraya que fue la "inspiración del Espíritu Santo" la que dio origen a la vida eremítica y llevó a la fundación de las "familias religiosas, que la Iglesia reconoció y aprobó de buen grado con su autoridad" (Perfectae caritatis, 1).
La espiritualidad del compromiso religioso, que anima a todos los institutos de vida consagrada, tiene claramente su centro en Cristo, en su persona, en su vida virginal y pobre, llevada hasta la suprema oblación de sí por sus hermanos en perfecta obediencia al Padre. Ahora bien, se trata de una espiritualidad, en el sentido más fuerte de la palabra, es decir, de una orientación dada por el Espíritu Santo. En efecto, el seguimiento de Cristo en pobreza, castidad y obediencia no sería posible sin la inspiración del Espíritu Santo, autor de todo progreso interior y dador de toda gracia en la Iglesia. "Impulsadas por la caridad, que el Espíritu Santo difunde en sus corazones", dice también el Concilio, las personas consagradas "viven cada vez más para Cristo y para su Cuerpo, la Iglesia" (ibid.).
2. En efecto, en la vida religiosa y en toda vida consagrada se produce una acción soberana y decisiva del Espíritu Santo, que las almas atentas pueden experimentar de modo inefable por una cierta connaturalidad creada por la caridad divina, como diría Santo Tomás (cfr Summa Theol., II-II, q. 45, a. 2).
Cuando en su Iglesia Jesucristo llama a los hombres o a las mujeres a seguirlo, hace escuchar su voz y sentir su atracción por medio de la acción interior del Espíritu Santo, al que confía la misión de hacer entender la llamada y suscitar el deseo de responder a ella con una vida dedicada completamente a Cristo y a su reino. Es Él quien desarrolla, en el secreto del alma, la gracia de la vocación, abriendo el camino necesario para que esa gracia logre su objetivo. Es Él el principal educador de las vocaciones. Es Él quien guía a las almas consagradas por la senda de la perfección. Es Él el autor de la magnanimidad, de la paciencia y de la fidelidad de cada uno y de todos.
3. Además de llevar a cabo su obra en cada alma, el Espíritu Santo está también en el origen de las comunidades de personas consagradas: lo destaca el Concilio Vaticano II (cfr Perfectae caritatis, 1). Así ha sucedido en el pasado, y así sucede también hoy. Desde siempre en la Iglesia el Espíritu Santo concede a algunos el carisma de fundadores. Desde siempre hace que en torno al fundador o la fundadora se reúnan personas que comparten la orientación de su forma de vida consagrada, su enseñanza, su ideal, su atracción de caridad, de magisterio o de apostolado pastoral. Desde siempre el Espíritu Santo crea y hace crecer la armonía de las personas congregadas y les ayuda a desarrollar una vida en común animada por la caridad, según la orientación particular del carisma del fundador y de sus seguidores fieles. Es consolador constatar que el Espíritu Santo, también en los tiempos recientes, ha hecho nacer en la Iglesia nuevas formas de comunidad y ha suscitado nuevos experimentos de vida consagrada.
Es importante recordar, por otra parte, que en la Iglesia es el Espíritu Santo quien guía a las autoridades responsables a admitir y reconocer canónicamente las comunidades de almas consagradas, después de haber examinado, en ocasiones ordenado mejor y, por último, aprobado sus constituciones (cfr Lumen gentium, 45), para después alentar, sostener y, a menudo, inspirar sus opciones concretas. ¡Cuántas iniciativas, cuántas nuevas fundaciones de institutos y de nuevas parroquias, cuántas expediciones misioneras tienen su origen, más o menos conocido, en las peticiones o en las indicaciones que los pastores de la Iglesia han dirigido a los fundadores y a los superiores mayores de los institutos!
Con frecuencia la acción del Espíritu Santo desarrolla e incluso suscita algunos carismas de los religiosos a través de la jerarquía. En todo caso, se sirve de ésta para ofrecer a las familias religiosas la garantía de una orientación conforme a la voluntad divina y a la enseñanza del Evangelio.
4. Más aún: es el Espíritu Santo quien ejerce su influjo en la formación de sus candidatos a la vida consagrada. Es Él quien establece la unión armónica en Cristo de todos los elementos espirituales, apostólicos, doctrinales, prácticos que la Iglesia considera necesarios para una buena formación (cfr Potissimum institutioni, Orientaciones sobre la formación en los institutos religiosos).
Es el Espíritu Santo quien hace comprender, de modo especial, el valor del consejo evangélico de la castidad, mediante una iluminación interior que trasciende la condición ordinaria de la inteligencia humana (cfr Mt 19, 10-12). Es Él quien suscita en las almas la inspiración a una entrega radical a Cristo en el camino del celibato. Por obra suya "la persona consagrada por los votos de religión coloca en el centro de su vida afectiva una relación más inmediata con Dios por Jesucristo en el Espiritu" como efecto del consejo evangélico de castidad (Potissimum institutioni, 13; cfr L"Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de marzo de 1990, p. 8).
También en los otros dos consejos evangélicos el Espíritu Santo hace sentir su potencia eficaz y formadora. Además de dar la fuerza para renunciar a los bienes terrenos y a sus ventajas, forma en el alma el espíritu de pobreza, inspirando el gusto de buscar, por encima de los bienes materiales, un tesoro celestial. También da la luz que necesita el juicio de fe para reconocer, en la voluntad de los superiores, la misteriosa voluntad de Dios y para discernir, en el ejercicio de la obediencia, una humilde pero generosa cooperación a la realización del plan salvífico.
5. El Espíritu Santo, alma del Cuerpo místico, es también el alma de toda vida comunitaria. Él desarrolla todas las prioridades de la caridad que pueden contribuir a la unidad y a la paz en la vida en común. Él hace que la palabra y el ejemplo de Cristo sobre el amor a los hermanos sea la fuerza que mueve los corazones, como decía San Pablo (cfr Rm 5, 5). Con su gracia hace penetrar en la conducta de los consagrados el amor del corazón manso y humilde de Jesús, su actitud de servicio y su perdón heroico.
No menos necesario es el influjo permanente del Espíritu Santo para la perseverancia de los consagrados en la oración y en la vida de íntima unión con Cristo. Es Él quien otorga el deseo de la intimidad divina, hace crecer el gusto por la oración, inspira una atracción cada vez mayor hacia la persona de Cristo, hacia su palabra y su vida ejemplar.
Es también el Espíritu Santo quien anima la misión apostólica de los consagrados como personas y como comunidades. El desarrollo histórico de la vida religiosa, caracterizado por una creciente entrega a la misión evangelizadora, confirma esta acción del Espíritu que sostiene el compromiso misionero de las familias religiosas en la Iglesia.
6. Los consagrados, por su parte, deben cultivar una gran docilidad a las inspiraciones y mociones del Espíritu Santo, una insistente comunión con Él, una incesante oración para obtener sus dones cada vez con mayor abundancia, junto con un santo abandono a su iniciativa. Éste es el camino que han ido descubriendo cada vez mejor los santos pastores y doctores de la Iglesia en armonía con la doctrina de Jesús y de los Apóstoles. Éste es el camino de los santos fundadores y fundadoras, que han dado vida en la Iglesia a tantas formas diferentes de comunidades, de las que han brotado las diversas espiritualidades: basiliana, agustiniana, benedictina, franciscana, dominicana, carmelitana y muchas otras: todas ellas constituyen experiencias, caminos y escuelas que testimonian la riqueza de los carismas del Espíritu Santo y proporcionan el acceso, por muchas sendas particulares, al único Cristo total, en la única Iglesia.