SANTO PADRE
PARA LA XXIV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 Enero 1991

Los pueblos que forman la única familia humana buscan hoy, cada vez con mayor frecuencia, el reconocimiento efectivo y la tutela jurídica de la libertad de conciencia, la cual es esencial para la libertad de todo ser humano. Con anterioridad he dedicado a diversos aspectos de esta libertad -que es fundamental para la paz en el mundo- dos mensajes con ocasión de la Jornada mundial de la Paz.

En el de 1988 invité a reflexionar sobre la libertad religiosa, pues la garantía del derecho a expresar públicamente y en todos los ámbitos de la vida civil las propias convicciones religiosas constituye un elemento indispensable de la convivencia pacífica entre los hombres. "La paz -escribí en aquella ocasión- hunde las propias raíces en la libertad y en la apertura de las conciencias a la verdad" (1). Al año siguiente continué dicha reflexión proponiendo algunos pensamientos sobre la necesidad de respetar los derechos de las minorías civiles y religiosas, "una de las cuestiones más delicadas de la sociedad contemporánea..  porque afecta tanto a la organización de la vida social y civil dentro de cada país, como a la vida de la comunidad internacional" (2). Este año deseo considerar específicamente la importancia del respeto de la conciencia de cada persona, como fundamento necesario para la paz en el mundo.

I. Libertad de conciencia y paz

Los acontecimientos del pasado año, en efecto, han dado una nueva urgencia a la necesidad de emprender pasos concretos con el fin de asegurar el pleno respeto de la libertad de conciencia, tanto en el plano jurídico como en el de las relaciones humanas. Tales cambios rápidos atestiguan de modo muy claro que la persona no puede ser tratada como si fuera un objeto, que es movido exclusivamente por fuerzas ajenas a su control. Por el contrario, ésta, a pesar de su fragilidad, es capaz de buscar y de conocer libremente el bien, de detectar y rechazar el mal, de escoger la verdad y de oponerse al error. En efecto, Dios, creando la persona humana, ha inscrito en su corazón una ley que cada uno puede descubrir (cf. Rm 2, 15), y la conciencia es precisamente la capacidad de discernir y obrar según esta ley, en cuya obediencia consiste la dignidad humana (3).

Ninguna autoridad humana tiene el derecho de intervenir en la conciencia de ningún hombre. Esta es también testigo de la transcendencia de la persona frente a la sociedad, y, en cuanto tal, es inviolable. Sin embargo, no es algo absoluto, situado por encima de la verdad y el error; es más, su naturaleza íntima implica una relación con la verdad objetiva, universal e igual para todos, la cual todos pueden y deben buscar. En esta relación con la verdad objetiva la libertad de conciencia encuentra su justificación, como condición necesaria para la búsqueda de la verdad digna del hombre y para la adhesión a la misma, cuando ha sido adecuadamente conocida. Esto implica, a su vez, que todos deben respetar la conciencia de cada uno y no tratar de imponer a nadie la propia "verdad", respetando el derecho de profesarla, y sin despreciar por ello a quien piensa de modo diverso. La verdad no se impone sino en virtud de sí misma.

Negar a una persona la plena libertad de conciencia y, en particular, la libertad de buscar la verdad o intentar imponer un modo particular de comprenderla, va contra el derecho más íntimo. Además, esto provoca un agravarse de la animosidad y de las tensiones, que corren el riesgo de desembocar o en relaciones difíciles y hostiles dentro de la sociedad o incluso en conflicto abierto. Es, finalmente, a nivel de conciencia como se presenta y puede afrontarse más eficazmente el problema de asegurar una paz sólida y duradera.

II. La verdad absoluta se encuentra sólo en Dios

La garantía de la existencia de la verdad objetiva está en Dios, Verdad absoluta, y la búsqueda de la verdad se identifica, en el plano objetivo, con la búsqueda de Dios. Bastaría esto para demostrar la estrecha relación existente entre libertad de conciencia y libertad religiosa. Por otra parte, de este modo se explica por qué la negación sistemática de Dios y la institución de un régimen del que esta negación es un elemento constitutivo, son diametralmente contrarias a la libertad de conciencia, como también a la libertad de religión. Quien, por el contrario, reconoce la relación entre la verdad última y Dios mismo, reconocerá también a los no creyentes el derecho -además del deber-, de la búsqueda de la verdad, que podrá conducirlos al descubrimiento del misterio divino y a su humilde aceptación.

III. Formación de la conciencia

Todo individuo tiene el grave deber de formar la propia conciencia a la luz de la verdad objetiva, cuyo conocimiento no es negado a nadie, ni puede ser impedido por nadie. Reivindicar para sí mismos el derecho de obrar según la propia conciencia, sin reconocer, al mismo tiempo, el deber de tratar de conformarla a la verdad y a la ley inscrita en nuestros corazones por Dios mismo, quiere decir, en realidad, hacer prevalecer la propia opinión limitada, lo cual está muy lejos de constituir una contribución válida a la causa de la paz en el mundo. Por el contrario, la verdad hay que perseguirla apasionadamente y vivirla al máximo de la propia capacidad. Esta búsqueda sincera de la verdad lleva no sólo a respetar la búsqueda de los demás, sino también al deseo de buscarla juntos.

En la importante tarea de la formación de la conciencia, la familia juega un papel prioritario. Es un grave deber de los padres ayudar a los propios hijos, desde la más tierna edad, a buscar la verdad y a vivir en conformidad con la misma, a buscar el bien y a fomentarlo.

Además, es fundamental para la formación de la conciencia la escuela, en la que el niño y el joven entran en contacto con un mundo más vasto y, con frecuencia, diverso del ambiente familiar. La educación, en efecto, nunca es moralmente indiferente, incluso cuando intenta proclamar su "neutralidad" ética y religiosa. El modo en que los niños y los jóvenes son formados y educados refleja necesariamente algunos valores, que influyen sobre el modo con que ellos se inclinan a comprender a los demás y a la sociedad entera. Por consiguiente, en sintonía con la naturaleza y la dignidad de la persona humana y con la ley de Dios, los jóvenes, en su itinerario escolar, deben ser ayudados a discernir y a buscar la verdad, a aceptar las exigencias y los límites de la verdadera libertad, y a aceptar el correspondiente derecho de los demás.

La formación de la conciencia queda comprometida si falta una profunda educación religiosa. ¿Cómo podrá un joven comprender plenamente las exigencias de la dignidad humana sin hacer referencia a la fuente de esta dignidad, a Dios creador? A este respecto, el papel de la familia, de la Iglesia católica, de las comunidades cristianas y de las otras instituciones religiosas continúa siendo primordial; y el Estado, conforme a las normas y declaraciones internacionales (4) debe asegurar y facilitar sus derechos en este campo. A su vez, la familia y las comunidades religiosas deben valorar y profundizar cada vez más su preocupación por la persona humana y sus valores objetivos.

Entre las otras muchas instituciones y organismos que desempeñan un papel específico en la formación de la conciencia, hay que recordar también los medios de comunicación social. En un mundo de comunicaciones rápidas como el actual, estos medios pueden desempeñar un papel muy importante, y hasta esencial, en el promover la búsqueda de la verdad, evitando presentar únicamente los intereses limitados de esta o aquella persona, de este o aquel grupo o ideología. Tales medios constituyen con frecuencia la única fuente de información para un número cada vez mayor de personas. Por tanto ¡cómo deben ser usados de modo responsable al servicio de la verdad!

IV. La intolerancia, una seria amenaza para la paz

Una seria amenaza para la paz la representa la intolerancia, que se manifiesta en el rechazo de la libertad de conciencia de los demás. Por las vicisitudes históricas sabemos dolorosamente los excesos a que puede conducir esta intolerancia.

La intolerancia puede insinuarse en cada aspecto de la vida social, manifestándose en la marginación u opresión de las personas o minorías, que tratan de seguir la propia conciencia en lo que se refiere a sus legítimos modos de vivir. La intolerancia en la vida pública no deja espacio a la pluralidad de las opciones políticas o sociales, imponiendo de esta manera a todos una visión uniforme de la organización civil y cultural.

Por lo que se refiere a la intolerancia religiosa, no se puede negar que, a pesar de la enseñanza constante de la Iglesia católica, según la cual nadie debe ser obligado a creer (5), en el curso de los siglos han surgido no pocas dificultades y conflictos entre los cristianos y los miembros de otras religiones (6). El Concilio Vaticano II lo ha reconocido formalmente afirmando que "en la vida del pueblo de Dios, peregrino a través de los avatares de la historia humana, se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico" (7).

Todavía hoy queda mucho por hacer para superar la intolerancia religiosa, la cual, en diversas partes del mundo, va estrechamente ligada a la opresión de las minorías. Por desgracia, hemos asistido a intentos de imponer una particular convicción religiosa, bien directamente mediante un proselitismo que recurre a medios de coacción verdadera y propia, bien indirectamente mediante la negación de ciertos derechos civiles o políticos. Son bastante delicadas las situaciones en las que una norma específicamente religiosa viene a ser, o trata de serlo, ley del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción entre las competencias de la religión y las de la sociedad política. Identificar la ley religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad religiosa e incluso limitar o negar otros derechos humanos inalienables. A este respecto, deseo repetir lo que afirmé en el mensaje para la Jornada de la Paz de 1988: "Aun en el caso de que un Estado atribuya una especial posición jurídica a una determinada religión, es justo que se reconozca legalmente y se respete efectivamente el derecho de libertad de conciencia de todos los ciudadanos, así como el de los extranjeros que residen en él, aunque sea temporalmente, por motivos de trabajo o de otra índole" (8). Esto vale también para los derechos civiles y políticos de las minorías y para aquellas situaciones en que un laicismo exasperado, en nombre del respeto de la conciencia, impide de hecho a los creyentes profesar públicamente la propia fe.

La intolerancia puede ser también fruto de un cierto fundamentalismo, que constituye una tentación frecuente. Esto puede conducir fácilmente a graves abusos, como la supresión radical de toda pública manifestación de diferencia o, incluso, el rechazo de la libertad de expresión en cuanto tal. El fundamentalismo puede llevar también a la exclusión del otro en la vida civil; y, en el campo religioso, a medidas coercitivas de "conversión". Por mucha estima que se tenga a la verdad de la propia religión, esto no da a ninguna persona o grupo el derecho de intentar reprimir la libertad de conciencia de quienes tienen otras convicciones religiosas o de inducirlos a falsear su conciencia ofreciendo o negando determinados privilegios y derechos sociales si cambian la propia religión. En otros casos se llega a impedir a las personas, incluso con la aplicación de severas medidas penales, el poder escoger libremente una religión diversa de aquella a la que pertenecen. Tales manifestaciones de intolerancia evidentemente no promueven la paz en el mundo.

Para eliminar los efectos de la intolerancia no basta "proteger" las minorías étnicas o religiosas, reduciéndolas así a la categoría de menores civiles o de individuos bajo la tutela del Estado. Esto podría traducirse en una forma de discriminación que obstaculiza, es más, que impide el desarrollo de una sociedad armónica y pacífica. Por el contrario, ha de ser reconocido y garantizado el derecho insoslayable de seguir la propia conciencia y de profesar y practicar, solos o comunitariamente, la propia fe, con tal de que no sean violadas las exigencias del orden público.

Paradójicamente, quienes con anterioridad han sido víctimas de diversas formas de intolerancia pueden correr el riesgo de crear, a su vez, nuevas situaciones de intolerancia. El final de largos períodos de represión en algunas partes del mundo, durante los cuales no ha sido respetada la conciencia de cada uno y ha sido sofocado lo más precioso de la persona, no puede ser ocasión para nuevas formas de intolerancia, por muy difícil que se presente la reconciliación con el antiguo opresor.

La libertad de conciencia, rectamente entendida, por su misma naturaleza está siempre ordenada a la verdad. Por consiguiente, ella conduce no a la intolerancia, sino a la tolerancia y a la reconciliación. Esta tolerancia no es una virtud pasiva, pues tiene sus raíces en un amor operante y tiende a transformarse y convertirse en un esfuerzo positivo para asegurar la libertad y la paz a todos.

V. La libertad religiosa, una fuerza para la paz

La importancia de la libertad religiosa me lleva a afirmar de nuevo que el derecho a la libertad religiosa no es simplemente uno más entre los derechos humanos; "éste es el más fundamental, porque la dignidad de cada una de las personas tiene su fuente primera en la relación esencial con Dios Creador y Padre, a cuya imagen y semejanza fue creada, por lo que está dotada de inteligencia y de libertad" (9). "La libertad religiosa, exigencia ineludible de la dignidad de cada hombre, es una piedra angular del edificio de los derechos humanos" (10), y, por esto, es la expresión más profunda de la libertad de conciencia.

No se puede negar que el derecho a la libertad religiosa concierne a la identidad misma de la persona. Uno de los aspectos más significativos, que caracterizan al mundo actual, es el papel de la religión en el despertar de los pueblos y en la búsqueda de la libertad. En muchos casos ha sido la fe religiosa la que ha mantenido intacta e incluso reforzado la identidad de pueblos enteros. En aquellas naciones donde la religión ha sido obstaculizada o, incluso, perseguida con el propósito de relegarla entre los fenómenos superados del pasado, esta misma fe se ha manifestado nuevamente como potente fuerza liberadora.

La fe religiosa es tan importante para los pueblos y los individuos, que en muchos casos se está dispuesto a cualquier sacrificio para salvaguardarla. En efecto, todo intento de reprimir o eliminar lo que más aprecia una persona, corre el riesgo de terminar en rebelión abierta o latente.

VI. Necesidad de un orden legal justo

A pesar de las diversas declaraciones en campo nacional e internacional que proclaman el derecho a la libertad de conciencia y de religión, se dan todavía numerosos intentos de represión religiosa. Sin una concomitante garantía jurídica, mediante instrumentos apropiados, dichas declaraciones, muy a menudo están destinadas a ser letra muerta. Son dignos de aprecio, por tanto, los renovados esfuerzos que se están llevando a cabo para dar mayor vigor al régimen legal existente (11) mediante la creación de instrumentos nuevos y eficaces, idóneos para la consolidación de la libertad religiosa. Esta plena protección legal debe excluir de modo efectivo toda forma de coacción religiosa, que es un serio obstáculo para la paz; pues "esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos" (12).

El momento histórico actual hace urgente el reforzamiento de los instrumentos jurídicos adecuados para la promoción de la libertad de conciencia también en el campo político y social. A este respecto, el desarrollo gradual y constante de un régimen legal reconocido internacionalmente podrá constituir una de las bases más seguras en favor de la paz y del justo progreso de la humanidad. Al mismo tiempo, es esencial que se tomen iniciativas paralelas, a nivel nacional y regional, con el fin de asegurar que todas las personas, donde sea que se encuentren, estén protegidas por unas normas legales reconocidas en el ámbito internacional.

El Estado tiene el deber de reconocer no sólo la libertad fundamental de conciencia, sino de promoverla, pero siempre a la luz de la ley moral natural y de las exigencias del bien común, además del pleno respeto de la dignidad de cada hombre. A este propósito, es útil recordar que la libertad de conciencia no da derecho a una práctica indiscriminada de la objeción de conciencia. Cuando una pretendida libertad se transforma en facultad o pretexto para limitar los derechos de los demás, el Estado tiene la obligación de proteger, aun legalmente, los derechos inalienables de sus ciudadanos contra tales abusos.

Quiero dirigir una particular y apremiante llamada a cuantos ocupan puestos de responsabilidad pública -ya sean jefes de Estado o de Gobierno, legisladores, magistrados y otros- para que aseguren con los medios necesarios la auténtica libertad de conciencia de todos los que residen en el ámbito de su jurisdicción, con particular atención a los derechos de las minorías. Ello, además de ser un deber de justicia, es indispensable para promover el desarrollo de una sociedad pacífica y armónica. Por último, parece casi superfluo volver a afirmar que los Estados tienen la estricta obligación moral y legal de respetar los acuerdos internacionales que hayan suscrito.

VII. Una sociedad y un mundo pluralista

La existencia de normas internacionales reconocidas no excluye que puedan darse ciertos regímenes o sistemas de gobierno relativos a una específica realidad sociocultural. Estos regímenes, no obstante, deben asegurar una plena libertad de conciencia a todos los ciudadanos, y de ninguna manera pueden ser un pretexto para negar o limitar los derechos reconocidos universalmente.

Esto es tanto más cierto si se considera que en el mundo actual raramente toda la población de un país pertenece a una misma convicción religiosa o a un mismo grupo étnico o cultura. Las migraciones masivas y los movimientos de población están conduciendo en diversas partes del mundo a una sociedad multicultural y multirreligiosa. En este contexto, el respeto de la conciencia de todos asume una nueva urgencia y presenta nuevos desafíos a la sociedad en sus sectores y estructuras, así como a los legisladores y gobernantes.

¿Cómo habrán de respetarse en un país las diferentes tradiciones, costumbres y modos de vida, deberes religiosos, manteniendo la integridad de la propia cultura? ¿Cómo una cultura socialmente dominante debe aceptar e integrar nuevos elementos sin perder su identidad o provocar fricciones? La respuesta a estas arduas preguntas se puede hallar en una educación que preste particular atención al respeto de la conciencia del otro, mediante el conocimiento de otras culturas y religiones y la adecuada comprensión de las diversidades existentes. ¿Qué mejor medio de unidad en la diversidad que el esfuerzo de todos en la búsqueda común de la paz y en la solidaria afirmación de la libertad, que ilumina y valora la conciencia de cada uno? Es de desear también, para una ordenada convivencia civil, que las diversas culturas existentes se respeten y enriquezcan mutuamente. Un verdadero esfuerzo de inculturación favorece también la comprensión recíproca entre las religiones.

En el ámbito de esta comprensión entre las religiones se ha conseguido mucho en los últimos años para promover una colaboración activa en las tareas que la humanidad debe afrontar conjuntamente sobre la base de tantos valores que las grandes religiones tienen en común. Deseo alentar esta colaboración allí donde sea posible, así como los diálogos formales actualmente en curso entre los representantes de los mayores grupos religiosos. A este respecto, la Santa Sede cuenta con un organismo -el Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso- cuya finalidad específica es la de promover el diálogo y la colaboración con las demás religiones, pero siempre con absoluta fidelidad a la identidad católica y con pleno respeto a la de los otros.

Tanto la colaboración como el diálogo interreligioso, cuando se dan en un clima de confianza, de respeto y sinceridad, representan una contribución para la paz. "El hombre tiene necesidad de desarrollar su espíritu y su conciencia. Esto es lo que a menudo le falta al hombre de hoy. El olvido de los valores y la crisis de identidad por la que atraviesa nuestro mundo nos obligan a una superación y a un renovado esfuerzo de búsqueda y de interpelación. La luz interior que nacerá así en nuestra conciencia permitirá dar un sentido al desarrollo, orientarlo hacia el bien del hombre, de cada hombre y de todos los hombres, según el plan de Dios" (13). Esta búsqueda común, a la luz de la ley de la conciencia y de los preceptos de la propia religión, afrontando también las causas de las actuales injusticias sociales y de las guerras, pondrá una base sólida para colaborar en la búsqueda de las soluciones necesarias.

La Iglesia católica se ha esforzado decididamente en alentar toda forma de colaboración leal para la promoción de la paz. Ella seguirá prestando sobre todo su ayuda específica a esta colaboración, educando las conciencias de sus miembros a la apertura hacia los demás, al respeto hacia el otro, a la tolerancia, que va unida a la búsqueda de la verdad, así como a la solidaridad (14).

VIII. La conciencia y el cristiano

Al estar obligados a seguir la propia conciencia en la búsqueda de la verdad, los discípulos de Jesucristo saben que no se debe confiar sólo en la propia capacidad de discernimiento moral. La revelación ilumina sus conciencias y les ayuda a conocer el gran don de Dios al hombre: la libertad (15). Dios no sólo ha inscrito la ley natural en el corazón de cada uno, "el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que se siente a solas con Dios" (16), sino que ha revelado su ley en la Escritura. En ella se halla la invitación o, más bien, el mandato de amar a Dios y de observar su ley.

El nos ha dado a conocer su voluntad. Nos ha revelado sus mandamientos, poniéndonos delante "vida y felicidad, muerte y desgracia", y nos invita a "elegir la vida...amando a Yahveh nuestro Dios, escuchando su voz, uniéndonos a él; pues en eso está nuestra vida, así como la prolongación de nuestros días" (17). Él, en la plenitud de su amor, respeta la libre elección de la persona sobre los valores supremos que está buscando y de este modo manifiesta su pleno respeto por el don precioso de la libertad de conciencia. De ello son testigos sus mismas leyes, expresión completa de su voluntad y de su total disconformidad con el mal moral, y con la cual quiere orientar precisamente la búsqueda del fin último, porque tienden a favorecer el ejercicio de la libertad, no a impedirlo.

Pero no bastó a Dios manifestar su grande amor por la creación y por el hombre. "Tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna... El que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios" (18). El Hijo no dudó en proclamar que era la Verdad (19), y asegurarnos que esta Verdad nos haría libres (20).

En la búsqueda de la verdad el cristiano se orienta por la revelación divina, que en Cristo está presente en toda su plenitud. Cristo ha confiado a la Iglesia la misión de anunciar esta verdad y la Iglesia tiene el deber de serle fiel. Como sucesor de Pedro, mi quehacer más grave es precisamente asegurar esta constante fidelidad, confirmando a mis hermanos y hermanas en su propia fe (21).

El cristiano, más que cualquier otra persona, debe sentirse obligado a conformar la propia conciencia con la verdad. Ante el esplendor del don gratuito de la revelación de Dios en Cristo, ¡cuán humilde y atenta, por su parte, debe ser la escucha de la voz de la conciencia! ¡Cuánto debe desconfiar el cristiano de su limitada luz, cuán dispuesto debe estar a aprender y qué lento en condenar! Una de las tentaciones que se repite en cada época -también entre los cristianos- es la de erigirse en norma de la verdad. En una época caracterizada por el individualismo, esta tentación puede tener diversas expresiones. La contraseña de quien está en la verdad es, sin embargo, amar con humildad. Así lo proclama la palabra divina: La verdad se realiza en la caridad (22).

Por tanto, por la misma verdad que profesamos, estamos llamados a promover la unidad y no la división, la reconciliación y no el odio o la intolerancia. La gratuidad de nuestro acceso a la verdad conlleva la responsabilidad de proclamar sólo aquella verdad que conduce a la libertad y a la paz para todos: la Verdad encarnada en Jesucristo.

Al final de este mensaje, invito a todos a reflexionar sobre la necesidad de respetar la conciencia de cada uno en el propio ambiente y a la luz de sus responsabilidades específicas. En cada campo de la vida social, cultural y política el respeto de la libertad de conciencia, ordenada a la verdad, encuentra variadas, importantes e inmediatas aplicaciones. Buscando juntos la verdad, en el respeto de la conciencia de los demás, podremos avanzar por los caminos de la libertad, que llevan a la paz, según el designio de Dios.

Vaticano, 8 de diciembre de 1990.

NOTAS

  1. Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1988. Introducción.
  2. Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1989, 1.
  3. Cf. Const. past. Gaudium et spes, 16.
  4. Cf. Declaración de la Organización de las Naciones Unidas del 1981 sobre la eliminación de toda forma de intolerancia y de discriminación basada en la religión o en la convicción, art. 1.
  5. Cf. Decl. Dignitatis humanae, 12.
  6. Cf. Decl. Nostra aetate, 3.
  7. Decl. Dignitatis humanae, 12.
  8. N. 1.
  9. Discurso a los participantes en el V Coloquio jurídico organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, 10 de marzo de 1984, 5.
  10. Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1988. Introducción.
  11. Cf. Declaración universal de los derechos humanos, art. 18; Acta final de Helsinki, 1, a) VIII; Convención sobre los derechos del niño, art. 14.
  12. Decl. Dignitatis humanae, 2.
  13. Discurso a los jóvenes musulmanes, Casablanca, 19 de agosto de 1985, 9: AAS 78 (1986) , págs. 101-102.
  14. Cf. Discurso al Cuerpo diplomático, 11 de enero de 1986, 12.
  15. Cf. Si 17, 6.
  16. Const. past. Gaudium et spes, 16.
  17. Cf. Dt 30, 15. 19-20.
  18. Jn 3, 16. 21.
  19. Cf. Jn 14, 6.
  20. Cf. Jn 8, 32.
  21. Cf. Lc 22, 32.
  22. Cf. Ef 4, 15.

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