DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS JOVENES CON OCASION DE LA
IX y X JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
"Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).
Amadísimos jóvenes:
1. "La paz con vosotros" (Jn 20, 19). Es el saludo, lleno de significado, con que el Señor resucitado se presenta a sus discípulos, temerosos y desconcertados después de su pasión.
Con la misma intensidad y profundidad de sentimientos me dirijo ahora a vosotros, mientras nos preparamos para celebrar la IX y la X Jornada mundial de la juventud, que tendrán lugar, como es ya feliz costumbre, el domingo de Ramos de 1994 y 1995, mientras que el gran encuentro internacional que reúne a jóvenes de todo el mundo en torno al Papa se celebrará en Manila, capital de Filipinas, en enero de 1995.
En los anteriores encuentros que han marcado nuestro itinerario de reflexión y oración, como los discípulos, hemos tenido la posibilidad de ver -que significa también creer y conocer, casi tocar (cf. 1Jn 1, 1)- al Señor resucitado.
Lo vimos y acogimos como maestro y amigo en Roma en 1984 y 1985, cuando emprendimos la peregrinación desde el centro y corazón de la catolicidad para dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15), llevando su cruz por los caminos del mundo. Le pedimos con insistencia que permaneciera con nosotros en nuestro camino diario.
Lo vimos en Buenos Aires en 1987 cuando, junto con los jóvenes de todos los continentes, y en especial de América Latina, "conocimos el amor que Dios nos tiene, y creímos en él" (Jn 4, 16) y proclamamos que su revelación, como un sol que ilumina y calienta, alimenta la esperanza y renueva la alegría del trabajo misionero para construir la civilización del amor.
Lo vimos en Santiago de Compostela en 1989, donde descubrimos su rostro y lo reconocimos como camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6), meditando con el apóstol Santiago en las antiguas raíces cristianas de Europa.
Lo vimos en 1991 en Czestochowa, cuando, una vez derribadas las barreras, todos juntos, jóvenes del Este y del Oeste, bajo la mirada amorosa de nuestra Madre celestial, proclamamos la paternidad de Dios por medio del Espíritu y nos reconocimos, en él, como hermanos: "Recibisteis un espíritu de hijos" (Rm 8, 15).
Lo vimos más recientemente en Denver, en el centro de Estados Unidos de América, donde lo tratamos de descubrir en el rostro del hombre contemporáneo, en un marco muy diferente al de las etapas anteriores, pero no menos exaltante por la profundidad de su contenido, experimentando y gustando el don de la vida en abundancia: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).
Mientras conservamos en los ojos y en el corazón el espectáculo maravilloso e inolvidable de ese gran encuentro entre las Montañas Rocosas, reanudamos nuestra peregrinación, teniendo como próxima etapa Manila, en el vasto continente asiático, encrucijada de la X Jornada mundial de la juventud.
El anhelo de ver al Señor anida siempre en el corazón del hombre (cf. Jn 12, 21) y lo impulsa sin cesar a buscar su rostro. También nosotros, al ponernos en camino, manifestamos esa nostalgia y, con el peregrino de Sión, repetimos: "Tu rostro busco, Señor" (Sal 27, 8).
El Hijo de Dios sale a nuestro encuentro, nos acoge, se nos manifiesta y nos repite lo mismo que dijo a sus discípulos la tarde de Pascua: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).
Una vez más, quien convoca a los jóvenes de todo el mundo es Jesucristo, centro de nuestra vida, raíz de nuestra fe, razón de nuestra esperanza y manantial de nuestra caridad.
Llamados por él, los jóvenes de todos los rincones del planeta se interrogan acerca de su propio compromiso en favor de la nueva evangelización, para continuar la misión confiada a los Apóstoles y en la que todo cristiano, en virtud de su bautismo y de su pertenencia a la comunidad eclesial, está llamado a participar.
2. La vocación y el compromiso misionero de la Iglesia brotan del misterio central de nuestra fe: la Pascua. En efecto, "al atardecer de aquel día", se presentó Jesús en medio de los discípulos, atrincherados tras las puertas cerradas "por miedo a los judíos" (Jn 20, 19).
Después de haber manifestado su amor sin límites abrazando la cruz y ofreciéndose en sacrificio de redención por todos los hombres -él mismo había dicho: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13)-, el Maestro divino vuelve a los suyos, a los que había amado más intensamente y con los que había pasado su vida terrena.
Es un encuentro extraordinario, en el que sus corazones se sienten felices por tener nuevamente presente a Cristo, después de los acontecimientos de su trágica pasión y de su gloriosa resurrección. "Los discípulos se alegraron de ver al Señor" (Jn 20, 20).
Encontrarse con él inmediatamente después de su resurrección, significó para los Apóstoles comprobar que su mensaje no era falso, que sus promesas no habían quedado escritas en la arena. Él, vivo y resplandeciente de gloria, constituye la prueba del amor todopoderoso de Dios, que cambia radicalmente el curso de la historia y de nuestra existencia.
El encuentro con Jesús es, por tanto, un acontecimiento que da sentido a la existencia del hombre y la trastorna, abriendo el alma a horizontes de auténtica libertad.
También nuestro tiempo se coloca después de la Resurrección. Es "el tiempo favorable", "el día de la salvación" (2Co 6, 2).
El Resucitado vuelve a nosotros con la plenitud de la alegría y con una sobreabundante riqueza de vida. La esperanza se convierte en certeza, porque, si él ha vencido a la muerte, también nosotros podemos esperar triunfar un día en la plenitud de los tiempos, contemplando de modo definitivo a Dios.
3. Pero el encuentro con el Señor resucitado no refleja sólo un momento de alegría individual. Es, más bien, una ocasión en que se manifiesta en toda su amplitud la llamada que ha recibido todo ser humano. Fuertes en la fe en Cristo resucitado, estamos todos invitados a abrir de par en par las puertas de la vida, sin miedos ni titubeos, para acoger la Palabra, que es camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6), y proclamarla valientemente al mundo entero.
La salvación, que se nos ha ofrecido, es un don que no se puede tener celosamente escondido. Es como la luz del sol, que por su misma naturaleza disipa las tinieblas; es como el agua de un manantial limpio, que brota incontenible del centro de la roca.
"Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). Jesús, enviado por el Padre a la humanidad, da a todo creyente la plenitud de la vida (cf. Jn 10, 10), como meditamos y proclamamos con ocasión de la reciente Jornada de Denver.
Su Evangelio debe hacerse comunicación y misión. La vocación misionera compromete a todo cristiano, se convierte en la esencia misma de todo testimonio de fe concreto y vital. Se trata de una misión que brota del proyecto del Padre, designio de amor y de salvación que se realiza con la fuerza del Espíritu, sin el cual cualquier iniciativa apostólica nuestra está destinada al fracaso. Precisamente para que sus discípulos puedan realizar esa misión, Jesús les dice: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Así transmite a la Iglesia su misma misión salvífica, para que el misterio pascual siga llegando a todo hombre, en todo tiempo, en cualquier latitud del planeta.
Sobre todo vosotros, los jóvenes, estáis llamados a convertiros en misioneros de esta nueva evangelización, dando a diario testimonio de la Palabra que salva.
4. Vosotros experimentáis personalmente las inquietudes de esta época de la historia, rica de esperanzas e incertidumbres, en la que a veces es fácil perder el camino que lleva al encuentro con Cristo.
Numerosas son, en efecto, las tentaciones de nuestros días, las seducciones que pretenden apagar la voz divina que resuena dentro del corazón de cada persona.
La Iglesia se presenta al hombre de nuestro siglo, a todos vosotros, queridos jóvenes que sentís hambre y sed de verdad, como compañera de viaje. Os ofrece el eterno mensaje evangélico y os confía una tarea apostólica exaltante: ser los protagonistas de la nueva evangelización.
Fiel guardiana e intérprete del patrimonio de fe que Cristo le transmitió, desea dialogar con las nuevas generaciones; quiere responder a sus necesidades y expectativas para buscar, en un diálogo franco y abierto, los sentimientos más oportunos para llegar a los manantiales de la salvación divina.
La Iglesia confía a los jóvenes la tarea de proclamar al mundo la alegría que brota de haberse encontrado con Cristo. Queridos amigos, dejaos seducir por Cristo; aceptad su invitación y seguidlo. Id y anunciad la buena nueva que redime (cf. Mt 28, 19); hacedlo con la felicidad en el corazón y convertíos en comunicadores de esperanza en un mundo que a menudo sufre la tentación de la desesperación, comunicadores de fe en una sociedad que a veces parece resignarse a la incredulidad; y comunicadores de amor en medio de los acontecimientos diarios, con frecuencia marcados por la lógica del egoísmo más desenfrenado.
5. Para poder imitar a los discípulos que, impulsados por el soplo del Espíritu, proclamaron sin titubeos su fe en el Redentor que ama a todos y quiere que todos se salven (cf. Hch 2, 22-24. 32-36), es preciso convertirse en hombre nuevos, renunciando al hombre viejo que llevamos dentro y dejándonos renovar a fondo por la fuerza del Espíritu del Señor.
Cada uno de vosotros es enviado al mundo, especialmente a vuestros propios coetáneos, a comunicarles, con el testimonio de vuestra vida y vuestras obras, el mensaje evangélico de la reconciliación y la paz: "En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2Co 5, 20).
Esta reconciliación es, ante todo, el destino individual de todo cristiano que encuentra y renueva continuamente su propia identidad de discípulo del Hijo de Dios en la oración y en la participación en los sacramentos, especialmente en los de la penitencia y la Eucaristía.
Pero ése es también el destino de toda la familia humana. Ser hoy misioneros en medio de nuestra sociedad significa utilizar lo mejor posible los medios de comunicación para esa tarea religiosa y pastoral.
Si os convertís en ardientes comunicadores de la Palabra que salva y testigos de la alegría de la Pascua, seréis también constructores de paz en un mundo que busca esa paz como una utopía, olvidando a menudo sus raíces profundas. Las raíces de la paz, como bien sabéis, están dentro del corazón de cada uno, si sabe acoger el deseo del Redentor resucitado: "La paz con vosotros" (Jn 20, 19).
Ante la cercanía del tercer milenio cristiano, a vosotros los jóvenes se os ha confiado de manera especial la tarea de convertiros en comunicadores de esperanza y artífices de paz (cf. Mt 5, 9) en un mundo cada vez más necesitado de testigos creíbles y de anunciadores coherentes. Sabed hablar al corazón de vuestros coetáneos que tienen sed de verdad y felicidad, y buscan incesantemente a Dios, aunque a menudo sea de forma inconsciente.
6. Amadísimos jóvenes de todo el mundo, a la vez que con este Mensaje se inaugura oficialmente el camino hacia la IX y la X Jornada mundial de la juventud, deseo renovar mi afectuoso saludo a cada uno de vosotros, y en especial a cuantos viven en Filipinas, pues en 1995 el encuentro mundial de los jóvenes con el Papa se celebrará por primera vez en el continente asiático, rico en tradiciones y cultura. A vosotros, jóvenes de Filipinas, corresponde preparar esta vez una acogida a vuestros numerosos amigos del mundo entero. Esa Iglesia joven de Asia está llamada de manera especial a dar, en la cita de Manila, un testimonio vivo y ferviente de fe. Espero que sepa aceptar este don que Cristo mismo le va a ofrecer.
A todos vosotros, jóvenes del mundo entero, os dirijo la invitación a poneros espiritualmente en camino hacia las próximas Jornadas mundiales. Acompañados y guiados por vuestros pastores, dentro de las parroquias y las diócesis, en las asociaciones, movimientos y grupos eclesiales, preparaos para aceptar las semillas de santidad y de gracia que el Señor de seguro os concederá con gran abundancia.
Espero que la celebración de estas Jornadas sea para todos vosotros ocasión privilegiada de formación y de crecimiento en el conocimiento personal y comunitario de Cristo; que os impulse interiormente a consagraros en la Iglesia al servicio de vuestros hermanos para construir la civilización del amor.
Encomiendo a María, la Virgen presente en el cenáculo, la Madre de la Iglesia (cf. Hch 1, 14), la preparación y el desarrollo de las próximas Jornadas mundiales: que ella nos comunique el secreto de cómo acoger a su Hijo en nuestra vida para hacer lo que él nos diga (cf. Jn 2, 5).
Os acompañe mi cordial y paterna bendición.
Vaticano, 21 de noviembre de 1993, solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, rey del universo.