1Jn
Comienza la 1Jn con un prólogo en el que se expone el objeto de la epístola. El autor sagrado quiere hablar a los cristianos del misterio de Jesucristo, que se hizo hombre y vino al mundo para dar a los hombres la vida eterna. San Juan mismo fue testigo de la manifestación del Verbo en el tiempo, y ahora quiere dar testimonio de ese acontecimiento extraordinario para que los fieles puedan participar más plenamente de la comunión con Cristo.
1Jn 1, 1-4. Testimonio sobre el Verbo, principio y fuente de vida
El prólogo de esta epístola es solemne y majestuoso como el del cuarto evangelio y tiene estrecho contacto con él. El pensamiento central de ambos prólogos -la encarnación del Verbo- es el mismo. También presentan semejanzas en cuanto al fondo y a la forma. Ambos prólogos designan a Cristo con el nombre de Verbo = Logos; ambos comienzan con la expresión al principio; en los dos se da mucha importancia a la vida.
El autor sagrado, contrariamente a la costumbre de los antiguos y de los escritores del Nuevo Testamento, comienza su carta prescindiendo del saludo. También omite su nombre y título, como sucede en el cuarto evangelio, pero afirma su carácter de testigo de la manifestación del Verbo. El comienzo ex abrupto da a esta epístola la traza de una homilía.
La introducción de la 1Jn constituye un evidente paralelo del prólogo del cuarto evangelio. Presenta de modo más sucinto la misma teología. El autor sagrado quiere hablar de Jesucristo como Verbo de Dios, el cual se encarnó por amor a los hombres. Vino al mundo con el fin de procurar la vida eterna a la humanidad. El apóstol va a revelar ahora a sus lectores este gran misterio. Lo que era desde el principio (v.1). El pronombre neutro lo que (quod = Vulgata) designa la persona del Verbo, y será precisado poco después con las palabras el Verbo de vida. San Juan ha querido designar al Hijo de Dios por medio de un giro impersonal y abstracto, porque la persona del Verbo desborda los estrechos moldes de las categorías humanas. Para el discípulo amado la existencia sin principio del Verbo era (??) siempre actual.
Evidentemente, San Juan alude a las primeras palabras del cuarto evangelio: "Al principio era el Verbo." El autor sagrado comienza afirmando la eternidad del Verbo, para pasar en seguida a afirmar la divinidad de Jesucristo. El Verbo invisible de Dios se hizo visible un día tomando carne humana. Los apóstoles pudieron verlo, oírlo, palparlo y tratarlo con íntima familiaridad. La elección y gradación de estos verbos debe ser consciente y está llena de sentido. La encarnación y aparición del Verbo en figura humana es una extraordinaria revelación que Dios ha hecho a los hombres. Los apóstoles le siguieron y oyeron sus palabras de vida, creyendo firmemente en su divinidad.
San Juan expresa la gran familiaridad que acompañaba al trato cotidiano que tenían los discípulos con el Maestro, afirmando: nuestras manos palparon al Verbo de vida, es decir, al Logos, a la segunda persona de la Santísima Trinidad, en la cual estaba la vida, que es comunicada a los hombres. Posiblemente San Juan se refiere a situaciones determinadas en que merecieron ver y tocar de una manera muy especial a Jesucristo.
Teniendo en cuenta el paralelo del prólogo del cuarto evangelio, la expresión Verbo de vida no se ha de interpretar de la palabra viviente, es decir, del Evangelio, sino del Verbo, persona divina. Se trata del Logos preexistente y eterno, que se encarnó por amor a los hombres.
A continuación el autor sagrado introduce un paréntesis (v.2) para explicar cómo ha podido ver, oír y tocar al Verbo de vida. La Vida se ha manifestado en forma sensible en el Verbo encarnado y resucitado, con el cual habían convivido los apóstoles. Las palabras de la 1Jn son como un comentario del prólogo del cuarto evangelio, en donde se dice que "en el Verbo estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres". Esta vida es la vida misma de Dios, de la divinidad poseída por el Verbo, descrita aquí como vida, que se manifestó en la encarnación para comunicarse a los hombres por la gracia y luego por la gloria. El Padre es la fuente de la vida y la posee sin limitaciones. El Hijo nos revela esa vida y nos la comunica.
El concepto de Vida eterna usado por San Juan para describir la divinidad debía de ser mucho más comprensible para sus lectores que el concepto abstracto de "ser perfectísimo," preferido por los filósofos. La palabra Vida es uno de los términos favoritos de San Juan, que emplea frecuentemente tanto en las epístolas como en el evangelio.
Cristo, al encarnarse, nos manifestó el misterio hasta entonces oculto de la verdadera Vida, que sólo se encuentra en Dios. El Verbo fue la más auténtica manifestación de la esencia oculta de Dios. Pero el Logos se manifestó no únicamente a través de las palabras, sino sobre todo por medio de hechos, de obras, que descubren de un modo especial algo de lo que es la esencia divina.
Los apóstoles tuvieron la dicha de ver la manifestación de la vida divina. Por eso dan testimonio de esa verdad, para producir y reafirmar en los fieles la fe en la vida eterna (v.2). Cristo es llamado aquí explícitamente la vida eterna en cuanto que es el portador de esa vida divina y, al mismo tiempo, el Mediador de esa vida para comunicarla a los hombres. El Verbo es la vida eterna que estaba en el Padre, y se manifestó a los hombres en la persona de Jesús. La vida eterna tiene, pues, un sentido personal, lo mismo que en el v.1 el Verbo de vida.
San Juan, después del paréntesis en el que ha explicado cómo ha podido ver y oír al Verbo, vuelve a hablar de la realidad misteriosa de la divinidad de Cristo: lo que hemos visto y oído, es decir, el Verbo encarnado, os lo anunciamos (v.3). San Juan insiste sobre esto porque quiere que sus lectores tengan una fe firme en esta verdad negada por los falsos profetas. La fe en la divinidad de Jesucristo hará a los fieles participantes de la vida divina y les reunirá en una misteriosa comunión vital. De este modo los que no le han visto, ni oído, ni tocado participarán también del gran beneficio que nos ha traído Cristo, o sea la unión con Dios. El apóstol escribe no para conseguir la comunión que ya posee, sino para hacer participantes a sus lectores de la experiencia de los que vivieron con Cristo, con el fin de introducirlos en el corazón de la unidad cristiana, en la comunión con el Padre y el Hijo. Los apóstoles son el trámite por el cual los fieles pueden conseguir la comunión con las personas divinas.
Tener comunión con Dios significa participar de los bienes divinos, de Dios mismo, mediante la participación de la naturaleza divina por la gracia. Pero el cristiano ha de tener también comunión con el Hijo de Dios, Jesucristo, pues la unión con el Padre sólo se puede alcanzar por medio de su Hijo.
El autor sagrado afirma claramente que Jesucristo es el Hijo de Dios. De esta manera se proclama la igualdad y distinción entre el Hijo y el Padre, verdades que tendrán mucha importancia en las luchas cristológicas posteriores.
La comunión de los cristianos con Dios es, al mismo tiempo, una comunión entre ellos mismos, porque, estando unidos al Padre y al Hijo, los fieles están unidos entre ellos, están animados por la misma vida. Esta comunión será expresada bajo diferentes formas: el cristiano permanece en Dios y Dios en él, ha nacido de Dios, es de Dios, conoce a Dios. Al Padre llegamos por el Hijo. Y la comunión con el Padre y con el Hijo supone el acuerdo y la unión con los apóstoles, es decir, con la jerarquía y con toda la Iglesia. Por eso afirmaba San Beda el Venerable que, para obtener la comunión con Dios, es necesario conservar la unión con los apóstoles y sus sucesores. Y San Cipriano escribía por su parte: "No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por madre".
Sin la comunión de los fieles con Dios y la unión con los apóstoles, la alegría de San Juan sería incompleta (v.4). La alegría más grande del apóstol consiste en difundir la gracia del Evangelio y en hacer vivir las almas en la comunión íntima y vital con Dios, fuente de todo gozo. Y esta alegría redunda ante todo en gozo personal suyo al saber que los fieles están íntimamente unidos a Dios. San Juan expresa en el v.4 la alegría del apostolado. Su alegría proviene de la comunión de los fieles con Dios y entre sí; es, por consiguiente, análoga a la que Cristo experimenta en su unión con el Padre.
1Jn 1, 5-1Jn 2, 28. El Cristiano ha de caminar en la Luz
San Juan explica a continuación a los fieles en qué condiciones pueden permanecer en comunión con el Padre y el Hijo. Y desarrolla este tema bajo la imagen del caminar en la luz. Primeramente enuncia un principio general: es necesario caminar en la luz (1Jn 1, 5-7); después añade cuatro condiciones prácticas (1Jn 1, 8-1Jn 2, 2; 1Jn 2, 3-11; 1Jn 2, 12-17; 1Jn 2, 18-28), que examinaremos más tarde.
1Jn 1, 5-7. Principio: Es necesario caminar en la luz
El mensaje que San Juan ha recibido del Verbo es que Dios es luz (?.?). Con esto no intenta darnos una definición filosófica de Dios, sino que pretende designarlo en un aspecto que cuadra perfectamente a su intento. Esta definición de Dios se asemeja a aquellas otras: Dios es amor, Dios es espíritu. El apóstol lo enuncia como una nueva revelación. Sin embargo, la idea de que Dios es luz y de que el Mesías es la luz de las naciones es ya conocida en el Antiguo Testamento. La luz es el símbolo de la gloria y de la majestad de Dios Padre. En los Evangelios es también empleado para designar a Cristo, que tuvo como misión el disipar las tinieblas del error y del pecado. San Juan dice de Él que era la luz verdadera que ilumina a todo hombre. La luz se manifiesta en Cristo, que es el resplandor de la gloria del Padre, y a su vez resplandece en la revelación cristiana.
Si San Juan presenta la idea de que Dios es luz como una nueva revelación, la razón hay que buscarla en la acepción profunda en que toma dicho concepto. Al decir Dios es luz, quiere expresar la suma perfección de Dios, que excluye todo lo que puede suponer imperfección, tinieblas. Porque Dios es espíritu puro, inteligencia perfecta, fuente de la luz y de la verdad que ilumina a los hombres y los conduce a la vida divina.
La idea de que Dios es luz ha de entenderse -como se deduce del contexto- en un sentido más bien moral que intelectual: la luz permite ver la senda por donde se camina, para no apartarse de los caminos de Dios. Una luz puramente intelectual sirve poco para caminar hacia la santidad y la perfección cristianas.
San Juan corrobora la misma idea de que Dios es luz por un segundo miembro de paralelismo antitético: Y en El no hay tiniebla alguna. Del mismo modo que la luz es símbolo de la verdad y del bien, las tinieblas son el símbolo del error y del mal. El pecado es obra de las tinieblas.
Tinieblas, en lenguaje joánico, significa ausencia de verdad y de bondad moral, predominio del error y del pecado. La lucha entablada entre la luz y las tinieblas es una idea característica de San Juan. Pero el discípulo amado no admite el dualismo ontológico de los persas o de los gnósticos, sino que acentúa la absoluta superioridad de Dios sobre el mal.
Si en Dios no puede haber tinieblas, por ser la luz y la verdad misma, el que vive en comunión con El (v.6) no puede caminar en tinieblas. El pretender poseer la comunión con Dios y caminar, al mismo tiempo, en tinieblas es un contrasentido, una cosa imposible. Y el que se atreva a decirlo, miente. Porque la verdad no está unida jamás a las tinieblas. Una vida de pecado no puede conducir, de ninguna manera, a la unión con Dios.
Andar en tinieblas y no hacer la verdad son dos expresiones hebraicas que repiten y subrayan, siguiendo el paralelismo semítico, el mismo concepto. La verdad se opone a la mentira, a las tinieblas y el mal. Obrar la verdad es amoldar nuestra vida y conducta a las normas del Evangelio; es cooperar con Dios, que obra en nuestra alma; es, en definitiva, imitar a Cristo, siguiendo fielmente la doctrina que Él nos enseñó.
Los documentos de Qumrán hablan igualmente de caminar en la luz y en las tinieblas, del espíritu de error y del espíritu de verdad.
San Juan parece que quiere reaccionar -como se verá por el resto de la epístola- contra algún error doctrinal que consideraba el pecado como cosa indiferente. En los capítulos 2-4 nos habla el apóstol de ciertos herejes que participaban tranquilamente en las orgías de los cultos paganos por creerse investidos de una gnosis o conocimiento superior a la doctrina cristiana que les garantizaba la impunidad. De los gnósticos provenían probablemente los valentinianos, que en el siglo I presumían de ser espirituales por naturaleza, y, en consecuencia, no necesitaban seguir una buena conducta.
A caminar en las tinieblas opone el apóstol el andar en la luz (v.7). Caminar en la luz es llevar una vida buena y santa. Dios es luz y está siempre en la luz; por eso, nosotros debemos caminar también en la luz. Por el hecho de ser Dios luz y amor, el que está unido a Él no podrá menos de llevar una vida de luz y de amor, guardando sus preceptos, especialmente el del amor fraterno. Participando de la luz, participamos de la vida de Dios y nos unimos a Él, al mismo tiempo que nos unimos a los demás fieles. Para la comunión con Dios es indispensable la comunión con los fieles que creen en Jesucristo y observan sus palabras. Porque, si los cristianos están unidos entre sí, es gracias a la participación que tienen en la vida del Padre. La unión mística con Dios y entre los fieles es la consecuencia del caminar en la luz. San Juan insiste en esta idea para oponerse a los herejes, que se gloriaban de una unión personal e inmediata con Dios.
En el v.3 ya nos ha hablado San Juan de la unión saludable con Dios y con Jesucristo mediante la comunión previa de los fieles con los apóstoles. Para tener comunión con Dios hace falta antes tener comunión con los fieles. "La comunión eclesiástica -dice A. Charue-, asegurada por la fidelidad de todos a las mismas directrices, es la condición y la prenda de la obra auténtica de la gracia en los fieles". Cuando los fieles mantienen esta comunión, entonces la sangre redentora de Jesús tiene su plena eficacia, sobre los cristianos. La sangre derramada en sacrificio expiatorio sobre el Calvario nos purifica de todo pecado. Se trata de la purificación cada día más íntima de las almas que caminan en la luz, pero que no logran evitar todo pecado. El cristiano tiene necesidad de una purificación constante de las malas inclinaciones y de los pecados actuales que continuamente comete. Jesucristo, derramando su sangre en la cruz, satisface por nuestros pecados y nos merece su perdón.
La importancia de la sangre de Cristo en la obra de la salvación parece haber impresionado vivamente a San Juan. En el Apocalipsis ensalza el poder expiatorio de la sangre del Cordero inmolado por los hombres.
El apóstol, probablemente, se vio obligado a insistir sobre el misterio de la sangre redentora, porque herejes como Cerinto le negaban toda eficacia salvadora, ya que enseñaban que Jesús no era Dios. San Juan afirma categóricamente que es la sangre del Hijo de Dios, porque, al hacerse hombre y tomar la naturaleza humana, a causa de la unidad de persona, se puede llamar con razón sangre del Hijo de Dios. De aquí procede su eficacia expiatoria y salvadora.
1Jn 1, 8-1Jn 2, 2. Romper con el pecado
El apóstol, que ha dicho que la sangre de Cristo nos purifica de todo pecado, quiere ahora mostrar que todos tenernos necesidad de purificación. Ciertos herejes o algunos miembros descarriados de la Iglesia debían de sostener que no cometían pecados. Los gnósticos, sobre todo, se dejaban llevar de una orgullosa autosuficiencia y afirmaban que el creyente que llegaba a la gnosis no pecaba.
A esos pretenciosos declara San Juan que quienquiera que tal piense no está guiado por la verdad, sino que es víctima del propio engaño. Nadie puede afirmar que está libre de pecado. La universalidad del pecado es una doctrina que se encuentra ya en el Antiguo Testamento y es reafirmada en el Nuevo Testamento y definida por el concilio de Trento.
Parece ser que San Juan se refiere -como se deduce del contexto (v.9)- a pecados personales, actuales, graves o leves, todavía no perdonados. Aún no han sido perdonados porque hay que confesarlos, y son pecados personales y actuales por el hecho de que todos caemos en muchos pecados. El concilio Milevitano II da la interpretación de los v.8 y 9 contra los pelagianos, declarando excomulgado al que interpreta las palabras de San Juan simplemente como una expresión de humildad y no como la afirmación de una verdad.
El que realmente pretenda no tener pecado, se engañará a sí mismo y la verdad no estará en él (v.8). La autosuficiencia lleva también al autoengaño. Al pretender ser impecables, nos seducimos, nos engañamos a nosotros mismos. Y al obcecarnos no podremos ver la verdad.
En lugar de negar los pecados hay que reconocerlos y confesarlos (v.9). De la misma manera que en la epístola de Santiago, también aquí parece referirse San Juan a una práctica de confesión en uso entre los judíos, corno lo fue también muy pronto entre los cristianos. Muchos autores han querido ver en este versículo de la 1Jn una alusión a la confesión sacramental, ya que es el mismo San Juan quien recuerda el poder de perdonar los pecados conferido a los apóstoles. Existiría entre nuestro pasaje y el texto evangélico un paralelo verbal evidente. Según esto, se podría ver aquí una alusión a la confesión sacramental, pues San Juan sabía que los apóstoles habían recibido el poder de perdonar los pecados.
Sin embargo, la exégesis antigua (Teofilacto, Ecumenio, San Agustín, San Beda) ha visto aquí únicamente la acusación humilde e interior de los pecados delante de Dios. El concilio Tridentino, al hablar de la institución del sacramento de la penitencia, aduce 1Jn 1, 9 junto con St 5, 16, pero sin definir el sentido exacto de los textos. A partir del siglo XVII, muchos teólogos, siguiendo a San Roberto Belarmino, han visto en este versículo de la 1Jn una mención de la confesión sacramental. Esto tal vez sea precisar demasiado y dar al pensamiento de San Juan más de lo que en realidad contiene. Probablemente sería más exacto decir que el apóstol afirma la necesidad de confesar nuestros pecados, pero sin especificar el dónde y cómo.
Dios otorga el perdón de los pecados a aquel que sincera y humildemente pide perdón, porque Dios es fiel y justo. Es decir, Dios se muestra justo, porque sus sentencias son siempre justas; y es fiel, porque siempre cumple lo prometido. Dios es misericordioso para con el que llora sus pecados y, al mismo tiempo, muestra su justicia al dar a cada uno lo merecido. Dios desea que confesemos nuestros pecados para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad. Esta es la intención misericordiosa de Dios. Este perdón nos ha sido conseguido por la sangre redentora de Cristo.
Todos somos pecadores e incurrimos continuamente en pecados aun después de la justificación. Decir lo contrario sería tratar a Dios de mentiroso (v.10), pues repetidas veces se afirma en la Sagrada Escritura que el hombre es pecador. El hombre que no se reconoce culpable se priva de la luz que le comunicaría la palabra de Dios, la enseñanza divina del Evangelio, que es la que confiere al alma la verdad y la hace verdaderamente libre. El apóstol se refiere a toda clase de pecados actuales.
El hecho de que todos los hombres sean pecadores es una consecuencia de la fragilidad humana. Sin embargo, esto no autoriza para dejarse llevar del pesimismo una vez que se ha tenido la debilidad de pecar. El apóstol ofrece a los pecadores la esperanza del perdón, porque tenemos un abogado ante el Padre, a Jesucristo, justo (1Jn 2, 1). Este abogado defensor, intercesor y mediador es el mismo Cristo, ofrecido como víctima por nuestros pecados. El cristiano que se esfuerza por seguir a Jesucristo y conoce su propia fragilidad, debe recurrir constantemente al abogado que tenemos ante el Padre y a su sangre propiciatoria.
Cuando Jesús anunciaba a sus discípulos que volvía al Padre, les prometió otro defensor (Paráclito), con lo cual declaraba que El mismo era también un abogado defensor. San Juan lo dice explícitamente en este pasaje de la 1Jn. Cristo es defensor porque intercede ante el Padre en favor de los pecadores. La doctrina tan consoladora de la intercesión de Cristo en el cielo formaba parte de la catequesis primitiva. El autor sagrado recuerda a los fieles la inclinación al pecado que experimenta todo mortal; pero, al mismo tiempo, les hace ver que, si por desgracia caen en pecado, tienen un abogado en el cielo que intercede por ellos. De este modo les indica el camino a seguir. No sólo el pecador habitual tiene necesidad de acudir a Cristo, sino también el que ha cometido un solo pecado. La intercesión de Jesucristo por los pecadores no se dio una sola vez para siempre, sino que continuamente está ejerciéndola en favor nuestro. Y esta mediación la lleva a cabo ante su Padre. El término Padre muestra que no se trata de un juez severo, sino de un Padre amoroso que está dispuesto a escuchar con complacencia la intercesión de su Hijo.
Jesucristo abogado es llamado justo porque en El no hay pecado, es la santidad misma, el Hijo de Dios. Por el hecho de ser justo puede defender eficacísimamente al pecador ante el Padre justo. Este adjetivo justo parece hacer referencia a la eficacia de la intercesión de Jesucristo.
Cristo no sólo es abogado, sino también la propiciación por nuestros pecados (v.2). El término abstracto propiciación (??asµ??) parece empleado para significar una situación definitivamente adquirida de víctima, una función tan propia de Jesucristo, que viene como a definirle. Cristo es llamado propiciación por los pecados en cuanto que ha derramado su sangre por nuestros pecados y por su sacrificio nos ha reconciliado con Dios. Por el hecho de que Cristo se ofreció a sí mismo en sacrificio expiatorio, ahora puede aplacar al Padre presentando su sangre derramada por nuestros pecados. Jesucristo se está ofreciendo continuamente al Padre por los pecadores. Se trata de algo permanente y que se repite incesantemente. Cristo, por el hecho de ser justo, está siempre presente ante el Padre como propiciación para interceder por nosotros.
Ya San Pablo había dicho que Cristo era un ??ast?????, un medio de propiciación procurado a los hombres por el mismo Dios. El término ??ast????? traduce en los LXX el hebreo kaphoreth, que designa la tapa del arca de la alianza. El kaphoreth simbolizaba la presencia especial de Yahvé en medio de su pueblo. Por eso era considerado como el centro del culto mosaico, como el lugar donde el sacrificio de la Expiación obtenía toda su eficacia, aplacaba a Dios y le volvía propicio. En el Nuevo Testamento, es decir, en el sacrificio de la cruz, Cristo es para siempre nuestro propiciatorio, el medio de toda propiciación. Jesucristo realiza en su persona la propiciación que figuraba típicamente el kaphoreth del arca, rociado con la sangre de las víctimas expiatorias. El autor sagrado debía de pensar, sin duda, en las purificaciones mosaicas por medio de la sangre de las víctimas y la intercesión del sumo sacerdote el día de la Expiación. Todo eso lo realizó de un modo extraordinario y maravilloso Jesucristo en su pasión y muerte, y lo sigue realizando todos los días en el cielo.
La expiación de Cristo es eficaz no sólo para los pecados de los cristianos, sino para los del mundo entero. La propiciación de Jesucristo alcanza a todo el mundo sin limitaciones de razas ni de tiempos. Todos los hombres tienen, por lo tanto, la posibilidad de salvarse, con tal de que sepan aprovecharse del perdón que se les ofrece. San Juan insiste sobre la universalidad de la redención, sin restricción alguna de espacio y de tiempo. Al afirmar la voluntad salvífica de Dios en favor de todos los hombres, tal vez el autor tuviese presente el error de aquel gnosticismo que reconocía la eficacia del sacrificio de Cristo, pero sólo en favor de los buenos o espirituales.
1Jn 2, 3-11. Observar los mandamientos
El apóstol, por vía de contraste, muestra quiénes son los hijos de Dios y los hijos del diablo. Y describe las realidades fundamentales que los separan. Para ser verdaderos cristianos no hemos de limitarnos a evitar el pecado, sino que es necesaria la práctica de los mandamientos. El criterio que indicará si los hombres conocen a Dios será la observancia de los mandamientos que el Señor ha inculcado en el Evangelio. Sobre todo, el precepto del amor fraterno. No es suficiente huir del pecado, sino que es necesario guardar sus mandamientos (v.3). Porque el verdadero conocimiento de Dios no es teórico, sino práctico. No debemos conocer a Dios sólo especulativamente, a la manera de los filósofos, sino con una fe viva que se apodere de todo el hombre para unirlo eficazmente a Dios y le sirva de regla en su vida moral. El verbo conocer puede tener dos significaciones: o bien designa el acto de saber, o bien la experiencia que se tiene de algo por el hecho de estar unido a ello. En nuestro texto encontramos ambas significaciones. El conocer del v.3 tiene el sentido de "saber"; en cambio, el conocer del v.4 supone más bien la idea de "estar unido." La comunión con Dios será tanto más íntima cuanto más íntimamente se le conozca. Por eso, conocer a Dios -como afirma el ?. ?. E. Boismard- implica una participación en la vida divina y es equivalente a estar en comunión con Dios.
San Juan pone en conexión el conocimiento de Dios y la práctica de los mandamientos. Otro tanto hace Santiago al hablar de la unión de la fe y de las obras, y San Pablo, cuando nos dice que lo que tiene valor en la vida cristiana es la fe actuada por la caridad. Son conceptos equivalentes, que sirven para distinguir al verdadero fiel del hereje, del cual va a hablar. La enseñanza de San Juan contra los gnósticos es clara: el conocimiento meramente especulativo de Dios que no lleve consigo la práctica de los preceptos, no vale nada. No hay conocimiento verdadero de Dios ni comunión íntima con Él si no conformamos nuestra voluntad con la de Él. La obediencia a los mandamientos divinos nos demostrará que conocemos verdaderamente a Dios.
El que pretenda conocer a Dios sin observar sus mandamientos es un mentiroso (v.4). Es de la misma calaña que aquel que camina en las tinieblas y, sin embargo, se cree en comunión con Dios. El apóstol seguramente se refiere a los falsos doctores, que se gloriaban de su ciencia, pero descuidaban los deberes más sagrados de la vida cristiana. Con la disculpa de la libertad alcanzada por la iluminación de la gnosis, daban rienda suelta a sus pasiones más bajas. Su moral era prácticamente el libertinaje y la rebelión contra los preceptos evangélicos. Por eso, el apóstol los trata de embusteros, porque su gnosis es falsa, ya que no poseen la gracia divina, que es la única que capacita para el verdadero conocimiento de Dios. "El verdadero conocimiento -dice J. Chaine- termina en el amor; y este amor se realiza de una manera perfecta en la práctica de los mandamientos. La obediencia a la palabra de Dios supone una serie de actos y de esfuerzos por los cuales el amor se afirma y se perfecciona". Este amor es el que los fieles tienen por Dios y no el amor que Dios tiene por los hombres. A no ser que San Juan hable del amor de Dios en un sentido más alto, comprendiendo ambos aspectos, ya que la caridad "se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (amor increado de Dios) que nos ha sido dado".
San Juan da a la caridad la primacía sobre el conocimiento, como San Pablo se la da sobre la fe.
En el v-5 se contrapone al falso cristiano la figura del cristiano auténtico, que cumple y guarda la palabra divina. La expresión guardar su palabra implica un concepto más amplio que guardar sus mandamientos. La palabra de Dios, a la que hace referencia aquí San Juan, abarca toda la revelación y no tan sólo algunos preceptos de esa revelación. El cristiano que se deja guiar por la palabra de Dios, demuestra que en él la caridad es verdaderamente, perfecta. Ese es el auténtico creyente. Porque conocer verdaderamente a Dios y amarlo, es permanecer en Él. Y para permanecer en Él hay que practicar los mandamientos, los cuales alcanzan su perfección en la caridad, en la imitación de Cristo. La imitación de Cristo es la más alta norma de vida cristiana (v.6). La caridad, en nuestra epístola, es una realidad sobrenatural que Dios ha dado al hombre. Es una verdadera participación del amor increado de Dios. La misma esencia divina es caridad, como es sabiduría y bondad. Por eso, la bondad por la que formalmente somos buenos es una participación de la divina bondad. Así también la caridad, con la cual formalmente amamos al prójimo, es cierta participación de la divina caridad.
El cristiano obediente a los preceptos divinos posee en toda su autenticidad la verdadera caridad. El fiel ha de manifestar con sus obras que posee realmente la caridad, el amor de Dios. Jesucristo, nuestro modelo, ha cumplido también la voluntad de su Padre, ha guardado sus mandamientos y nos ha dado ejemplo para que nosotros le imitásemos. El cristiano que quiera permanecer en Dios ha de imitar a Cristo. Si esto hace, conocerá que está en Dios. Permanecer en es sinónimo de estar en, expresiones joánicas que designan la inhabitación de Dios en el cristiano y la inmanencia de éste en Dios. La última de las expresiones indicadas, estar en, equivale a la frase paulina in Christo lesu.
El cristiano que permanezca en Cristo y Cristo en él podrá ir transformándose y uniéndose de modo tan íntimo a Dios como los sarmientos están unidos a la vid. Pero para conseguir esta permanencia en Cristo ha de imitarlo -andar como El anduvo- lo más exactamente posible. Según esto, la imitación de Cristo, criterio de la comunión con Dios, corresponde a la práctica de los mandamientos, criterio del conocimiento y del verdadero amor de Dios.
La imitación de Cristo impone al cristiano la práctica del amor fraterno. Este precepto es antiguo (v.7) desde el punto de vista de los fieles, que lo habían recibido durante su preparación bautismal. Por eso no constituye ninguna novedad para ellos. Es tan antiguo como el Evangelio de Jesucristo, que hacía más de sesenta años que había sido predicado en Palestina. Por otra, parte, el precepto del amor fraterno puede considerarse como nuevo (v.8), pues así lo llamó el mismo Cristo cuando en la noche de la última cena dijo a sus discípulos: "Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado". Es nuevo porque Jesús lo proclamó en toda su amplitud: amor fraterno a todos los hombres. Es nuevo por el espíritu y modalidad que Cristo le ha infundido: lo enseñó con su palabra y su ejemplo de modo tan sublime, que no se podrá presentar jamás otro caso semejante. Es nuevo porque demuestra la originalidad de la doctrina de Cristo y servirá para distinguir a los discípulos de Jesús. Es nuevo, en una palabra, en el mismo sentido que su doctrina. Jesucristo está en el centro de este mandamiento y le confiere toda su novedad. Antes de la venida de Cristo ya existía este precepto; pero no se practicó con el vigor, la extensión y ejemplaridad con que lo hizo Jesús. Cristo no sólo promulgó el mandamiento del amor, sino que fue la encarnación viviente y el ejemplo insuperable de amor al prójimo.
La transformación iniciada por el precepto del amor fraterno va ganando poco a poco las almas que se convierten. De este modo van desapareciendo las tinieblas y aparece ya la luz verdadera (v.8b). Las tinieblas son los errores, el odio que predicaban el paganismo y los hombres malvados, y que constituyen una fuente de tantos crímenes. La luz es la verdad del Evangelio, el precepto de la candad, que cada día brilla con más resplandor, en contraste con la falsa luz del gnosticismo. Aquí aparecen frente a frente luz y tinieblas, formando un dualismo vigoroso que es bastante frecuente en San Juan. Esos dos términos designan metafóricamente dos mundos opuestos: el mundo de la vida divina, de la gracia, de la salvación, y el mundo del pecado, de la muerte, de la condenación.
El poder vivificante de la luz evangélica va avanzando entre las tinieblas merced al ejemplo sublime que nos dio Cristo al morir por nosotros sobre el madero de la cruz. El nuevo precepto de la caridad que El nos dio, cuando se cumple de una manera perfecta, ahuyenta las tinieblas del odio y del error.
Por eso, faltar a la caridad es faltar a la obligación principal impuesta por la fe cristiana. El que odia a su hermano está todavía en las tinieblas aunque pretenda estar en la luz (v.9). No ha comprendido el precepto nuevo del amor al prójimo, porque el que odia al hermano muestra que no se mueve por motivos de fe y de caridad, sino por puro egoísmo, como los que viven en las tinieblas del paganismo. El precepto de la caridad, que se inspira en el amor de Jesús, rige principalmente las relaciones entre los cristianos, entre los hermanos en la fe. San Juan considera la práctica del amor fraterno como condición indispensable para permanecer en la comunión con Dios.
El apóstol piensa en el odio de los falsos cristianos contra los cristianos fieles. El término hermano no suele designar en San Juan al prójimo en general, sino más bien a los miembros de la Iglesia cristiana. Pero como Cristo es la luz del mundo, que ha venido para salvar a todos los hombres, la fraternidad cristiana desborda la comunidad para alcanzar a todos los hombres, que pueden llegar a ser hermanos.
Aunque un hombre se haya convertido al cristianismo y se haya bautizado, si tiene odio a su hermano, permanece aún en las tinieblas. No ha logrado todavía salir de las tinieblas morales, del dominio de Satanás. Por el contrario, el que ama a su hermano permanece en la luz (v.10), es decir, en Dios (cf. v.6), porque Dios es luz. El que ama camina por buena vía, porque la luz le ilumina, y no tropezará con ningún obstáculo que le haga caer. Para San Juan, el amor, la caridad, no sólo es una virtud, sino más bien constituye un estado en el que ha de moverse el cristiano. El objeto de ese amor es el hermano, el cristiano fiel. El apóstol del amor nunca habla de la caridad hacia el prójimo, sino de la caridad hacia el hermano. Sin embargo, aunque hermano tenga un valor restringido en este lugar, virtualmente tiene un alcance universal. La caridad hacia el prójimo implica la caridad hacia el hermano. Y la caridad fraterna supone virtualmente la caridad hacia el prójimo. A propósito de esto dice muy bien el P. Huby: "Hablar aquí del particularismo de San Juan, de los límites restrictivos que impone en ágape Por el hecho de recomendarlo directamente a los fieles entre sí, es atribuirle sin razón alguna la idea de la Iglesia corno de una sociedad estática y la concepción del ágape como de una virtud reservada exclusivamente a la comunidad cristiana, cuando en realidad es un impulso que tiende a alcanzar a todos los hombres, a ejemplo de Cristo, Salvador del mundo, que se ha hecho víctima expiatoria no sólo por nuestros pecados, sino por los de todo el mundo (1Jn 2, 2; Jn 3, 17)".
San Juan, por el hecho de dirigirse a los cristianos, pone como objeto de la caridad, no el prójimo ni el enemigo, sino el hermano en la fe, o sea, todos los que pertenecen al mundo de la luz. En el reino de la luz no existe ningún lazo que nos pueda hacer caer, porque el que camina en la luz ve el obstáculo y puede evitarlo. En cambio, el que odia a su hermano tiene una trampa puesta a sus pies (v.11). Porque el odio ofusca, ciega la conciencia y le impide juzgar rectamente. El que se deja guiar por la ciega pasión del odio no sabe a qué precipicios puede ser llevado. Ya que el odio puede ir cegando cada día más su conciencia y endureciendo su corazón hasta llevarlo a la perdición.
San Juan va precisando su pensamiento en frases paralelas y rítmicas (v.9-11), como ya había hecho en 1Jn 1, 8-9; 1Jn 2, 3-4.
1Jn 2, 12-17. Hay que guardarse del mundo
Los v.12-14 forman una breve sección, que consta de dos períodos tripartitos, los cuales se corresponden exactamente. Constituyen una exhortación dada a los fieles, y que sirve, al mismo tiempo, de introducción a la advertencia sobre el mundo (v.15-17).
El término hijitos (te???a) -en el v.14 emplea la expresión niñitos (pa?d?a)- parece designar aqu?, como en 1Jn 2, 1; 1Jn 3, 7.18; 1Jn 5, 21, a todos los fieles, a los que se dirige San Juan sin ninguna referencia a edad o posición en el seno de la comunidad cristiana. Ambas expresiones son términos de cariño, usados con frecuencia por el anciano apóstol al dirigirse a todos sus cristianos queridos. San Juan se dirige, pues, a toda la comunidad para exhortarla y alentarla. Así entendidos los términos hijitos, niñitos, se justifica plenamente el orden de cada período. Primero se dirige a la comunidad cristiana entera, después a los mayores y, por fin, a los jóvenes.
El apóstol les escribe porque conoce que sus lectores son buenos cristianos, que tienen su alma purificada por haber obtenido la remisión de sus pecados por su nombre. El nombre por cuya virtud han obtenido el perdón de los pecados es el de Jesús, víctima propiciatoria, que, habiendo derramado su sangre sobre la cruz, fue constituido Mediador entre Dios y los hombres. Jesucristo, nuestro Redentor, fue el que les consiguió esta gracia, quitando los obstáculos que pudieran oponerse a su unión con Dios. El discípulo amado tranquiliza a sus lectores diciéndoles que sus pecados les han sido perdonados. Y la razón de tranquilizarlos es la unión que mantienen con Cristo. Al perdón de los pecados por el nombre de Jesús sigue la comunión de vida con Dios.
El apóstol supone a continuación que los más avanzados en edad -los padres- han crecido más en virtud, porque conocen desde su conversión al que es desde el principio (v.13), es decir, al Verbo encarnado. Este conocimiento de los padres es el que va acompañado de la práctica de los mandamientos y acaba en la unión con el objeto conocido, en el amor de Dios.
Después, dirigiéndose a los jóvenes (?ea??s???), les alaba por haber conseguido la victoria sobre el diablo, probablemente dominando sus pasiones y practicando la virtud. No solamente han logrado librarse del mundo de las tinieblas, sino que se mantienen en la virtud, luchando victoriosamente contra las pasiones, que en los jóvenes se manifiestan con mayor violencia. La lucha es propia de los jóvenes, así como el conocimiento es propio de los adultos y de los ancianos.
En una segunda serie de proposiciones (v.14) se dirige de nuevo a los niños, a los padres y a los jóvenes, repitiéndoles lo ya dicho anteriormente. En esta segunda serie, San Juan cambia de tiempo: en lugar del yo escribo de los v. 12-13, tiene el aoristo, yo escribí. ¿Por qué este cambio? La mejor explicación es la que ve en ese aoristo un aoristo epistolar o literario: el autor se coloca con el pensamiento en el momento en que los destinatarios han de leer su escrito. Es un artificio literario que emplea San Juan para evitar la repetición monótona. El aoristo epistolar es equivalente al presente, empleado ya en la primera serie de proposiciones.
El apelativo niños o niñitos (pa?d?a) hace referencia, como en el v.12, a todos los cristianos, a los cuales se dirige San Juan. Sin embargo, aquí ya no habla de la remisión de los pecados por el nombre de Jesucristo, sino de la posesión de la verdad espiritual por medio ¿el conocimiento que han tenido y tienen del Padre. Con todo, el autor sagrado se expresa desde el mismo punto de vista de la comunión con Dios.
A los padres les dice exactamente lo mismo que en el v.13. No obstante, ésta no es razón suficiente para suprimir dichas frases, como lo hacen algunos códices y la Vulgata. Los cristianos ya adultos conservan la comunión con el Padre, al cual han aprendido a conocer y amar desde hace tiempo.
La segunda alocución dirigida a los jóvenes es ampliada respecto de la primera. Les escribe porque se han mostrado fuertes en el espíritu. Son fuertes en la lucha espiritual entablada contra Satanás, sobre el cual han obtenido ya la victoria. Y esa victoria la han logrado porque la palabra de Dios, el Evangelio vivido por los cristianos, está siempre actuando en sus corazones y se convierte en principio de fuerza moral y de santidad. Al mismo tiempo, la palabra de Dios que los fieles viven profundamente va acompañada de la comunión vital con Cristo. En este sentido, la palabra de Dios es sinónimo de gracia, que actúa en el interior de los cristianos, los dispone para la unión con Dios, y la realiza.
Los cristianos pertenecen, por consiguiente, a un orden extraordinariamente elevado: han sido llamados a la santidad. Y su salvación es asegurada, por el conocimiento y por la comunión vital que conservan con Cristo y con el Padre. De ahí que el apóstol les exhorte, en el v.15, a evitar todo lo que se opone a la alta condición de los fieles de Jesucristo. No sólo han de huir del maligno, sino que también han de luchar contra el mundo y sus concupiscencias.
San Juan se dirige a todos los fieles: No améis. Y pone ante su consideración una consecuencia evidente: si han vencido al maligno, han de permanecer en una separación radical del mundo perverso, cuyo príncipe es Satanás. El mundo, en la terminología joánica, designa a la humanidad enemiga de Dios: al reino de Satanás con sus doctrinas perversas, sus errores y sus pecados. Para guardar los mandamientos y permanecer en el amor de Dios hay que renunciar al amor del mundo. Porque, como dice el apóstol Santiago, "la amistad del mundo, es enemiga de Dios. Quien pretende ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios". La incompatibilidad del amor de Dios y del amor del mundo es tan radical, que muy bien se puede decir: el amor del mundo implica la privación del amor de Dios. El amor del mundo no puede existir en el corazón de un cristiano que conoce y ama a su Padre celeste. La idea de la oposición radical entre Dios y el mundo con todo lo que le pertenece formaba parte de la catequesis apostólica, siendo una de sus enseñanzas más constantes.
El que se deja seducir por el mundo y por sus placeres, no puede tener en sí, no puede estar en él la caridad del Padre (v.15). San Juan no prohíbe amar las cosas que hay en el mundo material; lo que prohíbe es que se amen desordenadamente. La caridad del Padre tiene sus objetos determinados, que los cristianos no pueden modificar ni alargar. El ágape es más que una virtud, es una vida y como una nueva naturaleza que nos incorpora al mundo de lo divino. Esta es la razón de que el amor del mundo y el amor del Padre sean incompatibles. El amor del mundo no puede coexistir con el amor de Dios. El cristiano ha sido engendrado por Dios a nueva vida, y no puede tener otro amor que el que recibe de Dios. Por eso ha de ser incapaz de amar lo que Dios no ama o lo que no le ofrece algo de la presencia de Dios. A este propósito dice muy bien San Agustín: "Todo lo que hay en el mundo, Dios lo ha hecho.; pero ¡ay de ti si tú amas las criaturas hasta el punto de abandonar al Creador! Dios no te prohíbe amar estas cosas, pero te prohíbe amarlas hasta el punto de buscar en ellas tu felicidad. Dios te ha dado todas estas cosas. Ama al que las ha hecho. Un bien mayor es el que El quiere darte, a sí mismo, que ha hecho estas cosas. Si, por el contrario, tú amas estas cosas, aunque hechas por Dios, y tú descuidas al Creador y amas al mundo, ¿acaso no será juzgado adúltero tu amor?". Y poco después vuelve a decir el obispo de Hipona: "¿Amas la tierra? Tierra eres. ¿Amas a Dios? ¿Qué diré? ¿Eres Dios? No me atrevo a decirlo por cuenta propia. Oigamos las Escrituras: Yo he dicho: Sois dioses e hijos del Altísimo".
A continuación el apóstol precisa las cosas del mundo que el cristiano ha de aborrecer. Tres cosas principalmente hacen que el corazón del hombre se aleje de Dios: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida (v.16). La expresión concupiscencia (ep???µ?a) de la carne significa los deseos que emanan de la carne, es decir, de la naturaleza humana corrompida, como el comer, el beber, el procrear, buscados de una manera desordenada, para usar y servirse de ellos en la medida establecida por Dios, sino para abusar de ellos. La frase de San Juan no designa, pues, lo que nosotros llamamos hoy día las pasiones de la carne. Abarca más bien todos los apetitos y deseos propios de nuestra complexión corporal: la lujuria en primer lugar, pero también los apetitos desordenados de la bebida, de la comida, de los placeres mundanos, la aspiración al bienestar sensible, al dolce farniente, el gusto por las emociones fuertes.
La concupiscencia de los ojos se refiere a la mala inclinación existente en el hombre de servirse de los ojos para cometer pecados. Los ojos son las ventanas del alma, y a través de estas ventanas entran las mayores excitaciones, que incitan al alma al mal. Los rabinos llamaban a los ojos "los proscenios de la lujuria". La concupiscencia de los ojos no hay que restringirla, como han creído muchos autores, al dominio de la lujuria, ni todavía menos a la codicia de los bienes terrenos. Abarca todas las malas inclinaciones que son atizadas por la vista; los deseos desordenados de verlo todo: espectáculos, teatros, circos, revistas, boxeo, e incluso cosas ilícitas, por la vana curiosidad o el placer de verlo todo. En tiempo de San Juan era frecuente contemplar en los anfiteatros visiones crueles y espeluznantes que un cristiano no podía aprobar.
El orgullo (a?a???e?a) de la vida dice relación a la vanidad y al deseo desenfrenado de honores, a la ostentación orgullosa de todo aquello que se posee y sirve para la vida. Es la jactancia de los bienes terrenos, de las riquezas y de la fortuna. Es la idolatría del propio yo, la autosuficiencia, que le lleva a no buscarse más que a sí mismo. El hombre tentado por el orgullo de la vida desea y busca el fasto, el lujo excesivo, la exaltación de la propia persona. Implica también la vanidad más vulgar, provocada por el poder que parece conferir la posesión de muchos bienes terrenos.
Este es el peligro real de las riquezas. Por eso, Jesucristo en el Evangelio nos exhorta -especialmente en el evangelio de San Lucas- a estar en guardia contra el peligro de las riquezas.
Algunos padres de la Iglesia afirman que de estas tres concupiscencias derivan, como de tres raíces, todos los pecados. Los tres votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia se oponen a estas tres concupiscencias.
Todas estas pasiones que se encuentran en el mundo es evidente que no provienen del Padre, no se inspiran en su espíritu. Tales concupiscencias proceden del mundo, es decir, del desorden que el pecado ha introducido en toda la creación. Por eso, el cristiano, engendrado por Dios, no ha de tener otro amor que el del Padre. El amor del Padre tiene sus objetos determinados, que sus hijos no pueden cambiar. Los fieles, nacidos de Dios, están en plena dependencia de Él, unidos a Él de pensamiento y de corazón por la caridad. En consecuencia, rio podrían dejarse arrastrar por lo que les es radicalmente opuesto, porque amar es conformarse a la voluntad divina y adoptar los objetos de su caridad.
Por lo tanto, amar el mundo y sus cosas es una locura, porque el mundo pasa, y también sus concupiscencias (v. 17); en cambio, el fiel que cumple la voluntad de Dios participa de su eternidad. La fugacidad de las cosas mundanas es un motivo más para evitar el amor del mundo. Por el contrario, el que pone en práctica los mandamientos -el que hace la voluntad de Dios- ése posee la vida eterna. La comunión con Dios, que se realiza aquí mediante la gracia, se perpetuará en el cielo, en la comunión de la gloria eterna.
1Jn 2, 18-28. Desconfiar de los anticristos
El apóstol exhorta a los cristianos a permanecer fieles en la comunión cristiana ante el gran peligro que les amenaza. Porque los anticristos ya están en el mundo (v.18). Son los herejes que se esfuerzan por apartar a los fieles de Cristo. La aparición de estos seductores y anticristos es señal de que la hora de la parusía está próxima. El tema de la proximidad de la parusía era una doctrina enseñada en toda la Iglesia primitiva.
San Juan es el único escritor del Nuevo Testamento que emplea el nombre de anticristo. Con este término quiere designar a los falsos cristos y falsos profetas que, según la enseñanza de Cristo y de los apóstoles, habían de aparecer como precursores de la parusía y del fin del mundo. San Pablo nos habla del hombre de pecado, del hijo de perdición, pero no usa el término anticristo. Por eso no podemos determinar si esta expresión es anterior o posterior a San Pablo. San Juan considera al anticristo como un adversario de Cristo, como un enemigo de Dios, como un usurpador, que trata de embaucar a los hombres presentándose como mesías.
San Juan advierte a sus lectores que en el mundo existen ya muchos anticristos, conforme a la predicación de nuestro Señor. Son todos aquellos que se oponen a Jesucristo y a su doctrina. Son todos los impostores, los falsos profetas y falsos mesías, que circulan por un lado y por otro difundiendo falsas doctrinas contra la divinidad de Jesucristo. De la existencia de muchos anticristos, los fieles han de concluir que ésta es la hora postrera (v.18). La expresión no ha de tomarse literalmente, como si se tratase del tiempo inmediatamente anterior al juicio. San Juan no quiere decir que la venida del Señor sea inminente. Se propone simplemente afirmar que la última fase de la historia humana, la decisiva, que se extiende desde la encamación de Cristo hasta la segunda venida, ya ha comenzado. El apóstol no se pronuncia sobre el momento de la parusía. El Apocalipsis da pie para suponer que San Juan pensaba que antes del fin del mundo habían de verificarse muchas cosas.
Nuestro Señor había anunciado, como ya hemos insinuado, que el fin del mundo sería precedido por la aparición de pseudocristos y de pseudoprofetas. El término anticristo de San Juan recapitula estos diferentes personajes que se oponen al reino mesiánico. El apóstol parece designar con el nombre de anticristos (en plural) una colectividad. Si bien en 2Ts 2, 1-12 el adversario aparece bajo los rasgos de un individuo, en la 1Jn es más bien un grupo de herejes, de adversarios de Cristo. En el Apocalipsis se trata también de potencias políticas y religiosas contrarias a la doctrina de Jesucristo. San Pablo -según la sentencia de varios autores- habría cambiado de opinión al final de su vida, considerando al anticristo como una colectividad herética en lugar de un individuo. La idea de un anticristo individual y la de un anticristo colectivo parece ser de origen judío. Sin embargo, el P. Bonsirven afirma que "la literatura judía no conoce un anticristo personal." Con todo, hay textos que parecen decir lo contrario. Desde luego, el texto de la 1Jn muestra con bastante claridad que San Juan piensa en una colectividad. La frase: os digo ahora que muchos se han hecho anticristos (v.18), entendida en sentido colectivo adquiere claridad insospechada. El anticristo -personificación de las fuerzas enemigas de Cristo en todas las edades- está ya obrando en el mundo mediante ciertos individuos, que se pueden llamar también anticristos. Por consiguiente, el anticristo colectivo lo constituyen todas las fuerzas humanas opuestas a Jesucristo, que se han manifestado en las persecuciones desencadenadas contra la Iglesia, en las doctrinas y en los escándalos esparcidos por los herejes y apóstatas.
Los anticristos de que habla el apóstol eran los falsos doctores, que antes habían pertenecido a la comunidad a la cual se dirige San Juan. Formaban parte de ella sólo exteriormente, porque no le pertenecían interiormente. No poseían su fe ni su espíritu. Eran falsos hermanos, lobos con piel de oveja. Y la prueba de que no eran verdaderos cristianos está en que no han permanecido con nosotros (v.1q). Su espíritu de hipocresía no era compatible con el Espíritu de verdad que mora en los cristianos. Como miembros muertos del Cuerpo místico de Cristo, se separaron del resto de los cristianos: De los nuestros han salido. Esta separación fue providencial, pues así la comunidad ha sido purificada, y ha desaparecido un peligro grave de contaminación. No se trata de una excomunión, sino de una separación espontánea.
San Juan, al decir que no eran de los nuestros, no quiere significar que quien cae en el error o en el pecado no haya estado antes en la verdad o en la justicia. Lo que quiere decir es que ordinariamente los que caen en el error es que antes no se habían adherido sinceramente a la verdad cíe la fe (Colunga). El cristiano auténtico entra tan de lleno y tan decididamente en la nueva luz divina de Cristo, que de ningún modo puede volverse atrás, contando siempre, naturalmente, con la ayuda eficaz de la gracia. Sin embargo, en el plan divino entra que la doctrina de Jesucristo sea motivo de separación entre los que la reciben y los que la rechazan. Y una tal separación pondrá de manifiesto la fidelidad de los verdaderos cristianos.
En contraste con estos apóstatas están los fieles, que han recibido la unción del Santo y poseen el verdadero conocimiento (v.20), que les permite distinguir el error de la verdad. Unción (???sµa) ordinariamente designa el acto consumado de ungir. Sin embargo, los LXX emplean el término ???sµa para designar el aceite de la unción. Y como la unción con óleo se llevaba a cabo en los reyes, sacerdotes y profetas cuando eran elegidos o consagrados para desempeñar su alta misión, de ahí que el óleo de la unción haya venido a tener un valor simbólico. Los cristianos en el bautismo han recibido una unción sagrada, recibieron al Espíritu Santo. Ese Espíritu divino ejerce sobre los fieles su acción iluminadora y santificadora. Por eso dirá en el v.21 que la unción les proporciona el conocimiento de la verdad; y en el v.27, que la unción les enseña todo. Otro tanto dice Jesús del Espíritu Santo prometido a los discípulos.
El Santo del que procede la unción es el mismo Jesús (cf. v.27). En el cuarto evangelio se nos dice que el Espíritu Santo procede del Hijo, aunque también se afirma que procede del Padre. En realidad, en la unción del cristiano toman parte tanto el Padre como el Hijo.
San Juan escribe a los fieles porque sabe que no están apegados al error (v.21). Ellos, que han sido ungidos con el Espíritu de la verdad, no pueden ignorar la verdad. La verdad es la fe cristiana; la mentira por excelencia es la doctrina de los anticristos. Los que son de la verdad y han sido iluminados por su luz interior, saben que los errores de los anticristos se oponen a la verdad. Los que propalan y defienden una mentira, no pueden ser de Dios ni pertenecer a la Iglesia de Cristo. Si tuvieran algún apego al error, el apóstol no les escribiría, pues estaría separado de ellos, como lo está de los falsos doctores. Les escribe porque está en comunión con ellos.
La mentira que esparcen los anticristos es la afirmación de que Jesús no es el Cristo (v.22). Niegan, por lo tanto, la divinidad de Jesucristo, la filiación divina de Cristo. Bastantes autores ven aquí una alusión probable al error de los ebionitas, herejes gnósticos que concebían a Cristo como un eón que descendió sobre el hombre Jesús en el bautismo y que lo abandonó en el momento de la pasión. En cuyo caso el que habría muerto y resucitado sería tan sólo el hombre Jesús. De donde se deduce que esta herejía negaba la divinidad de Cristo y la redención. Negar que Jesús es el Cristo es lo mismo que negar que es el Hijo de Dios. Y negar al Hijo es también negar al Padre, por la correlación existente entre la filiación y la paternidad y porque el Hijo es la revelación del Padre. El Hijo es inseparable del Padre. Y "nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo". En cambio, el que conoce y confiesa al Hijo está en íntima comunión con el Padre, y tiene en sí al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Una vez que Cristo vino al mundo, no hay comunión posible con Dios sino a través del Hijo. Jesucristo es el único camino que conduce realmente a los fieles a la verdadera unión con Dios".
Después de referirse a los errores cristológicos y trinitarios, San Juan, se vuelve de nuevo a los cristianos para exhortarlos. Lo que han oído los fieles desde el principio (v,24) es la doctrina tradicional de la fe enseñada por los apóstoles. Esa doctrina tradicional ha de permanecer en ellos. Porque la fidelidad a la enseñanza tradicional es condición esencial para permanecer en el Hijo y en el Padre, para conservar la gracia y la comunión vital con la Santísima Trinidad. El apóstol da gran importancia a la tradición, fuente de la revelación. Afirma que la doctrina que recibieron desde el principio es la tradicional de la comunidad, la que siempre se enseñó en la Iglesia por haber sido enseñada por los mismos apóstoles.
La palabra de Cristo es una realidad tan sublime, que el permanecer en ella nos procura el bien supremo: la inhabitación de la Santísima Trinidad en nuestras almas, que es la forma más perfecta de comunión con Dios. La comunión con la Trinidad Beatísima da a los cristianos la seguridad de poseer la vida eterna prometida por Cristo (v.25). Esta vida, coronamiento en la gloria de la unión comenzada sobre la tierra, es presentada como el objeto del mensaje de Jesús. Porque su conocimiento implica el conocimiento de toda la revelación hecha por el Verbo encarnado.
En este pasaje, vida eterna tiene sentido escatológico y designa la gloria prometida. Ordinariamente, para San Juan la vida eterna es la comunión vital con Dios, es la vida de la gracia poseída por los cristianos en este mundo 104. En realidad, gracia y gloria para el apóstol San Juan no son otra cosa que diversas fases, distintos estadios de la gloria definitiva.
San Juan ha escrito estas cosas a los fieles a propósito de los herejes para que estén siempre en guardia contra las insidias y los engaños de los falsos maestros (v.26). Porque si bien están fuera de la Iglesia, permanecen siendo un peligro continuo, ya que tratan de hacer prosélitos. Estos herejes seductores no se limitan a defender sus falsas doctrinas, sino que se esfuerzan por arrastrar a otros a ellas.
Los cristianos, a los cuales se dirige San Juan, no necesitan que nadie les enseñe, porque la unción que de Él han recibido les enseña todo (v.27). El apóstol se refiere a los falsos maestros de los que ha hablado. Los fieles no tienen necesidad que ninguno de esos falsos doctores les instruya. Esto no significa que San Juan aconseje a sus lectores la emancipación de toda autoridad docente. El hecho de haber recibido la unción del Espíritu Santo no les dispensa de la debida sumisión al magisterio eclesiástico. San Juan coloca al lado de la aceptación creyente del mensaje de Jesucristo recibido por tradición la enseñanza interior del Espíritu Santo, que dará a los fieles la certeza subjetiva de su verdad. Es decir, que para San Juan existe, además del magisterio externo de la Iglesia, el magisterio interno del Espíritu Santo. Gracias a la enseñanza dada por la unción de una manera siempre presente y actual, los cristianos pueden permanecer en Cristo.
Este magisterio interior del Espíritu Santo infunde en las almas la luz de la fe, da a los cristianos el gusto y la inteligencia de la verdad revelada y confiere un conocimiento especial de Dios, una verdadera iluminación que introduce al alma en el secreto de los misterios divinos. De este magisterio interior nos hablan ya en el Antiguo Testamento Isaías y Jeremías, y en el Nuevo Testamento, San Juan y San Pablo.
¿Hay fundamento en este v.27 para que Lutero y muchos protestantes opongan la concepción pneumática de la 1Jn a la doctrina católica del magisterio eclesiástico? No hay fundamento alguno, porque San Juan no pretende excluir, sino que más bien supone que en la Iglesia existe un magisterio legítimo y externo. Lo ha afirmado ya claramente en el v.24 al hablar de la doctrina evangélica recibida de los apóstoles. Además de este magisterio externo existe para los fieles que permanecen en comunión vital con Cristo otro magisterio interior, constituido por la misteriosa unción divina. Los fieles han de permanecer en esa comunión con Dios, no siguiendo las doctrinas erróneas de los falsos maestros, sino las enseñanzas de la fe y de la moral que han aprendido en el pasado por boca de los apóstoles.
Cristo es el que ha dado a los fieles la unción del Espíritu, que les enseña todo. Y el Espíritu Santo, a su vez, es el que conduce los cristianos a la comunión con Cristo y los conserva en ella.
El apóstol concluye esta sección insistiendo en su exhortación a permanecer unidos a Cristo (v.28). La expresión ahora puede ser una conclusión lógica de lo que precede o una alusión a la parusía, de la que va a hablar. San Juan invita a los fieles a permanecer en Cristo. El motivo por el cual les invita a permanecer en Él es para estar preparados para el día de la parusía. El Señor se manifestó ya una primera vez al venir al mundo para redimirnos. Esta primera manifestación ha sido, sobre todo, revelación del amor de Dios. Pero habrá otra manifestación gloriosa al final de los tiempos. Será la parusía, la segunda venida de Cristo como Señor y como Juez para dar a cada uno según sus obras. Sin embargo, en esta última manifestación, por muy terrible que sea, se mostrará el amor misericordioso de Dios, que nos debe infundir confianza (pa???s?a) en esa hora suprema. Permaneciendo en Cristo, se posee una feliz confianza; no se siente temor de ser confundido cuando aparezca como Juez supremo. El término pa???s?a designa la libertad llena de confianza con la que el creyente debe presentarse ante Cristo Juez. La idea que tiene San Juan de la parusía es una concepción casi filial y llena de confianza del juicio final.
1Jn 2, 29-1Jn 4, 6. Segunda parte: El cristiano ha de vivir como hijo de Dios
En esta segunda parte de la epístola, San Juan continúa hablando de la unión con Dios, pero la considera bajo el aspecto de la filiación divina de los cristianos. Con diversas imágenes trata de expresar la participación de los fieles en la vida de Dios. Afirma que somos hijos de Dios y que esta filiación es la prueba del amor del Padre para con nosotros (1Jn 2, 29-1Jn 3, 2); los hijos de Dios han de ser santos (1Jn 3, 3-10), han de practicar la caridad fraterna (1Jn 3, 11-24) y guardarse del error (1Jn 4, 1-6).
1Jn 2, 29-1Jn 3, 2. Principio: Vivir como hijos de Dios
La idea de justicia es la que sirve de lazo de unión entre el v.29 y la sección precedente. Los que practican la justicia podrán presentarse con confianza en el día del juicio, porque los justos son realmente los hijos de Dios, nacidos en El a una nueva vida. El cristiano por el bautismo adquiere la filiación divina, la gracia, por la que el hombre se hace partícipe de la naturaleza divina. El ser nacidos de Dios es algo sobrenatural, algo totalmente divino que no puede brotar de la naturaleza humana.
El apóstol dice a los fieles que ellos saben bien que Dios es justo y esencialmente perfecto. De aquí han de sacar la consecuencia: el que ha nacido verdaderamente de Dios y participa realmente de su vida es el que practica la justicia, el que guarda los mandamientos. Y el que practica la justicia, es decir, el que realiza en su vida la ley moral, ha nacido de Dios. El criterio de la filiación divina es la semejanza con Dios, la perfección interior que da al cristiano la gracia. Por eso, dice Jesús en el sermón de la Montaña: "Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial". La razón profunda de todo esto es que, cuando se ha nacido de Dios, se participa de su naturaleza y, por lo tanto, se asemeja a Él.
La imagen del nacimiento aplicada al don de la vida divina se encuentra frecuentemente en San Juan. Ese nacimiento tiene lugar en el bautismo. El nuevo nacimiento del cristiano le confiere el nombre y, en cierto sentido, la naturaleza de hijo de Dios. El amor de Dios es tan generoso, que llega a engendrar al hombre por amor a la vida divina. El cristiano no es llamado hijo de Dios únicamente por una ficción jurídica y extrínseca, sino que es realmente hijo de Dios. La filiación adoptiva entre los hombres consiste solamente en la comunicación exterior de un derecho entre el adoptante y el adoptado. En cambio, la filiación adoptiva divina consiste en la participación de una nueva vida, de una nueva naturaleza semejante a la de Dios, el cual adopta al hombre por medio de un nuevo nacimiento o regeneración. Por eso muy bien puede exclamar San Juan, maravillado al recordar a sus lectores el don extraordinario de la filiación divina: Ved qué amor nos ha manifestado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos en realidad (v.1). Dios nos ha amado tanto, que, no contento con darnos a su Hijo único, nos ha hecho a nosotros mismos hijos suyos por adopción comunicándonos su propia naturaleza. Si tal es la dignidad del cristiano, nada tiene de particular que el mundo no los conozca. Mundo está tomado aquí en sentido peyorativo: designa a los enemigos de Dios. Como nuestra dignidad sobrenatural es una participación misteriosa de la vida de Dios, los que no conocen a Dios tampoco conocerán a los hijos de Dios. Ya lo había anunciado nuestro Señor: Los que han de perseguir a los discípulos de Cristo, "lo harán porque no conocieron al Padre ni al Hijo".
El amor (a??p?) divino es una realidad espiritual que no cae bajo el dominio de los sentidos. Pero aunque sea espiritual es perceptible en sus efectos (?de??) y objeto de la fe. Ved (?de??) evoca una mirada de simpatía, de admiración hacia su objeto, de contemplación jubilosa. "La caridad- dice el P. Spicq-, cuyo objeto somos nosotros mismos, es un amor excepcional, prodigiosamente generoso, que viene del cielo; es decir, su naturaleza no puede ser sino divina". Este amor divino es una realidad existente que Dios nos da (d?d??e?) gratuitamente. El verbo griego acentúa la gratuidad y la realidad de este don divino. Este don concedido por el Padre a los creyentes es Dios mismo, que nos hace partícipes de su naturaleza divina por medio de la gracia y nos hace hijos del mismo Dios. El nacimiento a la vida divina es atribuido aquí al amor (a??p?) del Padre, ese amor maravilloso de Dios con el que ama tiernamente a los cristianos como a sus propios hijos.
Este amor especial del Padre a los discípulos de Jesús se extiende a todos los que aman a su Hijo, a todos los verdaderos cristianos. Ser llamado, en lenguaje bíblico, es equivalente a ser, porque, cuando Dios llama o impone un nombre, realiza lo que ese nombre enuncia. Por consiguiente, los cristianos llamados hijos de Dios lo son realmente. Por eso San Juan añade con énfasis: y lo seamos. Nuestra filiación divina no constituye, por lo tanto, una simple metáfora, sino que es una consoladora realidad.
El apóstol vuelve en el v.2 a interpelar a los fieles para atraer su atención, y les dice: Carísimos, ya somos desde ahora hijos de Dios, aunque todavía no se ha manifestado plenamente lo que hemos de ser (v.2). La dignidad que los cristianos poseen realmente es ignorada del mundo e imperfectamente conocida por los mismos fieles, porque aún no ha producido todos sus efectos. Los misterios divinos sólo los podemos entrever aquí abajo como en enigmas, como a través de un espejo imperfecto, que refleja mal la imagen. Será en el cielo donde los hijos de Dios aparecerán lo que realmente son. Hijos de Dios ya lo somos desde ahora, porque la vida eterna ya mora en nosotros. Pero la filiación divina tendrá su plena expansión solamente en el cielo, cuando los fieles vean a Dios tal cual es. Por la fe ya conocemos nuestra, dignidad de hijos de Dios; más el premio que nos espera en el cielo sólo lo podemos pregustar en esperanza. Cuando aparezca Cristo glorioso en la parusía final o cuando se haya terminado nuestro perfeccionamiento sobrenatural, entonces gozaremos de la visión beatífica y nos haremos semejantes a Él, porque la filiación divina nos descubrirá su inmensa profundidad al conocer mejor nuestra semejanza con Dios. La visión implica una unión consciente y, por lo tanto, más perfecta del alma con Dios. En la visión beatífica, nuestra inteligencia alcanzará la misma esencia de la causa primera. De esta suerte logrará la perfección por la unión con Dios como su sujeto, en el cual únicamente está la bienaventuranza del hombre. En el cielo veremos a Dios "cara a cara" y sin velos, con una visión inmediata, intuitiva, facial.
1Jn 3, 3-10. Romper con el pecado
La esperanza cierta de la visión beatífica es un motivo poderoso para santificarse. La esperanza cristiana es también un don gratuito de Dios. Se funda en la promesa divina y en la realidad de la filiación divina. La idea de que poseen en su alma el don de la gracia divina ha de impulsar a los cristianos a purificarse de toda mancha (v.5). La imagen de la purificación (Nácar-Colunga: "se santifica"), tomada aquí en sentido moral, probablemente se inspira en las ceremonias legales hebreas. Del mismo modo que los hebreos se purificaban con sacrificios y ritos expiatorios para entrar en el templo de Jerusalén, así también los cristianos deben purificarse espiritual e interiormente para entrar en el cielo.
San Juan había dicho en 1Jn 1, 7 que la sangre de Jesús es la que nos purifica de todo pecado. Aquí, en cambio, enseña que el que tiene la esperanza de la visión beatífica, se purifica a sí mismo de los pecados. Sin embargo, no existe contradicción entre estos dos textos. Los cristianos no pueden salvarse sin la gracia y los méritos de Cristo, y, al mismo tiempo, nuestro esfuerzo es también necesario en la obra de nuestra santificación. El cristiano no debe contentarse con una pureza meramente negativa, sino que, para imitar mejor a Cristo, ha de esforzarse por adquirir una pureza positiva, que le hará conformarse más plenamente con Dios. Por eso, si Cristo es santo, es decir, libre de todo pecado, también el cristiano ha de esforzarse por conseguir esa pureza.
La justicia del cristiano es incompatible con el pecado porque el pecado es, por definición, la transgresión de la voluntad divina manifestada en la ley moral (v.4). Nácar-Colunga traduce a??µ?a por transgresión de la Ley, siguiendo el sentido etimológico de la palabra: ilegalidad, violación de la ley. Pero en este pasaje a??µ?a no parece referirse a la ley mosaica. El término a??µ?a tiene en el Nuevo Testamento el significado de iniquidad. Designa un estado colectivo, el de la hostilidad de las fuerzas del mal contra el reino de Dios. Por eso, dice Beda Rigaux: "El Nuevo Testamento entiende por a??µ?a el estado de hostilidad a Dios en que se encuentra el que rehúsa los privilegios hecho a la humanidad por Cristo."
San Juan, siguiendo su costumbre de los contrastes, pone frente a los hijos de Dios -de los que ha estado hablando (v.1-3)- los hijos del diablo. Por el comportamiento moral que tenga cada cristiano podrá saber a qué grupo pertenece: si forma parte del bando de los hijos del diablo o del de los hijos de Dios. Todo el que comete pecado, no sólo comete una acción mala, sino que también obra la iniquidad, revelándose como hijo del diablo y enemigo de Dios. El término a??µ?a = iniquidad, describe, por lo tanto, la realidad espiritual, el estado interior del pecador.
El apóstol aduce a continuación la razón por la cual los cristianos no deben pecar: Cristo vino al mundo para destruir el pecado (?.5). El término pecado está en plural: t?? aµa?t?a?, como para indicar mejor la universalidad de la redención. Cristo apareció en este mundo para destruir los pecados de todos los hombres. San Juan Bautista había llamado a Jesús "el cordero de Dios que quita el pecado del mundo". Aquí San Juan no llama a Jesús cordero, pero afirma su santidad sustancial, en virtud de la cual ha podido santificar a los cristianos. Jesucristo tomó sobre sí nuestros dolores y nuestros pecados para expiar por ellos y borrarlos, aunque en Él no había ningún pecado. Por consiguiente, si Jesucristo, siendo la misma impecabilidad, sufrió tanto por librarnos del pecado, nosotros, a ejemplo de Él, hemos de aborrecer totalmente el pecado, pues formamos un solo cuerpo con Él.
Y el que permanece en Cristo mediante la comunión vital de la gracia, no peca (v.6). El apóstol enseña que la verdadera comunión con Dios excluye el pecado. De donde se sigue que el que peca no posee la unión con Cristo. Por el contrario, el que permanece en Cristo no peca; no comete los pecados que los herejes permitían. Los herejes, contra los cuales combate San Juan, pretendían tener la comunión con Dios sin guardar los mandamientos. No se puede estar en pecado y con Cristo. El pecado es, por lo tanto, un signo de discernimiento entre los verdaderos y falsos cristianos.
San Juan, al decir: todo el que permanece en El no peca (v.6), no afirma la impecabilidad absoluta del cristiano ya justificado, como se ve claramente por lo que deja dicho en 1Jn 1, 8; 1Jn 2, 1. Lo que dice el apóstol es que el cristiano, mientras practica la justicia, es decir, mientras se esfuerza por vivir según la ley de Dios, posee la comunión con Dios y no puede pecar. Pero este esfuerzo por vivir en conformidad con la ley de Dios presupone la renuncia seria del cristiano a todo lo que es pecado. Como dice San Agustín con frase lapidaria: "In quantum in ipso manet, in tantum non peccat". El estado normal del cristiano es el estado de gracia.
La transgresión voluntaria y consciente de la ley de Dios aparta al hombre de El e indica falta de verdadero conocimiento de Cristo. El conocimiento que se tiene de Cristo se manifiesta en la conducta de la vida. Los que habitualmente pecan o están en estado de pecado muestran con su conducta que nunca conocieron realmente a Cristo. Porque, si realmente lo hubieran conocido con una fe viva acompañada de obras de caridad, no podrían permanecer en el pecado. De donde se deduce la consecuencia de que el que peca es porque no conoce a Cristo, no le ha visto con los ojos de la fe.
En el v.7, el apóstol dirige a sus lectores una vibrante exhortación: Mijitos, que nadie os extravíe diciendo que el pecado puede coexistir con la comunión divina. Tal era la enseñanza de los anticristianos, de los falsos doctores, con la cual -tanto en la 1Jn como en la epístola de Judas y en la 2P- trataban de seducir a los fieles. San Juan les advierte que podrán saber si son buenos o malos cristianos fijándose en los frutos que dan. El árbol se conoce por los frutos. El que practica la justicia es justo, como Cristo también es justo. Justicia (d??a??s???) aqu? designa la observancia de todos los preceptos y la práctica de todas las virtudes. En cambio, el que comete pecado es del diablo (v.8), porque participa de su malicia y se somete a su imperio. San Juan acentúa la antítesis al contraponer el que comete pecado al que practica la justicia.
La expresión ser del diablo indica una relación de pertenencia, de dependencia. Los que son del diablo se dejan conducir por él, siguen sus inspiraciones, imitan su manera de proceder. Por eso dice muy bien San Agustín que se es hijo del diablo por imitación. El diablo fue el que introdujo el pecado en el mundo y el que sedujo a nuestros primeros padres. Desde entonces continúa pecando y haciendo pecar a los hombres.
Jesucristo vino al mundo para destruir el pecado, que es obra del demonio. Por eso en realidad la redención ha ido dirigida contra el diablo. La encarnación ha tenido como finalidad, según San Juan, la destrucción del pecado. Cristo ha entablado con el demonio una lucha sin cuartel, que todavía continúa después de su magnífica victoria sobre la cruz. Los cristianos están complicados en esta terrible lucha, y han de perseverar en ella hasta la victoria final.
En oposición al pecador, que pertenece al diablo, San Juan nos presenta al que ha nacido de Dios, el cual no peca (v.9). La realidad sublime de la filiación divina tiene para el apóstol una importancia extraordinariamente elevada. No somos hijos de Dios en un sentido metafórico, sino en un sentido muy real, en cuanto participamos de la misma vida de Dios. El v.9 vuelve a tratar de la impecabilidad del que ha nacido de Dios, de la que ya ha hablado en el v.6. San Juan prueba esa impecabilidad del verdadero cristiano diciendo: Quien ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él. La simiente de Dios es el principio de la vida divina, el germen divino, que nos hace hijos de Dios. Es lo que los teólogos llaman gracia santificante, que va acompañada de los dones del Espíritu Santo, de las virtudes infusas y de actos sobrenaturales. La mayor parte de los autores entiende esta simiente del Espíritu Santo. En realidad, la gracia santificante y la inhabitación del Espíritu Santo están en íntima relación, en cuanto que una supone la otra. Otros han visto designado en esta expresión a Cristo, el Germen por excelencia. El P. Braun, siguiendo la interpretación que da de 1Jn 2, 20-27, cree que simiente significa la palabra de Dios, es decir, el objeto de la fe recibido por los neófitos como principio de nueva vida y de santificación, que es conservado en lo profundo del alma. En este sentido nos dice San Juan en su evangelio: "Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado". San Pablo también afirma: "Por el evangelio yo os he engendrado". Y San Pedro enseña que los cristianos "han sido engendrados no de semilla corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios". Y esto mismo es confirmado por Santiago cuando escribe: "De su propia voluntad nos engendró por la palabra de la verdad".
El apóstol con esta imagen de la semilla nos presenta uno de los puntos más importantes de la doctrina de la gracia. El cristiano que permanezca en estado de gracia no puede pecar, porque ha nacido de Dios (v.9). Se trata evidentemente de una impecabilidad relativa, que no quita la libertad y admite excepciones. San Juan no quiere decir que todo bautizado esté confirmado en gracia y no pueda caer en pecado, sino que el pecado es totalmente incompatible con la condición del verdadero hijo de Dios. Mientras el cristiano conserve en su alma la gracia no pecará. El Espíritu Santo actúa en el alma de los fieles por medio de sus dones, de la gracia, de la palabra divina. Lo único que exige de ellos es docilidad, sumisión a su enseñanza e inspiraciones. Si son dóciles y conservan en sus almas la gracia, no pecarán. La obediencia y la sumisión del cristiano a la ley nueva de la gracia, inscrita en sus corazones por el Espíritu divino, les preservarán de no pecar. Por eso es muy verdadera la sentencia de San Agustín: "In quantum in ipso manet, in tantum non peccat". La impecabilidad será plena y definitiva en la fase última del reino, es decir, en el cielo, en donde la gracia poseída ya en este mundo alcanzará su máxima floración. Mientras estemos en este mundo, la filiación divina no nos exime totalmente del pecado. Hemos de luchar valientemente por nuestra salvación. El concilio Tridentino ha condenado la doctrina según la cual el hombre, una vez justificado, ya no puede pecar.
En el v.10, el apóstol nos presenta la justicia y la caridad como signo de discriminación de los cristianos. En esto se conocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: el que no practica la justicia, no es de Dios, y tampoco el que no ama a su hermano (v.10). El autor sagrado sobrentiende que el que practica la justicia y ama a su hermano es de Dios. La práctica de la justicia, o sea de la santidad, es el criterio que permite distinguir a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Tanto unos como otros se conocerán por sus frutos. La justicia designa aquí el conjunto de todas las virtudes y la observancia de todos los mandamientos. El amor a los hermanos, es decir, la caridad, no constituye un segundo criterio, sino que es una especificación del primero. La caridad es la perfección de la justicia, el pleno cumplimiento de la ley. El discípulo predilecto recuerda la lección dada por Jesucristo a sus apóstoles: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis caridad unos para con otros".
Para San Juan, el amor al hermano, es decir, al prójimo, es el que define al cristiano. Quien ama a su hermano muestra ser auténtico hijo de Dios; quien no le ama se revela como hijo del diablo. El amor al prójimo es el verdadero signo de discriminación entre los cristianos. San Agustín lo afirma muy hermosamente: "Sólo la dilección discierne los hijos de Dios de los hijos del diablo. Todos pueden signarse con el signo de la cruz de Cristo, y todos pueden responder "amén," y todos cantar "aleluya," y todos bautizarse y entrar en las iglesias. Pero los hijos de Dios no se distinguen de los hijos del diablo sino por la caridad. Los que tienen caridad han nacido de Dios; los que no la tienen, no han nacido de Dios. ¡Gran indicio! Esta es la margarita preciosa, la caridad, sin la cual de nada te aprovecha todo lo que tuvieres, y, si la tienes a ella sola, te basta".
1Jn 3, 11-24. Observar los mandamientos
Esta perícopa está en estrecha relación con lo que precede. La alusión a la caridad del v.10 lleva al apóstol a desarrollar el concepto de amor al prójimo. Esto lo hace por medio de consideraciones místicas y prácticas con el fin de inculcar más profundamente el amor fraterno. La caridad es la que distingue a los hijos de Dios. El amor fraterno, practicado por el cristiano, es un aspecto de la justicia o de la observancia de la ley moral. San Pablo nos dice que la caridad fraterna es la nueva justicia, el pleno cumplimiento de la Ley. Por eso, nuestro Señor manda a los cristianos amarse los unos a los otros (v.11). Este mandamiento es tan importante, que es el mensaje mismo de Dios a su Iglesia, es la recomendación suprema de Cristo. En la catequesis primitiva (att' a???? = desde el principio) se insistía en este precepto de la caridad, que era el distintivo de los primeros cristianos. "Toda la Ley se resume -dice San Pablo- en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo".
San Juan, para inculcar todavía mejor el precepto del amor fraterno, acude a una antítesis: el odio al hermano. El amor sugiere su opuesto, el odio, de la misma manera que los hijos de Dios se contraponían a los hijos del diablo. El tipo tradicional del odio fraterno era Caín (v.1a), que, llevado por la envidia, mató a su hermano. La traducción inspirado por el diablo, de Nácar-Colunga, no es exacta. Es mejor y más literal traducir: era del diablo o del malo. Esta expresión constituye un paralelo de la frase ser del diablo que hemos visto anteriormente. Caín pertenecía, por consiguiente, al bando del diablo, y de ahí que su figura se haya convertido en representante de los secuaces de Satanás.
Los cristianos han de procurar no ser como Caín, el cual fue desde el principio el prototipo de los hijos del diablo. Esta idea es presentada bajo la forma de incidente suspendido, que es una construcción propia de San Juan. En la actitud de Caín y Abel se puede descubrir la actitud de todos los hombres: unos odian, imitando a Caín, otros aman, siguiendo a Abel. ¿Por qué esta diferencia de conducta entre Caín y Abel? Porque las obras malas de Caín y su espíritu diabólico contrastaban con la conducta irreprochable de Abel. El Génesis supone este contraste moral. El primer fratricidio de la humanidad tuvo origen en la envidia, en el odio del malvado contra el justo. La justicia de Abel fue la que excitó el odio envidioso de su hermano. Las ofrendas de Abel eran agradables a los ojos de Dios, porque eran buenas y justas; y, en cambio, las de Caín no fueron aceptas a Dios por el mal espíritu con que las ofrecía. Teniendo presente la historia de Caín y Abel, no hay que extrañarse que el mundo aborrezca a los cristianos (?.13). El odio pertenece a la esencia de los hombres mundanos, del mundo, y es el que lleva a los hombres a la perdición. Por el contrario, la condición de los cristianos es el amor, que tiene que suscitar necesariamente la envidia y el odio del mundo, sumido bajo el dominio del demonio. El mundo aborrece a los fieles, porque las obras de aquél son malas; en cambio, las de los fieles son buenas. Del mismo modo que el cristiano no puede amar al mundo y conservar el amor de Dios, de igual modo el mundo no puede menos de odiar a los cristianos. La historia de Caín todavía se sigue repitiendo. Jesucristo ya había predicho que el mundo aborrecía y perseguía a los que no compartiesen sus principios. Existe oposición esencial entre los discípulos de Cristo y del mundo como entre la luz y las tinieblas.
Al odio que el mundo manifiesta por los cristianos opone San Juan el amor que debe reinar entre los miembros de Jesucristo. El amor fraterno será signo de que están en comunión de vida con Dios. Jesucristo ya había dicho que el que recibe su palabra y cree en aquel que le ha enviado, tiene la vida eterna, porque pasó de la muerte a la vida. San Juan aplica, en 1Jn 3, 14, a la caridad lo que Jesús había dicho de la fe. La fórmula empleada es la misma. La fe se perfecciona en la caridad. Por eso, el cristiano, para conocer su estado espiritual, se puede servir del criterio de la caridad: si ama a sus hermanos, será señal de que ha pasado de la muerte a la vida (v.14). La vida es la comunión con Dios, causa de nuestra filiación; la muerte es la separación de Dios por el pecado. Fuera de Cristo, los hombres sólo podrán encontrar la muerte. Por el contrario, los nacidos de Dios han pasado de la muerte a la vida, porque por el amor se llega a la vida. El amor fraterno es señal de que se ha nacido de Dios. Filón comparaba la virtud a la vida, y el mal a la muerte. El no amar a su hermano será señal de que está muerto a la gracia, de que no tiene comunión vital con Dios. La caridad fraterna es el mejor signo para distinguir a los buenos cristianos de aquellos que no lo son. "¿De dónde sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida? -dice San Agustín- . Nadie interrogue a nadie. Que cada uno entre en su corazón. Si allí hallare la caridad fraterna, esté seguro que ha pasado de la muerte a la vida. Ya está a la derecha".
No amar es odiar. Por eso quien aborrece a su hermano es homicida (v.15), es decir, se hace participante de la malicia del homicida, y llega a ser émulo de Caín el fratricida. Porque el odio tiende por su naturaleza a suprimir la persona odiada: "Quem odit quis, periisse cupit," dice San Jerónimo. El apóstol aplica aquí la doctrina del sermón de la Montaña, que atribuye a los actos internos deliberadamente consentidos la malicia de los actos externos. Los cristianos sabían, por la enseñanza apostólica, que el homicidio era uno de los pecados más graves, que excluía del reino de los cielos. Porque el homicida no tiene en sí la vida eterna. La vida eterna no es entendida aquí en sentido escatológico, sino como una realidad presente; es la gracia santificante, que hace hijos de Dios; es la comunión íntima con Dios.
La más alta revelación del amor de Dios está en el Calvario. El Crucificado es el supremo modelo del amor perfecto y desinteresado, que se entrega a la muerte más cruel por sus amigos e incluso por sus enemigos. Su sacrificio voluntario es la expresión del auténtico amor fraterno. El mismo Cristo había ya presentado su muerte como una manifestación de su amor. La cruz es un hecho histórico que revela a los cristianos un misterio, el misterio del amor. Los seguidores de Cristo deben obrar como su Maestro, deben amar como El ha amado. Han de practicar la caridad hasta dar la vida -si es necesario- por sus hermanos (v.16). La ley cristiana impone a los pastores de almas la obligación de socorrerlas en la necesidad espiritual extrema aun con peligro de la propia vida. Clemente de Alejandría nos refiere que San Juan Evangelista cumplió este deber con un cristiano que se había convertido en jefe de salteadores, diciendo: "Si es necesario, yo moriré voluntariamente por ti, como el Salvador lo ha hecho por todos nosotros. Yo daré mi vida en lugar de la suya."
Si se debe dar la vida por amor a los hermanos, con mayor razón se deben dar los bienes de este mundo (v.17). Es un poco extraño que San Juan, después del don total de la propia vida, proponga un caso de menos importancia, como es el socorrer a los necesitados. Sin embargo, la pedagogía de San Juan sigue la misma línea que la de Jesús en el sermón de la Montaña. Jesucristo, para mostrar lo que es la caridad paciente, manda dejarse abofetear o coger la túnica, cuando sufrir la muerte sería el solo efecto adecuado del amor. De la misma manera, San Juan, para indicar el desinterés y la generosidad del cristiano, evoca un caso que podría ser como indicio de una caridad sincera: amar es darse. Por eso decía San Agustín: "Ved dónde empieza la caridad: si todavía no eres capaz de morir por un hermano, sé ya capaz de darle de tus bienes. Si, pues, no puedes dar a tu hermano las cosas superfluas, ¿cómo vas a entregar tu alma por tu hermano?.
San Juan, por consiguiente, inculca y enseña la caridad fraterna, proponiendo un caso que en la comunidad primitiva no debía de ser meramente hipotético. Si uno tuviere bienes de este mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra las entrañas, será señal de que en él no mora la caridad. El hombre que no tiene compasión del prójimo que se encuentra en necesidad, no puede ser hijo de Dios, el amor divino no puede permanecer en su alma. El verdadero amor, la caridad, hace que la sensibilidad del cristiano sea extremadamente delicada y sus entrañas se estremezcan ante la necesidad de sus hermanos pobres. El rico auténticamente cristiano siente una emoción profunda, una angustia terrible, al contemplar a su hermano necesitado. Esta compasión es específicamente cristiana; porque, si bien los estoicos, sobre todo Séneca, exhortaban a socorrer a los necesitados, sin embargo, enseñaban que no había que afligirse por su suerte; antes bien debían permanecer insensibles a los males que aliviaban. La compasión estaba prohibida al verdadero estoico.
El discípulo de Jesucristo ha de ser compasivo, como lo es Cristo, Sacerdote de la Nueva Alianza. El corazón insensible no puede ser cristiano. El amor por el prójimo será la señal y la medida de la presencia activa del amor de Dios en el corazón del cristiano. El amor fraterno ha de ser efectivo. No debe limitarse únicamente a palabras, sino que ha de manifestarse en obras (v.18), como, por ejemplo, en la limosna y hasta en el sacrificio de la propia vida. "Obras son amores y no buenas razones," dice muy bien y con mucha filosofía el refrán popular. San Juan exhorta a los cristianos a tomar muy en serio las exigencias de la caridad. El amor efectivo se muestra en las obras y no en bellas palabras. Santiago fustiga igualmente la hipocresía del rico que harta al miserable con solas buenas palabras. Amar de verdad es amar como Jesucristo crucificado nos ha amado. De ahí que cualquier obra buena que hagamos en favor del prójimo ha de ser ejecutada con el mismo amor que animaba a Cristo sobre la cruz. El Señor y su discípulo no han de formar sino uno solo.
En la realización práctica de la caridad conoceremos que somos de la verdad, es decir, de Dios (v.1q). Sólo cuando la caridad es activa y efectiva, nuestra conciencia nos asegura que llevamos una vida conforme a la voluntad divina y que somos hijos de Dios. El amor efectivo, que imita el de Cristo y procede de él, es la "caridad sin hipocresía" de que nos hablan San Pedro y San Pablo. El hecho de que los tres apóstoles insistan en la sinceridad del amor fraterno, que se prueba por las obras, demuestra la importancia tan extraordinaria que tenía en la Iglesia primitiva. Sin embargo, San Juan es el único de los tres que hace de esa sinceridad del amor fraterno el criterio de la filiación divina. No se puede amar al prójimo con sinceridad si no somos de Dios. Y si este amor se da realmente en nosotros, será señal de que estamos en comunión con Dios. El fiel que realiza lo que el apóstol acaba de decir de la caridad, puede estar seguro que va por buen camino.
Los cristianos deben sentirse tranquilos, aunque su corazón les arguya de alguna falta, si demuestran con los hechos su amor al prójimo, porque Dios es mas grande que nuestro corazón y conoce todo (v.20). Dios conoce mejor que nosotros el estado de nuestra conciencia, la fragilidad de nuestra naturaleza, nuestras caídas y nuestros actos de arrepentimiento. Conoce todo y perdona nuestras faltas, porque sabe que le amamos a pesar de nuestras ingratitudes. Dios es un juez infalible que tiene un conocimiento exacto de todo lo que hacemos. Pero, a pesar de esta omnisciencia divina, nuestro corazón y nuestra conciencia pueden permanecer tranquilos, porque, más allá de nuestros pecados, Dios ve nuestro amor al prójimo, que es señal de nuestra filiación divina. San Juan funda la paz del corazón de los hijos de Dios en la magnanimidad del corazón de su Padre. Dios nos ama de un modo trascendente, muy superior al de los hombres. Su amor se guía por otros criterios de apreciación. Su corazón es un océano inmenso de misericordia siempre abierto a sus hijos.
Si la conciencia no reprocha nada al cristiano, entonces podrá dirigirse a Dios con toda confianza (v.21). El hijo libre del temor recobra su audacia filial (pa???s?a) para dirigirse al Padre de los cielos. La pa???s?a en este caso expresa la confianza atrevida, franca, de un hijo obediente delante del padre cuya bondad ya ha experimentado otras veces. Se presenta con gozosa seguridad, porque está seguro que su padre le escuchará en sus justos deseos. Dios escucha la oración del alma cuya conciencia no siente ningún reproche. El agradar a Dios, es decir, el cumplir sus preceptos, es condición necesaria para que la oración sea eficaz (v.22). Y el precepto principal que el cristiano ha de observar es el de la caridad fraterna. El cumplimiento de este precepto garantiza la eficacia de la oración. Porque el que ama a su hermano vive en una íntima y vital comunión con Dios, ya que el amor activo en favor del prójimo es sumamente agradable a los ojos del Padre. San Agustín dice a este propósito: "La misma caridad gime, la misma caridad ora; a ella no sabe cerrarle los oídos quien nos la dio. Está seguro; que la caridad pida, y allí estarán los oídos de Dios".
Jesucristo había prometido que el Padre escucharía las oraciones de los suyos: "Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará". Y San Juan sabía por experiencia propia que el Señor escucha al buen cristiano.
El apóstol resume en el v.23 todo lo dicho anteriormente. Para él el precepto fundamental y que más agrada a Dios es la fe en Jesucristo y la caridad fraterna. La fe joánica no implica únicamente la adhesión intelectual, sino también la obediencia absoluta, incondicional, a sus preceptos. Ya hemos visto que para San Juan la fe se perfecciona en la práctica de los mandamientos. Por eso, la caridad fraterna es presentada como algo relacionado muy íntimamente con la fe, es como la consecuencia de ella. La caridad fraterna manifiesta nuestra fe en Dios y nuestra unión con Cristo. El cristianismo se define tanto por el objeto de su fe: Jesús es el Hijo de Dios, como por la vida práctica de sus fieles: cristiano es el hombre que ama a sus hermanos en la Iglesia. Los cristianos son hijos de Dios por la fe en Cristo, y la obligación de amar a los hermanos deriva de nuestra filiación cristiana.
La adhesión a la verdadera fe y la práctica de la caridad fraterna aseguran la comunión íntima y vital con Dios. Esta unión íntima con Dios confiere a nuestras oraciones una confianza y una seguridad total. Tal es el tema de las promesas de Jesucristo en el discurso después de la cena.
La observancia de los mandamientos será prenda de nuestra permanencia en Dios y de Dios en nosotros (v.24). Dios y el cristiano vienen a formar como una sola cosa. La caridad fraterna es para San Juan garantía de la inmanencia divina en el fiel y de la más estrecha unión de éste con Dios. Un criterio que servirá para conocer si Dios mora en el cristiano será la presencia en el alma del fiel del Espíritu Santo. La posesión de este Espíritu divino será el signo indicador para conocer nuestra comunión vital con Dios. El apóstol insinúa que se cumple aquí lo que Jesús había pedido en la oración sacerdotal: "Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros". El Espíritu Santo mora en los hijos de Dios como en un templo, y desde allí les certifica que Dios permanece en ellos. San Juan no dice expresamente cómo los fieles saben que poseen el Espíritu Santo. Pero sin duda que piensa en la experiencia íntima de los cristianos y en los continuos favores que les hace, los cuales son prueba de su presencia en el alma. Otro tanto enseña San Pablo cuando dice que el Espíritu Santo que Dios ha infundido en nuestros corazones "da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios". Esta presencia del Espíritu Santo es el principio de la vida de Dios en nosotros. Es el don increado que Dios se ha dignado darnos, y que nos permite tener conciencia de nuestra unión vital con Dios.
1Jn 4. Introducción
San Juan interrumpe las reflexiones referentes a la caridad para volver a hablar de los herejes. El pensamiento de los falsos doctores parecía querer aflorar ya en 1Jn 3, 23-24. La idea de Espíritu del 1Jn 3, 24 le sirve de transición. El cristiano ha de poner especial cuidado en distinguir los espíritus (1Jn 4, 1). El criterio de la fe en Cristo sirve para distinguir el espíritu de Dios del espíritu del anticristo, propio de los falsos doctores (v.2-3). La oposición que existe entre ambos es la que existe entre Dios y el mundo (v.4-6).
1Jn 4, 1-4. Desconfiar de los falsos profetas
El tema de los espíritus de la verdad y del error, sometidos al ángel de la luz y al ángel de las tinieblas respectivamente, y que dividen el mundo en dos partes antagónicas, era bien conocido del judaísmo. San Juan se sirve también de esta doctrina, cristianizándola, para poner en guardia a los fieles contra los falsos profetas o anticristos que surgían por todas partes, conforme lo había predicho el Señor. Por consiguiente, los espíritus que San Juan aconseja examinar son simplemente hombres movidos por Dios o por el demonio. En la primitiva Iglesia, al abundar los carismas, no faltaban hombres perversos y hábiles que fingían tener tales dones sobrenaturales. El apóstol exhorta a los fieles a no fiarse de ninguno hasta que hayan comprobado si son de Dios (v.1). Los falsos profetas abundaban y constituían un gran peligro para los fieles. Esto preocupaba vivamente a los apóstoles y a las primitivas comunidades cristianas sobre todo cuando se trataba de distinguir los verdaderos profetas de los falsos. En la Didajé (c. 11-13) encontramos normas interesantes para probar a los predicadores itinerantes. Los criterios que sirven para distinguir a los verdaderos profetas de los falsos son dos: fidelidad a la doctrina apostólica y buena conducta moral.
San Juan insiste a continuación (v.2-3) sobre el criterio de la fidelidad a la doctrina apostólica. Sobre el otro criterio ya ha hablado en 1Jn 3, 3-10. El apóstol afirma que la profesión de fe en Jesucristo, Mesías e Hijo de Dios encarnado, será el signo por el cual los fieles conocerán a los verdaderos profetas. San Juan enseña en esta primera epístola que la vida divina llega hasta el hombre a través del Hijo de Dios encarnado, y el hombre sólo la puede obtener por medio de la fe en Jesucristo. Por el contrario, los falsos profetas de los que nos habla el apóstol no consideraban a Cristo ni como Redentor ni como Mediador necesario entre Dios y los hombres. Ellos, mediante su "gnosis," pretendían conocer otro camino más directo hacia el Padre. La herejía aquí combatida tal vez sea la de Cerinto, que, según San Ireneo, sostenía que Cristo, eón divino, se unió sólo transitoriamente al hombre Jesús y lo abandonó al comienzo de su pasión. Esta doctrina negaba prácticamente la divinidad de Jesucristo.
Los falsos profetas combatidos por San Juan negaban la dignidad trascendente de Jesús. Por eso dice el apóstol que el que no confiesa a Jesús, según la enseñanza apostólica, ése no es de Dios, sino del anticristo, que esta para llegar, o mejor dicho, ya se halla presente en el mundo (v.3). Los herejes participan del espíritu del anticristo, como los fieles del Espíritu de Dios. De este texto de San Juan parece deducirse que considera el anticristo como un individuo. Pero por lo dicho en 1Jn 2, 18-22 resulta que el apóstol piensa más bien en una fuerza maléfica de error y de seducción, que toma cuerpo en los falsos doctores y en las doctrinas perversas que éstos esparcían. Esto mismo es confirmado por el pronombre relativo neutro ó, que no se puede referir a a?t????st??, el cual es masculino, sino a su espíritu (p?e?µa), que es neutro. Esa fuerza maléfica y seductora por medio de la cual obra Satanás en el mundo, ya se encuentra entre nosotros. Los falsos maestros, con sus pestíferas doctrinas, están ya trabajando intensamente para seducir a los fieles.
Pero los fieles a los cuales se dirige San Juan nada tienen de común con los falsos doctores o anticristos, sino que los han vencido, resistiendo a la atracción del error. La victoria de los cristianos no procede de sus propias fuerzas, antes bien proviene de la fuerza divina que obra en ellos, la cual es más poderosa que el príncipe de este mundo (v.4). Dios está en los cristianos: mora y obra en ellos con un influjo inmediato y directo.
La seguridad que tenía San Juan sobre la victoria que los cristianos habían de obtener sobre los herejes provenía de su fe profunda y de la solidez de su concepción teológica. La ayuda divina que los fieles han recibido para vencer al demonio ha de inspirarles confianza y al mismo tiempo infundirles sentimientos de humildad, como reconoce San Agustín: "No te ensoberbezcas. Mira quién es el que vence en ti".
1Jn 4, 5-6. Guardarse del mundo
En los v.5-6, el apóstol presenta, en una antítesis perfecta, a los seudoprofetas y a los fieles. Los seudoprofetas son del mundo porque le pertenecen, porque participan de su espíritu y siguen sus inspiraciones. Mundo está tomado aquí en sentido peyorativo: designa a los hombres hostiles a Dios y a Jesucristo. A los falsos doctores, la inspiración para proponer sus falsas doctrinas les viene del mundo, no de Dios. Por eso mismo obtienen fáciles éxitos ante aquellos que pertenecen al mundo. A los mundanos les gusta, como es natural, oír la sabiduría del mundo. De ahí que escuchen a los falsos doctores, porque creen encontrar en ellos esa sabiduría mundana.
La propaganda de estos herejes debía de hacer prosélitos entre los cristianos poco afianzados en la fe. Tal vez formaran ya un grupo aparte, una especie de secta separada de la verdadera Iglesia de Cristo.
San Juan, identificándose con la jerarquía de la Iglesia y con los predicadores del Evangelio, habla en primera persona plural contraponiéndose a los seudoprofetas. La oposición es establecida entre los verdaderos y falsos maestros. Los pastores de la Iglesia, entre los que se cuenta San Juan, son de Dios (v.6), es decir, hablan según Dios, según la verdad. Y los fieles que conocen a Dios escuchan la palabra de sus apóstoles, reconocen la verdad de su enseñanza. El criterio que permite discernir los buenos espíritus es la sumisión al magisterio jerárquico. Jesucristo ya había dicho: "El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha". La actitud ante la doctrina enseñada por los apóstoles es un criterio que permite discernir los espíritus. San Ignacio Mártir decía a principios del siglo n que la manera de librarse de las herejías es el mantenerse "inseparablemente unidos a Dios, a Jesucristo, al obispo y a los preceptos de los apóstoles".
La fe, transmitida unánimemente en las iglesias y enseñada por los obispos, es la norma suprema de los fieles, el criterio último de la doctrina ortodoxa. Los que la escuchan y obedecen son de Dios; los que no la oyen no son de Dios, sino que pertenecen al bando de Satanás.
1Jn 4, 7-1Jn 5, 12. Tercera parte: La fuente del amor y de la fe
Después del paréntesis, en el que el apóstol ponía en guardia a los fieles contra los seudoprofetas (1Jn 4, 1-6), vuelve San Juan sobre el tema del amor fraternal, su argumento favorito. Exhorta a los fieles al amor recíproco a fin de que permanezcan en la comunión con Dios.
1Jn 4, 7-1Jn 5, 4. Hay que amar, pues Dios es amor
La idea central de esta sección es el amor, la dilección. San Juan sugiere en su exhortación que la dilección no es una obligación arbitraria, sino una exigencia de la naturaleza, porque Dios es amor. Dios, al engendrar a los cristianos a una nueva vida, les ha comunicado su propia naturaleza y su vida. Esto significa que los cristianos pueden amar como su Padre celestial. Y el ejercicio de la caridad por parte de los fieles será la prueba que demuestre su filiación. Tenemos aquí la más alta concepción del ágape joánico. El amor, según San Juan, es una participación de la vida de Dios; es algo que procede de Dios.
El amor proviene de Dios como de su fuente. Por eso, el que ama es nacido de Dios (v.7), es hijo de Dios, animado por su gracia. El amor fraterno es un efecto de nuestro nacimiento sobrenatural. Dios, al hacernos participantes de su vida, nos ha hecho también partícipes de su caridad. Por eso, la caridad no es un don divino cualquiera, ni una gracia carismática concedida temporalmente, sino que está íntimamente ligada con el renacimiento del cristiano, es lo propio de su filiación divina: Todo el que ama es nacido de Dios (v.7). Dios, al engendrarnos a la vida divina, nos comunica su naturaleza y su vida, Y la facultad de amar es algo inherente a la naturaleza divina recibida de Dios. El amor es fruto del germen divino recibido en el bautismo. De ahí que el cristiano sea capaz de amar por sí mismo, por la misma razón de que es hijo de Dios".
El ágape es el que da al creyente la posibilidad de estar en comunión con Dios y de conocerle. Y el conocimiento actual y permanente de Dios es, a su vez, algo que va unido al amor fraterno habitual. El que ama muestra que conoce a Dios, porque el verdadero conocimiento se perfecciona en la práctica del gran precepto del amor. La filiación divina y el conocimiento de Dios son los principios y los fundamentos de la caridad fraterna. El que ha sido engendrado por Dios y se ha hecho partícipe de su naturaleza divina, es apto para amar y conocer divinamente. El conocimiento de Dios como Padre está impregnado de amor y condicionado por ese mismo amor. Por consiguiente, hay que amar a Dios para conocerle y permanecer en El.
Por el contrario, el que no ama divinamente demuestra que no ha llegado al .verdadero conocimiento de Dios (v.8). No le conoce íntima y realmente. Un gran teólogo podrá saber mucho de Dios, de sus perfecciones y atributos. Pero eso no es conocerle como hay que conocerle. El conocimiento de que nos habla San Juan presupone una relación íntima y personal con Dios fundada en una experiencia viva y amorosa. Sólo el que ama puede llegar a conocer la realidad íntima de las personas y de las cosas. En cambio, el que no ama 110 puede conocer bien esas realidades íntimas. Sin la caridad fraterna no puede existir auténtico conocimiento de Dios, porque Dios es amor.
Esta es la mejor definición de Dios y la que resume todo lo que el cristiano puede saber de su Creador. El amor es el atributo divino que mejor da a conocer la naturaleza de Dios. El amor, el ágape, es la revelación más prodigiosa y constante de Dios a los seres humanos.
Ya desde el sermón de la Montaña, Jesús evoca el amor del Padre celestial, generoso incluso para con los enemigos y pecadores. La vida misma de Cristo está toda ella llena de benignidad y de paciencia. Y se termina por el sacrificio de su vida, entregada para rescatarnos de la esclavitud del demonio. Esta es la expresión suprema del amor de Dios por los hombres. Hasta tal punto es propio de Dios el amor, que San Juan ya casi no lo considera como un atributo, sino como la expresión de la naturaleza misma de Dios. El apóstol llega aquí a la cumbre de la mística y del pensamiento humano: nada hay más grande. Por eso, pudo muy bien decir San Agustín: "¿Qué más se pudo decir, hermanos? Si en alabanza del amor nada se dijese a través de todas las páginas de esta epístola, si nada absolutamente se dijese en las demás páginas de las Escrituras y sólo oyéremos esta palabra de la boca del Espíritu de Dios, que Dios es amor, ya no deberíamos buscar ninguna cosa más". Y C. H. Dodd afirma con mucha razón: "El amor no es solamente una de las actividades de Dios, sino que toda su actividad es una actividad amante. Si crea, crea por amor; si gobierna, gobierna con amor; si juzga, juzga con amor. Todo cuanto hace es la expresión de su naturaleza, que es amar".
Ya en el Antiguo Testamento, Dios se muestra lleno de bondad y de amor. Constituye al hombre rey de toda la creación; socorre a los suyos en el momento de la prueba y perdona a los que se arrepienten. La alianza con Israel depende del amor y de la hesed divina. Y Dios mismo se revela en muchos lugares de la Sagrada Escritura lleno de paterno amor por los hombres. Pero es sobre todo en el Nuevo Testamento donde el amor de Dios se ha manifestado de modo más sublime. San Juan lo contempla especialmente en la encarnación: "Tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna". El amor de Dios a los hombres resplandece de modo particular en los misterios de la encarnación, de la redención y de la gracia. Es el amor del Padre y del Hijo que, nacido en el seno mismo de la divinidad, se desborda en la encarnación del Hijo unigénito, en la aceptación sumisa de la muerte por la vida del mundo. Este ímpetu de amor del Padre y del Hijo se comunica también al cristiano, se perfecciona y se consuma en él, para volver a Dios, su punto de partida. El amor del cristiano es, por consiguiente, participación del amor de Dios. Sólo Dios y sus hijos pueden amar con este amor. De ahí que el cristianismo haya podido ser definido como una religión de amor.
La encarnación es la manifestación, la epifanía del amor de Dios (v.8). Porque el amor de Dios se ha hecho evidente y palpable en el envío de su Hijo unigénito para salvarnos. San Juan considera la encarnación como una venida de Cristo al mundo, como un hecho histórico ya realizado una vez para siempre en el mundo, pero que conserva una actualidad permanente. El perfecto ?p?sta??e? sugiere que, si bien se trata de un suceso pasado, todavía perdura en su efecto. Jesucristo ya ha venido, pero aún continúa viniendo a sus fieles y habita en ellos por la gracia a fin de darles la vida. Esta mediación vivificadora (vivir por El) es el efecto, a un mismo tiempo, de la encarnación de Cristo, de su muerte redentora en la cruz y de su glorificación a la diestra de Dios Padre. La encarnación y la redención son frutos del amor de Dios por los hombres. Y el amor de Dios es amor fecundo que comunica la vida.
La encarnación de Jesucristo, con relación al Padre, constituye una misión, una delegación, un envío. El enviado tiene una comisión especial: hablar y obrar en nombre del Padre, representarlo ante los hombres. Por consiguiente, es el Padre quien se revela y manifiesta su amor infinito a los hombres. Pero el Padre no envía un delegado cualquiera, sino a su propio Hijo unigénito, es decir, a su Hijo el más amado. Este acto de benevolencia del Padre nos demuestra, mejor que otra cosa, su amor inmenso por nosotros, que no dudó en sacrificar a su Hijo muy amado por la salud del mundo.
La finalidad que Dios se propuso al enviar a su Hijo al mundo fue para que los creyentes en El obtuvieran la vida. Quiso que los hombres pudieran acercarse a Dios y conseguir la sola verdadera vida: la vida de la gracia y de la gloria.
Jesucristo ha revelado y comunicado a los hombres el amor de su Padre. Y el Padre, a su vez, ha mostrado que era amor enviando su Hijo al mundo, ordenándole sacrificarse por nosotros para purificarnos de nuestros pecados. "Estos tres grandes misterios de la economía cristiana: encarnación, redención, gracia, resumen el Evangelio, y San Juan, lo mismo que San Pablo, los han comprendido como concebidos y realizados por el amor infinito de Dios".
La caridad está no en que nosotros le hayamos amado, sino en que El nos amó (v.10) primero. Nosotros hemos amado al Señor; pero ese amor nuestro no es otra cosa que una respuesta a un amor primero que Dios nos ha tenido y sigue teniéndonos. "Quoniam ipse prior dilexit nos," dice la Vulgata. El amor de Dios tiene sobre el nuestro una prioridad cronológica, pues Dios nos ha amado ya desde la eternidad.
La iniciativa de la salvación corresponde, por consiguiente, al Padre, el cual envió a su Hijo al mundo con la misión de ser víctima expiatoria de nuestros pecados (v.10). Jesucristo es propiciación (??asµ??) por los pecados de toda la humanidad. El ha expiado como víctima propiciatoria por nuestros pecados para aplacar la justicia divina ofendida y para que los mismos que la habían ofendido pudieran vivir de su propia vida divina. San Pablo expresa la misma idea en Rm 5, 8-9; Rm 8, 32 y Ef 2, 4-5. El amor de Dios por los hombres se ha revelado, pues, en la forma más alta. Ha sido un amor misericordioso, totalmente desinteresado, gratuito y generoso. Dios nos ama no a título de reciprocidad, sino espontáneamente, porque su naturaleza es toda amor. Después de enviar su Hijo al mundo, lo entrega en manos de los pecadores y lo abandona a la muerte, porque la caridad divina no perdona ni siquiera al ser más amado con tal de atraer hacia sí a los que quiere salvar.
Las Odas de Salomón (s.II d.C.) contienen esta bella reflexión: "No hubiera sabido amar al Señor si El no me hubiera amado en primer lugar". Como San Juan, el autor de las Odas de Salomón había meditado sobre la prioridad del amor divino.
En el ?. 11San Juan saca la conclusión de lo que acaba de decir a propósito del amor de Dios por nosotros. Si Dios ha amado de manera tan extraordinaria a los hombres, tan inferiores a Él por naturaleza y, a veces, enemigos suyos, los cristianos, que participan de la naturaleza divina, tienen la obligación -con mayor motivo- de amar a sus hermanos, de amarse unos a otros. La conclusión lógica de la proposición: Si de esta manera nos amó Dios, sería evidentemente: "Amémosle nosotros a El también." Sin embargo, San Juan saca otra consecuencia muy en conformidad con la doctrina de toda la epístola: Amémonos unos a otros. La razón es que sólo cuando el cristiano ejercita la caridad con el prójimo, el amor puede tener los caracteres de prioridad, de gratuidad, de espontaneidad, que son propios del ágape divino. Amando a sus hermanos demostrarán poseer el verdadero amor de Dios. Y el amor de Dios, que es la fuente del amor fraternal, es también su modelo. Por eso, quien haya conocido lo mucho que nos amó Dios entregando su Hijo a la muerte por nosotros y se haya beneficiado de esta extraordinaria generosidad, está absolutamente obligado a mostrar amor a sus hermanos. El amor fraterno procurará a las almas, por otra parte, la comunión íntima y verdadera con Dios (v.12). Pero ¿cómo podremos saber que estamos en comunión íntima con Dios? Lo podremos conocer por la práctica de la caridad fraterna. La caridad es, en efecto, el criterio para conocer a los hijos de Dios. Los cristianos que aman a sus hermanos están en comunión vital con Dios, y Dios mora en ellos y ellos en El. Esa inmanencia recíproca les permite tener un verdadero conocimiento de Dios. El amor fraterno nos da la seguridad de que Dios permanece en nosotros con la presencia transformante de su gracia. Pero únicamente la caridad efectiva, la caridad que actúa, es la que nos puede dar la seguridad de que Dios y su amor están realmente en nosotros. De ahí que, aunque Dios sea invisible (v.12), lo podamos considerar como presente en nuestras almas cuando practicamos la caridad fraterna. Porque el ejercicio de la caridad en favor del prójimo lleva consigo la presencia de Dios en nosotros, como el Señor lo había prometido: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada".
A Dios le podremos ver tal como es sólo en la gloria. Mientras estamos en el mundo, la visión directa de Dios es imposible. Ya lo había dicho el mismo San Juan en el Evangelio: "A Dios nadie le vio". Tan sólo el Unigénito, en la intimidad de la vida trinitaria, tiene un perfecto conocimiento del Padre y nos lo revela. En la tierra poseemos sólo un conocimiento de Dios por medio de la fe Sin embargo, el conocimiento, la visión de Dios en la gloria, es considerada por San Pablo como el fruto y la coronación de la dilección fraterna.
Otro criterio para conocer si estamos en comunión vital con Dios es la presencia en nosotros del Espíritu Santo (v.13). San Juan repite aquí el mismo pensamiento que ya había expresado en 3, 24. Dios nos ha dado una participación del Espíritu, cuya plenitud la posee Cristo. El apóstol no parece referirse aquí a alguna manifestación carismática, sino más bien a un testimonio interno del Espíritu en el alma. Jesús ya había predicho en el Evangelio esta misteriosa testificación del Paráclito. El Espíritu Santo, presente en nuestras almas, testifica que somos hijos de Dios.
San Juan recuerda el testimonio dado por los apóstoles acerca de la verdad del mensaje evangélico. Han visto con sus ojos al Hijo de Dios encarnado, y han reconocido en esa venida del Hijo la prueba sublime del amor del Padre. Mediante signos incontestables, que revelaban su divinidad y su misión redentora, han logrado comprender -aunque imperfectamente- el misterio insondable del Verbo encarnado. Y como testigos oculares dan testimonio de ello (v.14).
Jesucristo es llamado Salvador del mundo en cuanto que sólo por su nombre pueden los hombres ser salvos. Él es el Salvador tanto de los judíos como de los soberbios gnósticos -que no consideraban necesaria la salvación por la sangre de Cristo- y de todos los hombres, de cualquier raza y nación que sean. Fuera de Cristo no puede haber salvación.
La fidelidad a la doctrina predicada por los apóstoles es también un criterio de la unión del cristiano con Dios. Y esta fidelidad u ortodoxia consiste en reconocer que Jesús de Nazaret, enviado por Dios al mundo, ha sufrido para redimir al mundo y es el Hijo de Dios. Esta fe en la divinidad de Cristo es un presupuesto necesario para conservar la comunión vital con Dios (v.15). La fe y el amor son dos signos que demuestran que esa comunión e inhabitación divinas permanecen en el fiel cristiano.
Los que han tenido la dicha de ver a Jesús, Hijo de Dios, han podido comprender el amor que Dios tiene siempre a los cristianos. Este amor de Dios se manifestaba claramente en las comunidades cristianas a las que se dirige San Juan. Por eso, el apóstol se atreve a decir: Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene (v.16). San Juan insiste sobre la certeza de su conocimiento del amor divino manifestado en Cristo: Hemos conocido (?????aµe?) y creído (pett?ste??aµe?). La certeza adquirida en otro tiempo nunca se ha perdido ni siquiera se ha debilitado; perdura aún hoy, es total y absoluta. Los apóstoles, entre los cuales se contaba San Juan, están plenamente convencidos y totalmente persuadidos; creen con toda su alma en el amor que Dios ha manifestado a los hombres. El conocimiento que tienen de este amor no es meramente especulativo, como era el de los herejes gnósticos, combatidos por San Juan, sino el resultado de una experiencia personal e histórica. De ahí su certeza inconmovible e infalible, propia de los apóstoles, de los fundamentos de la Iglesia.
El objeto de este conocimiento y de esta fe es el amor, el ágape divino, que se ha revelado en Jesucristo y se ha comunicado a los hombres. Es la caridad que Dios posee de una manera esencial y permanente, y que Él ha querido que se manifestase de una manera concreta entre nosotros (e? ?µ??). Esta manifestación ha tenido lugar mediante el envío del Hijo de Dios al mundo. Y los apóstoles han reconocido y creído en esa revelación viviente y tangible del amor del Padre.
Los Doce, después de contemplar a Dios dándose tan generosamente a los hombres y haber meditado este misterio de bondad, pudieron concluir que Dios es amor. Es decir, un amor que se manifiesta, se comunica y se entrega totalmente a los hombres. Creer en ese amor no es solamente confesar a Jesucristo, en el cual se revela ese ágape, sino que presupone el haberle dado digna acogida, el unirse a Él y vivir en Él. Por consiguiente, permanecer en el amor es incorporarse el ágape divino, que es propio del cristiano. Porque cristiano es el que se adhiere a Cristo y se va adentrando más en su vida íntima mediante la práctica de sus preceptos, especialmente el de la caridad fraterna. De ahí que ó µ???? e? ttj a??p? sea una verdadera definición del cristiano, pues la expresión el que permanece en el amor viene como a resumir toda la vida cristiana, pues el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios permanece en él (v.16). "Esta inhabitación mutua y permanente -dice el p. Spicq- es la esencia misma de la vida religiosa. San Juan la ha considerado anteriormente como fruto del pneuma, de la fe, de la fidelidad a los preceptos y del ejercicio de la caridad fraterna; aquí la define en su misma naturaleza: No sólo el ágape es lazo y unión, sino que, puesto que Dios es amor, permanecer en el amor es morar en el mismo Dios". Esta inmanencia consiste en las relaciones personales que se establecen entre el cristiano y Dios por medio de la caridad. Es la realización viviente de la oración de Cristo: "Que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos". La perseverancia en el amor y en la unión con Dios depende de la fidelidad a los preceptos del Señor, como ya dejamos indicado. El que permanece en el amor, en la caridad fraterna, permanece en Dios y Dios en él, porque el que ama es nacido de Dios. Es decir, que sin la caridad fraterna no se da comunión con Dios.
La señal de que el amor fraterno ha llegado a su perfección será el que tengamos confianza en el día del juicio (v.17). San Juan había dicho que en el día de la parusía los que permanecieren en El no tendrían nada que temer. La caridad fraterna es otro motivo de confianza, porque la caridad nos hace semejantes a Cristo. Si permanecemos en el amor, seremos semejantes a Él. Y, por lo tanto, no tendremos nada que temer de Jesucristo Juez en el día del juicio final, La caridad es garantía de salvación. El temor de ser condenado en el día del juicio es incompatible con la caridad. Y cuanto mayor sea ésta, tanto más confianza tendremos en el día de la parusía, pues sólo la candad perfecta tiene la virtud de quitar todo temor.
La perfección del amor se manifiesta en la audaz confianza, en la santa osadía, en la íntima seguridad que engendra en nosotros la caridad fraterna. Esta caridad realiza la comunión vital entre Dios y el cristiano, la cual va eliminando poco a poco el temor que puede existir en el corazón de los fieles ante la incertidumbre del juicio. Cuanto más crece esta caridad, mayor será la confianza y la seguridad. El auténtico cristiano, por consiguiente, aunque sienta que su conciencia le reprocha de algo, podrá presentarse sin temor ante el Juez divino el día del juicio final. Pero no sólo en el juicio final, sino que ya desde ahora el amor perfecto excluye del cristiano todo temor. Porque, si el amor es actual, también lo será el sentimiento de confianza que engendra en el que lo posee. Cristo, por otra parte, ha venido a librarnos del "temor a la muerte", y, en consecuencia, del temor al juicio final.
Jesucristo había inculcado también a sus discípulos la confianza en el discurso de despedida. En medio de las tribulaciones han de tener paz y confianza en Jesús, pues Él ha vencido al mundo y les auxiliará.
El motivo que engendra nuestra confianza en el día del juicio es nuestro ser de cristianos, nuestra conformidad con Cristo, adquirida en el bautismo por medio del germen divino de la gracia. Como Él es, así somos nosotros en este mundo (v.17). "Pero ¿de qué modo puede el hombre ser como Dios?" pregunta San Beda. Y responde: "El cómo no siempre indica igualdad, sino que también a veces indica semejanza. Si nosotros hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, ¿por qué no podremos decir que somos como Dios? La semejanza que existe entre nosotros y Dios está en la caridad". Somos como Dios porque llevamos en nuestra alma la semilla divina de la gracia, que nos hace participantes de la naturaleza divina. Y la gracia se manifiesta mediante la caridad.
Por San Pablo sabemos que los cristianos han sido predestinados a ser conformes a la imagen de su Hijo, Jesús. Esta semejanza o configuración del cristiano con Cristo es invisible en este mundo, pero "sabemos que cuando aparezca seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es". Nuestra transformación y asimilación a Cristo llegará a su punto culminante en el cielo, cuando aparezcamos junto con El en la gloria.
Una tal semejanza con Cristo autoriza al cristiano para tener una confianza ciega en el Señor incluso en el día terrible del juicio final, No puede haber fundamento más sólido de la esperanza cristiana, ya que la configuración con Cristo elimina radicalmente toda diferencia entre el presente y el futuro. La filiación divina, obtenida por la fe, no excluye el juicio futuro, pero garantiza contra una sentencia de condenación.
El amor sólo es perfecto una vez que ha logrado eliminar del alma el temor. Amor y temor son incompatibles. Donde hay temor no puede haber amor; al menos amor perfecto (v.18). San Juan habla de la incompatibilidad del amor de caridad propiamente dicho con el temor. Sin embargo, el temor es algo inherente a toda criatura al hallarse delante de Dios. El cristiano sabe que es hijo de Dios y que ha sido configurado a imagen de Cristo. Sabe que, si es fiel a los preceptos del Señor, obtendrá el cielo. Pero, a pesar de todo, no puede eliminar totalmente el temor ante el Juez soberano. Es necesario que la caridad obre sobre los pensamientos y sentimientos del cristiano y vaya modificando poco a poco sus reacciones. A este propósito comenta San Agustín: "El temor no se da en el amor. Pero ¿en qué amor? No en el amor imperfecto. ¿En cuál, pues? En el amor perfecto, que expulsa el temor. Por consiguiente, es el temor el que comienza, pues el comienzo de la sabiduría es el temor de Dios. El temor, en cierto sentido, prepara el sitio al amor. Pero una vez que el amor comienza a habitar (en el alma), el temor que le había preparado la morada es arrojado fuera. Cuanto más crece el amor, más decrece el temor; cuanto más interior se hace el amor, tanto más es echado el temor. A mayor amor, menor temor; a menor temor, mayor mor. Pero, si no hubiera ningún temor, no tendría por qué hacer su entrada el amor. El temor es un medicamento; la caridad, la salud".
La caridad implica unión y comunión con Dios, que engendra en el fiel una respetuosa y confiada osadía en sus relaciones con el padre celestial. El temor, por el contrario, separa, aleja y hace desconfiar de Dios. Se trata aquí del temor servil, que supone castigo (v.18) y es propio de los esclavos. Este temor es del todo incompatible con el amor propio de los hijos de Dios.
Los teólogos, además del temor servil, distinguen el temor inicial, por el que se teme la culpa y la pena; el temor filial, por el que se siente dolor de la culpa cometida, y el temor reverencial, por el que el alma comprende toda su debilidad en presencia de la majestad infinita de Dios. El temor servil no es compatible con la caridad, pero puede introducirla en el alma. Por eso enseña el concilio Tridentino que de ordinario la justificación del hombre comienza por el temor del infierno. El temor inicial también se puede dar con la caridad, pero va disminuyendo a medida que crece la caridad. El temor filial es tanto más grande cuanto mayor es la caridad. Otro tanto podemos decir del temor reverencial, que permanece incluso en el cielo y crece con la caridad.
San Juan concluye su tesis sobre el amor fraterno dando las razones por las cuales los cristianos han de amar. En primer lugar, los fieles han de amar a Dios porque El les amó primero (v.19), con un amor sumo, gratuito y misericordioso. Si Dios, que es amor, nos ha amado tanto y nos ha manifestado primero su amor infinito, invitándonos a amarle como El nos ha amado, hemos de responderle amándole cada día más intensamente. Hemos de dejar desplegarse nuestra redamatio en una plena confianza. Por el hecho de que Dios haya tomado la iniciativa amándonos por razón de su generosidad y fidelidad sin límites, podemos estar seguros de que su amor será permanente, y que, por consiguiente, no tenemos nada que temer. Esto debe infundir en nuestra alma una confianza (pa???s?a) filial, porque sabemos que Dios nos ama real y entrañablemente. La caridad perfecta es, además, un abandono en el amor divino.
Pero que nadie se engañe creyendo presuntuosamente poseer la caridad perfecta. Por eso, San Juan recuerda el criterio infalible del amor perfecto: el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve (v.20). La caridad fraterna está en íntima correlación con el amor de Dios. El amor de Dios es inseparable del amor al prójimo. Pretender que el primero puede existir sin el segundo es una mentira. El que afirma que ama a Dios, ha de amar también al prójimo, porque, de lo contrario, se equivoca: no se puede amar a Dios sin amar al prójimo.
San Juan seguramente se refiere a los falsos doctores, que pretendían amar a Dios y aborrecían a sus hermanos. Obrando así se equivocan, porque nadie puede amar verdaderamente al divino Redentor si odia a los que El redimió con su sangre.
El pecado de mentira tiene para el apóstol una gravedad especial. No porque sea un pecado capital o incluso mortal, sino porque el que miente viene como a pasarse al bando del diablo, el mentiroso por excelencia. Es ésta, según San Juan, una de las notas características de los herejes que él combate. El castigo de éstos será el de ser precipitados en el estanque de fuego."
Semejante severidad se comprende mejor si tenemos presente la doctrina de San Juan sobre el antagonismo entre el espíritu de verdad y el espíritu de mentira, entre la luz y las tinieblas. También la literatura de Qumrán divide la humanidad en dos bandos: de una parte están los hijos del espíritu de verdad, del ángel de la luz; del otro están los hijos del espíritu de mentira, del ángel de las tinieblas. Ambos bandos se combaten encarnizadamente hasta el momento preestablecido por Dios, en el cual Dios destruirá la maldad y sus seguidores.
San Juan estigmatiza al mentiroso con tanta fuerza como Jesús condenaba a los fariseos hipócritas. Para el apóstol es una grave mentira afirmar que se ama a Dios cuando no se ama al prójimo, porque es imposible excluir al prójimo de la caridad. El que no ama a su hermano, con el cual continuamente convive, que es semejante o inferior a él y al que puede exteriorizar en cualquier momento su amor, mucho menos puede amar a Dios, siempre invisible, infinito y, sobre todo, porque Dios ha dispuesto que el amor hacia Él y hacía el prójimo estén íntimamente unidos, sean inseparables.
A la imposibilidad de separar el amor de Dios del amor del prójimo añade San Juan el argumento final: Nosotros tenemos de El este precepto, que quien ama a Dios ame también a su hermano (v.21). Es voluntad expresa de Dios, manifestada mediante un precepto explícito, categórico, dado por Jesucristo y los apóstoles. San Juan alude probablemente a los dos grandes mandamientos de que nos habla Jesucristo. Los sinópticos, propiamente hablando, no nos transmiten ese mandato tal como es formulado por San Juan. El cuarto evangelio enseña en varios lugares que amar a Dios es observar sus mandamientos, el primero de los cuales es el amor fraterno. San Juan, lo mismo que San Pablo, reduce la ley evangélica a un solo precepto: el del amor al prójimo. Debemos amar a Dios ante todo; pero este amor de Dios se realiza, se lleva a efecto, por disposición divina, amando al prójimo. En el prójimo hemos de amar a Dios, cuyo hijo es el prójimo, y como tal, hermano nuestro. Porque todo amor, para ser santo, ha de fundarse en Dios.
1Jn 5. Introducción
El apóstol San Juan pasa a hablar, en el capítulo 5, de la fe en Jesucristo y de las ventajas que ella procura (?.?-?ß). En los v.14-hace ver como la fe es la raíz de la caridad fraterna y cómo ésta no puede existir sin el verdadero amor de Dios. La fe es el criterio de nuestra filiación, y la filiación es la razón profunda del amor. La fe y la caridad son, por consiguiente, correlativas: en donde se da verdadera fe, se lleva a cabo una verdadera regeneración espiritual y se engendra la caridad. Sin embargo, la fe, en cuanto tal, es una causa dispositiva de la gracia.
La fe, que es criterio de nuestra filiación divina, es la que confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios (v.1). Admitir esto es creer en la divinidad de Jesucristo y en su encarnación, es considerarlo como revelador del Padre y Salvador del mundo. Pero no se trata únicamente de reconocerle en lo que es, sino de someterse a Él y de vivir unido a El.
El que cree en la divinidad de Cristo es señal de que ha nacido de Dios. Sin la fe no se da la filiación divina ni la caridad. El nacimiento sobrenatural implica la caridad fraterna, pues establece entre los creyentes los lazos de una misma vida. No es posible amar a Dios, autor de nuestra regeneración espiritual, y odiar a los que Él ha regenerado. El amor que tenemos a Dios se extiende hasta sus hijos. El que odia a sus hermanos no posee en sí la vida eterna. Todo el que cree en Dios ha de amar a los hijos de Dios, pues son sus propios hermanos.
El cristiano es esencialmente el hombre nacido, engendrado de Dios (t?? ?e?e???µ???? e? a?t??). Dios le ha dado una nueva vida: la vida de la gracia. Pero, a diferencia de la generación humana, el cristiano no cesa de recibir durante toda su existencia el ser y la vida divina de su Padre. El cristiano continúa renaciendo incesantemente de Dios, que es su verdadero Padre.
La expresión todo el que ama al que le engendró (v.1) trae a la mente la piedad filial, el amor de todo hijo por su padre. Si, pues, los que están unidos por los lazos naturales de la carne y de la sangre se aman con un amor natural muy intenso, ¡cuánto más tendrá que amar un cristiano a su Padre celestial, que le ha dado la vida espiritual, la conserva y, finalmente, le concederá la vida eterna! Y si ama al Padre celeste, también tendrá que amar a los que han nacido de Él, es decir, a todos los demás cristianos. Ha de amarlos por amor de Dios, porque sabe que está unido a ellos por la misma naturaleza y posee la misma gracia. Además, Dios, nuestro Padre, habita continua y personalmente en todo verdadero cristiano, vive en él. La gracia, participación de la misma naturaleza divina, establece una relación íntima entre Dios y el fiel. Funda una semejanza entre Dios y el cristiano que es también motivo de amor.
La fe engendra, por consiguiente, nuevas relaciones de fraternidad entre los cristianos, porque establece entre ellos estrechos lazos de parentesco espiritual.
Según 1Jn 4, 20, el amor fraterno era el criterio del amor de Dios. Aquí (v.2), por el contrario, el amor de Dios es el criterio del amor fraterno. Ambos son inseparables. La ausencia de uno será signo cierto de la falta del otro. En cambio, la presencia de uno implicará necesariamente la existencia del otro. Los dos se completan mutuamente, porque en realidad sólo existe un verdadero amor: el ágape con que Dios se ama y nos ama a nosotros.
Pudiera parecer que San Juan da como criterio de la verdadera caridad fraterna un signo incontrolable: el amor de Dios. Sin embargo, el apóstol precisa inmediatamente que el cumplimiento de los mandamientos de Dios será la prueba auténtica de la existencia de la caridad fraterna. De donde se sigue que el cristiano que observa los preceptos divinos demostrará poseer el verdadero amor de Dios. Y siempre que n hacemos un acto de amor a Dios conocemos que poseemos el amor que nos une a nuestros hermanos, es decir, que el amor a Dios comporta también la caridad para con los hermanos, por consiguiente, siempre que se da verdadero amor de Dios -éste se conoce por la práctica de los preceptos- podremos tener la seguridad de que también el amor fraterno es auténtico. Pocos textos bíblicos hay tan decisivos como el nuestro para demostrar el carácter sobrenatural del amor al prójimo en la Iglesia de Cristo. El amor fraterno no puede existir sino en un alma virtuosa y que pertenece a Dios.
El amor a Dios se ha de manifestar en la práctica de los mandamientos, o sea, en las obras (v.5). El apóstol no precisa de qué mandamientos se trata, pues los fieles ya lo sabían. El libro de la Sabiduría ya había dicho que el amor consiste en la observancia de las leyes. Jesucristo también insiste en el cumplimiento de sus preceptos, pues no basta con escuchar las enseñanzas del Maestro y creerlas, sino que es necesario ponerlas en práctica.
San Juan añade, como para animar a los fieles, que los preceptos del Señor no son pesados, como se podría suponer. Dios no impone a sus hijos cargas demasiado pesadas. Los preceptos inculcados por la 1Jn: creer en la encarnación redentora de Cristo, en el amor del Padre y de Jesucristo por nosotros, amar a Dios y a los hermanos, son fáciles de cumplir. La religión del Antiguo Testamento se fundaba sobre todo en el temor; la del Nuevo Testamento, en el amor. Jesús reprocha a los fariseos en el Evangelio el imponer fardos demasiado pesados a sus adeptos. En cambio, El declaraba que su yugo era suave y ligero. La Ley Antigua era pesada porque hacía conocer el pecado sin dar las fuerzas para evitarlo; la fe de Cristo, por el contrario, unida a la caridad, hace ligera la ley y da las fuerzas necesarias para observar los preceptos. Para el que ama, el cumplimiento de los preceptos resulta fácil y agradable. El discípulo de Cristo no es un esclavo que se mueve por el temor. Es un hijo que corre hacia su Padre movido y sostenido por el amor. El amor allana todas las dificultades por grandes que sean y aligera el peso de los preceptos divinos. Por eso dice San Agustín: "En lo que se ama no se encuentra trabajo, o bien se ama el trabajo". Y comentando nuestro pasaje, añade: "Ama y haz lo que quieras".
El cumplimiento de los preceptos no es cosa pesada para los hijos de Dios, porque la gracia que nos hace hijos de Dios nos da también la fuerza para superar las concupiscencias del mundo, y hace ligeros y fáciles los mandamientos divinos. Por lo cual el cristiano puede en cualquier momento vencer al mundo (v.4), es decir, vencer todas las malas tendencias que le incitan al pecado. Y esta victoria sobre el mundo la obtiene el cristiano mediante la fe: Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. El principio de la fuerza que nos lleva a la victoria es la fe. Esto lo atestiguan bien claramente las actas de los mártires, en las cuales se contemplan los milagros obrados por la fe. La fe es, en el verdadero cristiano, victoria y vencedor a un mismo tiempo. Con la fe obtiene la victoria sobre sí mismo y sobre el mundo, a imitación de Cristo. Y esta victoria sobre el mundo es también una victoria sobre el demonio, porque para San Juan el mundo está dividido en dos campos: de un lado está Cristo con los suyos, del otro está el diablo con sus partidarios.
1Jn 5, 5-12. Se debe creer en el testimonio de Dios
El apóstol nos habla en esta narración de los fundamentos de la fe, es decir, del testimonio divino en el cual se funda la fe. En el versículo anterior afirmaba que el que ha nacido de Dios, el cristiano justificado, ha vencido al mundo por medio de la fe. Ahora declara ya más en particular que la verdad que les ha dado la victoria es el creer que Jesús es el Hijo de Dios (v.5). Sin la fe en Cristo no se da filiación divina, y sin filiación no hay fuerza para vencer. La fe proporciona a los cristianos el ideal sublime por el que han de luchar y les confiere el auxilio de la gracia divina.
En los v.6-12, San Juan prueba con un triple testimonio que Jesucristo es verdaderamente Hijo de Dios y que la fe en Él nos consigue la vida eterna. El apóstol insiste en la identidad del Jesús histórico con el Hijo de Dios. Esta verdad era una de las fundamentales de la religión cristiana. Sólo el que crea en esta verdad de fe podrá vencer al mundo.
Jesucristo vino al mundo para cumplir la misión redentora que le había encomendado su Padre por medio del agua y de la sangre (v.6). Estos elementos, agua y sangre, fueron empleados por Cristo como medios de salvación. San Juan viene como a personificar cada uno de estos elementos, constituyéndolos testimonios de Jesucristo. Ellos son los que testifican que Cristo es el Hijo de Dios.
Las palabras del apóstol agua y sangre han recibido diversas interpretaciones. La mayoría de los autores cree que el agua aludiría al bautismo de Jesús, y la sangre, a su muerte en la cruz. En cuyo caso, el autor sagrado querría decir: Jesús ha manifestado a los hombres la divinidad de su misión al principio de su vida pública, cuando en su bautismo se oyó la voz del Padre, que decía: "Este es mi Hijo muy amado". Esta proclamación divina, lo mismo que el descenso del Espíritu Santo sobre El al salir del agua, no sólo revisten el carácter de testimonios, sino que son al mismo tiempo la explicación de su misión divina. Pero también la sangre ha dado testimonio de la divinidad de Jesús con diversos milagros. A la muerte de Jesús sobre la cruz, el velo del templo se rasgó en dos partes; la tierra tembló y se hendieron las rocas; se abrieron los sepulcros y resucitaron los cuerpos de muchos santos. El centurión y los que guardaban a Jesús, maravillados sobremanera de todo lo que había sucedido, confesaron la divinidad de Jesús. Por consiguiente, el bautismo de Cristo y su muerte en la cruz vienen como a encuadrar y resumir toda la vida de Jesús y su Admisión redentora. Pero San Juan, como queriendo recalcar todavía más esta idea, añade seguidamente: Jesucristo vino no en agua sólo, sino en el agua y en la sangre. Con cuya afirmación probablemente quiere enseñar que el mismo Cristo del bautismo fue el que murió en la cruz para combatir los errores de Cerinto y demás seudoprofetas, los cuales afirmaban que quien murió en la cruz no fue el Hijo de Dios, sino el hombre Jesús.
Otros autores, siguiendo a San Agustín, piensan que el apóstol alude al agua y a la sangre que salieron del costado de Cristo ya muerto sobre la cruz. Cristo habría venido por medio del agua y de la sangre salidas de su costado para testificar la realidad de su naturaleza humana. Sin embargo, hay una grave dificultad que se opone a esta interpretación de San Agustín: la efusión de la sangre y del agua, después de la lanzada dada por el soldado romano, se produjo en el cuerpo muerto de Jesucristo. En cambio, nuestra epístola nos habla más bien de Jesucristo vivo, que vino por el agua y la sangre. Para otros escritores, el agua y la sangre serían meros símbolos o figuras de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía. Estos dos sacramentos también testifican, cada uno a su manera, la inmensa caridad de Cristo para con los hombres y su divinidad.
La primera interpretación nos parece la más probable. Sin embargo, no hay que olvidar el simbolismo joánico, que muy bien pudiera implicar las tres interpretaciones. Cristo habría venido por el bautismo en el Jordán y por la muerte sobre la cruz. Pero también habría venido por el agua y la sangre que fluyeron del costado de Jesús, y en las que la Iglesia antigua ha visto los símbolos de los dos grandes sacramentos cristianos: el bautismo y la eucaristía.
También el Espíritu Santo testifica continuamente en la Iglesia en favor de Jesús, afirmando que Cristo es el Hijo de Dios y el Redentor del mundo. El mismo Jesucristo había predicho este testimonio del Espíritu Santo. El Espíritu divino transforma a los apóstoles y les infunde nuevo valor para dar testimonio de Cristo incluso derramando su sangre. Este mismo Espíritu convierte el escándalo de la cruz en la victoria por excelencia de Cristo sobre el demonio. Esto es lo que conviene precisamente al Espíritu de la verdad, el cual posee la verdad divina y la transmite fielmente. Y si el Espíritu es la verdad, no puede testificar nada falso. De ahí que debamos creer el testimonio que el Espíritu da de la venida de Jesucristo. Dio testimonio de Cristo en el bautismo apareciéndose en forma de paloma. Lo dio también solemnemente el día de Pentecostés apareciendo en forma de fuego, instruyendo y confirmando a los apóstoles. Y da continuamente testimonio de Cristo en la historia de la Iglesia con sus carismas y con su obra santificadora.
Muchos Padres han dado del presente versículo una explicación trinitaria, a la cual no parece ajeno el Comma loanneum, que fue interpolado en el v.7. Del Comma loanneum ya hemos hablado en la introducción a San Juan (p. 184-186).
A continuación, el apóstol nos presenta tres testigos: el Espíritu, el agua y la sangre (v.7-8), que testifican unánimemente en favor de la divinidad de Jesucristo y de su misión redentora. El testimonio en San Juan tiene siempre una finalidad determinada: es una invitación a creer. Guando el Señor exige de nosotros la fe en su divinidad presenta siempre testigos que apoyen esa fe. Según la Ley mosaica, eran necesarios dos o tres testigos para constatar con certeza una cosa. San Pablo recurre también a esta disposición legal, y lo mismo hace Cristo. Aquí también San Juan aduce el testimonio de tres testigos: el Espíritu, el agua y la sangre, que garantizan en óptima forma -según lo estipula la Ley mosaica- la filiación divina de Cristo y su misión redentora. Y estos tres testimonios convienen en la testificación que dan en favor de Jesús.
El Espíritu Santo testifica mediante su acción en el alma de los fieles y por la asistencia que presta a la Iglesia. El agua da testimonio en el bautismo de Jesús. La sangre de Cristo derramada sobre la cruz, más elocuente que la de Abel, atestigua también la filiación divina de Jesús. Estos tres testigos simbolizan al mismo tiempo la unción del Espíritu al recibir el catecúmeno la gracia de la fe, el bautismo cristiano y la eucaristía, que a su vez dan testimonio de la encarnación por medio de sus efectos espirituales.
Si, pues, aceptamos un triple testimonio humano para confirmar la verdad de algo, ¿por qué no hemos de aceptar el testimonio de Dios, que es mayor, el cual ha testificado de su Hijo? (v.9), se pregunta San Juan. Si Dios ha dado testimonio, no se puede rehusar, porque procede de la misma Verdad, y no puede ser falso. El testimonio del que habla aquí el apóstol es el que Dios ha dado en favor de Jesús, atestiguando que era verdaderamente Hijo de Dios, como ya ha dicho en los v.7-8. No se trata de un nuevo testimonio, sino que el apóstol quiere significar que, a través del testimonio de la fe y de los sacramentos, Dios mismo continúa -el perfecto µeµa?t????e? indica que el testimonio aún perdura en sus efectos- dando testimonio en favor de su Hijo. Por medio de esta testificación, el testimonio dado en el Jordán y en el Calvario continúa actualizándose en nosotros.
Algunos autores, como J. Huby, Bonsirven, Schnackenburg, piensan que el v.8 comenzaría una nueva sección. Y para Bonsirven esta nueva sección hablaría del testimonio que el Padre da en favor del Hijo en el interior de las almas. Se trataría de un testimonio interior más indiscutible que el testimonio exterior del Espíritu, del agua y de la sangre. Sin embargo, como no hay ningún indicio de cambio de tema, es mejor ver en este testimonio divino una continuación y un ahondamiento conforme al gusto de San Juan. El v.9 se puede considerar como un resumen o una conclusión de lo que precede. El apóstol reduce los diferentes testimonios a uno solo: al testimonio del Padre. El testimonio de Dios equivale, por consiguiente, a los tres testimonios precedentes: el Espíritu, el agua y la sangre. Pues es Dios el que testifica por medio de la fe y de los sacramentos, que esos testimonios simbolizan.
En el v.10, San Juan contrapone el creyente al incrédulo. El que cree en el Hijo de Dios, es decir, el que profesa la verdadera doctrina sobre la encarnación y la divinidad de Cristo, posee el testimonio de Dios en sí mismo. El verdadero creyente ha recibido y aceptado el testimonio de Dios como auténtico y lo conserva en su alma como prenda de salvación. Para ciertos autores, este testimonio sería de orden interno. Produciría en el alma el acto de fe, el cual sería como el principio de su vida. Y el cristiano con su vida santa esparciría en torno suyo esta verdad y daría testimonio de ella. Sin embargo, otros autores, con mayor razón a nuestro parecer, sostienen que el testimonio del v.10 es también un testimonio externo. Es la revelación divina asimilada por la fe. Y esta revelación divina interiorizada por la fe es fuente de vida para el creyente y es la que impulsa al cristiano a dar una respuesta a ese testimonio divino que, viniendo de fuera, obra en el interior de su alma.
Por el contrario, el que no cree en la divinidad de Cristo, considera a Dios embustero, porque no admite el testimonio divino con el cual El ha declarado que Cristo es su Hijo. El testimonio del Padre es tan manifiesto, que el no aceptarlo es rechazar la veracidad divina, no dar fe a Dios. La fe es un homenaje a la veracidad divina; la incredulidad es un insulto a Dios. El ser humano debe creer en la divinidad de Cristo, en el testimonio que da Dios sobre su Hijo, porque de lo contrario se juzga a sí mismo y se dispone a caer en la muerte eterna.
El testimonio de Dios se reduce a esto: que Dios, al darnos al Hijo, nos ha dado la vida eterna (v.11), es decir, la vida de la gracia y de la gloria, porque ambas se encuentran en el Hijo. Los fieles han de participar de esta vida uniéndose por medio de la fe y de los sacramentos al Verbo encarnado. El cristiano que posee la gracia, posee ya la vida eterna al menos en estado incoativo, porque la gracia es el germen divino que florecerá plenamente en la gloria. El apóstol enseña que esta vida es propia del Padre y reside en el Hijo. Y como el Hijo es quien nos la comunica, demuestra con esto que es ciertamente el Hijo de Dios encarnado. De donde se deduce que, siendo el Hijo el Mediador único de esta vida, es necesario estar en comunión vital con el Hijo para obtener la vida. Es necesario creer que Jesús es el Cristo, el Verbo encarnado, porque sólo el que está unido a Cristo por
la fe posee la vida.
Si en Jesucristo está la vida, se sigue que el que tiene al Hijo tiene la vida; y, en cambio, el que no tiene al Hijo de Dios, tampoco tienen, la vida (v.12). La expresión tener al Hijo es equivalente a creer en el Hijo. Pero también implica la unión con Cristo mediante la gracia y la caridad. Tener al Hijo, en este sentido, es poseer la vida en el sentido pleno de la palabra. Y creer en Cristo es ya poseer la vida eterna.
1Jn 5, 13. Objeto de la carta
La conclusión de esta epístola es semejante a la del cuarto evangelio. La finalidad, sin embargo, no es exactamente la misma. San Juan escribe el evangelio para conducir a sus lectores a la verdadera fe, a fin de que, creyendo en Jesús, Hijo de Dios, obtengan la vida. La epístola, en cambio, se propone hacer conocer a los cristianos las riquezas de la vida eterna y señalarles los criterios por los cuales podrán conocer que poseen la vida eterna.
La intención del apóstol en esta conclusión (v.15) es el asegurar a los fieles que ellos poseen ya esa vida eterna por el mismo hecho de que creen en el nombre del Hijo de Dios. Porque el saber que poseen esa vida les dará fuerzas para defender ese supremo bien de las asechanzas de los seudo profetas y falsos doctores.
Los ?. 14-21 del capítulo 5 forman una especie de epílogo. Ha habido autores que los han atribuido a una mano diversa de la de San Juan. Sin embargo, son conjeturas aisladas que tienen poco fundamento. En el siglo II, Clemente Alejandrino y Tertuliano atribuyen expresamente a San Juan este epílogo al citar algunos versículos de esta sección bajo su nombre. Además, el vocabulario y el estilo son propios de San Juan. Y las ideas también, si bien aparecen algunas que pudieran llamarse nuevas: la oración por los pecadores (v.16) y la exhortación a guardarse de los ídolos (v.21).
Se puede suponer que San Juan, después de haber terminado la epístola (v.13), se da cuenta que aún le queda algo que decir, lo mismo que sucede en el cuarto evangelio. Consta de dos partes: habla primero de la eficacia de la oración (v.14-17) y luego exhorta a los fieles a evitar el pecado y a tener fe en Dios a fin de obtener la vida eterna (v. 18-21).
1Jn 5, 14-17. La oración por los pecadores.
La fe confiere al cristiano una santa audacia mediante la cual se atreve a dirigirse al Señor, seguro de que cualquier cosa que le pida en conformidad con la voluntad de Dios se lo concederá (v.14). Esta es la verdadera norma de la oración: pedir según la voluntad de Dios, que es, a su vez, la norma de nuestra vida. Cuando el fiel cree sinceramente en Cristo y posee en sí la vida, puede pedir al Señor con plena confianza. El ciego de nacimiento de que nos habla el cuarto evangelio, también sabía que Dios escucha al que posee el temor de Dios y cumple su voluntad. El Padre ha prometido, por boca de Cristo, que nos concederá todo lo que le pidamos en nombre de su Hijo. San Pablo también enseña que "el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene". Porque el que pide para dar satisfacción a sus pasiones, no pide conforme a la voluntad de Dios. En cambio, el justo, por la absoluta conformidad que tiene con la voluntad de Dios, obtiene todo lo que pide, no sólo en cosas espirituales, sino también en cosas temporales.
Por la plena confianza que tenemos en Dios y por el hecho de que conocemos la eficacia de la oración cristiana, podemos ya considerar como obtenido lo que hemos pedido incluso antes de que Dios nos lo haya concedido (v.15). Sabemos por experiencia, y, por lo tanto, con certeza, que lo pedido ya lo poseemos. Los cristianos, hermanos de Cristo por la gracia, pueden tener la misma seguridad que su Maestro -siempre que pidan en conformidad con la voluntad divina- de que Dios les concederá lo que piden. A propósito de esto decía Jesús: "Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo ya sé que siempre me escuchas". Algo parecido puede decir el fiel, pues ha recibido de Cristo la promesa de ser escuchado: "Todo cuanto con fe pidiereis en la oración lo recibiréis".
La confianza filial que el fiel ha de tener en la oración se extiende todos los cristianos y debe animarles a orar por los que han caído n pecado. Porque, como dice Santiago, "quien convierte a un pecador de su errado camino salvará su alma de la muerte". San Juan exhorta a sus lectores a orar por los pecadores, pues así alcanzaran vida para los que no pecan de muerte (v.16). El apóstol distingue, en los v.16-17 dos especies de pecados: pecado para muerte y pecado que no es para muerte. En el Antiguo Testamento, pecado para muerte designaba una transgresión a la que se castigaba con la pena de muerte. De aquí proviene la idea de pecados para muerte o de pecados mortales. ¿De qué pecado se trata en nuestro texto? Han sido muy diversas las interpretaciones. Tertuliano identifica el "pecado para muerte" con los pecados irremisibles por la penitencia eclesiástica. Estos eran, para Tertuliano montañista, la idolatría, la apostasía, la blasfemia y el homicidio. Ha habido también otros Padres que identifican ese "pecado para muerte" con alguno de los pecados que fueron considerados en la antigüedad -al menos por algunos- como irremisibles.
El pecado ad mortem de nuestro pasaje parece designar no solamente un pecado muy grave, sino también un pecado que hace perder la vida divina de una manera definitiva. Se trata sin duda del pecado de apostasía, por el cual el fiel se aparta voluntariamente de la luz para volver a las tinieblas, renunciando de esta manera a su fe. El pecador que ha cometido esta falta se separa totalmente de Cristo y se convierte en sarmiento seco, bueno para el fuego. Este pecado ad mortem recuerda el pecado contra el Espíritu Santo y el pecado irremisible de la epístola a los Hebreos. La apostasía, sobre todo cuando es obstinada, es indudablemente uno de los pecados más graves, en especial cuando es voluntaria y después de haber experimentado los dones de la gracia divina. Tal sucedía con aquellos apóstatas obstinados a los cuales alude San Juan en este y en otros pasajes de su primera epístola.
El apóstol no prohíbe en absoluto orar por los apóstatas, ni tampoco afirma que tales oraciones nunca serán escuchadas, sino que advierte simplemente que su recomendación no se refiere a tales pecadores. Y da a entender que las oraciones hechas por ellos serán más difícilmente escuchadas a causa del endurecimiento en el mal de aquellos que abandonan a Cristo y a su Iglesia. Sin embargo, San Juan no dice que este pecado sea absolutamente irremisible, pues en otros lugares enseña que la redención es universal. El apóstol exhorta a pedir por los que caen en pecados que no son ad mortem, porque la oración respecto de estos pecados será más eficaz. El pecado que no es para muerte se refiere probablemente a una falta que ha hecho perder la vida de la gracia al cristiano. Pero este cristiano todavía conserva la fe, principio y condición de la filiación divina. Un tal pecador todavía se puede convertir y obtener la salvación. En cambio, el pecado que es para muerte parece designar no un acto, sino un hábito o estado pecaminoso en el que se persiste voluntariamente.
El papa San Gelasio define el pecado ad mortem y el pecado que no es ad mortem de esta manera: "Hay un pecado ad mortem para los que perseveran en el mismo pecado, y hay un pecado non ad mortem para los que se alejan del pecado. Pero no hay pecado por cuya remisión no ruegue la Iglesia o que por su divina potestad no pueda absolver en los que se alejan de él o perdonar en los que hacen penitencia".
1Jn 5, 18-21. Resumen de toda la epístola
Estos versículos resumen toda la doctrina de la epístola en una triple repetición de sabemos (??daµe?), que expresa la certeza llena de confianza del cristiano. El apóstol habla aquí como unido a los cristianos: "nosotros sabemos," "nosotros estamos." Como en los versículos anteriores había hablado del pecado, esto le lleva a hablar de la impecabilidad del cristiano. El fiel nacido de Dios (v.15), mientras se mantenga firme en su condición de hijo de Dios, no pecará, porque lleva en sí el nuevo principio de vida del Espíritu divino. Y si el cristiano coopera con la gracia, no caerá en pecado. El maligno no le podrá alcanzar, porque Jesucristo le guarda de todo mal. El Buen Pastor defiende a sus ovejas del lobo infernal. La asistencia protectora del Hijo de Dios es complementaria de la presencia del Espíritu Santo, de la gracia divina en el alma del fiel.
Existe cierta dificultad por lo que se refiere a la frase el nacido de Dios le guarda. El participio griego ?e????e?s -nacido-, puede referirse al cristiano o bien a Jesucristo. Algunos comentaristas modernos lo refieren al cristiano, y traducen la frase de este modo: "El que nació de Dios (= el cristiano) le es fiel (= se mantiene fiel a Dios)" (Schnackenburg). Pero esta manera de interpretar la frase t??e? a?t?? es bastante extraña y singular. Otros autores en lugar Je a?t?? leen ea?t??, que se encuentra en varios Mss. y es seguido por Von Soden, Merk, Vogels. Estos traducen aí?: "El nacido de Dios se guarda a sí mismo." Es decir, la impecabilidad del cristiano supondría la intervención divina y la cooperación activa del hombre. Así han entendido este pasaje comentaristas antiguos, a los que sigue cierto número de autores modernos. A nosotros nos parece más probable -siguiendo a la mayoría de los autores modernos- la interpretación que refiere el ? ?e????e?? e? t?? 3e??: el nacido de Dios, a Jesucristo, y el a?t?? = le (a él), al cristiano. El Verbo encarnado, el Engendrado de Dios, protege al cristiano de todo mal. El Hijo de Dios viene en auxilio del fiel para que éste no peque y obtenga victoria sobre el maligno que va a nombrar. Existe, además, antítesis entre el Hijo que preserva y el maligno que quiere hacer daño. Esta idea recuerda diversos textos joánicos en los que se habla de este modo. Por otra parte, el fiel es llamado frecuentemente por San Juan ó ?e?e??? µ????, pero nunca se le designa con la expresión ó ?e????e??.
Los cristianos saben -es el segundo sabemos del texto griego- que son nacidos de Dios (v.19). Y, por lo tanto, pertenecen a Dios, forman el rebaño de Cristo, al cual el Buen Pastor guarda con todo cuidado. Sin embargo, a la comunidad de los fieles se opone el mundo tenebroso y rebelde a Cristo, dirigido por Satanás, el príncipe de este mundo, y que incluso reside -según el texto griego- en el mismo maligno. De nuevo encontramos aquí frente a frente los dos bandos irreconciliables: Dios y el mundo-demonio, que se combaten sin descanso hasta el fin.
Los cristiano también saben -es el tercer sabemos- que Cristo los ha salvado viniendo al mundo y haciéndose hombre por amor a ellos. Este es un hecho histórico decisivo, que constituye la esencia misma de la fe cristiana. Y Cristo, al venir al mundo, se ha dignado iluminar nuestra mente para que conozcamos al que es Verdadero (v.20). El objeto del conocimiento de la fe es el Verdadero, es decir, el verdadero Dios. Es ésta una expresión propia del judaísmo, empleada para poner en oposición el Dios verdadero a los dioses falsos, de los cuales va a hablar en el v.21. Dios es el Verdadero por excelencia, porque es el principio de toda verdad. El verdadero Dios es tanto el Padre como el Hijo. El conocimiento del misterio trinitario es un conocimiento unitivo, es una adhesión total del hombre a Dios por la fe, el amor y la sumisión a su voluntad. Y esto se lleva a cabo mediante nuestra inclusión en el Verdadero, es decir, en Jesucristo. El conocimiento (d?????a) nuevo que Cristo nos ha dado es una aptitud especial de la inteligencia para percibir mejor las cosas sobrenaturales. Este conocimiento no es una cosa meramente especulativa, sino que es algo que une a Dios. Esto mismo es subrayado por el verbo ????s??µe? = conozcamos, que es más que saber una cosa; es entrar en comunión vital con Dios. Por eso, dice muy bien a continuación el apóstol: Y nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Jesucristo es el único mediador entre el Padre y los hombres, el que da la vida divina y el que revela al Padre. Todo cuanto los cristianos poseen de sobrenatural se lo deben al Hijo. Porque Cristo es amor y es vida eterna. Es la fuente de donde brota nuestra vida. El constituye nuestra esperanza para la vida eterna. Jesucristo es la fuente de donde mana la vida de la gracia y de la gloria. Este versículo constituye el testimonio más claro de la divinidad de Cristo. Jesucristo es el Hijo de Dios, el Dios verdadero y la vida eterna para los creyentes.
San Juan termina su epístola poniendo en guardia a los fieles contra los ídolos (v.21), que se oponen al culto del Verdadero, porque son engañosos. Esto parece indicar el origen pagano de los destinatarios de la 1Jn y los peligros que les rodeaban. La idolatría se infiltraba solapadamente entre los cristianos sobre todo mediante el culto de los emperadores. En sentido metafórico, ídolos también puede designar el paganismo, o bien los "ídolos del corazón," que apartan al hombre de la verdad. Más probablemente designa a los anticristos, a los apóstatas y a sus falsas doctrinas. Estos, al mismo tiempo que negaban el culto debido a Dios, se construían fetiches, ídolos, con los cuales se esforzaban por introducir ocultamente en el seno de la comunidad cristiana el paganismo.