Sb

Parte Primera: Sb 1, 1-Sb 5, 23. La Sabiduría, Fuente de Felicidad e Inmortalidad

Sb 1, 1-16. Exigencias de la Sabiduría y Origen de la Muerte

Sb 1, 1-11. La sabiduría exige conducta recta

El autor de la Sabiduría dirige en el pórtico de su libro una triple exhortación a los que gobiernan la tierra. La primera dice relación a la voluntad, y le recomienda el amor a la justicia, que es la sabiduría puesta en práctica, o cumplimiento de la ley de Dios. La segunda se refiere a la inteligencia, y la invita a pensar rectamente del Señor, Dios justo, que recompensará las obras de los buenos y castigará las obras de los malvados. La tercera mira al corazón, y le intima la sencillez, que es condición indispensable para agradar a Dios, que tiene sus predilecciones con las almas sencillas y escoge para sus empresas a los humildes de corazón. La exhortación va dirigida especialmente a los que rigen los destinos de los pueblos; son ellos quienes con sus leyes y con su ejemplo deben inducir a los demás a la práctica de la justicia. Pero en el fondo, como advierten los Padres, la invitación se extiende a todos los mortales; todos ellos, dice San Agustín, son "jueces de la tierra, " en cuanto que el amor los levanta sobre las cosas terrenas y humanas.
Quienes cumplen la voluntad de Dios con sencillez y no le tientan llevando una vida impía con la presunción de que es misericordioso y no los castigará, quienes se abandonan confiadamente al Señor y no dudan de su bondad para quienes le aman y cumplen sus mandamientos, fácilmente le hallan, porque El mismo les sale al encuentro y les hace experimentar su amor y su misericordia. Los malvados, en cambio, cuyos perversos pensamientos pondrá de manifiesto en el capítulo siguiente, se mantienen alejados de Dios, Santidad absoluta, incompatible con los pecados del impío, Omnipotencia suprema, que castigará a todos aquellos imprudentes que ponen en tela de juicio su poder para recompensar a los justos o para castigar a los impíos, y se burlaban de la conducta de aquéllos y viviendo tranquilos en sus pecados.
A la vez que da en los versos 4-7 la razón de las afirmaciones precedentes, nos hace unas declaraciones doctrinales que recibirán su plena luz en la revelación del Nuevo Testamento. Constata en primer lugar que la Sabiduría no entra en alma maliciosa ni en cuerpo esclavo del pecado (v.4). Se trata de la sabiduría divina, don del Espíritu Santo que presupone la caridad, la cual es incompatible con el pecado. La mención del alma y del cuerpo obedece sencillamente al paralelismo tan frecuente en los libros sapienciales; una y otro designan al hombre todo él. No hay alusión alguna a la doctrina platónica, según la cual el cuerpo es la fuente de todo mal. Y el Espíritu Santo de la disciplina, añade en seguida el sabio- el Espíritu de Dios, que induce al alma a observar los preceptos de la sabiduría , - detesta toda doblez e hipocresía, como haría patente la actitud de la Sabiduría encarnada con los fariseos, y aborrece tanto los pensamientos de los insensatos, que tan pronto como el hombre les da cabida en su corazón, la sabiduría se aleja sin tardanza de él, no obstante el amor que le profesa y tener sus delicias en estar con los hijos de los hombres.
En los versos siguientes (6b-10), el autor afirma tajantemente que Dios castigará los pecados de pensamiento y de palabra con que el impío injurie a Dios o niegue su protección sobre quienes permanecen fieles a su ley. Y advierte que ninguno que tal hiciere verá pasar lejos de sí la justicia divina, pues Dios, que lo llena todo, ve cuanto contra El pueda el hombre pensar o manifestar con sus palabras. En efecto, el Señor, que es Espíritu, con su omnipresencia llena los cielos y la tierra, de modo que las mismas tinieblas son claras para Él como la luz del día, y con su poder mantiene a todos los seres en su existencia, para que no vuelvan a la nada, y en su unidad a todas las cosas, para que no se disgreguen.
La liturgia cristiana ha tomado estos pensamientos del v.7 para la festividad de Pentecostés, aplicándolos, en sentido acomodaticio, a la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles, que, llenos del divino Espíritu, llevarían el mensaje evangélico al mundo entero. Y por lo mismo que Dios está presente en todas partes y en todas las cosas, penetra lo más íntimo del corazón del hombre, de manera que nada puede escapar a su mirada escrutadora, ni palabra alguna sustraerse a su oído, celoso de su gloria.
Repetidas veces se afirma en las Sagradas Letras que Dios escudriña los riñones y el corazón. Aquéllos son considerados como la sede de los sentimientos y sensaciones más íntimas; el corazón, de la inteligencia y la voluntad. Ambos términos van muchas veces juntos y designan los pensamientos y sentimientos más íntimos del hombre. En consecuencia, ningún pensamiento inicuo ni palabra blasfema puede quedar oculta a los ojos de Dios y sin que a su debido tiempo reciba el oportuno castigo. En la promulgación del Decálogo, Yahvé, al ordenar el culto al Dios de Israel, se presenta como un Dios celoso que castigaría las iniquidades de quienes le odian hasta la tercera y cuarta generación.
El autor de la Sabiduría concluye la primera perícopa de su libro con una exhortación a evitar los pecados de lengua, las murmuraciones inútiles, que no pueden en lo más mínimo hacer daño alguno a Dios, contra quien no pueden prevalecer los consejos y las maquinaciones de los hombres, y sí a quienes las profieren, pues recibirán su castigo. De la lengua embustera dice que da la muerte al alma. No quiere decir que toda mentira prive al hombre de la gracia santificante, que él desconocía. Seguramente se refiere a los razonamientos embusteros del capítulo siguiente, que suponen una vida impía que lleva a la muerte temporal y a la muerte eterna.

Sb 1, 12-16. La muerte no proviene de Dios, sino del pecado

El pensamiento de la muerte, con sus desastrosas consecuencias para el malvado, lleva al sabio a hacer a sus lectores una apremiante exhortación a que observen una conducta conforme a la justicia, advirtiéndoles que no es Dios el autor de la muerte, sino las malas obras quien conduce a ella. El Génesis nos presenta en sus primeras páginas a Dios creando todas las cosas, y en particular al hombre. Al hacerlo se propuso indudablemente su existencia, no su destrucción; y así, al hombre le confiere la inmortalidad y a las cosas las destina a que sirvan perpetuamente de sustento al hombre y le ayuden a conseguir la inmortalidad mediante la práctica de la virtud. De modo que no hay en ellas principio alguno de destrucción que atienda a su exterminio, sino al contrario, ese principio de conservación que observamos en todas ellas. Ni tiene el hades (v. I4d), es decir, los poderes infernales, potestad alguna sobre la tierra y el hombre, pues la justicia no está sometida a la muerte del pecado en esta vida ni a la muerte eterna en la otra, sino que ella conduce a la inmortalidad a los justos, los cuales se encuentran en las manos de Dios, por lo que no los alcanzará el tormento.
La muerte tiene su origen en el pecado cometido en el paraíso a instigación del diablo. Si el hombre no hubiere pecado, hubiera sido inmortal, habría pasado de la tierra al cielo sin morir. Si alguna vez se dice que la muerte viene de Dios o que el Señor quiere la muerte, esto hay que entenderlo en el sentido de que es un acto de justicia que no puede menos de querer. El es infinitamente bueno y misericordioso, pero también infinitamente justo, y, por lo mismo, no puede menos de castigar la transgresión de sus leyes con el castigo merecido. Y son los pecadores quienes con su conducta se exponen a la muerte prematura, con que tantas veces les amenaza el autor de Proverbios, y caminan como de la mano hacia la muerte eterna en la otra vida. El autor sagrado describe con expresiones gráficas el afán con que los malvados se entregan a sus iniquidades, haciéndose por lo mismo acreedores al castigo divino: la llaman con sus palabras y con sus obras (v.16), pues sus murmuraciones y blasfemias, su lenguaje insolente contra los justos, su conducta para con ellos y desenfrenadas orgías, son como un llamamiento que están haciendo continuamente al castigo divino. Como el amante piensa a cada momento en su amada y se desvive por su compañía hasta consumar sus amores, así los impíos están siempre planeando impiedades que les conduce a la muerte, con la que parece han hecho alianza, de modo que en todas sus obras la buscan y con la que un día irremisiblemente se unirán en el hades.

Sb 2, 1-24. Razonamientos de los Impíos y Juicio del Autor Sagrado

Sb 2, 1-20. Pensamientos de los malvados

El autor sagrado nos presenta en este fragmento, uno de los más bellos de todo el libro por su estilo y vigor, los sentimientos de los impíos respecto de la vida presente (1-5), su actitud frente a los placeres de la vida (6-9) y su conducta frente al justo (10-20). Los impíos a que alude aquí el autor podrían ser también judíos apóstatas que, influidos por el ateísmo y materialismo de los epicúreos, abandonaron la ley y las tradiciones patrísticas.
La vida es corta, comienzan diciendo los impíos. Lo afirma también el salmista y lo repetimos cada día los mortales. Añaden que aquélla es además triste; en realidad, el dolor y el sufrimiento parecen muchas veces algo congénito a nuestra vida humana y termina sólo cuando ésta llega a su fin. Ambas cosas proclama Job en su respuesta a Sofar: "El hombre, nacido de mujer, vive corto tiempo y lleno de miserias; brota como una flor y se marchita." Y cuando llega la hora señalada, no hay en el mundo medicina alguna que pueda prolongar su vida sobre la tierra; ni ha habido hombre alguno que haya regresado del hades para gozar de los placeres que no gustó en el transcurso de sus días. La idea de una recompensa en el más allá, que ya se vislumbraba en el horizonte de la revelación, sería objeto de risa y burla para aquellos epicúreos materialistas.
Por lo que toca a nuestro origen, hemos venido a la existencia, piensan los impíos, por un mero azar (v.2), por una reunión fortuita de los elementos que constituyen nuestro ser. Nuestro aliento es humo que se disipa, y nuestra razón una centella que salta con el latido del corazón, órgano motor de la vida psíquica para los epicúreos, de modo que, cuando él deja de latir, el cuerpo vuelve al polvo, y el hálito que respiramos -a eso se reduce para ellos el alma- se disipa como la tenue brisa de una mañana de verano cuando el sol va avanzando en su carrera . Nada, por tanto, queda después de la muerte que pueda continuar gozando o haya de sufrir un castigo. Lo único que podría sobrevivir a la muerte es la buena fama que recomendase nuestro nombre a la posteridad; pero esto, como dice el salmista, está reservado a los justos; por lo demás, no suele soñar con él el espíritu materialista de los epicúreos, y, en todo caso, pasado algún tiempo, todo cae en el olvido. No queda en nuestra mano más que esta vida fugaz, que pasa como la sombra proyectada por una nube que lleva el viento. El sello que hace definitiva e irrevocable una sentencia se pone también a la muerte, de modo que nadie puede cambiar su último destino. "Los materialistas de nuestros días -escribe Lesétre-, esforzándose por dar a la negación de la espiritualidad e inmortalidad del alma una fórmula de apariencia más científica, no se apartan del pensamiento de sus predecesores; que el alma sea una centella producida por la palpitación del corazón, o, como se la define al presente, el conjunto de las funciones del cerebro y la medula espinal, es lo mismo. Pero si con el cambio de fórmula la filosofía no ha ganado nada, se convendrá en que la poesía ha perdido mucho."
Dada la brevedad de la vida y el vacío que en el pensamiento de los impíos sigue a la muerte, no ven otra conclusión lógica que disfrutar de los placeres de la vida presente: "comamos y bebamos, que mañana moriremos" (v.6-8). San Pablo mismo ve natural esta conclusión negada la resurrección de los muertos. Y esto con toda rapidez, dado que la juventud, tiempo el más propicio para gozar de la vida, se marchita pronto como flor primaveral, y con toda intensidad, de modo que ningún placer quede por gustar, como indica la fraseología que el autor sagrado pone en boca de los impíos. El vino simboliza los placeres de la mesa. Los perfumes pueden referirse a la costumbre oriental de mezclarlos con el vino o a la de perfumarse el cuerpo, doble uso que el contacto con los orientales introdujo en los judíos. Las coronas de rosas eran utilizadas por los griegos en sus festines; no es fácil determinar hasta qué punto se introdujo esta costumbre entre los judíos. La voluptuosidad comprende no sólo los placeres sensuales, sino en general todos los deleites. Esta es nuestra porción y nuestra suerte (v.8), pone en boca de los impíos el autor sagrado; los mismos términos que emplea la Biblia para expresar lo que Yahvé tenía que ser para el alma y el corazón de los israelitas, y que en nuestro caso indican hasta qué punto los malvados se entregan y viven para los placeres de la tierra. También la ascética cristiana invita a los cristianos a meditar en la brevedad de la vida y considerar la caducidad de los placeres terrenos, pero con una mira muy distinta a la de los impíos. Nosotros sabemos que a la vida presente sigue otra en el más allá, en la que el hombre será eternamente feliz o eternamente desgraciado. Cada uno ha de merecer en los cortos días de su vida, que, por lo mismo, deberá aprovechar bien, la bienaventuranza eterna, la cual exige en esta vida moderación en los placeres terrenos y a veces renuncias costosas a los mismos.
Él autor de Proverbios afirma que "las entrañas de los malvados son crueles". En efecto, no contentos con seguir sus liviandades, se vuelven crueles e inhumanos con los justos y los débiles (v.10-11). Los grandes libertinos son con frecuencia los más crueles perseguidores. Las primeras víctimas son los débiles, el justo desvalido, la viuda, el anciano, es decir, aquellos que no pueden salir en defensa propia y a quienes, por lo mismo, amparaba la ley mosaica. La impiedad y el libertinaje matan los sentimientos de compasión y caridad que todo corazón noble siente hacia los desgraciados y menesterosos, y, cuando estos sentimientos faltan, la única ley es la de la fuerza; el débil no tiene derecho a vivir y parece destinado a perecer bajo la opresión de los tiranos.
El v.12 presenta la razón de las asechanzas de los impíos contra los justos: la conducta de éstos es un continuo reproche para quienes se entregan a toda clase de impiedades. La mención que hace de la ley indica que el autor sagrado se refiere en particular a los judíos apóstatas. Había en la dispersión judíos que permanecieron fieles-a la ley mosaica y a las tradiciones de los antepasados, sin dejarse corromper por el ambiente pagano en que tenían que vivir. Estos podían gloriarse de poseer el verdadero conocimiento de Dios y ser miembros de su pueblo escogido, a quien habló por los profetas. La conciencia y profundo convencimiento que tenían de esta realidad era lo que los mantenía firmes en su fe aun lejos de su patria. Otros judíos, en cambio, con el tiempo se dejaron influir por el ambiente e ideas de los gentiles y apostataron de la fe de sus padres. Naturalmente, para éstos la actitud de los israelitas fieles a la ley venía a ser un reproche, que por lo continuo y punzante resultaba intolerable. Entonces no queda más que un dilema: o abandonar las impiedades o hacer desaparecer al justo. Lo primero es casi imposible cuando el corazón se ha abismado en el fango de las liviandades; y como el libertinaje se alía fácilmente con la crueldad, los impíos se deciden por la persecución de los justos. Efectivamente, la vida de los israelitas era muy distinta de la de los gentiles, tanto que había provocado una profunda sima entre ambos. La de aquéllos estaba informada por la fe en un solo Dios Padre, que los escogió como pueblo peculiar suyo, y la moral austera del Antiguo Testamento, concretada en los diez mandamientos y toda una serie de preceptos rituales. La de los impíos, en cambio, por un politeísmo que deificaba hasta a los animales más repugnantes y una moral epicúrea y materialista que los entregaba sin control a los placeres de la tierra. Los israelitas, gloriándose en su condición de pueblo escogido y poniendo su esperanza en la inmortalidad feliz que espera a los justos, llegaron a despreciar a los gentiles, considerándolos como algo impuro a que no se puede permitir la entrada en el templo y ni siquiera sentarse con ellos a una misma mesa. En la misma diáspora constituían grupos aparte que no se mezclaban con los gentiles. Estos, por su parte, sentían una repulsa no menor hacia los judíos, odiados y aborrecidos no sólo por los romanos, sino por todas las gentes.
La reacción de los impíos ante los pensamientos y la actitud de los justos es irónica y cruel; ¡cubrámosle de afrentas, se dicen, y condenémosle a muerte, a ver si Dios lo libra de nuestras manos! (v. 19-26). Más de una vez los gentiles y los mismos judíos apóstatas, llevados del odio a los justos, les prepararían intrigas ante los soberanos con el fin de someterlos a los más duros tormentos e inferirles, cuando fuera posible, una muerte afrentosa. El Señor permitía todo esto a sus siervos. Nosotros conocemos el lazo misterioso, que los mismos paganos adivinaron, existente entre la virtud y el sufrimiento. Son las contrariedades lo que fortalecen las virtudes, y aseguran, por lo mismo, un grado de gloria mayor por un acercamiento más próximo al Señor. Por eso Dios librará a los justos de caer en la tentación, pero permitirá las persecuciones, que ponen a prueba y fortalecen su fe y su paciencia.
Llama la atención el parecido de esta perícopa 10-20 con el salmo mesiánico 22 y el poema del Siervo de Yahvé, y la semejanza de actitud de los impíos respecto de los justos a que aquí se alude con la conducta observada con Cristo por parte de sus enemigos.. Debido a ella, un buen número de Padres interpretaron la perícopa en sentido literal del Mesías, viendo en ella una profecía de la pasión. Creemos que, en sentido literal histórico, el autor sagrado se refiere a los israelitas justos, que hubieron de sufrir persecución por parte de los gentiles y judíos apóstatas. Pero teniendo en cuenta que el Espíritu Santo es el autor principal de la Sagrada Escritura, no es difícil descubrir un sentido típico en relación con el Mesías, pues lo que la Sabiduría dice de los israelitas justos se verificó, y de una manera eminente, en Jesucristo. Y considerando las expresiones empleadas por el autor sagrado y su cumplimiento, literal incluso en cuanto a algunas frases, pensamos que el Espíritu Santo, por encima del sentido literal histórico que aquél quiso expresar, incluyó en sus palabras un sentido más pleno y profundo que señalaba al Justo por antonomasia.

Sb 2, 21-24. Juicio sobre los razonamientos de los impíos

El autor del libro emite su opinión sobre los razonamientos de los impíos: se equivocan de lleno quienes así razonan. Y la razón es que los ciega su maldad. Jesucristo decía de quienes no recibieron su mensaje que amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Y San Pablo escribe que los gentiles tenían la verdad aprisionada con sus injusticias. La impiedad del corazón y la entrega a los placeres materiales nublan la inteligencia y le impiden ver la luz de las verdades ultraterrenas. Así, los impíos a que se refirió el autor sagrado no descubren los misteriosos designios de Dios, que permite a los justos los sufrimientos con el fin de que merezcan una felicidad eterna, mientras que ellos juzgan su vida como algo estéril, inútil y necio.
Descorriendo un poco más el velo que cubre los misteriosos designios divinos, el autor sagrado afirma que Dios ha creado al ser humano para gozar de una bienaventuranza inmortal (v.23), de modo que no todo acaba con la muerte, como opinan los impíos, sino que sobrevive a esta vida presente. Y añade que lo ha creado a imagen de su propia naturaleza. En la mente del autor del Génesis, la semejanza radica en la naturaleza racional del hombre. El autor de la Sabiduría, que se coloca en un plano ultraterreno, se refiere a la felicidad eterna y gloriosa en la casa del Padre, eterno e infinitamente feliz y glorioso. San Pedro señalará el último grado de la revelación sobre este particular cuando afirma que hemos sido hechos partícipes de la naturaleza divina.
Pero por culpa del diablo entró la muerte en el mundo. Llevado de la envidia ante el estado de felicidad en que Dios colocó a nuestros primeros padres, tentó a Adán y Eva, que, cometiendo el pecado original, introdujeron la muerte en el mundo. El autor alude al relato del Génesis y designa al tentador por su propio nombre, como lo llamará también después San Juan en el Apocalipsis. Quienes hacen las obras del demonio, concluye, reproducen en sí mismos su imagen, haciéndose hijos suyos. Estos experimentan la muerte del cuerpo, que es común a justos y pecadores, y la muerte del alma, a que en este lugar se refiere el autor, que los priva de la inmortalidad feliz en el más allá.

Sb 3, 1-19. Contrastes Entre la Suerte de los Justos y de los Impíos

Sb 3, 1-12. Primer contraste: Premio eterno de los justos y castigo de los impíos

El capítulo precedente ha presentado la diversa suerte de los justos y la de los impíos en esta vida desde el punto de vista de la felicidad meramente humana: mientras los primeros son vejados y oprimidos, los segundos se entregan a toda clase de placeres y orgías. ¿Dónde está la justicia de Dios? El autor de la Sabiduría ha hallado la solución al problema que atormentaba a Job y Cohelet. A esta vida terrena sucede otra eterna en el más allá, en la que los justos reciben la recompensa de sus trabajos y sufrimientos, y los impíos el castigo de sus impiedades.
Las almas de los justos, comienza afirmando el sabio, están bajo la protección de Dios. Lo están en esta vida, por lo que las persecuciones y sufrimientos no hacen sino fortalecer más y más sus virtudes y hacerles merecer una mayor gloria. Lo están en la otra, en que reciben del Señor una felicidad plena y eterna que nadie puede arrebatarles.
A los ojos de los necios, que carecen de fe y esperanza en el más allá; de los impíos perseguidores, que les dieron muerte, los justos parecen haber acabado sus días para siempre, y tienen por desdicha un fin que los priva de la única vida y de los únicos placeres que ellos conocen. Pero la realidad, constata el autor sagrado, es muy distinta: la muerte ha sido para ellos el principio de una vida plenamente feliz junto a Dios, llena de paz. En los hebreos, la paz designa todo bien y toda felicidad. El Mesías sería el príncipe de la paz. Los cristianos emplean desde los primeros tiempos de la Iglesia este término en los epitafios a sus muertos, y vienen muy bien en este lugar para designar esa dicha feliz junto a Dios que sigue a la lucha y persecuciones por parte de los impíos.
Los versos siguientes (4-6) ponen de relieve el valor de los sufrimientos de los justos. Estos fueron durante su vida atormentados por los impíos, pero la esperanza en Dios y en una inmortalidad feliz, la conciencia de que la muerte no es más que el paso para entrar en ella, les daba una fortaleza heroica para sufrir con resignación y hasta con alegría los tormentos a que eran sometidos. Era lo que animaba a los jóvenes Macabeos a morir por las tradiciones patrias frente a la persecución de Antíoco; lo que daba energías a aquella madre a que estimulara a sus hijos a que perseveraran firmes en el martirio; lo que impulsó a legiones de mártires a dar la vida en medio de horribles tormentos por Cristo. Los tormentos venían a ser para ellos como un ligero castigo en comparación con la felicidad inmensa que les seguiría, una prueba con la que tenían que demostrar su fidelidad y su amor a Dios, que los haría dignos de Él; castigo y prueba que purificaría sus almas como el oro en el crisol y las presentaba como un sacrificio de holocausto ante el Señor. En este sacrificio no se reservaba parte alguna de la víctima para los oferentes, sino que toda ella era consumida; imagen apta, por lo mismo, para expresar que las tribulaciones, y en especial el martirio, son el sacrificio más perfecto y agradable que el hombre puede ofrecer a Dios. Esta idea inspiraba a San Ignacio de Antioquía aquellos conocidos sentimientos: "Yo soy trigo de Dios. Que yo sea molido por los dientes de las bestias para que venga a ser pan puro de Cristo. Rogad a Cristo por mí a fin de que mediante estos instrumentos venga a ser una hostia."
Los versos 7-9 hablan de la gloria de los justos y nos llevan al final de los tiempos. Cuando Dios les otorgue la gloria inmortal, resplandecerán con todo fulgor en los cielos. Daniel dice que los justos brillarán como estrellas en el firmamento, y Jesucristo que lucirán como el sol en el reino de su Padre. Ellos, que durante su vida mortal fueron vejados y oprimidos como indefensos bajo el poder de los impíos, ahora serán sus jueces; prerrogativa que Jesucristo atribuyó a los apóstoles y San Pablo extiende a todos los cristianos. Los juzgarán no en un juicio de estilo forense, sino con su misma conducta ejemplar, que será un reproche y condenación de los malvados. Y dominarán sobre los pueblos. "A la mañana -escribe el salmista- dominan los justos sobre los impíos, mientras el abismo abre sus fauces y consumirá su lozanía."
El dominio de los justos en la inmortalidad no será un dominio de orden humano y temporal, como el que los judíos esperaban para los tiempos mesiánicos, sino espiritual; reinarán eternamente con Dios en la gloria, a quien Cristo entregará sus poderes cuando haya conquistado todos los redimidos para que sea Dios todo en todas las cosas, Pusieron su confianza en el Señor, el cual les da a entender ahora la razón de su conducta al enviarles sufrimientos mientras los impíos gozaban; fueron fieles a su amor en la tierra y ahora permanecerán eternamente con El gozando de su gloria. Todo lo cual es debido, en último término, a la bondad y misericordia de Dios, que se goza en hacer bien a los elegidos.
Con razón la Iglesia ha escogido para la epístola de la misa de los mártires, fuera del tiempo pascual, la perícopa 1-8. Mientras sus cuerpos eran atormentados por los hombres, sus almas estaban seguras en las manos de Dios. El don de fortaleza de su divino Espíritu los mantuvo firmes en el martirio, y ofrendaron al Señor el holocausto de sus vidas, y ahora reinan con Cristo y gozan de gloria eterna en la casa del Padre. "En unos cuantos versos -escribe Weber-, el libro de la Sabiduría ha resuelto con simplicidad, pero con una claridad hasta ahora desconocida, el problema del sufrimiento, que tanto había preocupado a los otros hagiógrafos, sus predecesores; el cristianismo no tendrá sino que completar estas nociones, añadiendo la idea del valor redentor del sufrimiento de todos (Col 1, 24) y la de la imitación de Cristo crucificado (Lc 9, 23ss), para que tengamos una respuesta satisfactoria a este gran misterio del dolor humano permitido por Dios, y que nuestra sensibilidad rehúye tan obstinadamente."
Por el contrario, los impíos sufrirán el castigo por la actitud malvada que reflejan en sus razonamientos contra los justos (v.10.12). Cometieron un doble delito: despreciaron y persiguieron al justo y se apartaron del Señor; esto podría entenderse de los gentiles, dado que el culto a los ídolos es un apartarse del Dios verdadero; pero es más probable que el autor aluda a los judíos apóstatas, cuya defección tenía que indignar al autor sagrado. Son en verdad desgraciados quienes desprecian la sabiduría y la disciplina, es decir, el conocimiento de Dios y la actitud moral que él lleva consigo. Su esperanza es vana, en contraste con la felicidad eterna, que colma la de los justos; sus trabajos infructuosos, como realizados en pecado, no tienen valor alguno para la vida eterna.
Los efectos de su maldad repercutirán en sus mismos familiares. "La impiedad de los hijos -escribe Lesétre- no es la consecuencia fatal de la iniquidad de su padre, sino el resultado habitual de la educación que ellos reciben y de los ejemplos que tienen ante sus ojos." El hombre impío fácilmente con su ejemplo, cuando no con su persuasión y amenazas, hace a su mujer y a sus hijos partícipes de su maldad. La afirmación es también verdadera en el supuesto contrario. "Los mandos -escribe A Lapide- que quieran a sus esposas y a sus hijos virtuosos y castos, denles ellos ejemplo de honradez y castidad; ellos seguirán este ejemplo, y Dios premiará la rectitud del marido con este premio."

Sb 3, 13-18. Segundo Contraste: Mejor Esterilidad con Virtud que Fecundidad con Maldad

El último verso de la perícopa precedente lleva al autor sagrado a contrastar la suerte de quienes, sin haber tenido posteridad familiar, practicaron la virtud con la de aquellos que, habiendo tenido una numerosa descendencia, se dieron a la impiedad. La Ley presenta la descendencia numerosa como una bendición a los justos en recompensa de su virtud, y la esterilidad como un oprobio y castigo de Dios a los impíos, que quedaban, por lo mismo, excluidos entre los ascendientes del Mesías. Sin embargo, la esterilidad que se abstuvo del pecado y no se contaminó con uniones adulterinas o incestuosas tendrá parte en el premio de las almas justas y gozará, como ellas, de la gloria inmortal. Semejante suerte espera al eunuco impotente para engendrar hijos por naturaleza o por la acción de los hombres. El Deuteronomio lo excluye de la asamblea de Yahvé. Isaías, sin embargo, dice que Yahvé dará un nombre eterno a los eunucos que hicieren lo que es grato al Señor. Nuestro autor dice que los que observaren una vida justa obtendrán un galardón especial y un puesto muy deseable en el templo del Señor (v.14). El Nuevo Testamento encomia, sobre el estado matrimonial, la virginidad voluntariamente abrazada por amor al reino de los cielos, pues une al alma más íntimamente con Dios y deja más libre su corazón para entregarse por su amor al bien de las almas, redimidas con la sangre de Cristo. Estas almas, que se vieron privadas en la tierra de las satisfacciones de la carne, obtienen en ella un sentido y gusto especial por las cosas espirituales, y en el cielo una gloria especial, como dice San Agustín, sobre los demás glorificados. La razón de todo ello es que las buenas obras merecen un premio glorioso, tanto mayor cuanto mayor esfuerzo hubo de poner el justo para realizarlas. La raíz de las mismas, que es la sabiduría, el conocimiento de Dios y cumplimiento de su voluntad, produce frutos de vida inmortal.
En cambio, la descendencia de los adúlteros tendrá la mayoría de las veces un fin funesto en esta vida y en la otra (v.16-18). La ley de Moisés prohibía fueren admitidos en la asamblea de Yahvé ni aun en la décima generación. El sabio dice que no llegarán a la madurez; suelen heredar los vicios de los padres, que debilitan sus energías físicas y les impiden alcanzar una edad avanzada. Y si la consiguen, sus días estarán llenos de deshonra; no hay vicio que repela tanto como la lujuria; su vejez no se verá rodeada de esa estima y reverencia que la acompañan cuando las canas de la ancianidad siguen a una vida virtuosa. Si les sorprendiere una muerte prematura, carecerán de la esperanza de las almas justas; en el día del juicio, en lugar del premio que éstas reciben, ellos obtendrán el castigo de sus liviandades. Dice el salmista que la desgracia mata al impío, y Ben Sirac afirma que el camino de los pecadores está enlosado, pero su fin es la sima del hades.

Sb 4, 1-20. Contrastes Entre la Suerte de los Justos y de los Impíos

Sb 4, 1-6. Tercer Contraste: Más Sobre la Esterilidad con Virtud y la Fecundidad del Pecado

El autor sagrado hace un segundo elogio de la esterilidad con virtud sobre la posteridad numerosa fruto de impiedades. Su memoria, dice, es inmortal. Lo es ante los hombres, que rinden homenaje de admiración a quienes triunfan en la virtud de las almas fuertes, por la que se sienten cautivados aun aquellos que no se sienten con fuerza para practicarla. Lo es ante Dios, que recompensa con una gloria feliz inmortal en la vida eterna a quienes en un matrimonio estéril guardaron la castidad matrimonial, porque vencieron en el combate sin dejarse mancillar. La imagen empleada por el autor (v.2c) es expresiva. San Pablo la repite en sus cartas, y está tomada de la recompensa que se otorgaba al atleta que vencía en la palestra. Con el pecado original se perdió la armonía que existía entre nuestras facultades superiores e inferiores, por la que éstas estaban sujetas a aquéllas, y todas a Dios, y se originó esa lucha tremenda entre la razón y las pasiones que ha convertido nuestra vida sobre la tierra en una milicia, en la que a manera de atletas es preciso luchar especialmente contra el enemigo terrible de la lujuria.
La numerosa descendencia de los impíos, en cambio, será desventurada (v.3-6). No podrán prosperar, porque son como árboles bastardos, que no echan sólidas raíces y son arrancados por el viento antes que maduren sus frutos. Con frecuencia el vicio agota sus energías físicas y son cortos los días de su vida. A veces parecen prometer ciertos frutos de virtud, pero la propensión que heredaron de sus padres al vicio y el mal ejemplo de éstos ahogan los mejores propósitos. Ellos, que llevan sobre sí la impronta de los vicios de sus padres, serán en esta vida oprobio y vergüenza para sus progenitores, y en el día del juicio serán los acusadores de sus pecados ante el tribunal de Dios. El contexto en que están escritos estos versos hace pensar que el autor sagrado tiene en su mente no sólo la ruina temporal, sino también la eterna de los impíos.

Sb 4, 7-19. Cuarto contraste: Muerte prematura del justo y longevidad del impío

Contra las afirmaciones de la perícopa precedente pue4e hacerse una objeción: ¿No mueren también prematuramente los justos y no desaparece a veces pronto su posteridad? Ciertamente, pero la tal muerte, lejos de ser una desgracia para ellos, viene a ser un beneficio. Lo demuestra el autor sagrado con tres consideraciones. En primer lugar, la muerte libra a los justos de los trabajos y persecuciones a que son sometidos en esta vida y les introduce en una vida feliz, llena de paz, junto a Dios. Por lo demás, lo que hace honorable una vejez no es el gran número de años, sino la prudencia con que ha sabido conducirse en la vida y la práctica de la virtud. Aquel, por tanto, que durante una vida corta ha cumplido con perfección admirable la ley de Dios, aunque muera prematuramente, puede ser anciano en la virtud y digno de estima y veneración. La Iglesia ha colocado en los altares a santos como Santa Inés, que da su vida por Cristo cuando comenzaba su adolescencia, y a Santo Domingo Savio, que escala cumbres de la santidad a los quince años. Los mismos paganos opinaban de esta manera: "Nadie ha vivido demasiado poco -escribe Cicerón- si ha finalizado plenamente en sí mismo la perfección de la virtud."
Otra de las razones por las que Dios permite la muerte prematura de los justos es librarlo de incurrir en la maldad y corrupción que le rodea (v. 11-12). El autor comienza aludiendo al caso de Henoc, como indica la correspondencia de las expresiones que emplea con las del Génesis, el cual vivió una vida corta en comparación con la de los otros patriarcas, pero rica en virtud, si bien el autor sagrado habla aquí del justo en general que vive cortos años sobre la tierra. Dios, que lo ama, lo traslada -eso es para él la muerte, el paso de una vida a la otra- a la eternidad para que la impiedad que reina en el mundo no extravíe su alma. En un ambiente corrompido y corruptor, los malos ejemplos y los placeres de la carne pueden arrastrar al mal. Este tiene una fuerza inmensa sobre nosotros cuando tiene como aliado a la concupiscencia, cuyo vértigo, como confirma la experiencia, zarandea y hace sucumbir a espíritus fuertes. No falta cuando el mal se presenta envuelto bajo la capa de bien, y entonces su poder de seducción puede fascinar a los incautos. De este texto se sirven los teólogos para atribuir a Dios el conocimiento de los futuribles, es decir, de los sucesos que hubieren tenido lugar de haberse verificado una condición que de hecho no se verificó. Los comentaristas citan a este propósito un precioso testimonio de Bossuet: "Dios prolonga la vida o la abrevia según los designios que ha formado desde toda la eternidad acerca de la salvación de los hombres; así es por efecto de una predestinación gratuita por lo que conserva la vida de un niño y trunca los días de otro, haciendo, por lo mismo, que uno reciba el bautismo, mientras el otro queda privado de él, o que uno muera en estado de gracia, sin que la malicia haya podido corromperlo, mientras que el otro queda expuesto a las tentaciones en las que Dios ve que va a perecer. ¿Qué razón podremos señalar nosotros a esta diferencia sino la pura voluntad de Dios?" El Tridentino nos enseña la conducta que- debemos seguir frente al misterio de nuestra predestinación: colocar en la ayuda de Dios la más firmísima esperanza. Dios, si no hay fallo por nuestra parte, que ha comenzado en nosotros la buena obra, la llevará a feliz término obrando en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito.
En tercer lugar, quien vivió santamente los días de una vida corta, en realidad, por lo que a la vida del espíritu se refiere, ha recorrido una larga carrera que otros no llevan a cabo en largos años, y ha cumplido su misión en este mundo (v. 13-16). La edad es perfecta, dice San Ambrosio, cuando ha sido perfecta la vida. Una vez realizado el fin de su vida sobre la tierra, Dios, que se complace en el alma del justo, se apresura a sacarlo de ella, con lo que nunca dejará de serle grato. Los mismos paganos decían que aquel a quien aman los dioses muere joven. Las gentes que carecen de la fe en el más allá no comprenden la muerte prematura del justo. Para quienes la vida sobre la tierra es el único bien de que el hombre puede gozar, resulta difícil de comprender la conducta de Dios, que arranca de esta vida prematuramente al bueno y permite que campee largos años sobre la tierra el impío. San Agustín dice que esta actitud de Dios nos debía hacer pensar que los bienes de la tierra son falsos, porque Dios los da a sus enemigos, y que los bienes del cielo son los verdaderos, porque los reserva para sus elegidos, que son objeto de la benevolencia y misericordia de Dios y de su peculiar protección. Y así el justo que muere prematuramente lleno de virtud, condena al impío que vive muchos años en sus pecados, no con sus palabras, sino con su conducta virtuosa, que contrasta y pone al descubierto sus impiedades, condenación más eficaz que la de las mismas palabras.
Por su parte, los impíos, no comprendiendo los designios de Dios en su actitud para con el justo (v.17), se burlan de él. ¡Se dio a la mortificación de los sentidos y de las pasiones, no gustó los placeres de la vida, y, en premio a su virtud, Dios se lo lleva prematuramente! Fue realmente necio e infeliz. Así piensan ellos, pero el Señor se reirá de quienes así discurren, como ya había afirmado el salmista. Nuestro autor acumula expresiones para describir su desgracia. Ellos, que se ensoberbecían y despreciaban a los justos y humildes, vendrán a ser como cadáveres sin honor; para los judíos, verse privados de honrosa sepultura era la mayor ignominia en que podían incurrir. Serán oprobio sempiterno para sus mismos compañeros de infortunio, por quienes serán continuamente despreciados. Dios los quebrantará, sin que puedan ofrecer la más mínima resistencia, y reducirá al silencio de la humillación y la confusión a quienes blasfemaban de Dios y se burlaban de los justos. Abatirá la soberbia y el poder de quienes confiaban en su prosperidad y riquezas, que serán sumidos en la desolación y el dolor más profundos y más desesperantes al ver que su ruina no tendrá ni remedio ni fin.
La Iglesia ha tomado toda esta perícopa, añadiéndole Sb 4, 20-Sb 5, 5, para las lecciones del primer nocturno de confesor no pontífice (segundo lugar), que señala para el oficio de los santos que vivieron un corto número de años. Y nosotros, añade Weber, podemos inspirarnos en ella para consolar a las familias afligidas por la pérdida de un ser querido, para asistir a los moribundos jóvenes en el momento de su paso a una vida mejor, y también para anteponer nosotros mismos la práctica de la virtud a cualquier otra cosa. El v.20 lo unimos a la perícopa siguiente.

Sb 5, 1-23. El Justo y el Injusto Ante el Juicio Final

Sb 4, 20-Sb 5, 1-14. Sentimientos de los impíos ante la gloria de los justos

Se trata en este capítulo, a juicio de los mismos judíos y de todos los autores católicos, del juicio final. El autor sagrado nos presenta la diversa suerte que en él tendrán quienes durante su vida practicaron la justicia y quienes caminaron por las sendas de la iniquidad. Estos, dice el autor, se sentirán sobrecogidos de espanto al ver la desdichada suerte a que les han conducido sus pecados, que tal vez habían olvidado, pero que se levantan ahora contra ellos como implacables acusadores que reclaman el justo castigo de quienes los cometieron. Y se llenarán, por otra parte, de estupor cuando contemplen gloriosos y llenos de felicidad, a la derecha de Dios, a los justos que ellos persiguieron, cuyos esfuerzos por practicar la virtud tanto menospreciaron.
Arrepentidos entonces, no con el arrepentimiento que lleva a la detestación de la culpa y obtiene el perdón, de que ya no son capaces pasado el tiempo de merecer, sino por la pena y aflicción que les causa la desgracia en que irremisiblemente han incurrido, reconocen su error. Las reflexiones que el autor pone en boca de los impíos son la contrapartida a las del c.2. Cuando ellos triunfaban en la vida y gozaban de sus placeres, mientras que los justos eran vejados y oprimidos, hacían burla de la vida de sacrificio y renuncia a los placeres prohibidos que éstos hacían y consideraban su vida como una necedad y un contrasentido. Y porque su conducta era un continuo reproche para sus costumbres libertinas, les hicieron objeto de escarnio y hasta maquinaron su ruina. Ahora se ven obligados a reconocer lo que Jesucristo predicaría en una de sus bienaventuranzas: "Dichosos los que sufren persecución por la justicia, porque suyo es el reino de los cielos... Dichosos cuando los insulten y persigan por causa del Señor...; pueden alegrarse, porque grande será su recompensa". Serán conciudadanos de los ángeles y de los hombres glorificados, con quienes gozarán de una gloria inmortal. La liturgia ha escogido esta perícopa para la epístola de común de un mártir para el tiempo pascual.
Y volviendo los ojos a su propia desgracia (v.6), se lamentan de sus yerros: no acertaron con el camino que conduce a la verdadera felicidad, que es la práctica de la virtud y huida de los vicios. No guió sus pasos la luz de la justicia, que es el cumplimiento fiel de la voluntad de Dios, manifestada en los mandamientos. No salió para ellos el sol que ilumina las almas; salió, sí, y apareció en la ley natural, en la ley positiva, en los dictámenes de la conciencia, pero los impíos cerraron obstinadamente los ojos a su luz, se dejaron cegar por sus pasiones, de modo que son culpables. Reconocen que se han entregado hasta más no poder a las satisfacciones terrenas y que recorrieron todos los caminos del placer. Sólo con uno no atinaron: con el camino del Señor, que es el que lleva a la verdadera felicidad. ¿Qué les aprovecha ahora, se preguntan desengañados, la jactancia con que se anteponían y despreciaban a los justos? ¿De qué les valen ahora aquellas riquezas en que pusieron su corazón, como si ellas pudieran dar la felicidad? El autor acumula imágenes en boca de los impíos (v.8-12) para expresar el carácter efímero de la vida del hombre sobre la tierra y la nada de sus placeres: la sombra que proyecta sobre la tierra la nube llevada por el viento; la noticia que corrió de boca en boca para, apenas oída, caer en el olvido; la nave que surca majestuosa los mares; el ave que cruza veloz los aires; la flecha disparada hacia el blanco. Todas estas cosas desaparecen muy pronto de nuestra vista, no dejando tras sí rastro alguno, a no ser el recuerdo de que un día lejano pasaron; cuando los impíos gozaban en la tierra, tal vez pensaron que sus placeres nunca terminarían; en el día del juicio ven que todo pasó veloz y que su vida se consumió en iniquidades y vanos placeres, sin dejar rastro alguno de virtud.
El autor sagrado da su aprobación a los pensamientos de los impíos y los confirma con otras comparaciones no menos expresivas (v. 14). Para él, todo aquello en que los impíos ponían su esperanza, es decir, su poder, sus riquezas, sus placeres, son como pelusa que se lleva el viento, como débil espuma que en un instante el huracán deshace; corno humo que, desprendido de la lumbre, permanece en el aire unos instantes; como el extranjero huésped de un día, que al poco tiempo nadie recuerda. Así pasó para ellos "la gloria del mundo, " y así pasan para todo mortal los días de su vida sobre la tierra, a los que sigue un juicio que decide toda una eternidad feliz o desgraciada, conforme hubiere sido la vida de cada uno. El pensamiento de la fugacidad de las cosas terrenales puede ser un poderoso estímulo para los cristianos para llevar una vida virtuosa que asegure, más allá del juicio, una gloria inmortal junto al Señor de las misericordias y de las justicias sempiternas.

Sb 5, 15-23. Gloría de los justos y castigo de los impíos

Los justos, en contraposición a los impíos, gozarán de la verdadera vida y obtendrán una gloria eterna -no sería completa si un día tuviese fin- y segura, porque es Dios mismo quien se constituye en premio de los justos, y su cuidado corre a cargo del Altísimo, en cuyas manos están todas las cosas. Recibirán un reino glorioso, constata también el autor, y una hermosa corona, premio a la victoria en combates inmaculados. Daniel, en su profecía del Hijo del hombre, dice que los santos del Altísimo recibirán el reino, que retendrán por los siglos de los siglos. En el día del juicio final, Jesucristo dirá a los que estarán a su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo". En el cielo todos los salvados reinaremos con Cristo.
Y ese reino y esa corona nadie se los podrá arrebatar, porque el Señor los defiende con el poder invencible de su brazo. Con el fin de darnos una idea de ese poder y poner de manifiesto la seguridad de los justos en su reino, el autor nos presenta a Dios como un formidable guerrero en una pintoresca descripción que tiene parecido con la que hace Isaías expresando la indignación y castigo de Yahvé contra los pecadores, y que pudo inspirar la que San Pablo hace de la armadura del cristiano en la lucha contra sus enemigos. El celo por su gloria y el honor de sus santos hará que Dios se arme para defenderlos y tomar venganza de sus enemigos. En la lucha no estará solo: armará también a sus criaturas, los ángeles, los elementos de la naturaleza, que le obedecerán como a su rey y se pondrán a su servicio para llevar a cabo sus planes. Sus armas defensivas (v. 19-20) serán la justicia, que le servirá de coraza, contra la que se estrellarán las blasfemias de los impíos contra Dios y las injurias contra sus escogidos, que castigará con todo rigor; el juicio sincero, que será como yelmo en su cabeza, con el que conoce las mismas intenciones, lo que le permite formar un juicio exacto de las cosas, del que nada ni nadie le hará declinar, pues no tiene acepción de personas; finalmente, la santidad, escudo impenetrable, con que castigará en la debida medida, sin dejarse llevar de crueldad con sus enemigos ni de la compasión hacia ellos una vez pasado el tiempo de la misericordia.
Las armas ofensivas (v. 19-23) que empuñará para hacer la guerra a sus enemigos son su fuerte cólera, que será como la espada que descarga sus golpes para castigar sus pecados. Y en esta lucha contra los insensatos se unirá a Dios el universo entero. San Pablo nos dice cómo las criaturas gimen y sienten como dolores de parto esperando la revelación de los hijos de Dios. Al pecar el hombre, toda la creación quedó como resentida: las criaturas, que debían ser en sus manos instrumentos para dar gloria a Dios, lo vinieron a ser del pecado, sintiéndose como violentadas al tener que servir para fines distintos a aquellos que les fueron señalados por el Creador. Por eso, en el día del juicio final, ellas se pondrán de parte de Dios y vendrán a ser ejecutoras de su justicia y vengadoras de los agravios que con ellas hicieron a su Señor. Desde las nubes dirigirá sus rasos, que, como flechas desprendidas del arco, irán a herir a los insensatos; y violentas granizadas, que desolarán sus campos y moradas; en la Biblia aparece con frecuencia el granizo como un castigo de Dios, cuyos efectos en Oriente son a veces terribles. También el mar y los ríos se asociarán a los elementos de la naturaleza que servirán de instrumento de castigo para los malvados. Las aguas del mar Rojo anegaron a los enemigos del pueblo escogido, y en la descripción que del fin del mundo hace San Lucas, dice que los bramidos del mar y la agitación de sus olas aterrarán a las naciones; a ellas se unirán las aguas de los ríos, que se desbordarán para anegar a los impíos. Finalmente, un soplo poderoso de la ira de Dios, que con el hálito de su boca puede destruir a todos sus adversarios, pondrá punto final a la batalla, arrebatando como fuerte huracán a los impíos, dejando la tierra desolada y desierta. Nada sobrevivirá a la catástrofe; los mismos tronos de los poderosos serán derribados, no gozando de mayor seguridad que los impíos que los ocuparon. Esta idea prepara la recomendación que el autor hace a los reyes en el capítulo siguiente. En esta como en otras descripciones que se hacen en la Biblia del castigo de los impíos aparecen algunas afirmaciones de tipo apocalíptico que utilizan también los profetas al referirse a los acontecimientos del fin del mundo. No conocemos la naturaleza del género apocalíptico, e ignoramos, por lo mismo, su correspondencia con la realidad objetiva. No podemos, en consecuencia, determinar si estas expresiones son metáforas con las que únicamente intenta el autor indicar lo terrible del castigo que espera a los impíos, o si éste se llevará a efecto mediante la actuación de esos elementos conforme al modo descrito, en cuyo caso ignoramos también si los elementos mencionados actuarían movidos por las fuerzas físicas, impulsados por un cataclismo, o por una intervención extraordinaria de Dios.
Como se ha podido observar, la doctrina de esta primera parte marca un paso en el progreso de la revelación respecto de las postrimerías en relación con los otros libros sapienciales. El autor de la Sabiduría ha afirmado claramente que existe un más allá, donde las almas de los justos gozan de una inmortalidad feliz junto a Dios, y las de los impíos de un castigo igualmente eterno por sus pecados. Con ello queda resuelto el misterio del sufrimiento de los justos y el triunfo de los malvados en esta vida, cuyo desconocimiento había desconcertado a Job y Cohelet, como ya antes constatamos.

Parte Segunda: Sb 6, 1-Sb 9, 18. Naturaleza de la Sabiduría

Los cuatro capítulos de esta segunda parte constituyen la parte central del libro de la Sabiduría y contienen las perícopas más elevadas en torno a la misma. Después de una exhortación a los reyes a que adquieran la sabiduría (c.6), el autor sagrado pone en boca de Salomón un precioso elogio de la misma (Sb 7, 1-21), al que sigue la descripción de sus propiedades (Sb 7, 22-30) y riquezas (c.8), concluyendo con una preciosa plegaria para su impetración (c.6).

Sb 6, 1-25. La Sabiduría y los Reyes

Sb 6, 1-11. El Poder de los Reyes Viene de Dios

El último capítulo de la parte primera concluyó con una perspectiva sombría a la que ni los tronos de los poderosos impíos podrán substraerse. El sabio va a enseñar a cuantos tienen autoridad sobre los pueblos el modo de conseguir estabilidad para sus tronos. Ellos, además, como gobernantes, necesitan de la sabiduría más que los súbditos, pues han de gobernar no sólo su vida, sino también la de éstos con sus leyes y con su ejemplo.
Después de reclamar su atención para que escuchen sus enseñanzas, el autor sagrado les advierte que el poder y soberanía de que gozan les viene de Dios, como se afirma repetidas veces en los libros sagrados, de modo que son ministros suyos, no señores absolutos e independientes; los antiguos tenían profundo convencimiento del origen divino del poder de los reyes, pero lo habían deformado divinizándolos. Y les hace saber que, por lo mismo, Dios les pedirá cuenta de sus obras, y con más rigor que a los demás, pues les fue concedida una dignidad y responsabilidad mayores. Dirigiéndose a aquellos que no han juzgado conforme al derecho, como corresponde a ministros de Dios y ejecutores de su justicia, ni han obrado conforme a la voluntad de Dios, que se manifiesta en la ley natural y en las intervenciones directas de Dios, sino que han seguido sus caprichos y pasiones, les anuncia que el Señor hará de ellos un severo juicio y les hará sentir su ira terrible y repentina (v.4-5), pues es "cosa terrible caer en las manos del Dios vivo", y el Apóstol advierte también que "el día del Señor llegará como el ladrón en la noche; cuando se dicen: Paz y seguridad, entonces de improviso les sobrevendrá la ruina". Orígenes advierte a este propósito que, si los hombres reflexionasen sobre el juicio que espera a los que gobiernan, no ambicionarían los principados.
Dios juzgará con menos rigor a los pequeños; no tuvieron la responsabilidad ni las gracias especiales de los grandes, ni con su mal ejemplo causaron el escándalo o desedificación de éstos, por lo que más fácilmente alcanzarán misericordia. Pero los poderosos, que, llevados del orgullo, se hacen sordos a la voz del Señor y utilizan su poder no para edificar, sino para destruir, serán fuertemente atormentados, sin que nadie pueda librarlos del castigo, porque él es Señor de los grandes como de los pequeños, y a todos exige, sin acepción alguna de personas, el cumplimiento de su voluntad, que se manifiesta a cada uno en los deberes propios de su estado. Al insistir el autor sagrado en el juicio y castigo de los poderosos, no quiere decir "que él rechace a los grandes y poderosos, pues él mismo es poderoso, o que el rango y elevación sean para él títulos odiosos que alejan sus gracias... Lo que dice es que los pecados de los grandes y los poderosos tienen dos caracteres de enormidad que los hacen infinitamente más punibles delante de Dios que los pecados del común de los fieles: el escándalo y la ingratitud" (Ma-Sillon). Jesucristo enseñó que "a quien mucho se le da, mucho se le reclamará, y a quien mucho se le ha entregado, mucho se le pedirá.
Concluye esta primera perícopa con una exhortación a los reyes a que aprendan la sabiduría, que es aquí la ciencia del bien obrar en su misión de regir los pueblos (v.9-11); ella los librará de los pecados y, en consecuencia, del juicio riguroso de que acaba de hablar. Pues quienes observaren las cosas santas, es decir, las disposiciones divinas que nos enseña la auténtica sabiduría, serán declarados justos a la hora de su muerte y en el día del juicio final, descrito en el c.5; instruidos por ella y gobernados por sus dictámenes, tendrán defendida su causa ante el tribunal de Dios y recibirán una gloria y corona inmortal en su reino.

Sb 6, 12-21. Quienes buscan la sabiduría gozarán de sus beneficios

La sabiduría resplandece sin perder jamás su virtud iluminadora, de modo que señala al hombre, en todo momento y en todas las circunstancias de su vida, el camino que tiene que seguir para asegurarse la incorrupción que conduce al reino inmortal. El camino para hallarla es sencillamente su amor, el cual induce a la inteligencia del hombre a procurarse el conocimiento de sus dictámenes e impulsa a su voluntad a ponerlos en práctica. Quienes la buscan con diligencia la hallarán en seguida y sin grandes esfuerzos; no tendrán que andar recorriendo plazas y caminos en su búsqueda, ni agotar sus energías para darle alcance. Ella misma, que tiene sus delicias en estar con los hijos de los hombres, "se manifiesta a los hombres en todas sus obras a fin de que las bellezas visibles los conduzcan a las invisibles. Ella les habla con el orden del mundo, con la luz de su verdad, con los ejemplos de sus santos, con la dulzura de su prosperidad, con la amargura de la adversidad. Ella va a su encuentro con la solicitud de su providencia, que se extiende desde las cosas más grandes hasta las más pequeñas, asegurándoles que todas están en sus manos". Puede repetir las palabras del Señor en el Apocalipsis a la iglesia de Laodicea: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él, y él conmigo". De ahí que el mero pensar en ella con el deseo de adquirirla es ya un acto de prudencia, porque coloca en el camino que lleva a la sabiduría, y el que con solicitud lo emprende puede caminar tranquilo y confiado a través de la vida, porque ella consigue la amistad de Dios y todos los bienes.
Y esta sabiduría, cuya adquisición no es difícil, nos lleva al verdadero reino. Lo demuestra el autor mediante un sorites (v.17-18) -figura silogística formada por unas cuantas proposiciones en que cada una tiene como sujeto el predicado de la precedente-. Parte de una proposición que se sobrentiende y es la conclusión de los versos precedentes: el principio de la sabiduría es el deseo de la misma, ya que ella, como advirtió antes, se da a quienes la desean. Pues bien, ese deseo de la sabiduría se manifiesta en un sincero anhelo de instrucción, en sus enseñanzas morales con miras a cumplirlas fielmente en la práctica. Ese anhelo de instrucción lleva consigo el amor a la sabiduría; quien comienza a entender la excelencia de la sabiduría y vislumbra sus admirables frutos, no puede menos de amarla. Ese amor tiene su expresión práctica en la guarda de los preceptos; en el Antiguo Testamento, la observancia de los mandamientos se presenta como complemento y prueba del amor a Dios, y en el Nuevo la Sabiduría encarnada dijo: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos...; el que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama." La observancia de los mandamientos asegura la incorrupción, es decir, preserva el alma de toda mancilla; nosotros diríamos que mantiene la vida de la gracia, prenda y garantía de la gloria. Finalmente, la incorrupción nos acerca a Dios y nos hace habitar junto a Él en el reino glorioso de los cielos, donde los justos recibirán una hermosa corona de su mano, conforme afirmó ya el autor sagrado. El sabio concluye su argumentación-sorites: el deseo de la sabiduría conduce al reino (v.20); conclusión oportuna sobre todo para los reyes, a quienes de un modo peculiar se dirige la exhortación de este capítulo. Si, pues, desean una realeza eterna, les concluye que hagan de las prescripciones de la sabiduría su norma de vida y gobierno, con lo que conseguirán que a su reino en la tierra siga un reino inmortal y glorioso en los cielos. Es la amonestación que dirigía Bossuet a Luis XIV de Francia cuando le decía: "Vivid siempre bien, siempre justamente, siempre humildemente y siempre piadosamente... Así nos veremos siempre coronados en este mundo y en el otro". El autor sagrado sobre -naturaliza aquí la noción de realeza, como en la primera parte las de vida y muerte.
Se preguntan los comentaristas si la personificación de la sabiduría en esta perícopa es una mera figura poética o ha de ser interpretada de la segunda Persona. Dado que se trata aquí, al menos directamente, de la sabiduría humana, es claro que en sentido literal no puede tratarse sino de la primera hipótesis. Pero, teniendo en cuenta el paralelismo de algunas afirmaciones con las que en el Nuevo Testamento se afirman respecto de la misión de la Sabiduría encarnada, se vislumbra la intención expresa del Espíritu Santo de preparar los caminos a la revelación neotestamentaria, en cuyas realidades encuentran las expresiones del sabio su más plena realización.

Sb 6, 22-25. Introducción al elogio salomónico de la sabiduría

Salomón, en boca de quien ahora pone sus palabras el autor sagrado, anuncia que va a hablar del origen y naturaleza de la sabiduría, lo que hará declarando su dignidad, atributos y efectos de la misma. Al hacerlo advierte que no ocultará sus misterios; de hecho los capítulos siguientes contienen la más alta revelación anticotestamentaria de la sabiduría; que se remontara a los orígenes de la creación, en que parece aludir a la tercera parte del libro, en que presenta la historia de Israel, guiada desde un principio por la sabiduría; y que nada omitirá de la verdad, no observará la conducta de aquellos filósofos que no enseñaban todas sus doctrinas más que a un grupo de iniciados; el sabio se dirige a todos y les manifiesta cuantos misterios conoce de la sabiduría. No se dejará guiar por la envidia, hablando con ciertas reservas, conservando para sí una ciencia superior a la que comunica a sus discípulos. Tales sentimientos son incompatibles con la sabiduría, la cual es desinteresada, caritativa, universal, todo lo cual está en abierta oposición con la envidia.
Concluye la introducción con una constatación sapiencial (v.24): cuanto mayor sea el número de los sabios, más fácilmente la sabiduría informará la vida de los pueblos, con los consiguientes beneficios para sus habitantes. Y si los que gobiernan legislan y administran justicia conforme a sus enseñanzas, conseguirán prosperidad para sus súbditos. Los comentaristas citan a este propósito aquellas reflexiones de Platón: "Si en los Estados mandaran los filósofos, o si aquellos que se llaman reyes y príncipes fueran verdaderos y hábiles filósofos, no habría más males en los Estados, y ni en la humanidad siquiera". "Con la filosofía antigua -comenta San Gregorio-, la hipótesis de Platón no podía ser sino una utopía; pero con la venida de Cristo podría llegar a ser una realidad, con gran felicidad para los pueblos, si los soberanos cristianos reflexionasen que el poder real les ha sido dado por Dios para que el reino terrestre prestase servicio al reino celestial".

Sb 7, 1-30. Salomón Elogia la Sabiduría y Describe sus Propiedades

Sb 7, 1-14. Salomón adquirió la sabiduría mediante la oración

Hecho el anuncio de su enseñanza sobre la sabiduría, Salomón afirma que no fue la nobleza de origen quien le alcanzó tal excelso don. Su origen fue el de cualquier otro mortal; proviene de Adán, padre del género humano, y su cuerpo se formó en el seno de su madre, donde la semilla del hombre y el placer del sueño se consolidaron a lo largo de diez meses. El placer del sueño se refiere sencillamente al deleite que acompaña al acto de la generación, designado aquí eufemísticamente con el vocablo sueño. El autor señala diez meses para el tiempo de la gestación, debido a que antes de la reforma del calendario, llevada a cabo por Julio César, los egipcios, griegos y romanos computaban por meses lunares, que tenían alternativamente veintinueve o treinta días; el nacimiento tenía en este cómputo lugar hacia la mitad del mes décimo, y, comenzado éste, se computaba por mes entero.
También su nacimiento fue como el de los demás, acompañado de ese llanto que provoca la primera entrada brusca del aire en los pulmones. Le fueron prodigados los mismos cuidados que ha de recibir todo niño en el tiempo que sigue a su nacimiento. Y al final le espera la suerte común a todos los vivientes, la muerte le volverá polvo de la tierra. No hay rey que tenga otro principio u otro fin de sus días. Seguramente el autor sagrado tiene en su mente aquellos reyes orientales, especialmente los egipcios, que se atribuían origen y sangre divina y un ser superior al de los otros hombres, cuya actitud implícitamente reprueba.
No teniendo Salomón la sabiduría por nacimiento ni por su dignidad real, hubo de poner en práctica los medios para conseguirla. Acudió en su demanda a la oración, y Yahvé le otorgó sabiduría y prudencia (v.7); el primer término puede designar la ciencia especulativa, y el segundo la práctica. Y con su actitud enseña a todos el camino para alcanzar la auténtica sabiduría. Añade que la antepuso a los tronos y riquezas, en conformidad con la constante enseñanza de los sabios. Cuando se le apareció en sueños el Señor en Gabaón y le dijo: "Pídeme lo que quieras que te dé, " no pidió vida larga ni riquezas, sino un corazón sabio para gobernar a su pueblo. La estimó más que la salud (v.10), que en ocasiones no es fácil conservar sin la ciencia y prudencia que da la sabiduría; más que la hermosura, cosa pasajera y vana en comparación con la sabiduría, cuyos frutos perseveran en la gloria inmortal; más que la misma luz, la cual cede a las tinieblas, mientras que el resplandor que comunica la sabiduría brillará por los siglos, sin oscurecerse jamás. De la Sabiduría encarnada nos dice San Juan que es la luz verdadera que ilumina a todo hombre, y que en la patria no habrá día ni noche, porque la luz será el Cordero inmaculado, luz inextinguible que iluminará con resplandores eternos las mansiones celestiales. Advierte Girotti que "en estos versos el sabio nos da también una excelente contraseña para juzgar si verdaderamente tenemos el espíritu de la sabiduría y el espíritu de Dios, que es ver si estimamos a Dios incomparablemente más que todas las otras cosas, si no deseamos más que a Él, si colocamos en El nuestra grandeza y nuestra esperanza, y si, aun privados de todo lo demás, nos encontramos felices de poseerlo a Él solo."
Salomón no pidió en su oración más que la sabiduría; pero, en premio a su desinterés, Dios le otorgó además una gran gloria y riquezas incalculables, por lo que pasó a la posteridad no sólo como el rey sabio por excelencia, sino como el más glorioso y potentado rey de Israel. Todo esto trajo días de felicidad al gran rey; a la alegría de su amistad con el Señor se unía la que provenía de tan estimables bienes materiales, venidos de su mano como la sabiduría, que se los proporcionó. El hijo de David constata que aprendió la sabiduría sin miras egoisticas; la pidió al Señor con el fin de poder gobernar sabia y prudentemente a su pueblo. Y le ilusiona comunicar a los demás la sabiduría que él aprendió, sin que espíritu alguno de envidia, incompatible con la verdadera sabiduría, pueda impedirle manifestar a todos los beneficios que su posesión reporta. Hay uno que los sobrepasa a todos, la amistad de Dios, Señor de todos ellos, a que lleva el cumplimiento de su voluntad, primera exigencia de las prescripciones de la sabiduría.

Sb 7, 15-21. Invocación a Dios, autor de toda sabiduría

Abrumado por la grandeza y sublimidad de la sabiduría, Salomón se siente como impotente para declarar sus misterios. Por ello implora de Dios, que da la sabiduría a los sabios y los guía por la senda de sus dictámenes, le conceda pensar rectamente de los dones de la sabiduría y expresarse con acierto y gracia. Nosotros, nuestras palabras y nuestras obras están en las manos de Dios; como dijo el poeta que citaría San Pablo en su discurso a los atenienses, "en El vivimos, nos movemos y existimos". Es Dios, por lo mismo, quien tiene que poner en nuestra, boca las palabras acertadas; de lo contrario, como afirma el sabio, no seríamos capaces de expresar los conceptos de nuestra mente. Es Él quien tiene que darnos el conocimiento práctico de lo que tenemos que hacer y el arte de saber dirigir nuestras obras; de lo contrario, no acertaremos con el éxito de las mismas.
Fue Dios quien dio a Salomón la ciencia verdadera de las cosas; una ciencia sin engaño, porque procede de la fuente de toda verdad (v.17). El autor detalla el objeto de esa ciencia, ampliando los datos del historiador de los Reyes. El Señor le dio a conocer la organización armónica del universo y la fuerza de sus elementos constitutivos, que eran, según los griegos, el fuego, el agua, el aire y la tierra; las diversas épocas de la historia, el retorno periódico de los solsticios, base para la distinción de las estaciones; los diversos ciclos de años en uso entre los antiguos, como el de Calipe, de setenta y seis años; el de Hiparco, de trescientos cuatro, y sobre todo el ciclo lunar de Meton, de diecinueve años; la posición de las estrellas en las diversas épocas del año, conocimientos astronómicos y cronológicos muy estimados por los antiguos. A ellos se añaden en el v.20 los zoológicos y antropológicos: el conocimiento de las propiedades generales y características de los animales, que sólo una fina observación psicológica proporciona a los espíritus observadores; del poder de los espíritus invisibles, principalmente de los malos, sobre los que la tradición atribuía a Salomón un conocimiento y poder especial; de los razonamientos de los hombres mediante la observación y diálogo con ellos, que le hacía descubrir sus intenciones ocultas, como demostró en el caso de las dos mujeres que alegaban el derecho de maternidad sobre el niño vivo. Por último, los conocimientos botánicos; el rey sabio conocía las diversas especies de plantas y las propiedades curativas que encierran las raíces de algunas de ellas. Concluye afirmando que fue la sabiduría quien le comunicó todos estos conocimientos enumerados. De Salomón dice el historiador sagrado que su sabiduría sobrepasó a la de los orientales y egipcios, de modo que la misma reina de Sabá vino a probarle con enigmas, reconociendo que su ciencia era superior a cuanto le había sido ponderada. La última frase presenta la sabiduría como artífice de todo y prepara la perícopa siguiente, en que el autor se remonta a la sabiduría divina para describir sus propiedades.

Sb 7, 22-30. Propiedades de la sabiduría

El autor sagrado nos presenta en esta perícopa la naturaleza de la sabiduría a través de sus atributos o propiedades. Contiene, juntamente con las perícopas similares de Proverbios y Eclesiástico, la más alta revelación viejotestamentaria sobre la Sabiduría divina y en orden al misterio de la Santísima Trinidad. El número de los atributos que enumera, 21=3 X 7, puede ser intencionado, dado que tanto el 3 como el 7 son números sagrados, y expresar la perfección suprema de la Sabiduría. El sabio no ha intentado en su enumeración un orden lógico, y toda agrupación en este sentido resultará arbitraria.
Hay en la Sabiduría un espíritu; inteligente, término empleado por los filósofos estoicos, que definían a Dios como un soplo inteligente y abrasador, designa una propiedad de la sabiduría, la cual penetra los misterios de las cosas ocultas y comunica a los sabios la ciencia de las mismas. Es también santo, por su origen divino, que afirmará en seguida; por los efectos santos que produce en las almas buenas y por el odio al pecado, que le impide morar en las almas esclavas del mismo. Es un espíritu único (µ????e???), unigénito en su esencia, pues se identifica con la divinidad; y a la vez múltiple, pues, conteniendo todas las perfecciones finitas, puede producir innumerables efectos en el mundo material y en las almas. San Pablo, escribiendo a los corintios, describe las múltiples actividades de un solo y único Espíritu. Es sutil, pues penetra todas las cosas a causa de su inmaterialidad; la cual le hace también ágil para poder ofrecerse al hombre en todas partes y en todas las circunstancias de su vida; San Pablo enumera la agilidad entre las propiedades de los cuerpos glorificados. Con su inteligencia penetrante llega a las últimas causas de las cosas, a lo más profundo del corazón humano, y con una prontitud y rapidez incomprensible para el entendimiento humano, que precisa de tiempo para penetrar las cosas a que él puede llegar, por su dependencia de la materia. Su santidad y espiritualidad lo hacen inmaculado, libre de toda mancilla, material y moral, por lo que no se contamina al contacto con las cosas materiales; hace vencer en combates inmaculados y no convive con el hombre que no tiene su corazón puro. Es un espíritu claro, que manifiesta a todos sus enseñanzas ciertas e infalibles, que todos pueden reconocer sin peligro de engaño. Su inmaterialidad le hace impasible, no sufre al ponerse en contacto con la materia; y su bondad lo dispone a ser benévolo, dispuesto a hacer a los demás seres partícipes de ella; busca por todas partes a los dignos, escribió antes el sabio, y se muestra en sus caminos a todos benigna. Hay también en la Sabiduría un espíritu agudo, perspicaz para penetrar las cosas arcanas y discernir los enigmas; incoercible, pues está por encima de todas las cosas y es independiente de ellas, por lo que nadie puede resistir a su voluntad. La Sabiduría no sólo es benévola, sino que tiene un espíritu de hecho bienhechor, que derrama sus bienes sobre la creación entera, especialmente sobre los seres humanos, pues es amante de los hombres, a quienes hace amigos suyos y conduce a la gloria inmortal; la Sabiduría encarnada, además de tomar la naturaleza humana, daría la vida por ellos y perpetuaría su presencia entre los mortales en el misterio del Amor. Además, el espíritu de la Sabiduría es estable, inmutable en la ejecución de sus consejos, de modo que puede uno fiarse y abandonarse a ella; propiedad que resalta frente a la actitud del hombre, que cambia con tanta frecuencia sus planes. Y está seguro del éxito en sus resoluciones; sumamente inteligente, conoce la relación entre los medios y el fin y no se equivoca al proponer aquéllos, mientras que a los mismos sabios y poderosos le fallan las suyas. Y también tranquilo; nada turba su paz, porque todo obedece a sus disposiciones, y sus proyectos se realizan puntualmente, porque es todopoderoso, ya que el poder del Altísimo está en la Sabiduría; y omnisciente: intervino como artífice en la creación de las cosas y está en el secreto de todas ellas, las cuales, además, penetra con su inteligencia. Finalmente, el espíritu de la Sabiduría penetra todos los espíritus, los inteligentes, los puros, los más sutiles, es decir, los de los hombres y los de los seres invisibles, aun los más elevados, porque a causa de su pureza, entendida aquí en el sentido que llamamos a Dios acto puro, es más sutil y penetrante que todos ellos. El autor coloca la Sabiduría en un plano superior al de las criaturas más perfectas, y el conjunto de atributos que le atribuye es claro que sólo puede convenir a la divinidad, con la que la Sabiduría se identifica.
Después de enumerar los atributos de la Sabiduría, el autor sagrado se remonta a su origen y relaciones con Dios, haciéndonos vislumbrar, a través de unas cuantas imágenes, las más inmateriales que ha encontrado en la naturaleza, la naturaleza íntima de la misma (v.25-20). La Sabiduría es un hálito del poder divino, que sale de la boca del Altísimo, como dice Ben Sirac; como procede de nosotros el hálito que emitimos, procede del poder omnipotente de Dios la Sabiduría. Lo mismo expresa la imagen siguiente: una emanación pura de la gloria de Dios, y siendo consustancial con la divinidad, que la ha engendrado, es sumamente pura e inmaterial, por lo que, aunque penetra todas las cosas, no recibe de ellas mancilla alguna. Es también resplandor de la luz eterna; San Juan dice expresamente que Dios es luz, y de ella aparece rodeado en las teofanías del Antiguo Testamento. La Sabiduría es como un reflejo esplendoroso de la luz divina y coeterna como ella. El concilio Niceno llama al Verbo "luz salida de la luz", y San Juan dice de la Sabiduría encarnada que es la luz verdadera que luce en las tinieblas e ilumina a todo hombre. La cuarta imagen, espejo sin mancha del actuar de Dios, hay que entenderla no en sentido activo, el instrumento en que se representa la imagen, sino en sentido pasivo, la imagen reflejada. En las operaciones de la Sabiduría se refleja el actuar de Dios, pues sus obras son obras que Dios hace con su Sabiduría, y sin la cual no lleva a cabo cosa alguna. En una de sus discusiones con los judíos, Jesucristo afirmaba: "No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque lo que éste hace lo realiza igualmente el Hijo". Finalmente, la Sabiduría es imagen de la bondad de Dios; difundida por todas las obras de la creación, especialmente en el hombre, refleja y está pregonando esa bondad infinita de Dios que le impulsó a darles la existencia. La Sabiduría encarnada, a que San Pablo llama "imagen de la sustancia de Dios", de su bondad ontológica, constituye la imagen más palpable y sorprendente de la bondad moral de Dios para con el hombre.
Parece como si el autor no quedara contento con cuanto lleva dicho sobre la naturaleza de la Sabiduría -no es fácil expresarse hablando sobre ella a los mortales-, y añade unas precisiones más sobre el poder de la misma (v.28). Siendo una, simple e indivisible, todo lo puede; extiende su actividad a toda la multitud existente de seres y produce innumerables efectos diversos; lo puede todo como Dios y El nada hace sin ella. Y permaneciendo la misma, en su inmutable eternidad, renueva todas las cosas en la naturaleza que contemplan nuestros ojos, y también en el orden de la gracia, transformando al hombre viejo en una imagen cada día más perfecta del nuevo Adán, pues su actividad se extiende también al orden moral: a través de las edades se derrama en las almas santas, haciendo amigos de Dios y profetas. Por su esencia, la Sabiduría, como Dios, penetra incluso los pecadores; pero sólo las almas santas, las que viven en gracia diríamos nosotros, son objeto de sus comunicaciones sobrenaturales; como afirmó el sabio, no mora en cuerpo esclavo del pecado, de modo que se aleja del hombre cuando incurre en él. A tales almas la Sabiduría las hace amigos de Dios; así se llama varias veces en los libros sagrados a Abraham, y, como él, otros muchos gozaron en el Antiguo Testamento de la intimidad de Dios. Jesucristo llamaría amigos suyos a sus discípulos en la noche de la Cena, porque les dio a conocer cuánto había oído de su Padre. Esa nota de intimidad con Dios viene a significar también la afirmación de que la Sabiduría hace a las almas santas profetas, dado que hacía tiempo que no se daba en Israel la profecía para hablar. Y siendo la Sabiduría imagen de la bondad de Dios, es condición indispensable para que el hombre goce del amor de Dios el que ella more en él con una unión íntima, lo que supone un cumplimiento fiel de sus enseñanzas y la consiguiente ausencia de pecado. Refiriéndose a la Sabiduría encarnada, dijo el Padre que Él tiene puestas todas sus complacencias en su Hijo, y, por tanto, en la medida que un alma refleje ante el Padre la imagen de Jesucristo, se agradará en ella. El Padre y el Hijo, reveló aquélla, aman y establecen su morada en quienes cumplen los mandamientos y viven en gracia de Dios.
Concluye el autor sagrado con un elogio de la sabiduría (v.2Q-3o), ensalzando una vez más su hermosura y su poder. Como resplandor de la luz eterna de Dios, supera a cualquier otra luz creada como lo infinito a lo finito; la luz del sol no es sino una participación de la luz inextinguible de la Sabiduría: aquél ilumina los cuerpos, mientras que ésta penetra las almas; a la luz creada suceden las tinieblas; la Sabiduría, por el contrario, resplandece siempre y jamás puede ser vencida por las tinieblas del error y del mal. "La sabiduría del mundo es desigual e inconstante: hoy se muestra fuerte y justa, mañana, en cambio, vil e injusta; está mezclada de luz y tinieblas, de bien y de mal. La sabiduría de Dios y de los hombres de Dios es siempre igual" (????tt?). Al elogio de su belleza añade en el ?. 1 del capítulo siguiente la exaltación de su poder, que ejerce fuerte y suavemente a la vez sobre todos los seres de la creación, que ella gobierna. Cuanto se propone consigue, sin que nadie pueda resistir a su poder; pero sin violencia, moviendo a las cosas conforme a su naturaleza y ofreciendo a la voluntad libre del hombre el bien que decide su obrar; y así, movidas por ella, las causas necesarias obran sin violencia, y las ubres sin necesidad. La doctrina de esta perícopa sobre la Sabiduría es verdaderamente sublime y señala un progreso en relación con la de los otros libros sapienciales. Ella contiene la más alta revelación anticotestamentaria sobre la misma. La Sabiduría participa de la naturaleza divina y es igual a Dios, de quien procede, con quien convive y cuyos atributos posee. Cierto que en sentido literal no se rebasan los límites de una fuerte personificación del atributo divino; los judíos del tiempo de Cristo no tenían ni el más mínimo conocimiento de una segunda Persona en Dios. Pero, teniendo en cuenta las expresiones empleadas por el autor sagrado, que aplica después a Cristo San Pablo, para quien Sabiduría y Cristo son términos equivalentes, y el paralelismo, que hemos ido haciendo notar, entre las afirmaciones del sabio y las que acerca de Jesucristo encontramos en el Nuevo Testamento, pensamos que el Espíritu Santo, al inspirar a nuestro autor, quiso preparar en estas perícopas el camino a la revelación del misterio trinitario, y que nosotros, a la luz de las revelaciones neotestamentarias, podemos descubrir en ellas un sentido más profundo que el que el autor humano captó y quiso expresar para sus lectores.

Sb 8, 1-21. Actitud de Salomón Ante los Beneficios de la Sabiduría

Sb 18, 1-8. Estimables ventajas de la sabiduría

El v.1 lo comentamos en la perícopa anterior. Después de la exaltación de la Sabiduría del capítulo precedente, el autor nos presenta a Salomón como un enamorado de la misma a la vista de los beneficios que lleva consigo. Se refiere unas veces a la sabiduría divina, otras a la sabiduría humana; dado que ésta es una participación de aquélla, el paso se hace sin violencia alguna. Para expresar su amor y estima por la sabiduría, el rey sabio evoca las relaciones del esposo y la esposa, de que con frecuencia se vale también la Biblia para poner de relieve el amor entrañable de Dios por su pueblo escogido. Salomón se enamoró desde su juventud de la belleza de la sabiduría, que se confunde con el bien de la misma; la ha amado con un amor tierno y se ha unido a ella tomándola por compañera y guía de su vida. Pero no fue la belleza lo único que movió a Salomón a enamorarse de la sabiduría; a ella se añade su excelsa nobleza, que arranca de su convivencia con Dios, de quien procede y con quien tiene idéntica naturaleza, emanación pura de su gloria, en la que no hay mancilla, por lo que Dios la ama con su amor infinito. Su espíritu inteligente conoce los más profundos secretos de la divinidad y dirigió a Dios, como arquitecto, en la creación de las cosas, dando la existencia entre las posibles a solas aquellas que ella escogió; existe la más bella armonía y absoluta identidad entre la inteligencia y voluntad de Dios y la inteligencia y voluntad de la Sabiduría.
A continuación el autor, a la vez que hace un elogio de la sabiduría, enumera sus beneficios, que superan a aquellos bienes que más suelen estimar los mortales. Ella es más codiciable que las riquezas (v.5); señora del universo entero, las tiene todas en su mano, las dispensa a quien le place y enseña el recto y fructuoso uso de ellas, sin el cual no tienen consistencia. Es más activa que la inteligencia humana; si ésta es capaz de producir con su actividad obras maravillosas y creaciones geniales, la sabiduría ideó las maravillas insondables de la creación y pudo llamar a la existencia a otros mil mundos más admirables.
Si, pasando a valores de un orden superior, estimas ese conjunto de virtudes morales que designamos con el nombre de justicia, la actividad de la sabiduría se extiende también al orden moral; más aún, es eminentemente moral; y ella comunica a quienes siguen sus enseñanzas las virtudes cardinales, que son como los ejes en torno a los cuales deben girar todas las virtudes, y que ya los filósofos antiguos señalaban como las virtudes principales. Si pretendes una amplia experiencia, la Sabiduría posee el más completo conocimiento de todas las cosas: intervino en la creación de todas ellas como arquitecto, por lo que nada escapó a su inteligencia, y ese conocimiento divino del pasado le hace entrever con claridad meridiana el futuro, que al hombre únicamente le permite entrever, y no siempre. Ella descifra los artificios de los discursos, es decir, los proverbios y parábolas, de que tanto gustan los orientales, como también los enigmas, para cuya solución es preciso un ingenio no común, que Salomón poseía en alto grado; prevé los signos y prodigios; los primeros suponen una intervención especial de Dios; los segundos son sucesos que, por excepcionales, causan honda admiración. La Sabiduría de Dios, que actuó con El al crear el universo y fijarle las leyes que habían de regirlo por los siglos, sabe de antemano aquellas intervenciones y estos prodigios; conoce, finalmente, la sucesión de las estaciones y los tiempos, es decir, de los períodos de tiempo determinados y del curso de los siglos en general, con todos los hechos concernientes a la historia humana que durante ellos han tenido y tendrán lugar. La Sabiduría, por su convivencia y unión con Dios, tiene la ciencia de todas estas cosas y las puede comunicar a quien quiere. Y quien de ella las recibe, adquiere una experiencia mayor que la que cualquier mortal con sus esfuerzos pueda adquirir.

Sb 8, 9-18. Salomón se desposa con la sabiduría y percibe sus beneficios

Ante la consideración de la nobleza y beneficios que reporta la sabiduría, Salomón decidió tomarla como compañera de su vida para que le fuera consejera respecto de los bienes físicos y morales que ella lleva consigo (v.5-8), y consuelo en los afanes e inquietudes que al rey sabio, como a los demás mortales, no le faltarían. En la sabiduría buscaba también Boecio el consuelo en sus afanes filosóficos. Ella le conseguirá gloria entre las muchedumbres: su fama se extendió por todo el Oriente; honor entre los ancianos: una honorable ancianidad no se consigue por el número de años, sino por la prudencia y la virtud, y quien por la sabiduría llega joven a la perfección ha vivido una larga vida; agudeza en los juicios, como demostró en aquel juicio sobre el niño, poniendo en seguida en claro cuál fuera su verdadera madre, con lo que se conquistó la admiración de los reyes de otros pueblos, de Hiram, de Tiro, de Egipto. Tres expresiones gráficas expresan la admiración que causaría la sabiduría de Salomón: cuando él calle, no tomarán en seguida sus oyentes la palabra, sino que esperarán a que él la tome de nuevo y continúe hablando; mientras hable le prestarán suma atención, para no perder ni una de sus enseñanzas; y si se prolonga en sus discursos, lejos de impacientarse, llevarán su mano a la boca en señal de querer escucharle con toda atención hasta el final. El historiador de los reyes justifica esa admiración cuando escribe que "todo el mundo buscaba ver a Salomón para oír la sabiduría que había puesto Yahvé en su corazón." Isaías aplica semejantes pensamientos al Mesías, y los evangelistas a la Sabiduría encarnada.
Por la sabiduría, Salomón gozara de la inmortalidad (v.13), es decir, de un recuerdo imperecedero en las generaciones sucesivas, como indica el paralelismo con el siguiente miembro del verso; de hecho pasó a la posteridad como el rey sabio por excelencia. Y con ella gobernará sabia y prudentemente el pueblo escogido y las otras naciones a las que se extendía su influencia, que se sentirán contentas ante los beneficios que un sabio gobierno lleva consigo. Los tiranos lo temerán con ese temor reverencial que se siente ante lo grande y extraordinario; mientras ellos vejan y explotan a sus súbditos, él es admirado por su sabiduría y bondad, que no permitirá la tiranía sobre sus súbditos por parte de sus ministros. Cumplirá la alabanza de Hornero a Agamenón que Alejandro Magno repetía con frecuencia: "rey bueno y valeroso soldado"; elogio maravilloso de un soberano, que tuvo realidad en Salomón, que, si mereció el título de rey pacífico, supo reprimir ciertos levantamientos, logrando conservar la paz y prosperidad de su pueblo. También en la vida privada percibirá los beneficios de la sabiduría: cuando al caer el día abandone los negocios del gobierno para pasar en la intimidad del hogar los últimos ratos de la jornada, también entonces la sabiduría, que ha regido durante el día sus quehaceres, le hará sentir gozo y alegría en el descanso. El autor de la Imitación de Cristo hace un amplio y precioso comentario a este verso escribiendo sobre la amistad íntima y familiar con Jesucristo, Sabiduría encarnada.
Reflexionando Salomón en lo más profundo de su alma en las ventajas que encierra la sabiduría, entre las que recuerda la inmortalidad -por supuesto, el recuerdo imperecedero del v.13, pero seguramente también la inmortalidad personal de que se habla en la primera parte-, la alegría y gozo que la amistad de la sabiduría proporciona, la ciencia para conducirse por el recto sendero a través de la vida que comunica el trato con ella, sintió oí más ardiente deseo por ella y procuró conseguirla a toda costa.

Sb 8, 19-21. Introducción a la plegaria de Salomón por la sabiduría

Salomón recibió de Dios unas buenas disposiciones naturales para poder obtener la sabiduría, un cuerpo sano, al que se añadió un alma naturalmente buena, que sentía inclinada al bien y la virtud. O más bien, añade, siendo bueno, vine a un cuerpo sin mancilla; el autor quiere precisar el sentido de la frase anterior y evitar equívocos. Podría alguien pensar que, en la mente del autor, el alma es un elemento accesorio respecto del cuerpo, siendo ella la parte más noble del compuesto humano y la que constituye su personalidad. Queda obviado el equívoco con esta segunda frase, que expresa, en sentido inverso, la idea de la primera: Dios le dio un alma dotada de buenas disposiciones y un cuerpo que no sentía inclinación especial alguna hacia el pecado, y, en consecuencia, con aptitudes favorables para una vida virtuosa dirigida por la sabiduría. Es claro que no se toca aquí la cuestión del pecado original ni se afirma la doctrina platónica de la preexistencia de las almas, que forma parte del sistema pitagórico de la metempsicosis, del que no hay vestigio alguno en el libro de la Sabiduría.
Dijo antes el rey sabio que su dignidad real no le daba título alguno exigitivo de la sabiduría. Reconoce ahora que las buenas cualidades naturales que recibió del Señor tampoco le confieren derecho alguno respecto de ella. Es un don de Dios que solamente Él puede conceder. El caer en la cuenta de esto es una gracia de Dios, que dispone a la actitud que conduce a ella, y que adopta Salomón: la plegaria ardiente al Señor en demanda de tan excelso don.

Sb 9, 1-18. Oración de Salomón para Alcanzar la Sabiduría

Esta plegaria es una ampliación de la que hizo Salomón a Yahvé cuando se le apareció en Gabaón después de haber ofrecido el rey sabio en su honor un gran número de sacrificios, adaptada a los fines que el autor pretende. Podemos distinguir tres partes en ella: en la primera (v.1-6) invoca a Dios e implora humildemente la sabiduría; en la segunda (7-12) indica los motivos por los que necesita de ella; en la tercera (13-18) confiesa que, si el Señor no la concede, no es posible obtenerla.
Comienza con una invocación al Dios de los Padres, que recibieron de Yahvé las promesas de bendecir al pueblo elegido, cuyos destinos ahora él tiene que regir; al Señor de la misericordia, lleno siempre de bondad y compasión para su pueblo, dispuesto a perdonar y socorrer en todo momento; "Padre de las misericordias y Dios de toda consolación" lo llama San Pablo; que con su palabra hizo todas las cosas, como afirman las primeras páginas del Génesis y repiten los salmistas y los sabios, y puede, por tanto, conceder la sabiduría a Salomón. Con ella formó Dios al ser humano, obra maestra de la creación, ante cuya formación el autor sagrado nos presenta al Señor deliberando como quien va a realizar algo trascendente. Lo hizo a su imagen y semejanza, dotado de entendimiento y voluntad, y lo constituyó rey y señor de las cosas creadas; pero en el ejercicio de este señorío ha de proceder con santidad y justicia: la primera regula las relaciones del hombre para con Dios; la segunda, las de los hombres entre sí. Las cosas fueron creadas para la gloria de Dios y el bien del hombre, y ese doble fin es el que ha de proponerse el hombre en el uso de las mismas. Idénticos sentimientos deberán presidir el gobierno de quienes rigen los destinos de los pueblos; no pueden administrar justicia siguiendo sus caprichos, sino conforme a la voluntad de Dios, de quien son ministros, con toda equidad, sin acepción alguna de personas.
Expresados los sentimientos de confianza que le inspiran la misericordia y el poder de Dios, Salomón pide al Señor la sabiduría asistente a su trono (v.4), locución que expresa la proximidad y convivencia de la sabiduría con Dios, con la que el rey sabio implora que, como ella le asistió en la creación y asiste en el gobierno del mundo, le acompañe a él en la misión que le confía y no se vea excluido del número de los israelitas, sus siervos, que gozaron de su favor y engrandecieron al pueblo escogido. Y sabiendo que la oración del humilde penetra los cielos, se presenta ante el Señor como un siervo, cuya suerte está en sus manos, como un hombre débil de vida corta, flor que brota y se marchita, sombra que pasa, y se reconoce demasiado pequeño -Salomón subió al trono siendo todavía muy joven y pronunció su plegaria al principio de su reinado- para poseer el juicio necesario para resolver los enigmas; el conocimiento preciso de las leyes y su aplicación práctica para gobernar sabiamente el pueblo escogido. Además, que, por muy buenas cualidades humanas e intelectuales que tenga el hombre, si Dios no le concede su sabiduría, resultarán vanos sus esfuerzos en orden a un buen gobierno de los hombres conforme a la voluntad de Dios. Comparando la sabiduría divina y la humana, escribía San Pablo que la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios.
En la segunda parte de su oración (v.7-12) aduce Salomón los motivos por los que precisa la sabiduría de Dios: ha sido escogido para regir al pueblo escogido, cuyos trascendentes destinos requiere en su rey una sabiduría especial; tiene que juzgar -hacer justicia era una de las funciones principales de los reyes, que en el período precedente se denominan jueces- a los hijos e hijas de Dios, título con que frecuentemente se designa a los miembros de Israel, pueblo primogénito de Yahvé. Además, el Señor reservó para él la gloria, soñada por su padre David, de construir el templo en el monte Moría, donde en otro tiempo se apareció Dios a Abraham con ocasión del sacrificio de Isaac, y el altar de los holocaustos, ante el cual oró Salomón el día de la dedicación, conforme al modelo del tabernáculo que Dios mismo diseñó a Moisés en el monte Sinaí. "Templo y altar no sólo figura del edificio misterioso de su Iglesia, de la que el cielo será eterna morada, sino también una imagen del templo y del altar que deben ser erigidos en el corazón de cada uno de aquellos que componen la ciudad santa" (Duguet). Para llevar a cabo con éxito tan excelente misión, el rey sabio precisa tener a su lado la sabiduría de Dios. Por ello implora se la envíe desde su trono de gloria (v.10), expresión empleada también por Cristo para designar los cielos, que reflejan la majestad y grandeza del Señor, para que le asista en sus trabajos. La sabiduría, como confidente de Dios y consejera en sus obras, le guiará en sus actos y le protegerá con su esplendor, como protegió y defendió de los senderos peligrosos la nube esplendorosa a Israel a su paso por el desierto. La gloria y el poder de Dios son dos cosas inseparables. San Pablo afirma que Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre. Asistido de este modo por la sabiduría, Salomón podrá cumplir con toda fidelidad su misión y ser, como David, su padre, grato a los ojos de Dios y digno sucesor de su trono.
En la tercera parte de su oración (v.13-19), el rey sabio vuelve los ojos a su condición humana para poner de relieve la impotencia del ser humano para alcanzar la sabiduría, lo que justifica más la necesidad de la plegaria a Dios. Repitiendo la idea de Isaías, que recogerá también San Pablo, se pregunta: ¿quién puede conocer el consejo de Dios y atinar con su voluntad? Importa, especialmente al rey, conocer la voluntad de Dios; pero el hombre no puede conseguirlo con las solas luces de su inteligencia humana. Precisa de la luz de la sabiduría divina; por eso los grandes caudillos de Israel acudían en sus dudas al tabernáculo, para recibir iluminación de lo alto. Los pensamientos de los mortales son inseguros, afirma el sabio, y nuestros cálculos aventurados. ¡Cuántas veces creemos obrar bien siguiendo nuestros criterios y después nos dimos cuenta que nuestras obras no respondieron objetivamente a la voluntad de Dios! Nosotros conocemos, en general, la voluntad de Dios, que se nos manifiesta en los mandamientos y en los deberes; pero muchas veces, en concreto, no sabemos discernir qué debemos hacer, por lo que lógicamente el hombre teme equivocarse. Nuestra alma se halla como encerrada en un cuerpo sensible y en contacto continuo con las cosas terrenas, lo cual le dificulta el elevarse por encima de los sentidos para contemplar y descubrir con luz meridiana la verdad. La dificultad de remontarse por encima de las cosas de la tierra para poner la mente y el corazón en los cielos ha sido constatada por los moralistas de todos los tiempos. El mismo San Pablo exclamaba: "¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" Morada terrestre llama el autor a nuestro cuerpo, denominación frecuente en la Biblia, con la que se expresa el carácter efímero y transitorio de nuestra vida sobre la tierra. Algunos han querido ver en este ?.15 una semejanza con la doctrina de Platón, que hace del cuerpo la prisión del alma. La semejanza es solamente verbal; en cuanto al contenido media un abismo. Platón profesa la doctrina tricotómica, mientras que para el autor sagrado el hombre se compone solamente de cuerpo y alma; según el filósofo griego, el alma separada de su cuerpo se reencarna en él por las relaciones o lazos contraídos en una primera existencia, doctrina completamente desconocida en el sabio. Lo que aquí afirma el autor de la Sabiduría sobre el alma y el cuerpo es una consecuencia del pecado original, en el que el hombre perdió el don de la integridad, con lo que su vida se convirtió en una lucha entre el alma, que tira hacia arriba, hacia Dios, y el cuerpo, cuyas tendencias inclinan hacia las cosas sensibles y terrenas, de modo que es preciso un esfuerzo grande para mantener siempre en alto el espíritu para no dejarlo arrastrar y encadenar por las inclinaciones sensibles y terrenas del cuerpo, que dificultan el conocimiento de las verdades naturales, y más todavía el de las sobrenaturales.
Con razón reflexiona el sabio (v. 16-17): si nosotros, después de mucho trabajo y estudio, no conseguimos más que una ciencia limitada y conjetural muchas veces de las cosas terrenas, ¿cómo podremos conocer los misterios divinos, la voluntad de Dios, si El no da su sabiduría y envía de lo alto su Espíritu Santo? A esta dificultad aludía Jesucristo cuando decía a Nicodemo: "Si hablando de cosas terrenas no creéis, ¿cómo creeríais si os hablase de cosas celestiales?" Dado el paralelismo con el primer miembro del verso y el estadio de la revelación en que nos encontramos, el "espíritu santo" del v.18b se identifica, en la mente del autor sagrado, con "la sabiduría divina" de 27a. No tenemos todavía, en sentido literal histórico, la revelación del Espíritu Santo, aunque sí un lenguaje que la va preparando, y en el cual nosotros, a la luz del Nuevo Testamento, podemos descubrir un sentido más profundo que el que captó el autor sagrado. Fue la sabiduría quien manifestaba la voluntad de Dios y lo que le era grato a cuantos en los tiempos pasados dirigieron sus pasos por el recto sendero de la virtud; por lo cual fueron salvados de la destrucción y de la muerte eterna gracias a la intervención de la sabiduría. Con esta afirmación, el autor sagrado encabeza la parte tercera de su libro, que será toda ella una confirmación práctica de este principio.
La actitud del rey sabio contiene una lección admirable para todos aquellos a quienes el Señor se ha dignado confiar la dirección temporal o espiritual de sus hermanos. La oración humilde, profunda y ardiente en demanda de la sabiduría y prudencia divinas ha de preceder a toda acción encaminada al buen gobierno de los súbditos. La Iglesia hace recitar los más hermosos sentimientos de la plegaria salomónica en los responsorios de los maitines del oficio de los domingos y días feriales del mes de agosto.

Parte Tercera: Sb 10, 1-Sb 19, 22. La Sabiduría en la Historia de Israel

El autor sagrado ha afirmado la necesidad de la sabiduría para conocer la voluntad y designios de Dios y poder gobernar la vida propia y la de los súbditos conforme a ellos. La última parte de su obra es una demostración histórica de las maravillas que la sabiduría llevó a cabo en Israel, las cuales resaltan más al contraste con la historia de los egipcios y cananeos, que, privados de ella, incurrieron con sus maldades en los más duros castigos divinos.
Se pone de manifiesto en las narraciones de estos capítulos una idea teológica: la providencia peculiar de Dios sobre su pueblo escogido, cuyos directores se dejaron conducir dócilmente por la sabiduría. Y tenemos en ellas un capítulo de la historia de la salvación, una parte del gran drama o lucha que se inició en el paraíso entre las fuerzas del bien y del mal y no concluirá hasta el final de los tiempos, en que Jesucristo Redentor ponga a todos sus enemigos como escabel de sus pies y entregue su reino al Padre.
Esta idea se presenta envuelta en un género literario especial. El autor ha escogido unos cuantos personajes bíblicos y destacados episodios de la historia de Israel mencionados en los libros sagrados. Los ha ampliado, basándose unas veces en tradiciones populares que reproducen Filón y Flavio Josefo, poetizándolos otras con un fin didáctico religioso (midrash). Lo que está muy de acuerdo con el carácter imaginativo de los orientales y encontramos más veces en la Biblia. En consecuencia, no tenemos aquí una descripción histórica estrictamente tal, como tampoco unos relatos meramente poéticos o alegóricos sin contenido alguno real, sino una ampliación midráshica de los sucesos referidos en el Éxodo con la finalidad de poner más al vivo ante la imaginación oriental de los lectores la actuación de la sabiduría a través de la providencia especial de Dios con Israel.

Sb 10, 1-21. La Sabiduría, Guía del Pueblo Escogido

Sb 10, 1-14. La sabiduría guía a los patriarcas

El autor no menciona por sus nombres propios a los patriarcas cuya historia presenta guiada por la sabiduría. El lector israelita los identificaría sin dificultad alguna. La razón de la omisión pudo ser despertar más la atención de los prosélitos e incitarlos al estudio de la historia bíblica, o quizá más bien dar a la descripción un valor más universal conforme al estilo de los sabios.
Adán fue el primero de los seres humanos, creado inmediatamente por Dios. Su misma creación fue ya un acto de la Sabiduría divina, que lo crea a imagen y semejanza de Dios, constituyéndolo rey y señor de la tierra. Antes de la caída le confirió los dones naturales y preternaturales que le protegían de todo mal. Después de ella le protege de nuevo, abriendo su mente a la esperanza de la redención e infundiendo en su corazón sentimientos de penitencia que condujeron a nuestros primeros padres a la salvación, según el sentir de los judíos contemporáneos del autor y de un buen número de Padres de la Iglesia.
La actitud de Caín presenta el segundo acto del drama entre el bien y el mal. Se apartó de la sabiduría, que condenaba la envidia que concibió ante los sacrificios de su hermano Abel, más gratos al Señor que los suyos por estar tomados de lo mejor de sus ganados, y la ira que lo condujo al homicidio fratricida y fue causa de su perdición. No podemos determinar a qué hace referencia en su afirmación el autor, si a la vida errante y fin violento de la misma, o al castigo del más allá, lo que es posible en el contexto de la Sabiduría. El Génesis presenta toda su vida como un castigo, y una tradición judía dice que fue muerto involuntariamente por Lamec o que pereció aplastado por su propia casa. Y ni la Biblia ni la tradición hablan de arrepentimiento alguno por su parte. A su pecado se atribuye el diluvio. Si bien no fue él la causa inmediata del mismo, lo fueron sus descendientes, que heredaron de él la maldad, que corrompió a los hijos de Dios y provocó el gran castigo. Una nueva intervención de la Sabiduría libra de él a Noé, hombre justo que seguía sus dictámenes en medio de aquella generación perversa, mediante el arca, cuya construcción ella le dictó y diseñó, la cual vino a ser como un leño deleznable frente a las masas de agua que devastaban la tierra. Los Santos Padres han visto en el diluvio una figura del castigo del pecado, y en el arca simbolizada a la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación para el alma.
Las gentes de Babel (v.5), orgullosas de su poder, pretendieron levantar una gigantesca torre que perpetuara su memoria; la sabiduría confundió sus lenguas y hubieron de desistir de su empresa y dispersarse por toda la tierra. Allá por el siglo XVII, el paganismo y la idolatría predominaban en todo el Oriente; pero la sabiduría guiaba los pasos del que había de ser padre del pueblo escogido, el patriarca Abraham, a quien enseñó la conducta a seguir y fortaleció sobremanera cuando el Altísimo le pidió el sacrificio de su hijo, tanto que supo anteponer la orden sangrante de Dios al amor inmenso que profesaba a su unigénito. Y con su heroísmo nos enseña a todos los creyentes a anteponer la voluntad de Dios a todas las cosas, aun a aquellas que puedan resultarnos más queridas y la renuncia más costosa. Su sobrino Lot fue el justo salvado de la lluvia de fuego que arrasó las corrompidas ciudades de la Pentápolis, situadas en la región sur del mar Muerto, la última de las cuales, Segor, fue perdonada ante las súplicas de Lot. De su destrucción quedan, como testigos, una tierra desolada, cuya fertilidad semejaba la de Egipto; y humeante, que parece perpetuar el humo del incendio de las ciudades; la región del sur de Sodoma presenta el aspecto de una tierra teatro de volcanes, y en la parte sur del mar Muerto se levantan de sus aguas turbias y bituminosas, ante la acción del sol, nubes de vapor negro y denso. Como recuerdo quedan también los árboles cuyos frutos no maduran, porque el sol ardoroso los agosta en esas regiones profundas antes de que puedan llegar a su madurez; probablemente alude el autor a la "poma sodomítica, " manzana de Sodoma de aspecto hermoso y atrayente, pero que al cogerla se disipa en humo y polvo en la mano. Finalmente, la estatua de sal trae a la memoria la incredulidad de la mujer de Lot y la desobediencia a las palabras del ángel, la cual fue, más que la mera curiosidad, la causa del castigo. El sabio no da precisión alguna sobre el relato del Génesis y se limita a presentar la columna de sal como memorial de la falta. Flavio Josefo atestigua haber visitado la estatua, y San Clemente Romano afirma su existencia. En la parte sudoeste del mar Muerto pueden verse aún hoy día numerosas fisuras y agujas aisladas sobre la montaña de sal Djebel-el-Meleh. Quiso Dios que todas estas cosas quedasen como recuerdo perenne de los castigos que hubieron de sufrir quienes despreciaron la sabiduría al no querer obedecer sus mandatos.
Jacob (v.10) fue otro de los grandes personajes bíblicos sobre quien la sabiduría ejerció una peculiar protección. Le protege cuando huye de la ira de Esaú, su hermano, a Harán, donde le acoge Labán su tío; durante el camino, en Luz, que se llamó después Betel (Dios ve), tuvo lugar la visión de la escala en que la sabiduría le mostró el reino de Dios y le dio a conocer las cosas santas; ambas expresiones son sinónimas y significan la majestad de Dios y su gobierno del mundo por el ministerio de los ángeles, y en particular la bondad de Dios para con el patriarca. También junto a su tío experimentó la protección de la Sabiduría; gracias a la habilidad que ella le comunicó, vino a ser rico a pesar de la codicia de Labán, a quien sirvió durante veinte años. Y cuando al emprender el retorno éste y sus hermanos le persiguen, es advertido por Dios que se guarde de hacer daño alguno a Jacob, que ve también disipados los temores que albergaba respecto del encuentro con Esaú al regresar a su tierra. El premio de un rudo combate que la sabiduría le dio dice relación a la batalla que sostuvo al regreso de Harán con el ángel de Yahvé, en que le fue cambiado el nombre en Israel por haber luchado con Dios y haber vencido. El patriarca pudo aprender que la piedad, es decir, la sabiduría en sus relaciones con Dios, es más fuerte que todo, pues venció al misterioso guerrero divino, y el episodio nos enseña a todos que con la plegaria a Dios, dictada por la sabiduría, podremos vencer a todos los enemigos de nuestra alma.
No menos experimentó la ayuda de la sabiduría José (v. 13) en los días difíciles que siguieron a su venta a los mercaderes que lo llevan a Egipto. Lo salva primero del pecado a que la mujer de Putifar lo incitara y bajó después con él a la prisión en que aquél, dando fe a la calumnia, lo hizo encerrar. Lo congracia con el carcelero, que hace llegar al faraón su sabiduría, el cual, convencido de ella por su clarividencia profética en las visiones que le refirió y viéndolo lleno del espíritu de Dios, le constituye en el segundo de su reino, colocándole por encima de sus opresores. Con ello la sabiduría le dio una gloria eterna no sólo ante los egipcios, sino también ante los otros pueblos, que hubieron de acudir a los graneros de Egipto en busca de provisiones que por su indicación fueron acumuladas. Nosotros podríamos añadir que por medio del Evangelio su vida virtuosa será tenida en honor en el mundo entero hasta el final de los tiempos.
La liturgia ha tomado los v.10-11 para la nona del oficio de confesor no pontífice, y los 10-14 Para la epístola de la misa "In virtute tua, " de común de mártir no pontífice, en los que se describe la protección especial de la sabiduría sobre los justos aun en las situaciones más difíciles y comprometidas.

Sb 10, 15/21-Sb 11, 1/4. La sabiduría guía a Moisés e Israel

Esta perícopa nos lleva a Moisés y a las narraciones del Éxodo. La descendencia de Jacob se había ido multiplicando, de modo que vino a formar un gran pueblo, poderoso dentro de las fronteras egipcias. El faraón vio un peligro para su reino, por lo que se decide a oprimirlos. La sabiduría que había protegido a los patriarcas libró ahora al pueblo santo, escogido entre los demás pueblos de la tierra por el Dios tres veces santo para llevar a cabo los destinos mesiánicos, que no se dejó contaminar por las prácticas idolátricas egipcias, y que, si bien prevaricó muchas veces, incluso durante la misma cautividad, debía mantenerse irreprochable por su alta vocación, y de hecho se mantuvo tal en relación con los egipcios, a quienes no dieron motivo alguno para que los oprimiesen.
Para llevar a cabo la liberación, la sabiduría entra en el caudillo de Israel y le da poder para desencadenar las plagas, que terminaron por doblegar la dura cerviz del faraón y sus cortesanos. Dio a los israelitas la recompensa de sus trabajos (v.15) mediante los vasos de oro, plata y vestidos que les fueron prestados por los egipcios al salir de su país, y que Dios, dueño absoluto de todo, pudo hacer retuvieran por los trabajos a que habían sido sometidos sin obtener por ellos salario alguno. Los condujo de Egipto al Sinaí, procurándoles, mediante prodigios sorprendentes, el alimento y el agua, señalándoles el camino a través del desierto mediante la nube luminosa de noche y oscura durante el día, que cubría con su sombra al pueblo, defendiéndolo de los rayos abrasadores del sol.
Fue también la Sabiduría -que sustituye siempre a Dios- quien separó las aguas del mar Rojo para que dejaran paso libre a los hebreos y las hizo juntarse de nuevo para que anegaran a los egipcios perseguidores, cuyos cadáveres, arrojados por las aguas a las orillas del mar, fueron despojados de sus armas por los israelitas, que carecían de ellas, conforme afirma también una tradición oral mencionada por Filón y Flavio Josefo. Figura del bautismo el mar Rojo, los egipcios sumergidos lo son de nuestros pecados, que desaparecen bajo la acción de las aguas bautismales.
Al verse protegidos de modo tan admirable por la mano omnipotente de Dios, entonaron un canto de alabanza en su honor, que consigna el autor del Éxodo. La afirmación de que la sabiduría abrió la boca de los mudos e hizo elocuentes las lenguas de los niños (v.21) es una hipérbole poética, semejante a aquella otra del salto de las montañas como corzos, para indicar que los hebreos, que habían estado como mudos que no pueden o niños que apenas saben hablar, a causa del dolor y la opresión, cantan ahora jubilosos y celebran con la alegría del triunfo al Dios Salvador.
Por medio de su caudillo Moisés, en quien habitaba, la Sabiduría guió a los israelitas durante cuarenta años a través del desierto. Dios les proporcionó como alimento el maná, y la Sabiduría hizo saltar, ante la plegaria de Moisés y Aarón, agua abundante de la roca que aquél golpeó con su vara. San Pablo ve en ella un tipo de Cristo, que, golpeado en la pasión y abierto su corazón por la lanza en la cruz, vino a ser fuente de aguas conducentes a la vida eterna para cuantos creen en El.
Los pueblos con quienes hubieron de luchar y que derrotaron por la ayuda de la Sabiduría, fueron los amalecitas, el rey cananeo de Arad; Seón, rey de los amorreos; Og, rey de Basan, los moabitas y los madianitas.

Sb 11, 1-26. Castigo de los Egipcios

En esta perícopa, el autor, con un fin didáctico, va a contraponer la misericordia de Dios para con los hebreos con la justicia que empleó con los egipcios, justicia temperada por la misericordia, como la misericordia para con Israel fue muchas veces sustituida por la justicia.
Un mismo elemento sirve a Dios para mostrar su misericordia con los israelitas y para castigar a los egipcios: a aquéllos proporciona prodigiosamente abundantes aguas en lugar desierto, contra toda esperanza, de una manera prodigiosa, mientras que a éstos convierte las aguas del Nilo en sangre, con lo que hubieron de sufrir una ardorosa sed. A los datos del Éxodo, donde como motivo general de la plaga se da la confirmación de la misión de Moisés, se añade aquí como razón particular el servir de castigo al decreto del faraón sobre la muerte de los niños hebreos. Duro castigo que hubieron de sufrir los egipcios cuando los hebreos se hallaban en su país y en sus consecuencias, después de haber partido, el cual les proporcionó un doble sufrimiento: la sed física que les infligió y el sentimiento de que ese castigo se había convertido en beneficios para aquellos a quienes habían oprimido, y que ahora gozaban de felicidad, como tal vez les notificarían las caravanas llegadas a Egipto del desierto. Esto les hizo sentir que el Señor estaba con aquel niño hebreo salvado de las aguas, a quien, constituido en caudillo de los suyos, ellos habían desoído y despreciado.
A la plaga de las aguas convertidas en sangre siguieron las plagas de las ranas, mosquitos y tábanos. También aquí a la finalidad propuesta en el Éxodo (vencer la obstinación del faraón) añade el autor del libro la razón peculiar por la que Dios escogió ese castigo, que fue su culto zoolátrico. En efecto, los egipcios daban culto a los cocodrilos, serpientes, lagartos, ranas, escarabajos, etc. Adoraban a Júpiter en la imagen de un carnero, a Apis en la de un buey, a Mercurio en la de un perro. La religión de los egipcios, en un principio espiritualista, vino a caer en el más grosero culto a los animales, de modo que la zoolatría vino a ser parte integrante de la religión egipcia. Fue una consecuencia de la doctrina sacerdotal sobre la emancipación eterna de la materia engendrada por Dios y sobre la metempsicosis (Lesétre).
El Señor, que sacó los seres de la creación de aquella primera masa caótica que previamente creara de la nada (v.18), pudo hacer caer de improviso una muchedumbre de animales salvajes o crear otras fieras monstruosas que con su aliento, con su olor o con su sola mirada les diesen muerte. Más aún, no le era necesario al Señor crear animales grandes o pequeños para castigar a los egipcios; una palabra suya bastó para dar el ser a la creación entera, y un soplo de su hálito bastaría para reducirlos a la nada; al final de los tiempos, la Sabiduría encarnada dará muerte al "inicuo" con el hálito de su boca. Pero Dios señaló un límite, porque no quería destruir a los egipcios, sino castigarlos en la medida precisa para que reconocieran su mano poderosa; no quiso hacer una manifestación de su poder, sino de su justicia, temperada siempre por la misericordia mientras estamos en esta vida. Los tres términos medida, número y peso vienen a ser expresión de la múltiple sabiduría, exactitud y justa medida con que Dios hace todas las cosas.
La última perícopa de la sección desarrolla el pensamiento precedente: Dios tiene un poder absoluto, de modo que puede aniquilar a los seres creados con la facilidad con que se mueve un grano de arena o se evapora la gota de rocío al contacto con los rayos del sol (v.23); pero tiene misericordia de todos, de los justos y de los pecadores, a quienes no castiga en seguida, como merecían y El podría hacer, sino que les da tiempo a que hagan penitencia. Gomo razón de esa misericordia presenta el autor sagrado su poder. El ejercicio de la misericordia es la expresión más perfecta de la omnipotencia divina, porque al perdonar y tener misericordia de los hombres les hace partícipes de un bien infinito, que es el último efecto de la virtud divina, y porque el efecto de la misericordia divina es fundamento de todas las obras divinas.
La última razón de esa misericordia es el amor (v.25). Dios ama todas las cosas; si éstas vinieron a la existencia, fue porque ya antes las amó, y su amor es causativo de las mismas. Ninguna ha podido venir al ser como efecto del odio divino, de modo que sea indigna de su amor. Y son, por el mero hecho de que existen, entitativamente buenas, participación de la bondad de Dios, y reflejan sus perfecciones. Y por lo mismo que Dios las ama, como el artista su obra, como el padre a sus hijos, las conserva en el ser.
Pero entre todos los seres ama con predilección al hombre, en el cual dejó plasmada su imagen y semejanza. Y por eso perdona a los pecadores, a los egipcios, por graves que sean sus pecados, con sólo un sincero arrepentimiento de ellos, porque son suyos, obra de sus manos, que llevan en su naturaleza humana plasmada la imagen y semejanza de Dios. "Es un gran motivo de confianza -escribe San Agustín- para un alma el considerar que ha salido de las manos de Dios, que ha recibido de El todo cuanto es y que no la ha hecho solamente para ser una débil contraseña de su poder (como son las criaturas irracionales), sino que la ha creado a su imagen y semejanza y la ha hecho digna de entrar en su gloria."

Sb 12, 1-24. Castigo de los Gánameos

Continuando el pensamiento del capítulo anterior, afirma el autor del libro que Dios ama las cosas, porque en todas ellas está su "espíritu incorruptible, " creador y conservador, que infundió el hálito vital que conserva la vida de sus criaturas. Y ello es otro motivo por el que Dios castiga suavemente a los pecadores y no los destruye y aniquila, para que, reflexionando con la gracia interna de Dios sobre su pecado, se arrepientan y crean en ti con una fe acompañada de la enmienda de la vida. Esta fue la conducta seguida por Dios con los egipcios; y el mismo procedimiento siguió el Señor con los cananeos -pueblo idólatra y cruel en su culto, que ocupaban la tierra prometida a los hebreos. Dios lo castiga, también por medio de Israel, con mano dura, pero misericordiosa, y esto no por debilidad, sino para darles tiempo a que se arrepientan de sus abominaciones.
Los cananeos, pobladores de la tierra santa, se habían hecho más aborrecibles a los ojos de Yahvé que los egipcios. Se daban a la adivinación, a la magia y a otras abominaciones reprobadas por Dios en el Deuteronomio, ritos impíos, vergonzosos, en honor de Baal, Astarté, y crueles hasta llegar a ofrecer en holocausto, al dios Moloc, a sus hijos en las grandes calamidades y en las fiestas del dios. Las excavaciones han demostrado que los cananeos sacrificaban niños incluso con ocasión de la "primera piedra" de un templo, de una muralla, de una casa. Dios prohibió a los israelitas imitar esta conducta bajo pena de muerte; no obstante la cual, cayeron a veces en tan repugnante práctica idolátrica. No están de acuerdo los exegetas en la interpretación del inciso del v.5 alusivo a la antropofagia, dado que nunca se afirma en la Biblia tal práctica en los cananeos ni ha sido tal dato confirmado por la arqueología. Unos lo toman en su sentido literal, dado que al sacrificio seguía el banquete con la carne de las víctimas. Otros ven una hipérbole para expresar sencillamente la inmolación de víctimas humanas. La terminación del v.5, si nuestra lección es la auténtica, aludiría a las iniciaciones de las religiones de los misterios o las parangonaría a los cultos cananeos orgiásticos en honor de Baco.
Dios determinó exterminar a los cananeos por medio de los israelitas como ministros de su justicia, que debían vengar sus abominaciones (v.6), con el fin de que aquella tierra de Palestina, distinguida por Dios con las apariciones de los patriarcas y que un día sería escenario de la vida y pasión de la Sabiduría encarnada, recibiese en sus fronteras una colonia de hijos de Dios. Su propietario es Yahvé y los israelitas, sus hijos, como miembros del pueblo por El escogido.
Pero también el castigo de los cananeos estuvo temperado por la misericordia; en lugar de exterminarlos de un modo fulminante, les enviaste "tábanos" que los exterminaran poco a poco. En el Éxodo, Dios dice a Moisés que enviará tábanos ante el pueblo que pondrán en fuga a los habitantes de Canaán y que los hará desaparecer poco a poco para que no quede desierta la tierra, y lo realizó bajo Josué.
Al ejecutar el exterminio poco a poco, el Señor, que pudo aniquilarlos en un momento por las armas o por medio de fieras, sin temor a nadie, pues es soberano absoluto de todos, pretendía darles tiempo para que se arrepintiesen de sus abominables maldades y creyeran en Yahvé, Dios verdadero, Señor de Israel. Y esto, no obstante la gran dificultad y poca esperanza que ofrecían los cananeos, raza maldita y perversa desde su origen, a quien las costumbres paganas bárbaras y salvajes habían endurecido tanto en la maldad y el crimen, que le resultaría sumamente difícil el arrepentimiento y cambio de vida; de tal dificultad hay que entender el v.10, no de una imposibilidad absoluta; de lo contrario, no tendría explicación la actitud de Dios.
Con la respuesta a las cuatro preguntas que formula en el v.12 da las razones profundas de la conducta divina en su castigo y misericordia para con los cananeos, y en primer lugar nadie puede pedir cuentas a Dios, pues no hay superior por encima de Él que cuide de las cosas, ni rey o tirano alguno. Todos son criaturas suyas, pues El ha hecho al pequeño y al grande y es El quien cuida de todos. Siendo uno de los atributos divinos la justicia, Dios jamás condena a quien no lo merece; hacerlo sería indigno de su poder, que es absoluto, y no precisa, para salir airoso, cometer injusticias, las cuales, por lo demás, arguyen debilidad y pecado. Existe entre los atributos divinos una especie de circumincesión o una compenetración recíproca, que resulta de la naturaleza misma de Dios, que es acto puro, en virtud de la cual no puede un atributo hacer lo que contradice al otro. El poder de Dios, como raíz de todo derecho, es, por lo mismo, principio y fundamento de la justicia; procede, por lo demás, de su divinidad, que es perfectísima y santísima, sumamente conforme con la ley eterna y la recta razón, por lo cual será principio y fundamento de la más auténtica justicia. Y también de la misericordia, como Señor supremo, puede perdonar a todos, pues a nadie tiene que rendir cuentas de sus actos, y la justicia no excluye la misericordia.
Sólo en dos clases de personas hace el Señor ostensión de su poder y castiga con dureza: a aquellos que no creen en su poder, como el faraón y los egipcios, y a quienes, conociendo al Señor, no le temen, como los judíos apóstatas y los paganos a que alude San Pablo en Rm 1, 20-32. Para con los demás, aunque es el Señor de la fuerza y la puede aplicar en el momento que le plazca, obra con benignidad y con paciencia, difiriendo el castigo en espera de su conversión.

Sb 12, 19-27. Lecciones que de lo dicho se infieren

Descrito el castigo de los egipcios y cananeos, temperado por la misericordia, el autor saca una doble conclusión para los israelitas: la primera, que ellos, santos por su vocación, deben ser buenos con todos los hombres incluso con sus enemigos, a imitación de Dios, que ama a todos, incluso a los que le han ofendido con los pecados, con lo que se mostrarán hijos del Padre, que está en los cielos. La segunda, que, si algún día prevaricaran, pueden esperar que Dios se muestre con ellos no menos misericordioso y clemente que con los egipcios y cananeos. Si castigó con benignidad a los egipcios, que resistieron tanto a su poder, y a los cananeos, que se degradaron con un culto inmoral y cruel, ¡con cuánto mayor motivo castigaría con misericordia a sus hijos los israelitas, la viña escogida descendiente de los patriarcas, con quienes Dios hizo juramento y alianzas!
Y en verdad hay una gran diferencia entre el castigo de Dios a los israelitas y a los otros pueblos: aquél es el del padre que amonesta y corrige a sus hijos, éste el del juez que castiga con toda severidad a los pecadores degradados en sus maldades, pero sin olvidar su misericordia. Ello es una lección para los israelitas. Cuando ellos, como instrumentos de Dios, hayan de ejecutar justicia para con los demás, recordarán la bondad del Señor y juzgarán con misericordia; de este modo, al ser ellos juzgados, tendrán un título más ante la misericordia de Dios, conforme a la enseñanza de la Sabiduría encarnada: "Con el juicio con que juzguéis seréis juzgados y con la medida que midiereis se os medirá."
El autor vuelve de nuevo a los egipcios, llamados aquí injustos en oposición con el apelativo de justos que dio a los hebreos (v.9) para poner de relieve otra vez el plan justo y misericordioso del castigo de Dios. Los egipcios fueron muy lejos en sus aberraciones idolátricas, llegando a dar culto a los animales más viles y repugnantes, procediendo como niños sin juicio. Por eso, Dios, en lugar de hacer alarde de su poder omnipotente, les envió un castigo "de burla." De hecho, las primeras plagas fueron un castigo irrisorio, destinado también a mofarse de ellos, o más bien de sus dioses, que no podían detener el castigo que se ejecutaba con los mismos seres a quienes adoraban. Sólo ante su obstinación frente a las nueve primeras plagas, Dios les envió un tremendo castigo, no ya irrisorio, sino digno de su poder y de su justicia: la muerte de los primogénitos. Al ser castigados por seres idénticos a aquellos que tenían por dioses, descubrieron la acción del Dios verdadero, pero sin rendirse a la petición del caudillo escogido para su pueblo. Por eso Dios tuvo que enviar la plaga de la muerte de los primogénitos; sólo entonces el faraón permitió la salida de los hebreos. Y como después, arrepentido, saliese con su ejército en su persecución para volverlo a la servidumbre, el Señor sepultó su ejército bajo las aguas del mar Rojo.
La doctrina de esta perícopa sobre la misericordia de Dios nos coloca por encima de la revelación del Pentateuco, en la que el amor no se eleva todavía sobre la ley del tallón, promulgada varias veces por el Señor y mandada aplicar por El en diversas ocasiones, y nos acerca a la moral evangélica, que manda la misericordia y bondad con todos, incluso con los mismos enemigos. Comienza a perfilarse con claridad el universalismo evangélico.

Sección 2. La Idolatría, Pecado Opuesto a la Sabiduría

El autor interrumpe su narración sobre la diversa suerte de Israel y Egipto, que continuará en el capítulo 16, para dedicar una larga sección a la idolatría, mencionada a propósito de los egipcios en los capítulos precedentes. Va a poner en ella de manifiesto a qué grado de necedad y aberración, a qué punto de envilecimiento y degradación puede llegar la razón humana cuando se aparta del recto sendero de la sabiduría. Y pretende con ello mantener firmes en el culto al verdadero Dios a los judíos, que tenían que vivir en medio de pueblos idólatras, y, sin duda también, hacer reflexionar a los mismos paganos sobre la vanidad de sus ídolos.
Semejantes descripciones no son nuevas. Las encontramos ya en los profetas, que tuvieron que defender el monoteísmo israelita frente a la tendencia innata a la idolatría y frente a la presión de los pueblos conquistadores, que con su poder e influencia querían imponer el culto a sus dioses.

Sb 13, 1-19. La idolatría, necedad ridícula

Sb 13, 1-9. Necedad de los que adoran las criaturas

La perícopa es de sumo interés. En ella se pone de relieve la necedad culpable de los gentiles, que, habiendo alcanzado un conocimiento profundo de las cosas creadas, no supieron elevarse al Creador de las mismas. A la vez, el autor nos da un pequeño tratado sobre el conocimiento de Dios.
La inteligencia fue dada al hombre para que conociese al Creador y le tributase la alabanza debida. Quien no cumple esta misión es francamente necio, pues falla en la razón fundamental de su existencia. Sus mismas facultades naturales debieron llevarle a ese conocimiento de Dios, y, en consecuencia, a su veneración y culto. En efecto, por los bienes de que el hombre disfruta y las obras maravillosas de la creación que contempla con sus ojos, debió remontarse a la fuente creadora de todos esos bienes y descubrir al artífice que dio a todas esas obras su existencia. "El universo -escribía Filón- ha sido hecho con un arte tan consumado, que tiene que tener como autor un artífice de ciencia excelente y perfectísimo."
Weber hace observar la identidad que el sabio pone entre Dios, el Ser y el Creador, que no deja lugar alguno para un intermediario entre Dios inaccesible, y el mundo material, que en la filosofía de Platón o de Filón realizaba el papel de demiurgo.
Sin embargo, seducidos por la belleza de unas criaturas, sorprendidos por el poder maravilloso de otras, las colocaron el lugar de Dios como rectores del universo. Los persas divinizaron el fuego; en Menfis tenía un templo con el nombre de Ptah, y en Occidente era adorado bajo el nombre de Vulcano. Los griegos adoraban a Eolo, señor de los vientos; según Platón y los estoicos, Hera o Junon era la diosa del aire. Los asiros fueron adorados comúnmente en la antigüedad, especialmente por los asirios; el sol y la luna eran adorados por los griegos bajo los nombres de Apolo y Diana; en los fenicios, bajo los de Baal y Astarté, y en Egipto bajo los de Isis y Osiris. Las aguas fueron divinizadas por su utilidad y poder devastador; los egipcios las veneraban como el elemento primitivo generador de todo lo demás, y los griegos tenían sobre el particular los dioses Neptuno, las náyades y las ninfas.
El autor de la Sabiduría enseña que la contemplación de tanta belleza y tanto poder derramados por el universo debieron de llevar a aquellos filósofos paganos a descubrir al Creador mediante un proceso intelectual que, partiendo de los efectos, se remontara a las causas (v.3-5). No teniendo, en nuestro caso, la hermosura y poder de la naturaleza en sí mismos la razón de su existencia, pues que la pueden perder, es preciso reconocer una causa suprema y última (repugna en sana filosofía una serie indefinida de causas) de aquella hermosura y poder. El fundamento de tal reconocimiento es el principio metafísico de que todo efecto presupone una causa. "De las cosas sensibles nuestro entendimiento no puede llegar a conocer la esencia divina, porque las criaturas sensibles son efectos de Dios que no adecúan la causa... Pero, como son efectos dependientes de su causa, podemos por ellas conocer la existencia de Dios y aquellas cosas que le convienen, en cuanto que es causa que excede todo lo causado." Por eso los Padres vieron en el universo un "libro de la divinidad"6, "una lira o cítara que emite el suave concierto de la divina Providencia, cuyo citarista es Dios." De modo que, como dice San Agustín, "el cielo y la tierra y el universo entero hablan a los sordos, si Dios mismo por su bondad no habla al corazón del hombre." Y por lo que a la hermosura de las cosas creadas se refiere, Msr. Gay constata al corazón humano que "toda belleza exterior no es más que una especie de testimonio que Dios da aquí abajo de sí mismo, un velo bajo el cual él se encubre, una sombra de su benéfica presencia, una llamada de su voz, alimento que su mano nos proporciona, una dulce y tierna invitación."
En este texto debió de inspirarse San Pablo cuando en su carta a los Romanos afirma que "lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las criaturas", doctrina que definió el concilio Vaticano I. Con toda razón, la teología católica aduce este texto del libro de la Sabiduría para probar que la razón humana puede demostrar analógicamente (por las criaturas) la existencia de Dios.
A continuación, el autor hace unas reflexiones sobre la culpabilidad moral de los que adoran las bellezas y fuerzas de la naturaleza (v.6-9). No merecen tal vez un reproche tan severo como los idólatras de que hablará después, que adoraron las obras mismas de sus manos. Buscaban a Dios, que es la causa última de esas bellezas que resplandecen en la creación, de esa fuerza que ostentan los fenómenos extraordinarios de la naturaleza a que dirigían su investigación, si bien se quedaron en ellas sin remontarse a Dios, su causa suprema. Pero no son del todo excusables, pues si alcanzaron un conocimiento profundo del universo y penetraron secretos de la naturaleza, más fácilmente debieron descubrir al Creador del mismo. De hecho, todos los pueblos han venido a admitir la existencia de un Ser supremo, los salvajes y los civilizados. En realidad, uno puede, como dice Orosio, despreciar a Dios durante cierto tiempo, pero no puede ignorarlo del todo. "Quien no es ilustrado por tantos resplandores de las cosas creadas -escribe San Bernardo-, es ciego; quien no está despierto a tantos clamores, está sordo; quien de tantos indicios no advierte el principio primero, es necio."¿Por qué, de hecho, no llegaron esos filósofos, a través de sus investigaciones, al Señor del mundo? Seguramente carecían de la humildad de corazón y de la libertad de espíritu respecto de las cosas de la tierra que es preciso para ver a Dios. Amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras no eran buenas. En esto son culpables.

Sb 13, 10-19. Ironía del culto a los ídolos

Aberración más grave todavía es la de los desdichados que han llegado a divinizar las obras de sus manos, poniendo su esperanza no ya en las maravillas de la creación, que pueden elevar la mente y el corazón al Creador, sino en los ídolos, cosas materiales que no hacen sino degradarle y encerrarlo más en las cosas de la tierra, haciendo más difícil la esperanza en una vida superior. Había ídolos de plata, oro artísticamente labrados y de otras materias. Los había con forma de animales; el dios Dagón de los filisteos tenía cabeza de hombre y cuerpo en forma de pez, y los dioses egipcios tenían cabeza de animales. No faltaban quienes adorasen a una piedra -que se suponía tal vez caída del cielo- sobre la que se habría esculpido una imagen, y cuyo único valor estaba en su antigüedad.
Sigue una descripción pintoresca, llena de ironía, sobre el origen de los ídolos a base de un caso gráfico que recuerda las ridiculizaciones o mofas de los profetas, con que intentaban convencer de la vanidad o inanidad de los ídolos. La primera presenta el caso de un simple leñador, no ya de un escultor profesional, que toma los despojos del madero que utilizó para fabricar un mueble y que ya no valen para ninguna otra cosa útil, o un trozo nudoso que no servía ni para la lumbre por arder con dificultad. Le da en sus ratos de ocio figura de hombre o de un repugnante animal, cubre con pintura las manchas de los nudos, lo sujeta en la pared con clavos, a fin de que no se caiga, y ¡he aquí un dios! Los mismos paganos caían a veces en la cuenta de la vanidad de sus ídolos. En términos parecidos a los de nuestro autor los satiriza Horacio, que pone en boca de uno de ellos: "Yo era en otro tiempo un tronco de higuera, madera inútil. El artesano vaciló si hacer de mí un banco o un Príapo; se decidió por el dios; yo soy, pues, dios". Séneca dice que unos tienen figura de hombres, de fieras, de peces; algunos figura compuesta de diversos cuerpos, y añade: "Llaman dioses a los que, si de repente recibieran vida, serían tenidos por monstruos."
Unos cuantos contrastes ironizan o ridiculizan la actitud de quien ora ante semejante dios (v.17-18): a quien carece de vida se le ruega por los seres vivos; a quien es impotente y proviene de un leño inútil se le pide ayuda; a quien no puede hacer uso de sus pies, el éxito de un viaje, y a quien no puede mover su mano, el éxito de una empresa. ¡Colmo de necedad! Comparando el salmista a Yahvé con los ídolos, manifiesta los mismos sentimientos del sabio: "Está nuestro Dios en los cielos y puede hacer cuanto quiere. Sus ídolos son plata y oro, obra de la mano de los hombres; tienen boca y no hablan, ojos y no ven, orejas y no oyen; tienen narices y no huelen. Sus manos no palpan, sus pies no andan, no sale de su garganta un murmullo. Semejantes a ellos sean los que los hacen y todos los que en ellos confían."

Sb 14, 1-31. Más ironías de los ídolos y consecuencias de la idolatría

Sb 14, 1-14. El navegante que invoca un frágil leño

El sabio ridiculiza ahora la actitud del navegante que, disponiéndose a una travesía arriesgada, invoca un leño más frágil que la embarcación que lleva. Las naves llevaban en su proa un ídolo.
En la que embarcó San Pablo llevaba la enseña de Castor y Pólux, patronos de la navegación. Pues bien, ofrece más seguridad la nave, en cuya construcción el artífice empleó su sabiduría con afán de lucro, que el ídolo, al que tal vez dedicó sólo ratos de ocio y quizá construyó de madera que no servía para otros usos útiles.
Más aún, del barco Dios tiene providencia, mientras que el ídolo es maldito de Dios. La providencia de Dios, no el ídolo muerto, es quien ha trazado en el mar el camino seguro a través de las olas -no es preciso referir esto al paso del mar Rojo y del río Jordán, sino que tiene alcance general-, y es Él quien puede salvar del naufragio contra toda esperanza y defender de él a quienes desconocen la técnica de la dirección de la nave. Dios no quiere que estén ociosas las obras de su sabiduría, que son aquí, más que el arte de la navegación, las riquezas, metales, plantas, animales..., creadas por Dios más allá de los mares, para cuya búsqueda y explotación los hombres han de confiar sus vidas a un frágil leño; sin ello aquéllas quedarían inactivas, sin cumplir el fin para el que Dios las ha creado. Por eso Dios protegía a los hombres en medio de las navegaciones, en aquel entonces tan peligrosas, y hacía que regresasen salvos. Así fue, por una providencia especial de Dios, cómo se salvó Noé y sus hijos de las aguas del diluvio, cuando perecieron los orgullosos gigantes, descendientes de Set y Gam. No fueron los conocimientos sobre el arte de la navegación, sino la mano de Dios, quien gobernó la nave para que no pereciese bajo las aguas del diluvio quien había de ser padre de una generación que enlazase a Adán con Abraham y transmitiese al pueblo escogido las promesas del paraíso.
Concluye la digresión sobre la providencia de Dios en la navegación bendiciendo al leño del que se hace uso bueno y recto, como en el caso del arca de Noé (v.7). Muchos Padres han aplicado la expresión a la cruz de Cristo, por la que fuimos salvados de nuestros pecados. Sería otra aplicación particular del pensamiento del verso, cuyo alcance es general y que se verifica de una manera eminente en ella.
Los ídolos, por el contrario, ellos y sus artífices, son objeto de maldición y de detestación por parte de Dios. El salmista, indignado, exclama: "Semejantes a ellos (a los ídolos) sean los que los hacen y todos los que en ellos confían." Explica el sabio la razón por la que serán juzgados y destruidos los ídolos: porque, siendo criaturas, debieron llevar, como todas las cosas creadas, a Dios, y en lugar de ello han venido a ser piedra de escándalo, lazo de perdición para los hombres. "Es un luto para la tierra -exclama monseñor Gay-, una ignominia para la humanidad, ver que el medio viene a ser obstáculo; que la comida se convierte en veneno; que las criaturas vienen a ser un peligro; que lo que nos debía mostrar a Dios es precisamente lo que nos lo oculta; que lo que nos lo predica nos lleva a olvidarlo; que lo que comenzaba a dárnoslo nos lo hace perder decididamente." El culto a los ídolos ha sido el principio de la fornicación (v.12), e.d., de la apostasía humana respecto del verdadero culto y su alejamiento del verdadero Dios. El término se emplea con frecuencia en la Biblia para expresar la infidelidad del pueblo escogido a Yahvé, cuyas relaciones se presentan bajo la imagen del esposo y la esposa, cuando se va tras los dioses falsos. La idolatría es una verdadera fornicación mística por la que el alma, dejando a su esposo y señor, se postra ante los falsos dioses, consagrándoles lo que sólo a Dios pertenece. Y ese alejamiento de Dios ha llevado al hombre a la pérdida de la vida moral, de que hablará al final del capítulo, y de la vida espiritual, a que se refirió en la primera parte del libro.
Los ídolos, constata el autor (v.13), no existieron siempre. En sus orígenes, la humanidad fue monoteísta. La historia de las religiones confirma el dato del Génesis a este propósito, también por lo que a Egipto se refiere, donde hace más de cinco mil años se profesaba la fe en un solo Dios creador y legislador que dio al ser humano un alma inmortal. Y añade que no existirá siempre; está decidido su próximo fin. En los últimos versos de la perícopa tenemos una referencia a los tiempos mesiánicos. Los profetas y salmistas habían anunciado que en ellos serían abatidos los ídolos, y los hombres volverían los ojos al Santo de Israel n. En efecto, Jesucristo, con su Evangelio, dio el golpe mortal a los ídolos, que irían siendo destruidos a medida que el cristianismo fuese extendiendo sus ramas por todas las naciones. Cuando el autor de la Sabiduría escribió su libro, faltaba quizá menos de un siglo para su venida al mundo. Egipto fue uno de los primeros pueblos que recibió el mensaje del Redentor y derribó sus ídolos. El dato apócrifo de la caída de los ídolos al entrar en el país el Niño-Dios sería historia no mucho tiempo después.

Sb 14, 15-21. Origen del culto a seres humanos

He aquí cómo se originaba el culto a los muertos: un padre perdía prematuramente a su hijo; presa del más profundo dolor, hace una imagen y establece con sus siervos cierto culto y ritos reservados al círculo familiar, terminando por honrarlo como a un dios. Los comentaristas aducen el caso referido por San Fulgencio del egipcio Sirófanes, que, habiendo perdido a su hijo, llevado del dolor de su muerte, le erigió una estatua en casa. Le llevaban flores, le tejían coronas y quemaban ante ella perfumes. Los siervos, por adulación a su señor, iban a buscar a los pies de la estatua refugio contra los castigos merecidos. El culto a los muertos estaba muy extendido en los días del autor. Lactancio afirma que Cicerón quiso divinizar a su hija. Los lares romanos no eran frecuentemente sino los manes de los antepasados. Aún hoy día se practica en algunos países de Asia. Lo que en sus principios se reducía al círculo familiar, vino después a ser ley. Los Lagidas, por ejemplo, ordenaron fueran tributados honores divinos a sus antepasados.
La vanagloria dio origen al culto a las estatuas de los príncipes. Llevados de ella, decretaron honores divinos para sus estatuas, de modo que aun ausentes fueran alabados y adorados. Nabucodonosor hizo publicar un decreto en que ordenaba la adoración a la suya. Los egipcios, dice Diodoro de Sicilia, parecen honrar y adorar a sus reyes como si fueran realmente dioses. Alejandro Magno de Grecia y sus sucesores los Seléucidas en Siria y los Lagidas en Egipto permitieron que se les considerase y se les honrase como dioses. Junto al nombre colocaban muy frecuentemente el epíteto "dios, " como Antíoco IV, que se tituló "dios Epífanes" (que aparece), y Ptolomeo Filometor, que tomó en las monedas el título de dios. Los emperadores romanos eran adorados como dioses, a quienes se levantaban templos servidos por sacerdotes para expresar la devoción y la lealtad de los pueblos hacia Roma y sus cesares. De ellos dice Tertuliano que sus divinidades eran frecuentemente más respetadas que las de los dioses del Olimpo.
Al progreso de tal superstición contribuyeron los artistas, que tuvieron también su responsabilidad en este culto (v.18-20). Su deseo de honrar al príncipe, su ambición, su ansia de honores, les llevó a extremar su arte, esculpiendo una imagen más bella y atractiva, más seductora que la misma persona, y entonces quienes no adorarían al rey por no conocerle, le adoraban seducidos por la obra consumada del artista, viniendo así a ser lazo para los hombres. Estos no supieron mantener en sus límites el afecto a los muertos, el ansia de gloria y celo adulador, la admiración por la obra de arte, sino que a la piedra o al leño atribuyeron el nombre incomunicable, e.d., el nombre y honor de Dios, que no compete a la criatura. El dios tenía su nombre oculto a los seres humanos, pues si éstos llegaban a conocerlo, alcanzaban influencia sobre él.
Concluimos esta perícopa con la reflexión de Weber: "Guando los hombres han perdido la noción de Dios, divinizan instintivamente la criatura; tan profundamente siente nuestra naturaleza la necesidad de lo infinito."

Sb 14, 22-31. Consecuencias morales de la idolatría

Dada la relación íntima que existe entre las ideas y la vida práctica, que no es sino la actualización en la realidad de aquéllas, un error tan grave como la idolatría tiene que tener deletéreas consecuencias. Así lo confirma la historia del paganismo y la misma historia de Israel, que con frecuencia caía en este pecado. A estas consecuencias dedica el autor la última parte del capítulo.
Al estado moral desolador a que la ignorancia respecto del verdadero Dios y el culto de los ídolos llevaron a los gentiles, el autor lo llama violenta guerra entre el bien y el mal, entre esa inclinación hacia lo bueno y lo bello, que nunca se extingue del todo en el alma humana, y la propensión de la naturaleza caída hacia el pecado que la halaga. Ellos en su ignorancia lo llaman paz; han perdido la noción del bien, del ideal moral. Abismados en la inmoralidad y corrupción, se creen tanto más felices cuanto más infelices son.
A continuación, el autor enumera los desórdenes a que se entregaron los gentiles, algunos de los cuales fueron ya antes mencionados. En honor de Geres, Cibeles, Venus, Baco, Príapo, se celebraban misterios ocultos en lugares clandestinos de los templos, y ordinariamente de noche. Después de los banquetes sagrados nocturnos, los paganos se entregaban a desenfrenadas orgías y a cierta especie de furia o frenesí para honrar a los dioses. Consecuencia lógica eran los asesinatos (v.25), como lo hace constar Tito Livio respecto de las bacanales de Roma; toda clase de inmoralidades, hasta el adulterio y el incesto. "Los documentos que los antiguos nos han transmitido -advierte Lesétre- y los numerosos indicios de flagrante inmoralidad que se encuentran cada día bajo las cenizas de Pompeya, muestran que las acusaciones formuladas por los libros santos no tienen nada de exagerado". Además, pecados contra la justicia y la caridad, como el robo y perjurio, en que sin escrúpulo incurren, convencidos de que ningún mal les puede venir de dioses sin vida; la vejación de los buenos, cuya conducta viene a ser un reproche irresistible para los malvados, que terminan por perseguirlos y exterminarlos, si les es posible; engaños, de que hacen víctimas a los ignorantes y a quienes, habiendo perdido la fe bajo el influjo de la filosofía helenista, se hacían, como ocurre en nuestro tiempo, crédulos a las más vanas tonterías; la ingratitud de los beneficios ajenos, pues han perdido todo sentimiento delicado; En realidad la idolatría es el principio, causa y fin de todos esos pecados, cuando dice que "no hay género de pecado que no produzca la idolatría, o expresamente induciendo a ellos como causa de los mismos o dándoles ocasión a manera de principio o a manera de fin, en cuanto que algunos pecados se cometían como culto a los ídolos". De ahí que, en el sentir de Tertuliano, sea el gran crimen de la humanidad y su más grande responsabilidad. Y quienes incurren en las conductas descritas recibirán un doble castigo, en atención a su idolatría, que supone ignorancia vencible, y a causa del perjurio con que se menosprecia la santidad divina, y que la misma ley moral inscrita en el corazón humano condena. Si escapan al poder de los ídolos, que no son dioses, no escaparán a la justicia divina, que no dejará impune la prevaricación de los impíos.

Sb 15, 1-19. Dicha de los Israelitas y Necedad de los Idolatras

Sb 15, 1-6. Dios libró de la idolatría a los israelitas

Después de haber expuesto el autor a qué grado de abyección moral llevó a los paganos la idolatría y el castigo que les espera por sus abominaciones, canta la felicidad de los israelitas, a quienes se reveló el verdadero Dios, librándolos del culto a los ídolos. Idealizando la historia del pueblo, no hace alusión a las defecciones de Israel, que repetidas veces se postró ante el becerro de oro.
Mientras que los ídolos de los gentiles son nada, el Dios de los israelitas es un Dios lleno de bondad, que ama a su pueblo y lo libra de las abominaciones de la idolatría, fiel cumplidor de las promesas hechas a los antepasados, que no castiga a su pueblo apenas ha prevaricado, sino que espera pacientemente el arrepentimiento y lo perdona de corazón. Tiene conciencia de que es su pueblo escogido y del poder que tiene para castigar. Esto los impulsa a ser fieles a Él y evitar las impiedades de los idólatras.
El conocimiento de Dios, no el meramente especulativo o teórico, sino el que se traduce en una vida práctica conforme a su voluntad, es la justicia perfecta (?.3). Jesucristo expresa esta misma verdad cuando dice: "Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo." Y viene a coincidir con el pensamiento de San Pablo y San Juan, quienes ponen como condición de salvación la fe, que es la adhesión de la inteligencia a las verdades reveladas y la entrega de la voluntad, del corazón y de toda nuestra persona a Jesucristo. El conocimiento de su poder es raíz de inmortalidad, en cuanto que el temor al castigo aparta del pecado y mantiene en la justicia, que lleva a la felicidad eterna. Debido a ese conocimiento, Israel no se extravió por los senderos de la idolatría seducido por el arte de las imágenes o la policromía de sus colores. Cierto que los israelitas se descarriaron a veces tras los ídolos, pero fue pasajeramente y siempre volvió al recto camino, y la élite del pueblo se mantuvo fiel aun en aquellas ocasiones en que la masa prevaricaba. Por lo demás, hemos indicado cómo el autor idealiza la historia del pueblo escogido, presentándolo desde el punto de vista de su elección por parte de Dios y su destino sobrenatural, viendo el lado bueno de su conducta y dejando en la penumbra sus prevaricaciones. Las estatuas de los ídolos, por el arte y colorido, que las asemejaban a la realidad, además del peligro de la idolatría, entrañaban el de la inmoralidad, al excitar su vista la concupiscencia de los sentidos. La historia nos ha dejado ejemplos de actos de inmoralidad cometidos con las estatuas. Arnobio refiere de Pygmacio, rey de Chipre, que amaba a un ídolo como a una mujer y tenía con él relaciones amorosas. A este propósito observa Lesétre que "para nosotros mismos, por muy cristianos que seamos, las pinturas y esculturas que llevan su realismo hasta la inmoralidad no han perdido nada de su peligro, y la reserva en semejante materia nunca será excesiva". Concluye que los amantes de la idolatría y la inmoralidad merecen ver frustradas sus esperanzas, puestas en dioses vanos, y son dignos del castigo del Dios verdadero por tributar a los ídolos el culto que sólo a Él corresponde.

Sb 15, 7-19. Más sobre la necedad de los idólatras

El autor vuelve otra vez al tema de la fabricación de los ídolos para, mediante otro caso práctico, ridiculizar más todavía a sus fabricadores; esta vez a quienes los hacen de barro, sin fe alguna religiosa, con el único fin de lucro, lo que los hace más culpables.
El alfarero fabrica toda clase de vasos, unos para usos nobles, otros para servicios más humildes, pero todos del mismo barro; es él quien, al darle una u otra forma, determina su diverso destino. Pues bien, de esa misma masa modela ¡un dios! El que poco antes había salido de esa misma tierra que le sirvió para hacer un dios y volverá a ella poco después cuando el Creador le reclame la vida que le había prestado, y de cuyo uso tiene que darle cuenta, constituye ese barro miserable en un dios. ¡Qué necedad! Pero ni sus fatigas ni la brevedad de la vida le preocupan; todo su afán está en competir y rivalizar con los orfebres, llevado de un afán lucrativo. Reviste de oro y plata el barro, de modo que son figuras, también desde este punto de vista, engañosas.
Tal conducta produce indignación al autor de la Sabiduría. Su corazón es ceniza, exclama; su esperanza, más vil que la tierra, y su vida, menos estimable que el barro (v.10). Isaías dice de los ídolos que su corazón es ceniza. La ceniza supone extinguida una existencia, una vida, y no vale ya para nada. Esa es la suerte que espera a los ídolos. En el corazón del que fabrica ídolos está extinguida la luz, la vida que lleva a la inmortalidad y el fuego sagrado del amor al verdadero Dios. Su esperanza es completamente vana, pues se funda en cosas muertas y abominables y desconoce al supremo Hacedor. El día en que le sean pedidas cuentas, su condición será peor que la de la misma tierra de que formó el ídolo. El barro sirve para cosas útiles, para instrumentos que puedan prestar servicio al hombre, y así cumple su fin; pero el fabricante de ídolos fomenta la idolatría y tal vez la inmoralidad, y así se aparta del fin para el que ha sido creado. La última razón de toda su miseria o desgracia es que no conoce al Hacedor, para levantar su corazón sobre las cosas de la tierra y amar a quien le creó tan noble, que le comunicó su imagen y semejanza infundiéndole un alma activa, un espíritu vital. Los dos términos son sinónimos en nuestro libro y designan igualmente el alma espiritual. Nuestro autor es dicotomista, no distingue alma y espíritu, como Filón y Cohelet.
Para estos hombres la vida es un pasatiempo, sin una misión, impuesta por Dios, que cumplir en ella, que hay que pasar lo mejor posible, y una feria, en la que lo que interesa es ganar más y más para que resulte lo más feliz posible, y esto sin reparar en la moralidad de los medios; el lucro es en realidad su verdadero dios. La naturaleza misma se subleva contra semejante manera de concebir una vida que los cristianos sabemos nos ha sido dada para merecer, con la gracia de Dios, una felicidad eterna que comienza más allá de la muerte. Y el alfarero es más culpable que los demás, pues cae en la cuenta de su pecado: hace dioses ¡de la misma materia! de que confecciona cosas frágiles y sin fe alguna, por mero lucro. Si los que adoraban las bellezas y grandezas de la naturaleza eran inexcusables, ¡cuánto más lo serán éstos!
En los versos siguientes (v.14-17), que preparan los últimos capítulos del libro, declara insensatos, más todavía que a los niños, que por carecer de razón no han incurrido en tan graves errores y aberraciones, a los enemigos de Israel. Son aquí, en primer lugar, los egipcios del tiempo de los faraones y los Lagidas, que oprimieron de vez en cuando a los israelitas, y en particular los opresores del pueblo, que dieron culto a los dioses de todas las naciones. Después de Alejandro Magno, pueblos que antes habían adorado sólo a sus propios dioses, adoptaron ahora los dioses de los pueblos vecinos, hecho que les debió hacer aparecer más absurda todavía a sus ojos la idolatría con sus dioses completamente inactivos, porque no tienen vida. ¡Qué extraño que no la tengan, siendo como son obra de las manos del hombre, incapaz de fabricar un ser semejante a sí! El espíritu de vida que tiene no es suyo, lo tiene prestado. No tiene en sí un principio de vida para poder transmitirla a las obras de sus manos. ¡Cómo va a hacer un dios! Dice San Agustín que, si el artífice que dio su figura al ídolo hubiese podido darle un poco de sentimiento, el ídolo mismo adoraría al artífice.

Sb 15, 18-19. La idolatría

Concluye el sabio su digresión sobre la idolatría mencionando la más repugnante de todas sus formas y que estaba en vigor en Egipto en los días del autor (v. 18-19). Los egipcios adoraban a los animales más odiosos y repugnantes, representando a sus ídolos con cabezas de milano, gato, cocodrilo, serpientes, etc., algunos de ellos inmundos para los hebreos según la Ley, y todos ellos odiosos a Dios y excluidos de su bendición, no al principio, en que Dios bendijo a todos los seres de la creación, sino ahora, por el hecho de que les sean tributados honores exclusivos de Dios.
En el mundo cristiano del siglo XX ya no reina la idolatría que tiene por objeto los ídolos paganos. Pero se extiende la ambición del dinero y el placer, que San Pablo considera como cierta especie de idolatría que apega al hombre a las cosas terrenas y le impide levantar su corazón a Dios. San Juan de la Cruz tiene para ellos una provechosa reflexión: quien ama las cosas de la tierra, tan bajo se queda como ellas, y aún más bajo, porque el amor no sólo iguala, sino que esclaviza a aquello que se ama. Y si ese amor es tal que excluye a Dios, el castigo que aguarda sabemos que es el fuego eterno.

Sección 3. La Suerte de Israel y la de Sus Opresores

En la primera sección (10-12) de la tercera parte, el autor, contrastando la providencia de Dios sobre su pueblo con el castigo de los egipcios y cananeos, recorrió la historia de Israel desde sus orígenes hasta la salida de Egipto. Después de las reflexiones sobre la idolatría de los capítulos precedentes (12-15), el autor sagrado continúa aquélla a través del desierto, recordando siempre el castigo de las plagas, en contraste con la protección del Señor sobre los hebreos, concluyendo con un apéndice en que menciona el castigo de los sodomitas.

Sb 16, 1-29. Dios provee a Israel y castiga con plagas a los egipcios

Sb 16, 1-14. Las codornices y las plagas de los animales

Dos contrastes presenta esta perícopa. El primero, el castigo de los egipcios con la plaga de las ranas, mosquitos y tábanos, y la providencia de Dios sobre Israel, a quien proporciona bandadas de codornices para su alimento. Aquéllos fueron adecuadamente castigados mediante los animales por cuanto practicaron un culto idolátrico. A éste, valiéndose precisamente de animales, le proporciona un exquisito alimento en medio del desierto mediante un prodigio que se verificó dos veces, saciando su inmoderado apetito por las "ollas de carne" de Egipto. A los egipcios, la invasión de aquellos animalillos que todo lo llenaban les volvían repugnantes los alimentos, en los que a veces se mezclaban. "Los enjambres de moscas son a veces tan numerosos -escribe Wood-, que el extranjero come moscas, bebe moscas, respira moscas." Era justo que fuesen duramente castigados por ese procedimiento, para que, viendo su impotencia frente a los animales, cayesen en la cuenta de la impotencia e inanidad de sus ídolos. A los israelitas Dios hizo que sufriesen un poco de hambre para que comprendiesen lo duro del castigo de los enemigos y se diesen cuenta de la gravedad del pecado de idolatría, que, apartándose de Dios, pone el corazón en las cosas creadas.
El segundo contraste (v.5-14) lo pone el sabio entre el castigo y curación de los israelitas por las serpientes y el castigo sin remedio de los egipcios por medio de los mosquitos y langostas (3.a y 8.a plaga). En castigo de su murmuración, al partir de Or con dirección al mar Rojo, contra Dios y Moisés por haberles sacado de Egipto a aquel lugar desierto, Yahvé les envió serpientes que con sus picaduras causaban la muerte a muchos israelitas. Pero su cólera no los exterminó; sólo intentaba castigar su pecado, tanto más grave cuanto que le habían precedido ya numerosos beneficios. Arrepentidos, les da "una señal de salud" que les recordase los preceptos de la Ley, cuyo cumplimiento daba la vida y cuya inobservancia daba la muerte. Esta señal fue la serpiente de bronce, mirando la cual los israelitas recobraban la salud. El autor precisa que no era la serpiente quien curaba como por una especie de virtud mágica, sino el Señor; mirar a ella era una mera condición, puesta la cual El curaba a los israelitas. Jesucristo la presentó como tipo de su exaltación en la cruz para salvación de las almas. Al informarse los egipcios de la providencia y misericordia de Dios con. su pueblo, los contemporáneos, por medio de las caravanas, o más tarde sus descendientes, pudieron comprender que era el Dios de los hebreos quien castigaba a los israelitas y a los egipcios, pero de diversa manera, y los libraba del mal, no sus dioses, que nada podían frente al castigo de Aquél.
Los egipcios murieron víctimas de la voracidad de las langostas y picaduras de las moscas (v.8), sin que ellos pudieran poner remedio al merecido castigo; si bien en el Éxodo no se dice murieran de tales mordeduras, pero habla de la devastación e infección que produjeron en el país, lo que causaría a muchos la muerte. El Éxodo llama a la invasión de langostas "una muerte, " una plaga mortal. También israelitas murieron por las picaduras de las serpientes, pero no prevalecieron éstas contra el pueblo, porque Dios, llevado de su misericordia con los hebreos, les otorgó la señal de salud, que curó a muchos sin duda que habían sido mordidos y detuvo el castigo que habría acabado con todos ellos. No quería exterminarlos, sino sólo castigarlos para reducirlos al buen camino, al cumplimiento de sus mandamientos, sin cuya observancia no podrían gozar de las promesas de Dios. El castigo de Dios a Israel es siempre el castigo del padre que ama a su hijo, y porque lo ama lo castiga para que vuelva al buen camino.
Insiste el autor (v.12) en que fue Dios, no la serpiente misma o medios curativos naturales, quien devolvió la salud a los israelitas; fue su palabra omnipotente, que en boca de la Sabiduría encarnada curaría a tantos otros en la plenitud de los tiempos. Y concluye la perícopa proclamando el principio o razón por la que pudo observar la actitud descrita para con los judíos y para con los egipcios: Dios es "señor de la vida y de la muerte"; por eso a los israelitas les conservó la vida frente a las mordeduras de las serpientes, y a los egipcios los dejó perecer por sus pecados; El puede castigar o mandar a los fuertes a la región de los muertos y puede devolver a la vida a quienes en ella entraron. El hombre, en cambio, puede, sí, causar la muerte llevado de su maldad, pero no puede devolver la vida, porque no tiene poder sobre el hades o ciudad de los muertos.

Sb 16, 15-29. El maná y la plaga del granizo y fuego

Con la reafirmación del poder universal de Dios, al que nadie puede escapar, comienza una nueva antítesis: Dios castiga a los egipcios con el fuego y el granizo, mientras que protege a los israelitas por medio del maná. Se refiere el autor a la séptima plaga; ante la obstinación persistente del faraón, Dios envía lluvias, aguaceros y granizadas como jamás las hubo en Egipto, donde estos fenómenos son raros; lluvias que iban acompañadas de tormentas y fuego tan abrasador, que los egipcios resolvieron permitir la salida de los israelitas. En los v.18-19 se ven algunas particularidades del fuego no referidas en el Pentateuco, y que el autor toma de la tradición, que recogen también Flavio Josefo y Filón. Unas veces el fuego se aplacaba para que no fuesen consumidos los animales, otras ardía aun en medio del agua para destruir las cosechas. En el primer caso no se trata del fuego bajado del cielo que se hiciese inofensivo a los animales de las plagas anteriores que habían desaparecido al llegar la séptima plaga (y la langosta no vino hasta después de la 7.a), sino de las hogueras que los egipcios encendían para consumir los mosquitos y langostas, como se practica hoy todavía en nuestros días por todas partes donde los mosquitos invaden la atmósfera. Pero no conseguían su intento, bien por la extensión e inmensidad de la plaga, bien por una intervención de Dios. En el segundo se trata del rayo, cuyos efectos son más poderosos que los del fuego ordinario, pues aun en medio de las aguas destruía las cosechas. Esto los debía hacer ver que todos los elementos de la naturaleza están en la mano de Dios y le sirven, en este caso como instrumentos de su justicia.
A los hebreos, en cambio, Dios les envió el maná, llamado alimento de ángeles (v.20) por tratarse de un alimento en cuya preparación no tuvieron que poner trabajo alguno los israelitas, sino que les fue enviado del cielo, donde habitan los ángeles y por cuyo ministerio tal vez les fue proporcionado, como respecto de la Ley afirma San Pablo. En el Éxodo se dice que tenía un sabor "como de torta de harina de trigo amasada con miel", dulzura que simbolizaba y les debía recordar la dulzura y suavidad con que Yahvé trataba a sus hijos a su paso por el desierto. El autor de la Sabiduría añade, sobre la narración del Pentateuco, que el maná se adaptaba al gusto de quien lo tomaba (v.21). Dada la afirmación del Éxodo mencionada y la murmuración de los hebreos, "cansados de un tan ligero manjar, " consignada en los Números, la interpretación será o que el maná sustituía los más variados y exquisitos alimentos, de modo que nada faltó a los israelitas en el desierto, o es una expresión poética o hiperbólica del hecho de que durante cuarenta años se alimentaran con él todos los israelitas. El maná es tipo de la Eucaristía. Jesucristo, en el sermón de Cafarnaúm, pone comparación entre uno y otra. Los Padres vieron siempre en él un símbolo o figura de la Eucaristía. La liturgia tomó de aquí el versículo "Panem de cáelo praestitisti eis, omne delectamentum in se habentem, " y canta en la festividad del Corpus: "Ecce panis angelorum." La Eucaristía realiza en el orden espiritual las propiedades del maná: pan digno de ángeles, mantiene la vida de las almas en el camino a la patria y concede todas las gracias, pues contiene la Fuente de todas ellas.
El maná era semejante a la escarcha, de modo que se evaporaba ante la acción del sol; sin embargo, resistía la acción del fuego, que parecía olvidar sus propiedades para con él, mientras que destruía las cosechas de los egipcios en medio del granizo y del agua. Así el fuego se mostraba terrible contra los egipcios y benévolo con los hebreos. La última razón de esa diversa conducta de los elementos está en el poder de Dios, que los ha creado, y son, por lo mismo, dóciles instrumentos en sus manos. El puede hacer cesar sus mismas cualidades naturales, en este caso en favor de los israelitas, o dotarlos de otras distintas para castigar a los malvados, como en el caso de los egipcios.
Concluye esta perícopa con una doble enseñanza: la primera (26, 27), de orden dogmático: es la palabra omnipotente de Dios, más bien que los frutos naturales -que en tanto sostienen la vida en cuanto que Dios ha puesto en ellos tal virtud-, la que por medio de ellos o por medios prodigiosos conserva la vida de quienes creen en El. Pensamiento inspirado en aquellas palabras del Deuteronomio: "No sólo de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yahvé." Ella hacía también que el fuego no destruyese lo que tenues rayos del sol disipaban. La segunda (v.28-29), de orden moral; el maná se derretía apenas salido el sol, por lo que era preciso recogerlo muy de mañana. Ello nos enseña que debemos ser diligentes en agradecer a Dios los beneficios del nuevo día, apenas su luz ilumina la nueva jornada. La idea de orar a Dios por la mañana es frecuente en la Biblia, enseñanza que ha heredado la Iglesia, que recomienda a sus cristianos levantar el corazón a Dios ya desde por la mañana. Las ideas anteriores sugirieron al autor una bella metáfora con que termina el capítulo: la esperanza de los ingratos se disipa como el hielo y se derrama como el agua. Ponen su corazón no en Dios, que concede a sus hijos bienes duraderos y eternos, sino en las cosas caducas que el viento se lleva.

Sb 17, 1-21. Las Tinieblas de Egipto

El autor, en esta larga perícopa, recargando las tintas más que en las anteriores para poner más al vivo el castigo que Dios envió a los obstinados egipcios, pone contraste entre las tinieblas que sufrieron los egipcios en la novena plaga y la claridad que disfrutaron los israelitas durante esos días y el beneficio de la columna de fuego durante el camino por el desierto.
Comienza afirmando la inescrutabilidad de los juicios divinos, que son aquí las maravillosas actuaciones de la Sabiduría con los israelitas, que se dejaron guiar por ella, incomprensibles para quienes carecen de su instrucción. Privados de ella los egipcios, se extraviaron y cayeron en las mayores abominaciones. San Pablo, al concluir la perícopa sobre la incredulidad de los judíos, da una afirmación semejante que parece inspirarse en ésta.
No obstante las ocho plagas con que ya había castigado Dios a los egipcios, creyeron éstos que podrían retener a los israelitas y se niegan a permitir su salida. Dios les envía entonces la novena plaga: durante tres días y tres noches, las tinieblas cubrieron el país de Egipto, quedando así privados, excluidos de su providencia, que iluminaba a los israelitas con la luz natural del sol. Los comentaristas asimilan esta plaga al terrible viento khamsim, que oscurece el aire llenándolo de un polvo finísimo que penetraba hasta en los lugares más apartados.
Los egipcios creyeron poder esconder bajo la oscuridad de la noche aquellos misterios ocultos con sus orgías y obscenidades. Pero Dios, que ve en lo oculto, se valió para castigarlos de lo mismo que aprovechaban para sus abominaciones. Las tinieblas los dispersaron de modo que no pudieron reunirse para perpetrarlas. Lo de los espectros y rostros tétricos (v.4), dato no consignado en la narración del Éxodo, que el sabio puede haber deducido del relato mismo de la plaga o tomado de la tradición, más que apariciones objetivas, serían visiones puramente subjetivas, fruto de una imaginación terriblemente atormentada por la plaga, que invadía hasta los mismos escondrijos de las casas. La densidad de las tinieblas era tan grande, que la luz del sol y el brillo de las estrellas no podían penetrarla. El autor del Éxodo dice "que ninguno veía a su vecino." El sabio no aclara si era producida por el khamsim, que no sólo no deja ver la luz del sol, sino que apaga cualquier otra llama con la arenilla, o si es debida a una intervención especial de Dios, que originó aquellas tinieblas insólitas, como imagen y extensión de las sombras del hades, mansión oscura por excelencia. Posiblemente se trate del fenómeno natural aumentado por la intervención de Dios y descrito con el estilo propio de esta tercera parte.
Un fuego repentino y temeroso venía a aumentar el horror y espanto de los egipcios. Vigouroux dice que, cuando se levanta el khamsim, espesas nubes de arena fina, rojas como las llamas de un gran horno, envuelven toda la atmósfera y la abrasan como un inmenso incendio. Pero lo repentino parece indicar se trata más bien de relámpagos terroríficos, cuya repentina luz, iluminando los objetos, provocaba en sus mentes turbadas la sensación de visiones espectrales, que aumentaban el pánico. Los magos que pudieron imitar a Moisés en las primeras plagas, nada pudieron frente a este estado de cosas, y fueron ellos, como todos, sobrecogidos de un espanto no ridículo en sí, sino más bien legítimo, pero que los ridiculizaba ante los demás al verlos vencidos, incapaces de imitar aquel prodigio, como consiguieron hacer con los anteriores.
En aquella situación, la cosa más insignificante, el paso de los animales agitados por el hambre y las tinieblas, y sobre todo el silbido de las serpientes, que lanzarían fuertes alaridos, contribuirían a atemorizar a los egipcios, escondidos en sus escondrijos, a quienes la conciencia de sus abominaciones llevaría a sospechar en todo un nuevo castigo de Dios. El malvado es atrevido y presuntuoso mientras no hay una fuerza superior a él; pero, cuando ésta aparece en un hecho prodigioso que puede argüir una intervención del más allá, se vuelve cobarde como el que más, porque su conciencia no está tranquila. "Entre todas las tribulaciones del alma humana -escribe San Agustín-, no la hay mayor que la conciencia." El temor -dice el sabio- proviene de la renuncia a los auxilios que proceden de la reflexión (v.11). Esta nos enseña a descubrir la voluntad de Dios, el bien que tenemos que hacer y el mal que tenemos que evitar y las consecuencias que de lo uno y de lo otro se siguen. Sin ella fácilmente obramos mal, y luego viene el remordimiento de la conciencia, que provoca el temor. Si los egipcios hubieran reflexionado sobre las primeras plagas y reconocido el poder de Yahvé, hubieran cumplido su voluntad, permitiendo la salida de los israelitas, y se hubieran visto libres de las plagas siguientes. La ignorancia de la causa aumenta el miedo, porque se teme que en ella se encierren efectos desconocidos más graves. No conociendo los egipcios la causa del mal, lo suponen más grave de lo que en realidad es. No ignoraban, sin duda, el fenómeno anual del khamsim, pero la plaga desencadenada por Dios tenía tal furor que los ponía fuera de sí.
Los egipcios se vieron sumergidos en la más tenebrosa noche, que parecía salida "del fondo del insondable hades, " lugar o morada tenebrosa por excelencia, "donde la claridad misma es noche oscura", y quedaron reducidos durante aquellos días al mismo sueño, no del descanso, sino de la más completa inactividad; sueño en que se veían sobresaltados por los fantasmas y abatidos por un continuo terror que les hacía desfallecer. Todos quedaron como encerrados en una cárcel sin cadenas (v.15), de la que no se podían mover. El que caía rendido allí tenía que permanecer como aprisionado por las tinieblas, que no le permitían moverse; el labrador o el pastor sorprendidos en pleno campo no podían, a causa de la oscuridad, regresar a sus hogares. Envueltos en aquella oscuridad y presa de aquel terror, cualquier ruido contribuía a aumentar el temor y pánico de aquella noche, desde el canto suave y lastimero de los pajarillos hasta el estrépito horrísono de piedras que se despeñaban de la cima de las casas y de lo alto de los templos, de las cumbres de las montañas...; fenómenos que tendrían lugar en las diversas partes de Egipto.
Todo el universo gozaba de la luz del día, y los habitantes se entregaban tranquila y alegremente a su trabajo; los mismos hebreos que habitaban en Gosen se vieron libres de la plaga. Sólo los que oprimieron a la nación santa fueron envueltos en aquella noche, presagio de la noche eterna que pronto les sobrevendría, a unos por la acción del ángel exterminador y a otros por las aguas del mar Rojo, y que duraría no tres días, sino toda la eternidad, y en la que el remordimiento de sus pecados les resultaría más torturante que las mismas tinieblas.
"Según los Padres -concluye oportunamente Girotti-, las tinieblas de Egipto son la imagen de los pecadores que creen, como los egipcios, que podrán permanecer escondidos en la oscura noche de sus pecados. Estos son semejantes a aquellos niños que, poniendo una mano sobre sus ojos, se imaginan no ser vistos. Así, los hombres cesan de mirar a Dios y van pensando que El no los ve, como si su propia ceguera los volviese ciegos o cesase de existir la justicia porque ellos no piensen en ella."

Sb 18, 1-25. Los Hebreos Gozan de Luz. Mortandad en Egipto

Sb 18, 1-4. Los hebreos, en contraste con las tinieblas de Egipto

Los israelitas, entre tanto, gozaban de una espléndida luz. En diferentes puntos del país, israelitas y egipcios se encontraban colindantes, de modo que éstos, por las conversaciones y cantos de acción de gracias de aquéllos, pudieron darse cuenta de que la plaga suspendía prodigiosamente sus efectos sobre los israelitas. Entonces los consideraban felices aunque antes hubieran sufrido dura opresión. Y al ver que ahora, pudiendo hacerlo, no tomaban venganza alguna respecto de ellos, les daban gracias y pedían perdón por los malos tratos a que los habían sometido. Más aún, no paró ahí la protección de los israelitas. Cuando, vencida la obstinación del faraón, partieron camino de la tierra prometida, Dios les proporcionó la nube luminosa e inofensiva que les guiase a través del desierto.
El autor concluye poniendo de relieve el hecho que motivó el castigo divino; los egipcios habían sometido a esclavitud al pueblo escogido, por quien sería dada al mundo la luz incorruptible de la Ley, poco después, en el monte Sinaí. Dios, entre todos los pueblos de la tierra, escogió al pueblo hebreo para hacerlo depositario de su revelación y su ley y preparar los caminos del Mesías, cuya misión no estaría limitada a un pueblo, sino que venía a salvar al mundo entero de la esclavitud del pecado y conducirlos a una bienaventuranza eterna. Dios tuvo siempre una providencia especial sobre este pueblo suyo escogido.

Sb 18, 5-19. La muerte de los primogénitos egipcios

De nuevo la ley del talión y el paralelismo entre la justicia de Dios para con los egipcios y su misericordia para con el pueblo de Israel. Los egipcios, para evitar el incremento de los varones israelitas, decretaron la muerte de cuántos niños naciesen a sus mujeres hebreas. En castigo, Dios decretó la muerte de los primogénitos egipcios y anegó en las aguas del mar Rojo su ejército.
Los patriarcas habían transmitido al pueblo la promesa de la liberación de la tierra extranjera después de la opresión en ella. Moisés mismo anunció para aquella noche la muerte de los primogénitos de los egipcios y la salida de los israelitas. Por eso esperaban confiados el castigo de los enemigos y el cumplimiento de la palabra divina.
Cuando el tremendo castigo iba a llegar, y antes de partir, los israelitas celebraron en sus casas la cena pascual (v.8), verdadero sacrificio ritual que en aquellos momentos trascendentales unió a los israelitas, los cuales se comprometen todos a participar por igual de los bienes y de los males que llevaría consigo la empresa que iban a comenzar al día siguiente y a compartir las alegrías y las penas. Se concluyó con el canto de los himnos compuestos por los patriarcas, o por Moisés y Aarón con elementos tradicionales transmitidos por aquéllos, que dieron origen al Hallel o canto oficial de la cena pascual, que se celebraría de generación en generación.
Con el canto de los hebreos contrastaba el clamor y lamentaciones de los egipcios, que lloraban la muerte de sus primogénitos, con que Dios hacía sentir su mano poderosa sobre los recalcitrantes opresores, desde el faraón hasta el último de los egipcios. La cantidad de muertos fue tal, que no había tiempo para embalsamar los cadáveres, operación que duraba un mes, y darles sepultura, con aquellos largos y complicados ritos funerarios que estaban en uso entre los egipcios, lo que supondría para ellos un nuevo dolor, dada su devoción por el culto a los muertos. Tal vez las artes de los magos no dejaron ver claramente a los egipcios la acción de Dios en las nueve primeras plagas o las explicaban como fenómenos puramente naturales. Pero la muerte de los primogénitos no dejaba lugar a duda: el dedo de Dios estaba allí. Los egipcios, al fin, reconocen que los hebreos eran el pueblo escogido por Dios.
Con una descripción semejante a la del ángel que desencadenó la peste en el pueblo israelita en los días de David, los v.14-16 presentan la noche de la muerte de los primogénitos. En medio del silencio de la noche, la "palabra omnipotente" de Dios, que creó todas las cosas, las conserva y puede reducir a la nada 10, como un invencible guerrero fue sembrando la muerte en los hogares de los egipcios en cumplimiento del decreto divino de dar muerte a sus primogénitos. La Iglesia ha tomado los versos 14-15 para el introito de la misa de media noche de Navidad. Como el ángel ex-terminador por medio de la muerte de los primogénitos puso fin a la esclavitud egipcia, así el verbo de Dios, que nace en el silencio de aquella noche en el portal de Belén, nos libró de la esclavitud del demonio y del pecado.
Visiones de sueños en medio de horribles pesadillas anunciaron a los primogénitos su próximo fin y les hicieron saber la causa de su muerte, que ellos, víctimas probablemente de alguna peste o algún mal rápido desconocido que les producía la muerte en pocas horas, manifestaron a los demás. Era ésta no haber escuchado la voz de Moisés, que en nombre de Dios pedía la libertad para los israelitas. Esa misma noche, los egipcios, que repetidas veces rechazaron la demanda de Moisés, pidieron a los israelitas que salieran de entre ellos, proporcionándoles ellos mismos los enseres necesarios para la salida. El dato de las visiones en que los primogénitos conocieron la causa de su muerte no es referido en el Éxodo. El autor de la Sabiduría lo pudo tomar de la tradición tal vez existente, o deducirlo, bajo la inspiración divina, del hecho de que esa misma noche los egipcios rogaron a los israelitas saliesen de su país.

Sb 18, 20-25. Dios castiga con la muerte a los israelitas rebeldes

Al castigo duro e inflexible de los egipcios opone el castigo misericordioso para con los israelitas. También sobre éstos recayó el castigo de la muerte. Seducidos por Coré, Datan y Abirón, se rebelaron contra Moisés y Aarón. Dios hizo morir a 14.700. Pero el castigo de Dios, que quería destruir el pueblo entero, cesó ante la intercesión del sumo sacerdote Aarón, varón irreprensible, cuya oración y sacrificio expiatorio del incienso puso fin a la mortandad, con lo que quedó claro que él era el siervo de Dios y su sacerdote legítimo.
No fue una victoria obtenida por las armas o por la guerra, sino por la oración sacerdotal de Aarón, que, revestido de las vestiduras pontificales, colocado entre los vivos y los muertos, recordó a Dios el juramento hecho a los patriarcas de que introduciría al pueblo en la tierra prometida, e hizo retroceder al ángel exterminador, que se retira ante la dignidad y poder del sumo sacerdote, simbolizados en aquellas vestiduras.
El capítulo 28 del Éxodo describe las vestiduras del sacerdote. De ellas el sabio menciona la túnica azul de lino, hasta los pies, en cuya parte inferior llevaba granadas de jacinto, de púrpura y de carmesí, alternando con campanillas de oro todo alrededor. Pero su amplitud y colorido y ornamentación simbolizaba en su conjunto al universo entero.
En el pectoral que colgaba sobre su pecho llevaba 12 piedras preciosas dispuestas en cuatro filas, en cada una de las cuales estaba grabado el nombre de uno de los 12 patriarcas. Con ello Aarón se caracterizaba como el representante de los padres a quienes fueron hechas las promesas y del pueblo de Israel. Finalmente, sobre la diadema que llevaba en su cabeza estaban escritas estas palabras: "Santidad de Yahvé, " que significaba la unión del pontífice con Dios y hacía notoria su dignidad de sumo sacerdote.
"Se hace mención de todos estos ornamentos del sumo sacerdote -comenta Lesétre-, con ocasión de la plegaria victoriosa de Aarón, porque la túnica, que era una especie de microcosmos, recordaba a Dios su providencia paternal para con todas las criaturas que él ama (Sb 11, 25); el racional le hacía recordar las promesas hechas a los patriarcas en favor de su descendencia, y la diadema era la insignia de la consagración personal de Aarón al servicio de Dios y de su derecho de intercesión ante el Señor."
Los autores explican diversamente la significación en particular de cada uno de los mencionados elementos. Para Filón, el color azul del vestido simboliza el aire; las ñores que adornan la túnica representan la tierra; las granadas de la orla, el agua, y las campanillas, la armonía y sinfonía de todas estas cosas (De vita Mosis III 13). San Jerónimo dice que las cuatro cosas que se veían en las vestiduras del sumo sacerdote simbolizaban los cuatro elementos que comprenden el mundo entero: el lino, la tierra; la púrpura, el mar; el jacinto, el aire, y la escarlata, el fuego; la tiara, el cielo; la lámina de oro, la providencia de Dios; los diamantes, la pureza de doctrina y santidad de vida que deben distinguir al ministro del Señor (Epist. 127: De vest. sacerd.).

Sb 19, 1-22. El mar Rojo, Los sodomitas, conclusión

Sb 19, 1-12. Israel y los egipcios ante el mar Rojo

Continua el autor poniendo de relieve el contraste entre la conducta severa observada con los egipcios y la actitud misericordiosa para con los israelitas, ahora con respecto a las aguas del mar Rojo, para concluir cómo las criaturas obraban en las manos de Dios de modo diverso al que su naturaleza exigía, en favor de su pueblo escogido.
Mientras que el castigo de los israelitas bastó para que se arrepintieran de sus maldades, las diez plagas enviadas contra los egipcios no fueron suficientes para ablandar definitivamente el corazón endurecido de los egipcios, por lo que Yahvé tuvo que desplegar su ira sin misericordia sobre ellos. El castigo de los primogénitos quebrantó la obstinación de los egipcios, que no sólo permitieron la salida de los israelitas, sino que ellos mismos los impulsaron a que abandonaran el país. Pero, cuando aún no habían concluido de llorar a sus muertos, se lanzaron a la más loca aventura, saliendo en su persecución para de nuevo reducirlos a servidumbre. Parece como si una fatal necesidad los arrastrase hacia la ruina (v.4), necesidad que provenía no de la voluntad de Dios, que les había enviado diez plagas, que fueron otros tantos actos de misericordia para con ellos, sino de la obstinación de sus corazones, ciegos por el odio y la codicia de las riquezas que los trabajos de los hebreos les proporcionaban. Muchas veces los más duros castigos temporales no detienen más que por un momento la pasión. Pasados aquéllos, ésta vuelve impetuosa como un torrente y arrastra la voluntad de los pecadores a sus antiguas maldades. Ante la actitud incomprensible de los egipcios, Dios tiene que enviarles un último y definitivo castigo: las aguas del mar Rojo, que dejaron paso libre a los hebreos y anegaron a los perseguidores, quedando sepultado todo el ejército bajo ellas. No debieron darse cuenta de que caminaban sobre el lecho del gran río, y cuando las aguas volvieron impetuosas, no tuvieron tiempo de escapar.
En cambio, respecto de los hebreos, las cosas, dóciles en las manos de Yahvé, adquirían a veces incluso propiedades distintas a las que le competían por naturaleza para servir a sus designios sobre el pueblo escogido. Así la nube, oscura de día, luminosa por la noche, que los guiaba a través del desierto, y las aguas del mar Rojo, que se retiran y dejan un verde campo cubierto de algas. La alegría y gozo que los hebreos sintieron al verse ya completamente libres de sus opresores debió de ser indescriptible. El autor la compara a la de los corderillos que retozan en los días de primavera y a los potrillos que saltan ante sus pastos. Realizada la travesía, entonan un canto de acción de gracias al Señor. Pero la protección del Señor sobre su pueblo no concluiría con el episodio del mar Rojo. Se iba a continuar a través del desierto, en el que les proporcionaría el alimento de un modo prodigioso con el maná y las codornices, y en la patria prometida durante todo el tiempo que fuese fiel a Yahvé.

Sb 19, 12-16. El castigo de los sodomitas y de los egipcios

En esta perícopa, junto al castigo de los egipcios, se pone en contraste con la misericordia de Dios para con Israel el de los sodomitas, que cometieron un crimen parecido con el pueblo escogido. Aquéllos esclavizaron a quienes les habían proporcionado grandes beneficios, primero con las predicciones de José sobre los años de escasez, luego con los trabajos a que fueron sometidos por los faraones. Estos dieron muy mala acogida a los mensajeros del cielo enviados a Lot para notificarle la destrucción de Sodoma. Se presentaron ante la puerta de Lot exigiendo su entrega, no obstante la estima y veneración en que entonces era tenida la hospitalidad.
Unos y otros fueron castigados. Y del castigo fueron indicio los violentos rayos (v.1a), añade el autor de la Sabiduría sobre la narración del Éxodo. El rayo expresa muy bien el castigo fulminante de Dios. En la destrucción de Sodoma llovió fuego. Que lo hubiera también en el paso del mar Rojo, parece indicarlo el autor del Éxodo cuando afirma que "a la vigilancia matutina miró Yahvé desde la nube de fuego y humo a la hueste egipcia y la perturbó." Josefo habla también de este prodigio.
El sentido de los v.14-16 no es claro. El autor parece poner comparación entre los castigos de los sodomitas y los egipcios, afirmando que éstos lo merecían mayor que aquéllos. Los sodomitas merecían ser castigados por su inhospitalidad, que constituía en la antigüedad una de las faltas más graves, tanto que Lot prefería entregarles a sus hijas vírgenes antes que conculcarla. Pero tenían una nota excusante para su conducta: se trataba de unos extranjeros desconocidos, de quienes no había garantías. En cambio, los egipcios, después de haber acogido con fiesta a los israelitas y haber recibido de ellos los beneficios mencionados, los esclavizaron y llegaron a dar muerte a sus niños varones. Por ello, los sodomitas que intentaron forzar las puertas de la casa de Lot fueron castigados con la ceguera, pero los egipcios lo fueron con la plaga de las tinieblas, cuyos horrores describió antes ampliamente.

Sb 19, 17-20. Conclusión

Los últimos versos del libro vienen a ser un resumen de la tercera parte del libro, que termina con una alabanza y acción de gracias a Dios por haber engrandecido y glorificado a su pueblo.
La afirmación, varias veces repetida, de la docilidad de los elementos naturales en las manos de Dios, que dejan unas veces sus propiedades naturales, toman otras propiedades distintas, es comparada ahora a la composición musical, en que las diversas notas concurren a formar una melodiosa armonía. En efecto, los diversos elementos de la naturaleza entonaron un himno a la misericordia de Dios, cuyas dulces notas percibieron los israelitas, y a su justicia, cuyos sonoros acentos recayeron sobre los egipcios, los cananeos y los sodomitas. El autor enumera algunos de esos elementos: los animales terrestres parece referirse a los hebreos y sus rebaños que atravesaron el mar Rojo. Semejantes comparaciones se encuentran en los clásicos. Los animales acuáticos que caminaron sobre la tierra son, sin duda, las ranas que se esparcieron por toda la región de Egipto. Menciona también los prodigios antes descritos del fuego que no extinguía el agua, ni consumía los animalillos, ni derretía el maná. Finalmente, saca la conclusión: Dios no ha abandonado a su pueblo, no obstante sus muchas prevaricaciones, sino que lo ha engrandecido y glorificado, conforme a las promesas hechas a los padres.
Dios escogió al pueblo hebreo para llevar a cabo los destinos mesiánicos y le prometió que estaría con él para protegerlo. El libro de la Sabiduría es una constatación de la fidelidad de Dios a su palabra en una de las épocas más difíciles de la historia de Israel. La Sabiduría encarnada terminó su estancia en el mundo con una promesa semejante a los cristianos, su nuevo pueblo: "Estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos". Durante veinte siglos ha cumplido su promesa, y la cumplirá en este siglo de egoísmo idolátrico, odio y persecución. Lo que se nos pide a los cristianos, como a los antiguos israelitas, es que seamos fieles a los dictámenes de la Sabiduría, que son los mandamientos y la voluntad del Señor.