Padres de la Iglesia

FULGENCIO DE RUSPE

El sacrificio de Cristo

(Sobre la fe, a Pedro, 22-23, 61-63).

En los sacrificios de las victimas carnales, que la Santa Trinidad el Dios único del Nuevo y del Antiguo Testamento mandó ofrecer a nuestros padres, se figuraba el gratísimo don de aquel sacrificio en el que el Hijo de Dios, según la carne, iba a ofrecerse misericordiosamente por nosotros. Según la doctrina apostólica, Él se ofrecía a si mismo por nosotros en olor de suavidad, como oblación y hostia a Dios (Ef 5, 2). Él, verdadero Dios y Pontífice verdadero, prefigurado en el Sumo Sacerdote que todos los años entraba en el sancta sanctorum con la sangre de los sacrificios, entró de una vez para siempre en el santuario, en favor nuestro, no por la sangre de toros y de machos cabríos, sino por su propia sangre, Este Pontífice mostró en sí mismo todo lo que conocía ser necesario para obtener el pleno efecto de nuestra redención, a saber: el mismo sacerdote y sacrificio, el mismo Dios y templo. En efecto, Él es el sacerdote por quien hemos sido reconciliados; el sacrificio que nos ha reconciliado; el templo en el que hemos sido reconciliados; el Dios con quien nos hemos reconciliado (...). Así pues, hemos sido reconciliados sólo por el Hijo según la carne, pero no sólo con el Hijo según la divinidad, ya que la Trinidad nos reconcilió consigo por medio del Verbo, el único que la misma Trinidad quiso que se hiciera carne. De tal modo permanece en Él la verdad inmutable en la naturaleza humana y divina; y así como verdadera es siempre su divinidad, inmutablemente recibida del Padre, así es siempre verdadera e inmutable su humanidad, que la suma divinidad lleva unida a sí (...). Cree firmemente y de ningún modo dudes que el mismo Unigénito Dios Verbo se hizo carne para ofrecerse a Dios por nosotros como sacrificio y víctima en olor de suavidad. A Él, junto al Padre y al Espíritu Santo, en los tiempos del Antiguo Testamento, los profetas, patriarcas y sacerdotes ofrecían el sacrificio de animales; y a Él ahora, en el tiempo del Nuevo Testamento –con el Padre y el Espíritu Santo, con los que es una sola divinidad–, la Santa Iglesia Católica no cesa de ofrecer en la fe y en la caridad, por todo el orbe terráqueo, el sacrificio del pan y del vino, En aquellas víctimas carnales estaba significada la carne de Cristo, que Él mismo, no teniendo pecado, ofreció por nuestros pecados, y la sangre que sería derramada en remisión de nuestras culpas. En cambio, en este sacrificio está la acción de gracias y la conmemoración de la carne de Cristo, que ofreció por nosotros, y de la sangre que el mismo Dios derramó por nosotros. Sobre esto, en los Hechos de los Apóstoles se recogen estas palabras de San Pablo: atended vosotros y toda la grey, sobre la cual el Espíritu Santo os puso como obispos para gobernar la Iglesia de Dios que adquirió con su sangre (Hch 20, 28). En aquellos sacrificios se significaba en figura lo que nos debía ser entregado; en este sacrificio se muestra con evidencia lo que ya se nos ha entregado. En aquellos sacrificios se preanunciaba que el Hijo de Dios sería sacrificado en favor de los impíos; en éste se le muestra ya sacrificado por los pecadores, como testifica el Apóstol cuando dice: Cristo, estando todavía nosotros enfermos, al tiempo señalado murió por los impíos (Rm 5, 6), y cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo (Rm 5, 10). Cree firmemente y de ningún modo dudes que el Verbo hecho carne conserva siempre aquella verdadera carne humana en la que nació de la Virgen, en la que fue crucificado, en la que murió y resucitó, en la que subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios, en la que también ha de venir para juzgar a los vivos y a los muertos. Por lo que los Apóstoles oyeron a los ángeles: vendrá de la misma suerte que le acabéis de ver subir al cielo (Hch 1, 11). Y San Juan dice: he aquí que vendrá sobre las nubes, y le verán todos los ojos, y los mismos que le traspasaron; y le verán todos los pueblos de la tierra (Ap 1, 7).