(Sermones 72 y 73).
Repetidamente os he amonestado a que os ocupéis de la vida eterna mientras estáis en esta breve vida, pero veo con dolor que rechazáis mis enseñanzas: os hablo de ayunar, y son muy pocos los que ayunan; os hablo de dar limosnas, y os entregáis con más ahinco todavía en brazos de la avaricia. No me extraña, por tanto, que ignoréis qué sea orar y dar gracias a Dios, vosotros que al levantaros con las primeras luces no pensáis sino en comer, y una vez que habéis comido os abandonáis al sueño, sin acordaros para nada de dar gracias a la Divinidad que os concede el alimento para reparar fuerzas y el sueño para que descanséis. Así pues, tú, cristiano, si quieres serlo de verdad, debes recordar de quién es el pan que comes y darle gracias. Tú mismo, cuando has regalado algo a alguien, ¿acaso no esperas que te lo agradezca y que bendiga la casa de donde procede lo que ha recibido? Y si acaso no te lo agradece, ¡con cuánta razón lo tienes por desagradecido! Del mismo modo, el Dios que nos apacienta espera de nosotros que le demos gracias por los alimentos que hemos recibido de Él, y le alabemos cuando nos hayamos satisfecho con sus dones. Ciertamente correspondemos a los beneficios divinos cuando confesamos haberlos recibido. De otro modo, si cuando los recibimos nos callamos y los echamos en olvido, por ingratos e indignos de tanta generosidad, nos privamos de la oportunidad de recurrir en la tribulación ante el Dios cuyos beneficios no reconocimos; y como no fuimos capaces de dar gracias en la prosperidad, quedamos incapacitados para acudir a Dios en la adversidad. Y así, por ser perezosos para alabar en tiempos de bonanza habremos de llorar los peligros en tiempos de tormenta.
(...) Ya el domingo pasado me extendí para corregir a los que, disfrutando de los dones divinos, no alaban al Creador, y utilizando los bienes celestiales, no reconocen a su Autor. Son ingratos, decía, los que siendo siervos no respetan a Dios como Señor, y siendo hijos no le honran como Padre. Pues dice Dios por el profeta: puesto que soy Señor, ¿dónde está el respeto que se me debe? Puesto que también soy Padre, ¿dónde está el amor con que se me honra? (Ml 1, 6). Por tanto, tú, como siervo, tributa a tu Señor el obsequio de tu respeto; y como hijo, manifiéstale el afecto de tu cariño. Pero cuando no eres agradecido, ni amas ni veneras a Dios, de donde vienes a ser un siervo contumaz y un hijo soberbio. El verdadero cristiano debe dar gracias a su Padre y Señor y procurar su gloria en todo momento, como dice el Santo Apóstol: ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios ( 1Co 10, 31). Mira cuál dice el Apóstol que debe ser el género de vida del cristiano: alimentarse más de la fe en Cristo que de las grandes comilonas, pues más aprovecha al hombre la frecuente invocación del nombre del Señor que los múltiples y abundantes banquetes: ¡más sacia la religión que la grasa de los animales! Haced todo, dice, para la gloria de Dios. Luego todos nuestros actos deben tener a Cristo como testigo y compañero. De este modo, haciendo el bien de la mano del que es su Autor, evitaremos el mal en virtud de su presencia, ya que nos avergonzaríamos de obrar el mal sabiendo que estamos asociados a Cristo: El nos ayuda en el bien y nos guarda del mal. Luego cuando nos levantemos con la primera luz del día, lo primero de todo será dar gracias al Salvador, y antes de hacer ninguna otra cosa debemos manifestarle nuestra piedad, porque nos ha guardado mientras dormíamos y descansábamos. Pues, ¿quién, sino Dios, guarda al hombre que duerme? En efecto, el hombre entregado al sueño carece de todo su vigor y se hace extraño a sí mismo, de manera que ni él mismo sabe dónde ha estado y, por tanto, no puede cuidar de sí. Por lo que resulta del todo necesaria la asistencia de Dios a los que duermen, ya que ellos no pueden valerse a sí mismos: Él guarda a los hombres de las insidias nocturnas, pues no hay ningún otro hombre que lo haga. Luego debo estar agradecido a Aquél que vela por mí mientras yo duermo seguro. Así, a los que se van a la cama los acoge en el regazo del descanso, los esconde en el tesoro de la paz y los oculta de la luz protegiéndolos con un velo de sombra, a fin de que la malicia de los hombres, que no puede ser combatida con benignidad, se pierda en las tinieblas; y así la oscuridad otorgue a los que se encuentran cansados la paz que no les concede la humanidad: pues los hombres, cuando no saben quién es su adversario, de mala gana conceden la paz que no querían. Debemos, por tanto, dar gracias a Cristo cuando nos levantemos, y hacer todas las obras del día en la presencia del Salvador. ¿Acaso cuando eras gentil no sabías escrutar los signos para conocer cuáles eran más propicios? Ahora es mucho más fácil: ¡sólo en la presencia de Cristo está la prosperidad de todas las cosas! El que siembra con esta señal cosechará el fruto de la vida eterna. El que empieza a caminar con este signo llegará hasta el Cielo. Así pues, todos nuestros actos deben estar presididos por el nombre de Cristo y a Él debemos referir todas las acciones de nuestra vida, como dice el Apóstol: en Él vivimos, nos movemos y somos (Hch 17, 28). Y cuando caiga el día, debemos alabarle y cantar su gloria, a fin de que merezcamos el descanso como vencedores en la palestra de nuestras obligaciones y el sueño sea la palma de la victoria por nuestros trabajos. Para llegar a esto no solo tenemos la razón, sino también el impulso del ejemplo de las aves del cielo. Incluso la más pequeña, cuando la aurora produce las primeras luces del día, antes de salir de su nido rompe a gorjear para alabar al Creador con sus trinos, ya que no puede hacerlo con palabras: tanto más le expresan su obsequio cuanto más y mejor cantan. Lo mismo hacen al declinar el día. ¿Y qué son todos esos cantos sino una confesión de su rendido agradecimiento? Así se comportan con su Pastor las inocentes avecillas, que no pueden hacerlo de otro modo. Pues también tienen Pastor las aves del cielo como dijo el Señor: mirad las aves del cielo, que no hilan ni siembran, y vuestro Padre que está en los cielos cuida de ellas (Mt 6, 26). ¿Y con qué alimentos son apacentadas? Con los más vulgares. Pues si las aves dan gracias por tan viles alimentos, ¡cuántas más deberías darlas tú por los preciosos alimentos que recibes!.
(Sermón 54).
¡Qué regalo tan grande y maravilloso nos ha hecho Dios, hermanos míos! En Pascua, día de la salvación, el Señor resucita y otorga la resurrección al mundo entero. Se levanta desde las profundidades de la tierra hasta los cielos y, en su cuerpo, nos hace subir hasta lo alto. Todos nosotros, los cristianos, somos el cuerpo y los miembros de Cristo, afirma el Apóstol (cfr. 1Co 12, 27). Al resucitar Cristo, también los miembros han resucitado con Él; y mientras Él pasaba de los infiernos a la tierra, nos ha trasladado de la muerte a la vida. Pascua, en hebreo, significa paso o partida. ¿Y qué significa este misterio, sino el tránsito del mal al bien? ¡Y qué tránsito! Del pecado a la justicia, del vicio a la virtud, de la vejez a la infancia. Hablo aquí de la infancia en el sentido de sencillez, no de edad. Ayer, la vejez del pecado nos encaminaba hacia la ruina; hoy, la resurrección de Cristo nos hace renacer a la inmortalidad de la juventud. La sencillez cristiana hace suya la infancia. El niño es una criatura que no guarda rencor, ni conoce el fraude, ni se atreve a engañar. El cristiano, como el niño pequeño, no se aíra si es insultado (...), no se venga si es maltratado. Más aún: el Señor le exige que ore por sus enemigos, que deje la túnica y el manto a los que se lo llevan, que presente la otra mejilla a quien le abofetea (cfr. Mt 5, 40). La infancia cristiana supera a la de los hombres. Mientras ésta ignora el pecado, aquélla lo detesta. Ésta debe su inocencia a la debilidad, aquélla a la virtud. La infancia del cristiano es digna de los mayores elogios, porque su odio al mal proviene de la voluntad, no de la impotencia. Las virtudes son el premio de las diversas edades. Sin embargo, la madurez de las buenas costumbres puede hallarse en un niño, y la inocencia de la juventud puede encontrase en personas con las sienes blancas. La probidad hace madurar a los jóvenes: la vejez venerable-dice el profeta-no es la de muchos años, ni se mide por el numero de días. La prudencia es la verdadera madurez del hombre, y la verdadera ancianidad es una vida inmaculada (Sb 4, 8-9). A los Apóstoles, que ya eran maduros en edad, les dice el Señor: si no cambiáis y os hacéis como este niño pequeño, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18, 3). Les envía a la fuente misma de la vida, y les invita a redescubrir la infancia, para que esos hombres que ven debilitarse ya sus energías, renazcan a la inocencia del corazón. Porque si uno no renace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos (Jn 3, 5). Esto dice el Señor a los Apóstoles: si no os hacéis semejantes a este niño... No les dice: como estos niños; sino: como este niño. Elige uno, propone sólo a uno como modelo. ¿Cuál es este discípulo que pone como ejemplo a sus discípulos? No creo que un chiquillo del pueblo, uno de la masa de los hombres, sea propuesto como modelo de santidad a los Apóstoles y al mundo entero. No creo que este niño venga de la tierra, sino del Cielo. Es aquél de quien habla el profeta Isaías: un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado (Is 9, 5). Este es el chiquillo inocente que no sabe responder al insulto con el insulto, a los golpes con los golpes. Mucho más aún: en plena agonía reza por sus enemigos: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 24). De este modo, en su profunda gracia, el Señor rebosa de esta sencillez que la naturaleza reserva a los niños. Este niño es el que pide a los pequeños que le imiten y le sigan: toma tu cruz y sigueme (Mt 16, 24).