El 5 de mayo de 1976, a diez días de distancia del envío a España de la cuarta homilía inédita (Porque verán a Dios, que estudiaremos más tarde siguiendo el orden establecido en el libro), salió de Roma el quinto de los inéditos de san Josemaría destinado a la imprenta: la homilía La esperanza del cristiano 1. Constaba de quince folios mecanografiados a intervalo doble, con treinta y siete notas a pie de página, que, como en casos anteriores, deberían ser completadas durante los trabajos de edición.
Lleva la fecha de 8 de junio de 1968 –sábado, entonces, de témporas de Pentecostés–, de la que no podemos dar razón, pues carecemos de elementos que la expliquen 2.
En el original archivado en Roma –del que se envió copia a España– se aprecian numerosas correcciones al texto, realizadas por el procedimiento de pegar encima 3. Solo en algún caso se puede apreciar la palabra o frase sustituidas; la letra que se entrevé por debajo no es la de san Josemaría, por lo que se deduce que ha indicado esos cambios oralmente, mientras le leían el texto D. Álvaro del Portillo y D. Javier Echevarría 4.
La esperanza del cristiano fue editada por vez primera en la revista Telva, n. 307, 1-VII-1976, pp. 36-41 5. Iba incluida en un cuaderno especial con motivo del primer aniversario del fallecimiento de san Josemaría. La redacción de la revista presentaba el texto con la siguiente entradilla:
"El día 26 de junio de 1975, Dios aceptó la vida –tantas veces ofrecida por la Iglesia– de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Ante sus restos mortales que descansan en la cripta del oratorio de Santa María de la Paz, en Roma, han acudido a lo largo de este año miles de personas de todas las razas, de todas las lenguas, de todas las clases sociales. Son gentes que con su oración y su cariño quieren agradecer al Fundador del Opus Dei el ejemplo de su vida, llena de amor a Dios, y la maravillosa claridad de su doctrina.
También desde Telva queremos ofrecer, en este primer aniversario, un homenaje y un recuerdo a Monseñor Escrivá de Balaguer, recogiendo en estas páginas algunos rasgos de su vida y de su catequesis".
Si a cualquier virtud cristiana, tomada como objeto de estudio o de meditación, se le puede añadir como predicado la fórmula "de los hijos de Dios", no cabe duda de que a la virtud de la esperanza le corresponde, singularmente, como algo propio. La reciprocidad entre tal virtud y tal predicado es total: así como la esperanza sobrenatural comporta abandono filial, confianza, alegría, seguridad en Dios, así también la conciencia de saberse hijo de Dios significa esperarlo todo de Él.
Pero no es una espera pasiva la suscitada en el alma por la certeza del don de Dios. Antes, al contrario, es un esperar eficiente, comprometido, lleno de vida y de lucha. Esperanza significa, en efecto, combate, esfuerzo por lograr la meta prometida, voluntad de alcanzarla. Vivir con esperanza teologal supone actuar sinceramente cara a Dios, con la mirada en el cielo (cfr. 220) y con los pies en la tierra. "La esperanza –escribe el Autor– no me separa de las cosas de esta tierra, sino que me acerca esas realidades de un modo nuevo, cristiano" (208c).
Esperanza significa, pues, confiar completamente en Dios y estar dispuestos, al mismo tiempo, a retomar el paso firme cada jornada, "aunque nos veamos flojos e inútiles, aunque percibamos el peso inmenso de las miserias personales y de la pobre personal debilidad" (210b). Por estar acompañada y entrelazada con la fe, esperanza quiere decir asentimiento seguro, entereza, pasos firmes, determinación (cfr. 211b). Y, por eso mismo, como decíamos, lucha: "Si no luchas, no me digas que intentas identificarte más con Cristo, conocerle, amarle" (212a). Una lucha serena, con la certeza de que Dios no abandona a sus hijos, "si sus hijos no le abandonan" (213b).
Tal combate cristiano puede desarrollarse quizás, a veces, en medio de dificultades grandes, y hasta quizás de errores, pero siempre con la confianza de que nuestro Padre Dios no cesa de conceder su perdón a quien se lo pide, pues su misericordia, su ternura, su clemencia "nunca se acaban" (215a). "Dios no se cansa de amarnos" (215d).
Esperanza significa, en fin, poner los medios, "con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso" (219b). Crezcamos en esperanza, nos exhorta el Autor, y nos fortaleceremos en la fe y en el amor a Dios.
Dejamos ahora constancia de algunas de las ideas desarrolladas en los distintos apartados de la homilía.
El apartado está dedicado a discernir el significado y contenido propios de la esperanza sobrenatural, mostrando su diferencia respecto a las esperanzas de carácter puramente humano 6. El Autor irá analizando en primer lugar algunos aspectos e insuficiencias de estas últimas, como por ejemplo: esperanza y comodidad ("¡Qué lejos se está de obtener algo, si se ha malogrado el deseo de poseerlo, por temor a las exigencias que su conquista comporta!", 207b); esperanza y utopía ("Incapaces de enfrentarse sinceramente con su intimidad y de decidirse por el bien, limitan la esperanza a una ilusión, a un ensueño utópico, al simple consuelo ante las congojas de una vida difícil", 207c); esperanza y limitación humana ("Si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas", 208b), etc. Finalmente se detiene en destacar los diversos matices de la esperanza cristiana, "verdadera esperanza que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las criaturas se acomoda a nuestra naturaleza, y es también virtud muy humana" (208c).
La pregunta que da título a este apartado tiene una respuesta inmediata, que el Autor expone poco a poco. Podemos formularla así: siendo la fe "fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que no se ven" (Hb 11, 1), hay que sostener que la esperanza se extiende hasta donde se extienden la fe y los anhelos del cristiano, es decir, hasta Dios: "Nos interesa el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin. (…) Por eso, con las alas de la esperanza, que anima a nuestros corazones a levantarse hasta Dios, hemos aprendido a rezar: in te Domine speravi, non confundar in aeternum (Ps XXX, 2), espero en Ti, Señor, para que me dirijas con tus manos ahora y en todo momento, por los siglos de los siglos" (209b). Y allí donde uno se encuentra, en las ocupaciones de cada momento, que pueden resultar a veces más difíciles de afrontar, ese "levantarse hasta Dios", "exige pasos firmes, concretos" (211b), arrojo, "determinación" (211c). "Y todo, por Dios, con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la Patria definitiva, que solo ese fin merece la pena" (211c).
El apóstol Pablo, habituado a la lucha y a las dificultades por el Reino de Dios y el bien de los hombres, escribe a los Filipenses unas palabras que san Josemaría, como tantos otros hombres de Dios, ha repetido en muchas ocasiones: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4, 13). Vale la pena recordar lo que previamente a ese versículo ha escrito el Apóstol: "He aprendido a contentarme con lo que tengo: he aprendido a vivir en la pobreza, he aprendido a vivir en la abundancia, estoy acostumbrado a todo en todo lugar, a la hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza" (Flp 4, 11-12). La esperanza del cristiano, en cuya existencia no puede estar ausente la Cruz, "nos impulsa a agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural; también cuando las pasiones se levantan y nos acometen para aherrojarnos en el reducto mezquino de nuestro yo, o cuando –con vanidad pueril– nos sentimos el centro del universo. Yo vivo persuadido de que, sin mirar hacia arriba, sin Jesús, jamás lograré nada" (213b).
Esperanza, además de confianza y abandono en Dios, significa siempre, como venimos recordando con san Josemaría, tener los pies en el suelo y luchar con realismo, porque "arrastramos en nosotros mismos –consecuencia de la naturaleza caída– un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales" (214b). Pero sabiendo en todo momento que "Él, que te ha escogido como hijo, no te abandonará. Permite la prueba, para que ames más y descubras con más claridad su continua protección, su Amor" (214c). Y con la certeza de que es preciso comenzar y recomenzar, "hacer de hijo pródigo todas las jornadas, incluso repetidamente en las veinticuatro horas del día", y, en fin, acudir con el corazón contrito a la Confesión, "verdadero milagro del Amor de Dios" (214e)
Otro vértice de la homilía, el que ahora da inicio, inmediatamente cercano al anterior. "Dios no se cansa de perdonar". ¿Por qué lo podemos asegurar? Porque –es lo que nos viene a decir el Autor– no se cansa de amar: "su misericordia, su ternura, su clemencia, nunca se acaban" (215a). Obviamente, es necesario entender bien esta tradicional enseñanza, pues el amor y la misericordia de Dios no son ajenos a su ley y a su justicia, que deben también cumplirse ("de la Ley no pasará ni la más pequeña letra o trazo hasta que todo se cumpla", Mt 5, 18), sino que son más bien su misteriosa sublimación. Y así, aunque en verdad podamos decir, como exclama san Josemaría: "Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!" (215b); también podemos concluir con él que "lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser un acicate para crecer como cristianos: en esa pelea nos santificamos, y nuestra labor apostólica adquiere mayor eficacia" (216c).
Como en textos anteriores, también en este quiere el Autor recoger y reiterar con vigor el mensaje que ha venido exponiendo desde el comienzo: la lucha perseverante y confiada por lograr la santidad, por alcanzar cuanto esperamos con fe, es parte esencial de la virtud de la esperanza. Y "esta lucha del hijo de Dios no va unida a tristes renuncias, a oscuras resignaciones, a privaciones de alegría: es la reacción del enamorado, que mientras trabaja y mientras descansa, mientras goza y mientras padece, pone su pensamiento en la persona amada, y por ella se enfrenta gustosamente con los diferentes problemas. En nuestro caso, además, como Dios –insisto– no pierde batallas, nosotros, con Él, nos llamaremos vencedores" (219a).
Da inicio el tramo final de la homilía, en el que el Autor nos ayuda a fijar la mirada en el objeto propio de la esperanza teologal: la vida eterna. El cristiano espera alcanzar aquello que cree y ama, y que es herencia suya por los méritos de Jesucristo. Esa espera firme del cielo llena de sentido nuevo y singular, de significado verdadero, la existencia y el trabajo cotidianos. Así, pues: "Crezcamos en esperanza, que de este modo nos afianzaremos en la fe, verdadero fundamento de las cosas que se esperan, y convencimiento de las que no se poseen (Hb 11, 1). Crezcamos en esta virtud, que es suplicar al Señor que acreciente su caridad en nosotros, porque solo se confía de veras en lo que se ama con todas las fuerzas. Y vale la pena amar al Señor" (220a).
Con un recuerdo a la Santísima Virgen, Spes nostra, finaliza san Josemaría el texto sembrando en el alma del lector una profunda y encendida convicción: "Nada podrá preocuparnos, si decidimos anclar el corazón en el deseo de la verdadera Patria: el Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con buen viento a tan claras riberas" (221c).