Javier Echevarría fue el destinatario de las últimas palabras que san Josemaría pronunció en la tierra, el 26 de junio de 1975, antes de rendir su alma a Dios. Por la mañana san Josemaría había acudido a Villa delle Rose (Castel Gandolfo), sede entonces del Colegio Romano de Santa María, con don Alvaro del Portillo y don Javier. Allí se sintió indispuesto y debió anticipar el regreso a Roma. Cerca de las doce del mediodía, después de entrar en su lugar habitual de trabajo, llamó a don Javier, que se había quedado rezagado cerrando la puerta del ascensor. Casi inmediatamente, repitió con más fuerza: "¡Javi!". Y añadió, en voz ya muy débil, cuando don Javier entraba en la estancia, antes de caer al suelo desmayado: "No me encuentro bien".
Javier Echevarría, miembro del Opus Dei desde 1948, vivió en Roma a partir de 1950. Tuvo una relación muy directa con el fundador desde que le conoció el 2 de noviembre de 1948; especialmente a partir de 1952, cuando comenzó a trabajar en su secretaría particular. El trato personal entre ambos se hizo continuo al ser designado en 1956 Custos de Mons. Escrivá de Balaguer, es decir, una de las dos personas que, de acuerdo con los Estatutos del Opus Dei, habían de vivir siempre con el Presidente General (a partir de 1982, con el Prelado), y ayudarle en su vida y en su trabajo cotidiano. A don Javier le correspondía especialmente todo lo relacionado con la organización externa: ocuparse del cuidado de las cosas materiales, y advertirle de lo que considerase oportuno, con plena libertad y sinceridad. Cumplía esta función en todo momento: en Roma, o en los viajes a las diversas ciudades y naciones, abundantísimos en los años sesenta y setenta. Además, fue miembro del Consejo General del Opus Dei desde 1966. Esa estrecha convivencia tuvo por escenario, sobre todo, el edificio de Villa Tevere, donde transcurrió la mayor parte de la vida de san Josemaría en Roma. Su recuerdo está continuamente presente en la predicación y en los escritos de Mons. Echevarría, de modo particular en el libro Memoria del Beato Josemaría Escrivá, publicado en el año 2000 como entrevista.
Javier Echevarría nació en Madrid el 14 de junio de 1932 en una familia profundamente cristiana. Su padre, Rafael Echevarría Elosua, licenciado en Ciencias e ingeniero industrial, era originario de Oñate. Murió en 1948. Su madre, Josefa Rodríguez Díez, murió en 1968. Fue el menor de ocho hermanos. Realizó sus estudios de Bachillerato en el Colegio Chamberí, de los Hermanos Maristas, muy próximo al domicilio familiar, en la calle Martínez Campos, 19, de la capital de España. En ese edificio tuvo su sede uno de los primeros Centros del Opus Dei tras la Guerra Civil española. Alguna vez, con sentido del humor, don Javier comentaba su convencimiento de que el fundador le habría bendecido en alguna ocasión, siendo él aún niño, al cruzarse en las escaleras, quizás al ir o venir del Colegio.
Muy cerca está también la parroquia de Santa Teresa y Santa Isabel, incendiada durante la guerra. Por eso, hizo la primera Comunión en la capilla de las Hijas de la Caridad, de San Vicente de Paúl, frente a su casa. Comenzó en su día la carrera de Derecho, que terminó en Roma, donde se doctoró en la Universidad Lateranense (1955), después de haber leído también su tesis en Derecho Canónico en la Pontificia Universidad de Santo Tomás.
Recibió la ordenación sacerdotal el 7 de agosto de 1955 en la parroquia de la Concepción (Madrid), y celebró poco después su primera Misa solemne en la de Santa Teresa y Santa Isabel. En 1975, tras el fallecimiento de Mons. Escrivá de Balaguer, don Álvaro del Portillo fue elegido para sucederle al frente del Opus Dei. Don Javier le sustituyó como Secretario General, y continuó estando a su lado hasta que Dios le llamó a su presencia en 1994. En 1982, con la erección del Opus Dei en Prelatura personal, pasó a ser Vicario General. Era el primero de los Consultores del Prelado, y le sustituía si estaba ausente o impedido por cualquier razón. Su misión consistía en ayudarle directa e inmediatamente en todo lo que se refería al gobierno del Opus Dei y a sus diversas iniciativas apostólicas, y en los asuntos que el Prelado le encomendase, de modo habitual o ad casum, secundando con la máxima fidelidad los criterios y la mente señalados por el propio Prelado y sus Consejos. A la vez, distribuía el trabajo entre los diversos miembros del Consejo, y velaba por el cumplimiento de las exigencias señaladas para los demás cargos centrales (cfr. Statuta, 144).
Estuvo presente en los últimos momentos de la vida terrena de Álvaro del Portillo y le administró los sacramentos, mientras el médico le atendía. Esto ocurrió apenas unas horas después de regresar de una peregrinación a Tierra Santa, en la madrugada del 23 de marzo. Tras el correspondiente Congreso electivo, el papa Juan Pablo II nombró a don Javier Prelado del Opus Dei el 20 de abril de 1994, y le confirió la ordenación episcopal el 6 de enero de 1995.
Desde entonces, continuó el fuerte ritmo de expansión del Opus Dei por el mundo. Se comenzó la tarea apostólica de modo estable en Lituania (1994), Estonia, Eslovaquia, Líbano, Panamá y Uganda (1996), Kazajstán (1997), Sudáfrica (1998), Eslovenia y Croacia (2003), Letonia (2004), Rusia (2007), Indonesia (2008), Rumania, Corea (2009), y Sri Lanka (2011). Él mismo estuvo en muchos países, con hijas e hijos suyos de los cinco continentes, para fortalecerlos con su oración y su presencia.
A su creciente responsabilidad en la dirección del Opus Dei, se añadieron pronto las tareas de servicio directo a la Santa Sede. Fue nombrado miembro de la Congregación de las Causas de los Santos y del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica.
Este amplio conjunto de ocupaciones al servicio de la Iglesia no le ha impedido dedicar tiempo a escribir obras dirigidas al gran público, en las que ha vertido sus conocimientos doctrinales y su experiencia pastoral. Además del ya mencionado libro sobre san Josemaría, y aparte de comunicaciones a congresos y de artículos en revistas o en publicaciones colectivas, merecen destacarse los siguientes títulos (algunos, traducidos a diferentes idiomas): Itinerarios de vida cristiana (2001), Para servir a la Iglesia. Homilías sobre el sacerdocio (1995-1999) (2001), Getsemaní. En oración con Jesucristo (2005), Eucaristía y vida cristiana (2005), Por Cristo, con Él y en Él. Escritos sobre San Josemaría (2007), y Vivir la Santa Misa (2010).
Como escribió Tomás Gutiérrez en 1994, "en el trato personal, se descubre pronto que la sonrisa de su rostro envuelve suavemente la entereza de la voluntad, la recia determinación de un querer decidido, que avanza en pasos firmes, concretos, bien ponderados por el afecto y la cordialidad de quien reconoce abiertamente que el Beato Josemaría Escrivá le enseñó a querer, a interesarse plenamente por los problemas de los demás, a evitar que nunca nadie pueda sentir el amargo sabor de la soledad o la indiferencia".
Salvador BERNAL
En varias ocasiones, san Josemaría aseguró que nunca hablaría de política. Por el mismo motivo, no expresó opiniones económicas, que situaba en el amplísimo campo de las actividades humanas –la economía, la política, la cultura, el arte, la filosofía, etc.– en las que los fieles del Opus Dei gozan de plena libertad y trabajan bajo su propia responsabilidad (cfr. CONV, 28). La razón es simple: "Sé que no me corresponde tratar de temas seculares y transitorios, que pertenecen a la esfera temporal y civil, materias que el Señor ha dejado a la libre y serena controversia de los hombres" (ECP, 184).
No obstante, en sus escritos pueden rastrearse claras afirmaciones sobre “lo económico". Como explica Illanes, "los itinerarios seguidos por la ciencia económica y por la teología coinciden en un punto: el reconocimiento de la existencia de un terreno en el que la economía, ética y teología confluyen y se complementan. La ciencia económica, en cuanto versa sobre el despliegue de una realidad y actividad económica, no puede constituirse ni desarrollarse sin implicar una referencia a lo que es el hombre. Y a la inversa: quien, filósofo o teólogo, aspire a pronunciar una palabra consistente sobre el actuar económico ha de conocer el entramado de esa concreta faceta de la realidad" (ILLANES, 2000, p. 115).
En esos puntos en los que economía (una ciencia que se despliega en el terreno de los medios, pero que es del hombre y para el hombre) y teología confluyen, se pueden reconocer opiniones interesantes. Nos centraremos en tres de ellas: la importancia de la actividad económica, la esfera de libertad y responsabilidad, y la finalidad última.
Desde su nacimiento hasta su muerte, el hombre está inexorablemente sujeto a la necesidad: precisa alimento, cobijo, sustento y ayuda de sus semejantes. Además, es un ser con deseos potencialmente ilimitados. Con esas premisas, se comprende que los medios estén siempre en situación de escasez en relación con los usos que de ellos pueda hacer la sociedad, y que se precise economizar. En orden a resolver los problemas concretos que los miembros de una sociedad encuentran en cada momento para vivir una vida humana digna y en común (cfr. MARTÍNEZ–ECHEVARRÍA, 2005), se precisa realizar una asignación eficiente. Ése es el marco en el que la economía se desarrolla.
Pese a lo dicho, es importante señalar que la eficiencia es condición, no meta. No tiene sentido per se: "La vida económica no tiende solamente a multiplicar los bienes producidos y a aumentar el lucro y el poder; está ordenada ante todo al servicio de las personas, del hombre entero y de toda la comunidad humana" (CCE, 2426). Si la economía está ordenada a la persona, se infiere que el juicio sobre el mercado, la empresa o el sistema de precios no es sólo técnico –eficiente o ineficiente–, es también moral. Si la economía se ordena a la comunidad y al bien común, se concluye que la esfera de las relaciones económicas presenta facetas culturales y sociales. Ambas cosas se perciben plásticamente en la contundente afirmación de Juan Pablo II: "la opción de invertir en un lugar y no en otro, en un sector productivo en vez de otro, es siempre una opción moral y cultural" (CA, 36).
Por tanto, conviene remarcar varias cosas. Primero: la economía no busca tanto satisfacer crecientemente las necesidades materiales del hombre, cuanto mejorar sus condiciones para desarrollarse como hombre, en su sentido pleno. Si produjera abundancia material y empobrecimiento personal, sería una catástrofe y una mala economía; si organizara la producción usando al hombre como medio sería una lamentable economía de la pobreza. Segundo: si bien la economía se centra en la asignación eficiente de bienes para agentes económicos individuales, presupone necesariamente una comunidad. En tanto que acción humana, "a diferencia de la fabricación (que requiere sólo la presencia de la naturaleza material), nunca es posible en aislamiento" (ARENDT, 1983, p. 211), de modo que guarda estrecha relación con la justicia o la solidaridad. Una economía, donde un pequeño porcentaje de población acumula la mayoría de la renta, mientras que el resto padece necesidad es una economía con poco futuro, ineficiente por inhumana. Tercero: la economía no se construye sobre el vacío, cuanto sobre un concreto marco institucional y legal, que varía con el tiempo, la sociedad y las circunstancias. Una sociedad primitiva de autoabastecimiento presenta problemas y soluciones económicas diferentes a una sociedad industrial y de servicios globalizada. Lo mismo puede decirse del mercado, institución común en la historia, que ha sufrido enormes mutaciones. Lo indicado no debe entenderse como que la economía sea fruto de una actuación política, cuanto que deriva de la iniciativa personal y responsable de los miembros de una sociedad, regida, sin duda, por normas institucionales. La economía resulta así fruto de un ámbito propio de la libertad humana y personal que se despliega de múltiples formas a lo largo de la historia, del lugar geográfico y de los rasgos culturales, con responsabilidad y creatividad, y siempre al servicio del hombre.
Durante siglos, por influjo aristotélico, las actividades económicas tuvieron escasa consideración entre los teólogos, que las consideraban torpes. Aristóteles reconoce que hasta la vida buena requiere bienes externos, pero entiende que estas actividades son poiéticas, tienen el fin fuera de sí: cesan con la obtención del producto, algo que es exterior al hombre y que deja en él poca o ninguna huella. Otras controversias –alrededor de la usura, especialmente– provocaron ríos de tinta, de los que la economía no salió bien parada: tanto ésta como su materia medular, el trabajo, más parecían restricciones al obrar que actividades importantes para la sociedad y el hombre. Trascender esa mentalidad –concluir que el desarrollo humano y el proceso creador son tanto o más importantes que el producto fabricado– ha sido un logro moderno, en el que la doctrina católica ha tenido un gran papel, sobre todo, en la visión del trabajo, punto decisivo de la doctrina del fundador del Opus Dei.
En los escritos de san Josemaría puede encontrarse un posicionamiento claro respecto a los puntos citados. En primer lugar, nunca tuvo una visión negativa de las actividades comerciales y mucho menos del trabajo empleado en ellas. Las apreció con manifestaciones claras y tajantes, con gran anticipación para su tiempo: "Te está ayudando mucho –me dices– este pensamiento: desde los primeros cristianos, ¿cuántos comerciantes se habrán hecho santos?" (S, 490). Además, insistió en la importancia de desempeñar bien esas actividades porque el progreso social compete a todo hombre de bien y, por tanto, a todo cristiano: "Pensad que con vuestro quehacer profesional realizado con responsabilidad, además de sosteneros económicamente, prestáis un servicio directísimo al desarrollo de la sociedad, aliviáis también las cargas de los demás y mantenéis tantas obras asistenciales –a nivel local y universal– en pro de los individuos y de los pueblos menos favorecidos" (AD, 120). Dirigiéndose a los Amigos de la Universidad de Navarra afirma: "Al prestar vuestra cooperación, sois claro testimonio de una recta conciencia ciudadana, preocupada del bien común temporal" (CONV, 120).
En esa línea, insistía en la grandeza del potencial creador que Dios ha puesto en manos del hombre: "El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su domino sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad" (ECP, 47). "No tenemos derecho a olvidar que somos un obrero, entre tantos, en esta hacienda, en la que Él nos ha colocado, para colaborar en la tarea de llevar el alimento a los demás. Este es nuestro sitio: dentro de estos límites; aquí hemos de gastarnos diariamente con Él, ayudándole en su labor redentora" (AD, 49).
Como sacerdote, san Josemaría evitó, como ya dijimos, cualquier intento de inmiscuirse en las actividades económicas que consideraba propias de la libertad y autonomía del hombre. Y, quizás como reacción a los fuertes sesgos históricos y culturales que le tocó vivir, en sus escritos insiste reiteradamente en la libertad y autonomía del individuo. La idea de que la economía no es una cuestión eclesial ni religiosa tiñe sus escritos. En esa medida, ahuyentó siempre connotaciones confesionales: "Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten, como un letrero postizo, un calificativo confesional. Porque me parece, aunque respeto la opinión contraria, que se corre el peligro de usar en vano el nombre santo de nuestra fe, y además porque, en ocasiones, la etiqueta católica se ha utilizado hasta para justificar actitudes y operaciones que no son a veces honradamente humanas" (ECP, 184).
Por ese mismo motivo, insiste en que difundir doctrina económica no entra dentro de los fines del Opus Dei, pues sus fieles "son cristianos corrientes, trabajan dónde y cómo les parece oportuno: la Obra sólo se ocupa de ayudarles espiritualmente, para que actúen siempre con conciencia cristiana (...). Quienes al ver a los miembros del Opus Dei trabajando en los más diversos campos de la actividad humana, no piensan sino en supuestas influencias y controles, demuestran tener una pobre concepción de la vida cristiana. El Opus Dei no domina ni pretende dominar ninguna actividad temporal; quiere sólo difundir un mensaje evangélico: que Dios pide que todos los hombres, que viven en el mundo, le amen y le sirvan tomando ocasión precisamente de sus actividades terrenas" (CONV, 64). "La mayoría de los miembros de la Obra son personas de condición social ordinaria o incluso modesta: obreros manuales, oficinistas, campesinos, empleadas, maestros, etc. Hay también algunos –muchos menos– que desarrollan su profesión en el mundo de la política y de la economía. Tanto unos como otros actúan a título exclusivamente personal, obran con plena autonomía y responden personalmente de sus actuaciones" (CONV, 49).
El no convertir los medios en fines, o hacer de la necesidad una meta de la vida, es un aviso constante en la predicación de san Josemaría. Lo verdaderamente importante no es acumular bienes u honores, es ser feliz (cfr. C, 297). Para eso insiste en que hay que ajustar la vida ordinaria, también las actividades económicas, al ideal del Evangelio. En Amigos de Dios, 17, se lee: "Hemos trabajado tanto, hemos ocupado tales puestos de responsabilidad, has triunfado en ésta y en aquella tarea humana..., pero (...) ¿has intentado de verdad servir a Dios y a tus hermanos los hombres, o has fomentado tu egoísmo, tu gloria personal, tus ambiciones, tu éxito exclusivamente terreno y penosamente caduco? Y en otra homilía se recoge: "Permitidme que insista (...): ningún hombre escapa a algún tipo de servidumbre. Unos se postran delante del dinero; otros adoran el poder; otros, la relativa tranquilidad del escepticismo; otros descubren en la sensualidad su becerro de oro. Y lo mismo ocurre con las cosas nobles" (AD, 34). La pregunta, entonces, es cuál debe ser el enfoque de un cristiano, a lo que responde: "Contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social" (S, 302).
En esa línea, alerta del peligro de confundir los proyectos temporales con fines últimos: "Si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas" (AD, 208). Así como de alejarse del espíritu evangélico y del ejercicio de las virtudes: "Los directores de empresa que forman parte del Opus Dei buscan (...) vivir el espíritu evangélico en el ejercicio de su profesión. Esto exige de ellos en primer lugar que vivan escrupulosamente la justicia y la honestidad. Procurarán, por tanto, hacer su labor de una forma honrada: pagar un salario justo a sus empleados, respetar los derechos de los accionistas o propietarios y de la sociedad, y cumplir todas las leyes del país. Evitarán cualquier clase de partidismos o favoritismos con respecto a otras personas, sean o no miembros del Opus Dei" (CONV, 52). Finalmente, describe con sencillez, pero con contundencia, el ideal en el que piensa: "Cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren" (ECP, 28).
Es muy posible que a quien escribiera "todo eso, que te preocupa de momento, importa más o menos. Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves" (C, 297), le hubiera alegrado leer la controversia sobre economía y felicidad publicada en The Economic Journal en 1997, donde se reflexiona sobre el estragamiento de aquellos planteamientos económicos, según los cuales el agente económico toma sus decisiones sobre la base de un cálculo utilitarista e individualista regido por los precios y al margen de cualquier otra consideración. Y donde se concluye señalando como fuente de cortocircuitos una equivocada selección de la categoría clave de la ciencia económica, que no debería ser, como a veces se postula, la utilidad individualista, cortoplacista y medial, sino la felicidad personalista y finalista, abierta a la Verdad. De confundir ambos términos, la ciencia económica caería, en un reduccionismo antropológico difícil de admitir, porque, se mire como se mire, la acción económica es acción humana. Pero a nuestro juicio la economía se halla aún lejos de esa meta. Requiere una nueva vuelta de tuerca: avanzar en el estudio de los puntos donde economía, ética y teología coinciden, lugar para el que san Josemaría abrió un amplio surco.
Reyes CALDERÓN
La labor apostólica del Opus Dei en Quito se inició entre 1952 y 1954, aunque estuvo precedida por el conocimiento en Roma de un ecuatoriano que realizaba sus estudios universitarios, Juan Ignacio Larrea Holguín, y que se incorporó a la Obra en 1949. A él le correspondió iniciar la labor apostólica en su propio país.
El 6 de octubre de 1952 llegó Juan Larrea a Quito. En junio de ese mismo año, unos días antes de culminar sus estudios universitarios en Roma, el fundador del Opus Dei le había dicho:"y tú Juan, irás a Ecuador": sería él quien iniciara la labor (cfr. LARREA, 2007, p. 117). Al día siguiente de llegar a Quito, visitó, por indicación del fundador, al cardenal Carlos María de la Torre, que manifestó su agrado por cuanto Juan Larrea le explicó acerca del Opus Dei, y le ofreció sus oraciones por el futuro establecimiento de la Obra en su archidiócesis (cfr. LARREA, 2007, pp. 118-119).
San Josemaría mantuvo una correspondencia personal, cariñosa y estimulante con Juan Larrea, a quien animaba a ser muy fiel y a hacer mucho apostolado en las circunstancias en que se encontraba. Con la ayuda de buenos amigos, Juan organizó charlas, conferencias, y círculos de estudio para jóvenes estudiantes o profesionales en casa de sus padres, en su despacho profesional o en las aulas de algún colegio. Otra actividad que sirvió para consolidar amistades fueron las numerosas excursiones a los montes nevados de los alrededores de Quito (cfr. LARREA, 2007, p. 121).
San Josemaría había animado a Juan a pedir a su madre que reuniera a sus amigas para que él pudiera explicarles el Opus Dei. Así lo hizo. Acudieron diez o doce señoras que "muy espontáneamente se ofrecieron a rezar todos los días por la Obra, preparar manteles y otros utensilios litúrgicos para un futuro oratorio y hacer una aportación mensual con igual finalidad". De entre ellas y sus hijas surgieron más adelante las primeras mujeres ecuatorianas de la Obra (cfr. LARREA, 2007, p. 123).
Entretanto la labor apostólica iba tomando cuerpo y se conocía más el Opus Dei en diversos ambientes. San Josemaría estaba al corriente de todo y seguía animando a Juan Larrea con sus cartas (cfr. LARREA, 2007, pp. 123-124). El 30 de septiembre de 1954, le escribió una cariñosa carta en la que le anunció la próxima llegada de don Joaquín Madoz: "Querido Juanito que Jesús te me guarde. ¿Habrá llegado Quinito antes de que llegue esta carta? No sabes con qué alegría espero vuestras noticias. No te preocupes por las ordinarias dificultades que nos promueven: contento y con sentido sobrenatural, adelante. Encomiendo a esos hijos del Ecuador y los que irá el Señor promoviendo en esa querida nación. Un abrazo. Te bendice, os bendice vuestro Padre, Mariano. Saluda afectuosamente a tus papás" (LARREA, 2007, p. 125). Con la llegada de don Joaquín se instaló el primer Centro del Opus Dei en Ecuador: un piso pequeño ubicado en la calle Asunción, cerca de las universidades.
Don Joaquín se encontró con un terreno bastante preparado por Juan y enseguida puso en marcha nuevas actividades para hombres y para mujeres: cursos de retiro, meditaciones, pláticas, etc.
Uno de esos cursos de retiro fue determinante para que dos mujeres de Ecuador (Lourdes Pérez Guarderas y Carmen Pérez Arteta) descubrieran el mensaje del Opus Dei y poco después pidieran la admisión en la Obra. Unos meses más tarde se incorporó Carmen Borja Peña. Se puede decir que comenzaba la historia de la labor del Opus Dei con mujeres. Esto creó cierto revuelo en la sociedad quiteña, y surgieron algunas contradicciones que se sofocaron con fe y serenidad.
En abril de 1956, las mujeres alquilaron una casa en la calle Toledo, que contaba con las condiciones necesarias para el desarrollo de la labor apostólica. Con la ayuda de diversas personas, se instaló la casa con sobriedad y buen gusto. El 2 de mayo de 1956 llegaron a Quito María Dolores Sanz, Ana María Echeveste y Ana Surribas. Antes de partir de Roma, las tres recibieron la bendición de san Josemaría, que comentó: "el Ecuador será un río de vocaciones siempre que lo reguéis con un río de santidad" (Noticias, V-1956, p. 47: AGP, Biblioteca, P02). Las que las recibieron en Quito sintieron la cercanía de san Josemaría en todo lo que contaban las recién llegadas, que trasmitieron sus enseñanzas en la vida diaria: ser contemplativas en medio del mundo, en el trabajo, en todas las realidades humanas, santificándolas y convirtiéndolas en medio de apostolado. En 1963 se abrió un Centro en Guayaquil, ciudad a la que se viajaba por motivos apostólicos desde 1960.
El día 1 de agosto, a las once de la mañana aterrizó el avión que llevaba a san Josemaría a Quito desde Lima. Al llegar al oratorio de la casa donde se iba a hospedar esos días, saludó al Señor y cuando miró a la Virgen exclamó: "Tota pulchra est Maria!". Se trataba de una talla de la Asunción de la Virgen de la Escuela Quiteña, de gran valor artístico, que actualmente preside en el oratorio de Llaloma, la casa de retiros de Quito.
La altitud de Quito, casi tres mil metros sobre el nivel del mar, provocó en san Josemaría el mal conocido como "soroche": le faltaba el oxígeno, no descansaba bien por la noche, tenía vértigos y era incapaz de caminar solo. La bronconeumonía que había padecido en Lima se había reactivado (cfr. AVP, III, pp. 719-720).
A pesar de los consejos médicos no quiso abandonar la ciudad: "Estoy dispuesto a permanecer aquí el tiempo que sea necesario, hasta que me adapte, para poder hablar de Dios, pues a eso he venido" (AVP, III, p. 720). Se levantaba cada día un rato por la mañana e iba al oratorio a recibir la Comunión, porque no estaba en condiciones de celebrar la Santa Misa.
San Josemaría quiso conocer más de Ecuador, pero como estaba obligado por sus circunstancias físicas a guardar reposo, los que le acompañaban le hablaron de la realidad de este país, de su historia, de las labores apostólicas de la Obra, de la gente. A pesar de su precaria salud, se situó en la realidad del país y desde ahí, con sus molestias, con su intensa oración, removió esta tierra.
En la habitación del Padre se había colocado un cuadro de san José con el Niño coronándole. En un momento comentó: "Me he puesto muy contento, porque yo he tardado años en descubrir esa teología josefina, y aquí no he tenido más que abrir los ojos y la he visto confirmada. ¡Muy bien!".
Sólo se pudieron tener cuatro tertulias, con grupos más bien reducidos de hijas e hijos suyos y algunos amigos. Sus palabras dejaron una huella profunda en el alma de los que le escucharon y su estancia en tierras ecuatorianas constituye un tesoro avalado por el sacrificio de su enfermedad y el dolor por no haber podido celebrar el Santo Sacrificio. La víspera de su partida comentó: "Os tengo que decir que, como a ratos me mareo, no he podido celebrar la Santa Misa y me han dado la Comunión todos los días; entonces me emociono mucho más y amo más a este Quito y a este Ecuador" (AVP, III, p. 722).
Con buen humor añadió: "Es que no soy un hombre de altura. De manera que Quito no me ha gastado ninguna broma. Ha sido Nuestro Señor, que sabe cuándo las hace, y juega con nosotros. Mira, lo dice el Espíritu Santo: ludens coram eo omni tempore, ludens in orbe terrarum, en toda la tierra está jugando con nosotros, los hombres, como un padre con su niño pequeño. Ha dicho: éste, que está tan enamorado de la vida de infancia, de una vida de infancia especial, ahora se la voy a hacer sentir yo. Y me ha convertido en un infante. ¡No deja de tener gracia!" (AVP, III, p. 721).
La tarde del día 12 había manifestado: "aunque ya sabía que el Ecuador es una gran nación, la nación del Corazón de Jesús, no conocía que era una nación de almas tan selectas, que me iba a costar una medio enfermedad" (AVP, III, p. 723). El día 15, fiesta de la Asunción de la Virgen, san Josemaría se fue de Quito a Caracas.
En 1975 el Opus Dei realizaba su labor apostólica en Quito y Guayaquil. En las dos ciudades había ya en esa fecha una amplia labor apostólica con hombres, mujeres, estudiantes jóvenes, niñas y niños que acudían a clubes juveniles para recibir formación adecuada para su edad. También se atendía a jóvenes campesinas de distintos pueblos que se acercaban a trabajar en las administraciones domésticas de los Centros de la Obra, y que recibían formación adecuada a sus circunstancias.
Como instrumentos apostólicos, en Quito, las mujeres contaban con el Centro Cultural Tulpa, en el que se impartían clases de turismo y decoración; el Colegio Los Pinos y una casa de retiros, Miranda, ubicada en uno de los valles aledaños a la ciudad. En Guayaquil funcionaba el Centro Cultural Guayalar, al que iban muchas chicas para recibir medios de formación cristiana y también clases de turismo y secretariado.
En el año 1974, cuando san Josemaría visitó Ecuador, los hombres del Opus Dei habían impulsado varias labores apostólicas, entre otras la Residencia de Estudiantes Universitarios Llinizas, que funcionaba en Quito desde 1957. Algunos estudiantes promovieron los periódicos estudiantiles Norte (universitario) y Alfa (de bachilleres), que circularon a nivel nacional. Estas publicaciones difundían noticias e inquietudes juveniles y temas doctrinales, recordando que, como había dicho san Josemaría, "el mayor enemigo que tiene Dios en el mundo es la ignorancia; por tanto, nuestro deber es dar doctrina siempre, en todas partes y con todos los medios" (Carta 30–IV–1946, n. 43: AGP, serie A.3, 92-5–1).
El Colegio Intisana, fundado en 1966, es obra corporativa de apostolado desde 1988. Es el primer establecimiento de Ecuador dedicado a la educación escolar. Los promotores siguieron el consejo de san Josemaría: "Te recordaré que los colegios están formados en primer término por los papás, que buena falta les hacen las lecciones. Primero, los papás; después, los profesores; y después los niños" (Catequesis en América, II, 1974, p. 532: AGP, Biblioteca, P04). La Sección Nocturna del Colegio Intisana empezó en el año 1974.
En Guayaquil, en 1963, comenzó el Centro de estudiantes Los Esteros, y las actividades deportivas y sociales del Club Pelícano concentraron gran número de estudiantes.
Carmen BORJA PEÑA
San Josemaría Escrivá de Balaguer aportó valiosas contribuciones en el campo de la educación como maestro y educador, como promotor de centros educativos, colegios y universidades, y como primer Canciller de las Universidades de Navarra y de Piura. Fue un educador durante toda su vida, tanto en su predicación sacerdotal como cuando instruía a otros en la fe, o daba clases de formación sobre el espíritu del Opus Dei a los miembros de la Obra y a sus amigos. Quienes le escuchaban, recordaban sus clases por la profundidad de su contenido, claridad y buen humor. Sus palabras dejaban una impresión honda, quedando "esculpidas en sus mentes y sus corazones" hasta el punto de que, incluso muchos años después, todavía las recordaban y podían transmitirlas claramente a los demás.
Podemos considerar que la labor educadora de san Josemaría comenzó en el seminario donde, como Inspector del San Francisco de Paula, de Zaragoza, entre 1922 y 1925, contribuyó a la formación de los seminaristas. Como profesor trabajó de 1927 a 1933 impartiendo las materias de Derecho Romano y Derecho Canónico: primero en el Instituto Amado, en Zaragoza, durante el curso 1926-1927 y, más tarde, de 1927 a 1933, en la Academia Cicuéndez en Madrid. Durante el curso 1940-41 se encargó de las asignaturas de Ética General y Moral Profesional en unos cursos organizados por el Ministerio de Gobernación, que desaparecieron al surgir al año siguiente la Escuela Oficial de Periodismo. Como profesor, san Josemaría, según recuerdan sus discípulos, era un maestro exigente, que no se quedaba en el plano teórico, sino que ponía ejemplos prácticos y casos de la vida real para fijar los temas en la mente de sus alumnos (cfr. AVP, I, pp. 269-70).
En Surco escribió: "Profesor: que te ilusione hacer comprender a los alumnos, en poco tiempo, lo que a ti te ha costado horas de estudio llegar a ver claro" (S, 229). Se puede decir que el método de enseñanza de san Josemaría traslucía el espíritu del Opus Dei, aplicado a este campo concreto, tomando como fuente la vida de Cristo. A quienes tenían pasión de enseñar a otros, les sugería que miraran a Cristo como maestro, y enseñaran del mismo modo que Él enseñó. Así lo concretó en Forja: "Coepit facere et docere –comenzó Jesús a hacer y luego a enseñar: tú y yo hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos llevar una doble vida: no podemos enseñar lo que no practicamos. En otras palabras, hemos de enseñar lo que, por lo menos, luchamos por practicar" (F, 694).
El primer centro educativo fundado por san Josemaría fue la Academia DYA, constituida en 1933, a la que siguió la Academia y Residencia DYA en 1934, para estudiantes universitarios de Madrid. El rasgo común de esta labor y de las que vendrían después esparcidas por el mundo entero era la inseparable unión del estudio intenso y responsable y una profunda formación espiritual, con una sólida piedad. Con el correr de los años, impulsó el establecimiento de centros de enseñanza y de formación profesional para jóvenes en los cinco continentes: escuelas de educación primaria y secundaria, colegios mayores y centros culturales, escuelas de capacitación profesional. Las universidades fundadas durante su vida incluyen la Universidad de Navarra, en España y la de Piura, en Perú; también durante su vida se inició Strathmore College, en Kenya, ahora Strahmore University. Bajo su impulso han surgido numerosos colegios de Enseñanza Primaria, Secundaria y de Formación Profesional. En todas estas actividades, animadas por la filosofía educativa de san Josemaría, se encuentra el mismo ethos: "Los rasgos que las caracterizan pueden resumirse así: educación en la libertad personal y en la responsabilidad también personal (...). Luego, el espíritu de convivencia, sin discriminaciones de ningún tipo (...). Las obras corporativas que promueve el Opus Dei, en todo el mundo, están siempre al servicio de todos: porque son un servicio cristiano" (CONV, 84).
Víctor García Hoz señaló que "una tan intensa labor de creación y desarrollo de tantas instituciones educativas no se ha podido realizar sin un pensamiento vigoroso y claro de lo que la educación es en todas sus manifestaciones y principalmente como desarrollo personal de la tendencia a la verdad" (GARCÍA Hoz, 1994, p. 12).
San Josemaría contemplaba la educación desde un punto de vista trascendente, considerando la persona humana completa en su ser y en su fin, en conformidad con el sentido cristiano de la vida. Su elevado concepto de la dignidad del ser humano, que descansaba en una auténtica antropología de raíz cristiana, le llevaba a ver al hombre como creado por Dios a su imagen y semejanza, con un alma espiritual e inmortal, con inteligencia y voluntad libre, destinado a gozar eternamente de Dios como su fin último. La educación es la transmisión del conocimiento de la verdad, con conciencia de que esa actitud es esencial para la formación de la persona. "No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: Ego sum veritas. Yo soy la verdad" (ECP, 10).
El cristiano debe tener hambre de conocer. "Si has de servir a Dios con tu inteligencia, para ti estudiar es una obligación grave" (C, 336). Todo el mundo necesita una buena preparación adecuada a cada campo, para santificarse a través del trabajo profesional, que llena gran parte de la existencia de cada hombre y de cada mujer y debe contribuir a su formación personal y al servicio de los demás. San Josemaría veía el estudio, el trabajo de los estudiantes, como algo esencial para conseguir esta meta, pero añadía algo más: "Es necesario estudiar... Pero no es suficiente (...). Hay que estudiar..., para ganar el mundo y conquistarlo para Dios" (S, 526).
Para san Josemaría la educación se dirige a formar "cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad" (ECP, 28). Desde fechas tempranas su pensamiento sobre la educación unía una profunda convicción acerca de la verdad de la fe cristiana y un gran respeto a la libertad en todo lo que Dios deja a la decisión libre, también en el terreno intelectual, del hombre. Y así en una de sus Cartas pastorales escribía: "que sepan distinguir la doctrina católica de lo simplemente opinable, y que en lo esencial procuren estar unidos y compactos; que amen la libertad y el consiguiente sentido de responsabilidad personal" (Carta 2–X–1939, n. 6: AVP, 1997, p. 232).
Educación, según san Josemaría, es promover el desarrollo integral de la persona humana, en la que lo humano constituye la base de lo sobrenatural. El actual Prelado del Opus Dei, Javier Echevarría, explica el término "formación integral" como la educación completa de la persona, mente y espíritu, que se manifiesta en un desarrollo armónico de las virtudes humanas (cfr. ECHEVARRÍA, 2002, p. 70).
En esa misma línea Mons. Álvaro del Portillo recalca que san Josemaría tiene en cuenta en sus enseñanzas sobre la educación tanto la dimensión humana como la cristiana, pues ambas son esenciales si se quiere conseguir el auténtico desarrollo de la persona. La educación debe incluir el desarrollo de la dimensión espiritual –es decir, que los alumnos conozcan a Dios y de este modo busquen la verdadera felicidad– o no es verdadera educación (cfr, DEL PORTILLO, 1903, p. 93). San Josemaría explicaba a los padres el objetivo de la educación cristiana como "preparar a vuestros hijos para que sean buenos cristianos el día de mañana, amantes de la libertad y responsabilidad personal" (Notas de una tertulia en el colegio de El Prado, 18–X–1972: GARCÍA Hoz, 1994, p. 91).
Por otra parte, el fundador del Opus Dei entendía la libertad como el atributo más importante que Dios había dado al hombre, pues, en realidad, educar es enseñar a usar legítimamente la libertad. La meta de la educación integral es ayudar a los alumnos a que aprendan a ejercitar responsablemente su libertad, de modo que se haga posible el despliegue de su personalidad y el desarrollo de su ser completo: mente, cuerpo, alma y carácter; junto con el crecimiento en virtudes humanas y sobrenaturales. San Josemaría, consciente de que el carácter sólo se desarrolla a través de la repetición de actos buenos, insistía en la importancia de una educación individualizada que enseñara la práctica de las virtudes a los alumnos y les ayudara a vivirlas a través de un sistema personalizado de consejo y asesoramiento. "No basta el afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere (Is 1,17), aprended a hacer el bien" (AD, 91). Y parte de ese aprender es la formación de una conciencia recta. De ahí que hablara de la "batalla de la formación" y dejara constancia de que muchos problemas individuales y sociales se deben a la ignorancia doctrinal y a las lagunas en la formación. La libertad sólo puede ejercitarse con responsabilidad si la persona tiene la conciencia bien formada.
La educación cristiana debe transmitir no sólo la verdad de la fe, sino sus implicaciones tanto individuales como sociales: la generosidad de pensar en las necesidades de los demás; la amistad manifestada en obras de servicio; el respeto a la libertad y opinión de los otros; el afán de aplicar todo lo que uno aprende para ayudar a los demás y a la propia familia; el deseo de contribuir con el propio saber al desarrollo de la escuela, la comunidad y la cultura. Una educación que promueve el desarrollo integral de la persona la capacita para cumplir con competencia su trabajo profesional en servicio de los demás y para actuar en la sociedad con un espíritu de respeto, armonía y cooperación (cfr. PONZ, 1977, p. 66).
San Josemaría tenía muy claro que la educación sólo podía ser verdaderamente eficaz si el educador cuidaba realmente a sus alumnos. Escrivá veía la educación como una labor de amistad, un amor que acerca los padres a sus hijos, el profesor a sus alumnos, y a los propios alumnos entre sí (cfr. GARCÍA Hoz, 1994, p. 93). "El deseo de «enseñar», y «enseñar de corazón», crea en los alumnos un agradecimiento, que constituye terreno idóneo para el apostolado" (S, 230).
Animaba a los educadores a que vieran la importancia transcendental de su trabajo y advirtieran su responsabilidad en servicio de la comunidad, del desarrollo de la cultura y del bien de la sociedad entera. Los profesores deben tener como meta la educación integral de sus alumnos, con un claro concepto de que esa educación ha de atender a todas las necesidades y demandas de la persona –necesidades intelectuales, estéticas, técnicas, sociales, morales y religiosas– y estimular a los alumnos para que quieran dar lo mejor de sí mismos. Se lo comentaba con palabras gráficas a unos profesores con los que tuvo un encuentro en el Club Xenón en Lisboa: "¡Fíjate si es grande tu profesión! Tienes a tu cuidado unas almas, que son como barro blando. Puedes poner allí tus dedos, y plasmar tu fe, los deseos grandes que tienes de ser una cristiana admirable, buena servidora de los demás, de tu país... ¡Tantas cosas estupendas les puedes enseñar!" (CANALS, 2002, p. 12).
El primer colegio creado según el espíritu de san Josemaría fue Gaztelueta, para chicos de Enseñanza Primaria y Secundaria, que empezó en 1951 cerca de Bilbao. Este colegio, que fue durante muchos años la única obra corporativa del Opus Dei de ese tipo, sirvió luego de estímulo a otros. En 1962 varios padres de familia, fieles del Opus Dei o cercanos a su apostolado, fueron a Roma a ver a san Josemaría y le contaron sus preocupaciones sobre la educación de sus hijos, en años de una gran crisis espiritual. San Josemaría les animó a establecer algunos colegios que pudieran abrir nuevos caminos a la sociedad y aportar soluciones para el futuro, de modo que los valores espirituales fueran como su alma.
En este contexto, en 1963 esos padres y otras personas dieron vida a una asociación que se denominó Fomento de Centros de Enseñanza, cuyo primer colegio fue Alzahir, en Córdoba. En la actualidad existen diversas asociaciones con este mismo propósito en varios países. Estos colegios trabajan bajo la plena responsabilidad de sus directores y de quienes componen la asociación de la que dependen, aunque se inspiran en las ideas de san Josemaría sobre la educación y ofrecen una educación integral a los alumnos, algo que se puede resumir en el amor por la libertad –expresada en el desarrollo de virtudes humanas a través de la responsabilidad personal–, el fomento de la unidad de vida basada en la filiación divina, y el conocimiento de su fin sobrenatural.
San Josemaría consideraba estos colegios como la consecuencia natural de que los padres vivieran su responsabilidad como primeros educadores de sus hijos: de ahí que animara a los padres a este respecto, marcando a la vez su autonomía. Así se lo decía a los padres en el colegio Viaró (Barcelona): "Por tanto, ¡insisto!: esta clase de colegios, promovidos por los padres de familia, tienen interés... Os ha elegido el Señor, para esta labor que se hace en provecho de vuestros hijos, de las inteligencias de vuestros hijos, del carácter de vuestros hijos; porque aquí no solo se enseña, sino que se educa, y los profesores participan de los derechos y deberes del padre y de la madre. Lo mismo ocurre con tantos colegios semejantes a este, que hay en todo el mundo" (CANALS, 2002, p. 5).
En términos generales –es decir, con referencia no sólo a esos colegios, sino a todo tipo de escuelas e institutos–, solía decir: "En el Colegio hay tres cosas importantes: lo primero, los padres; lo segundo, el profesorado; lo tercero, los alumnos" (CANALS, 2002, p. 5). Los padres necesitan trabajar con los profesores de modo que entre ambos puedan ayudar a los alumnos a desarrollar todo su potencial.
En suma, la filosofía de la educación de san Josemaría Escrivá de Balaguer puede ser sintetizada como "educación en libertad y responsabilidad", una expresión que muestra la riqueza antropológica de su comprensión del alumno como una persona dotada de una inteligencia y voluntad libre, que desarrolla su potencialidad humana gracias a las virtudes humanas y cristianas, y que realiza y fomenta su libertad cuando la ejercita a través de las decisiones buenas. El papel de la institución educativa consiste en ofrecer a los alumnos un ambiente en el que puedan crecer en el conocimiento verdadero y en la formación profesional y cultural, y en la conciencia de que deben usar más tarde ese bagaje en servicio de la sociedad. El objetivo último de la educación, tal y como lo veía san Josemaría, era educar personas capaces de aprender la alegría de vivir libremente en la tierra como hijos de Dios y alcanzar la meta última a la que como tales están llamados (cfr. MURPHY, 2003, p. 227).
Madonna M. MURPHY
(Nac. Vigo, Pontevedra, España, 11 –IV–1878; fall. Madrid, España, 31–Vll–1963). Mons. Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid durante más de cuarenta años (1923-1963), fue la primera autoridad eclesiástica que dio una aprobación canónica al Opus Dei (1941).
A los diez años, en 1888, Leopoldo Eijo y Garay (también mencionado como Leopoldo Eijo Garay) ingresó por propia iniciativa en el Seminario de Sevilla. Desde 1893 estudió en el recién inaugurado Colegio Español de Roma. Se doctoró en Filosofía, Teología y Derecho Canónico (1899-1902). En febrero de 1906 fue nombrado capellán de Alfonso XIII. En su promoción al obispado de Tuy, el 28 de mayo de 1914, intervino el Cardenal Secretario de Estado Merry del Val. En marzo de 1917, el Rey logró el traslado de Eijo, de treinta y ocho años entonces, a Vitoria.
Eijo fue preconizado como obispo de Madrid–Alcalá el 14 de diciembre de 1922. Entre 1923 y 1931, su actuación pastoral se mantuvo en el contexto de la institución monárquica. Formó parte del Consejo de Instrucción Pública. En 1926 fundó la Institución del Divino Maestro, de inspiración radicalmente opuesta a la Institución Libre de Enseñanza. Mons. Eijo intervino en el mundo de la cultura, principalmente como académico de la Lengua (tomó posesión el 22 de mayo de 1927) y de Ciencias Morales y Políticas (tomó posesión el 9 de junio de 1935).
Durante la Segunda República española (1931-1936), el obispo pidió a los católicos madrileños que cooperaran con las autoridades y evitaran cuanto pudiera crispar la situación. Al estallar la Guerra Civil, Eijo marchó a Galicia y permaneció en silencio durante casi un mes, hasta que el 15 de agosto de 1936 se adhirió públicamente a los sublevados. La diócesis de Madrid–Alcalá sufrió en números absolutos (435 sacerdotes asesinados) la mayor persecución religiosa de España. Él, como obispo, sufrió profundamente por todo lo que acontecía, a la vez que abogó siempre por la reconciliación.
Estuvo informado de la realidad del Opus Dei desde el momento mismo de su fundación. En una carta a Aureli María Escarré, Abad de Montserrat, decía: "El Opus [Dei], desde que se fundó en 1928, está tan en manos de la Iglesia que el Ordinario diocesano, es decir o mi Vicario General o yo, sabemos, y cuando es menester dirigimos, todos sus pasos; de suerte que desde sus primeros vagidos hasta sus actuales ayes resuenan en nuestros oídos y... en nuestro corazón" (AVP, II, p. 716). Y en otras ocasiones solía decir: "en estas manos nació el Opus Dei" (AVP, II, p. 508). Con estas expresiones quería significar el aprecio y valoración con que había conocido y seguido el trabajo fundacional de san Josemaría desde sus comienzos, bien por medio de su vicario, don Francisco Morán, bien personalmente. El trato con san Josemaría se hizo más directo e intenso desde 1938, cuando llegó a Burgos, y acabada la guerra, en Madrid, fueron frecuentes las conversaciones con el fundador.
Mons. Eijo defendió al Opus Dei de los ataques y calumnias que recibió en los años cuarenta y le dio la primera aprobación eclesiástica (como Pía Unión, el 19 de marzo de 1941). El 25 de junio de 1944, ordenó a los primeros miembros del Opus Dei promovidos al sacerdocio, y mantuvo su amistad y admiración hacia Escrivá hasta el momento de su muerte, cuando manifestó que las atenciones que prodigó al Opus Dei serían sus "credenciales" para presentarse ante el Juicio de Dios (cfr. AVP, II, p. 509). Cuando san Josemaría se trasladó a Roma, la relación cordial con el obispo de Madrid continuó tanto por carta como por los encuentros que mantuvieron ocasionalmente.
Mons. Eijo y Garay fue presidente del Instituto de España desde febrero de 1942 y del Instituto Francisco Suárez de Teología, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas desde su creación en 1940. En octubre de 1946, fue nombrado Patriarca de las Indias Occidentales. En 1962, un año antes de su fallecimiento, pudo saludar el inicio del Concilio Vaticano II. Su lema episcopal, In veritate et charitate, resume un deseo que tuvo, como hombre de Iglesia, de llevar al hombre todo –mente, voluntad, corazón– hacia Dios,
Santiago MATA
1. Raíces teológicas del apostolado del ejemplo. 2. El cristiano, signo de Cristo. 3. Fe con obras: la palabra y el ejemplo. 4. Coherencia de vida. 5. La atracción divina.
El sentido del apostolado del ejemplo en la doctrina de san Josemaría se puede resumir citando el punto 1 de Camino: "Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros de odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón".
San Josemaría insistía en que el fundamento del espíritu del Opus Dei es la filiación divina. El resto de los rasgos de la fisonomía del espíritu que Dios quiso para el Opus Dei se pueden considerar derivaciones de esta luz central. Esto ocurre también con esta manifestación del apostolado que es el testimonio, que debe ser la expresión de una vida cristiana realmente vivida y, por tanto, de la condición de hijo de Dios recibida en el Bautismo por la gracia del Espíritu Santo.
Toda la vida de Cristo es "revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: «quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9)" (CCE, 516). Al mismo tiempo Dios Padre da testimonio de su Hijo: "Éste es mi Hijo, escuchadle" (Lc 9, 35), se oye en el momento de la Transfiguración. Jesús anuncia que después de su Ascensión será el Espíritu Santo quien dará testimonio del Padre y del Hijo, y que también los Apóstoles darán testimonio: "cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio" (Jn 15, 26-27).
El cristiano que vive la vida de la gracia, es decir, la vida de Dios que le ha sido comunicada, testimonia a través de la imitación de Cristo, imagen perfecta del Padre, a Dios mismo. Jesucristo es el camino por el que ha de transitar todo cristiano para llegar al Padre y ser y sentirse realmente hijo de Dios. La Encarnación del Verbo, la asunción de la naturaleza humana por la segunda persona de la Santísima Trinidad, hace posible ese camino de filiación. Como consecuencia, el seguimiento y la identificación con Cristo llevan a la divinización de la propia vida. Así lo señala san Josemaría en Forja: "Necesitas imitar a Jesucristo, y darlo a conocer con tu conducta. No olvides que Cristo asumió nuestra naturaleza, para introducir a todos los hombres en la vida divina, de modo que –uniéndonos a Él– vivamos individual y socialmente los mandatos del Cielo" (F, 452).
El cristiano está llamado con su vida a manifestar la vida del mismo Cristo, con quien está unido. La acción de Cristo y del Espíritu Santo lleva a la imitación de Cristo, en la que radica la ejemplaridad del cristiano: "Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Chrístus, ipse Chrístus, otro Cristo, el mismo Cristo" (ECP, 183).
El trato y la unión con Cristo deben informar la vida del cristiano; llevan, por tanto, a la imitación. "Jesús es el modelo: ¡imitémosle!" (F, 138). Y de un modo más desarrollado: "¡Vive la vida cristiana con naturalidad! Insisto: da a conocer a Cristo en tu conducta, como reproduce la imagen un espejo normal, que no deforma, que no hace caricatura. –Si eres normal, como ese espejo, reflejarás la vida de Cristo, la mostrarás a los demás" (F, 140). Al hablar así, san Josemaría tiene presente una imitación de Cristo que configura la personalidad del cristiano desde dentro. La transformación en Cristo, que es fruto de la acción de la gracia, no sólo respeta, sino que concede brillo a la propia personalidad, en la que acaba por transparentarse el amor que Dios mismo es. Así san Josemaría dice: “hemos de luchar para que nuestra conducta recuerde a la de Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama" (ECP, 122).
La imitación de Cristo se traduce, para el cristiano corriente, en el ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales en la vida ordinaria. El heroísmo cristiano que predica san Josemaría es sencillo, sin estridencias, con la fuerza que deriva de la naturalidad y de la sinceridad: "Daremos a quienes nos rodean el testimonio de una vida sencilla y normal, con las limitaciones y con los defectos propios de nuestra condición humana, pero coherente. Y, al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás? Es entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones" (ECP, 148).
San Josemaría, en la homilía Amar al mundo apasionadamente, habló del materialismo cristiano. Con esa expresión venía a poner de relieve, de un modo gráfico, algo esencial al mensaje cristiano: la incorporación vital, hecha de carne y hueso, de la fe. La Encarnación del Verbo, la constitución sacramental de la Iglesia y el anuncio de una vida futura no son aspectos secundarios de la fe católica, sino esenciales. Ponen de relieve la trascendencia de nuestro destino y hacen presente la tensión escatológica en la que existen las realidades temporales. Atestiguan que nos espera una vida eterna, ya que "pasa la figura de este mundo" (1Co 7, 31), y dan vigor a una tensión sin la que la Iglesia se haría intrascendente, sumergiéndose en la historia (cfr. RATZINGER, 1984, p. 124); pero no separan del mundo puesto que a la vez implican que esa vida eterna redunda sobre la historia y la dota de sentido.
En este contexto hay que entender la insistencia de la predicación católica, y de san Josemaría, en que la fe debe ser una "fe viva" honda, auténtica, que transforme el corazón y, por tanto, redunde en obras. La fe vive en las obras, en el seguimiento concreto de Jesús: "Seguirle en el camino. Tú has conocido lo que el Señor te proponía, y has decidido acompañarle en el camino. Tú intentas pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de Cristo, ser el mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa luz que el Señor te va dando, ha de ser operativa y sacrificada. No te hagas ilusiones, no pienses en descubrir modos nuevos. La fe que Él nos reclama es así: hemos de andar a su ritmo con obras llenas de generosidad, arrancando y soltando lo que estorba" (AD, 198).
Esa es la razón de la importancia que tiene el testimonio de vida y también la razón por la que el ejemplo ha de estar en la vida del cristiano unido a la palabra, como lo estuvo en la vida de Cristo, quien pasó haciendo y enseñando el bien (Hch 1,1): "Por tu condición de ciudadano corriente, precisamente por ese «laicismo» tuyo, igual –ni más, ni menos– al de tus colegas, has de tener la valentía, que en ocasiones no será poca, de hacer «tangible» tu fe: que vean tus buenas obras y el motivo que te empuja" (F, 723). El ejemplo manifiesta en las obras la realidad de la gracia; y la palabra da a conocer la raíz (la vida de Dios comunicada con la gracia) de la que las obras nacen.
Palabra y ejemplo (testimonio) han de estar unidos en la vida del cristiano. Un hablar de Cristo que no estuviera refrendado por la coherencia de vida sonaría a hueco y corre el riesgo de quedar en el vacío. Un ejemplo que no desembocase en palabras, en un hablar que comprometa, que interpela, que empuje a acercar a las almas a Dios, sería un ejemplo incompleto, inacabado. "Aunque seamos personalmente indignos, la gracia de Dios nos convierte en instrumentos para ser útiles a los demás, comunicándoles la buena nueva de que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (ECP, 175). "Quizás alguno se pregunte cómo, de qué manera puede dar este conocimiento a las gentes. Y os respondo: con naturalidad, con sencillez, viviendo como vivís en medio del mundo (...). Es entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestras corazones" (ECP, 148),
El binomio recién comentado (palabra y ejemplo) se prolonga en el vocabulario de san Josemaría en otro: piedad y doctrina. "La fe no es para predicarla sólo, sino especialmente para practicarla" (AD, 204). La fe se muestra en el comportamiento. La vida del cristiano, iluminada por la fe, hace resplandecer la fe, abre el camino para transmitirla. De ahí que la Escritura pueda decir que el cristiano es sal y luz, lo que reclama piedad (vida cristiana de trato efectivo con Dios) y doctrina, conocimiento de la fe para poder comunicarla: "No se enciende la luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelera, a fin de que alumbre a todos los de la casa; brille así vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 15-16). Y al final de su paso por la tierra manda: "«euntes docete» –id y enseñad. Quiere que su luz brille en la conducta y en las palabras de sus discípulos, en las tuyas también" (S, 930).
La vida del apóstol ha de ser coherente: debe hablar de lo que practica y practicar aquello de lo que habla; y tanto lo que practica como lo que habla ha de responder de su identificación con Cristo. Esta es la verdadera conducta ejemplar: la trasparencia y la veracidad de la vida cristiana (cfr. AD, 141). San Josemaría advierte constantemente del peligro de llevar una doble vida. Una vida de fe recortada, que actúa solo en el seno del templo y de las ceremonias eclesiásticas y otra, la vida de trabajo, de relación social, de familia o de diversión. Empleando una expresión castiza, de las que tanto le gustaban, decía que había que ser "de una pieza": "Me causaría una tristeza enorme que de cualquiera de nosotros se pudiera afirmar, con fundamento, que somos inconsecuentes; hombres que aseguran que quieren ser auténticamente cristianos, santos, pero que desprecian los medios, ya que en el cumplimiento de sus obligaciones no manifiestan continuamente a Dios su cariño y su amor filial. Si así se dibujara nuestra actuación, tampoco seríamos, ni tú ni yo, cristianos de una pieza" (AD, 19). La coherencia de vida no implica la ausencia de errores o faltas, sino la lucha por rectificar constantemente el rumbo (cfr. AD, 163-164).
La fe excluye la deserción, quedarse encerrado en la torre de marfil. El cristiano ha de ser coherente con su fe en todas las manifestaciones de la vida: en la familia, en el trabajo, en el círculo de amistades, en la vida social y pública. "Tengamos la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe" (S, 46). Un testimonio así, coherente en todo momento y situación, es lo que necesita el mundo para mantener viva su esperanza en la posibilidad de una existencia más acorde con lo esencial de la humanidad. El apóstol no debe renunciar a configurar un mejor futuro para el mundo, a la par que señala que ese futuro tiene como piedra angular la enseñanza del mismo Cristo: "hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt 6,10). Esto es lo que hace público con su conducta.
Dependiendo de la altura, o de la falta de altura intelectual, moral y estética de una sociedad determinada, habrá ocasiones en las que el cristiano andará –por la intrínseca publicidad de su conducta– contra corriente. La doctrina de Cristo no fue tampoco, en su propio tiempo histórico, acomodaticia. Y será siempre doctrina de difícil aceptación, tanto para quien la practica, que debe luchar contra el pecado, como para quien la escucha, que puede tender a alejarse de la luz: "Quien obra el mal aborrece la luz y no se arrima a ella para que no sean reprendidas sus obras" (Jn 3, 20-21). Por eso el cristiano debe ser fuerte para, cuando llegue el caso, manifestar la fe, dar razón de ella, aunque cueste.
"No dejarse arrastrar por el ambiente. Llevar el ambiente de Cristo a todos los lugares" es la expresión que suele utilizar en sus escritos para hablar de esta publicidad de la fe con obras. Así, señala san Josemaría en Surco, 318: "Ya hace muchos años que vi con claridad meridiana un criterio que será siempre válido: el ambiente de la sociedad, con su apartamiento de la fe y la moral cristianas, necesita una nueva forma de vivir y de propagar la verdad eterna del Evangelio: en la misma entraña de la sociedad, del mundo, los hijos de Dios han de brillar por sus virtudes como linternas en la oscuridad –«quasi lucernae lucentes in caliginoso loco»".
El apostolado del ejemplo tiene la forma de una "invitación", de una "sugerencia". El cristiano presenta a los demás su vida como una credencial que les invita a acompañarle en el seguimiento de Cristo. Es, por tanto, algo absolutamente ajeno a la imposición de una actitud dura o despectiva. Así dirá san Josemaría: "si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes [el compelle intrare de la parábola de la invitación las bodas: Lc 14, 23] con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto..., si alguno quiere venir en pos de mí..." (AD, 37).
La vida del apóstol se puede así comparar, filosóficamente hablando, con la causa ejemplar, aquella que mueve por su belleza y perfección a buscar y amar el bien, es decir, a proponérselo como fin de las propias acciones. Es la belleza lo que de modo más impetuoso inclina a obrar; ahora bien, la belleza debe ser percibida, cada uno juzga de ella, por la redundancia que puede estar llamada a tener en su propia vida. De ahí que sea tan amplio el margen de libertad que deja la conducta ejemplar al seguimiento de Cristo. San Josemaría atribuye al apóstol "una fuerza vital que arrastra" (F, 709). Y advierte a la vez que esa fuerza está lejos de toda coacción. La única "coacción" que ejerció Jesús en su paso por la tierra fue la del amor. Quien ama, compromete. Es el amor de Dios al hombre lo que en último término atrae al hombre a Dios. Así dice san Josemaría, que una coacción violenta sería tan injusta como ineficaz, porque "nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece, lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios" (AD, 32). "En última instancia, es claro que las decisiones que determinan el rumbo de una vida, ha de tomarlas cada uno personalmente, con libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo (...). El consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio y esto amplía las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté determinada por factores irracionales" (CONV, 104).
Montserrat HERRERO
1. El amor de san Josemaría a El Salvador. 2. Comienzo de la labor apostólica. 3. Impacto de la personalidad de san Josemaría en los salvadoreños.
La labor estable del Opus Dei en esa nación centroamericana se inició en 1958, pero estuvo precedida de años de preparación.
San Josemaría nunca estuvo en El Salvador, pero antes de que allí comenzara la labor apostólica, conoció a algunas personas de ese país. La primera fecha de la que hay datos es del verano de 1929. Rafael Fernández Claros, joven sacerdote salvadoreño, celebró Misa en el Patronato de Enfermos de Madrid y conoció allí a san Josemaría. Después, "charlaron un rato. «Me bastaron unos momentos –dice el salvadoreño– para apreciar en todo su altísimo valor el tesoro de santidad que cuidadosamente guardaba aquella delicada alma sacerdotal». Esa intimidad se mantuvo viva durante años y engendró una vinculación de orden más elevado: «¿Cómo corresponderé, padre, a sus bondades?», le escribía don Rafael desde París, 4–XI– 1929. «No de otra manera que aceptando –como la acepto– sin restricción alguna, su delicada propuesta de pacto espiritual sacerdotal»" (AVP, I, pp. 311-312).
Durante la Guerra Civil española, san Josemaría conoció al diplomático salvadoreño Pedro Jaime de Matheu Salazar y a su familia. De Matheu era Cónsul General Honorario de la República de Honduras, en cuya residencia particular se refugió el fundador del Opus Dei. Fue para san Josemaría un periodo difícil e intenso en el que, a pesar de la dura situación de refugiado durante una etapa de guerra, supo mantener y difundir un ambiente de serenidad y de paz. La impresión que allí dejó la resume muy bien la esposa del Cónsul. "Doña Consuelo de Matheu, que conoció y trató al Fundador en circunstancias difíciles (...), cuando tan fácilmente se olvidan las convenciones sociales y los respetos humanos, dice: «Si tuviera que definir a don Josemaría lo haría diciendo que era un caballero»" (AVP, III, p. 409). Cuando san Josemaría, al salir de España llegó a Andorra, enseguida mostró su agradecimiento al señor De Matheu con una tarjeta en la que terminaba diciendo "Póngame a los pies de Mila y Consuelito. Le abraza Josemaría" (AVP, II, p. 216).
Tanto en su visita a México (1970) como en su visita a Guatemala (1975), coincidió con bastantes de sus hijos, cooperadores y amigos salvadoreños que acudieron para conocerle y demostrarle su afecto. Así, por ejemplo, en una tertulia general en la ESDAI –Escuela de Administración de Instituciones de la Universidad Panamericana– (México, 20–VI–1970), después de hablarle del amor a la Iglesia, al Papa y a la Obra, le dijo a una salvadoreña: "Sé lo bien que trabajáis ahí. Os quiero de modo especial y os bendigo especialmente" (AGP, serie A.4, t700620). Después, en otra reunión sólo con centroamericanas, añadió: "Yo amo mucho vuestros países. Tenemos que rezar para que no haya guerrillas, por la paz de Centroamérica ¡Qué alegría estar con vosotras! Yo os quiero mucho, necesito saber que me queréis" (AGP, serie A.4, t7006201).
Después de iniciarse la labor en Guatemala, el interés de san Josemaría por comenzar en El Salvador se plasma en la primera estancia de don Pedro Casciaro (agosto de 1953), quien, nada más llegar a la capital, llamó por teléfono al ingeniero Roberto Simán, uno de los pocos salvadoreños que conocía. Roberto le invitó a almorzar con su familia y –en ese encuentro– su hermana Margoth quedó muy impresionada con don Pedro y con el panorama apostólico que presentaba para los cristianos corrientes. Roberto y sus amigos facilitaron el comienzo de la Obra en El Salvador. Margoth pidió la admisión en el Opus Dei en Madrid (12–III–1955).
El 8 de septiembre de 1958 llegó a San Salvador el sacerdote español José Reig, desde Guatemala, acompañado por don Antonio Rodríguez Pedrazuela –Vicario Regional–, el cuñado de Roberto Simán, Gabriel Siri, y uno de sus amigos, Federico Barillas. Unos días después (16–IX–1958) llegó otro sacerdote español, Antonio Linares. Ese mismo mes, Roberto, el 14, y su amigo Federico, el 24, pidieron formar parte del Opus Dei.
Don José y don Antonio comenzaron, como en otros países, sin medios económicos. Fueron conociendo amigos y alquilaron una casa en la avenida Doble Vía, 7, donde se instalaron el 2 de octubre de 1958. El 5 de agosto de 1959 llegó de Barcelona Luis Capdevila y el 12 de mayo de 1960, procedente de México D.F., Fernando Zúñiga, que sería el primer director de la Residencia para universitarios Doble Vía. El 12 de agosto de 1960 se incorporó al Opus Dei Rutilo Silvestri, que había conocido la Obra en México; poco después lo haría José Roberto Aguilar, que después sería ordenado sacerdote de la Prelatura. El 24 de octubre de 1962 comenzaron un club para estudiantes de colegios: el Club Sherpas. El 31 de diciembre de 1962 trasladaron Doble Vía y el Club a un edificio más grande, en el número 3031 de la misma avenida.
En 1960 ya se hacían viajes para iniciar la labor con mujeres. Concretamente venían de Guatemala María Emma Botero (colombiana) y María Elena Palarea (guatemalteca que provenía de su país). El 27 de diciembre de 1960 pidió la admisión Marta Mancía. A la incipiente labor acudían, entre otras, las señoras Mabel Bustamante de Aguilar y Ana Marina Escolán de Gasteazoro, que pidieron la admisión el 9 de marzo y el 17 de junio de 1961 respectivamente.
Después de dos años de viajes periódicos, el 25 de julio de 1962, María Emma y María Elena se instalaron definitivamente en el Centro Cultural Izamar, en el número 119 de la 17 Avenida Norte. Con ellas también vinieron Aurora Peiro (mexicana) y las guatemaltecas Sinda Cruz, Leo Alvizurez y María Emilia Hernández. Un mes después, el 30 de agosto de 1962, pidió la admisión Margarita Arévalo, amiga de Marta Mancía. La primera numeraria auxiliar, Milagro Aragón, pidió la admisión el 2 de octubre de 1963.
Después de la muerte de san Josemaría se han abierto en San Salvador dos Centros más para profesionales; se ha iniciado la labor estable de la Obra en Santa Ana y se hacen viajes periódicos a algunas ciudades más, como San Miguel y San Vicente.
Además del recuerdo que san Josemaría dejó en don Rafael Fernández Claros y en la familia de Pedro Jaime de Matheu Salazar, como ha quedado recogido al principio, y de los encuentros con san Josemaría en México y Guatemala ya mencionados, se puede subrayar, por su resonancia pública, el hecho de que Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador entre 1977 y 1980, conoció y apreció el espíritu del Opus Dei.
Desde la década de los sesenta, Mons. Romero mantuvo una estrecha amistad con don Juan Aznar y, luego, con don Fernando Sáenz –también sacerdote de la Obra–, que fueron sus directores espirituales. Esa amistad duró hasta el mismo día de su asesinato el 24 de marzo de 1980, siendo arzobispo de San Salvador. Además, en 1970 Mons. Romero conoció y conversó en Roma con san Josemaría. "El Padre le atendió con gran afecto y puso los medios para que le ayudaran a descansar durante aquellos días romanos, porque conocía bien la situación de tensión que se vivía en El Salvador" (RODRÍGUEZ PEDRAZUELA, 1999, p. 253). El 12 de julio de 1975 Mons. Romero escribió una carta al Papa pidiendo la beatificación y canonización de Mons. Escrivá de Balaguer. Allí decía que tuvo la dicha de conocerle personalmente: "y de recibir de él aliento y fortaleza para ser fiel a la doctrina inalterable de Cristo y para servir con afán apostólico a la Santa Iglesia Romana (...). Mons. Escrivá de Balaguer supo unir en su vida un diálogo continuo con el Señor y una gran humanidad: se notaba que era un hombre de Dios y su trato estaba lleno de delicadeza, cariño y buen humor. Son muchísimas las personas que desde el momento de su muerte, le están encomendando privadamente sus necesidades" (RODRÍGUEZ PEDRAZUELA, 1999, pp. 253-254).
La personalidad de san Josemaría tiene en el país reconocimiento público. Una calle de San Salvador y una plaza de Santa Ana llevan su nombre. En esta última se erigió un monumento con su busto en bronce, inaugurado el 31 de mayo de 2008. La Dirección de Correos de El Salvador emitió en 2002 un boletín filatélico que incluía sobre y dos sellos conmemorativos del Centenario de su nacimiento.
Luis Miguel FERNÁNDEZ–CUERVO
1. La enfermedad, presente en la vida humana. 2. Identificación con Cristo. 3. Presencia de Cristo en el enfermo y valor de su sufrimiento. 4. El cuidado y atención de los enfermos. 5. Deber de cuidar la salud y de ser buenos enfermos. 6. Cristo vencedor de la enfermedad, del dolor y de la muerte.
La enfermedad, con la carga de dolor y sufrimiento que lleva consigo, constituye un fenómeno universal que acompaña al hombre a lo largo y ancho de su caminar terreno. Nadie escapa a su experiencia. Forma parte del vivir. San Josemaría la considera en todo momento desde una perspectiva cristiana, es decir, desde el amor de Dios manifestado en Cristo.
Al querer buscarle una explicación, lo primero que hay que hacer es descartar una idea presente en muchas culturas antiguas, y que curiosamente todavía pervive en no pocas personas, según la cual la enfermedad es considerada como un castigo de Dios. Jesús de Nazaret se encargó de refutar ese planteamiento que prevalecía en muchos de sus contemporáneos, también en los Apóstoles. Ante la presencia de un ciego de nacimiento, cuando éstos le preguntan: "¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego", Jesús responde: "Ni pecó éste ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él" (cfr. Jn 9, 2-5). No estamos, pues, ante un castigo por los pecados personales, sino ante una realidad presente en la naturaleza y la historia humana después del pecado de nuestros primeros padres.
La enfermedad es una muestra de la fragilidad humana, es resultado ciertamente del hecho de que "nos hallamos aún en «nuestra morada terrena» (2 Co 5,1), sometidos a la enfermedad y a la muerte" (CCE, 1420). Efectivamente, la enfermedad es la triste consecuencia del pecado original (cfr. CCE, nn. 418 y 1500). San Josemaría, ampliando la perspectiva a cualquier causa de sufrimiento, dirá: "Dios Nuestro Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque –después del pecado original– forma parte de la condición humana" (ECP, 168).
El Catecismo de la Iglesia Católica señala que la experiencia de la enfermedad puede tener repercusiones ético–espirituales ambivalentes, pues puede conducir a replegarse sobre uno mismo o a abrirse a la trascendencia (cfr. CCE, 1500). Para el cristiano, "la enfermedad no es algo absurdo o carente de sentido, sino algo de gran importancia en la estructura de la vida humana. Puede ser el momento de Dios en nuestra vida, el tiempo de abrirnos a Él y, en consecuencia, la ocasión para reencontrarnos con nosotros mismos" (RATZINGER, 1991, p. 472).
Ante la dificultad de asumir –como algo querido o permitido por Dios– la presencia del dolor en la vida humana, se ha intentado reconducirlo a otras experiencias o incluso negar su realidad. Pero se trata de pseudosoluciones. La existencia de la enfermedad y del dolor son datos que deben entenderse desde otras perspectivas. San Josemaría lo señala de forma neta: "El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla" (ECP, 168).
Es frecuente la tentación de pensar que Dios no es justo porque permite la enfermedad en uno mismo o en otros, o la muerte de una persona querida. Pero esa tentación debe durar poco en quien tiene fe y sabe que Dios es Padre. Así lo señalaba san Josemaría: "A veces puede parecer que Dios nos trata duramente; no podemos entender las dificultades o las penas que nos envía; pero tampoco el niño pequeño entiende por qué su madre no le deja que juegue con un cuchillo o que acaricie con sus deditos la llama de una vela; y menos entiende por qué, en determinadas circunstancias, le da unos buenos azotes. Sin embargo, todo es para bien" (citado en SASTRE, 1991, p. 114). Si alguna vez parece incomprensible que Dios no impida el dolor humano, hay que trascender esa situación desde la fe y la contemplación de la Cruz, en la que el amor divino se manifiesta hasta el extremo: "Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como al Divino Hijo. Y, entonces, como Él podré gemir y llorar a solas en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi, Abba, Pater,... fíat" (VC, I Estación).
La enfermedad –como sucede en general con el dolor o el sufrimiento– es un misterio que sólo encuentra sentido a la luz de la muerte de Cristo en la Cruz. Jesucristo, Dios hecho hombre, experimentó todas las debilidades humanas, incluidos el dolor y la muerte, a excepción del pecado (cfr. Hb 4, 15). La enfermedad y el dolor representan, cuando vienen, una llamada a la identificación con Jesucristo. Soportar la enfermedad por amor a Dios nos santifica. Es el amor el que convierte al dolor en acto ferviente de adoración, y entonces la enfermedad se hace incienso que se eleva a Dios. Así sucede cuando el dolor "se vive con amor y por amor, participando –por don gratuito de Dios y por libre decisión personal– en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a Él" (EV, n. 67). Con lenguaje muy vivo lo expresaba san Josemaría en un punto de Surco: "Un morbo incurable, que limitaba su acción. Y, sin embargo, me aseguraba gozoso: la enfermedad se porta bien conmigo y cada vez la amo más; si me dieran a escoger, ¡volvería a nacer así cien veces!»" (S, 254). O en otro lugar: "Cuando estés enfermo, ofrece con amor tus sufrimientos, y se convertirán en incienso que se eleva en honor de Dios y que te santifica" (F, 791).
Impresiona, por ejemplo, el relato de san Josemaría en sus Apuntes íntimos referido a una de las primeras mujeres del Opus Dei, María Ignacia García Escobar, ingresada en el Hospital General de Madrid: "Ama la voluntad de Dios esa hermana nuestra: ve en la enfermedad larga, penosa y múltiple (no tiene nada sano) la bendición y las predilecciones de Jesús y, aunque afirma en su humildad que merece castigo, el terrible dolor que en todo su organismo siente, sobre todo por las adherencias del vientre, no es castigo, es misericordia" (Apuntes íntimos, n. 1006: AVP, I, p. 440).
La consideración del enfermo como imagen de Cristo, que está presente en la ascética cristiana ya desde el Evangelio (cfr. Mt 25, donde Cristo, en el Juicio final, se identifica con los enfermos), también lo está en la predicación de san Josemaría. Así aparece en un texto antiguo, en Camino: "–Niño. –Enfermo. Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él" (C, 419; cfr. también, C, 98). Expresa la misma idea en unas palabras pronunciadas tres años antes de morir, con las que ponía fin a una reunión en Barcelona: "Me espera un enfermo, y no tengo derecho a hacer esperar a un enfermo, que es Cristo" (AVP, III, p. 661).
La identificación del enfermo con Cristo aparece frecuentemente en sus escritos. Podría resumirse así: donde hay dolor –se entiende, un dolor aceptado y ofrecido a Dios–, allí esta Cristo. Desde esta perspectiva la enfermedad puede considerarse incluso un privilegio, o, con expresión audaz que alguna vez empleó san Josemaría, una "caricia de Dios", y, se puede afirmar, también con audacia –pero no sin precedente en la literatura espiritual–, que los enfermos son "predilectos de Dios". Durante su labor en los hospitales de Madrid, cuando estaba comenzando el Opus Dei, pedía continuamente a los enfermos oraciones por algo de Dios que él tenía que sacar adelante, y solía comentar: "No olvidéis que los enfermos son muy gratos a Dios, que su oración es escuchada y sube a la presencia de Dios" (citado en SASTRE, 1991, p. 111).
Sabía transmitir esta doctrina con palabras en las que se mezclaban la comprensión ante el dolor y la dureza de algunas situaciones, con una fe y confianza en Dios que ayudaba a descubrir honduras que antes permanecían ocultas. Así lo hizo en diversas circunstancias, como en 1969, cuando dirigiéndose a una madre que le hablaba de un hijo discapacitado, le aconsejaba: "Dios os ha bendecido de una forma especial, mostrando un cariño de predilección, porque el Señor –nos lo dice el Evangelio– prueba más a quien más quiere. Puedes estar segura de que sufro con vosotros y de que pido a Jesús que nos ayude a llevar su Cruz con alegría. Omnia in bonum! El mundo es bueno o, por lo menos, lo permite Dios, para que seamos mejores, ya que de grandes males saca grandes bienes" (citado en SASTRE, 1991, p. 127).
El recurso a la intercesión de los enfermos durante los años iniciales de la Obra –y siempre– lo consideró como una gran ayuda para su alma y para hacer el Opus Dei. Le gustaba recordar que "la fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas" (SASTRE, 1991, p. 113). Comentó con frecuencia que los enfermos son el "tesoro" del Opus Dei. Cuando en cierta ocasión le preguntaron por el significado de esa frase, contestó así: "... Ese sacerdote tenía que hacer el Opus Dei... ¿Y sabéis cómo pudo? Por los hospitales. Aquel Hospital General de Madrid cargado de enfermos, paupérrimos, con aquellos tumbados por la crujía, porque no había camas; aquel hospital, del Rey se llamaba, donde no había más que tuberculosos pasados, y entonces, la tuberculosis no se curaba. ¡Ésas fueron las armas para vencer! ¡Ése fue el tesoro para pagar! ¡Ésa fue la fuerza para ir adelante!..." (citado en SASTRE, 1991, p. 113). San Josemaría tuvo siempre ese convencimiento de la intercesión poderosa ante Dios de los enfermos: "Después de la oración del Sacerdote y de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la de los niños y la de los enfermos" (C, 98).
La conciencia de la presencia de Jesús en los enfermos y su hondo sentido de la paternidad y de la fraternidad cristiana le llevó también a insistir en que, en todo momento, los enfermos debían estar bien atendidos. Así lo vivió él mismo personalmente a lo largo de su vida y lo señaló como un rasgo permanente del espíritu del Opus Dei: "Desde siempre, cuando un hijo mío cae enfermo, he dicho a los que tienen que atenderlo: hijos míos, que esa criatura no se acuerde que tiene lejos a su madre. Quiero indicar con esto que, en esos momentos, hemos de ser nosotros como su madre, para ese hijo mío y hermano vuestro, con el cariño y cuidados que ella pondría". Y glosó en otra ocasión: "Aunque somos pobres, nunca faltará lo necesario a nuestros hermanos enfermos. Si fuese necesario, robaríamos para ellos un pedacito de cielo, y el Señor nos disculparía" (citado en MONGE, 2004, p. 111). Palabras análogas empleó en otras situaciones y refiriéndose a otras personas; es el espíritu que transmitió a la Clínica Universidad de Navarra y a múltiples centros asistenciales promovidos por fieles del Opus Dei en los más diversos países del mundo.
Parte esencial de esa atención a los enfermos es, para una conciencia cristiana, y la de san Josemaría lo era, la atención espiritual: facilitándoles, incluso ayudándoles si hace falta, las oraciones y otros actos de piedad; haciéndoles posible la recepción de la Comunión, etc. Y obviamente, si hubiera peligro de muerte, planteándoles la posibilidad de recibir la Unción de enfermos (cfr MONGE, 2004, pp. 231-257).
Con la misma fuerza con que san Josemaría exhortaba a aceptar la enfermedad cuando ésta llega, viendo en ella una manera de unirse a la Cruz de Cristo, animaba igualmente a cuidar la salud corporal para ser buenos instrumentos en el servicio de Dios, haciéndose eco de aquellas palabras de la Escritura: "la salud y el bienestar valen más que el oro, y un cuerpo robusto más que una fortuna" (Si 30, 15). Pues tener buena salud permite de ordinario trabajar intensamente en la viña del Señor, desde la primera hora del día hasta la última, llevando con alegría "el peso del día y del calor" (Mt 20, 12).
Por eso animaba a cuidar –sin obsesionarse– la salud, poniendo los medios ordinarios que dicta el sentido común, sin permitirse el lujo de estar enfermos, pero poniendo en práctica los recursos –sobre todo el descanso necesario– para estar en buenas condiciones físicas y así poder trabajar intensamente. Resulta muy interesante aquel consejo suyo: "Decaimiento físico. –Estás... derrumbado. –Descansa. Para esa actividad exterior. –Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate. Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si eres fiel, tus apostolados" (C, 706).
Muy útiles son también sus advertencias, animando a ser "buenos" enfermos, a no dejarse dominar por la enfermedad: "mientras estamos enfermos, podemos ser cargantes: no me atienden bien, nadie se preocupa de mí, no me cuidan como merezco, ninguno me comprende... El diablo, que anda siempre al acecho, ataca por cualquier flanco; y en la enfermedad, su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis, que aparte de Dios, que amargue el ambiente, o que destruya ese tesoro de méritos que, para bien de todas las almas, se alcanza cuando se lleva con optimismo sobrenatural –¡cuando se ama!– el dolor" (AD, 124).
Un buen resumen de su enseñanza sobre la salud y la enfermedad se encuentra en las siguientes palabras: "Ahora, la mayor parte de vosotros sois jóvenes; atravesáis esa etapa formidable de plenitud de vida, que rebosa de energías. Pero pasa el tiempo, e inexorablemente empieza a notarse el desgaste físico; vienen después las limitaciones de la madurez, y por último los achaques de la ancianidad. Además, cualquiera de nosotros, en cualquier momento, puede caer enfermo o sufrir algún trastorno corporal. Sólo si aprovechamos con rectitud –cristianamente– las épocas de bienestar físico, los tiempos buenos, aceptaremos también con alegría sobrenatural los sucesos que la gente equivocadamente califica de malos (...). Se requiere, pues, una preparación remota, hecha cada día con un santo despego de uno mismo, para que nos dispongamos a sobrellevar con garbo –si el Señor lo permite– la enfermedad o la desventura" (AD, 124).
La consideración de la enfermedad como don recibido de Dios no es simplemente una hermosa frase que sirve de consuelo a los creyentes en los malos momentos que necesariamente aparecerán a lo largo de su vida, sino la consecuencia de una fe profunda en el poder de Jesucristo, vencedor de la enfermedad, del dolor y de la muerte.
La enfermedad adquiere un valor positivo, santificador, cuando se vive en unión con Jesucristo. Así lo enseñó siempre san Josemaría: "esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria" (ECP, 168). De este modo, el cristiano se hace portavoz de la salvación de Cristo, que redime al hombre: "En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar –lucha de paz– contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres" (ibidem).
Miguel Ángel MONGE
La correspondencia epistolar activa del fundador del Opus Dei fue muy amplia. En el Archivo General de la Prelatura del Opus Dei se conservan más de 14.000 cartas –la mayoría originales, otras son copias– escritas por san Josemaría, en muchos casos autógrafas. El epistolario total de san Josemaría supera esa cifra, pero los avatares de la Guerra Civil (1936-1939) llevaron a la desaparición o destrucción de algunas cartas, y la distancia del tiempo ha hecho difícil recuperar el epistolario del periodo juvenil del autor y de los años que precedieron a la fundación del Opus Dei. El elevado número de cartas conservadas muestra el cuidado con el que los fieles del Opus Dei guardaron cuanto les escribía el fundador, salvando –incluso en circunstancias de enorme riesgo, como las de la persecución religiosa en la zona de España que estaba bajo el Gobierno republicano, durante el conflicto civil– muchos de sus escritos. Las cartas de san Josemaría son, por lo demás, de todo tipo, y van desde escritos oficiales hasta epístolas familiares.
Señalamos, aunque sea a rasgos muy generales, algunos aspectos especialmente interesantes del contenido de esta correspondencia. En primer lugar, las cartas a sus hermanos Carmen y Santiago, a su cuñada Gloria y a sus sobrinos testimonian la hondura con la que vivía las relaciones familiares. Igualmente reveladoras son las cartas a sus amigos, entre los que recordamos al obispo de Madrid, Mons. Leopoldo Eijo y Garay; al obispo de Ávila, Mons. Santos Moro Briz; a Pedro Cantero Cuadrado, arzobispo de Zaragoza; a José María García Lahiguera, arzobispo de Valencia; a José López Ortiz, obispo de Tuy–Vigo; a Javier Lauzurica, administrador apostólico de Vitoria; a Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona; al Cardenal Pietro Palazzini, al Cardenal Angelo Dell'Acqua, al Cardenal José María Bueno Monreal, a Antonio Rodilla y a Eliodoro Gil Rivera.
El epistolario más importante está constituido por las cartas enviadas a los fieles del Opus Dei. Allí puede verse la paternidad espiritual como rasgo definitorio esencial de la figura de san Josemaría. De su lectura se desprende, además del profundo cariño, la confianza que el fundador depositaba en quienes estaban en el Opus Dei. Especialmente densa es la correspondencia con los primeros en la Obra, como Isidoro Zorzano –al que san Josemaría imparte la primera formación ascética precisamente por carta, al encontrarse Isidoro físicamente lejos de Madrid–, Álvaro del Portillo, Juan Jiménez Vargas, Ricardo Fernández Vallespín, Pedro Casciaro, Francisco Botella, José Luis Múzquiz y José María Hernández Garnica. Y, entre las mujeres, Encarnita Ortega, María Dolores Fisac y Nisa González Guzmán.
A través de las cartas a los miembros de la Obra en los que san Josemaría se apoyó en el desarrollo de la labor apostólica se puede reconstruir la historia de la implantación y de la expansión del Opus Dei en los distintos países. Destacan, en particular, las cartas a Florencio Sánchez Bella –durante muchos años Consiliario del Opus Dei en España–, ricas de contenido autobiográfico y de calidad literaria. Igualmente significativas son las cartas a otros consiliarios: Amadeo de Fuenmayor (España), Javier de Ayala (Portugal y Brasil), José Ramón Madurga (Japón), Juan Antonio Galarraga (Inglaterra), Cormac Burke (Irlanda), Alfonso Par (Alemania), Teodoro Ruiz (Colombia), Adolfo Rodríguez Vidal (Chile), Antonio Rodríguez Pedrazuela (América Central), o Juan Bautista Torelló (Suiza, Italia, Austria); o a directores y sacerdotes, como Enrique Cavanna y Fernando Maycas (Francia).
De su correspondencia con eclesiásticos cabe decir, entre otras cosas, que refleja su amor a la Iglesia y también las circunstancias concretas en las que san Josemaría sufrió dificultades e incomprensiones de diverso tipo. Destaquemos las cartas a los papas que trató a lo largo de sus años romanos: Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI. Históricamente relevantes son también las cartas a Francisco Morán, vicario general de la diócesis de Madrid; a Mons. Casimiro Morcillo, obispo de Madrid; al abad Aurelio Escarré, de Montserrat; al Card. Federico Tedeschini; al Card. Angelo Dell'Acqua; a Mons. Benelli, sustituto de la Secretaría de Estado, etc.
La correspondencia documenta, de modo transparente, la personalidad humana y cristiana de san Josemaría: su modo de ser, sus cualidades naturales, el cariño que emanaba de su figura, su temple de fundador, su solicitud como pastor de almas, y su amor por Jesucristo y por la Iglesia. En las cartas pueden vislumbrarse el calor humano que sabía transmitir, el buen humor que le caracterizaba, la alegría y la paz –fruto de su vida de oración– que vivía aun en medio de circunstancias difíciles. Se aprecia la perseverancia con que llevó a cabo la misión recibida del Señor. Se hace patente su carisma de Padre, de sacerdote que busca identificarse con Cristo en servicio de cada alma, de hombre de Dios que abre caminos divinos en la tierra, iluminado por una luz que da sentido a todos sus pasos: esta luz –la conciencia de que cada cristiano está llamado a la santidad en medio de las circunstancias de la vida ordinaria– es como el hilo conductor de todo su epistolario. San Josemaría desea hacer percibir a cada alma que, a través del trabajo profesional y del cumplimiento de los deberes familiares y sociales, Dios nos llama a vivir con plenitud la perfección cristiana.
En su epistolario se percibe también que, en la difusión de este mensaje, san Josemaría encontró dificultades y obstáculos. El lector puede apreciar, en estas cartas, la tenacidad con la que llevó a cabo su misión, confiando en el Señor y en los medios sobrenaturales. Ante las circunstancias adversas, el fundador del Opus Dei mantiene la mirada fija en Dios Padre con una confianza inconmovible. Este abandono permanente en Dios, fruto de su filiación divina, salta a la vista en las cartas escritas durante los años difíciles para la Iglesia en España en el decenio de 1930, así como en las del decenio de 1965-1975, cuando la Iglesia sufrió una crisis que Pablo VI llegó a calificar de un proceso de autodestrucción.
Una última anotación, relativa al estilo de las cartas. Los textos son generalmente muy escuetos. El autor se propone siempre, al mostrar su cariño al destinatario, empujarle hacia Dios: son escritos de un pastor de almas. Son muy escasas las referencias a circunstancias históricas generales o a situaciones políticas transitorias, o los juicios sobre tendencias culturales o fenómenos sociales. Y casi ausentes las confidencias sobre su persona: momentos que está atravesando, estados de ánimo, intereses, deseos, etc. San Josemaría se nos presenta siempre como sacerdote, exclusivamente proyectado en cumplir la misión espiritual recibida del Señor. En este sentido, su epistolario nos ofrece un testimonio muy fiable de la personalidad de su autor y de la única finalidad que se propuso en la vida: servir a la Iglesia haciendo el Opus Dei.
No hay, hasta ahora, una edición completa del epistolario de san Josemaría: su publicación está prevista –aunque sin determinación todavía de fecha– en la Colección de Obras Completas que prepara el Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer. Algunos epistolarios parciales (activos y pasivos) se han publicado en la revista Studia et Documenta, del citado Instituto: el epistolario entre san Josemaría Escrivá de Balaguer y el obispo de Ávila, Santos Moro Briz, durante la Guerra Civil española; con Mons. Juan Hervás; y con José María Bueno Monreal.
Flavio CAPUCCI
Es Cristo que pasa, primer volumen de homilías publicadas por san Josemaría, vio la luz en Madrid, en marzo de 1973. Era el sexto de sus libros, último de los editados en vida.
El contenido de Es Cristo que Pasa lo constituyen dieciocho meditaciones u homilías relacionadas con festividades y tiempos litúrgicos. Todas habían sido publicadas separadamente a lo largo de los cinco años anteriores. La génesis del libro puede considerarse iniciada con la publicación, en noviembre de 1968, de la homilía Cristo presente en los cristianos, primera de las que más tarde habrían de componer el volumen.
Esas dieciocho homilías son textos acabados, cada una con una historia redaccional propia, pero orientadas también, casi desde el primer momento, a formar parte de un libro que fue concebido para ayudar a los lectores a encontrarse personalmente con Jesucristo, a conocerle mejor y a seguirle confiadamente en el camino de la propia existencia. Lo que movió a San Josemaría a preparar y dar a la imprenta ese volumen fue su celo por las almas. Cada una de las homilías había sido elaborada por él, en las semanas anteriores a su respectiva publicación, por separado, tomando en cada caso como materiales de base textos anteriores, procedentes de su predicación oral. De ahí que el mismo autor las denominara desde el primer momento homilías, y las datara con fechas que se remontan a los materiales de base.
En el trabajo de preparación del volumen cabe distinguir tres fases sucesivas:
a) La primera se extiende de noviembre de 1968 a mayo de 1969, y en ella fueron publicadas por separado cinco homilías, cuyos títulos y datos de primera edición son: 1) "Le Christ présent chez les chrétiens" (Cristo presente en los cristianos), La Table Ronde, 250 (1968), pp. 157-172; 2); "II trionfo di Cristo neU'umiltá" (El triunfo de Cristo en la humildad), Studi Cattolici, 94 (1969), pp. 3-8; 3) "En el taller de José", Mundo Cristiano, 74 (1969), pp. 38-45; 4) "La conversión de los hijos de Dios", Telva, 133 (1969), pp. 50-57; 5) "Por María hacia Jesús", Ama, 227 (1969), pp. 43-49.
b) La fase siguiente se sitúa entre marzo de 1970 y marzo de 1971, periodo en que fueron publicados cuatro nuevos textos: 1) "La muerte de Cristo, vida del cristiano", Los Domingos de ABC, 22–III–1970, pp. 4-9; 2) "El matrimonio, vocación cristiana", Los Domingos de ABC, 13–XII–1970, pp. 4-9; 3) "II Grande Sconosciuto" (El Gran Desconocido), Studi Cattolici, 119 (1971), pp. 7-13; 4) "El Corazón de Cristo, paz de los cristianos", Telva, 179 (1971), pp. 24-28.
c) La tercera y definitiva fase va de febrero a diciembre de 1972, meses en los que vieron la luz las nueve homilías restantes: 1) La Eucaristía, misterio de fe y de amor, Folletos Noray, 22 (1972); 2) La Ascensión del Señor a los cielos, Folletos Noray, 23 (1972); 3) En la Epifanía del Señor, Folletos Noray, 24 (1972); 4) La Virgen Santa, causa de nuestra alegría, Folletos Noray, 25 (1972); 5) Vocación cristiana, Folletos Noray, 27 (1972); 6) El respeto cristiano a la persona y a su libertad, Folletos Mundo Cristiano, 153 (1972); 7) Cristo Rey, Folletos Mundo Cristiano, 154 (1972); 8) La lucha interior, Folletos Mundo Cristiano, 155 (1972); 9) En la fiesta del Corpus Christi, Folletos Noray, 28 (1972).
El volumen que reúne esos dieciocho textos –el libro Es Cristo que pasa, que estamos considerando– fue editado, como ha sido indicado, dos meses después de publicarse la última homilía, esto es, en marzo de 1973. Al componer el índice del libro, las homilías fueron ordenadas no según su fecha de publicación, sino según su contenido, siguiendo los periodos del año litúrgico.
En las páginas iniciales de Es Cristo que pasa, tras una breve referencia biográfica del autor, se incluye una "Presentación" escrita por Mons. Álvaro del Portillo. En ella se puede encontrar un valioso análisis de las principales características del volumen, entre las que pueden destacarse tres: profundidad teológica, íntima conexión entre doctrina y vida, y, en fin, calidad literaria. Ofrecen así mismo esas páginas escritas por Del Portillo una síntesis de las líneas de fuerza del libro, o quizás mejor, de sus claves de fondo, que pueden compendiarse en cinco: fuerte impronta trinitaria, constante inspiración cristocéntrica, vivo sentido de la filiación divina, estrecha vinculación entre llamada a la santidad y vida ordinaria, y por último, profundo amor a la libertad personal.
Además de la mencionada "Presentación", el volumen incluye tres índices finales (de textos de la Sagrada Escritura; de Padres y Doctores de la Iglesia, documentos del Magisterio eclesiástico, textos litúrgicos, etc.; y de materias) que facilitan su utilización por parte del lector.
Es Cristo que pasa es un libro profundamente bíblico. Podría ser descrito como una gran meditación sobre la Palabra de Dios, pues los textos sagrados son fuente principal y verdadera alma de sus desarrollos. Todo en él se halla empapado, en efecto, de la presencia y de las enseñanzas de la doctrina revelada. Álvaro del Portillo, refiriéndose precisamente al uso del texto bíblico en el libro, dejó constancia años más tarde de que: "Cada versículo ha sido meditado muchas veces y, en esa contemplación, se han descubierto luces nuevas, aspectos que durante siglos habían permanecido veladas" (DEL PORTILLO, 1992, p. 113).
Al mismo tiempo, cabe afirmar que en Es Cristo que pasa todo se desenvuelve dentro de una atmósfera de oración, de una relación cercana y filial con Dios de la que el lector se hace enseguida partícipe, sintiéndose también impulsado a establecer un diálogo personal con el Señor.
A lo largo de estas páginas, san Josemaría contempla y enseña a contemplar amorosamente la Humanidad Santísima de Cristo con agradecimiento, con deseos de sincera correspondencia. El centro de cada homilía, y en consecuencia del entero volumen, radica en la consideración del misterio del Verbo Encarnado, meditado en sus diferentes aspectos. Conocer a Cristo, tratarle en el Pan y en la Palabra, darlo a conocer a los demás, son exhortaciones permanentes del autor, que tiene siempre ante los ojos el pasar redentor de Jesucristo entre los hombres, durante los años de su vida terrena; y subraya que ese paso del Señor entre nosotros se prolonga y actualiza en cada momento de la Historia a través de la Iglesia y de los cristianos, llamados a cooperar personalmente en la obra de la Redención.
Junto a su profunda inspiración bíblica, Es Cristo que pasa se caracteriza también por la hondura de su pensamiento teológico, por su finalidad pastoral y por el atractivo de sus propuestas espirituales. Las dieciocho homilías que lo componen, no obstante la variedad de sus temáticas, tienen como referencia común las verdades que la Iglesia confiesa en su fe y celebra en su liturgia, consideradas en su objetivo rigor dogmático y en su dinamismo de vida y salvación. Nacido y difundido bajo el signo de la universalidad de la vocación cristiana a la santidad y al apostolado, en las páginas del libro se integran perfectamente la gran tradición doctrinal católica con la vida y las enseñanzas de la Iglesia contemporánea. Todo está, al mismo tiempo, modulado bajo el influjo del espíritu fundacional de san Josemaría, cuya luz, intensa y peculiarmente cristocéntrica, se proyecta sin cesar sobre la existencia cotidiana del cristiano corriente, llamado a ser en medio del mundo "otro Cristo (alter Christus)". El mensaje que se repite sin cansancio en el libro es muy claro: en y a través del alter Christus, partícipe por la gracia del ser y de la misión del Hijo de Dios, sigue pasando el Redentor entre los nombres, con sus dones, con su misericordia, con su llamada y con su Amor. De ahí el título de la obra.
La santidad que se describe y se enseña a practicar en estas páginas es la que está llamada a alcanzar el cristiano en su vida ordinaria y en el desempeño de su trabajo cotidiano, sin salir del lugar que ocupa en medio de la sociedad. El modelo permanentemente contemplado es Jesús en todos los misterios de su vida, pero de manera especial en sus treinta años de existencia en Nazaret. Nada tan elocuente como este párrafo del libro: "Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo" (ECP, 14).
Por cuanto se refiere al perfil literario del libro, se debe destacar la atmósfera de comunicación personal, de diálogo con los lectores, que san Josemaría establece. Es frecuente, por ejemplo, el uso del yo y del tú, del nosotros y del vosotros, en los que el autor está mostrando al lector su propia experiencia de lucha por la santidad y animándole a buscar esa alta meta. He aquí, entre tantos posibles, un ejemplo característico: "También a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a Juan: Potestis bibere calicem, quem ego bibiturus sum? (Mt 20, 22): ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz –este cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre– que yo voy a beber? Possumus! (Mt 20, 22); ¡Sí, estamos dispuestos!, es la respuesta de Juan y de Santiago. Vosotros y yo, ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor propio? ¿Hay algo que no responde a nuestra condición de cristianos, y que hace que no queramos purificarnos? Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar. Es necesario empezar por convencerse de que Jesús nos dirige personalmente estas preguntas. Es Él quien las hace, no yo. Yo no me atrevería ni a planteármelas a mí mismo. (...) Y podemos exclamar aún: menos mal, Señor, que me has sostenido con tu mano, porque me veo capaz de todas las infamias. No me sueltes, no me dejes, trátame siempre como a un niño. Que sea yo fuerte, valiente, entero. Pero ayúdame como a una criatura inexperta; llévame de tu mano, Señor, y haz que tu Madre esté también a mi lado y me proteja. Y así, pos– sumus!, podremos, seremos capaces de tenerte por modelo" (ECP, 15)
En todo el libro, en fin, se advierte el deseo del autor de fomentar en los lectores la decisión de hacer propio lo que están leyendo y aplicarlo a su vida ordinaria.
Un dato de singular interés acerca de Es Cristo que pasa es su rápida difusión por todo el mundo, a través de su traducción y edición en las principales lenguas occidentales. Tal difusión, que es un elemento integrante de la historia del libro y de su eficacia espiritual y apostólica, fue precedida, como ya se ha dicho, por la previa propagación –en contextos lingüísticos y culturales diversos– de las dieciocho homilías por separado.
En vida de san Josemaría, y en poco más de dos años –entre marzo de 1973 y junio de 1975–, vieron la luz seis primeras ediciones del libro en diferentes lenguas, en el siguiente orden: castellano (Es Cristo que pasa. Homilías, marzo de 1973), italiano (É Gesü che passa. Omelie, diciembre de 1973), portugués (Cristo que passa. Hornillas, mayo de 1974), inglés (Christ is passing by. Homilies, septiembre de 1974), alemán (Christus begegnen. Homilien, noviembre de 1974) y francés (Quand le Christ passe. Homelies, junio de 1975).
Entre 1973 y 2009 habían visto la luz 118 ediciones, publicadas en 26 países y en 19 lenguas distintas, incluyendo las seis anteriores. Las más recientes están escritas en las siguientes lenguas (por orden de aparición): japonés, holandés, serbio, griego, catalán, polaco, checo, chino, finlandés, croata, esloveno, sueco y árabe. El número total de ejemplares distribuidos a fines de 2009 era de 539.806.
Antonio ARANDA
"Para los hijos de Dios, la muerte es vida" (AD, 79). Esta frase de san Josemaría resume bien su concepción del destino final del hombre en cuanto individuo y en cuanto miembro de la familia de Dios. Si bien su enseñanza escatológica se halla plenamente inserta en la Tradición de la Iglesia, contiene acentos de especial interés: su modo positivo, amoroso y filial de comprender la muerte y el juicio divino; su percepción de la conexión sustancial entre la comunión transfiguradora con la Trinidad que experimenta el hombre en gracia, y la vida eterna; así como la ligazón entre el reinar de Cristo en la historia y su reinado al fin de los tiempos. A continuación trataremos estos puntos con mayor detenimiento.
"¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú" (C, 736). San Josemaría meditaba frecuentemente sobre la muerte, en cuanto realidad humana tan inexorable como el pasar del tiempo. La perspectiva de la muerte –tanto la suya como la de otras personas– le movía a la oración y a la acción. "Me hizo meditar aquella noticia: cincuenta y un millones de personas fallecen al año; noventa y siete al minuto (...): díselo también a otros" (S, 897). En parte, la consideración del tema fue provocada por su experiencia –tres de sus hermanas fallecieron siendo él muy pequeño– y por su intensa labor pastoral: entre sus escritos hay muchos relatos de sucesos ocurridos en torno al lecho de muerte: del gitano moribundo en un hospital en Madrid, que hace un bello acto de contrición (cfr. VC, III Estación); de una mujer que veía en su larga y penosa enfermedad la bendición de Dios (cfr. F, 1034); o de un doctor en Derecho y Filosofía, cuya brillante carrera quedaba truncada con la muerte en una sencilla pensión (cfr. S, 877). San Josemaría pudo constatar de primera mano actitudes muy divergentes ante la muerte, desde la alegría (incluso la serena impaciencia, cfr. S, 893) hasta el sobrecogimiento (cfr. C, 738) y la tristeza (cfr. S, 879).
Él tenía una visión eminentemente positiva de la muerte, como expresa un punto de Surco, en el que da la vuelta a un dicho popular: "Todo se arregla, menos la muerte... Y la muerte lo arregla todo" (S, 878). Pensaba así, porque para él la muerte no significaba el punto final. En el mensaje de san Josemaría aparece una formulación paradójica, del estrecho vínculo entre la muerte y la Vida (con mayúscula). "¿No has oído con qué tono de tristeza se lamentan los mundanos de que «cada día que pasa es morir un poco»? Pues, yo te digo: alégrate, alma de apóstol, porque cada día que pasa te aproxima a la Vida" (C, 737). "Si me comunicaran: «ha llegado la hora de morir», con qué gusto contestaría: «ha llegado la hora de Vivir»" (F, 1036). Tales afirmaciones se mueven en dos niveles: por un lado, el físico, biológico o terrenal, en el cual la vida queda visiblemente truncada por la muerte; por otro, el trascendente y sobrenatural, en el cual la vida se trueca en Vida (con mayúscula), un Vivir más pleno, allende la muerte. Este Vivir tiene contenido específico: el encuentro definitivo y amoroso con Dios, la reunión del hijo con su Padre (cfr. S, 885; F, 1034; S, 881; C 735), y con Jesucristo, María, José, los ángeles y los santos (cfr. AD, 220). Desde este punto de vista, el morir no puede entenderse como una tragedia, sino como un alegre llegar a casa: "Cara a la muerte, ¡sereno! –Así te quiero. –No con el estoicismo frío del pagano; sino con el fervor del hijo de Dios, que sabe que la vida se muda, no se quita. – ¿Morir? – ¡Vivir!" (S, 876; cfr. C, 744).
Puede afirmarse que el pensamiento de san Josemaría sobre la muerte se encuadra dentro de una visión más amplia: la biografía de un hijo de Dios, con la nota predominante de amorosa aceptación de la voluntad del Padre en cada instante. "La santidad consiste precisamente en esto: en luchar, por ser fieles, durante la vida; y en aceptar gozosamente la Voluntad de Dios, a la hora de la muerte" (F, 990; cfr. S, 883). En este horizonte, la muerte forma parte del gran itinerario espiritual de identificación progresiva con Cristo. Al igual que el Hijo hecho hombre obedeció al Padre en todo hasta la muerte en la Cruz y fue luego resucitado y glorificado (cfr. F, 1022,1020), el cristiano ha de cumplir y amar la voluntad del Padre, viviendo y muriendo con los mismos sentimientos que Cristo. Con la actitud de absoluta entrega al Padre, el cristiano puede vivir sus días "sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte" (AD, 141; cfr. F, 987). Su propia muerte, aceptada con amor, sería el coronamiento de una vida de entrega filial (cfr. C, 739).
Toda la existencia terrena del hombre, en cuanto período de maduración de una entrega filial, está transida de una tensión que puede denominarse escatológica: "El tiempo es nuestro tesoro, el «dinero» para comprar la eternidad" (S, 882; cfr. C, 355). Nos hallamos ante otra formulación paradójica mediante la que san Josemaría, siguiendo la fe católica, vincula el tiempo terreno con la eternidad. No se trata de dos conceptos meramente yuxtapuestos, sino de dos realidades existenciales que él percibe como verdaderamente compenetradas, en la vida del cristiano y en los planes divinos. Gastarse uno en la tierra sirviendo a Dios y a los demás equivale realmente a adentrarse en un misterio de comunión divina (cfr. AD, 208).
Esta dimensión escatológica de la vida ordinaria provoca en el cristiano un sentido de urgencia y responsabilidad. "Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: «tempus breve est!» (1Co 7, 29), ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar" (AD, 39). El tiempo no debe ser desperdiciado: es vida (cfr. S, 963), es gloria (cfr. C, 355); un hijo de Dios, durante su corta existencia terrenal, ha de emplearse a fondo en el cumplimiento de la voluntad del Padre, normalmente en los quehaceres ordinarios: "Porque fuiste «in pauca fidelis», fiel en lo poco, entra en el gozo de tu Señor. Son palabras de Cristo. «In pauca fidelis»... ¿Desdeñarás ahora las cosas pequeñas si se promete la gloria a quienes las guardan?" (C, 819; cfr. F, 1008).
La dimensión escatológica de la vida terrena mueve, además, a desprenderse de lo que parece felicidad pero, en realidad, es falsedad: "¿Por qué abocarte a beber en las charcas de los consuelos mundanos si puedes saciar tu sed en aguas que saltan hasta la vida eterna?" (C, 148). Aquí san Josemaría retoma las categorías de tiempo y eternidad para subrayar el contraste entre el vivir superficial y el Vivir auténtico. La referencia a Dios dota a todo el existir de un valor auténtico. En Dios y desde Dios, el amor humano, el trabajo, la virtud, el servicio a los demás, la alegría de la convivencia, se presentan como anticipo de la plenitud de vida a la que Dios finalmente destina. Por el contrario, los placeres, los amoríos, las vanidades y las grandezas mundanas se poseen por un corto espacio de tiempo, para luego desvanecerse (cfr. C, 753, 741, 601, 742). Son en sentido estricto "temporales", en contraste con Vivir "para siempre": "Mienten los hombres cuando dicen «para siempre» en cosas temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el «para siempre» de la eternidad" (F, 999; cfr. C, 752; F, 1021). Por esta razón, el creyente no debe permitir que la atracción de las cosas que no son de Dios le detenga en el camino (cfr. F, 1042; C, 29).
Encontramos en este punto otra tensión en el alma de san Josemaría, muchas veces expresada, y que evoca la inquietud de san Pablo (cfr. Flp 1, 21 –26): entre el deseo ardiente de contemplar la faz de Dios, y la voluntad de seguir trabajando por Dios en la tierra. La actitud de san Josemaría representa un interesante equilibrio, que él mismo formula de este modo: "Para nosotros la muerte es Vida. Pero hay que morirse viejos. Morirse joven es antieconómico. Cuando lo hayamos dado todo, entonces moriremos. Mientras, a trabajar mucho y muchos años. Estamos dispuestos a ir al encuentro del Señor cuando Él quiera, pero le pedimos que sea tarde. Hemos de desear vivir, para trabajar por nuestro Señor y para querer bien a todas las almas... En tiempos de santa Teresa, los enamorados –tanto los místicos como los que cantaban el amor humano– solían exclamar, para demostrar la intensidad de su amor: «que muero, porque no muero...». Yo disiento de esta manera de pensar, y digo lo contrario: que vivo porque no vivo, que es Cristo quien vive en mí (cfr. Ga 2, 20). Tengo ya muchos años y no deseo morir; aunque, cuando el Señor quiera, iré a su encuentro encantado: «in domum Domini ibimus!» (Sal 121 [Vg 120], 1), con su misericordia, iremos a la casa del Señor" (Notas de una meditación predicada en Roma en 1962: CECH, p. 695; cfr. F, 1037; 1039; 1040). En definitiva, lo importante para un hijo de Dios no es ver pronto colmados sus propios anhelos, sino hacer lo que el Padre disponga.
La misma actitud sobrenatural de confianza se encuentra en el pensamiento de san Josemaría acerca del juicio divino, respecto al cual, sin desconocer el carácter dramático del momento (cfr., por ejemplo, C, 754 y 747), recalca que el tempus breve en la tierra desemboca en un encuentro con la Trinidad (cfr. S, 881). San Josemaría describe este encuentro poniendo a veces a Dios Padre en primer término y otras veces a Jesús. "¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre–Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?" (C, 746). "«Me hizo gracia que hable usted de la «cuenta» que le pedirá Nuestro Señor. No, para ustedes no será Juez en el sentido austero de la palabra sino simplemente Jesús». Esta frase, escrita por un Obispo santo, que ha consolado más de un corazón atribulado, bien puede consolar el tuyo" (C, 168). Quien muere habiendo vivido de fe llega a un escenario "familiar", un ambiente rebosante de Amor y Misericordia. Este motivo –teológico– constituye la razón principal por la que un creyente puede mirar hacia el juicio con ojos esperanzados. Además, el saber que uno ha vivido en gracia y correspondido al Amor de Dios es otro fundamento –digamos "antropológico"– de confianza ante la perspectiva del juicio (cfr. S, 890, 875).
Para quien ha vivido santamente el acontecer presente, el "más allá" no es sino el perfeccionamiento de su relación de amor con Dios y las criaturas. Nos encontramos aquí con dos principios que, en coherencia con la Tradición católica, rigen la concepción de san Josemaría sobre la Vida eterna:
a) Un principio de unidad, según el cual hay una esencial continuidad en la vivencia de la criatura humana antes y después de la muerte. "Después de la muerte, os recibirá el amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien. Entretanto, hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas llamadas que San Ignacio de Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora del martirio: «ven al Padre» (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ep. ad Romanos, 7), ven hacia tu Padre, que te espera ansioso" (AD, 221).
b) Un principio de superación o superabundancia, según el cual toda experiencia terrena de amor y felicidad se queda corta en comparación con la vida eterna. "El cielo: «ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasaron a hombre por pensamiento las cosas que tiene Dios preparadas para aquellos que le aman» (1Co 2, 9). ¿No te empujan a luchar esas revelaciones del apóstol?" (C, 751). "¿Qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?" (S, 891).
Es de notar, en cualquier caso, que tanto en la vida terrena como en la vida bienaventurada son los mismos protagonistas los que están en relación –Dios por una parte y la criatura humana por otra–, y en la misma relación esencial: el Amor. "Un gran Amor te espera en el Cielo: sin traiciones, sin engaños: ¡todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia...! Y sin empalago: te saciará sin saciar" (F, 995; cfr. F, 1030; AD, 209). "Tú y yo tenemos que obrar y vivir como enamorados, y «viviremos así eternamente»" (F, 988). De modo que el cristiano, de hecho, vive anticipadamente el cielo en la tierra: "En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones" (ECP, 126). La intimidad con Dios en la tierra, aunque parcial e imperfecta, es una primicia de la bienaventuranza: "Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra" (F, 1005, 1006; C, 255).
La comunión feliz con Dios, que se incoa en la tierra y se consuma en el Cielo, posee entraña trinitaria: "No estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres" (ECP, 133). A lo largo de la vida terrenal la inhabitación y acción del Espíritu Santo ya va formando "la imagen de Cristo cada vez más en nosotros", "acercándonos cada día más a Dios Padre" (cfr. ECP, 135 y 136). Este trabajo del Espíritu se encamina hacia la configuración definitiva de las criaturas como hijos de Dios: "Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como Padre que es nuestro" (ECP, 136). La bienaventuranza celestial consiste, entonces, en hallarse sumergido en "el eterno abrazo de Amor de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo y de Santa María" (F, 1012).
Dentro de la visión de Dios–Amor, se encuadra la concepción de san Josemaría de los otros dos estados escatológicos en que el difunto podría hallarse tras la muerte: el purgatorio y el infierno. "El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con Él" (S, 889). Seguimos dentro de la lógica del amor, que implica identificación y compenetración, y que exige, en el caso de una criatura con disposiciones imperfectas, un proceso de enderezamiento o purificación. Tal criatura es ya amiga de Dios, no está lejos de la faz de Dios –"¡pueden tanto delante de Dios!", dice san Josemaría, (C, 571) –; y por la misericordia de Dios –removido por los sufragios de los vivos (cfr. C, 571) – tal alma posee la certeza de llegar a la plena comunión con la Trinidad.
En realidad, san Josemaría, al referirse a las ánimas del purgatorio –"mis buenas amigas las almas del purgatorio" (C, 571)–, las sitúa dentro de un vasto cuadro de solidaridad: ellas son parte de una familia sobrenatural compuesta por la Trinidad, los ángeles, los santos y los viadores, que tiene un pie en la historia y otro en la eternidad: "En la Santa Iglesia los católicos encontramos... el sentido de la fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio –Iglesia purgante–, o con los que gozan ya –Iglesia triunfante– de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que permanece aquí y, al mismo tiempo, transciende la historia" (AIG, pp. 42-43).
De este gran misterio de comunión sólo quedarán fuera aquellas criaturas libres –los demonios y los hombres que mueran sin arrepentimiento de sus pecados graves– que se empeñen en rechazar el Amor. "Si amo, para mí no habrá infierno" (F, 1047), asevera san Josemaría. No se refiere él aquí a un amor sólo profesado con los labios o mantenido como deseo vago; se refiere, al igual que Jesús, al amor operante: "Alma de apóstol: primero, tú. Ha dicho el Señor, por San Mateo: «Muchos me dirán en el día del juicio: ¡Señor, Señor!, ¿pues no hemos profetizado en tu nombre y lanzado en tu nombre los demonios y hecho muchos milagros? Entonces yo les protestaré: jamás os he conocido por míos; apartaos de mí, operarios de la maldad». No suceda, dice San Pablo, que habiendo predicado a los otros, yo vaya a ser reprobado" (C, 930; cfr. S, 888 y C, 754).
Así, pues, como contrapunto a la gran melodía del Amor de Dios que preside la historia de la salvación, san Josemaría percibe la posibilidad real de la libertad disonante de criaturas libres. Es indudable que Dios es misericordioso y siempre dispuesto a perdonar; pero también es cierto que ha otorgado irrevocablemente el don de la libertad a los hombres (cfr. AD, 36), y que este don puede ser utilizado por "almas mundanas" para "seguir adelante en sus desvaríos" (C, 747; cfr. C, 749), colocándose fuera del alcance de la misericordia divina. Esta terrible posibilidad mueve a san Josemaría a insistir en el apostolado, entendido en sentido profundo como ayuda a la salvación de otros: "De ti depende también que muchos no permanezcan en las tinieblas, y caminen por senderos que llevan hasta la vida eterna" (F, 1011).
Volviendo a las relaciones entre tiempo / historia y eternidad en las enseñanzas de san Josemaría, podemos afirmar que, a la par que invita al creyente a tener los pies firmemente plantados en el suelo –participando de lleno en la ordenación de las realidades terrenas según la voluntad divina–, insta a no perder de vista la meta de la historia: el Reino de Dios, cuya plenitud será instaurada por Cristo el día de su retorno. Hay en esta visión una tensión en la que convive el realismo del presente con la esperanza escatológica. Por un lado, afirma san Josemaría, "la perfección del reino –el juicio definitivo de salvación o de condenación– no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra, como el crecimiento del grano de mostaza; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que –traída a la arena– serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada" (ECP, 180). Por otro lado, este Reino que crece discretamente en la historia está destinado a alcanzar, en el día de la parusía, una forma acabada, que perdurará eternamente (cfr. ibidem).
Si hemos hablado de una tensión escatológica en las enseñanzas de san Josemaría referidas a la vida del creyente en sentido individual, cabe hablar también de una dimensión escatológica en su visión de la marcha de la historia general de la humanidad. Este aspecto es expresado frecuentemente en términos del reinado o reino de Cristo. Este reinado, asevera san Josemaría, es ya una realidad: "no es un modo de decir, ni una imagen retórica (...). Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres" (ibidem).
El Reino incoado en la historia es en primer lugar el poder de Dios que se ejerce efectivamente para operar la conversión y salvación de los hombres; incluye también la colaboración de los hombres en orden a difundir el régimen divino de salvación. "En la historia, en el tiempo, se edifica el Reino de Dios. El Señor os ha confiado a todos esa tarea" (ECP, 158). "Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su reino, no podemos estar cruzados de brazos" (ECP, 121).
¿En qué consiste específicamente la colaboración humana en la extensión del Reino? Las ideas de san Josemaría se encuentran condensadas en dos frases de raíces evangélicas, que él utilizó como lemas: "Et ego, si exaitatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum" (Jn 12, 32); y "Regnare Christum volumus" (cfr. Le 19,14 y 1Co 15, 25). En primer lugar, los seguidores de Cristo deben empeñarse en realizar la voluntad de Dios en su vida personal: "Jesucristo recuerda a todos: (...) si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!" (ECP, 183; cfr. F, 678). Pero no se trata tan sólo de que cada uno cumpla su deber cara a Dios –como si fuera una pieza aislada–, sino de involucrar al resto de la humanidad en un gran movimiento de sometimiento gustoso y filial –junto con Cristo (cfr. S, 608)– al Padre, anticipando de esta manera el misterio de una humanidad renovada al final de los tiempos: "Urge (...) llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano" (AD, 210).
Hay aquí dos pasos: desde dentro (de uno mismo), hacia fuera; y desde unos pocos, a muchos. Cada uno ha de permitir, primero, que Cristo reine efectivamente en su mente y voluntad, en sus actos y su conducta exterior; después, los que son así divinamente regidos –al igual que piedras caídas en un lago, que provocan ondas concéntricas de creciente amplitud (cfr. C, 831)– deben actuar como instrumentos para extender el reinado divino a más y más corazones (cfr. S, 608) y ámbitos (cfr. AD, 210), hasta abarcar todo –"El mundo.... –«¡Esto es lo nuestro!»... – ¡queremos que Él reine sobre esta tierra suya!" (S, 292; cfr. S, 608) –. El cristiano es, según esto, depositario de una misión, la de facilitar la llegada de la acción divina, purificadora y transformadora, a todo lo creado, para convertirlo en trasunto del Reino escatológico. "Esta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social" (S, 302). En la medida en que el espíritu cristiano impregne los diversos ámbitos de la existencia humana, se harán perceptibles ya en la historia los frutos del Reinado de Cristo: la paz (cfr. C, 301), el amor (cfr. ECP, 183) y la justicia (cfr. S, 303).
De nuevo, es notable aquí el "principio de unidad", tan presente en el mensaje de san Josemaría. De modo análogo a como la vida de amor de cada hijo de Dios se prolonga y se perpetúa más allá de la muerte, los trabajos que los hombres realizan según la voluntad de Dios son auténticas semillas del campo cuajado que se espera al final de los tiempos: el Reino escatológico. Por esta razón, "los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas" (AD, 210).
El "principio de unidad", finalmente, halla su aplicación a la condición humana al fin de la historia. Según la fe cristiana, el hombre salvado –carne y espíritu elevados por la gracia– está destinado a ser transfigurado –como lo fue Cristo– por la resurrección gloriosa. San Josemaría reitera con fuerza: "La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa. Cristo ha resucitado de entre los muertos y ha venido a ser como las primicias de los difuntos" (ECP, 103). Hay una ligazón misteriosa entre la vida mortal del creyente y la vida gloriosa tras la resurrección.
La participación en la vida del Resucitado comienza ya en esta vida, en esta tierra, con el Bautismo, y de modo especial con la Eucaristía: "se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor" (ECP, 155). San Josemaría asegura que "si obedecemos a la voluntad de Dios (...) se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo (...). Y cuando venga la muerte, que vendrá inexorable, la esperaremos con júbilo como he visto que han sabido esperarla tantas personas santas, en medio de su existencia ordinaria. Con alegría: porque, si hemos imitado a Cristo en hacer el bien –en obedecer y en llevar la Cruz, a pesar de nuestras miserias–, resucitaremos como Cristo: «surrexit Dominus vere!» (Lc 24, 34), que resucitó de verdad" (ECP, 21).
Esta vida, vivida santamente –tanto en sus aspectos más materiales como en sus aspectos más espirituales (cfr. CONV, 114) – constituye la semilla de la vida resucitada. Con un sano "materialismo cristiano" (cfr. CONV, 115), el creyente sabe valorar y aprovechar las ocasiones para realizar con espíritu de santidad las actividades más normales –comer, beber, etc. (cfr. 1Co 10, 31)–, sabiendo que todo forma parte "de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor" (CONV, 115): un movimiento doxológico que culminará en el último día, cuando todo lo creado estará sometido a Cristo, y él lo presentará entero al Padre (cfr. 1Co 15, 28).
J. José ALVIAR
El fundador del Opus Dei ha dejado tras de sí una rica producción escrita, en servicio de lo que constituyó el substrato y la meta de toda su vida: su condición sacerdotal y el cumplimiento de la misión recibida el 2 de octubre de 1928, es decir, la promoción de una honda vida cristiana en medio del mundo. Sus escritos surgieron en conexión con el desarrollo de su apostolado y de su misión.
El análisis de la vida de san Josemaría permite distinguir dos periodos de producción literaria especialmente intensa (desde los inicios del Opus Dei a 1946, y desde fines de la década de 1950 hasta su fallecimiento), entre los que se sitúa un lapso de tiempo durante el cual no su labor de escribir, pero sí el número de obras publicadas disminuye. A ese esquema se ajustará nuestra exposición, en la que tendremos en cuenta la totalidad de la obra de san Josemaría dejando fuera, ya que, por su naturaleza, exceden el marco de esta voz, el amplio epistolario y los numerosos testimonios que se conservan (notas y grabaciones) de su predicación.
A partir del 2 de octubre de 1928, fecha en la que percibió la misión a la que Dios lo destinaba, es decir, la fundación del Opus Dei, san Josemaría dedicó la totalidad de sus energías a esa tarea. En el contexto del inicio de su acción apostólica y fundacional, nacieron los primeros escritos. El estallido de la Guerra Civil española (1936-1939) frenó la expansión del Opus Dei, aunque no su crecimiento interior. Lo que hizo posible que, una vez llegada la paz, la labor apostólica pudiera conocer un gran desarrollo, extendiéndose desde Madrid a otras muchas ciudades españolas, y, después, a otros países. Tal es, en brevísimo esbozo, el trasfondo histórico que presuponen los primeros escritos de san Josemaría.
El primer escrito que se conserva es un artículo aparecido en 1927 en la revista publicada por un instituto de Zaragoza en el que impartía docencia: "La forma del matrimonio en la actual legislación española", Alfa–Beta, 3 (marzo de 1927), pp. 10-12. Se trata, sin embargo, de un texto aislado. Todo intento de describir la obra literaria del fundador del Opus Dei tiene que partir de unos años después: de la consideración de un escrito, los Apuntes íntimos, que su propio autor no redactó pensando en su publicación, pero que constituye el punto de partida para la elaboración de varios de sus escritos posteriores, e incluso para la fijación de una metodología de trabajo que siguió durante gran parte de su vida.
Muy desde el principio, incluso desde antes del 2 de octubre de 1928, san Josemaría tuvo por costumbre tomar notas de luces recibidas en la oración, de experiencias espirituales y apostólicas, de textos del Evangelio que se grababan en su alma, etc. Procedió además, a trasladar esas notas a unos "Cuadernos" manuscritos, ocho en total, que abarcan desde marzo de 1930 a noviembre de 1940. Esos "Cuadernos", transcritos informáticamente, fueron reunidos en un volumen por Mons. Álvaro del Portillo, a fin de presentarlos, ya en la década de 1980, a la causa de canonización. A ese volumen, le puso por título Apuntes íntimos, nombre con el que desde entonces se conoce esta obra de san Josemaría.
Las anotaciones que componen los Apuntes íntimos nacen del deseo de san Josemaría de reflejar con la mayor fidelidad posible las inspiraciones y luces que Dios le fuera concediendo, así como las consideraciones, experiencias y reflexiones que pudieran contribuir a poner en práctica la misión que Dios le había confiado: promover el Opus Dei. Los "Cuadernos" fueron, pues, de una parte, luz y estímulo para el propio autor, que los releía y meditaba; e inseparablemente, medio y ayuda para la formación de quienes, acogiendo su llamada, se acercaban a su apostolado y daban signos de poder entender el mensaje del Opus Dei.
A mediados de los años cincuenta los "Cuadernos", junto con otras anotaciones y papeles de san Josemaría, fueron trasladados a Roma y, ya allí, conservados en su archivo personal. Durante el verano de 1968, se dedicó intensamente a su revisión. Hizo algunas anotaciones al margen o entre líneas y señaló además algunos puntos sobre los que consideraba oportuno añadir alguna nota o comentario, tarea que encomendó a su más íntimo colaborador, es decir, a Álvaro del Portillo. Ese texto es el que ha llegado a nosotros.
Camino –y su antecedente Consideraciones espirituales– son obras preparadas y publicadas por san Josemaría con vistas a facilitar la vida espiritual, y especialmente la oración, de las personas a las que trataba sacerdotalmente. Entre Consideraciones espirituales y los Apuntes íntimos hay una clara continuidad. San Josemaría se sirvió de los "Cuadernos" que iba redactando no sólo con vistas a su oración personal, sino también a la formación de quienes se acercaban a su apostolado. Pronto advirtió que, al actuar así, estaba dando a conocer realidades que pertenecían a la intimidad de su alma; de ahí que decidiera hacer una recopilación de textos, excluyendo los pasajes más directamente personales. Trabajó en ese sentido durante el verano y otoño de 1932, preparando lo que constituye la primera versión de Consideraciones espirituales, completada en diciembre de ese año y formada por un total de 246 puntos o "consideraciones", agrupadas siguiendo un orden sistemático e impreso a velógrafo. A principios del verano de 1933, decidió ampliar el texto anterior, añadiendo 87 consideraciones, provenientes en su totalidad de los Apuntes íntimos. No mucho después, en febrero de 1934, reanudó el trabajo ampliando el número de "consideraciones" hasta un total de 438 puntos, agrupados en 26 capítulos. Con nombre de autor –aunque designado sólo como José María, sin indicar el apellido–, fue editado en Cuenca, a comienzos de julio de 1934.
En 1937, en plena Guerra Civil, san Josemaría estuvo refugiado en la Legación de Honduras en Madrid. Allí inició una reelaboración de esta obra, que completó en Burgos, donde residió desde enero de 1938 hasta marzo de 1939. Muy pronto determinó el número total de consideraciones que deseaba alcanzar: 999, cifra escogida en honor de la Trinidad. Al mismo tiempo había decidido la estructura del libro y la división en capítulos. No así el nombre, que siguió siendo Consideraciones espirituales, hasta que, ya en Madrid, pasó a adoptar el más breve y gráfico de Camino. El 29 de septiembre de 1939, impresa en Valencia por Gráficas Turia, vio la luz la edición príncipe de Camino, con el total de 999 puntos, agrupados en 46 capítulos, estructura que ha conservado en las ediciones posteriores.
Consta que el fundador del Opus Dei redactó unos comentarios al Rosario durante la novena de la Inmaculada de 1931. En 1932, realizó una primera edición, a velógrafo, de Santo Rosario, y en 1934 publicó la primera edición impresa, en la que, análogamente a lo que ocurre con la edición de Consideraciones espirituales, se indica el nombre del autor pero sin mencionar el apellido. En 1939, Gráficas Turia de Valencia publicó una nueva edición con formato de folleto, pero con amplia tirada y la mención del nombre completo del autor.
En 1945 san Josemaría decidió proceder a una edición en forma de libro y no de folleto, y con ese fin revisó el texto. Fruto de esa revisión, aparte de alguna corrección de estilo, fue la ampliación de los comentarios a algunos de los misterios del Rosario. La edición de Santo Rosario realizada en 1945, que puede ser considerada la edición príncipe, fue publicada por la Editorial Minerva, en Madrid.
A mediados de los años treinta se había incorporado ya al Opus Dei un cierto número de personas. Ese hecho llevó a su fundador a advertir la conveniencia de redactar escritos dirigidos específicamente a ellas; a ese efecto fue anotando ideas y reflexiones. Un primer fruto de ese trabajo fueron dos escritos, redactados en 1934, con un breve espacio de tiempo entre ambos: la Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios, fechada el 19 de marzo, festividad de san José, y el segundo, Instrucción sobre el modo de hacer el proselitismo, fechada el 1 de abril, día en el que ese año se celebraba la Pascua de Resurrección.
El Diccionario de la lengua castellana define las instrucciones como "conjunto de reglas o advertencias para algún fin". Ese es el significado que el vocablo tiene en el uso de san Josemaría, aunque con las implicaciones que derivan del horizonte apostólico que impregnaba toda su labor. La finalidad práctica es patente en estas Instrucciones, que, sin embargo, no se limitan a orientaciones e indicaciones de carácter inmediatamente operativo, sino que incluyen también consideraciones doctrinales y espirituales, que dotan de fisonomía y de fuerza vital al conjunto del escrito.
Las dos Instrucciones mencionadas, y muy particularmente la primera, presuponen el ambiente de la España de esos años, en la que diversos acontecimientos habían provocado una honda conmoción en el conjunto del mundo católico. En ese contexto histórico, san Josemaría advirtió, de una parte, la necesidad de poner de manifiesto la especificidad del Opus Dei, que no surge como reacción ante los sucesos recién evocados, sino como fruto de una inspiración que no sólo los antecede, sino que los trasciende: éste es el tema de la Instrucción de 19 de marzo. Y, de otra –es el tema de la fechada el 1 de abril–, la de subrayar ante quienes ya se habían vinculado a la Obra la urgencia para hacer llegar a muchas almas una personal y vibrante llamada a la santidad.
Como punto de apoyo e impulso para la labor apostólica, en diciembre de 1933 san Josemaría constituyó la Academia DYA, un centro destinado a fomentar el estudio y la formación cristiana de jóvenes universitarios, que dio pronto paso –en agosto de 1934– a una residencia de estudiantes, que mantuvo el nombre de la Academia que la había precedido. La labor apostólica realizada en DYA constituye el antecedente de la tercera de las Instrucciones escritas por san Josemaría: la Instrucción para la obra de San Rafael, es decir, sobre la labor apostólica entre la juventud, fechada el 9 de enero de 1935.
Unos meses más tarde, en mayo de 1935 comenzó a redactar una nueva Instrucción: la Instrucción sobre la obra de San Gabriel, destinada a esbozar algunas orientaciones fundamentales en orden a la expansión del apostolado del Opus Dei en todos los ambientes sociales y entre todo tipo de personas, también las llamadas al matrimonio. Pronto advirtió, sin embargo, que para completar el documento debería hacer referencia no sólo a la llamada a la santidad en el matrimonio, sino a la posibilidad de incorporación al Opus Dei de personas casadas, lo que presuponía afrontar algunas cuestiones no sólo espirituales sino también jurídicas que en 1935 estaban todavía lejos de poder ser abordadas. De ahí el lapso de tiempo que media entre los primeros esbozos y la redacción completa, que data de quince años después.
Durante su estancia en Zaragoza, san Josemaría realizó los estudios de la licenciatura de Derecho, haciéndolos compatibles con los de Teología. Cuando en 1927 se trasladó a Madrid, comenzó los estudios de doctorado y pensó en un posible tema para la memoria que debía presentar a ese efecto: la ordenación de mestizos y cuarterones en los primeros tiempos de la evangelización española en América. Reunió diversos materiales, pero el estallido de la Guerra Civil española interrumpió el trabajo.
Posteriormente, ya en Burgos, en 1938, cambió de tema y pasó a estudiar la peculiar jurisdicción de que gozó, durante varios siglos, la abadesa del monasterio cisterciense de Las Huelgas, situado en las afueras de Burgos, cuyo archivo podía ser consultado. En poco tiempo pudo completar la investigación necesaria para una memoria breve como la que entonces se requería. Concluida la Guerra Civil y restablecida la actividad académica en la Universidad de Madrid, san Josemaría pudo presentar la memoria doctoral previamente elaborada. Fue defendida y aprobada el 18 de diciembre de 1939.
El curriculum académico había llegado así a su fin. No obstante, apenas dos meses después, san Josemaría reanudó la investigación, con el deseo de llegar a una obra más completa y documentada que la memoria doctoral. Es decir, a una obra nueva. Fuera trabajando en Madrid, fuera mediante diversos viajes a Burgos, continuó la investigación hasta llegar a una amplia monografía –más de cuatrocientas páginas– que, con el título La Abadesa de Las Huelgas: estudio teológico–jurídico, fue publicada en 1944 (Ed. Luz, Madrid).
Después de publicar Camino y Santo Rosario, san Josemaría no consideró que podía dar por terminada su tarea de escritor, o limitarla a la reedición de lo ya publicado. De hecho pensó en otras obras, como ponen de manifiesto los planes de trabajo inmediato trazados en 1938, en los que se alternan referencias a gestiones concretas con alusiones a posibles libros. A ese efecto siguió trabajando con la metodología que ha quedado descrita más arriba al tratar de los Apuntes íntimos y de Camino. Es decir, considerando los temas en la oración, tomando notas –breves en unos casos, más extensas en otros– a partir de esa oración y de su experiencia personal, y conservando esas notas –con frecuencia guardándolas en sobres– con vistas a su posterior utilización. Esos materiales ofrecerán la base y, en ocasiones, incluso el esquema o estructura, de meditaciones posteriormente predicadas, así como el de obras de las que más adelante hablaremos. El hecho es, sin embargo, que, a partir de 1946, los escritos a los que ese material apuntaba quedaron pospuestos, de modo que a su elaboración definitiva se llegó sólo varios años después.
La interrupción de la actividad de san Josemaría en orden a la preparación y publicación de escritos está estrechamente relacionada con la necesidad de dedicarse al impulso de la expansión del Opus Dei y al de su configuración jurídica. El periodo que va desde 1939 a mediados de los años cuarenta presenció un fuerte desarrollo de la labor del Opus Dei en España. En 1945 la conclusión de la Segunda Guerra Mundial hizo posible su expansión internacional.
Desde un primer momento el Opus Dei había contado con la bendición del obispo de la diócesis de Madrid. El desarrollo del apostolado hacía necesario alcanzar una configuración jurídico–canónica adecuada a su espíritu. Tarea no fácil porque reclamaba abrir caminos. Este empeño, que absorbió gran parte de las energías del fundador del Opus Dei, contribuyó a acelerar su traslado a Roma –a donde viajó por primera vez en 1946– y a fijar allí su residencia. Fruto de esa dedicación fue la concesión en 1947 de un primer decreto pontificio de aprobación, al que siguió, el 16 de junio de 1950, la aprobación pontificia definitiva.
En un primer momento pudo parecer que las aprobaciones pontificias de 1947 y 1950, que implicaban la culminación de una etapa, ofrecían la posibilidad de que el fundador del Opus Dei, sin abandonar su atención al gobierno e impulso de la labor apostólica, potenciara su tarea como escritor y procediera a la publicación de nuevos textos. Los acontecimientos que vinieron después mostraron, no obstante, que no había llegado todavía el momento de realizar ese proyecto. En años anteriores el Opus Dei había conocido no sólo incomprensiones y dificultades, explicables –aunque sólo en parte– por la novedad de su espíritu y de su apostolado, sino incluso calumnias. En 1951 y 1952 se hicieron más insistentes y más graves. Esos sucesos tuvieron consecuencias importantes, por lo que a la labor de escritor se refiere, ya que hicieron aconsejable que las apariciones en público y la edición de nuevas obras quedara para otro momento.
San Josemaría continuó, como en años anteriores, redactando notas, preparando esquemas, dando vueltas a modos de decir que permitieran expresar adecuadamente realidades que eran ajenas a la manera entonces habitual de enfocar las cuestiones espirituales o canónicas, etc. Pero la publicación de escritos tuvo que disminuir. De hecho en la época en que estamos situados encontramos sólo tres. Dos de ellos breves: una conferencia sobre La Constitución "Provida Mater Ecclesia" y el Opus Dei (pronunciada el 17 de diciembre de 1948 y publicada casi enseguida como folleto), y una comunicación presentada en un congreso celebrado en Roma en 1950. En el tercero, más extenso e importante, nos detendremos aunque sea brevemente: la conclusión en 1950 de la Instrucción sobre la obra de San Gabriel.
La aprobación pontificia de 1947 abría el camino que podría conducir a la incorporación al Opus Dei de personas con vocación matrimonial; algunos documentos pontificios posteriores y finalmente la aprobación definitiva en 1950 sancionaron plenamente esa posibilidad. San Josemaría consideró que había llegado el momento de dar término a la Instrucción sobre la obra de San Gabriel, que había iniciado en 1935. Partiendo del material con el que contaba, completó en un breve espacio de tiempo la Instrucción: en septiembre de 1950 estaba ya concluida. En recuerdo de su historia, el documento lleva dos fechas: mayo 1935, septiembre 1950. A lo largo de sus páginas se glosa la posibilidad de la expansión del espíritu y la labor del Opus Dei en los más diversos ambientes sociales.
El periodo que se inicia a fines de la década de 1950 presencia un fuerte crecimiento de la redacción, terminación y publicación de escritos por parte de san Josemaría. Las razones que explican tanto este hecho, como las diferencias que median entre este periodo y las épocas que le preceden, son múltiples y variadas. La primera circunstancia que debe ser mencionada es la constante expansión, tanto geográfica como social, del apostolado de los fieles del Opus Dei. De otra parte, por esas fechas estaban teniendo lugar grandes cambios en la Iglesia. Muchos de ellos relacionados con la elección, el 25 de octubre de 1958, de Juan XXIII como Romano Pontífice y sobre todo con su decisión de convocar un Concilio Ecuménico, que sería el Vaticano II, destinado a impulsar el conjunto de la vida de la Iglesia. Un concilio, pues, en el que iban a ser abordados muchos de los grandes temas que tocaban de cerca el corazón de san Josemaría, ya que estaban relacionados con la misión recibida el 2 de octubre de 1928: la llamada universal a la santidad, la participación de todo cristiano en la misión de la Iglesia, el valor de las realidades terrenas, el carácter vocacional de toda condición cristiana... De otra parte, a medida que avanzaban los años cincuenta se había ido afianzando en san Josemaría la convicción de que la configuración jurídica alcanzada no podía ser la definitiva: se hacía, pues, preciso reanudar el itinerario que condujera a una solución canónica más coherente y adecuada. Y, en ese contexto, proceder a la elaboración y, en su caso, publicación de escritos que dejaran constancia clara, de la realidad teológico–espiritual y apostólica del Opus Dei.
Con el nombre de Cartas designó el fundador del Opus Dei un conjunto de escritos dedicados a la formación de los fieles de la Prelatura. Dentro de ese conjunto cabe distinguir dos grupos, distintos entre sí, tanto por la fecha de su redacción como, al menos en parte, por su tono. El primer grupo está constituido por lo que el propio san Josemaría calificó en diversas ocasiones como "el ciclo de las Cartas", cuya redacción final, aunque con base en materiales precedentes, tuvo lugar entre 1960 y 1965. El segundo grupo está formado por escritos redactados entre 1967 y 1974. Nos ocupamos ahora del primero de esos grupos.
La preparación y ulterior redacción del ciclo de las Cartas tiene una larga historia. Los inicios de esa labor remontan a los años treinta cuando, como ya dijimos, san Josemaría advirtió la necesidad de preparar escritos dirigidos específicamente a quienes se iban progresivamente incorporando al Opus Dei. Fruto de esa convicción fueron las Instrucciones ya mencionadas. Pensó a la vez en textos de carácter más decididamente expositivo, a los que en escritos de comienzos de la década de 1930 alude con el nombre genérico de "cartas" y a los que terminó designando con ese título, pero escribiendo la palabra Carta con mayúscula y dando a ese vocablo un significado análogo al que tiene en bastantes autores de la época clásica y, después, en la tradición eclesiástica. Es decir, escritos destinados a exponer detenidamente uno o varios temas, y redactados con el tono propio del género epistolar, pero dirigidos no a una persona concreta sino a todo un conjunto de personas o incluso a cualquier posible lector.
Teniendo a la vista, de forma muy determinada en algunos casos, más genérica en otros, ese conjunto de posibles escritos futuros –nuevas Instrucciones y las Cartas–, san Josemaría había ido, ya desde los años treinta, reuniendo materiales que pudieran servir para esa finalidad. Fue, sin embargo, sólo a fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta cuando pudo dedicar tiempo a esa labor; fue, pues, entre 1960 y 1965, cuando procedió a la redacción final del conjunto de las Cartas, con el deseo de dejarlas preparadas para que pudieran ser utilizadas enseguida en la formación de quienes formaban parte del Opus Dei, y, posteriormente –transcurrido un tiempo después de su muerte–, publicadas.
Al llegar el momento de proceder a la redacción final de esos textos, san Josemaría tenía ante sí materiales antiguos muy diversos. Al volver sobre esos papeles para proceder a completar sus Cartas, el fundador del Opus Dei pensó no en preparar una o varias Cartas sueltas, sino en dar origen a una gama de escritos que mereciera ser calificado como "el ciclo de las Cartas". Es decir, un conjunto orgánico de textos en los que se expusieran los rasgos configuradores del espíritu y del apostolado del Opus Dei, junto con los hitos fundamentales de su historia jurídica, de modo que quedaran como herencia o testimonio que constituyera el punto de referencia para todas las generaciones que en el futuro se acercaran al Opus Dei.
Para llevar a término la tarea de elaboración de estas Cartas, san Josemaría partió de las anotaciones, esbozos y esquemas que había conservado. Actuó a la vez movido por una honda conciencia de fundador, que le permitía no sólo revivir las fechas y momentos en los que su predicación había ido glosando con especial fuerza los diversos aspectos del espíritu del Opus Dei, sino expresar ese espíritu cada vez con más hondura, de acuerdo con la experiencia adquirida gracias al desarrollo del Opus Dei y a su meditación, a la luz del carisma fundacional, sobre el contexto en el que tenían lugar su vida y la del Opus Dei: el desarrollo general de la cultura, la celebración del Concilio Vaticano II, los avatares de la historia de la Iglesia y del mundo, etc.
La referencia al conjunto de la historia del Opus Dei que caracteriza el conjunto de las Cartas motiva que, aun estando todas ellas terminadas de redactar en la primera parte de la década de 1960, tengan fechas diversas. Concretamente, las fechas con las que están datadas las Cartas antiguas no son las de su última redacción –que se sitúa, como se acaba de decir, entre 1960 y 1965–, sino la del tiempo en el que la substancia de esa Carta estaba presente en la predicación de san Josemaría y en la vida del Opus Dei. De ahí que esas Cartas datadas en fechas más antiguas traten temas muy básicos –la santificación de la vida ordinaria y del trabajo profesional, la oración, la libertad en las cuestiones temporales, etc. –, que se van completando con los afrontados en Cartas posteriores.
Resultado de la labor que acabamos de describir es un corpus, ciclo o conjunto de treinta y siete Cartas. La primera está datada el 24 – III – 1930, fiesta en aquel entonces del arcángel san Gabriel, y la última, fechada el 24 – X – 1965, festividad del arcángel san Rafael. La Carta 24–III–1930 trata de la santificación de la vida ordinaria, del quehacer de cada día. La Carta 24–X–1965 trata del apostolado, teniendo a la vista las circunstancias culturales y eclesiales que marcaron esa década.
Analizando el contenido de los treinta y siete escritos que integran el ciclo de las Cartas, cabe ordenarlas según diversos criterios. El más claro, a nuestro juicio, es el que permite distribuirlas en dos series:
1) de una parte, veinticinco Cartas destinadas a glosar aspectos del espíritu y del apostolado del Opus Dei;
2) de otra, doce Cartas encaminadas a explicar el alcance y el sentido de las diversas fases del itinerario jurídico del Opus Dei, desde los primeros pasos en los años cuarenta hasta llegar, pasando por las aprobaciones pontificias de 1947 y 1950, a la preparación de la solución jurídica, que se alcanzará en 1982, después de la muerte de san Josemaría, pero basándose en sus textos e indicaciones.
Paralelamente a la preparación final del ciclo de las Cartas –es decir a comienzos de la década de 1960– san Josemaría afrontó la de elaborar dos Instrucciones en las que venía pensando para completar las cuatro ya preparadas. Estos nuevos documentos son la Instrucción para los Directores y la Instrucción para la obra de San Miguel.
La Instrucción para los Directores, datada el 31 de mayo de 1936, evoca la situación en que se encontró san Josemaría a mediados de esa década de los años treinta, cuando el desarrollo de la labor le llevó a hacer participar en la responsabilidad de impulsar el apostolado a quienes se iban incorporado al Opus Dei, y trata, como indica su título, de los criterios que deben informar esa tarea. La Instrucción para la obra de San Miguel, que lleva como fecha la de 8 de diciembre de 1941, describe algunos de los rasgos del espíritu y del apostolado de la Obra y, por tanto, de la formación que sus miembros necesitan.
El crecimiento, tanto geográfico como social, de la labor apostólica del Opus Dei fue atrayendo, cada vez con más intensidad, la atención de los medios de comunicación social, también los de ámbito internacional. De ahí que varios periodistas acudieran a su fundador solicitando entrevistas. El primero fue un corresponsal del diario francés Le Figaro, que, a mediados de 1965, manifestó su deseo de entrevistar a san Josemaría. El 5 de mayo de 1966 el diario francés publicaba la amplia entrevista concedida. A esta primera entrevista siguieron otras: las solicitadas por los corresponsales en Madrid de The New York Times y del semanario Time. En los tres casos san Josemaría siguió una misma metodología: las preguntas le fueron formuladas por escrito y contestó también por escrito, y con amplitud.
En octubre de 1967 se celebró en Pamplona la IIIª Asamblea de Amigos de la Universidad de Navarra. Con esa ocasión san Josemaría concedió dos entrevistas: una a la revista Palabra, especializada en temas relacionados con la vida de la Iglesia y otra a la revista Gaceta Universitaria. Ambas fueron ampliamente difundidas entre los participantes en la Asamblea de Amigos, que se inició el 8 de octubre, y en la que san Josemaría celebró una Misa a la que asistieron más de 30.000 personas y en la que pronunció una homilía, a la que más tarde puso por título Amar al mundo apasionadamente. En meses posteriores, ya a fines de 1967 y comienzos de 1968, concedió otras dos entrevistas: una a la revista femenina Telva, sobre la mujer en la vida del mundo y de la Iglesia, y otra al semanario vaticano L'Osservatore della Domenica.
La riqueza de esos textos llevó a pensar en la posibilidad de reunirlos, formando un libro en el que aparecieran todas las entrevistas concedidas y, además, la homilía pronunciada en Pamplona. La primera edición castellana de la obra, a la que se puso por título el de Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, fue encomendada a Ediciones Rialp, de Madrid, y se terminó de imprimir en septiembre de 1968.
A finales de los años sesenta, san Josemaría "descubrió" una posibilidad de contacto con los medios de comunicación social diversa de las entrevistas y especialmente acorde con su condición sacerdotal: la publicación de escritos espirituales (meditaciones u homilías), preparados a partir de textos de su predicación oral.
Ese "descubrimiento" tuvo lugar a mediados de 1968, con motivo de una petición que le dirigieron desde la revista parisina La Table Ronde respecto a la posible publicación de un escrito suyo. El fundador del Opus Dei aceptó y a las pocas semanas envió el texto de una homilía sobre la realidad y la acción salvífica de Cristo resucitado. La publicación de ese texto suscitó entre los miembros del Opus Dei y personas cercanas a su apostolado el deseo de poder disponer de otras meditaciones u homilías del fundador, que no permaneció insensible a las peticiones que de ahí surgieron.
De hecho a lo largo de 1969 san Josemaría dio a la publicación otras cuatro homilías, todas de tema litúrgico. Después de unos meses de pausa, en marzo de 1970 reanudó la publicación de homilías siguiendo un ritmo creciente: dos en 1970; dos en 1971; nueve en 1972. El hecho de que las primeras cinco homilías estuvieran relacionadas con fiestas o tiempos litúrgicos o similares, deja entrever que en la mente de san Josemaría estaba presente muy desde el principio, aunque fuera de forma implícita, un designio unitario, que se hizo luego no sólo explícito sino decidido: publicar un libro de homilías que abarcara la totalidad del año litúrgico, desde Adviento hasta Cristo Rey. Llegó así al total de dieciocho homilías que componen Es Cristo que pasa, cuya primera edición, realizada en Madrid por Ediciones Rialp, se terminó de imprimir el 19 de marzo de 1973.
El libro tuvo una gran acogida. Para san Josemaría no constituyó sin embargo un punto de llegada, sino más bien un impulso para continuar acudiendo a esa forma de predicación escrita. Ya a comienzos de 1973 empezó a trabajar con vistas a la publicación de otro libro de homilías, esta vez no de tema litúrgico, sino antropológico–espiritual; es decir, formado por homilías que tuvieran por tema esa realidad, básica para el desarrollo humano y cristiano, que son las virtudes. En marzo de 1973 se publicó la primera de esta nueva serie de homilías, dedicada a la humildad. Entre esa fecha y el verano de ese mismo año, vieron la luz otras siete.
La necesidad de dedicar tiempo a tareas relacionadas con el gobierno del Opus Dei y los amplios viajes de catequesis que realizó entre 1972 y 1975 le impidieron a san Josemaría completar la publicación de otras meditaciones previstas. En el momento de su fallecimiento, el 26 de junio de 1975, se contaba pues con ocho homilías editadas en vida de san Josemaría y otras diez en elaboración. Mons. Del Portillo decidió completar la labor ya iniciada por san Josemaría, dando a la imprenta –después de una ulterior revisión suya– los textos a cuya edición hubiera procedido el fundador del Opus Dei si Dios le hubiera dado más tiempo de vida. El resultado fue un libro formado por un total de dieciocho homilías, que con el título de Amigos de Dios se publicó en Madrid en diciembre de 1977.
En 1965 san Josemaría había dado por terminada la tarea de preparación de Cartas en el sentido ya mencionado: es decir, escritos amplios y con tono expositivo dirigidos a los fieles del Opus Dei. Los acontecimientos de años posteriores, y más concretamente las tensiones y crisis que conoció la Iglesia en los años posteriores a 1967 y 1968, le condujeron a cambiar de idea. Su conciencia de la responsabilidad que recaía sobre él como fundador y cabeza del Opus Dei en orden a la vida espiritual de sus miembros, le había llevado en algunos de los escritos que integran el ciclo de las Cartas a dar orientaciones que tenían en cuenta el contexto eclesial mencionado. Dando un paso adelante, con esa misma intención redactó a comienzos de 1967 una amplia Carta, que dató el 19 de marzo de ese año, festividad de san José. La Carta comienza con las palabras Fortes in fide, tomadas de la versión latina de la primera de las epístolas de san Pedro (1P 5, 9), inicio que expresa bien su tono y contenido. Constituye, en efecto, una vibrante invitación a la firmeza en la profesión y vivencia de la fe, con el deseo de adherirse al Año de la Fe convocado por Pablo VI el 22 de febrero de 1967.
Desde años atrás el fundador del Opus Dei tenía la costumbre de escribir una carta a las promociones de fieles del Opus Dei que iban a recibir la ordenación sacerdotal. Se trataba, de ordinario, de cartas breves: un folio, o incluso algo menos. En 1971 decidió enviarles un texto más largo. Determinó, a la vez, que se imprimiera y se hiciera llegar también a los demás miembros del Opus Dei. La Carta fruto de esa decisión está fechada el 10 de junio de 1971. Se trata de un texto en clara continuidad con la Carta de 1967. Anticipa a su vez tres Cartas que, entre marzo de 1973 y febrero de 1974, dirigió a todos los fieles del Opus Dei, y a las que el propio san Josemaría, evocando la antigua costumbre de convocar al pueblo para la santa Misa mediante tres toques sucesivos de campana, calificó como "las tres campanadas", aludiendo a la necesidad de una honda fidelidad a la vocación cristiana en el contexto de las dificultades y tensiones que caracterizaron la vida eclesial durante esos años. La primera de estas Cartas está fechada el 28 de marzo de 1973; la segunda, el 17 de junio de ese mismo año; la tercera, el 14 de febrero de 1974.
En las décadas de 1960 y 1970, san Josemaría participó en diversas sesiones académicas, algunas de las cuales le llevaron a preparar los correspondientes discursos. El más antiguo es el que pronunció en la Universidad de Zaragoza, con motivo de su investidura como Doctor honoris causa el 21 de octubre de 1960. Inmediatamente después se sitúan los cinco discursos que en su calidad de Gran Canciller de la Universidad de Navarra pronunció en Pamplona: el primero en el solemne acto académico celebrado el 25 de octubre de 1960, con motivo de la erección del Estudio General de Navarra como Universidad; y los otros cuatro con ocasión de las investiduras de Doctor honoris causa que tuvieron lugar en 1964, 1967, 1972 y 1974.
De carácter no académico, pero sí oficial y solemne, son los discursos pronunciados el 25 de octubre de 1960 en Pamplona, en el acto en el que el Ayuntamiento de esa ciudad le entregó el título de hijo adoptivo de la capital de Navarra; el 7 de octubre de 1966 en Barcelona, con motivo de su nombramiento como hijo adoptivo de esa ciudad; y el 25 de mayo de 1975 en Barbastro, con ocasión de la entrega de la Medalla de Oro de la ciudad.
También en el contexto de un acto oficial, aunque no civil sino eclesial, se sitúa el discurso de saludo a Su Santidad Pablo VI con motivo de la inauguración del Centro ELIS (Educazione, Lavoro, Istruzione, Sport) por el Romano Pontífice, el 21 de noviembre de 1965. El Centro ELIS, importante obra social, situada en uno de los barrios más populosos de Roma, el Tiburtino, había sido encomendada al Opus Dei por Juan XXIII, y su sucesor, Pablo VI, quiso proceder personalmente a su inauguración solemne.
Completemos el elenco de escritos publicados en vida de san Josemaría, mencionando los restantes, más bien breves y de naturaleza diversa:
– dos entrevistas concedidas, una a El Cruzado Aragonés, de Barbastro (3–V– 1969) y otra al diario ABC (Madrid, 24-111-1971);
– un artículo sobre la libertad cristiana, titulado "Las riquezas de la fe" y publicado en Los Domingos de ABC (Madrid, 2–XI–1969);
– tres meditaciones de contenido eclesiológico (El fin sobrenatural de la Iglesia, Lealtad a la Iglesia, Sacerdote para la eternidad) publicadas entre 1972 y 1974, íntimamente relacionadas con la situación eclesial a la que nos referíamos al hablar de las Cartas posteriores a 1965;
– dos artículos de tema mañana que aparecieron, en 1970 y en 1976, en publicaciones zaragozanas.
4. Obras póstumas.
En el momento de su fallecimiento, el fundador del Opus Dei dejó tras de sí un número respetable de textos susceptibles de publicación. El avanzado estado de elaboración de algunos de esos textos, llevó a Mons. Álvaro del Portillo a considerar conveniente proceder a su publicación. Así ocurrió con parte de las homilías incluidas en Amigos de Dios, a las que ya hemos tenido ocasión de referirnos, y también con tres obras publicadas póstumas: Via Crucis, Surco y Forja.
A lo largo de toda su vida san Josemaría meditó, e hizo meditar, sobre la vida de Cristo, y especialmente sobre su entrega en la Cruz. De hecho, no hay prácticamente ningún pasaje de las narraciones evangélicas sobre la Pasión que no haya sido objeto de comentario en algunas de sus meditaciones. A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, se pensó en la posibilidad de elaborar, uniendo textos de esa predicación de san Josemaría, unos comentarios al Via Crucis. El fundador del Opus Dei revisó y aprobó esos textos, que conocieron luego otras revisiones, aunque san Josemaría nunca llegó a dar el visto bueno definitivo a su publicación.
Mons. Álvaro del Portillo decidió retomar la tarea y en 1980 pudo enviar a la imprenta un texto con los comentarios al Via Crucis, incorporando, después del comentario a cada estación, cinco "puntos de meditación", tomados de la predicación de san Josemaría.
Apenas completado Camino, san Josemaría empezó a pensar, como ya señalamos, en otros libros, entre ellos algunos formados por puntos de meditación. Como primer paso, eligió dos títulos que dan por sí mismos una idea bastante clara de los objetivos que se fijaba: Surco, que evoca la hondura con que la llamada divina debe marcarse en el alma y en el progreso de las virtudes humanas; y Forja, que apunta a la acción mediante la que Dios, a través de las incidencias del ordinario vivir, va dando temple al espíritu de quien acoge las inspiraciones de la gracia.
De Surco se vuelve a oír hablar a comienzos de los años cincuenta, en notas del autor publicadas en la séptima edición de Camino. No obstante la idea quedó en suspenso, y así se mantuvo durante varios años, aunque san Josemaría no sólo continuó teniendo presente ese proyecto, sino que, de acuerdo con su modo de trabajar, fue reuniendo y ordenando fichas con ese fin. En el momento de su fallecimiento el proyecto estaba ya muy avanzado. Fue Mons. Álvaro del Portillo quien lo completó. La primera edición de Surco, realizada en Madrid por Ediciones Rialp, se imprimió el 2 de octubre de 1986.
Por lo que a Forja se refiere, consta que en 1940 san Josemaría hizo preparar una posible portada para esta obra; y que en 1944 comentó que estaba trabajando en la ordenación del material que deseaba incluir en este libro. Después volvió a hablar otras veces del libro, sobre el que dejó un material bastante elaborado, aunque menos que el de Surco. Fue de nuevo Mons. Álvaro del Portillo quien completó la tarea, revisando y dando un orden definitivo a los puntos que lo componen. Forja vio así la luz en Madrid, publicado por Ediciones Rialp, el 2 de octubre de 1987.
José Luis ILLANES
1. El linaje de los Escrivá, desde sus orígenes al siglo XVII. 2. Siglos XVII y XVIII: de la tradición agrícola a la práctica jurídica y los cargos públicos. 3. El viraje hacia las profesiones liberales.
Los ascendentes de san Josemaría están identificados con los Escrivá que viven en Balaguer desde comienzos del siglo XVII, hasta llegar a su padre, José Escrivá Corzán. A partir de 1940, se utilizó como designación más precisa la de Escrivá de Balaguer. En esta voz se detallan las diferentes generaciones de la familia, desde sus orígenes medievales hasta la actualidad.
Según algunas hipótesis, la familia de los Escrivá procedía en sus orígenes del Midi francés (siglos X–XI). Durante el siglo XII, se habrían trasladado al condado de Urgell, reclamados por responsabilidades administrativas. Como muchas otras familias de su tiempo, habrían descendido después hacia el Reino de Valencia en el siglo XIII, con motivo de la conquista y colonización llevada a cabo en tiempos del rey Jaime I de Aragón. Desde ahí, se habrían fragmentado en numerosas ramas en los siglos siguientes. Posiblemente, una de las primeras ramas de los Escrivá continuó asentada en el Poniente de Cataluña, en la plana de Balaguer.
A comienzos del siglo XVII, tres miembros del linaje de los Escrivá aparecen ya documentados en Balaguer o en sus cercanías: Gaspar y Tomás Escrivá, hermanos, y Pascual y Jacinto Escrivá, hijos de Gaspar. Pascual Escrivá había contraído matrimonio con Francesca, cuyo linaje desconocemos, hacia 1610. Vivían en la Pobla de Corp, y allí nacieron el primogénito Geromín (hacia 1612) y Francisco (hacia 1615). Poco después, la familia se trasladó a vivir a Balaguer, donde fue bautizado su último hijo, Salvador, en 1618.
En estas tres primeras generaciones de los Escrivá de Balaguer (Tomás y Gaspar; Pascual y Jacinto; Geromín, Francisco y Salvador) se vislumbran ya algunas de las que serán las constantes de las actividades a las que se dedicará la familia a lo largo de los siglos siguientes: inversión en tierras, matrimonio con los miembros de la nobleza rural del entorno, dedicación a los estudios eclesiásticos de algunos de los miembros de la familia e ingreso en el ejército.
Balaguer apoyó a Felipe IV en la revuelta de los Segadors de 1640, en que la Diputación de Barcelona se levantó en armas contra el rey. Los hermanos Escrivá rondaban por aquel entonces entre veinticinco y treinta años: Geromín había tomado la determinación de ser carmelita, Salvador era ya presbítero y Francisco pudo tomar parte en las acciones del condado de Ribagorza, bien enrolado en las tropas franco–catalanas o bien exiliado, como otros muchos, y alistado en el ejército real de Aragón. Tras la conquista del condado de Ribagorza por las tropas reales de Felipe de Silva, Francisco conoció allí a la viuda de un tal Marco, doña Jerónima Bardaxí, y en 1645 se casó con ella. Fruto de ese matrimonio, nacerían Tomás (1646) y Teresa (1650).
En 1654, Francisco Escrivá y su hermano Salvador, sacerdote, adquirieron un inmueble en la calle de Avall, con lo que consolidaban definitivamente su presencia en la ciudad de Balaguer. En esa casa viviría el linaje fundando por Francisco hasta 1734. En 1672, tras la muerte de su mujer, Francisco contrae segundas nupcias con María Minguet. Francisco Escrivá murió en 1677.
Tomás Escrivá Bardaxí (1646-1698), siguiente vástago de la familia, era hijo de Francisco Escrivá y Jerónima Bardaxí. Su vida se inscribe en un periodo de relativa bonanza para las tierras de Cataluña y Aragón. La carrera de Leyes que Tomás cursó en el Estudio General de Lleida o en Cervera entre 1669 y 1672, le facilitó, junto al capital que consiguió su padre a través de la venta de algunas tierras familiares, un ascenso social. Del nacimiento de su primer hijo en 1676 se deduce que debió casarse con Francisca Minguet, proveniente de una adinerada familia de Torre– grosa. Esto consolidó sus posibilidades de ascenso social, que se verificaron en 1674 al ser nombrado Consejero de la ciudad de Balaguer y ciutadá honrat de Barcelona, un cargo que le asimilaba a la nobleza por la vía urbana. En febrero de 1686, Tomás se casó en segundas nupcias con Victoria Copons y Monfart, con quien tuvo siete hijos, el mayor de los cuales fue Francisco.
Francisco Escrivá Copons (1693-1776) contrajo matrimonio, en 1726, con Gertrudis, hija de Francisco Moragues, ciutadá honrat de Barcelona, y de Antonia Navarro, hija del caballero Pau Navarro i Bosch. Ese mismo año, siguiendo con la trayectoria de su padre, es nombrado Regidor Segundo de Balaguer. En 1734 los Escrivá abandonan la casa de la calle de Avall y se instalan en la casa de la suegra, Antonia Navarro, hija y heredera de Pau Navarro, en la plaza del Mercado. Esta casa actualmente sigue siendo conocida en Balaguer como la casa de los Escrivá. Francisco Escrivá Copons sigue utilizando las tierras como un bien patrimonial, más para comercializar que para explotar, lo que indica un aspecto importante del modo que tenía de concebir sus negocios rentistas, exactamente igual que su padre y tan diferente de su abuelo.
Francisco Escrivá Moragues (1740-1799) era el noveno hijo de la familia, y el tercer varón, pero sus hermanos Antonio y Domingo habían fallecido antes de que lo hiciera su padre. Francisco inició sus estudios de Leyes en Cervera en 1764. En 1767 consiguió su primer cargo en el municipio, siendo denominado Francisco Escrivá Minor, para distinguirlo de su padre. En 1772 contrae matrimonio con María Pilot, de una familia del mismo Balaguer. Sin embargo, ante el prematuro fallecimiento de ésta, contraerá segundas nupcias con María Rosa Manonelles i Gibert. De este segundo matrimonio proviene toda su descendencia, nueve hijos. Francisco murió en 1799, quedando como heredero el mayor de los hijos varones, Francisco Escrivá Manonelles. Lo cierto es que, a partir de este momento, la descendencia de los herederos principales de los Escrivá empieza a pasar por apuros económicos y hay un notable descenso social de la familia: algo así como el proceso inverso al que se había iniciado con el fundador del linaje en Balaguer, Francisco Escrivá.
Escasas noticias se conservan de la familia de los Escrivá de Balaguer entre los años 1800 y 1820. El último de los hijos varones de Francisco Escrivá Moragues y de Rosa Manonelles, José María, abandona Balaguer hacia 1820 para iniciar el ejercicio de la medicina en el Alto Aragón, concretamente en Perarrúa, iniciando allí la rama de los Escrivá de Balaguer aragoneses. Hacia 1822, José María Escrivá Manonelles contrajo matrimonio con Victoria Zaydín Serrado en Perarrúa. Victoria Zaydín provenía de una de las familias notables de la localidad, emparentada con la nobleza del Alto Aragón. Hacia 1829 encontramos a José María en Peralta de la Sal, ejerciendo prósperamente la medicina en una zona colindante a Cataluña y Aragón, muy bien comunicada con Balaguer. Hacia 1838 el matrimonio se traslada a Fonz. En 1839 sólo sobreviven tres hijos del matrimonio Escrivá–Zaydín: José (el heredero, abuelo de Josemaría Escrivá de Balaguer), Victoriana, y Joaquín, que sería ordenado sacerdote en 1858. En Fonz llevaron una vida algo menos agitada que en las décadas anteriores y conocieron la devoción que allí se tenía a la Virgen de Torreciudad, a la que se honraba en romerías festivas en el mes de mayo y a la que se encomendaban los problemas de salud, en especial el mal de "alferecía" que padecían los niños.
José Escrivá Zaydín (1825-1894), que había nacido en Perarrúa en 1825, se casó en Fonz a los veintinueve años de edad, en 1854, con Constanza Corzán Manzana, hija de una familia de diez hijos. Allí adquirió una serie de parcelas en diversos distritos cercanos a su residencia. En concreto, los Escrivá–Corzán contaban con una casa y un solar en territorio urbano (en la calle de Yadera, después Lanuza) y seis fundos en territorio rural, repartidos por diversos distritos del municipio, con una gran variedad de cultivos: hortalizas, secano, olivares, cereales y vid.
A partir de 1855 empezaron a llegar los hijos del matrimonio: en ese año nació Constanza, seguida de Josefa Mariana, Silverio Antonio, Teodoro, Jorge y José, el último de los hijos. Poco después del nacimiento del último hijo –que sería el padre del fundador del Opus Dei– España entra en el periodo del Sexenio Revolucionario (1868-1874). En este contexto, se produce la entrada de José Escrivá en los cargos públicos. En 1872, vacante en abril el puesto de Juez municipal de Fonz, es nombrado para este cargo. Pasados esos años turbulentos, la tranquilidad y la prosperidad vuelven al hogar de los Escrivá– Corzán. La filoxera ataca con virulencia los viñedos franceses durante los años setenta, lo que beneficia indirecta pero suculentamente a los viñedos catalanes y aragoneses. Durante esos años, José Escrivá no abandona, sin embargo, sus actividades públicas. En 1877 es nombrado de nuevo Juez de la Audiencia Municipal de Fonz. En 1883, José deja definitivamente el cargo de Juez municipal, después de once años de ejercicio intermitente. Murió en Fonz en 1894.
Teodoro, el quinto de los hijos, ingresó en el Seminario de Barbastro, a finales de los años setenta. En 1881 se trasladó a Lérida para iniciar sus estudios eclesiásticos según la modalidad de carrera breve. Era alumno externo del Seminario y se alojaba en casa de Rafael Rosell. Teodoro pidió la dispensa del título canónico de ordenación por falta de patrimonio, lo que lleva a suponer un cierto deterioro de la situación económica de los Escrivá, ya que el abuelo, José María Escrivá y Manonelles, sí que había podido dotar de patrimonio a su hijo Joaquín Escrivá Zaydín para su ordenación sacerdotal. La ordenación se realizaría en otoño de 1885.
El último hijo de José Escrivá y Constanza Corzán fue José Escrivá Corzán (1867-1925), quien contrajo matrimonio en 1898 con Dolores Albás Blanc, y fue padre de san Josemaría.
Jaume AURELL
(Nac. Fonz, Huesca, España, 15–X– 1867; fall. Logroño, España, 27–XI–1924).
1. Vida en Barbastro. 2. Vida en Logroño. La vocación sacerdotal de san Josemaría. 3. Fallecimiento.
San Josemaría compendiaba la vida de su padre con estas palabras: "No le recuerdo jamás con un gesto severo; le recuerdo siempre sereno, con el rostro alegre. Y murió agotado: con sólo cincuenta y siete años, pero estuvo siempre sonriente. A él le debo la vocación" (BERNAL, 1976, p. 28).
Los Escrivá provenían de Balaguer (Lérida). Algunos miembros de la familia se trasladaron a Peralta de la Sal, y luego a Fonz, en la margen izquierda del río Cinca, a mitad de camino entre Peralta de la Sal y Barbastro. Aquí nació José el 15 de octubre de 1867.
La proximidad explica que, muy joven, se estableciera en Barbastro, dedicado al comercio. Vivía en una casa de la calle de Ricardos, propiedad de don Cirilo Latorre. En el piso bajo tenía éste una tienda de tejidos. Tras su muerte, José continuó el negocio junto con dos socios, que crearon hacia 1894 la sociedad Sucesores de Cirilo Latorre.
El 19 de septiembre de 1898, se casó en Barbastro con María de los Dolores Albás y Blanc, de veintiún años, la penúltima de trece hermanos de una familia muy conocida en Barbastro. La boda se celebró en la capilla del Santo Cristo de los Milagros, en la catedral, y ofició don Alfredo Sevil, tío de la contrayente, vicario general de Valladolid.
Martín Sambeat, que aún vivía en Barbastro en 1975, recordaba a don José Escrivá como hombre lleno de bondad y rectitud, que vestía elegantemente al estilo de la época, con bombín, y que todos los días cambiaba de bastón. El padre de Martín, también comerciante, envió más de una vez a su hijo a avisar a don José para que acudiese a tertulias, en las que comentaban los sucesos y jugaban al tresillo. Algunas tenían lugar en el Casino La Amistad, en la plaza del Ayuntamiento.
Don José trabajaba en el número 10 de la calle de Ricardos. En el sótano se fabricaba chocolate. Desde la tienda, por una escalera de caracol, se subía a una entreplanta, destinada a almacén de mercancías. En los dos pisos superiores vivía la familia de Juan José Esteban –notario de Barbastro hasta 1925–, casado con una sobrina de don Cirilo Latorre, a quien había pertenecido el negocio. La tienda tenía el aspecto típico de los comercios de tejidos de la época: amplias estanterías de madera, con cajones anchos al fondo; y un gran mostrador corrido, con una ranura de hucha, en la que se echaban las monedas a lo largo del día. No faltaban la báscula ni la balanza. Cuando en mayo de 1902 se disolvió la sociedad Sucesores de Cirilo Latorre, tenía un buen activo. Con lo recibido de la liquidación, dos de los tres socios, Juan Juncosa y José Escrivá, continuaron el negocio con el nuevo nombre de "Juncosa y Escrivá" (cfr. BERNAL, 1976, p. 16).
Don José era madrugador y muy puntual. Pero nada rígido, afectuoso, paciente: de camino hacia casa, en la plaza del Mercado, junto a la de los Argensola, en el otoño, compraba castañas asadas y se las echaba en el bolsillo del gabán. Su hijo, de puntillas, metía su mano en busca del fruto para encontrarse con un tierno apretón de la mano del padre. Las gentes de Barbastro los vieron durante muchos años pasear juntos. Esa íntima relación de confianza y amistad que existió entre ellos se debía a la solicitud de don José, que cultivaba en Josemaría la generosidad y la sinceridad (cfr. AVP, I, p. 35).
El padre de san Josemaría gozó de una posición cultural y social media. Fomentó en sus hijos la afición a la lectura. Desde muy niño, Josemaría podía leer por suscripción un semanario titulado Chiquitín, que más tarde tomó el nombre de Chiquilín. Luego satisfaría su amplia curiosidad con la prensa, especialmente los diarios ABC de Madrid, y La Vanguardia de Barcelona, que recibían en su casa, así como dos revistas muy difundidas en la época: Blanco y Negro y La Ilustración Hispanoamericana. Don José no dejaba de contestar las preguntas de su hijo, para ayudarle a calibrar el sentido y la importancia de cada tema: "no ocultaba a su hijo ninguna cosa honesta, para despertar su interés por lo que pudiera ayudarle en su formación. Y así procuró que se aficionase a las buenas lecturas, para aumentar su criterio cristiano y cultural. Le llevó como por un plano inclinado, poniendo a su alcance, poco a poco, distintos libros. Mons. Escrivá de Balaguer recordaba que, sin obligarle a leer, le proporcionó una edición del Quijote, en siete volúmenes y con ilustraciones, que ojeaba de pequeño" (ECHEVARRÍA, 2000, p. 90).
También se ocupó don José de ir dando criterio a su hijo sobre la entonces llamada "cuestión social". Ciertamente, en Barbastro no había especiales conflictos sociales: a comienzos del siglo XX era una ciudad de unos 7.000 habitantes, sede episcopal, con la vida jurídica y administrativa propia de "cabeza de partido", y destacaba como núcleo comercial de importancia, entre Huesca y Lérida. Pero Josemaría conoció muy joven la inquietud paterna por encauzar cristianamente esos problemas. No sólo era "muy limosnero" don José, sino que atendía con toda justicia a sus empleados.
De modo particular, Josemaría recibió de su padre el ejemplo heroico de la fortaleza para afrontar las dificultades. Lo más doloroso fue el fallecimiento de las tres hermanas que le seguían: primero murió la más pequeña, Rosario, el 11 de julio de 1910, antes de cumplir el año; luego, Lolita, el 10 de julio de 1912, a los cinco años; y, por último, Asunción, a la que familiarmente llamaban Chon, el 6 de octubre de 1913, poco después de cumplir los ocho. Cuando ésta falleció, Josemaría era un niño de once años y su hermana mayor, Carmen, acababa de cumplir los trece. Sus padres les ayudaron a soportar estos golpes tan duros.
A estos trances tan amargos se unían las dificultades económicas –cada día más serias– que atravesaba la familia y que don José llevó también con idéntica fortaleza. A finales de 1913, el negocio paterno estaba al borde de la quiebra. Sus padres retrasaron la noticia a sus hijos por un tiempo; corto, porque fue imposible ocultar la inminente ruina del negocio de don José. Todo se desarrolló en el breve trecho entre dos otoños: el de 1913, en que murió Chon, y las semanas finales de 1914, en que se produjo la quiebra de Juncosa y Escrivá.
Los testigos de la época coinciden en afirmar que el negocio acabó marchando mal porque algunos se aprovecharon de la buena fe de don José. Una vez decretada judicialmente la quiebra, don José consultó si tenía obligación moral de resarcir a los acreedores con sus bienes personales. Le contestaron que no. Pero no aceptó esa respuesta y liquidó su patrimonio para atender las deudas de la sociedad liquidada.
En el alma joven de Josemaría quedó grabada para siempre la lección de fe y entereza de sus padres en aquel difícil trance. Lo evocaría años después, en una carta fechada el 28 de marzo de 1971, que escribía al alcalde de Barbastro, don Manuel Gómez Padrós, para contestar su felicitación por San José, y para agradecer las noticias que le enviaba sobre la promoción social de nuestro pueblo: "Déjame que te diga que mi madre y mi padre, aunque hubieron de salir de esa tierra, nos inculcaron, con la fe y la piedad, tanto cariño a las riberas del Vero y del Cinca. Recuerdo, concretamente de mi padre, cosas que me enorgullecen y que no se han borrado de mi memoria, a pesar de que me fui de ahí a los trece años: anécdotas de caridad generosa y oculta, fe recia sin ostentaciones, abundante fortaleza a la hora de la prueba, bien unido a mi madre y a sus hijos. Así preparó el Señor mi alma, con esos ejemplos empapados de dignidad cristiana y de heroísmo escondido siempre subrayados por una sonrisa, para que más tarde le fuera pobre instrumento –con la gracia de Dios– en la realización de una Providencia suya, que no me aparta del pueblo mío queridísimo. Perdóname este desahogo. No te puedo ocultar que, esas evocaciones, me llenan de alegría" (BERNAL, 1976, p. 25).
Don José consiguió pronto trabajo en otra ciudad, dentro del comercio textil. A principios de 1915 marchó a Logroño para empezar a trabajar, buscar casa para su familia, y disponerla antes de que se trasladasen todos. En la calle del Mercado tenía don Antonio Garrigosa y Borrell una tienda de tejidos llamada La Gran Ciudad de Londres. Con él llegó a un acuerdo don José para trabajar diariamente como empleado cualificado, atendiendo a los clientes. A don Manuel Ceniceros, ahijado de Garrigosa, que comenzó su oficio en la tienda en 1921, le impresionaba la elegancia y dignidad de todo su comportamiento, especialmente en la forma de llevar su cambio de fortuna. "Se veía que era un hombre feliz y extremadamente metódico y puntual. Muy pulcro en el vestir". Siempre le recordó con su bombín y su bastón, paseando los domingos por el centro de Logroño.
Los primeros meses en Logroño fueron especialmente duros para la familia Escrivá, porque apenas conocían a nadie en la ciudad. Vivían en un piso cuarto, de techos bajos, cubierto sólo en parte por una buhardilla: caluroso en verano y frío en invierno. Más tarde se trasladaron a otro, algo mejor, pero también modesto. Sin embargo, las personas que los trataron entonces recuerdan el señorío y la unidad de la familia. Evocan a don José como una persona cultivada, buena, alegre y cariñosa. En 1919 nació el último de sus hijos, Santiago.
Don José trabajaba con intensidad durante toda la jornada en el comercio de la calle del Mercado y, luego, al llegar a casa, a pesar de su cansancio, seguía trabajando. Era muy responsable. Y sabía vivir con la sobriedad que le imponían también las circunstancias. Su merienda era un caramelo. Manuel Ceniceros no olvidó ese detalle, ya que muchas veces fue él a comprarlos: daban diez a la perra gorda. Y fumaba poco: en una petaca de plata llevaba seis cigarros cada día y que, como era usual entonces, él mismo liaba.
Era también un hombre verdaderamente religioso. No se avergonzaba de confesarlo delante de personas que presumían de anticlericales; asistía con frecuencia a Misa, antes de llegar puntualmente a su trabajo; rezaba el Rosario en familia: su casa era un auténtico hogar cristiano. Don José, en la memoria de Manuel Ceniceros, llevaba esta vida con gran naturalidad, sin alardes, como uno más en el trabajo, lleno de cordialidad, dispuesto siempre a ayudar a todos. Nunca se quejó, ni tuvo un mal gesto con nadie, por el revés de su fortuna.
Su profundo sentido cristiano de la vida salió a relucir con fuerza cuando Josemaría le habló de su llamada al sacerdocio. Don José escuchó, sorprendido, sus confidencias. Como siempre había aceptado dócilmente la Voluntad de Dios, respetó y amó el camino que el Señor trazaba para su hijo. Le costó mucho, porque él tenía otra idea, pero favoreció la decisión. El propio fundador del Opus Dei lo contaría: "Un buen día le dije a mi padre que quería ser sacerdote: fue la única vez que le vi llorar. Él tenía otros planes posibles, pero no se rebeló. Me dijo: "–Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos... Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré. Y me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño" (BERNAL, 1976, p. 58).
Se trataba de don Antolín Oñate Oñate, más tarde nombrado chantre de Calahorra, en 1942. También orientó a Josemaría, por encargo de su padre, don Albino Pajares, sacerdote castrense destinado en Logroño desde febrero de 1917 hasta mayo de 1920. Por su parte, don José sugirió a su hijo que lograra un título civil, para estar mejor dispuesto a cumplir la Voluntad divina. Le aconsejó que hiciera Derecho, a pesar de los sacrificios económicos que supondría el traslado a Zaragoza. De todos modos, Josemaría dio prioridad a los estudios sacerdotales, que prosiguió en el Seminario de San Francisco de Paula y en la entonces Universidad Pontificia cesaraugustana.
El 27 de noviembre de 1924 falleció don José. Aunque el telegrama hablaba sólo de una situación de gravedad, san Josemaría tuvo el presentimiento de que estaba ante el fallecimiento de su padre y pudo asistir a su entierro. Todo transcurrió muy rápido. Al levantarse por la mañana, se encontraba muy bien. Desayunó, rezó un buen rato ante una imagen de la Virgen Milagrosa que tenían esos días en casa, y jugó un rato con el pequeño Santiago. Después se dispuso a salir, y, al llegar a la puerta de la habitación, se sintió mal. Se apoyó en el marco de esa puerta, y cayó desplomado sobre el suelo. Un par de horas después entregó santamente su alma a Dios, sin haber vuelto en sí, a pesar de la atención médica que recibió. El párroco le administró los últimos sacramentos. Se avisó enseguida a su hijo Josemaría que ya entonces estudiaba en Zaragoza.
Al día siguiente fue, en efecto, el entierro. Antes de cerrar la caja, retiró Josemaría el crucifijo que tenía su padre entre sus manos: una cruz pobre y gastada, que había pasado antes por las manos de la abuela Constancia. Don José había muerto consumido por el trabajo y las preocupaciones; de él aprendió el hijo algo que nunca olvidaría: "Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí, porque después he sentido tantas veces que me faltaba la tierra y que se me venía el cielo encima, como si fuera a quedar aplastado entre dos planchas de hierro. Con esas lecciones y la gracia del Señor, quizá haya yo perdido en alguna ocasión la serenidad, pero pocas veces (...). Mi padre murió agotado. Tenía una sonrisa en los labios y una simpatía particular" (Meditación, 14–II–1964: AVP, I, p. 187).
Cuatro meses después, ya ordenado sacerdote, san Josemaría celebró su primera Misa en la Santa y Angélica Capilla de El Pilar de Zaragoza, el 30 de marzo de 1925, en sufragio por el alma de su padre. Desde el 31 de marzo de 1969, sus restos descansan en la cripta del Centro de Diego de León, en Madrid.
Salvador BERNAL
(Nac. Barbastro, Huesca, España, 16–VII–1899; fall. Roma, Italia, 20–VI–1957).
María del Carmen Constancia Florencia fue la primogénita de María Dolores Albás y Blanc y José Escrivá y Corzán. Tuvo cinco hermanos: Josemaría (1902-1975), fundador del Opus Dei; Asunción (1905-1913); Dolores (1907-1912); Rosario (1909-1910), y Santiago (1919-1994).
Nacida en Barbastro en la casa familiar de la calle Mayor. Bautizada el 18 de julio en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, por don Maximino Lafita, fueron sus padrinos Florencia Blanc y Mariano Albás. Sus padres le enseñaron las primeras oraciones. Hizo su primera Comunión el 21 de noviembre de 1910. Fue al colegio de las Hijas de la Caridad.
Entre 1913 y 1914 el negocio de don José Escrivá quebró. Sin servicio doméstico, Carmen ayudaba a su madre. Mientras, su padre encontró trabajo en los almacenes “La Gran Ciudad de Londres" y a principios de 1915 se fue a Logroño. Su familia se quedó en Barbastro; pasó el verano en Fonz y en septiembre se instalaron en Logroño. Carmen siguió ocupándose de la casa mientras estudiaba Magisterio; carrera que terminó en Logroño en 1921, aunque no solicitó el título hasta 1933, que fue cuando abonó los derechos de expedición. Su hermano Santiago nació el 28 de febrero de 1919, y Carmen fue su madrina de Bautismo, el 2 de marzo. El 27 de noviembre de 1924 don José Escrivá sufrió un ataque al corazón y murió en su domicilio. Carmen le atendió, avisó al sacerdote y al médico. Su madre y ella le amortajaron. Tras la Navidad, los Escrivá Albás se trasladaron a Zaragoza. Vivieron en la calle Urrea y luego en la calle Rufas, 11, en una difícil situación económica. Después de su ordenación sacerdotal, el 28 de marzo de 1925, san Josemaría celebró su primera Misa en El Pilar acompañado por su madre, Carmen y Santiago, y unos pocos invitados. Un año después, san Josemaría decidió el traslado a Madrid con los suyos. El 2 de abril de 1927 Carmen y Santiago se fueron con su madre a Fonz, y se desplazaron luego a la capital de España.
San Josemaría llegó a Madrid el 19 de abril de 1927. Además de ejercer su ministerio fue profesor en la Academia Cicuéndez. Alquiló una casa en la calle Fernando el Católico, 46, donde el 9 de diciembre se reunió la familia. El Opus Dei nació el 2 de octubre de 1928; Carmen tardó en saberlo aunque intuía algo: su hermano trabajaba apostólicamente con todo tipo de personas y no quería hacer carrera eclesiástica. Cuando fue nombrado Capellán del Patronato de Enfermos en septiembre de 1929 se trasladaron a la vivienda que como tal correspondía a san Josemaría en la calle José Marañón, 11. Como atravesaban grandes dificultades económicas, cuando en mayo de 1931 el sacerdote dejó la labor del Patronato de Enfermos, la familia se trasladó a un piso más modesto en la calle Viriato. A fines de 1932 pudieron mudarse a Martínez Campos, 4, porque había mejorado la situación económica; después, en 1934, a la vivienda anexa al Patronato de Santa Isabel, ya que san Josemaría fue su capellán y su rector, lo que incluía ese alojamiento.
En febrero de 1936 el Frente Popular ganó las elecciones. La persecución religiosa hacía peligroso vivir junto a un convento, por lo que se trasladaron a la calle Caracas. En 1937 los milicianos pidieron a Carmen su documentación laboral. No tenía y amenazaron con llevársela a Valencia. Como era maestra obtuvo un certificado de empleo como mecanógrafa en el Sindicato de la Confederación Nacional del Trabajo y se quedó en Madrid. Allí pasó la guerra; Isidoro Zorzano, uno de los primeros miembros del Opus Dei, les transmitía noticias de san Josemaría –asentado en Burgos desde enero de 1938, tras cruzar los Pirineos– recibidas en cartas en clave (cfr. AVP, II, p. 128).
Carmen y su madre no volvieron a ver a san Josemaría hasta el 28 de marzo de 1939, en Madrid. Reunida la familia, se acomodaron, después de reacondicionarla, en la casa del Rector de Santa Isabel. El 14 de julio de 1939 san Josemaría firmó un contrato para instalar una residencia en dos pisos de un edificio en la calle de Jenner. Pidió a su madre y a su hermana que trabajaran en la gestión doméstica de ese Centro. Con plena conciencia de que el Opus Dei era algo querido por Dios, ambas le apoyaron decididamente en todo. Sin su dedicación y su cariño los proyectos del joven sacerdote difícilmente habrían salido adelante. Así, Carmen, doña Dolores y Santiago vivieron en la Residencia Jenner, en una zona con cierta independencia. Carmen se ocupó personalmente de algo imprescindible y nada sencillo en tiempos de escasez y carestía: las compras para la Residencia, que debía tener un tono familiar agradable. Cuando en 1940 se instaló otro Centro en Diego de León, allí fueron los Escrivá, y Carmen, gustosamente, se hizo cargo de la casa y de dirigir a las empleadas. El 22 de abril de 1941 murió su madre. Se sobrepuso al gran dolor, pues estaban muy unidas, y afrontó el esfuerzo que suponían las colas y el racionamiento en plena posguerra, teniendo que atender, además, a obispos y otros invitados que traía su hermano para almorzar. A través de su tarea como ama de casa, con la naturalidad y el señorío de quien se dedica a su familia, contribuyó a que el Opus Dei fuera bien.
Ayudó en la instalación del primer Centro de mujeres en la calle Jorge Manrique, y en los inicios de la administración doméstica de la Residencia de La Moncloa (1943) y de las casas para retiros espirituales La Pililla (1944) y Molinoviejo (1945), hasta que pudieron ocuparse de estas tareas las mujeres de la Obra. Carmen formó a las primeras en el trabajo de la administración doméstica, ayudó a san Josemaría en el apostolado con chicas jóvenes –en un piso efímero, Castelló; en Lagasca, y luego en Jorge Manrique–, y con su trato y su cariño consolidó la llamada al Opus Dei de las primeras mujeres –Lola Fisac, Nisa González Guzmán, Enrica Botella, Encarnita Ortega, etc., y más tarde de otras, como Vicenta San Antonio y Manolita Barragán. Con afecto y fortaleza sabía enseñarles a superar la inexperiencia y, en definitiva, a madurar. Se ocupó personalmente de la formación cristiana de las empleadas. Ayudó a marcar el tono esmerado en la liturgia y el cuidado de los oratorios con su delicadeza extrema en la confección de ornamentos y lienzos. Colaboró con Encarnita Ortega y Enrica Botella en los viajes apostólicos para extender el mensaje de la Obra en las administraciones de los Centros que se abrieron en Barcelona (1943), Valencia (1944), Bilbao (1946), Zaragoza (1951) y Lisboa (1952).
San Josemaría fijó su residencia en Roma en 1946. En 1948 Carmen acudió para dirigir la administración doméstica del Centro de Cittá Leonina; luego regresó a España. En el verano de 1949 volvió por unos meses para acondicionar Villa delle Rose, en Castel Gandolfo. Retornó con su hermano Santiago en 1951. Cuando en 1952 se consiguió Salto di Fondi, una finca para descanso de los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz, cerca de Terracina, a unos 100 kilómetros de Roma, Carmen decidió trasladarse definitivamente a Italia para contribuir al asentamiento del Opus Dei en la nueva región. Llegó a Roma el 16 de agosto. Poco después se fue a Salto di Fondi, donde –sin teléfono y sin agua corriente, pero con su habitual garbo y su buen humor– trabajó para atender y cuidar a los miembros de la Obra, y consolidar y mejorar el ambiente de familia y las condiciones de la casa.
Una vez que en 1953 las mujeres del Opus Dei pudieron hacerse cargo de la gestión doméstica de Salto di Fondi, Carmen estableció su residencia en Roma, en via degli Scipioni, 276. Al igual que en Madrid, conoció y trató a muchos varones y mujeres de la Obra, a los que consideraba sus "sobrinos", por ser hermana del Padre. Se ocupaba de su salud, les hacía o enviaba dulces, especialmente en las fiestas, y salía a pasear con ellos para hacerles descansar; a las chicas las acompañaba de compras. Sus "sobrinos" correspondieron a ese cariño palpable con un trato confiado, cariñoso, lleno de respeto y agradecimiento por su libre dedicación al Opus Dei. Cuando se iban a otro país para trabajar y empezar la tarea apostólica, les daba algunos objetos materiales necesarios –a veces procedían de su familia– como muestra de su cariño y de su apoyo, y solía escribirles interesándose por ellos, alentando los apostolados y dándoles noticias suyas. Sus recuerdos se conservan en algunos países como testimonios del espíritu de familia del Opus Dei.
Disfrutaba de los viajes; era aficionada a la lectura, los chistes, el fútbol y los toros; le interesaban la política y las cuestiones de actualidad. Le gustaba la naturaleza, y tuvo en su casa pájaros y algún perro. Cultivaba flores en el jardín y las enviaba para los oratorios de los Centros de la Obra. Era muy buena cocinera, detallista, conjugaba la sobriedad y la magnanimidad. Sabía coser y bordar, hacía encaje de bolillos. Tenía una alegría contagiosa, cantaba habitualmente. De gran corazón, sabía querer y hacerse querer; no prodigaba gestos efusivos pero se ocupaba de todos y de todo, especialmente de los enfermos. Tenía una vida de piedad sólida. Era muy femenina; quienes la conocieron la describen como elegante, modesta y sobria. Aragonesa, de carácter vivo, a veces su primera reacción cuando su hermano Josemaría –con quien tenía gran confianza– le pedía algo, era negarse; luego, su generosidad le hacía dedicarse a aquello con total solicitud y elegancia.
El 4 de marzo de 1957 se le diagnosticó un cáncer de hígado. Don Álvaro del Portillo se lo comunicó por indicación de san Josemaría. Éste quiso que durante su enfermedad la atendiera el P. Jenaro Fernández, agustino. Afrontó el dolor y la muerte con entereza y sentido cristianos, ofreciendo todo por el Opus Dei. San Josemaría viajó a Francia en mayo, y fue a Lourdes para rezar por ella. Cuidada y acompañada por las mujeres del Opus Dei, recibió la Unción de Enfermos y el Viático. Murió el 20 de junio de madrugada.
Carmen Escrivá de Balaguer no recibió la llamada de Dios al Opus Dei, pero desarrolló un papel indispensable gracias a su plena dedicación. "Veo como providencia de Dios (...) que mi madre y mi hermana Carmen nos ayudarán tanto a tener en la Obra este ambiente de familia: el Señor quiso que fuera así" (SASTRE, 1989, pp. 105-106). Su madre explicó a Pedro Casciaro y Francisco Botella que "no se casó por nosotros –por Josemaría y por vosotros–, para acompañarnos: tenía muy buenos partidos" (AVP, II, p. 404). San Josemaría le habló del Opus Dei el 17 de septiembre de 1934, en Fonz: ella, su madre y hermano lo entendieron. Cuando en 1933 Josemaría, Carmen y Santiago recibieron una herencia, que posibilitó el traslado a la calle Martínez Campos, los dos últimos, de acuerdo con su madre, brindaron a san Josemaría su casa para el apostolado. Allí encontramos ya "la célula primitiva del futuro espíritu de familia del Opus Dei. Quien allí acudía por primera vez a visitar al Fundador, vislumbraba el espíritu de la Obra a través de un sacerdote que vivía en una familia enteramente normal. Por eso puede decirse que la familia del Fundador –sus padres y sus hermanos– cimentó la «estructura» de la Obra" (BERGLAR, 1998, p. 126). Al iniciar la Academia y Residencia DYA, les pidió ayuda económica: "los tres, vieron como cosa natural que se empleara en la Obra el dinero suyo. Y esto – ¡gloria a Dios!–, con tanta generosidad que, si tuvieran millones, los darían lo mismo" (AVP, I, p. 525), pudo comentar san Josemaría. Años más tarde, en Roma, Carmen hizo gestiones económicas para sufragar las iniciativas apostólicas (cfr. AVP, I, p. 262). En otro orden de cosas, durante la Guerra Civil de España, Carmen y su madre, con riesgo de sus vidas, guardaron cartas y documentos del Opus Dei en un baúl, y después en el colchón que usaba doña Dolores, que, fingiéndose enferma, se acostaba cuando había registros o requisas (cfr. AVP, II, p. 65).
San Josemaría correspondió a la dedicación de Carmen, a quien quiso mucho: el 24 de marzo de 1941 le comunicó la aprobación de la Obra como Pía Unión. Directamente y a través de sus hijos, le manifestó el cariño en innumerables ocasiones. Cuando enfermó hizo todo lo posible para cuidarla, acompañarla y reconfortarla. Dispuso que fuera enterrada en la cripta de Santa María de la Paz, con un Acta que recoge estas palabras: "pedimos todos al Señor que Carmen que tanto trabajó por el Opus Dei en la tierra, siga siendo nuestra bienhechora en el cielo". En algunas casas de retiros promovidas por fieles del Opus Dei se han erigido ermitas con la advocación de la Virgen del Carmen: La Pililla (Piedralaves, España), Albarosa (Roma); en Altavista, casa de retiros en Guatemala, hay una imagen que fue bendecida por san Josemaría el 18 de febrero de 1975, y una inscripción que indica que esa advocación fue elegida "en recuerdo de la hermana de nuestro Padre, Carmen, que con la Abuela, supo ayudar y sostener generosa y abnegadamente los apostolados de la Obra" tal como figura en la placa conmemorativa (cfr. AVP, III, p. 751). En el centenario del nacimiento de Carmen Escrivá de Balaguer, Mons. Echevarría, prelado del Opus Dei, escribió una Carta pastoral –de fecha 20 de junio de 1999– sobre su papel singular e irremplazable en el Opus Dei. Recoge unas palabras de san Josemaría, escritas el 24 de diciembre de 1951: "Nunca podré olvidar el trabajo, constante y abnegado durante tantos años, de mi hermana Carmen, realizado con una generosidad extraordinaria y sin tener vocación para la Obra (...). Ha trabajado y trabaja como la que más, siendo un buen modelo para todas mis hijas. Sin mi madre y mi hermana, el Opus Dei carecería del ambiente de familia, que conserva y conservará permanentemente".
Adelaida SAGARRA GAMAZO
(Nac. Logroño, España, 28–II–1919; fall. Madrid, España, 25–XII–1994).
Último de los hijos del matrimonio de los padres del fundador del Opus Dei. San Josemaría consideró siempre que el nacimiento de su hermano menor estaba unido a su vocación sacerdotal. En 1918, cuando decidió hacerse sacerdote, no era previsible que doña Dolores y don José tuvieran más hijos (la última hija había nacido diez años antes); pero Josemaría, al sentir la llamada divina, dirigió al Señor una petición confiada: que concediera a sus padres otro hijo varón. Santiago vino al mundo nueve o diez meses después (cfr. AVP, I, p. 109).
Santiago creció felizmente en el hogar de sus padres. Cuando tenía cinco años, el 27 de noviembre de 1924, su padre falleció repentinamente. Ese día José Escrivá se levantó, rezó un buen rato ante una imagen de la Virgen Milagrosa, y se puso a jugar con el pequeño Guitín, como llamaban a Santiago. Poco después, se sintió mal, y se desplomó sobre el suelo. A Santiago, que no había cumplido aún seis años, se le quedó grabado el gesto de Josemaría cuando, ante el cadáver, prometió que haría sus veces: "Delante de mi madre, hermana y de mí dijo –recordó siempre– que no nos abandonaría nunca y cuidaría de nosotros" (AVP, I, p. 184).
En cuanto san Josemaría consiguió alquilar una casa en Zaragoza a principios de 1925, su madre y sus hermanos se reunieron con él. Santiago asistía a un colegio de religiosas. Luego, al trasladarse Josemaría a Madrid en 1927, le acompañaron. Santiago continuó su formación en el colegio de los Maristas en Chamberí. Hizo el ingreso en el Bachillerato en el Instituto Cardenal Cisneros en 1930.
Josemaría –recordaba el propio Santiago– "me sacaba de paseo cuando tenía algún rato libre, me echaba una mano con los deberes del colegio, se preocupaba de buscarme lecturas que me divirtiesen... Josemaría tenía una serie de novelas de Salgari y de Julio Verne. Yo las había ido leyendo a escondidas, porque sabía dónde las guardaba. Cuando llegó el día de mi Primera Comunión –que me la dio él– me regaló la colección completa" (S. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Romana, 1992, p. 143).
Al proclamarse la Segunda República en 1931, vivían en la casa del capellán del Patronato de Enfermos. Poco después se trasladaron a la calle Viriato; y san Josemaría comenzó a ocuparse del Patronato de Santa Isabel. Desde allí, el 11 de mayo de ese año, san Josemaría llevó el Santísimo a casa de un amigo de Zaragoza, Manuel Romeo, debido a que había ataques anticlericales a conventos e iglesias de la ciudad. Le acompañó el propio Santiago, junto con un alumno de la Academia Cicuéndez, Julián Cortés Cavanillas (cfr. BERNAL, 1976, p. 73; AVP, I, p. 358).
Pronto se mudarían a un piso en Martínez Campos, muy cerca también del colegio de los Maristas, donde Santiago avanzaba en sus estudios. Por esta casa acudían amigos de Josemaría, así como los primeros miembros del Opus Dei. Su madre y sus hermanos colaboraron con disponibilidad y entrega silenciosa, poco llamativa, pero muy eficaz. "Sin su ayuda –declararía el fundador– hubiera sido difícil que saliese la Obra adelante" (BERNAL, 1976, p. 33). No quedó exceptuado Santiago, aún un chiquillo, que a veces se desahogaba con expresiones como aquella que formaría parte de un exlibrís: "los chicos de Josemaría se lo comen todo" (AVP, I, p. 492).
Josemaría procuraba hacer llevadera la vida nada fácil de su madre y hermanos en Madrid. En el plano sobrenatural, se propuso ver "en mi madre a la Santísima Virgen, en mi hermana Carmen a Santa Teresa o a Santa Teresita, y en Guitín a Jesús–Adolescente". Y se esmeraba sobre todo en el trato con Santiago, porque "el chiquillo tiene, como yo, un genio atroz" (AVP, I, p. 397).
Los paseos con su hermano mayor –incluidas las meriendas en El Sotanillo, donde san Josemaría se reunía con jóvenes que trataba– fueron haciéndose cada vez más esporádicos, especialmente cuando comenzó la Academia DYA en la calle Luchana. En uno de sus últimos viajes a Madrid, el fundador del Opus Dei cruzó un día por allí, y evocó luego la generosidad de su familia y el expresivo comentario de Santiago, apenas adolescente: "Cada día, cuando me marchaba de casa de mi madre, venía mi hermano Santiago, metía las manos en mis bolsillos, y me preguntaba: ¿qué te llevas a tu nido?" (BERNAL, 1976, p. 175).
Una parte muy importante de la colaboración de la familia de san Josemaría con las tareas fundacionales consistió en la custodia de papeles y documentos del incipiente Opus Dei durante la Guerra Civil. En 1936, ante el temor de anotaciones que comprometieran a terceros, Carmen y Santiago revisaron el contenido del baúl de Josemaría. Santiago leyó entonces unos cuadernos de hule negro, con los apuntes espirituales de su hermano, que fueron toda una revelación para él. Después de muchas peripecias, vivió con su madre y hermana en casa de los González Barredo en la calle Caracas, y circulaba libremente por Madrid, vestido con un mono y provisto de dos carnets, uno de anarquista de la C.N.T. (Confederación Nacional del Trabajo) y otro de una academia del Socorro Internacional.
Al terminar la guerra, se trasladaron a la casa rectoral del Patronato de Santa Isabel. Pero la estancia duró poco, porque comenzó la que Santiago denominó "etapa de transición": su madre y su hermana dirigieron la administración doméstica de los primeros Centros del Opus Dei, hasta que se ocuparon de ella las mujeres de la Obra. De esta etapa quedó como tradición permanente un detalle de afecto y gratitud que surgió espontáneamente entre los fieles de la Obra: llamar Abuela a doña Dolores, y a sus hijos, tía Carmen y tío Santiago. Aunque éste, como diría años después, añoraba no tener una casa como la de sus amigos, a las que poder llevarles con normalidad. Había comenzado la carrera de Derecho.
En la casa de Diego de León vivió en 1941 otro momento muy doloroso: la muerte de doña Dolores, mientras su hermano predicaba al clero de Lérida. Fue un tránsito inesperado: "la mañana antes de su muerte –evocaba Santiago– yo entré en su habitación a despedirme para ir a la universidad, como todos los días" (AGP, Serie A.5, 209-4, 4). El entierro fue por la tarde en el cementerio de La Almudena. Santiago presidió el duelo, al lado de don Josemaría.
Al final de los años cuarenta Santiago se fue a vivir con Carmen a un piso en la calle Zurbano. Pero duró poco: antes del verano de 1952, Josemaría volvió a recurrir a su hermana para organizar la administración doméstica la finca de Salto di Fondi, cerca de Terracina (Italia), que sería sede estival del Colegio Romano de la Santa Cruz. Santiago estudiaba italiano pensando en ejercer como abogado en Italia. Llegaron a Roma en agosto. Una vez resuelto lo de Salto di Fondi, decidieron quedarse en Roma. Santiago comenzó a trabajar como abogado.
La muerte de Carmen en 1957 representó una nueva orfandad para Santiago. El fundador le invitó a vivir por un tiempo con algunos miembros del Opus Dei, para hacerle más llevadera la soledad, hasta su boda con Gloria García–Herrero, que se celebró en Zaragoza el 7 de abril de 1958.
El matrimonio se estableció en Roma, donde Santiago trabajó hasta el regreso a Madrid en 1961. Dios les bendijo con nueve hijos. Desde Roma, san Josemaría no los olvidaba. Y, concretamente, en 1968, tomó la decisión de solicitar la rehabilitación del título nobiliario de Marqués de Peralta. Se lo traspasó a Santiago en 1972: "En cuanto pasó un tiempo prudente. En este asunto obró siempre solidariamente conmigo, que a fin de cuentas iba a ser el beneficiario" (S. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Romana, 1992, p. 146).
Desde 1961 hasta el final de su vida Santiago vivió en Madrid, aunque realizó viajes a Roma en ocasiones señaladas. Tuvo la satisfacción de poder asistir con profunda alegría a la beatificación de san Josemaría en 1992. Falleció en Madrid el 25 de diciembre de 1994.
Salvador BERNAL
El Opus Dei nació y tuvo su primer desarrollo histórico en España en 1928. A la muerte de san Josemaría, había fieles del Opus Dei en toda la geografía peninsular. La labor apostólica general del Opus Dei la conforma la suma de la actividad apostólica personal de los miembros de la Obra. Las obras apostólicas son iniciativas singulares de servicio (asistencial, sanitario, educativo, social, etc.) que desarrollan los fieles de la Obra junto con otros ciudadanos de manera corporativa en razón de su libertad. La Prelatura asegura la atención espiritual y que la formación que se imparte está en consonancia con la doctrina de la Iglesia, en pleno respeto a la libertad de las conciencias de todos los que trabajan o se benefician de aquella labor.
Estas ideas ofrecen, junto a un resumen de la configuración del apostolado del Opus Dei, una guía a la que nos atendremos a continuación. A diferencia de otras voces del Diccionario, destinadas a ofrecer una visión de conjunto del apostolado del Opus Dei en un determinado país, en la que se incluye el análisis de los inicios y del impulso que san Josemaría dio a esa labor, aquí se comienza directamente por la descripción del desarrollo, ya que, habiendo tenido lugar en España la fundación de la Obra, otros aspectos son objeto de voces propias.
En parte por esa razón, y en parte por acotar el tema, hemos dirigido nuestra atención a "las labores apostólicas" en general. Ciertamente, san Josemaría insistió con frecuencia en que el apostolado más importante es el que realiza individualmente cada fiel del Opus Dei, pero intentar describir esta amplia realidad excede los límites de una voz de diccionario.
– Los inicios: 1928-1939
Hasta la finalización de la Guerra Civil española (1939) la práctica totalidad de la labor apostólica estaba directa e inmediatamente vinculada a san Josemaría, bien porque la realizara él, bien porque la impulsara desde la dirección espiritual que impartía a los miembros de la Obra y a otras personas que se acercaban a sus apostolados.
En enero de 1933 se iniciaron los círculos de san Rafael. Eran clases de formación humana y espiritual dirigidas a jóvenes para favorecer la vida de piedad de los asistentes, mediante una percepción viva de la fe, apoyada en el sentido realista de la filiación divina. Tenían un carácter práctico: enseñar a vivir la fe y a realizar apostolado personal con sus iguales, mediante la vida de oración, la práctica de los sacramentos y la santificación del trabajo. Hasta 1936 los impartió siempre san Josemaría. Los testimonios concuerdan en destacar la vibración que transmitía a los asistentes. Eso se traducía en la rápida multiplicación de los grupos, que siempre tenían un número reducido de asistentes para que se mantuviera el espíritu de familia en cada uno. Esta formación ascética y doctrinal se completaba con las meditaciones semanales y los retiros mensuales. Su confianza en la trascendencia futura de los círculos para el desarrollo de la labor apostólica con gente joven fue inmensa desde el primero. A la primera clase sólo asistieron tres personas después de haber invitado a muchos; al finalizar les impartió la bendición con el Santísimo Sacramento. Al hacerlo vio tras a ellos a miles y miles que vendrían, que han venido, a lo largo del tiempo a recibir esa preparación básica para vivir coherentemente la fe en medio del mundo apoyados en su saberse –y procurar actuar en consecuencia– hijos de Dios.
Antes, al menos desde 1931, san Josemaría había procurado que los jóvenes que trataba enseñaran el Catecismo a niños de los barrios extremos de Madrid, casi sin posibilidades de recibir esa formación cristiana esencial. Igualmente visitaba, y atendía con otros, a enfermos y moribundos en los hospitales de la ciudad. Estas actividades servían para seleccionar a quienes generosamente perseveraban en ellas e invitarles a que se incorporaran a los círculos. Las tareas de formación se dirigían a jóvenes estudiantes, profesionales y artesanos, obreros y artistas; también a sacerdotes. Desde febrero de 1930, comenzaron los apostolados dirigidos a mujeres, que seguía junto con alguno de los sacerdotes más cercanos.
Para facilitar la atención espiritual de los miembros de la Obra y de la gente que se acercaba a ella fue necesario contar con un espacio físico que permitiera el desarrollo de estas tareas. En 1933 se alquiló un piso en Madrid y se instaló la Academia DYA, que significaba Derecho y Arquitectura. También se dieron clases de formación cristiana a grupos de estudiantes cada vez más numerosos. Se trataba de una tarea secular bien definida, que cumplía un servicio en la universidad española de aquellos tiempos. Era ocasión para ampliar la labor apostólica de los miembros de la Obra, ya que desde el primer momento acudieron a las clases de formación, meditaciones y retiros, estudiantes que no asistían a otras clases; eran amigos de los miembros de la Obra, de los que participaban de estos medios de formación y del propio san Josemaría.
La primera sede de DYA se alquiló sin recursos que aseguraran su continuidad ni siquiera en aquel curso 1933-34. Se intentó que tuviera un tono familiar y acogedor. Los ingresos no permitían equilibrar los gastos inevitables; pero la eficacia apostólica de aquel instrumento confirmó la necesidad de buscar un local más amplio que permitiera establecer no sólo una academia, sino también una pequeña residencia. Las actividades de los miembros de la Obra, impulsadas por san Josemaría durante el verano de 1934, estuvieron centradas en la búsqueda de un local adecuado y de los recursos para ponerlo en marcha. La cantidad decisiva la aportó la herencia que recibió la familia Escrivá. Lo que hubiera aliviado su escasez de recursos se dedicó a la nueva Academia y Residencia DYA, situada en la calle Ferraz.
Desde octubre de 1934 a julio de 1936, los enfrentamientos políticos y la tensión social se recrudecieron notablemente en Madrid y se contagiaron frecuentemente a la vida privada. Sin embargo el tono de vida en DYA era amable y familiar. Se combinaba la fuerte dedicación al estudio con excursiones de interés cultural, paseos o partidos informales de fútbol, además de las actividades específicas de formación cristiana. Mientras los enfrentamientos políticos alcanzaban su clímax en julio de 1936, san Josemaría y quienes le rodeaban se afanaban por montar la nueva sede de DYA en Madrid y preparar la expansión a Valencia y a París. En éstas les sorprendió el inicio de la Guerra Civil, que detuvo el proyecto.
A lo largo de la guerra, san Josemaría y los suyos se empeñaron en la única tarea posible en aquellas circunstancias: sostener la vida espiritual de los que antes acudían por los medios de formación y procurar que se ampliara este núcleo, mediante una intensa correspondencia y el trato personal con los nuevos amigos que se hacían, ya en los frentes, ya en las retaguardias. El mismo día que se rindió Madrid, entró san Josemaría en la ciudad y comprobó que el local alquilado en 1936 para poner la residencia estaba en ruinas. Había que empezar de nuevo.
– La primera expansión: 1939-1946
Entre 1939 y 1946 (año en que san Josemaría establece en Roma su lugar de residencia) se pusieron en marcha en España las labores apostólicas fundamentales y características del Opus Dei, tanto dirigidas a la formación específica de sus miembros como a la de las personas que cada vez en mayor número acudían a sus Centros.
Hasta 1939 san Josemaría había llevado de manera directa e inmediata, a través de la dirección espiritual y de los medios colectivos de formación (clases, círculos de formación cristiana y retiros espirituales), la atención de los miembros de la Obra. Sin embargo, desde los primeros documentos sobre el régimen de la Obra y de sus apostolados, se establecía una organización para la atención espiritual de sus fieles y el impulso de los apostolados. Estas tareas exigieron establecer Centros –normalmente lugares físicos– donde se pudieran llevar a cabo.
La continuidad de DYA fue la Residencia de la calle Jenner de Madrid. Se montó a lo largo del verano de 1939 y abrió sus puertas en octubre. Ocupaba dos plantas. En una estaban las habitaciones de los residentes, la biblioteca, la sala de estar y el oratorio; en la otra, el comedor, la cocina y las habitaciones de san Josemaría, su madre y sus hermanos. También allí se reunían los de la Obra para sus medios de formación y ratos de tertulia familiar, los domingos, alrededor de unas modestas meriendas que aprovechaban, de manera original y con buena mano, las escasas sobras que dejaban los residentes siempre hambrientos en una España con alimentos racionados.
El oratorio y la sala de estudio constituían el centro de la vida en la Residencia, que se llamó simplemente por el nombre de la calle: Jenner. Nadie llamaba capilla al oratorio. Era un modo de destacar la importancia de la estancia para rezar junto al sagrario. Desde luego, también se celebraba la santa Misa y había Exposiciones del Santísimo Sacramento, pero la terminología destacaba una novedad: la importancia de la vida interior de trato directo con el Señor mediante la oración personal, siempre que se pudiera, junto al sagrario. La participación activa en las ceremonias litúrgicas era la consecuencia inmediata de ese trato directo y frecuente con Dios, poco frecuente en los ambientes católicos de la época, que posibilitaba una vivencia más intensa de las mismas.
La sala de estudio casi puede considerarse un invento de los primeros Centros del Opus Dei. No era una biblioteca convencional, aunque siempre se procuraba que estuvieran disponibles los manuales más difundidos y las obras de consulta más empleadas; sino un lugar donde los universitarios estudiaban en riguroso silencio y con una intensidad nada habitual entonces. A la vez que exigente, el ambiente era amable y cada día se rompía el estudio habitualmente con unos minutos de descanso alegre y de oración. Excursiones, paseos y ratos de deporte eran frecuentes entre residentes y amigos. La atmósfera de familia cristiana, el trato confiado y educado, hacían que fluyeran el optimismo y la alegría de manera natural, aunque para san Josemaría y los miembros de la Obra no faltaran dificultades.
La actividad de Jenner se diversificó en tres Centros. Uno de ellos, que se abrió en otoño de 1940, se dedicó a la formación teológica y doctrinal –y del espíritu de la Obra– de las personas que continuamente llegaban. Se llamó Lagasca y era un palacete situado en esta calle del barrio de Salamanca. Allí se trasladaron también la familia de san Josemaría y un reducido grupo de miembros que constituyó el primer Consejo que ayudaría al fundador en el gobierno de la Obra. Ya en julio de ese año se había establecido un Centro en el que sólo vivían miembros del Opus Dei. Estaba en la calle Martínez Campos. Centraron su actividad apostólica en el trato de jóvenes profesionales como ellos. Luego seguirían otros al compás del crecimiento en edad y número de los miembros. La actividad apostólica de la Residencia con estudiantes universitarios –residentes y no residentes– se trasladó en octubre de 1943 a un tercer Centro: una nueva residencia, La Moncloa, cercana a la Ciudad Universitaria de Madrid.
Aunque la Segunda Guerra Mundial impidió el desarrollo de la Obra fuera de las fronteras españolas, los miembros de la Obra viajaban los días festivos para acercar a los conocidos de otras ciudades españolas a la labor apostólica. Allí casi se reproducía el inicio de la Obra misma: al principio no había sede material alguna. Se aprovechaban los lugares públicos para pasear mientras se hablaba; las cafeterías o las habitaciones de los modestos hoteles en que se habían hospedado los que llegaban de Madrid, para explicar el espíritu de la Obra e incluso tener alguna charla de formación o hacer un rato de oración a veces dirigida por el propio fundador, que participaba habitualmente en aquellos viajes.
Valencia desde junio de 1939, Valladolid y Zaragoza desde noviembre del mismo año y Barcelona desde el 30 de diciembre de 1940, fueron las ciudades a las que se viajó y en las que se establecieron los primeros Centros. En todas ellas estuvo físicamente presente el fundador, y muchos de los primeros en incorporarse a la Obra en cada una se lo pidieron directamente a él. Como en todos los sitios, los Centros nacieron de la fuerza y de las aportaciones de los primeros miembros y de sus amigos que participaban en los medios de formación. Los nombres que les pusieron indican bien a las claras el buen humor y la modestia de los principios. En Valencia, El Cubil indicaba el tono del local; en Barcelona, El Palau –el palacio– ironizaba con los escasos metros cuadrados del piso; El Rincón de Valladolid casi era eso exclusivamente; en Zaragoza ni siquiera hubo lugar propio en que reunirse hasta 1942. Esos primeros apartamentos dieron lugar a otras labores apostólicas semejantes a las ya establecidas en Madrid: residencias de estudiantes, centros para profesionales y, en algunos casos, Centros de Estudios para formar a los que seguían llegando. En 1946, cuando san Josemaría partió para instalarse definitivamente en Roma, había Centros de numerarios en Madrid, Valencia, Barcelona, Valladolid, Zaragoza, Bilbao, Sevilla, Granada y Santiago, y en todos estos lugares había también residencias universitarias: Jenner, antecedente de La Moncloa, en Madrid desde 1939; Samaniego, que luego pasaría a ser La Alameda, en Valencia desde 1940; Abando en Bilbao, Guadaira en Sevilla y El Albayzín en Granada desde 1945; siguieron La Estila en Santiago desde 1948, Monterols en Barcelona desde 1949 y Miraflores en Zaragoza desde 1950.
A la vez que tenía lugar este despliegue progresivo, al paso de Dios, de labores apostólicas que atendía de manera directa o impulsando a los de la Obra, san Josemaría se dedicó intensamente al desarrollo de los apostolados con mujeres. Del primer intento había quedado la perseverancia hasta la muerte de una mujer que entendió su entrega como un ofrecimiento de sus abundantes e intensos dolores por el desarrollo de la Obra: María Ignacia García Escobar. También se acercaron a la Obra otras mujeres, pero las incidencias de la Guerra Civil española hicieron que su relación con san Josemaría se rompiera, salvo en un caso: el de María Dolores Fisac. Después de la guerra fue necesario recomenzar casi desde el inicio. San Josemaría procuraba poner en contacto con su madre y con su hermana a las mujeres que atendía en su tarea de orientación espiritual y que veía con capacidad de entender el espíritu de la Obra. Otra fuente de contactos fueron los miembros de la Obra que le hablaron de sus hermanas.
En otoño de 1940 san Josemaría vio la necesidad de reunirlas para atender más eficazmente a su formación y facilitar el apostolado. Se alquiló un piso en la calle Castelló, que duró poco. En aquella España no se entendía qué podían hacer unas mujeres jóvenes solas y hubo que cerrarlo. Las actividades formativas se trasladaron a una parte del edificio de Lagasca, absolutamente independiente de la que ocupaban los hombres.
Entre marzo y diciembre de 1941, san Josemaría predicó varios cursos de retiro a mujeres (en Valencia, Lagasca y Burjasot). En julio de 1942 se abrió el primer Centro de la Obra dedicado al apostolado con mujeres. Se estableció en Madrid, en la calle Jorge Manrique. Una de las primeras actividades fue un curso de retiro que predicó san Josemaría en noviembre del mismo año. Para entonces ya había desplegado ante las que allí vivían un amplio abanico de labores profesionales de entraña apostólica que ellas, y quienes viniesen detrás, desarrollarían en España y, casi enseguida, por todo el mundo. De hecho, en enero de 1943 comenzaron las actividades de la labor de San Rafael (círculos y visitas a los pobres); en octubre de 1943, iniciaron la atención de la Administración de la Residencia de La Moncloa y de otros Centros; en 1944, los viajes regulares a Valencia y Barcelona para tratar apostólicamente a más personas; en la primavera de ese año, en La Moncloa, las clases de formación cristiana para las empleadas del hogar. En noviembre de 1944 un grupo se trasladó a vivir a Los Rosales, que iba a ser el primer Centro de Estudios de numerarias.
En resumen, a principios de 1945 había tres Centros de mujeres de la Obra, los tres en Madrid. En septiembre se empezó en Bilbao, en la zona dedicada a la atención de la administración doméstica de la Residencia Abando. Comenzaba la expansión por toda España. En 1947 se inauguró en Madrid, en la calle del mismo nombre, la Residencia Zurbarán, la primera residencia de estudiantes dirigida por mujeres del Opus Dei.
Aunque san Josemaría trasladó su residencia a Roma en 1946, no faltaron sus iniciativas y sugerencias para que en el país donde había más miembros de la Obra se iniciaran actividades apostólicas al servicio de la sociedad civil, de la Iglesia universal y de las diócesis españolas. San Josemaría siempre respetó la autonomía de los directores del Opus Dei en España, que veían en sus propuestas e indicaciones ocasiones de caminar, con mayor exigencia, siguiendo el ritmo que el fundador les marcaba. Algunas de estas iniciativas eran antiguos proyectos que bullían en su corazón y en su mente desde hacía décadas; otras, eran respuestas a nuevas situaciones que dificultaban la acción de Dios en las almas. Pueden encontrarse relaciones de estos proyectos para el futuro en los primeros documentos que escribió para los miembros de la Obra antes de la Guerra Civil española. Unas querían atender sectores sociales menos favorecidos en el campo y en las ciudades; otras tenían tal amplitud que desbordaba el panorama de las clases sociales concretas. En unos casos el protagonismo en la iniciativa correspondió a las mujeres del Opus Dei y sus amigas; en otros, fueron los hombres quienes las iniciaron. Con el tiempo unas y otros dirigieron labores de carácter similar, pero de manera independiente; aunque en algún caso trabajaron al unísono en actividades universitarias o de asistencia hospitalaria.
Como se ha podido ver en la descripción histórica del epígrafe anterior, lo fundamental de cada una de estas iniciativas es el profundo respeto de san Josemaría y de las personas de la Obra que trabajaron en ellas, a la naturaleza de la institución que nace de sus empeños apostólicos y de sus deseos de servicio a todos los que se acerquen a ellas. Por ejemplo, quienes iniciaron la Universidad de Navarra querían empezar una universidad: la mejor que fueran capaces de hacer y, a ser posible, tan buena como la mejor. Y esa intención se mantiene plenamente en la actualidad. A veces esta actitud básica y fundamental de las labores apostólicas que quería el fundador encontró incomprensiones; como las de unas señoras que se asombraron de que el Colegio Tajamar no pareciera un colegio de niños pobres. Los miembros de la Obra que lo empezaron quisieron hacer un colegio: lo mejor posible; aunque estaba situado en una Vallecas superpoblada de emigrantes que huían del hambre que campaba en las zonas rurales españolas de los años cincuenta. No les cabía en la cabeza, como profesionales de la educación, plantearse uno mediocre; ni como cristianos, que los hijos de los pobres no tuvieran derecho más que a una educación de segunda.
La primera labor educativa que iniciaron los miembros del Opus Dei en España fue el Colegio Gaztelueta (Guecho, Vizcaya). Se inició en octubre de 1951, aunque la idea venía de antes. El interés de san Josemaría en esta labor era enorme. Desde luego, porque los miembros de la Obra avanzaran efectivamente en su personal camino de santidad trabajando allí; pero también –como escribió a los que iniciarían aquella labor– porque "Gaztelueta será el modelo, para futuros colegios en todo el mundo" (Gaztelueta, 21). El protagonismo de los padres en la promoción del colegio (ellos buscaron el lugar para establecerlo y pidieron a san Josemaría que fueran miembros de la Obra quienes lo dirigieran), el respeto a la libertad y responsabilidad de los alumnos (cultivo de todas las virtudes humanas, especialmente la sinceridad, la comprensión, la reciedumbre, etc.) y un clima educativo basado en la confianza, constituyeron los pilares de un modo de entender la educación que se ha concretado luego en multitud de ambientes sociales y culturales de todo el mundo. Con estilo propio y con arraigo específico, esta experiencia de Gaztelueta se trasladó primero, en 1958 y por iniciativa del mismo fundador, a lo que entonces era un barrio obrero de Madrid de intensa emigración y bajo nivel económico y cultural, y con un inmenso censo de niños sin escolarizar. Allí nació Tajamar, que tras cuatro años de forzado trabajo en busca de su sede definitiva, lo hizo en su actual emplazamiento. Esta conexión entre los colegios –la iniciativa e idea del fundador del Opus Dei– dejó incluso un rastro material: el amplio pasillo de las oficinas de dirección en Tajamar estuvo decorado durante mucho tiempo con los dibujos enmarcados de los alumnos de Gaztelueta de aquellos primeros años. Por otra parte, desde 1954, san Josemaría animaba a algunas personas de Barcelona, quienes acabaron constituyendo Brafa, una escuela deportiva que podía llegar a muchas personas.
El prototipo de Gaztelueta se trasladaría a otras ciudades españolas con el paso del tiempo. Cada uno con su personalidad y estilo propio: primero –en 1959– las mujeres de la Obra, también por impulso directo de san Josemaría, iniciaron en Valencia Guadalaviar, primero como guardería y desde 1963 como colegio. Ese mismo año comenzaba sus clases Viaró en Barcelona y Retamar lo hacía en 1966 en Madrid. La tradición de Tajamar y la iniciativa de san Josemaría originaron labores educativas dirigidas a los grupos sociales más necesitados de Pamplona (Irabia, desde 1964), Girona (Bell–lloc, desde 1965), Barcelona (Xaloc, desde 1964) y Sevilla (Altair, desde 1967). En esta línea también, las mujeres de la Obra, animadas por san Josemaría, pusieron en marcha el colegio Pineda en Barcelona, en 1963 y el Colegio Senara, en el madrileño barrio de Moratalaz, en 1964. Cada uno de estos colegios tiene su propia tradición e historia, arraigo en su entorno cultural más próximo y sentido de lo universal apoyado en una concepción cristiana del hombre. A la vez, sus proyectos educativos subrayan la importancia de la atención personalizada de los alumnos y el impulso de la responsabilidad de las familias en la educación de sus hijos. Estas tareas se desarrollan siempre en un clima de libertad responsable y de respeto a las creencias religiosas de las familias.
Por otra parte, y como respuesta a la preocupación por la formación humana y espiritual de los hijos de supernumerarios, y de otros padres que quisieran asegurar un ambiente acogedor, abierto, sincero y recio para los suyos, san Josemaría les animó a organizar clubs juveniles en los que recibieran una formación complementaria mientras disfrutaban de su tiempo libre. En 1958 comenzaron las actividades de Jara (Madrid) y Daumar (Barcelona) y desde entonces este tipo de Centros se multiplicaron por todo el país con el apoyo decidido de nuevas generaciones de padres.
No sabemos desde cuándo estuvo en la mente de san Josemaría la idea de fundar la Universidad de Navarra en Pamplona (cfr. PONZ, 2001, p. 28, nt. 35). La primera fecha segura es 1951 (cfr. PONZ, 2001, p. 28). Quizá desde 1938, cuando estuvo en aquella ciudad tras pasar a la zona nacional a través de Francia. En cualquier caso, "a su gran fe, amor de Dios y afanes de servicio, se debe el impulso fundacional, los fines, características esenciales y espíritu de la Universidad" (PONZ, 2001, p. 28). Como Gran Canciller asumió institucionalmente esta atención que con frecuencia se concretaba en cosas aparentemente pequeñas que fijaban la mente, el enfoque, para el gobierno (cfr. SÁNCHEZ BELLA 2001, p. 22).
En 1952 un grupo de profesores miembros de la Obra inauguraron el curso de la Escuela de Derecho, entonces el único centro del Estudio General de Navarra, origen de la posterior Universidad de Navarra. En 1954 empezaron los estudios de Medicina y de Enfermería gracias al empeño de san Josemaría y a pesar de las objetivas dificultades que suponían (cfr. SÁNCHEZ BELLA, 2001, p. 18). Al año siguiente se iniciaron los estudios de Filosofía y Letras (sección de Historia). En 1958 –junto a estas facultades clásicas– la Universidad muestra su espíritu innovador y abierto con la apertura del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa –IESE–, en Barcelona y el de Periodismo en Pamplona. El primero, con un enfoque innovador e internacional –en aquella España todavía cerrada sobre sí misma–, que el propio san Josemaría hizo suyo (cfr. VALERO, 2001, p. 144), inspirado en los centros de referencia de aquel entonces (Lille, primero, y Harvard, después). Por lo que se refiere al de Periodismo, por primera vez en España se adscriben estos estudios –precedente de los actuales de Comunicación– a una universidad.
En agosto de 1960, lo que hasta entonces era el Estudio General de Navarra pasó a ser erigido como Universidad por la Santa Sede: único camino posible en un país estatalizado, la España de entonces, para establecer un centro universitario de iniciativa privada. Sólo un acuerdo internacional de obligado cumplimiento para los signatarios –Concordato de 1953– permitió romper el monopolio estatal. Las gestiones que condujeron a este reconocimiento del Estado español, obligado por la ley, tuvieron lugar en Roma y Madrid. El impulso y seguimiento de san Josemaría y la fiel dedicación de los talentos de quienes realizaron estas gestiones y estudios lograron remover los obstáculos no pequeños que se presentaron. En 1962, por fin, el Estado reconoció la plena validez de los títulos universitarios de la Universidad de Navarra, sin necesidad de revalidarlos en Zaragoza, como se había exigido hasta entonces. Asegurada su estabilidad institucional con este reconocimiento, el desarrollo de la Universidad aceleró su ritmo de crecimiento, mejora y diversificación hacia la excelencia universitaria.
En el campo, los tradicionales problemas de rendimiento, técnicos, sociales y de carácter cultural, además de los derivados del régimen de propiedad, se agudizaron en una España que centraba sus recursos en la reindustrialización durante los años cincuenta. La emigración a los núcleos industriales se intensificaba paulatinamente sin mejorar las condiciones de vida en un campo poco permeable a los cambios que exigían las modernas explotaciones. Para san Josemaría esta situación constituía una llamada a la acción, entre otras cosas porque tenía el convencimiento de que sólo la mejora de las condiciones de vida posibilitaría una vida alejada de las necesidades más inmediatas y perentorias, más plena, y por lo tanto más abierta a la formación cristiana de las gentes del ámbito rural.
Esta inquietud la compartían las personas de la Obra que se movían profesionalmente en estos ambientes. Desde 1960 comenzaron las iniciativas, alentadas por san Josemaría. Primero, en 1962, fueron granjas escuela y escuelas de capataces. Luego, desde 1967, se adoptó un modelo francés que aportaba una experiencia muy positiva en el país vecino. Algunos miembros de la Obra entendieron que esa fórmula podía aplicarse con igual éxito. Así nacieron las Escuelas Familiares Agrarias. En la mente de san Josemaría estas iniciativas en el mundo rural español no se limitaban a nuestro país. Así lo manifestó a uno de los iniciadores: "tenéis que pensar en todo el mundo", le dijo en 1962.
A mediados de los años sesenta comenzó a sentirse una cierta inquietud entre padres de familia católicos que percibían cómo en las clases de religión y en otras materias de indudable importancia doctrinal se impartían contenidos que se alejaban de la doctrina común de la Iglesia. El proceso hay que ponerlo en relación con el desconcierto que produjo en determinados ambientes la recepción, un tanto tergiversada a veces, del mensaje del Concilio Vaticano II. En cualquier caso y dejando a salvo la recta intención de todos, lo que se producía entre los padres, bien conscientes de su responsabilidad ante Dios de la educación cristiana de sus hijos, era un enorme desasosiego. Durante una estancia en España, los directores de la Obra plantearon a san Josemaría este problema. El fundador les hizo caer en la cuenta de que precisamente esa responsabilidad que los padres sentían ante el Señor los debía mover a solucionar lo que era para ellos motivo de alarma: nadie podría negarles –ni la Iglesia, ni ningún estado– el derecho a organizar la educación de sus hijos. No era sólo un derecho que tenían como fieles, sino también como padres.
Junto a estas razones había otras de carácter pedagógico relacionadas con la introducción de nuevas formas de entender la educación que se estaban generando en la España de entonces. Algunos de estos innovadores eran miembros de la Obra. Consideraban que el desarrollo del alumno como persona constituía el centro del proceso educativo y que el cometido del centro no era asumir la exclusividad de ese proceso, sino el de lograr la colaboración de los padres en ese empeño. Desde luego, el desarrollo personal se entendía unido a la idea de que cada persona es hijo de Dios, núcleo central de la espiritualidad del Opus Dei. El resultado de este conjunto de inquietudes fue una nueva empresa educativa: Fomento de Centros de Enseñanza. La empresa se ocuparía de facilitar a los padres que quisieran promover centros de enseñanza de estas características las experiencias y los modos de actuar oportunos. Con todo, al principio, sólo cabía alentar a los grupos promotores que iban surgiendo en varias ciudades españolas. Es difícil valorar qué constituía la novedad más importante en el panorama de las iniciativas educativas españolas, confesionales o no: si el hecho de que fueran grupos de padres quienes optaran por este moderno modelo educativo; o el modelo mismo. La iniciativa de los padres adquirió formas originales en la promoción de cada colegio. Las primeras ciudades en las que se abrieron fueron Córdoba (Ahlzahir), Pamplona (El Redín), Madrid (El Prado), Vigo (Las Acacias) y Barcelona (Canigó). En estas dos últimas ciudades los primeros colegios de Fomento fueron para niñas. Era el año 1963. En 2011 son treinta y cuatro los colegios que se integran en Fomento y varias las sociedades similares que han puesto en marcha iniciativas semejantes en España.
En un contexto análogo, ya en los años setenta, san Josemaría animó a algunos miembros de la Obra a empezar centros universitarios. Era un imposible legal por entonces, pero algunos encontraron fórmulas para iniciar tareas de docencia universitaria que luego, con la transición a la democracia, posibilitaron la puesta en marcha de centros universitarios como Villanueva (Madrid).
El santuario de Torreciudad constituye uno de los más originales proyectos que manifiestan el empeño del fundador por facilitar el acercamiento de las gentes al Señor a través de lo que siempre definió como “el camino adecuado para ir y volver a Jesucristo: su Madre, nuestra madre, la Virgen". Como se ha visto antes, las labores apostólicas que puso en marcha san Josemaría tenían un sentido de servicio directo a la sociedad civil, por su carácter asistencial o educativo. Aquí el servicio se pretendía directo a las almas, a su conversión, a su mejora espiritual. Desde luego no ha faltado una promoción cierta de carácter social en el entorno; pero no era ésa la finalidad primera que se buscaba. El objetivo era sencillo y audaz: lograr, bajo el amparo de la Santísima Virgen, gracias que el Señor daría a quienes acudieran a venerar a su Madre bendita. Afirmaba san Josemaría: "Esos son los milagros que deseo: la conversión y la paz para muchas almas". Ese criterio se refleja en el ambiente que rodea el santuario: en Torreciudad no hay tiendas, ni hoteles. Sólo lugares que facilitan el encuentro con Dios a través de su Madre: celebraciones litúrgicas, cursos de retiro espiritual, días de formación cristiana, amplios horarios de confesiones, rezo del santo Rosario cada día...
La historia del santuario actual tiene su origen en los deseos de san Josemaría de continuar la acción de gracias que centra un episodio de su vida: la peregrinación que sus padres hicieron a la antigua ermita por haberle curado, la Virgen de Torreciudad, de una enfermedad por la que le habían desahuciado los médicos. Como siempre, la finalidad original de la ermita ha sido salvaguardada e impulsada, y un centro mariano de alcance regional se ha transformado en un santuario al que acuden gentes de todo el mundo a venerar a la Señora. Los primeros miembros de la Obra que se trasladaron a vivir a Zaragoza a finales de los años cuarenta ya hicieron algunas excursiones al lugar para hacerse cargo de la situación. Por entonces se empezaba a borrar la memoria del lugar fuera de sus cercanías. Las gestiones para construir el santuario fueron largas y la empresa económica costosa. Los miembros de la Obra buscaron trabajos extras para hacer una aportación personal y extraordinaria a principios de los años setenta. Los años pasaron y poco antes de su marcha al cielo san Josemaría pudo ver el retablo del santuario, que se inauguró, pocos días después de su fallecimiento, en julio de 1975, con un funeral por su alma.
Esta sucinta evolución histórica de las labores apostólicas del Opus Dei en España hasta 1975 parece mostrar la realización en el tiempo de una de las descripciones del apostolado que hizo san Josemaría: la piedra caída en el lago que produce círculos cada vez más amplios (C, 831). En el momento inicial en que la piedra cayó, él estuvo todo lo cerca que exigía el ser fundador del Opus Dei para asegurar que se cumpliera el querer de Dios en cada tarea. Normalmente, luego fueron sus hijos, asimilando sus enseñanzas, quienes procuraron que las ondas fueran cada vez más amplias en el espacio y en el tiempo.
Las iniciativas apostólicas promovidas institucionalmente por el Opus Dei se apoyaron desde el principio en la responsabilidad personal de quienes trabajaban y dirigían cada labor. La Obra se responsabilizaba de la formación de sus promotores y garantizaba, en aquellos aspectos que lo requerían, la identidad católica de los contenidos doctrinales impartidos. El desarrollo histórico del Opus Dei en sus aspectos jurídico–institucionales y sociales (aumento de los miembros y expansión por el mundo), así como la evolución cultural, política, social y económica de los países en los que había personas que se incorporaban a la Obra, ha ido concretando en cada momento el grado de implicación institucional del Opus Dei en la puesta en marcha y orientación de cada labor apostólica.
Desde los inicios de la Obra, la relación de san Josemaría con las labores apostólicas obedecía a un criterio de fondo: él personalmente había recibido un carisma que transmitía a quienes se iban incorporando a sus afanes de santidad en medio del mundo con la convicción de su plena misión apostólica como bautizados, y por tanto asumiendo personalmente la responsabilidad. No es extraño que los primeros residentes de DYA le vieran como la autoridad, aunque fuera Ricardo Fernández Vallespín el director a todos los efectos de aquella institución. La primera extensión de las labores apostólicas tras la Guerra Civil y hasta los años cincuenta casi se limitó a las residencias universitarias y a los centros de formación para fieles de la Obra. Quienes dirigieron estas residencias eran los primeros miembros que habían vivido en ellas con san Josemaría y entendieron que habían de transmitir el ambiente y el modo de comunicar la formación humana, espiritual y doctrinal que ellos habían recibido directamente del fundador. Su originalidad consistía, en cada caso, en lograr el arraigo de todo aquello en cada contexto, en las distintas idiosincrasias.
Durante los años cincuenta se pusieron en marcha las primeras labores de enseñanza: los colegios Gaztelueta y Tajamar, y la Universidad de Navarra. En estas iniciativas la impronta directa de san Josemaría para su puesta en marcha fue muy intensa y también el seguimiento de su primer desarrollo, muy centrado en lo que se refería al sentido apostólico de estas tareas y a su capacidad efectiva de transparentar el espíritu del Opus Dei. El desarrollo de estas labores apostólicas posibilitó también la formación de los miembros de la Obra en dos sentidos. En uno directo: quienes fueron trabajando en estas primeras labores apostólicas de enseñanza media y universitaria adquirieron la ciencia y experiencia correspondiente. En otro indirecto: la generalidad de los miembros del Opus Dei pudieron comprobar –y en cierto sentido se les abrieron los ojos– la variedad de proyectos que podían emprender con ayuda de otras personas, incluso no católicas o no cristianas, y cómo en muchos de ellos simplemente habían de asumir la responsabilidad de su impulso por el hecho de ser padres, madres, profesores o líderes sociales por algún concepto.
A lo largo de los años sesenta se asentaron estas labores apostólicas y se iniciaron algunas semejantes; pero la novedad fue que fieles del Opus Dei, por iniciativa y con responsabilidad propia, aunque animados en su empeño por san Josemaría, suscitaron nuevas tareas educativas. Un grupo de ellas han tenido y tienen una importancia destacada y una enorme amplitud en la promoción social y educativa de los ambientes rurales españoles: las Escuelas Familiares Agrarias (EFAs). Otras constituyeron una novedad radical que puso en planta un aspecto de la doctrina de la Iglesia: la responsabilidad de los padres en la educación cristiana de sus hijos y su consiguiente derecho a promover directamente centros educativos que lo aseguraran. La red de colegios de Fomento de Centros de Enseñanza fue su primera concreción. La madurez de los miembros de la Obra que pusieron en marcha estas iniciativas se reflejaba en que eran totalmente responsables de todos sus aspectos técnicos, económicos, jurídicos, etc. El Opus Dei institucionalmente sólo atendía a la orientación y atención espiritual de éstas, mediante el nombramiento de capellanes.
Hasta 1975, cada una de estas labores se fue desarrollando al compás de las necesidades y de las iniciativas de los directores y de los miembros de la Obra, en muchos casos explícitamente animados por san Josemaría. Él subió con decisión a la barca en la que se montaron luego quienes compartían sus afanes apostólicos; les marcó el rumbo (Duc in altum) y les enseñó a navegar. Sus hijos intentan ahora mantenerlo y trabajar con el garbo que les transmitió.
Julio MONTERO
La virtud teologal de la esperanza, básica en todo cristiano, lo fue también en la vida y en la enseñanza de san Josemaría. En 1934, escribió en Consideraciones espirituales: "Espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. –Él obrará, si en Él te abandonas" (p. 67; C, 731). Esa convicción fundamental permaneció, e incluso se robusteció, a lo largo de los años. Al comienzo de su homilía La esperanza del cristiano, publicada en Amigos de Dios, san Josemaría vuelve a las palabras de 1934 y las completa con dos consideraciones significativas. La primera es autobiográfica: aquellas palabras habían sido escritas "con un convencimiento que se acrecentaba de día en día (...). Ha pasado el tiempo, y aquella convicción mía se ha hecho aún más robusta, más honda" (AD, 205). La segunda es apostólica y eclesial: "He visto, en muchas vidas, que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras" (ibidem).
La afirmación "espéralo todo de Jesús" no era para el fundador del Opus Dei un punto de partida teorético, sino un punto de llegada: una convicción consolidada tanto en referencia a la propia vida como a la del Opus Dei y a la de la Iglesia entera: una convicción vivida, más que deducida, con origen en la gracia de Dios. El fundador del Opus Dei no habla de la esperanza cristiana como de una virtud considerada en abstracto; habla de la esperanza del cristiano, la que se vive día a día: "Cuando hables de las virtudes teologales, de la fe, de la esperanza, del amor, piensa que antes que para teorizar, son virtudes para vivir" (F, 479). La esperanza es cualificada como «teologal» porque la unión plena y eterna con Dios es su «objeto formal quod», es decir, aquello que se espera, y Dios omnipotente y misericordioso, su «objeto formal quo», o sea, la razón por la que se espera. Y lo es porque Dios mismo actúa directamente en el hombre que espera, incitándole a dar pasos, motivándole interiormente, haciéndole superar los obstáculos, el pecado, la angustia, el vacío. Esta convicción de san Josemaría, personal y eclesial a la vez, puede considerarse, por lo tanto, como lugar teológico, ámbito válido para la reflexión cristiana. Porque los santos no sólo transmiten una doctrina, sino que es su vida la que hace que tome cuerpo la doctrina, y en ese sentido la reproduce.
La riqueza y la profunda resonancia humana de las expresiones de san Josemaría sobre la acción de Dios por medio de la virtud de la esperanza son notables. Habla de ella calificándola de "convicción", de "seguridad", de "suave don de Dios", de "deseo por el que nos sostenemos" (ECP, 3); de una realidad hecha de fuego, de calor, de amor, del apretar "esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar" (AD, 213); de una seguridad y una confianza que Dios pone en nosotros (cfr. AD, 214); de una protección divina que "se toca con las manos" (AD, 216), y trae consigo la "seguridad de sentirme –de saberme– hijo de Dios" (AD, 208), y la de saber que "Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios" (AD, 218); de un don divino que engendra la alegría sobrenatural, siendo como un auténtico "anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria" (AD, 278), que espera nuestra llegada y en el que resuena la llamada definitiva: «ven a la casa de tu Padre».
La reflexión de san Josemaría es fruto de la experiencia vivida de la gracia de Dios en medio de las circunstancias cotidianas: a partir de esa experiencia, con una lectura meditada y personalmente interiorizada de la Palabra de Dios, el significado y la inagotable riqueza de esa palabra viva y vivificante que lleva a la total confianza en Dios, es descubierto y redescubierto, profundizado y continuamente confirmado.
La esperanza es, en primer lugar, fruto de la experiencia de la gracia de Dios, pues el cristiano debe, sobre todo, dirigir la mirada hacia el cielo, porque sólo allí "nos aguarda el Amor infinito" (AD, 206). Por eso "un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo" (AD, 206). En repetidas ocasiones, el fundador del Opus Dei explica que el objeto y el motivo de nuestra esperanza sólo puede ser Dios mismo (cfr. AD, 211, 219, 220).
También subraya san Josemaría que la alternativa a la vida cristiana empapada de esperanza no sería una existencia meramente humana o neutra; sería más bien una «vida animal», a ras de tierra, aun en el caso de que el hombre consiguiera llevar una existencia "más o menos humanamente ilustrada" (AD, 206). San Josemaría reconoce la legitimidad de esperanzas concretas, referidas a objetivos limitados (completar un trabajo, alcanzar una determinada meta, etc.), pero describe con dolor y sensibilidad la situación patética y desesperada de las personas que intentan, quizás con grandes esfuerzos, vivir una vida de esperanza sin Dios. "Me siento siempre movido a respetar, e incluso a admirar la tenacidad de quien trabaja decididamente por un ideal limpio. Sin embargo, considero una obligación mía recordar que todo lo que iniciamos aquí, si es empresa exclusivamente nuestra, nace con el sello de la caducidad" (AD, 208; cfr. AD, 209). Por eso, concluye, "quizá no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza, presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor que sacia sin saciar" (AD, 208).
La lectura de estos textos podría hacer pensar que el autor está describiendo una experiencia de la gracia divina de carácter vertical o desencarnado, como si el único protagonista de la vida cristiana fuera Dios mismo, que se ocupa de ahorrarnos el esfuerzo, la energía, el empeño inteligente y perseverante, la solidaridad constante, de modo que el hombre debe dejarse llevar pasivamente por la gracia. Podría parecer, en breve, que el dinamismo propio de la virtud de la esperanza, descrito por san Josemaría, reviste tanto un carácter de excepcionalidad como una fundamental falta de articulación con la realidad humana, es decir, con lo cotidiano, con la tarea humana de construir un mundo mejor, con las "esperanzas terrenas" (AD, 207), o "pequeñas" de las que habla Benedicto XVI en la Cart. Enc. Spe salvi (nn. 30, 31, 35, 39). Pero no es así.
Para mostrar con detalle la humanidad de la esperanza, y captar a la vez la naturaleza teológica de la reflexión sobre esta virtud, conviene analizar la doctrina de san Josemaría desde una doble perspectiva: eclesial y antropológica. Ambas se encuentran profundamente radicadas en la reflexión teológica de san Josemaría sobre la virtud de la esperanza. Este hecho se comprueba a través de los cuatro pasos que veremos a continuación. En primer lugar, la vida cristiana, con el impulso de la virtud teologal de la esperanza, se configura como una realidad plenamente humana que puede aflorar en todas las situaciones, por limitadas y coyunturales que éstas sean. En segundo, la fuerza de la esperanza teologal no elimina el empeño humano; se opone, por lo tanto, a la pasividad y a la evasión irresponsable. En tercer lugar, la expresión más justa de la concreta vitalidad de la virtud de la esperanza es la lucha ascética cristiana vivida a fondo. En fin, la esperanza cristiana se concreta en el apostolado cristiano.
Hablando de la relación entre las esperanzas terrenas y la esperanza cristiana, el fundador del Opus Dei se dirige personalmente al lector en un párrafo rico y denso: "A mí, y deseo que a vosotros os ocurra lo mismo, la seguridad de sentirme –de saberme– hijo de Dios me llena de verdadera esperanza que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las criaturas se acomoda a nuestra naturaleza, y es también virtud muy humana (...). Esta convicción me incita a comprender que sólo lo que está marcado con la huella de Dios revela la señal indeleble de la eternidad, y su valor es imperecedero. Por esto, la esperanza no me separa de las cosas de esta tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor" (AD, 208).
Es decir, el cristiano, por ser hijo de Dios, ve y considera la entera realidad que le rodea a la luz de la acción creadora del Padre, de la acción redentora del Hijo, de la acción santificadora del Espíritu Santo. El cristiano, precisamente porque lo espera todo de Dios y sólo de Él, no deja de «esperar» en las cosas y de las cosas que Él ha creado; no deja de esperar en el hombre ni siquiera cuando éste aparece ante sus ojos como poco fiable –como pecador–, porque se da cuenta de que Cristo ha vencido al mundo. San Josemaría insiste en este ímpetu intensamente humano de la esperanza cristiana en muchos textos. "«Es tiempo de esperanza, y vivo de este tesoro. No es una frase, Padre –me dices–, es una realidad». Entonces, el mundo entero, todos los valores humanos que te atraen con una fuerza enorme –amistad, arte, ciencia, filosofía, teología, deporte, naturaleza, cultura, almas–, todo eso deposítalo en la esperanza: en la esperanza de Cristo" (S, 293; cfr. AD, 221).
Por esta razón el fundador del Opus Dei comprende teológicamente el optimismo como manifestación genuina de una esperanza cristiana proyectada sobre las cosas humanas con el objeto de remover los obstáculos que se oponen al progreso terreno (cfr. AD, 219). Lo mismo dice san Josemaría en la homilía sobre la Ascensión del Señor: "No tengo vocación de profeta de desgracias. No deseo con mis palabras presentaros un panorama desolador, sin esperanza. No pretendo quejarme de estos tiempos, en los que vivimos por providencia del Señor. Amamos esta época nuestra, porque es el ámbito en el que hemos de lograr nuestra personal santificación. No admitimos nostalgias ingenuas y estériles: el mundo no ha estado nunca mejor. Desde siempre, desde la cuna de la Iglesia, cuando aún se escuchaba la predicación de los primeros doce, surgieron ya violentas las persecuciones, comenzaron las herejías, se propaló la mentira y se desencadenó el odio" (ECP, 123).
San Josemaría critica la falsificación de la esperanza que consiste en asumir un horizonte meramente humano o mundano de la vida, pero hay otro modo de considerar la esperanza también incompatible con la doctrina cristiana: una visión falsa y despreocupada o irresponsable de la «confianza» en Dios. La esperanza, según esta visión, sería una coartada para justificar el egoísmo sutil, la fantasía que desea escapar del momento presente, la indolencia, la comodidad, la superficialidad, la evasión de la concreta realidad humana y cristiana. "Con monótona cadencia sale de la boca de muchos el ritornello, ya tan manido, de que la esperanza es lo último que se pierde; como si la esperanza fuera un asidero para seguir deambulando sin complicaciones, sin inquietudes de conciencia; o como si fuera un expediente que permite aplazar sine die la oportuna rectificación de la conducta, la lucha para alcanzar metas nobles y, sobre todo, el fin supremo de unirnos con Dios. Yo diría que ése es el camino para confundir la esperanza con la comodidad. En el fondo, no hay ansias de conseguir un verdadero bien, ni espiritual, ni material legítimo; la pretensión más alta de algunos se reduce a esquivar lo que podría alterar la tranquilidad –aparente– de una existencia mediocre. Con un alma tímida, encogida, perezosa, la criatura se llena de sutiles egoísmos y se conforma con que los días, los años, transcurran sine spe nec metu, sin aspiraciones que exijan esfuerzos, sin las zozobras de la pelea: lo que importa es evitar el riesgo del desaire y de las lágrimas. ¡Qué lejos se está de obtener algo, si se ha malogrado el deseo de poseerlo, por temor a las exigencias que su conquista comporta!" (AD, 207; cfr. AD, 211, 217; C, 412; F, 57).
Es evidente que la invitación cristiana, reiterada con fuerza por san Josemaría, a un espíritu de gratitud y confianza en Dios como fruto de la virtud de la esperanza, no excluye el esfuerzo inteligente, solidario, realista, adecuado a una concreta situación histórica del cristiano. La paradoja y la riqueza principal de la reflexión de san Josemaría sobre la esperanza están precisamente en la correspondencia exacta entre la acción divina propia de esta virtud y la lucha esforzada del cristiano. Cuando no hay lucha, se puede decir que no hay santidad, no porque la santidad sea un producto de la lucha ascética, sino porque la lucha ascética cristiana es expresión tangible de la concreta y generosa acogida de la gracia de Dios.
A veces se piensa que la gracia de Dios sirve para simplificar la vida humana, para ahorrar al hombre el uso inteligente y perseverante de sus fuerzas, para rellenar las lagunas y deficiencias de su debilidad o incompetencia. Sólo un planteamiento de este tipo, se dice, permitiría la afirmación de la plena gratituidad de la gracia divina y podría conducir a la confianza en Dios. Sin embargo es evidente para san Josemaría que la gracia de Dios no ahorra el empleo de las energías humanas, sino más bien al revés, induce a la auténtica lucha ascética, "complicando la vida" del cristiano, como muchas veces recordó (cfr. AD, 21, 207, 223; ECP, 19; C, 6; F, 900, 901). En otras palabras, la confianza humana en Dios y en su gracia se refleja precisamente en una perseverante y práctica lucha ascética.
El riquísimo entrelazarse entre la gracia divina y la respuesta humana generosa, humilde, comprometida e inteligente, se encuentra en la misma médula de los escritos del fundador del Opus Dei. Se puede decir que sus enseñanzas al respecto presuponen dos realidades complementarias. La primera, la acción de Dios por medio de la gracia que induce al hombre a la lucha perseverante por superar los obstáculos que se oponen a una vida cristiana. Y la segunda, la libre y personal respuesta del hombre a esta gracia, que se manifiesta como lucha ascética concreta y habitual. En todo caso, tres son las manifestaciones prácticas principales de esta reciprocidad entre la virtud de la esperanza y la lucha cristiana.
a) Sin una correspondencia a la gracia, la acción de Dios en el hombre es ineficaz.
Muchos textos de la homilía La esperanza del cristiano exponen la convicción de que, con nuestra respuesta personal, el Señor "obra en nosotros y por medio de nosotros", infundiendo seguridad en nuestra alma, de modo que las dificultades objetivas que nos obligan a luchar no son obstáculo, sino condición para el desarrollo de la vida cristiana, porque nos ofrecen la posibilidad de seguir de cerca a Cristo; por el contrario, cuando no hay una lucha concreta se pierden el sentido y el frescor de la esperanza (cfr. AD, 210, 211, 212, 214, 216).
b) En el ejercicio concreto de la lucha ascética se pone confiadamente la mirada en Dios.
El cristiano se esfuerza en una lucha práctica y perseverante, en una lucha gozosa, positiva, enamorada, que se manifiesta en el concreto ejercicio de las virtudes humanas, en el cumplimiento del deber, en la caridad con quienes le rodean. Sin embargo, lo hace siempre "por Dios, con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la Patria definitiva". Se comprueba esta idea en los varios pasajes de la homilía La esperanza del cristiano: "Por eso, me convenceré de que tus intenciones para alcanzar la meta son sinceras, si te veo marchar con determinación. Obra el bien, revisando tus actitudes ordinarias ante la ocupación de cada instante; practica la justicia, precisamente en los ámbitos que frecuentas, aunque te dobles por la fatiga; fomenta la felicidad de los que te rodean, sirviendo a los otros con alegría en el lugar de tu trabajo, con esfuerzo para acabarlo con la mayor perfección posible, con tu comprensión, con tu sonrisa, con tu actitud cristiana. Y todo, por Dios, con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la Patria definitiva, que sólo ese fin merece la pena" (AD, 211; cfr. AD, 217, 219).
Hay en la lucha ascética, por tanto, una confianza filial basada en las promesas del mismo Dios, una confianza no abstracta u ocasional, sino ejercitada "con la mirada alta", también en los momentos de mayor cansancio. Y es esta confianza lo que da fuerza, lo que da la auténtica fortaleza divina (cfr. AD, 213, 214, 218; C, 473).
c) La lucha ascética, con su característico «comenzar y recomenzar», tan propio de la virtud de la esperanza, se traduce en humildad, en conversión y en penitencia.
Son muchos los textos del fundador del Opus Dei que exponen este principio. Por ejemplo: "En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos, como os comentaba antes, con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso" (AD, 219; cfr. AD, 215, 217; F, 222 ss.).
Por último, un aspecto central de la lucha cristiana descrita en estas enseñanzas es la conversión, la penitencia, y consecuentemente la recepción asidua del sacramento de la Reconciliación, fuente de alegría y fruto del don de la esperanza, don que el Señor nos concede cada vez con mayor abundancia. Hablando del sacramento de la Penitencia dice san Josemaría: "Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios (...). Optimismo, por lo tanto. Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a Él, si aprendemos a arrepentimos" (AD, 219).
La esperanza se expresa en un modo particular en el empeño apostólico del cristiano. En un pasaje de su homilía sobre la esperanza titulado "En qué esperar", san Josemaría comienza haciéndose una pregunta: "Quizá más de uno se pregunte: los cristianos, ¿en qué debemos esperar?, porque el mundo nos ofrece muchos bienes, apetecibles para este corazón nuestro, que reclama felicidad y persigue con ansias el amor (...). Por desgracia, algunos, con una visión digna pero chata, con ideales exclusivamente caducos y fugaces, olvidan que los anhelos del cristiano se han de orientar hacia cumbres más elevadas: infinitas. Nos interesa el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin (...). No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva, porque este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar. Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. Ésta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano" (AD, 209-210).
"Y las almas –afirma en otra de sus homilías– nos miran con la esperanza de saciar su hambre, que es hambre de Dios. No es posible olvidar que contamos con todos los medios: con la doctrina suficiente y con la gracia del Señor, a pesar de nuestra miserias" (AD, 51). Y en una tercera homilía, destinada a hablar de la participación de todo cristiano en la misión confiada por Cristo a la Iglesia, concluye con estas palabras: "Pídele a María, Regina apostolorum, que te decidas a ser partícipe de esos deseos de siembra y de pesca, que laten en el Corazón de su Hijo. Te aseguro que, si empiezas, verás, como los pescadores de Galilea, repleta la barca. Y a Cristo en la orilla, que te espera. Porque la pesca es suya" (AD, 273).
El ejercicio de la virtud teologal de la esperanza ha de considerarse esencial en el conjunto de la reflexión teológica y espiritual de san Josemaría. Basta pensar en su infatigable predicación, a lo largo de toda su vida, sobre la llamada universal a la santidad. Cuando se afirma, como ha hecho el Concilio Vaticano II, que la llamada a la santidad es efectivamente universal, se está proclamando: 1) que la realidad humana o creada inclina el hombre hacia Dios y prepara el camino hacia la esperanza teologal, y 2) al mismo tiempo, que ninguna realidad creada puede obstaculizar o condicionar seriamente el despliegue de la bondad omnipotente de Dios, empeñada en llevar a sus hijos a la plenitud de la santidad en Cristo. En consecuencia, el cristiano puede y debe esperar de Dios la gracia, la abundancia de sus dones, no –por así decirlo– a pesar de sus propias limitaciones interiores y de los obstáculos exteriores, sino en y por medio de todas las vicisitudes y circunstancias de su concreta existencia.
Paul O'CALLAGHAN
El Opus Dei (literalmente "Obra de Dios") es un fenómeno pastoral, teológico y jurídico suscitado por Dios en el seno de la Iglesia, con la finalidad de recordar a todos los fieles la llamada universal a la santidad y al apostolado que Jesucristo proclamó en el Evangelio, y de facilitar su efectiva puesta en práctica en las circunstancias ordinarias de la vida. Su nombre completo es "Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei", aunque también se le llama concisamente Opus Dei.
San Josemaría "vio" el Opus Dei –con todo su contenido espiritual y teológico– el 2 de octubre de 1928, aunque fue poniendo por obra el querer divino de modo paulatino. Y así, consideró igualmente fechas fundacionales el 14 de febrero de 1930, cuando el Señor le hizo entender que en la Obra cabían también las mujeres, y el 14 de febrero de 1943, cuando, durante la celebración eucarística, recibió la luz que habría de permitir la ordenación sacerdotal de miembros de la Obra en servicio de los apostolados específicos del Opus Dei y de todas las almas. También constituye una fecha clave en la historia de esta institución el 28 de noviembre de 1982, día en el que el papa Juan Pablo II erigió el Opus Dei en prelatura personal (Const. Ap. Ut sit), sancionando así su pertenencia a la estructura jurisdiccional ordinaria de la Iglesia y dotándola de estatutos propios, según las decisiones del Concilio Vaticano II (PO, 10), de acuerdo con las instancias de san Josemaría a la Santa Sede, repetidamente manifestadas a lo largo de los años.
En las siguientes líneas afrontaré las características específicas del espíritu del Opus Dei, con particular referencia al vivo sentido de la filiación divina que lo informa, a la santificación en el ejercicio del trabajo profesional y en las circunstancias ordinarias de la vida, a la contemplación en medio de las actividades seculares. Dedicaré otros apartados a la labor de formación y a la práctica de las virtudes cristianas, para terminar mostrando cómo la actividad de la Prelatura y de sus fieles se orienta al servicio de la misión de la Iglesia.
La fisonomía espiritual propia del Opus Dei se caracteriza por la íntima unión del aspecto ascético con el apostólico, a su vez armónicamente fundidos y compenetrados con el carácter secular de la Obra y con la condición también secular de sus fieles. Esto significa que el Opus Dei no es un anillo más en la larga cadena de espiritualidades religiosas suscitadas en la Iglesia a lo largo de los siglos. El fenómeno pastoral del Opus Dei "nace desde abajo, es decir, desde la vida corriente del cristiano que vive y trabaja junto a los demás hombres (...); no es el último estadio del acercamiento de los religiosos al mundo" (CONV, 62). Por su origen, su misión y sus peculiares características, es un fenómeno nuevo y original promovido por el Espíritu Santo, cuyo antecedente más claro puede encontrarse en la vida de los primeros cristianos, que "vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo"; y "no se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos" (CONV, 24).
El espíritu del Opus Dei impulsa a considerar que el fundamento de la vida cristiana es la filiación divina, "verdad gozosa que fundamenta toda nuestra vida espiritual, que llena de esperanza nuestra lucha interior y nuestras tareas apostólicas; que nos enseña a conocer, a tratar, a amar a nuestro Padre Dios con confiada sencillez de hijos. Más aún, precisamente porque somos hijos de Dios, esta realidad nos lleva también a contemplar, con amor y con admiración, todas las cosas que salieron de las manos de Dios Padre Creador (...). El Señor nos llama para que le imitemos como hijos suyos queridísimos –estofe ergo imitatores Dei, sicut filii carissimi (Ef 5, 1), sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos–, colaborando humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina: de restablecer la divina concordia de todo lo creado" (Carta 11–III– 1940, n. 2: AGP, serie A.3, 91-6–1).
San Josemaría comentó siempre que la filiación divina se traduce en un deseo ardiente y sincero, tierno y profundo a la vez, de imitar a Jesucristo, dóciles a los impulsos del Espíritu Santo, y de buscar siempre la presencia de Dios. Y no cesó de repetir que el espíritu del Opus Dei conduce concretamente a la unidad de vida que han de practicar los fieles –seglares y sacerdotes– que componen la Prelatura. Esta unidad de vida crea en sus almas la necesidad y como el "instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado" (Carta 2–II– 1945, n. 12: AGP, serie A.3, 92-3–1). "No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte, en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones" (ECP, 126).
Otros rasgos que completan esta fisonomía espiritual son: una piedad doctrinal fundamentada en el estudio de la doctrina católica y alimentada por ejercicios personales de oración, mortificación y penitencia; una tierna devoción a la Virgen María, a san José, a los Ángeles Custodios, a la Iglesia y al Papa; y un afán interior que lleva a servir a todas las almas sin excepción, con un auténtico respeto a la legítima libertad de los demás. Dentro del espíritu de la Obra, la santa Misa ocupa un lugar privilegiado, en cuanto "centro y raíz" de la vida espiritual del cristiano, como enseñó siempre san Josemaría y el Concilio Vaticano II propuso a todos los fieles (cfr. SC, 10; cfr. PO, 5).
Sobre el fundamento de la filiación divina en Cristo, el espíritu del Opus Dei encuentra su quicio en la santificación de las realidades cotidianas, seculares, de la existencia humana. En frase emblemática del fundador, "se trata de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado" (ECP, 122).
Santificar el trabajo exige, en primer lugar, realizarlo con perfección humana, para convertirlo en ofrenda a Dios. Por eso es preciso conseguir una buena preparación profesional –la mejor que cada uno pueda lograr–, a base de estudio y de constancia en la tarea. Pero no basta con procurar la perfección humana del trabajo: es preciso llevarlo a cabo con rectitud de intención; no sólo ni principalmente para conseguir medios económicos o para afirmar la propia personalidad, sino ante todo para dar gloria a Dios, colaborando con Él en conducir a su perfección última la obra de la creación (cfr. Gn 2, 15). Por esta razón, los fieles del Opus Dei se dedican a cualquier ocupación honrada, porque todas las ocupaciones laborales honestas pueden y deben ser santificadas; también aquellas que a los ojos de muchos parecen poco importantes: "Cualquier trabajo digno y noble en lo humano –afirmó repetidamente san Josemaría–, puede convertirse en un quehacer divino. En el servicio de Dios, no hay oficios de poca categoría: todos son de mucha importancia" (CONV, 55).
Santificarse en el ejercicio del trabajo requiere impregnar la tarea profesional de sentido cristiano, poniéndola en relación con la misión redentora de Cristo, que durante muchos años trabajó en el taller de Nazaret y ya entonces estaba operando la redención del género humano. Esto requiere descubrir, en las diversas tareas, ocasiones para amar a Dios y servir al prójimo; convertir realmente la jornada en palestra donde se ejercitan las virtudes humanas y cristianas, bajo la guía del Espíritu Santo.
Santificar a los demás con ocasión del trabajo significa aprovechar las relaciones laborales, de vecindad, de amistad, etc., para tratar de acercar a Dios las almas de parientes, amigos y colegas. Ante todo con la oración y el testimonio de una conducta plenamente coherente con la fe cristiana; y luego, o al mismo tiempo, mediante la palabra oportuna, que –con un exquisito respeto a la libertad de las almas– se convierte en vehículo por el que llegue a los demás la invitación de Jesucristo a ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto (cfr. Mt 5, 48).
Al considerar la tarea profesional como materia prima de la santificación personal y como instrumento principal de apostolado, el espíritu del Opus Dei subraya fuertemente que el cristiano que se desenvuelve en medio del mundo no se limita a desarrollar una actividad con la que subvenir a las necesidades propias o de su familia, y ni siquiera a colaborar en el bien común de la sociedad. "El hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas" (ECP, 48).
Transformar el trabajo en oración, ayudar a los cristianos corrientes a ser almas contemplativas en medio del mundo, resume la finalidad que el Señor ha asignado al Opus Dei en el seno de la Iglesia. "El arma del Opus Dei –enseñó siempre el fundador– no es el trabajo: es la oración. Por eso convertimos el trabajo en oración y tenemos alma contemplativa" (Notas de una reunión familiar, 23–IV–1959). Así como el cuerpo necesita de aire para respirar y de circulación de la sangre para mantenerse en vida, así el alma precisa permanecer en contacto con Dios a lo largo de las veinticuatro horas de la jornada.
En el espíritu del Opus Dei, la piedad impulsa a referir todo al Señor: las ocupaciones profesionales y el descanso, las alegrías y las penas, los éxitos y los fracasos, el sueño y la vigilia. Para alcanzar esta meta, además del auxilio de la gracia, se requiere un esfuerzo personal constante, optimista, sacrificado, que a menudo se concreta en pequeños detalles: recitar una jaculatoria o una breve oración vocal aprovechando las pausas en la tarea; mirar con cariño al crucifijo o a una imagen de la Virgen; renovar una vez y otra la intención apostólica, etc. Todo esto contribuye a mantener en el alma una orientación de fondo hacia el Señor, que cotidianamente es preciso fomentar en la Misa y en los ratos dedicados expresamente a la meditación. Así, aunque el trabajo sea muy absorbente y requiera la plena atención de todas las facultades intelectuales, el alma sigue fija en el Señor y mantiene con Él un diálogo que no queda compuesto sólo de palabras, o de pensamientos conscientes, sino de entrega sincera y recia del corazón, de deseos de cumplir cada tarea, hasta lo más menudo –también el descanso–, por amor y con amor.
Con este camino, el espíritu del Opus Dei impulsa a adquirir un trato de mujeres y hombres prácticamente contemplativos en medio del mundo. "¿Ascética? ¿Mística? –se pregunta san Josemaría–, No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios. Si tú procuras meditar, el Señor no te negará su asistencia. Fe y hechos de fe: hechos, porque el Señor (...) es cada día más exigente. Eso es ya contemplación y es unión; ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual –son infinitas–, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta" (AD, 308).
San Josemaría señaló con frecuencia que el espíritu del Opus Dei impulsa a vivir con "piedad de niños" y "doctrina de teólogos". El cristiano debe saberse niño delante de Dios y manifestar esa realidad con sencillez filial en detalles de amor y de cariño, y a la vez ser consciente de la importancia de la inteligencia en la vida del cristiano, poniéndola en ejercicio tanto para conocer bien lo que Dios en su revelación nos ha dado a conocer acerca de Sí mismo, como para afrontar con conocimiento de causa y responsablemente su tarea en la sociedad.
Para alcanzar esta meta, con la gracia de Dios, la Prelatura ofrece a los fieles del Opus Dei, y a las personas que también lo deseen, una profunda formación en los cinco aspectos que subrayaba san Josemaría: humano, espiritual, doctrinal, religioso, apostólico y profesional. Con toda verdad puede afirmarse que la actividad de la Prelatura se resume en dar esta profunda formación (cfr. CONV, 19 y 27), utilizando los medios más aptos para quienes viven y trabajan en medio de las realidades seculares, dedicando a todos el tiempo y los modos adecuados, según las circunstancias y necesidades de cada uno. En palabras del fundador, "el Opus Dei no es más que una gran catequesis cristiana" (Entrevista en ABC, Madrid, 24–III–1971).
La formación resulta necesaria para conocer mejor a Dios y tratarle como hijos queridísimos, para identificarse con Jesucristo; también para dar una respuesta acorde con las enseñanzas de la Iglesia a las múltiples cuestiones que la actividad profesional plantea a los cristianos que se hallan en medio del mundo, e impregnar toda la actividad (familiar, social, profesional) con el espíritu del Evangelio. Se precisa esa formación, además, para conducir las almas a Cristo y orientar a Dios las leyes civiles y las estructuras de la sociedad secular. "Atesora formación, llénate de claridad de ideas, de plenitud del mensaje cristiano, para poder después transmitirlo a los demás" (F, 841).
La labor formativa –insistía san Josemaría, al tiempo que practicaba personalmente esta enseñanza– no termina nunca; dura hasta el último momento de la vida. Por eso, siempre animó a acudir a los medios de formación "con la ilusión de la primera vez"; con el deseo, no sólo de aprender, sino de poner en práctica lo aprendido, asimilándolo día tras día hasta hacerlo sustancia de la propia existencia. Para lograrlo, se precisa esfuerzo personal, estudio, mantener al día los conocimientos adquiridos –en el ámbito cultural, espiritual, profesional, etc. –, tratando de mejorarlos. "No esperes unas iluminaciones de Dios, que no tiene por qué darte, cuando dispones de medios humanos concretos: el estudio, el trabajo" (F, 841). En este esfuerzo por mejorar la propia capacitación, san Josemaría no se contentaba con la mediocridad: "Al que pueda ser sabio no le perdonamos que no lo sea" (C, 332).
El espíritu del Opus Dei fomenta la práctica fiel de todas las virtudes cristianas, porque con su ejercicio –y con la gracia de los sacramentos– crece la primera configuración con Cristo recibida en el Bautismo. "Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras" (ECP, 23).
San Josemaría ponía el acento, como es lógico, en la caridad, esencia de la santidad, y también en la humildad, base sobre la que se alza el edificio de la vida sobrenatural. La caridad conduce a amar a Dios como Él desea (sobre todas las cosas) buscándole activamente en las relaciones con las personas, en el trabajo y en los sucesos grandes o pequeños de cada jornada. También impulsa a aprovechar cualquier circunstancia para acercar las almas a Dios, convirtiendo las diversas situaciones en ocasión y medio de santificación y de apostolado. La humildad permite reconocer que el bien que descubrimos en nosotros procede de Dios; que la grandeza del cristiano consiste en ser instrumento del Señor; y que –según la enseñanza paulina–“llevamos este tesoro en vasos de barro" (2Co 4, 7). Una humildad que no se limita a lo personal, sino que se despliega también en el ámbito colectivo, pues mueve a los fieles de la Obra a comportarse como cristianos corrientes, sin ostentar su entrega a Dios pero sin ocultar su pertenencia a la Prelatura. El espíritu del Opus Dei, a la vez que estimula a buscar la humildad colectiva, evita del modo más absoluto el secreto o la clandestinidad.
En este espíritu, adquiere especial importancia el cultivo de las virtudes humanas: laboriosidad, obediencia, docilidad, sencillez, naturalidad, sinceridad, lealtad, castidad, orden, desprendimiento de las cosas temporales, sobriedad, optimismo, alegría, reciedumbre, nobleza, valentía, etc. Y esto por una razón muy clara: esas virtudes "son el fundamento de las sobrenaturales; y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien" (AD, 91).
"Viviendo la caridad –el Amor– se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas" (CONV, 62). Además, como una consecuencia necesaria de la unidad de vida, "la práctica de estas virtudes lleva al apostolado. Es más, es ya apostolado. Porque, al procurar vivir así en medio del trabajo diario, la conducta cristiana se hace buen ejemplo, testimonio, ayuda concreta y eficaz; se aprende a seguir las huellas de Cristo" (ibidem).
La actividad de la Obra y de cada uno de sus fieles se ordena –como en los otros católicos– a la edificación del Cuerpo de Cristo (cfr. Ef 4, 12). El Supremo Legislador de la Iglesia lo confirmó al erigir el Opus Dei en prelatura personal, "para que sea un instrumento válido y eficaz de su misión salvífica (de la Iglesia) para la vida del mundo" (JUAN PABLO II, Const. Ap. Ut sit, 28–XI–1982).
"La Iglesia ha nacido con este fin: propagar el reino de Dios en toda la tierra para gloria de Dios Padre, y hacer así a todos los hombres partícipes de la redención salvadora, y por medio de ella ordenar realmente todo el universo a Cristo. Toda la actividad del Cuerpo místico, dirigida a este fin, recibe el nombre de apostolado, y la Iglesia lo ejerce por obra de todos sus miembros, aunque de diversas maneras" (AA, 2). San Josemaría fue pionero de esta concepción del apostolado. Desde la fundación de la Obra dedicó sus energías a que todos los fieles –y concretamente los fieles laicos– comprendieran que la vocación cristiana lleva consigo, por su misma naturaleza, el deber de hacer apostolado. "Son muchos los cristianos persuadidos de que la Redención se realizará en todos los ambientes del mundo, y de que debe haber algunas almas –no saben quiénes– que con Cristo contribuyen a realizarla. Pero la ven a un plazo de siglos, de muchos siglos que serían una eternidad, sí se llevara a cabo al paso de su entrega. Así pensabas tú, hasta que vinieron a «despertarte»" (S, 1).
Y, entre las características específicas del apostolado, según el espíritu del Opus Dei, destaca la secularidad: sus miembros tratan de dar a conocer a Cristo, practicar el bien y difundir la verdad, primaria y principalmente, entre personas que viven en el mundo y tomando ocasión de las actividades y trabajos seculares. Por esta razón, la labor apostólica de los fieles del Opus Dei no se tipifica en algunos campos determinados, sino que se arraiga en la diversidad de especializaciones honradas de la misma existencia. Es –como proclamaba el fundador– un "mar sin orillas" (CONV, 57).
Cada uno de los fieles cumple esta tarea personalmente, entre sus parientes, amigos, colegas, sin necesidad de permiso alguno, porque el apostolado proviene de un mandato que Cristo confía a todos los cristianos. Ese apostolado se basa en la amistad y en la confidencia, y se propone como destinatarios a todas las personas –sin exceptuar ninguna– que la Providencia coloque en su camino. "Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de cielo. Todo eso es «apostolado de la confidencia»" (C, 973).
Como resumen del espíritu del Opus Dei, puede servir una frase del fundador pronunciada en una homilía especialmente significativa, ante miles de personas, invitando a los oyentes a descubrir el “algo divino" que se encierra en las realidades más comunes. "Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria" (CONV, 116).
Javier ECHEVARRÍA
Las referencias al Espíritu Santo son muy frecuentes en las obras publicadas de san Josemaría. Las citas suman más de un centenar, con una frecuencia semejante a la de otros términos fundamentales como, por ejemplo, Dios Padre. Como es lógico, las menciones al Espíritu Santo están relacionadas con las referencias a las otras dos Personas divinas (cfr. AD, 152; ECP, 142), muchas veces acompañadas por el término "Dios" repetido antes de cada una de ellas (cfr. AD, 33, 66; CONV, 109; ECP, 148, 160; F, 611; S, 693, 985).
Con fuerza patrística, y en consonancia con toda la tradición cristiana, san Josemaría presenta al Dios Uno y Trino como origen y fin del hombre y de todas las cosas. La comprensión de la Trinidad Beatísima como fuente y fin de la vida teologal del cristiano conduce a una oración en la que la Trinidad aparece como objeto de las tres virtudes teologales: "Aprende a alabar al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una especial devoción a la Santísima Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo; espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo; amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo. Creo, espero y amo a la Trinidad Beatísima" (F, 296).
Esa repetición de los nombres de las tres Personas se da también en un contexto directamente litúrgico, como, por ejemplo, "la bendición de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo" (C, 57). En este ámbito, son particularmente ricas las expresiones como el "dar gloria a Cristo y, por Él y con Él y en Él, al Padre y al Espíritu Santo" (C, 786), que subrayan, a través de la dimensión cristológica y eucarística, la dinámica de las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu divino. La santa Misa es presentada como una vía de acceso a la vida íntima del Dios trinitario, en cuanto "todos los afectos y las necesidades del corazón del cristiano encuentran, en la Santa Misa, el mejor cauce: el que, por Cristo, llega al Padre, en el Espíritu Santo" (AIG, p. 80).
Este modo de proceder responde a la profunda conciencia de la llamada del hombre a acercarse a las tres Personas divinas, tratando de tú a cada una, y distinguiéndolas (cfr. AD, 306), para expresar su personalidad propia en el diálogo de amor entre el bautizado y Dios. Esta experiencia está en la raíz de Forja, 2: "– ¡Dios es mi Padre! –Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración. – ¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón. – ¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino. Piénsalo bien. –Tú eres de Dios y Dios es tuyo".
Otra característica habitual en las enumeraciones de las tres Personas divinas es su cercanía a la Virgen Santísima, tanto en su coronación por parte de la Trinidad (cfr. S, 926; F, 285 y SR, Quinto Misterio Glorioso), como en su mediación mañana en la relación del cristiano con Dios (cfr. F, 41,1012; ECP, 32, 148, 166). El nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo aparece seguido inmediatamente del de María (cfr. CONV, 123), que "está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo" (ECP, 142). Esta referencia a la unión en cuerpo y alma de la Virgen con la Trinidad se repite en la predicación de san Josemaría (cfr. AD, 292).
Una bella y sintética fórmula es la descripción de María mediante sus relaciones con las tres Personas divinas, como aparece en la siguiente oración: "Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo ¡Más que tú, sólo Dios!" (C, 496; cfr. también S, 801; F, 555; AD, 274; y, en referencia a la Asunción, ECP, 171). La Virgen aparece dentro de la dinámica recíproca de las tres Personas divinas, e introduce a los hombres en esta dinámica divina: "Si nos comportamos así, encontraremos –junto a la Cruz– a María Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra. De su mano bendita llegaremos a Jesús y, por Él, al Padre, en el Espíritu Santo" (AIG, p. 61). Ella muestra en su cuerpo y en su alma, en sus relaciones de mujer como Hija, Madre y Esposa, que el fin del hombre es la unión perfecta con el Dios uno y trino.
La santidad es posible solamente porque el Dios trino se dona realmente al hombre a través de la misión conjunta del Hijo y del Espíritu, que abren el camino al Padre. Y en este camino, el Paráclito es “el Pastor de nuestras almas" (cfr. ECP, 174), pues a través de la Escritura, la liturgia y la asistencia continua a la Iglesia, conduce al hombre por esta vía.
El acercamiento de san Josemaría a la Escritura está marcado por una referencia constante a la tercera Persona, presentada como fuente directa del texto sagrado. Es él quien "dispuso que quedase escrito" (ECP, 140) y "nos ha transmitido" (AD, 241) el Evangelio. Las citas bíblicas son a menudo introducidas por expresiones en las que el Espíritu Santo es sujeto de verbos referidos a enseñar o transmitir: "dice" (C, 244; S, 628; F, 10), "sentencia" (S, 586); "enseña" (F, 1021); "nos comunica" (AD, 232). Habla también de "palabras claras" de la Escritura (S, 31, 163) a través de las cuales el Espíritu Santo hace referencia a la "promesa" (S, 459) y al "consejo" (F, 297). Se tiene la impresión de que la relación personal con las tres Personas divinas, y con el Paráclito en concreto, mueve a san Josemaría a recoger con gran realismo la acción pneumatológica en la constitución y la transmisión de la Escritura. Ser santos quiere decir vivir el Evangelio y estar en relación directa con el Autor divino que configura la existencia del creyente. Él actualiza en la oración la enseñanza de Jesús y "trae a nuestra memoria las palabras del Evangelio" (AD, 238).
La doctrina de Escrivá no consiste, de hecho, en una reflexión puramente académica, sino que nace de su vida y experiencia (cfr. ARANDA, 1990, pp. 89-92). Brota de una fe profunda en la acción divina en el mundo y en la historia, en la irrupción del Paráclito en el alma. En términos técnicos, se puede decir que estos modos de expresarse muestran una fuerte percepción acerca de la conexión que existe entre la economía y la inmanencia divinas. Y es esta conexión la que constituye el camino que el hombre puede recorrer con Cristo y el Espíritu para subir al Padre (cfr. ILLANES, 1999, p. 476).
Estamos ante un tema central en la teología de los Padres de la Iglesia, tanto de los latinos como de los orientales, a los que de hecho remite. Por ejemplo, a propósito de la acción del Paráclito en la Eucaristía, se presentan varios textos: uno de Juan Damasceno en “Amigos de Dios",15, uno de san Cirilo de Jerusalén y otro de san Agustín, también en Amigos de Dios, 87. Varias veces (cfr. AD, 89; AIG, pp. 15-38) aparece la definición de la Iglesia como pueblo "congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" del De dominica oratione de san Cipriano (23: PL 4, 553), que tanta importancia tuvo en el Concilio Vaticano II (cfr. LG, 4).
La acción del Espíritu se pone en evidencia tanto en la lectura litúrgica de la Escritura como en la celebración de los sacramentos, definidos en una ocasión como "luces del Paráclito" (ECP, 89). El Bautismo, la Confirmación, la Ordenación sacerdotal están relacionados con la acción del Espíritu Santo mediante el concepto de efusión, calificada como "callada y fecunda" en el caso del sacramento de la Confirmación (cfr. ECP, 78) y de nueva e inefable en la Ordenación (cfr. ECP, 79).
Según la misma lógica, la tercera Persona de la Trinidad ayuda a prepararse y a vivir la santa Misa (cfr. ECP, 83), pues la santa Misa es fruto de la "corriente trinitaria de amor por los hombres" (ECP, 85). San Josemaría presenta esta doctrina a partir de las diversas oraciones de la liturgia eucarística, desde la colecta hasta la bendición final (cfr. ECP, 85-91), mostrando cómo "toda la Trinidad está presente en el sacrificio del Altar" y poniendo en evidencia la cooperación de la tercera Persona en el santo Sacrificio (cfr. ECP, 86 y 90). La Eucaristía es "el centro y la raíz" de la vida espiritual del cristiano (cfr. ECP, 87), de modo que, "asistiendo a la Santa Misa, aprenderéis a tratar a cada una de las Personas divinas: al Padre, que engendra al Hijo; al Hijo, que es engendrado por el Padre; al Espíritu Santo que de los dos procede" (ECP, 91).
El Espíritu Santo es "fruto de la Cruz" (ECP, 96; F, 759), don del Calvario que llega a nosotros (cfr. F, 27). En su sublime acto de obediencia filial, el Crucificado nos dona "el Espíritu de Verdad y de Vida" (ECP, 102), es decir, el Espíritu del Hijo, de modo que "al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios" (ECP, 118). El sacrificio de Cristo se entiende como acto supremo de caridad porque el Espíritu es el don de sí que el Hijo libremente restituye al Padre. La Cruz se presenta, pues, con expresiones que se pueden poner en relación con la tradición occidental y oriental, como una realidad gloriosa. La santidad es posible porque desde la Cruz el Espíritu se difunde a los hombres, que pueden vivir como hijos de Dios, como contemplativos en medio del mundo, pues en sus corazones llevan el Espíritu de Cristo, que les ayuda constantemente y forja sus acciones, su modo de pensar y de sentir, donándoles la paz del Corazón de Jesús (cfr. ECP, 169).
En la doctrina de san Josemaría, el papel de la tercera Persona en la Eucaristía y el hecho de que la donación del Espíritu sea fruto de la Cruz están estrechamente relacionados con la devoción al Sagrado Corazón, entendida aquí en un modo profundamente teológico y trinitario. En textos de gran fuerza expresiva queda constancia de la profundidad pneumatológica de la Caridad de Cristo: "el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo. El Espíritu Santo, el lazo de amor entre el Padre y el Hijo, encuentra en el Verbo un Corazón humano" (ECP, 169). La dimensión histórica de la donación de Cristo al hombre revela y comunica la intimidad divina y el Amor eterno de las tres Personas. De este modo, también el cristiano en su vida diaria puede llegar verdaderamente a la intimidad divina (cfr. ECP, 116).
Esta conexión entre las misiones divinas y la inmanencia trinitaria resulta esencial en el mensaje difundido por san Josemaría, pues la llamada universal a la santidad nace dentro de la Trinidad, y se realiza mediante la tractio que Cristo ejercita sobre cada hombre y sobre las realidades humanas: "Jesús, con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre" (ECP, 94). La percepción de esta atracción está ligada en la vida de san Josemaría a una concreta experiencia mística, a una locución interior que tuvo el 7 de agosto de 1931, cuando sintió en su alma con claridad las palabras de Jn 12, 32: "Et ego si exaltatus fuero a térra, omnia traham ad me ipsum!" (Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí) (AVP, I, p. 380; cfr. ibidem, pp. 380-384). Esta atracción no es extrínseca, sino que nace de dentro del mundo precisamente porque está realizada por el Espíritu. Él es el Pastor que lleva a los hombres a la santidad a través del único camino posible que es el Corazón de Cristo atravesado en el Sacrificio del Calvario. El Padre, origen último de todo y de toda tractio, es el Dios cercano, que envía a nuestros corazones la tercera Persona para que podamos dejarnos ganar por la maravilla del Crucificado: "El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones" (ECP, 84).
La experiencia personal de la atracción del Paráclito que actúa en el corazón de los hombres para crístificarlos y llevarlos al Padre está unida en san Josemaría a la clara percepción de los límites que el hombre puede poner al actuar salvífico y la consecuente necesidad de la docilidad (cfr. Rouco, 2003, p. 14). Puesto que el camino de la santidad ha sido abierto por Dios, el único verdadero obstáculo es la costra o corteza que hace insensible el corazón a las mociones del Espíritu (cfr. C, 130; ECP, 165).
Las enseñanzas sobre el Paráclito están a menudo asociadas a la percepción de la limitación humana y a la consecuente necesidad de abandono confiado y filial en la acción de Dios, como un niño en relación a su Padre. Esta es la línea fundamental que se encuentra en Camino. En el punto 599, que recoge un texto escrito en septiembre de 1932, san Josemaría afirma: "Eres polvo sucio y caído. Aunque el soplo del Espíritu Santo te levante sobre las cosas todas de la tierra y haga que brille como oro, al reflejar en las alturas con tu miseria los rayos soberanos del Sol de Justicia, no olvides la pobreza de tu condición. Un instante de soberbia te volvería al suelo, y dejarías de ser luz para ser lodo". El contacto personal con la luz irradiada por Cristo muestra al hombre su nada y le hace tocar cómo todas sus virtudes y sus obras buenas no son otra cosa que un don divino. La percepción de la llamada universal a la santidad se funda sobre esta comprensión radical: "Frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar. No olvides que eres templo de Dios. El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones" (C, 57).
Este último punto reproduce un texto escrito en noviembre de 1932, año en el que la devoción de san Josemaría a la tercera Persona de la Trinidad creció con la lectura del Decenario al Espíritu Santo de Francisca Javiera del Valle y con numerosas luces divinas que le vinieron mientras se preparaba para la solemnidad de Pentecostés de aquel año. El texto es fruto de la oración mansa y luminosa que siguió a un consejo recibido por el P. Sánchez Ruiz, su confesor: "tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale" (CECH, p. 267); está en el origen de Forja, 430: "No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! En tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres. Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla, pero no habías "comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia. Ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente, facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender. ¡No sabré hacerlo!, pensabas. –Óyele, te insisto. El te dará fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres, ¡que sí quieres! –Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte".
En 1934, san Josemaría compuso una oración que era consecuencia de su trato con Dios y de los consejos que había recibido en la dirección espiritual: "Ven, ¡oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos, fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo, inflama mi voluntad. He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir diciendo: después, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de Sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz! quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras"(CECH, p. 271).
San Josemaría indica que la apertura de abrir el alma a la obra del Paráclito, unida a la docilidad al director espiritual, es una vía segura para llegar a la santidad. Esta doctrina se completa si tenemos en cuenta que la tarea misma de dirección de almas reclama que el director aspire a secundar eficazmente la obra del Paráclito (cfr. C, 62). Esta actitud de docilidad la describe a veces unida a la infancia espiritual (cfr. C, 852), también con palabras que evocan la identificación con Cristo operada por el Espíritu: "No estorbes la obra del Paráclito: únete a Cristo, para purificarte, y siente, con Él, los insultos, y los salivazos, y los bofetones, y las espinas, y el peso de la cruz, y los hierros rompiendo tu carne, y las ansias de una muerte en desamparo. Y métete en el costado abierto de Nuestro Señor Jesús hasta hallar cobijo seguro en su llagado Corazón" (C, 58). El cristiano está llamado a ser alter Christus, ipse Christus por obra del Paráclito que lo hace hijo en el Hijo y lo une a la Cruz, ofreciéndole en el Corazón de Jesús un refugio seguro, donde hasta el más pequeño puede encontrar el Amor del Padre.
Esta línea de pensamiento se encuentra en otros escritos de san Josemaría, como Surco, 978, punto que, de modo paralelo a Camino, 58, define la obra del Paráclito: "que haga de tu pobre carne un Crucifijo". No hay otro camino (cfr. F, 860). La experiencia de los apóstoles deben recorrerla también todos los cristianos: aunque habían sido formados por Cristo, huyeron frente a la Cruz, pero después de Pentecostés sus límites y su debilidad fueron transfigurados por la eficacia del Paráclito (cfr. S, 283; ECP, 2). También el cristiano experimenta sus propios límites, pero puede pedir la eficacia del Espíritu Santo con la seguridad absoluta de ser escuchado (cfr. S, 616), pues "el Espíritu Santo puede valerse para sus planes del instrumento más inepto" (F, 671).
La lucha ascética es concebida como apertura, como docilidad a esa acción de Dios en nosotros que tiene su realización visible en los sacramentos (cfr. F, 429). La esencia de esa lucha radica en el esfuerzo por abandonarse y aceptar la voluntad del Padre, a imitación de Jesús. "Si vuelves a abandonarte en las manos de Dios, recibirás, del Espíritu Santo, luces en el entendimiento y vigor en la voluntad" (F, 424). La docilidad no tiene un valor meramente moral, como si fuera un precepto extrínseco, sino que está fundada ontológicamente en la inhabitación misma del Paráclito en el alma. Se trata de abrirse a la fuerza del Espíritu Santo en nosotros, procurando remover cualquier obstáculo. De ahí los sentimientos que se reflejan en un punto de Forja: "Señor, que desde ahora sea otro: que no sea "yo", sino "aquél" que Tú deseas. Que no te niegue nada de lo que me pidas. Que sepa orar. Que sepa sufrir. Que nada me preocupe, fuera de tu gloria. Que sienta tu presencia de continuo. Que ame al Padre. Que te desee a Ti, mi Jesús, en una permanente Comunión. Que el Espíritu Santo me encienda" (F, 122).
No es, pues, extraño que san Josemaría invite a invocar a la tercera Persona tanto en el examen de conciencia (cfr. F, 326), como en cualquier momento del día, mediante la repetición de jaculatorias: "empápame, emborráchame de tu Espíritu" (F, 353); "Ure igne Sancti Spiritus!"(F, 516, 923); o "Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?" (SR, Primer Misterio de Luz). Su propósito era "«frecuentar», a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil con el Espíritu Santo. –«Veni, Sánete Spiñtus...!» – ¡Ven, Espíritu Santo, a morar en mi alma!" (F, 514).
Todo esto se relaciona, como es obvio, con la filiación divina, con la conciencia de ser un hijo pequeño de Dios que no tiene miedo de nada y de nadie, no porque confíe en sus propias fuerzas, sino porque se apoya en el Espíritu del Padre que le ha sido donado: "Procura ser un niño con santa desvergüenza, que "sabe" que su Padre Dios le manda siempre lo mejor. Por eso, cuando le falta hasta lo que parece más necesario, no se apura; y, lleno de paz, dice: me queda y tengo al Espíritu Santo" (F, 924). Y, como le ocurre a un niño, también aparece la madre que viene a ayudarlo, que le levanta más allá de sus propios límites: es María quien, como perfecta respuesta al don de Dios, enseña en el diálogo personal a ser dócil al Paráclito y purifica el alma ayudándola a levantar el vuelo a pesar de las tentaciones del mundo (cfr. F, 994).
Siguiendo la Tradición de la Iglesia, san Josemaría recuerda que la vida moral del cristiano está sostenida por los siete dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Los dones son "disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo" (CCE, 1830). Cada don completa y lleva "a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas" (CCE, 1831).
María conduce a la santidad, reuniendo a todos los hijos de Dios en la Iglesia. San Josemaría amaba la jaculatoria "Omnes cum Petro ad lesum per Mariam" (F, 647), que repitió desde los inicios de la fundación del Opus Dei. La Iglesia está marcada por la presencia del Paráclito y se configura como el lugar de la santificación: "Santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios; a mayor intimidad con el Señor, más santidad. La Iglesia ha sido querida y fundada por Cristo, que cumple así la voluntad del Padre; la Esposa del Hijo está asistida por el Espíritu Santo. La Iglesia es la obra de la Trinidad Santísima; es Santa y Madre, Nuestra Santa Madre Iglesia" (AIG, p. 21).
Este es el tema central de la homilía El Gran Desconocido, fechada el 25 de mayo de 1969, fiesta de Pentecostés. San Josemaría comienza evocando el evento de Pentecostés, narrado en Hechos, cuando la potencia de Dios descendió sobre los apóstoles que experimentaron la fuerza del Espíritu, capaz de vencer todos sus temores y sus debilidades. En la comunidad primitiva, añade, todo era obra del Paráclito (cfr. ECP, 127). Esta constatación ilumina la situación de la Iglesia contemporánea, pues lo narrado en el texto sagrado "no es un recuerdo del pasado" (ECP, 128), ya que Cristo ha prometido que el Paráclito permanecerá siempre con sus discípulos (cfr. Jn 14, 16). Por eso, los límites y las debilidades de los cristianos, así como el aparente fracaso de iniciativas o tareas no pueden conducir al desánimo y a la infidelidad. San Josemaría remite a su propia experiencia, narrando el episodio que tuvo lugar cuando un amigo le mostró en un mapamundi el pretendido fracaso del cristianismo (cfr. ECP, 129). Cristo, replicó san Josemaría, no ha fracasado. Dios no quiere esclavos sino hijos, libres cooperadores de su designio, y de ahí nace la posibilidad de volverle la espalda, de oponerse al amor de Dios, pero también la de acoger el amor de Dios, incluso bajo la forma del perdón. Por esto "vale la pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros" (ECP, 129).
Fruto de esta honda conciencia acerca de la acción del Espíritu Santo es la fe en la Iglesia. Los dones de Dios pueden estar depositados a veces en vasos de arcilla (cfr. 2Co 4, 7), pero no se deben desconocer los muchos frutos de santidad ni ser superficiales. "Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios" (ECP, 131). No debemos fiarnos de nosotros mismos, pero "no tenemos derecho a dudar de Dios" (ibidem).
El 30 de mayo de 1970, san Josemaría consagró el Opus Dei al Espíritu Santo, implorando que derramase sus dones entre los miembros de la Obra. Incluyó además una plegaria por la Iglesia: "Te rogamos que asistas siempre a tu Iglesia, y en particular al Romano Pontífice para que nos guíe con su palabra y con su ejemplo, y para que alcance la vida eterna junto con el rebaño que le ha sido confiado; que nunca falten los buenos pastores y que, sirviéndote todos los fieles con santidad de vida y entereza en la fe, lleguemos a la gloria del cielo" (AVP, III, p. 611).
La comprensión profunda de la presencia del Paráclito en la Iglesia llevó a san Josemaría a una concepción extremadamente amplia de la misión del cristiano en la Iglesia. Todos los fieles, en cuanto bautizados, están llamados a ser santos porque el Espíritu permite la santificación de toda actividad humana, incluida la vida corriente, el trabajo profesional y las obligaciones familiares. Es el Espíritu quien ayuda a descubrir en todas las actividades humanas, incluso las más comunes, "un algo santo, divino" (CONV, 114).
La necesidad de hacer apostolado es, pues, una constante, ya que "cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino" (ECP, 132). De la fe en el Espíritu Santo y de la relación con Él es de donde nace la acción del apóstol, que no hace otra cosa sino donar la luz que él ha recibido inmerecidamente: "Amad a la Tercera Persona de la Trinidad Beatísima: escuchad en la intimidad de vuestro ser las mociones divinas –esos alientos, esos reproches–, caminad por la tierra dentro de la luz derramada en vuestra alma" (ECP, 133).
Todo ello sabiendo que todos los cristianos están llamados a la plenitud de la vida teologal: "Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida" (ECP, 134). Por consiguiente, cada uno debe ser consciente de que no existen cristianos de segunda clase, de que Dios llama a cada uno a ser santo y, por tanto, de que debe contribuir a que todos reconozcan esa realidad. Como medios para ayudar a descubrir la radicalidad del Bautismo, hace referencia al abandono filial en la voluntad divina y a la docilidad (cfr. ECP, 135); a la vida de oración, entendida como conversación personal y amistad con el Paráclito, pues "si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro" (ECP, 136); y, finalmente, a la unión con la Cruz, ya que –como dijimos antes– el Calvario precede a la Resurrección y Pentecostés en la vida de Cristo, y así debe ocurrir en cada cristiano (cfr. ECP, 137-138): "Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del Espíritu Santo" (AIG, p. 34).
De esta confianza en la presencia del Paráclito nace el "optimismo cristiano", que ocupa un lugar importante en la doctrina de san Josemaría (cfr. CONV, 23; AIG, pp. 15-38). Así como un profundo amor a la libertad, que configura la vida espiritual del cristiano en cuanto hijo de Dios (cfr. CONV, 8), con la correspondiente responsabilidad.
En coherencia con la misión que había recibido, san Josemaría dedicó amplio espacio a hablar de los laicos o cristianos corrientes. Todo cristiano debe ser consciente de ser Iglesia (cfr. CONV, 59), y sentirse impulsado a participar con responsabilidad en la misión confiada por Cristo a todos los bautizados, cada uno en las circunstancias que le corresponde vivir. De ahí que, refiriéndose al Opus Dei, pero esbozando una doctrina de alcance general, san Josemaría pudiese decir: "damos una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu" (CONV, 19).
La acción apostólica del cristiano, sea cual sea su condición, será espontánea y libre, pues todo en su existencia se ha de mover desde dentro, no desde fuera. Cada cristiano está llamado a ser santo y a atraer a los demás hacia la fe y la santidad, siguiendo y realizando la propia libertad, ya que la percepción de los propios límites debe transformase en apertura a la acción del Paráclito. El hombre no puede salvarse por sí solo, y por tanto su grandeza le viene de lo alto: "las obras apostólicas no crecen con las fuerzas humanas, sino al soplo del Espíritu Santo" (CONV, 40). Siempre sin olvidar que la salvación perfecciona al hombre en cuanto hombre y lo libera, realizando sus aspiraciones más hondas. Lo humano no está opuesto a lo divino, sino abierto en su más íntima profundidad a esta realidad. La identidad más plena del hombre está enmarcada por su filiación divina, por la llamada a colaborar con su Padre para la salvación del mundo (cfr. SCHEFFCZYK, 2002, p. 63).
La acción del Espíritu provoca así una apertura radical del corazón del cristiano, que busca puntos de encuentro con cada hombre a través del trabajo y de la vida cotidiana. Una apertura que caracteriza a la Iglesia desde el inicio porque nace del Corazón de Cristo: "La Iglesia era Católica ya en Pentecostés; nace Católica del Corazón llagado de Jesús, como un fuego que el Espíritu Santo inflama" (AIG, p. 27). Y es María quien, a los pies de la Cruz, intercede ante su Hijo para que envíe a los hombres el Paráclito, de modo que todos vuelvan juntos al Padre (cfr. ECP, 66).
Giulio MASPERO
San Josemaría tuvo un interés especial en Estados Unidos a causa de su creciente influencia en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, fue, con México, uno de los primeros países en los que comenzó la expansión del Opus Dei por el continente americano.
En 1946, José María González Barrado, uno de los primeros miembros del Opus Dei, obtuvo una beca de tres años para un trabajo post–doctoral en Física. San Josemaría le sugirió que buscase un centro de investigación en Estados Unidos para conocer el país y estudiar de primera mano las posibilidades para el apostolado del Opus Dei allí. Barrado se trasladó a los Estados Unidos y, desde muy pronto, en sus cartas se refería al brillante panorama de oportunidades que se abría en ese país.
En 1948, san Josemaría vio que era el momento de que el Opus Dei –que ya había empezado la labor apostólica en Italia, Portugal, Gran Bretaña, Francia e Irlanda– cruzara el Atlántico. Don Pedro Casciaro y otros dos miembros de la Obra visitaron durante seis meses a varios obispos y conocieron algunas universidades en Canadá, Estados Unidos, México, Perú, Chile y Argentina. Poco después de su vuelta, san
Josemaría preguntó a don José Luis Múzquiz –quien sería luego conocido para los americanos como Father Joseph– si querría empezar la labor apostólica del Opus Dei en Estados Unidos. Le recomendó que no tuviera miedo a cometer errores: "Más vale echarse atrás en un par de cosas –recordaba Múzquiz– que dejar de hacer noventa y ocho por miedo a equivocarse" (COVERDALE, 2010, p. 57).
Eran tantas las necesidades económicas del Opus Dei en aquellos momentos, que san Josemaría dijo a Father Joseph que, a su pesar, solo podría enviarle con su bendición. "Pero el cariño del Padre y el amor a Nuestra Señora –recuerda Múzquiz– encontró para nosotros algo mucho más valioso que el dinero, para llevar a Estados Unidos. Nos entregó un cuadro de Nuestra Señora que había estado en el centro del Opus Dei en Burgos, durante la guerra civil española" (ibidem).
El 17 de febrero de 1949, Fr. Joseph y Salvador Martínez Ferigle –un doctor en Física– dejaron Madrid y volaron rumbo a Nueva York. En el último tramo del viaje, don José Luis escribió desde el avión: "Llevamos volando más de cinco horas sobre un trocito pequeño de América: América es muy grande. Volamos hace un momento sobre Boston. Hemos visto la Universidad de Harvard y le hemos pedido ayuda al Ángel Custodio de la universidad y a todos los de cada uno de sus habitantes. El país es muy grande y muy pequeño. Y todo esto ha de llenarse de Sagrarios. Desde el avión se ve un horizonte inmenso ¡Qué gran cosecha!" (COVERDALE, 2010, pp. 57-58).
En parte porque González Barrado estaba ya trabajando en Chicago, decidieron empezar en esa ciudad. Al principio vivieron en un modesto hotel. Eran grandes los desafíos que debían afrontar. No tenían dinero, no conocían a casi nadie, hablaban poco inglés y no estaban familiarizados con las costumbres y modos de vida del país. Acometieron muchas situaciones nuevas en las que debían tomar decisiones difíciles. San Josemaría los animaba cariñosamente. En una ocasión, por ejemplo, el fundador de la Obra le decía en una carta a Fr. Joseph: "Hicisteis muy bien, José Luis, en todo lo que lleváis hecho y has interpretado perfectamente mis deseos tomando las decisiones como las tomas. Obra, José Luis, con toda libertad, después de oír a tus hermanos" (COVERDALE, 2010, p. 69).
Se esforzaban en conocer y tratar a estudiantes, profesores y empleados de escuelas secundarias y de las universidades de Chicago, pero el mensaje de santidad para cristianos en medio del mundo no resultaba fácil de comunicar. Escribía Fr. Joseph a san Josemaría: "Hay que luchar con una falta de formación horrible. Todos mis colegas les ponen como ideal máximo el casarse con una católica" (COVERDALE, 2010, p. 62). Poco a poco fueron encontrando personas que comprendieron mejor por qué habían venido a Chicago los miembros del Opus Dei y que proporcionaron una valiosa ayuda en esos comienzos de la labor.
Aunque no tenían dinero ni siquiera para comprar una casa pequeña, empezaron a buscar una que estuviese cerca de la Universidad de Chicago. Deseaban encontrar un lugar que fuese lo suficientemente grande como para abrir una residencia de estudiantes e impulsar así las actividades culturales y espirituales. El agente inmobiliario que les encontró la casa estaba tan impresionado por su fe y confianza en Dios, que les donó su comisión completa. Este dinero les permitió pagar la primera entrada de un inmueble de quince habitaciones a unos pocos minutos del campus. El 21 de agosto de 1949, tomaron posesión de la casa, que llamaron Woodlawn Residence, y empezaron las obras para convertirla en una residencia. La prioridad fue la construcción del oratorio. Finalmente, el 15 de septiembre de 1949, fiesta de Nuestra Señora de los Dolores, Fr. Joseph celebró la Misa en el oratorio y quedó reservado por primera vez el Santísimo Sacramento en el sagrario de un Centro del Opus Dei en Estados Unidos.
Richard Rieman, un aviador naval de veinticuatro años, fue el primer americano que pidió la admisión en el Opus Dei, el 15 de julio de 1950, aniversario del fallecimiento de Isidoro Zorzano. Gracias en gran parte a su celo y entusiasmo, para el otoño había acudido ya tanta gente a las actividades de Woodlawn que se organizaron tres círculos, uno para estudiantes de secundaria, otro para universitarios y otro para graduados.
Las tres primeras mujeres del Opus Dei llegaron a Chicago desde España en mayo de 1950: Nisa González Guzmán, Blanca Dorda y Marga Barturen. Un año más tarde se unieron otras dos. El 19 de junio de 1951, una prima de Rieman, Pat Lind, se convirtió en la primera mujer americana del Opus Dei. Al año siguiente las mujeres de la Obra compraron una casa grande situada a algunas manzanas de Woodlawn Residence, gracias sobre todo a la generosidad de sus antiguos propietarios. Ese primer Centro se llamó Kenwood.
Una vez que empezaron en Kenwood, hubo un considerable crecimiento en sus actividades: durante aquellos primeros años se organizaron en el Centro retiros para estudiantes de secundaria dos veces por semana y el apostolado con mujeres creció de forma constante, con la cooperación de las numerarias auxiliares. Pronto llegaron las primeras supernumerarias: Helen Healy, Loretta Benzinger y otras.
El Opus Dei acababa de llegar a Chicago cuando Fr. Joseph empezó a planear la expansión a otras ciudades. La llegada en agosto de 1951 de don Guillermo Porras (Fr. Bill), que hablaba un excelente inglés, hizo posible esa expansión. El otoño de 1951 fue testigo del comienzo de las actividades para varones en Nueva York, donde Rieman y Antonio Viladas alquilaron un pequeño apartamento, y en Boston, donde Santiago Polo y Luis Garrido empezaron a estudiar en Harvard. El puesto de avanzada en Nueva York resultó inviable, por lo que Rieman retornó a Chicago y Viladas volvió a España. Boston dio mejores resultados, gracias a la ayuda de nuevos amigos. En 1953, compraron dos casas adyacentes muy bien situadas que habían sido utilizadas como casa de huéspedes. Los edificios requirieron muchas obras de adaptación, pero en otoño de 1954 la residencia Trimount House abrió sus puertas. Al mismo tiempo, el nombramiento de Fr. Porras como capellán católico de la Universidad de Harvard facilitó mucho el apostolado con universitarios en el área de Boston. Al empezar el año escolar 1955-56, un número considerable de universitarios de Harvard, del Massachusetts Institute of Technology (MIT), y de otras universidades de la zona acudían a las actividades y a los medios de formación.
Simultáneamente, las mujeres se trasladaron a un edificio cercano a Trimount House, desde donde se hicieron cargo de su administración doméstica a la vez que desarrollaban su apostolado con jóvenes universitarias. Ocuparon un pequeño apartamento en Clarendon Street con este propósito y muy pronto empezaron a llegar mujeres a la Obra.
Fr. Joseph y otros miembros americanos del Opus Dei trataron de conseguir dinero para la construcción de Villa Tevere en Roma, pero sin mucho éxito. San Josemaría les animaba a redoblar los esfuerzos, al mismo tiempo que los tranquilizaba sobre los resultados: "Encomendad y, si nada humano lográis para estas casas de Roma, no os preocupéis. De todas formas, nada –ninguna de vuestras gestiones– será estéril".
Gran parte de los primeros que pidieron la admisión en el Opus Dei en Estados Unidos fueron a estudiar a Roma. Rieman fue al Colegio Romano de la Santa Cruz en 1954; y pronto le siguió Salvador Martínez Ferigle, una vez terminado su doctorado en el Instituto Tecnológico de Illinois, de cuyos estudiantes, algunos pidieron la admisión en la Obra. Pat Lind y Theresa Wilson fueron al Colegio Romano de Santa María en 1955. Pronto un buen número de hombres y mujeres americanas acudieron a Roma no solo para estudiar filosofía y teología, sino también para aprender el espíritu del Opus Dei directamente de su fundador.
San Josemaría animaba a sus hijos e hijas americanos a ser ambiciosos en sus metas y generosos en su apostolado, también por la extraordinaria influencia que Estados Unidos ejercía en el mundo desde los años sesenta. "Vuestro país estornuda y el mundo entero pilla un resfriado", decía medio en broma. En concreto, hacía hincapié en el papel de América en la contención de la propagación del marxismo, y sobre todo en lo que podría contribuir a la difusión de la fe católica. También les impulsaba a contribuir a la superación de las divisiones raciales que aquejaban el país. Se daba cuenta de que el reto no era fácil, pero insistía en la importancia de una genuina caridad y del cariño para salvar esos obstáculos.
El envío de tanta gente a Roma resultaba muy costoso tanto en dinero como en personal. No obstante, la expansión continuó. Muy pronto, los varones se plantearon establecer nuevos Centros, dos a comienzos de 1955 en Madison, Wisconsin, y en St. Louis, y otro en Washington, D.C., ya para finales de 1957. Había muy poco dinero y solo un puñado de personas para dirigir los nuevos Centros. Sin embargo, las cosas fueron más rápidas de lo planeado y a finales de 1956 ya se habían establecido Centros en esas tres ciudades, más otro en Milwaukee. En el Este, Wynnview –una casa de campo situada entre Boston y Montreal– fue donada por un cooperador.
Durante esos años, también las mujeres abrieron Petawa Residence en Milwaukee y empezaron en Madison, donde el trabajo apostólico incluía la administración doméstica de la residencia de varones. En 1959 habían abierto Bayridge Residence en Boston y Stonecrest en Washington, D.C., ambas residencias universitarias.
Movido por el inmenso panorama apostólico que veía en Estados Unidos, san Josemaría los apoyó con generosidad y envió un flujo constante de mujeres jóvenes, la mayoría de España y de varios países de Sudamérica, para reforzar los Centros existentes.
Con el paso de los años, el Opus Dei siguió creciendo en los Estados Unidos. Tanto los hombres como las mujeres consolidaron su presencia en las ciudades donde originariamente se había empezado y se expandieron por otras ciudades. Actualmente existen Centros del Opus Dei en Boston, Nueva York, Princeton, Washington, Reston Virginia, Miami, Pittsburgh, San Luis, South Bend Indiana, Chicago, Milwaukee, Dallas, Houston, Los Ángeles y San Francisco. Hay casas de convivencias en Massachusetts, Virginia, Florida, Illinois, Texas y California. También hay un gran desarrollo de la labor apostólica en otras ciudades donde aún no se han abierto Centros de la Obra.
San Josemaría nunca visitó Estados Unidos, pero siguió de cerca los esfuerzos de sus hijos e hijas americanos para desarrollar el Opus Dei en las primeras ciudades y, más adelante, en otras muchas, de costa a costa, de Florida a Texas y California. Les alentaba con sus oraciones y sus cartas. Tuvo la alegría de ver a alguno de sus hijos americanos que llevó el mensaje del Opus Dei a otras partes del mundo. El 12 de julio de 1968 escribía al consiliario, Fr. Robert Bucciarelli: "Me ha dado mucha alegría todo lo que me cuentas en tu última carta; sobre todo, porque he podido comprobar, una vez más, vuestro afán proselitista que os lleva a poner en práctica ese mandato divino –compelle intrare– de comunicar, de proclamar en cada rincón de esa amadísima tierra, el mensaje divino que Dios nos ha entregado. Si sois fieles, si os sabéis dar a las almas con cariño humano y sobrenatural, el Señor no dejará de premiaros –ya lo está haciendo– con muchas y buenas vocaciones. Que seáis muy devotos de la Santísima Virgen; con su intercesión, será más fácil atraer al amor de su Hijo las almas de tantos amigos, compañeros de trabajo, que están esperando que les acerquéis a la luz y a la doctrina de Jesucristo".
Durante su viaje de catequesis a México en 1970, san Josemaría tuvo la oportunidad de hablar con un buen número de miembros de la Obra de Estados Unidos que fueron a México para verle. Les insistió en la importancia del cariño y de tener corazón, y después de señalar que podían vivir en un ambiente con personas de un temperamento más frío, añadió: "Tenéis que crear, con el calor de vuestro cariño, el espíritu de familia. (...) Cada hogar y cada Centro de la Obra en vuestro país tienen que ser un corazón encendido con el amor a Jesucristo. No dejéis que el corazón esté frío. (...) Es muy posible que a algunos de vosotros no os vuelva a ver. Y ¿cuál es el testamento que quiero que os llevéis a los Estados Unidos? ¡Qué tengáis corazón!" (Crónica, X–1970, p. 93: AGP, Biblioteca, P01).
John F. COVERDALE
Los estatutos del Opus Dei (Statuta Operis Dei o Codex iurís particularis seu Statuta Praelaturae Sanctae Crucis et Operis Dei) son las normas particulares por las que se rige la Prelatura, dadas por la Sede Apostólica al erigirla en 1982.
Los cánones 294-297 del Codex Iuris Canonici (CIC) condensan algunos elementos básicos del régimen general de las prelaturas personales, que se completa en diversos aspectos –por equiparación expresa del legislador o por analogía (cfr. c. 19) – mediante la aplicación de normas del propio Código dadas para supuestos semejantes (para otras circunscripciones, en especial las diócesis), de algunas disposiciones extracodiciales y de otros criterios asentados por la praxis.
Entre esas disposiciones generales, el canon 295.1 establece que "la prelatura personal se rige por los estatutos dados por la Sede Apostólica", confirmando así la concepción de esta figura organizativa como instrumento para atender a peculiares misiones pastorales, que pueden ser variadas en cuanto a circunstancias, destinatarios, necesidades, etc. Precisamente a través de los estatutos, el legislador –sin modificar la estructura básica que corresponde por naturaleza a una prelatura– puede regular específicamente las características más adecuadas para cada prelatura personal que erija.
Para precisar la naturaleza jurídica de esos "estatutos dados por la Sede Apostólica", debe tenerse en cuenta que, conforme al canon 94.1, son estatutos “en sentido propio" las normas establecidas en las corporaciones y en las fundaciones por sus órganos propios para regular su organización y funcionamiento. Por tanto, la denominación de estatutos se aplica propiamente a normas procedentes de la autonomía normativa de esas entidades, que elaboran su propio régimen jurídico interno en el marco del derecho.
Sin embargo, en ocasiones, el autor de las normas que rigen la organización y actividad de ciertas entidades eclesiásticas es el propio legislador. Respecto a esos supuestos, el canon 94.3 dispone que "las prescripciones de los estatutos que han sido establecidas y promulgadas en virtud de la potestad legislativa se rigen por las normas de los cánones acerca de las leyes". En efecto, aunque el contenido y la función de tales normas son análogos a los típicos de los estatutos en sentido propio –razón por la que reciben esa denominación–, su naturaleza es propiamente legislativa, ya que proceden de un acto de potestad del legislador canónico.
A este tipo pertenecen los estatutos dados por la Sede Apostólica para las prelaturas personales o para otras circunscripciones eclesiásticas. Se trata de leyes particulares que completan el régimen jurídico general con normas adecuadas a las peculiares exigencias y características de la circunscripción de que se trate, en atención a su misión propia. Esos elementos peculiares, más que excepciones a las normas comunes, son especificaciones, determinaciones y desarrollos del régimen básico de derecho universal, establecidas por derecho particular pontificio.
Los estatutos dados por la Sede Apostólica a la Prelatura del Opus Dei, denominados también Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae Sanctae Crucis et Operis Dei (cfr. JUAN PABLO II, Const. Ap. Ut sit, II), constan de 185 números, distribuidos en 5 títulos.
El primer capítulo del Título I describe el Opus Dei como una prelatura personal de ámbito internacional, que consta de clérigos y laicos, erigida para llevar a cabo una peculiar obra pastoral en íntima conjunción del sacerdocio ministerial de los unos y el sacerdocio común de los otros, bajo el régimen del prelado (nn. 1 y 4). Los clérigos, promovidos al sacramento del orden de entre los laicos de la prelatura e incardinados en ella, forman el presbiterio de la prelatura. Los fieles laicos de la prelatura son aquellos que, movidos por vocación divina, se incorporan a ella con un vínculo jurídico específico (n. 1.2). Tras enumerar las normas jurídicas por las que se rige la prelatura (n. 1.3), se enuncia su misión propia y se describen someramente los medios sobrenaturales y el espíritu con que se ha de llevar a cabo (nn. 2, 3 y 5). Los capítulos restantes del Título I regulan con mayor detalle la incorporación de fieles a la prelatura y su eventual desvinculación de ella.
El Título II, dividido en tres capítulos, se dedica al presbiterio de la prelatura y a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, asociación de clérigos propia e inseparable de la prelatura. Los clérigos de la prelatura, por el hecho mismo de su incardinación, son simultáneamente socios de la Sociedad Sacerdotal, a la que pueden pertenecer también clérigos seculares incardinados en otras circunscripciones eclesiásticas, sin incorporarse por ese hecho al presbiterio de la prelatura ni a sus tareas pastorales propias, ya que esa adscripción a una asociación de clérigos se encuadra en el ámbito de libertad personal que corresponde a los clérigos en lo relativo a su vida espiritual (cfr. cc. 214 y 278), y no modifica en nada su situación como sacerdotes diocesanos, ni la exclusiva dependencia ministerial de sus obispos respectivos (nn. 42-43 y 57-78). Por su parte, el clero de la prelatura procede únicamente de los fieles laicos previamente incorporados a ella, que reciben la formación prescrita y son promovidos a las órdenes sagradas para incardinarse en la prelatura y trabajar ministerialmente al servicio de su misión pastoral (nn. 36-41 y 44-56).
El Título III trata, en tres densos capítulos (nn. 79-124), de la vida, formación y apostolado de los fieles de la prelatura. A modo de pórtico de estas normas, el número 79.1 afirma que el espíritu y la praxis ascética de la prelatura poseen caracteres específicos, plenamente determinados, para perseguir su fin propio. Los números siguientes detallan algunos de esos rasgos fundamentales, integrados armónicamente en una unidad de vida que impulsa a asumir enteramente la dignidad y la exigencia de la condición cristiana en todas las facetas de la existencia ordinaria –vida espiritual, familiar, profesional, social–, descubriéndolas como ámbito y materia de santificación y apostolado con un espíritu plenamente secular.
El Título IV contiene, en sus cinco capítulos (nn. 125-180), las disposiciones fundamentales sobre el gobierno de la prelatura y sobre los oficios y organismos que lo ejercen, cooperando en la función de gobierno del prelado y bajo su jurisdicción, en los distintos niveles de organización (central, regional y local). Trata asimismo de las asambleas regionales y de las relaciones de la prelatura con los obispos diocesanos en cuyas diócesis se desarrolla su misión. En este último capítulo se encuentran las principales normas prácticas de coordinación entre la jurisdicción territorial de los obispos –a cuyas diócesis pertenecen los fieles de la prelatura conforme a las normas canónicas comunes, así como los demás fieles que participan en sus labores apostólicas– y la jurisdicción personal del prelado, que se ciñe a la misión propia de la prelatura, delimitada en los estatutos.
Finalmente, el Título V se refiere a la estabilidad y firmeza jurídica de las normas contenidas en el Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae Sanctae Crucis et Operis Dei. Las especiales garantías que refuerzan jurídicamente la estabilidad de este Codex iuris particularis se explican por el hecho de que sus contenidos no se reducen a normas técnicas o prácticas sobre la organización y actividad de la prelatura, sino que muestran una significativa presencia de elementos espirituales, teológicos –teologales, si se prefiere–, que delinean inequívocamente una fisonomía espiritual bien determinada,
Desde los primeros pasos que hubo de dar con vistas a la configuración jurídica del Opus Dei, san Josemaría mostró una viva conciencia de su responsabilidad de custodiar fielmente el carisma recibido, evitando que pudiera desvirtuarse a consecuencia de su institucionalización conforme a las figuras canónicas disponibles a la sazón, siempre inadecuadas en mayor o menor medida, pero adoptadas por ser viables y suficientes para resolver momentáneamente las necesidades de desarrollo de la Obra.
Con este fin, ya para la primera aprobación diocesana, concedida por el obispo de Madrid en 1941, presentó como documentación un breve Reglamento acompañado de cinco escritos complementarios (Régimen, Orden, Costumbres, Espíritu y Ceremonial), que describían la fisonomía de la realidad que entonces recibía su primera configuración canónica como Pía unión (cfr. IJC, p. 91).
En las sucesivas etapas del camino jurídico así iniciado procuró, análogamente, que la identidad sustancial del fenómeno espiritual y apostólico quedara inequívocamente afirmada, bien en el propio texto de las normas sancionadas por la autoridad competente, o bien en documentos oficiales complementarios. "Me sentía urgido –afirma al respecto en una de sus cartas– a precisar nuestro derecho peculiar para que lo que en sede de derecho general pudiera un día interpretarse de un modo ajeno a las características de nuestra vocación, en sede de derecho particular quedara claramente sancionado y de acuerdo con los rasgos esenciales de nuestro camino" (Carta 25-1–61, n. 22: IJC, p. 97).
Con esta mente, el ius peculiare establecido por el fundador –como fruto del discernimiento de lo que exigía el carisma recibido y de lo que, por el contrario, lo desfiguraba o era incompatible con él–, además de contener normas jurídicas que plasmaban determinadas facetas de la realidad fundacional, afirmaba elementos nucleares del espíritu y explicitaba diversos aspectos esenciales de la vocación a la santidad en medio del mundo.
De este modo, en aquellos pasos sucesivos hacia una configuración jurídica apropiada a la realidad de origen divino que se iba desarrollando (cfr. JUAN PABLO II, Const. Ap. Ut sit, Proemio), el ius peculiare cumplía una función de salvaguarda del carisma, proporcionando las claves para interpretar y aplicar la legislación propia de figuras jurídicas que no eran aptas por sí mismas para acogerlo y darle cauce conforme a su naturaleza propia. Y, puesto que el fundador lo iba determinando con "la grave responsabilidad de hacer que este fenómeno nuevo quedara expuesto, en las normas de nuestro derecho peculiar, según el querer del Señor" (Carta 25-1–61, n. 28: IJC, p. 98, nt. 30), actuaba a la vez como punto de referencia y de apoyo para avanzar progresivamente hacia una configuración jurídica plenamente adecuada.
A partir de un determinado momento, san Josemaría consideró sustancialmente logrado el empeño de expresar en el derecho peculiar los rasgos esenciales de la naturaleza del Opus Dei, aunque faltara unir la configuración jurídica plenamente adecuada a su naturaleza espiritual y apostólica. En una de sus cartas afirmará que "tal como había quedado definida y aprobada la Obra [en la aprobación pontifica definitiva de 1950], su derecho peculiar estaba en perfecta consonancia con la esencia de nuestro camino, salvo en aquellas cosas que hube de admitir, propias del estado de perfección, para quitarlas cuando Dios nos depare el momento" (Carta 25–I–61, n, 42: IJC, p. 97).
Tras el Concilio Vaticano II, el fundador del Opus Dei convocó, con la anuencia de la Santa Sede, un Congreso General Especial que, una vez cerrada su fase plenaria, continuó en sede de comisiones técnicas. La comisión encargada de los aspectos canónicos, ya con la perspectiva de una futura configuración jurídica definitiva, acometió bajo la dirección del fundador la revisión del Codex luris Peculiaris conforme a las directrices emanadas del Congreso General.
Además de diversas mejoras sistemáticas y redaccionales, la comisión dejó preparada para el futuro la supresión por la autoridad competente de los elementos ajenos a la naturaleza del Opus Dei, incrustados en el ius peculiare por exigencias de las configuraciones jurídicas anteriores. En 1974 san Josemaría dio los últimos retoques al texto preparado, que aprobó el 1 de octubre de 1974, indicando que se denominara Codex iuris particularis, para distinguirlo del Codex de 1963. Con ese cambio de nombre quedaba de manifiesto también el abandono definitivo de la inadecuada configuración jurídica, anterior, pues en el derecho canónico la expresión "derecho particular" se refiere al conjunto de normas cuyos destinatarios son los fieles de una circunscripción eclesiástica.
Cuando, en 1982, la Sede Apostólica erigió el Opus Dei en prelatura personal, los estatutos que el legislador otorgó a la prelatura eran transcripción fiel del texto del Codex de 1974, con algunos retoques imprescindibles para reflejar la naturaleza de la nueva configuración jurídica. Este procedimiento usado por el legislador, al adoptar y sancionar como estatutos de la nueva circunscripción erigida el texto que el fundador había dejado preparado, ha permitido que, por vía de derecho particular pontificio, se perfeccionara ulteriormente la adecuación que ya ofrecían los rasgos generales de la figura de prelatura personal a la realidad espiritual, pastoral y apostólica del Opus Dei (cfr. JUAN PABLO II, Const. Ap. Ut sit, Proemio).
Jorge MIRAS
Conviene precisar en qué sentido se llama escritor a san Josemaría, ya que todos sus críticos coinciden en que no escribió para ser leído en cuanto escritor. Sus libros tienen un destinatario y una finalidad evangelizadora ("querría escribir libros de fuego", anotó en 1931) a la que se supeditan los aspectos formales. Pero este hecho no quita su valor literario. Es por lo demás algo en común con la literatura religiosa, cuya dilatada tradición alcanza el cénit en los místicos del Siglo de Oro que él leyó, comenzando por santa Teresa. Hay que recordar que el discurso místico, ascético y espiritual utiliza los ingredientes propios de cualquier comunicación literaria, si bien al servicio de fines específicos.
El lenguaje religioso de san Josemaría se hace literatura a partir de una vivencia del misterio divino que corresponde a gracias muy singulares y es, a partir de ahí, como el misterio se reviste de luz en sus palabras. Sus escritos confirman una experiencia religiosa primordial, una intimidad genuina con Dios Creador y Redentor, un "silencio" paradigmático e indispensable para que fragüe el lenguaje auténticamente religioso. En este sentido, su literatura arranca de la Vida y apunta a la vida. En sus textos las palabras no llaman a las palabras; es la Vida la que llama a las palabras y es así como "forjó un estilo literario que delata no obstante al poeta, al cronista, al narrador y al ensayista en un grado de perfección que me atrevo a llamar genial, desde el estricto punto de vista de la crítica literaria" (IBÁÑEZ LANGLOIS, 2002, p. 9). Esa genialidad radica en la adecuación fondo/forma, en la fusión de sus experiencias en un lenguaje plástico, directo e imaginativo, responsable de la enorme difusión de sus textos.
Josemaría Escrivá de Balaguer transmite su experiencia espiritual en un lenguaje " universal: o sea, descontextualizado, utópico, ucrónico y, en suma, simbólico" (GARRIDO, 2002, p. 230). Su deseo de "dar a conocer una manera nueva como el Evangelio y como el Evangelio vieja de vivir el cristianismo se materializará unas veces en procedimientos de iteración, de amplificación; otras, condensando la expresión en máximas fuertemente elípticas que, al definir de modo innovador, producen un extrañamiento que impide la banalización de lo que se dice, la lectura superficial y deformante que inutiliza aquello que se quiere expresar" (ALONSO SEOANE, 2002, pp. 154-155). Recursos que expresan fuertes subrayados de la espiritualidad del Opus Dei –encarnar lo más espiritual– por medio de un lenguaje de figuras sensibles, directo y sintético.
Su afán de claridad se plasma en una prosa que comparte la difícil facilidad de los clásicos, a quienes leyó desde su adolescencia, y es fruto de su "vigilancia constante por la propiedad del lenguaje, la corrección de la sintaxis y la armónica proporción de las partes" (CECH, pp. 162s). "Por otra parte, el tono amable y bien humorado, los rasgos de apasionamiento y cordialidad y el modo franco y rotundo de las interpelaciones son trazos que, más allá de las convenciones de género y estilo y los usos de la lengua de la época, expresan la recia personalidad del autor" (GARRIDO, 2002, p. 257). Su léxico cotidiano, matizado y preciso se abre a casi todos los registros, desde lo castizo y popular a lo más novedoso; siempre al servicio de ese "fuego" que quiere transmitir. Y se plasma a través de lo que llamaba "don de lenguas", en un estilo conciso y directo, abierto a lo universal y que por su capacidad de resonancia a través de los siglos, le convierte en un clásico.
Camino surge de la vida, de su labor apostólica con jóvenes, en un estilo coloquial y directo, revolucionario en la literatura religiosa. Lo autobiográfico y lo epistolar son los carriles de estos 999 puntos (numéricamente, tres veces nueve, a su vez tres veces tres en homenaje a la Trinidad), provenientes muchos de ellos –como ocurre también en Forja– de los Apuntes Íntimos que san Josemaría fue anotando desde 1930 y que incorporó a los libros destinados a la publicación despersonalizando la redacción pasando del "yo" al "tú". El autor construye su libro con "fragmentos de cartas llenas de vida, retazos de conversaciones que quedaron plasmados por escrito en servicio propio y ajeno, abiertos a la atemporalidad puesto que los problemas que se ponen sobre el tapete son de carácter e interés universales" (CABALLERO, "Camino: el molde epistolar al servicio de la literatura religiosa", en GVQ, II, p. 241): "me dices", "me preguntas", "me escribes", "te entiendo", "yo te diré", "te quiero feliz", "me has hecho reír", "Tú ya ves". Con un tú siempre en el texto ("tú y yo tenemos que", "tú y yo podemos con la ayuda de Dios"), destinatario al que se dirige el joven sacerdote, compartiendo esa búsqueda de Camino, Verdad y Vida sintetizada en el lema: "Que busques a Cristo, que encuentres a Cristo, que ames a Cristo" (C, 382). Un tú al que anima, para que "mejores tu vida y te metas por caminos de oración y de Amor" –dirá en el prólogo–; e interpela a través de interrogaciones, que condensan toda una propuesta de horizontes infinitos: "¿Por qué no te entregas a Dios, de una vez, de verdad, ¡ahora!?" (C, 902). Sin ese tú, reforzado por dativos éticos y posesivos afectivos, el libro carecería del soporte revolucionario que, paradójicamente le convertirá en nuevo clásico.
Las marcas de la oralidad también configuran el libro: el diálogo se plasma en palabras, giros, o exclamaciones propias de lo coloquial: "Pues mira" (C, 230), "¡Ya sé!" (C, 327), "Bien. ¿Y qué?" (C, 485), "¡Oye!" (C, 805); y que expresan indignación, sorpresa o atraen la atención del oyente con su toque de ironía. "II y a chez Escrivá un cóté provocateur, que seul l'humour tempere" (Hay en Escrivá un punto de provocación, que sólo el humor atempera) (GONDRAND, "Les marques de l'oralité dans Camino", en GVQ, II, p. 263). Provocación para despertar a los dormidos o rescatar a los despistados, fruto de su espíritu de contemplación que cuaja en un estilo apelativo, en los imperativos que urgen a la acción: "Confía. Vuelve. Invoca a la Señora y serás fiel" (C, 514). O en puntos suspensivos que refuerzan la complicidad entre emisor y destinatario, al que ayudan a reflexionar y rezar. El libro va creciendo, con ese ritmo ágil, entrecortado y rápido, capaz de condensar todo un programa vital: "Sé recio. Sé viril. Sé hombre. Y después sé ángel" (C, 22). Un ritmo en ocasiones ternario, que utiliza la repetición, la anáfora, y explota la sonoridad de las palabras: "Voluntad. Energía. Ejemplo. Lo que hay que hacer se hace" (C, 11).
¿Género literario? El aforismo. Máximas, microrrelatos, consejos, consideraciones –éste último fue el título elegido por el autor para la primera edición (1934) de lo que, con el tiempo, sería Camino (1939) –. El aforismo –"texto breve y sentencioso, portador de un pensamiento o de un contenido de sabiduría intenso, en un contexto de fragmentos afines pero misceláneos: no sistemáticos" (IBAÑEZ–LAN– GLOIS, 2002, p. 19) – es un latigazo verbal, fulminante, brevísimo, con precedentes en la sabiduría sentenciosa de clásicos y místicos, con un sentido muy positivo y nunca pesimista."(...) Los aforismos de C. se mueven en el ámbito de las consideraciones (espirituales), que tienen un puesto propio en la tradición teológico–espiritual: son aforismos dispuestos para el diálogo con Dios" (CECH, p. 156), es decir, tienen una originalidad que no responde a la previa elección de un género literario, sino a su objetivo evangelizador.
En cuanto al estilo, "la fuerza del mensaje se apuntala en una forma escueta, muy bien elegida. Ese lenguaje vibrante, conciso y gráfico, teñido de buen humor y con su punta de ironía, está cuajado de metáforas y comparaciones pero sobre todo de paradojas porque paradójica es la vida del cristiano como supieron muy bien los místicos" (CABALLERO, "Camino: el molde epistolar al servicio de la literatura religiosa", en GVQ, II, p. 247): "Si pierdes el sentido sobrenatural de tu vida, tu caridad será filantropía; tu pureza, decencia; tu mortificación, simpleza; tu disciplina, látigo, y todas tus obras, estériles" (C, 280). Y entreverado de imágenes sensoriales como "sembradores impuros del odio" (C, 1) que "viene a resultar, pues, si se inserta en sus ecos evangélicos y patrísticos, un ejemplo de lo que llamaba Gracián agudeza de improporción, una contrariedad muy llamativa: el impacto causado en el lector no estriba ahora en una imagen concreta sino en la disonancia que se siente entre lo que debiera ser la misión del sembrador y lo que en verdad hacen los que siembran odio; hasta tal punto que el odio pervierte y esteriliza" (ARELLANO, 2003, p. 105). Un ejemplo del manejo intuitivo del idioma sobre un léxico rico y variado, no exclusivamente espiritual, sino que remite al mundo cotidiano (del estudiante, constructor, militar, médico, albañil...) y engloba el contexto español reciente.
Surco y Forja tienen en común con Camino el ser libros de aforismos. Ambos fueron publicados póstumamente bajo el cuidado de Álvaro del Portillo, que realizó las últimas revisiones del texto.
Surco, que consta de mil números distribuidos en treinta y dos capítulos, apareció en 1986, eco de Camino y de las reacciones a éste. Sus aforismos se engarzan al hilo de las virtudes humanas (generosidad, alegría, audacia, humildad, ciudadanía, sinceridad, lealtad...), que van abriendo un surco fecundo. Sus destinatarios se amplían, no son sólo jóvenes del entorno inmediato; y aparecen así nuevos puntos que se refieren a las exigencias sociales de la fe con las que se encuentra la persona en la edad madura. De nuevo la paradoja y una especial síntesis de juegos de palabras se transforman en vehículo para impulsar la vida interior del cristiano, fustigado con cierta ironía por su inautenticidad: "«Un minuto de rezo intenso, con eso basta». –Lo decía uno que nunca rezaba. – ¿Comprendería un enamorado que bastase contemplar intensamente durante un minuto a la persona amada?" (S, 465).
Forja, aparecido en 1987, es el libro más místico de la trilogía, vuelca en aforismos 1055 puntos distribuidos en trece epígrafes. "De nuevo aparece la ordenación al modo de Camino: desde el deslumbramiento (capítulo I) que produce el horizonte descubierto, hasta la meta de la eternidad (último capítulo), pasando por las tareas y las luchas (interiores y exteriores) que se presentan a lo largo del trayecto" (GARRIDO, 2002, p. 240). Ambos libros remiten a la llamada universal de la santidad, pero con diversos matices: Forja parece centrarse en el carácter interior y la dimensión mística de esa llamada, lo que produce rebrotes autobiográficos e imágenes como la del fuego. Retornan también los microrrelatos aprovechando motivos legendarios, folklóricos o literarios siempre en función de su deseo de expresar lo humano como metáfora de lo divino: "Estás como el pobrete que de pronto se entera de que es ¡hijo del Rey! –Por eso ya sólo te preocupa en la tierra la Gloria –toda la Gloria– de tu Padre Dios" (F, 334).
Santo Rosario es un libro escrito para estimular esta devoción, una glosa de los quince misterios que constituían el itinerario anterior a la adición de los Misterios luminosos realizada por Juan Pablo II, contemplados por autor y lector, que se sitúan en la escena como un personaje más, lo que favorece la complicidad entre ambos y con los personajes de la historia: "ven conmigo y –éste es el nervio de mi confidencia– viviremos la vida de Jesús, María y José (...). En una palabra: contemplaremos, locos de Amor (no hay más amor que el Amor), todos y cada uno de los instantes de Cristo Jesús" (SR, "Al lector").
La breve descripción de cada misterio según los textos bíblicos, se tiñe de lirismo por la presencia del autor en el texto: "No olvides, amigo mío, que somos niños" (SR, Primer Misterio Gozoso). Aquí radica el acierto, en la elección del "punto de vista narrativo en primera persona, con su correspondiente invención de personajes dialécticos, el yo y el tú, el narrador–niño y el lector–niño: perspectiva que es, a la par e inseparablemente, lírico–narrativa y espiritual–teológica" (IBAÑEZ–LANGLOIS, 2002, pp. 78-79). Cercanía afectiva, deslumbramiento, ternura y audacia caracterizan el texto narrativo, ese camino de infancia espiritual recia que se cierra con un propósito ascético.
Hay dos momentos comunicativos y dos tiempos –pasado y recreación en presente por parte de cada lector, escena y contemplación–. Y un desplazamiento de lo narrativo –se eluden muchos de los pasajes evangélicos– a lo representativo –se amplían las secuencias del nacimiento, anunciación, etc. –. Todo ello con una finalidad que "no es sólo estética. Hay un deliberado propósito de conmover al lector y sumirle en la contemplación" (de modo que) "el receptor tome la iniciativa y llegue a ser creador, coautor, autor principal del discurso" (VILARNOVO, 2002, pp. 89-90).
Via Crucis, publicado póstumamente y bajo el cuidado de Álvaro del Portillo, describe y medita las catorce estaciones de este ejercicio piadoso. Su fuente son los Evangelios y algunos textos de profetas del Antiguo Testamento "que encuentran en Cristo y, en particular, en su Pasión y Muerte su exacta sutura espiritual" (FABRO, 2002, p. 179). La descripción, sintética y muy gráfica, de los momentos culminantes de la Pasión del Señor, va seguida de la reacción afectiva del narrador, más libre e imaginativa, que se proyecta sobre el lector destinatario para impulsar su contemplación: "La Cruz hiende, destroza con su peso los hombros del Señor (...). Un dolor agudo penetra en el alma de Jesús, y el Señor se desploma extenuado. Tú y yo no podemos decir nada, ahora ya sabemos por qué pesa tanto la Cruz de Jesús. Y lloramos nuestras miserias (...). Jesús ha caído para que nosotros nos levantemos una vez y siempre" (VC, III Estación).
A cada escena le siguen cinco puntos de meditación, extraídos por Del Portillo de diversos escritos de san Josemaría. Hay, además, una doble estructura pictórica como ilustración del libro –un via crucis de Tiépolo para las primeras ediciones– que ayuda a la oración, finalidad siempre prioritaria. Y la misma prosa límpida, el tono coloquial de textos anteriores.
Es Cristo que pasa y Amigos de Dios reúnen aspectos basados en la predicación oral de san Josemaría, siempre comprometida en la glosa paso a paso de la humanidad de Cristo, metiéndose en el Evangelio como un personaje más, viéndole actuar, sonreír, hacer el bien. Y extrayendo las consecuencias: es factible acercársele íntimamente, por el Pan y la Palabra vivificadores. El autor escribe como habla (con viveza coloquial) y habla como escribe (con rigor sintáctico e intelectual), como un padre que conversa con sus hijos. Son homilías que impulsan la conversación del oyente/lector con Dios. Las homilías incluidas en Es Cristo que pasa están ordenadas al hilo del ciclo litúrgico (Adviento, Navidad, Epifanía, Ascensión, fiestas de la Virgen...). Las de Amigos de Dios remiten a virtudes o misterios de la fe, llevados a los textos por medio de pasajes relevantes del Evangelio y Antiguo Testamento. En uno y otro caso se acude a citas de Padres de la Iglesia o santos, para aplicarlas después a la problemática contemporánea.
En ocasiones, el mensaje es subrayado por medio de la cita inicial del texto latino de la Vulgata que le evoca el modo tradicional de confirmar la autoridad doctrinal de la predicación: "Pax in coelo, paz en el cielo. Pero miremos también el mundo: ¿por qué no hay paz en la tierra? No; (...) No hay paz tampoco en la Iglesia, surcada por tensiones que desgarran la blanca túnica de la Esposa de Cristo. No hay paz en muchos corazones (...)" (ECP, 73). Las interrogaciones retóricas persiguen provocar en el oyente/lector una respuesta personal, nunca pesimista. No hay retórica vacía, sino la exposición de la doctrina cristiana en moldes metafóricos, utilizando recursos del idioma como la antítesis, con un ritmo cortado y vibrante, asindético: "Somos la oscuridad, y Él es clarísimo resplandor; somos la enfermedad, y Él es salud robusta; somos la escasez y Él la infinita riqueza; somos la debilidad, y Él nos sustenta, quia tu es, Deus, fortitudo mea, porque siempre eres, oh Dios mío, nuestra fortaleza" (ECP, 80).
Algunas homilías son más narrativas, de mayor desarrollo conceptual y utilizan más la parábola ("pequeños relatos y descripciones que producen una pausa en la exposición y cumplen la función pictórica de hacer ver –revivir o vivir, en el caso de las escenas evangélicas– aquello a que el autor alude como referencia", ALONSO SEOANE, 2002, p. 156) al servicio de la aprehensión de lo sobrenatural. Pero todas la usan en mayor o menor medida: "En una ocasión vi un águila encerrada en una jaula de hierro. Estaba sucia, medio desplumada; tenía entre sus garras un trozo de carroña. Entonces pensé lo que sería de mí, si abandonara la vocación recibida de Dios" (ECP, 11).
Viveza, claridad expositiva, ausencia de innecesarios nexos subordinantes son los recursos para hacerse entender por parte de un autor cuya presencia en el texto es habitual, a veces de modo oblicuo. De ahí la sensación de vida que producen estas homilías, cuyo destinatario queda también recogido mediante interrogaciones retóricas, exclamaciones, súplicas. O la primera persona del plural o el "tú y yo" que engloba emisor y destinatario: "¿Cómo va tu vida de oración? ¿No sientes a veces, durante el día, deseos de charlar más despacio con Él? ¿No le dices: luego te lo contaré, luego conversaré de esto contigo?" (ECP, 8). Lenguaje familiar, expresiones vivas, coloquiales; términos absolutos para expresar la infinitud del amor divino, junto a adverbios como "aquí, ahora, hoy" porque la santidad siempre es tarea concreta, de la vida cotidiana. Para comunicar la experiencia sobrenatural reelabora la literatura ascético–mística con un toque original, aunque utilizando sus recursos (antinomia, metáfora, imagen, alegoría), de origen evangélico o de cuño propio: "El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz" (ECP, 43).
María CABALLERO WANGÜEMERT
"Si has de servir a Dios con tu inteligencia, para ti estudiar es una obligación grave" (C, 336). En su comentario a este punto de Camino subraya Pedro Rodríguez el "carácter central del estudio, de la actividad científica y del trabajo en general", por una motivación "teológica, espiritual y apostólica", tanto respecto a las profesiones cualificadas, como para los universitarios, como para los intelectuales, como para todo quehacer profesional (cfr. CECH, pp. 504-505). El estudio es, en efecto, un elemento fundamental para adquirir la debida competencia profesional, para mejorar la propia capacitación en las tareas que cada uno desarrolla.
La importancia del estudio cobra relieve si se tienen en cuenta el amor y el servicio a la verdad: "Con el estudio, serás capaz de exponer los motivos de tu certeza: de que no hay contradicción –no la puede haber– entre Verdad y ciencia, entre Verdad y vida" (S, 572). La búsqueda y contemplación de la verdad es, en efecto, lo que hace del estudio un instrumento imprescindible para el crecimiento intelectual, para el perfeccionamiento de la vida espiritual, para alcanzar el prestigio en el trabajo profesional y, finalmente, en orden al desarrollo de la propia personalidad. De ahí que haya podido escribirse, comentando el valor del estudio en san Josemaría: "El estudioso posee un rico panorama mental que no le satisface, y levanta el espíritu, busca las dimensiones del mundo y se convence de que son pequeñas. El estudio es camino hacia Dios" (ALBAREDA, 1966, p. 431). Siendo esto así, se comprende que ya en el tercer punto del capítulo de Camino dedicado al estudio se lea: "El estudio, la formación profesional que sea, es obligación grave entre nosotros" (C, 334).
En los veintiocho textos del capítulo "Estudio" de Camino, entre consideraciones doctrinales y aplicaciones prácticas, Josemaría Escrivá desarrolla una teología y una moral del estudio que es un verdadero vademécum para guiar la conducta de los profesores, de los investigadores y de los alumnos universitarios" (FONTÁN, 2002, p. 19). Esta teología y moral del estudio se inserta esencialmente en un concepto clave dentro de la doctrina de san Josemaría, y sin el cual no es posible la comprensión de su mensaje: la "unidad de vida", categoría central en su pensamiento. El estudio, en efecto, supone un compromiso con la verdad, lo cual requiere a su vez una actitud vital fundamental, que puede resumirse sosteniendo que el esfuerzo por alcanzar la verdad comporta "la lucha por adecuar a ella la propia vida" (CASTILLO, 2002, p. 174).
El estudio, encuadrado dentro de la doctrina sobre la unidad de vida, conduce a la mejora intelectual del ser humano que se afana en la búsqueda de un saber, el cual debe conducir al desvelamiento del significado más profundo de la realidad, revirtiendo entonces en el propio crecimiento. Por esto –subrayaba san Josemaría– "en el momento en que aprendemos algo, descubrimos otras cosas que ignorábamos y que constituyen un estímulo para continuar el trabajo sin decir nunca basta" (AD, 232); se produce de este modo un crecimiento que es intelectual y personal a la vez.
Todo lo cual reclama que la persona que estudia crezca en su dimensión no solo especulativa, sino también moral y espiritual: sin ello, el estudio corre el riesgo de desembocar en mera erudición. En un cristiano implica además ahondar racionalmente en las doctrinas de la fe, que comportan desentrañar el significado de la más profunda e íntima verdad sobre la persona humana y su relación con Dios (cfr. AD, 26). De este modo el estudio, el amor a la verdad y la unidad de vida se entrelazan en la conciencia de la filiación divina que anima la espiritualidad de la doctrina de san Josemaría.
La persona crece al dignificar las ideas aprendidas desde la perspectiva mencionada, y la inteligencia se hace "capaz de entender y adorar a Dios" (C, 367). Se descubre entonces, en el fondo de este mensaje, la mentalidad católica y universal que alienta la enseñanza sobre el estudio; sobre todo cuando él mismo transcribe algunas características de esta mentalidad: "Amplitud de horizontes, y una profundización enérgica en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica. Afán recto y sano –nunca frivolidad– de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia y una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos" (S, 428).
A la luz, entonces, del mismo designio divino sobre toda la creación, la razón humana –abierta más allá de los límites de su subjetividad– puede reconocer la condición de creadas, y por tanto la referencia a Dios de la que todas las cosas del mundo son portadoras: el hombre "desvela la palabra divina que yace inconsciente en ellas, la palabra creadora" (ARANDA, 1990, p. 104). Iluminada la inteligencia desde esta verdad, el obrar del ser humano en este mundo es visto a través de un nuevo prisma, a partir del cual se comprende que es camino para su fin eterno y trascendente: "La fe cristiana, (...) nos lleva a ver el mundo como creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios" (ECP, 99).
"Está bien que pongas ese empeño en el estudio, siempre que pongas el mismo empeño en adquirir la vida interior" (C, 341). En estrecha continuidad con el crecimiento intelectual, el estudio engarza con la propia vida interior del hombre que busca la verdad. De ahí que san Josemaría señalara la necesidad de una "preocupación general del alma fiel por alcanzar la más profunda significación de este mundo, que es hechura del Creador. (...) Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha creado al hombre a su imagen y semejanza (Gn 1, 26) y le ha dado una chispa de luz, el trabajo de la inteligencia debe –aunque sea con un duro trabajo– desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de la elevación al orden de la gracia" (ECP, 10).
Desde esa perspectiva de comprensión racional de la fe, el estudio es entendido, en el mensaje de Escrivá de Balaguer, como realidad que incide en la propia vida interior del cristiano. Efectivamente, "decía a los universitarios que para ellos estudiar era una obligación grave, y que una hora de estudio, para un estudiante cristiano, tenía el valor espiritual de una hora de oración" (FONTÁN, 2002, p. 18). Así se lee en el punto 335 de Camino: "Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración". En coherencia con la categoría antes mencionada de la unidad de vida, fundada en el reconocimiento de la propia condición de creadas que poseen todas las cosas, y la filiación divina, toda actividad corriente, pero el estudio de un modo especial, contribuye a la edificación de la vida espiritual, la cual se expande en forma de apostolado en medio del mundo. Ese es a nuestro juicio el contexto de las siguientes reflexiones del autor: "Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo" (C, 359): "Estudio, trabajo, deberes ineludibles en todo cristiano (...). Son arma fundamentalísima para quien quiera ser apóstol en medio del mundo" (S, 483); "Hay que estudiar, para ganar el mundo y conquistarlo para Dios" (S, 526).
El estudio, que está en estrecha conexión con el propio trabajo profesional, lo está también con el cumplimiento de la misión cristiana y con el encuentro personal con Dios, siempre que se realice en un clima de apertura a la verdad y a Dios, fuente de toda verdad: "Entonces, elevaremos el plano de nuestro esfuerzo, procurando que la labor realizada se convierta en encuentro con el Señor, y sirva de base a los demás, a los que seguirán nuestro camino. De este modo, el estudio será oración" (S, 526). Y en otro lugar: "Estudiante, aplícate con espíritu de apóstol a tus libros, con la convicción íntima de que esas horas son ya, ¡ahora!, un sacrificio espiritual ofrecido a Dios, provechoso para la humanidad, para tu país, para tu alma" (S, 522). Vivido así, se manifestará que "entre la oración y el trabajo no debe haber solución de continuidad" (S, 471).
En la dirección apuntada se enmarca la invitación que informa la doctrina de Escrivá de Balaguer al "apostolado profesional": "Sólo te preocupas de edificar tu cultura. Y es preciso edificar tu alma. Así trabajarás como debes, por Cristo: para que Él reine en el mundo hace falta que haya quienes, con la vista en el cielo, se dediquen prestigiosamente a todas las actividades humanas y, desde ellas ejerciten calladamente –y eficazmente– un apostolado de carácter profesional" (C, 347). De ahí que, en el contexto de unidad de vida, se hallen entrelazados el estudio, la formación profesional y cultural y el fin último del ser humano que no es otro que la santidad.
Como se ha citado anteriormente, el punto 334 de Camino concluye con la siguiente indicación: "El estudio, la formación profesional que sea, es obligación grave entre nosotros". Esa "obligación grave", referida ahora a "la formación profesional que sea" se halla engarzada en el conjunto del mensaje de san Josemaría, y es que "el esfuerzo por aprender y capacitarse es una pieza clave en el edificio de la santidad" (RUIBAL, 2002, p. 65). Para esa capacitación profesional, relacionada con el estudio se requiere un profundo amor a la verdad, tal como se ha escrito al hablar de su visión de la universidad como servicio a Dios y a las almas. "Amor a la verdad: inteligencia puesta al servicio de ese amor; amplitud de miras; universalidad de horizontes; intensidad en el estudio; afán por comunicar los logros adquiridos" (CASTILLO, 2002, p. 157).
El estudio se integra entonces dentro de la necesaria preparación cultural que se precisa para vivir como católico en el mundo contemporáneo; además, dirige la formación profesional hacia ese afán siempre renovado de un prestigio profesional "para quien quiera ser apóstol en medio del mundo" (S, 483). De este modo sus enseñanzas aparecen acordes con las indicaciones del Concilio Vaticano II, que animaba a los laicos a ordenar los asuntos terrenales y temporales, conforme al orden divino (cfr. LG, 31). Tal ordenación, en el conjunto de su mensaje y de su obra, no sería posible sin la adecuada y continua formación profesional y cultural que proporciona el estudio de cualquier tema que se presenta como tarea en la vida diaria de quien vive en medio del mundo; animaba así a hacer la siguiente reflexión: "El estudio, el trabajo, es parte esencial de mi camino. El descrédito profesional –consecuencia de la pereza– anularía o haría imposible mi labor de cristiano. Necesito –así lo quiere Dios– el ascendiente del prestigio profesional, para atraer y ayudar a los demás" (S, 781).
"Estudiar es servir" (NIETO, 1979, p. 54). Y otro autor: "El estudio tiene la misma fuerza santificadora de toda actividad humana y una característica propia: que su objeto inmediato es la verdad. Y tanto una cosa como la otra tienen un influjo directo en la persona que se dedica al estudio, en la sociedad y en la Iglesia" (RUIBAL, 2002, p. 67). En el marco de la doctrina del fundador del Opus Dei, el estudio abarca no sólo la dedicación a la propia competencia profesional, sino también a la formación cultural, con objeto de penetrar con la verdad la vida social, y con la finalidad del perfeccionamiento de la propia personalidad, que se alcanza mediante el desarrollo de la inteligencia especialmente cuando se refiere al encuentro con Dios, cuando se desentraña el sentido divino de las cosas creadas y de todos los saberes. Y el hombre mismo, en el desarrollo de su personalidad, redescubre dentro de sí la huella del amor divino en su condición de imagen y en la libertad de su obrar. "El que de verdad tiene espíritu y actitud de aprender, se da cuenta de la profunda unidad de todos los aspectos de lo real, de las conexiones, ve «todo en todo» y a Dios en todo. A su vez, cuando mira a Dios, capta una luz que le sirve para comprender mejor todas las cosas y todas las dimensiones de la realidad" (ALVIRA, 2002, pp. 603-604).
Todo con un claro sentido apostólico y de servicio: "Urge difundir la doctrina de Cristo. Atesora formación, llénate de claridad de ideas, de plenitud del mensaje cristiano, para poder después transmitirlo a los demás. No esperes unas iluminaciones que Dios no tiene por qué darte, cuando dispones de medios humanos concretos: el estudio, el trabajo" (F, 841). Si se vive así se realizará lo que era uno de los grandes sueños de san Josemaría, que haya muchas personas con buena formación espiritual y con competencia en su propia tarea: "Un secreto. Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. Después "pax Christi in regno Christi" la paz de Cristo en el reino de Cristo" (C, 301).
Mª Jesús SOTO BRUNA
Los estudios académicos de san Josemaría pueden estructurarse en tres apartados: Enseñanza Primaria y Bachillerato, estudios eclesiásticos y carrera de Derecho, de los que damos aquí una visión sintética.
Los estudios de la infancia fueron los normales de la época. Entre los tres y los seis años, acudió al parvulario que regentaban en Barbastro las Hijas de la Caridad. Completó la Enseñanza Primaria, hasta los diez años, en el colegio de los Escolapios; allí cursó también los tres primeros años de Bachillerato, de los que se examinó en el Instituto de Huesca (1913) y en el de Lérida (1914 y 1915). Los tres cursos siguientes los estudió en el Instituto Sagasta de Logroño, ciudad a la que se había trasladado la familia Escrivá en verano de 1915.
En 1918, al terminar el Bachillerato, san Josemaría ingresó como alumno externo en el Seminario de Logroño. En los cursos 1918-19 y 1919-20 cursó el primer año de Teología, y realizó un repaso a las materias de Filosofía y Latín, que le habían sido convalidadas al haber completado los estudios civiles de Bachillerato. Entre 1920 y 1924, tras ingresar en el Seminario de San Francisco de Paula de Zaragoza, cursó los restantes cuatro cursos de Teología en la Universidad Pontificia de esa ciudad. Terminó todas las materias con buenas calificaciones. Sin embargo, no realizó los exámenes prescritos para obtener los grados académicos correspondientes (bachillerato, licencia y doctorado), en buena medida por falta de recursos económicos.
Entre 1923 y 1927 realizó en la Universidad Literaria de Zaragoza la licenciatura de Derecho. Al terminarla, se desplazó a Madrid para obtener el doctorado en la Universidad Central, la única entonces en España que ofrecía esa titulación. Sacando tiempo de entre sus muchas labores pastorales, entre 1928 y 1935 cursó las asignaturas preceptivas de doctorado, y empezó a elaborar una tesis sobre la ordenación sacerdotal de mestizos y cuarterones en las Indias occidentales. Los avatares de la Guerra Civil le hicieron perder la documentación acumulada y abandonar ese tema de estudio. Instalado en Burgos a principios de 1938, retomó el proyecto de la tesis doctoral en Derecho con un tema nuevo: la jurisdicción eclesiástica de la abadesa del monasterio burgalés de Las Huelgas. El 18 de diciembre de 1939, tuvo lugar en Madrid la defensa de la tesis, con la calificación de Sobresaliente.
Pasados algunos años, y una vez fijada su residencia en Roma, quiso culminar los estudios de Teología que había realizado en Zaragoza, consiguiendo el correspondiente doctorado. La legislación había cambiado desde entonces, tras la promulgación en 1931 de la Const. Ap. Deus scientiarum Dominus: para obtener el título, ya no se requería superar un examen sino la presentación de una tesis doctoral. San Josemaría, que tras su doctorado en Derecho había continuado los estudios sobre Las Huelgas hasta publicar en 1945 un amplio volumen, de carácter no sólo jurídico sino también histórico y teológico –La Abadesa de Las Huelgas, Madrid, Luz, 1944–, presentó ese trabajo como tesis doctoral en Teología en el Pontificio Ateneo Lateranense. El 20 de diciembre de 1955 se celebró la defensa de la tesis, y consiguió el título de doctor en Teología con la máxima calificación, summa cum laude.
Los estudios mencionados deben ser completados con otros dos datos. El 17 de diciembre de 1956, fue nombrado Miembro honoris causa de la Pontificia Academia de Teología. Y en 1960, el 21 de octubre, la Universidad de Zaragoza le confirió el Doctorado honoris causa por la Facultad de Filosofía y Letras.
Francesc CASTELLS I PUIG
La Sagrada Eucaristía ocupa una posición central en las enseñanzas y en la vida de san Josemaría. Su doctrina, enraizada en la Sagrada Escritura, en la Tradición viva de la Iglesia y en una profunda vivencia personal, abarca todas las dimensiones del Misterio Eucarístico.
San Josemaría, en la homilía La Eucaristía, misterio de fe y de amor, nos introduce en la consideración del Misterio Eucarístico en los siguientes términos: "El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones. La alegría del Jueves Santo arranca de ahí, de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y –en lo que nos es posible entender– porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros. La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza (Gn 1, 26); lo ha redimido del pecado –del pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno– y desea vivamente morar en el alma nuestra (...). Esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía" (ECP, 84-85).
En el origen de la Eucaristía está el amor de Dios por los hombres. Un amor, nos dice san Josemaría, que nace en la intimidad trinitaria de Dios y que, pasando por la Encarnación del Verbo y por el sacrificio redentor de la Cruz, se hace presente, "se perpetúa de modo sublime", en cada celebración eucarística. En efecto, la Eucaristía nos manifiesta y nos hace partícipes del amor del Padre, que en su plan salvífico envió a su Hijo unigénito al mundo y lo entregó a la muerte de Cruz, para liberarnos del poder del pecado (cfr. Jn 3, 16-17). Nos muestra y nos ofrece el amor del Hijo, el Pan bajado del cielo, que obediente a la Voluntad del Padre entregó su vida por nosotros (cfr. Jn 6, 32-38; Mt 26, 28). Nos revela y nos comunica el amor del Espíritu Santo, por obra del cual el Verbo se hizo carne (cfr. Mt 1, 20; Lc 1, 35), y continúa haciéndose presente entre nosotros en cada celebración de la Eucaristía, ofreciéndonos su carne vivificada por el Espíritu (cfr. Jn 6, 51 –57.63). Por esto, el fundador del Opus Dei afirma: "Toda la Trinidad está presente en el Sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora" (ECP, 86).
De esta acción de la Trinidad, que hace posible la presencia sacramental de la Persona de Jesucristo y de su sacrificio redentor, deriva un torrente inagotable de dones salvíficos para la Iglesia y para toda la humanidad. San Josemaría lo expresa así: "El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias" (ECP, 86). Es de aquí, de esta "corriente trinitaria de amor" que nos ofrece el Santísimo Sacramento, de donde proviene la fuerza que permite a los cristianos vivir en Cristo, animados por un solo Espíritu, como hijos del Único Padre, amando hasta el don total de sí mismos, plenamente comprometidos en la edificación de la Iglesia y en la transformación del mundo según el proyecto divino. Por esto san Josemaría exhortaba con frecuencia a sus oyentes a ser "almas de Eucaristía" –expresión muy suya–, es decir, a vivir en unión con Cristo, presente en el Santísimo Sacramento, esperándolo todo de Él, especialmente en la lucha por la santidad personal y en la tarea de llevar todos los hombres a Dios: "¡Sé alma de Eucaristía! –Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!" (F, 835).
Estas consideraciones acerca del designio salvífico de la Trinidad y la grandeza del don de la Eucaristía, le permiten concluir: "La Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano" (ECP, 87). Veamos esto último con más detalle.
Esta expresión, "la santa Misa es el centro y la raíz de la vida del cristiano", aparece con frecuencia en la predicación oral y escrita del fundador del Opus Dei. En el texto que acabamos de citar, él mismo nos explica el porqué de la centralidad de la Eucaristía, y de su valor frontal en la vida cristiana: por todo lo que ella contiene y nos da a participar.
Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía, el Señor se hace presente en los signos sacramentales del pan y del vino, en el acto de ofrecer la propia vida al Padre en expiación de los pecados de la entera humanidad. En Cristo y con Cristo se hace presente su obra salvífica, el sacrificio de nuestra redención en la plenitud del Misterio Pascual, es decir, de su pasión, muerte y resurrección.
No se trata de una presencia estática, puramente pasiva del Señor, pues Él se hace presente con el dinamismo salvífico de su muerte y resurrección gloriosa como Persona que viene a nuestro encuentro para redimirnos, para manifestarnos su amor, para darnos su misma vida con el Pan de la vida eterna y el Cáliz de la eterna salvación, para unirnos a Sí y hacer posible que en Él –en Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo– restituyamos al Padre, en acción de gracias, todo lo que del Padre proviene.
San Josemaría exhortaba a todos a ser consecuentes con esta verdad, orientando cada día la entera existencia al encuentro con Cristo en la Eucaristía, y a la participación en su Sacrificio redentor: "Lucha por conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar" (F, 69).
Esta "lucha" es fundamental en la vida del cristiano, pues de ella depende que la Eucaristía, que "objetivamente" (independientemente de que lo consideremos o no) es el centro y la raíz de la vida cristiana, lo sea efectivamente para cada fiel. La Eucaristía es un misterio que se ha de creer, se ha de celebrar y se ha de vivir personalmente. Debe ser, pues, el centro real, el punto de referencia de nuestras acciones y nuestros pensamientos, donde toda nuestra existencia debe confluir, para que, al ser asumida por Cristo, adquiera plenitud de valor. Y debe ser también la raíz por la que nos embebemos de la vida de Cristo, crecemos en amor a Dios y a los hombres, y hacemos acopio de fuerzas para corresponder a la propia vocación y alcanzar la santidad a la que todos estamos llamados.
En los escritos de san Josemaría sobre la Eucaristía se encuentra una visión profundamente unitaria de los diversos aspectos del Misterio Eucarístico. De modo particular subraya la dimensión sacrificial de la liturgia eucarística, considerándola en la perspectiva de la sacramentalidad: la santa Misa, afirma, es "el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor" (CONV, 113). Con la Tradición de la Iglesia, identifica dicho sacrificio sacramental con el sacrificio único de nuestro Redentor: "Es el sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención" (ECP, 86). Y al contemplar con los ojos de la fe y del amor esta realidad, descubre que "en este sacrificio (la santa Misa) se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros" (ECP, 88), lo que desea, tanto cuando participamos en la liturgia eucarística como en todo momento de nuestra existencia.
Nuestro Padre Dios quiere que vivamos según lo que somos, como hijos en el Hijo, identificados con Cristo en el amor y la obediencia filial. Y dicha identificación se realiza de modo singular gracias a la Eucaristía. En Cristo Jesús, en comunión con su ser teándrico, podemos vivir en constante relación de amor filial con el Padre (cfr. Jn 6, 57) y el Padre vuelca sobre nosotros su paternidad rebosante de amor. Además, mediante la comunión con el cuerpo de Cristo, con su humanidad vivificada por el Espíritu y vivificante, entramos también en comunión con la tercera Persona de la Trinidad, recibiendo la fuerza del amor del Espíritu Santo, que todo lo crea, renueva, enciende y santifica. Él nos cristifica con particular eficacia y nos hace sentir nuestra filiación divina en Cristo. En este sentido afirma san Josemaría: "En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catecheses, 22, 3). La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida y consummati in unum (Jn 17, 23), hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que san Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor (SAN AGUSTÍN, In loannis Evangelium tractatus, 26, 13)" (ECP, 87).
La contemplación del amor que Cristo nos manifiesta en la Eucaristía y, sobre todo, la identificación con Él –por la fe, la gracia Cristo conformante del sacramento y la acción del Paráclito en el alma– no puede dejar indiferente ni pasivo a ningún cristiano que participa en el Sacrificio Eucarístico. "Corresponder a tanto amor –afirma san Josemaría– exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma" (ibidem). Exige que nos entreguemos como Él, por amor, con una donación completa, incondicional, humilde, escondida, perseverante.
Todos los fieles –todo el Pueblo de Dios sacerdotal y no sólo el sacerdote celebrante– están llamados a vivir de este modo la Eucaristía, es decir, a actualizar su entrega al Señor en el momento de la consagración de los dones, en que, con la presencia de la Persona de Cristo, se actualiza su acto de oferta sacrificial, y en el momento de la Comunión, cuando llegamos a ser una sola cosa con la Víctima divina (cfr. SC, 48; LG, 11; PO, 2, 5). En efecto, aunque sólo el ministro sacramentalmente ordenado –obispo o presbítero– está habilitado para actuar el Sacrificio Eucarístico in persona Christi, la celebración eucarística afecta y compromete a cada uno de los fieles presentes, los cuales, en virtud de su sacerdocio común (es decir de su participación en el sacerdocio de Cristo, recibida en el Bautismo), están llamados a ofrecer al Padre un culto espiritual (cfr. Rm 12, 1), el sacrificio de sus vidas, unidas al sacrificio de Cristo. Los fieles no pueden permanecer como simples espectadores de un acto de culto realizado por el sacerdote celebrante. Todos pueden y deben participar en la oferta del sacrificio.
San Josemaría dejó bien grabada en el alma de sus oyentes esta doctrina de la Iglesia. Enseñó a todos a renovar en la santa Misa el ofrecimiento de la propia vida y de las obras de cada día, todo cuanto somos y poseemos: la inteligencia, la voluntad, y la memoria, el trabajo, las alegrías y las contradicciones y dirigir la entera existencia al Sacrificio Eucarístico, enseñando a todos a vivir con alma sacerdotal, incorporando a él –como indica el Concilio Vaticano II– "todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cfr, 1 Pt 2, 5), y en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor" (LG, 34).
Ni que decir tiene que lo que hemos afirmado hasta ahora de los fieles cristianos en general se aplica al sacerdote celebrante, y de modo especial, pues en la celebración eucarística actúa in persona Christi y está llamado a identificarse de modo particular con Cristo, Víctima y Sacerdote. El ofrecimiento de la propia vida al Padre, por Cristo y en Cristo, debe ser una realidad para él en cada celebración de la Eucaristía. Lo que el sacerdote realiza sacramentalmente sobre el altar compromete su vida entera. Está llamado a entregarse plenamente, en Cristo y con Cristo, al Padre, permitiendo de este modo que el Señor asuma su entera existencia y le dé plenitud de sentido y valor salvador.
San Josemaría, consciente de esta verdad, la recordaba con frecuencia y la vivía cada día en el Sacrificio del Altar: "Por el sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser. Es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad. En esto se fundamenta la incomprensible dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor" (AIG, pp. 70-71). De ahí su alegría al leer en el Decr. Presbyterorum ordinis que la celebración del Sacrificio Eucarístico "es el centro y la raíz del toda la vida del presbítero, de forma que el alma sacerdotal se esfuerza en reproducir en sí misma lo que se realiza en el ara del sacrificio" (PO, 14).
De hecho, san Josemaría vivió y enseñó a vivir esta entrega de la propia vida al Señor en la santa Misa –"nuestra Misa, Jesús", escribirá en Camino (C, 533) –, con una radicalidad total, sin limitarla a un propósito interior, formulado en el momento de la celebración litúrgica. "Hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba?" (ECP, 154). El cristiano está llamado a hacer del día entero una Misa continuada, viviendo cotidianamente una existencia "totalmente eucarística" (F, 826). A este respecto afirma en una de sus Cartas: "De este modo, muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno, buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas" (Carta 2–II–1945, n. 11: AGP, serie A.3, 92-3–1).
La dimensión sacrificial y convival de la Eucaristía están estrechamente unidas (cfr. ECP, 84). La santa Comunión, prescrita por Jesucristo a los apóstoles ("tomad y comed" Mt 26, 26-27), forma parte de la estructura fundamental de la celebración de la Eucaristía. Es el momento en el que Cristo viene a nuestro encuentro, ofreciéndonos su misma vida, para que podamos vivir en Él (cfr. Jn 6, 57).
Por nuestra parte siempre deberemos prepararnos a este acontecimiento con fe y esperanza, con el alma en gracia de Dios. "El que quiera recibir a Cristo en la comunión eucarística– recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica– debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia" (CCE, 1415); se debe observar además, como manifestación del respeto a la presencia de Cristo, el ayuno prescrito por la Iglesia (cfr. CCE, 1387)
Y, supuestas esas debidas disposiciones, la conciencia del don que Dios nos hace y un profundo amor, sin dejar espacio a la rutina, reconociendo al Señor que viene a nosotros. "Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía –escribe el fundador del Opus Dei–, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevo. Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma" (F, 834).
Esta preparación es esencial, pues si bien el Señor se nos entrega por entero en la Comunión Eucarística, la potencia de su Amor salvador la recibimos con mayor o menor plenitud según la calidad de las disposiciones personales, en la medida en que sabemos acogerle y nos dejamos transformar por Él. Para encauzar el diálogo, el agradecimiento y la petición de ayuda durante este tiempo, san Josemaría recomendaba prolongar la Misa, y la Comunión recién recibida, con unos minutos de oración, de acción de gracias, considerando con fe viva quién ha venido a nuestro encuentro: nuestro Rey, nuestro Médico, nuestro Amigo, ¡nuestro Dios!; y después, abriéndole plenamente el alma para que actúe en nuestras vidas y las transforme (cfr. ECP, 93).
La fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía ha llevado a la Iglesia a tributar culto de latría al Santísimo Sacramento, tanto durante la liturgia de la Misa como fuera de su celebración (cfr. CCE, 1378).
La actitud del creyente en cada encuentro personal con Cristo en la Eucaristía no puede ser otra que la de reverencia, llena de gratitud y de amor, y adoración. Y esto, en primer lugar, en la celebración de la santa Misa: "Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos" (ECP, 88). En numerosas ocasiones san Josemaría se detuvo a señalar que esta actitud de adoración puede y debe manifestarse a través del cuidado de la liturgia eucarística, de los gestos indicados en las rúbricas –las genuflexiones pausadas, las inclinaciones de cabeza–, de una oración personal que acompaña los textos litúrgicos, en definitiva, de la participación consciente, devota y activa en la celebración (cfr., por ejemplo, ECP, 88-91).
En continuidad con esa fe viva en la presencia de Cristo en la Eucaristía propagó las devociones relacionadas con el culto al Santísimo Sacramento fuera de la Misa, como las bendiciones y exposiciones solemnes de la Eucaristía, las velas nocturnas de adoración eucarística, las Visitas al Santísimo Sacramento, la Comunión espiritual, la oración mental ante el Sagrario, etc.
San Josemaría veía el Sagrario como el lugar en el que Jesús siempre nos está esperando, para escucharnos y ayudarnos, como escuchaba y ayudaba a sus amigos, Marta, María y Lázaro (cfr. C, 60; ECP, 154). Consideraba las Visitas al Santísimo Sacramento momentos privilegiados para corresponder al amor del Señor, mostrándole nuestro agradecimiento por haberse quedado con nosotros: "¡Jesús se ha quedado en la Hostia Santa –escribe en Surco– por nosotros!, para permanecer a nuestro lado, para sostenernos, para guiarnos. Y amor únicamente con amor se paga. ¿Cómo no habremos de acudir al Sagrario, cada día, aunque sólo sea por unos minutos, para llevarle nuestro saludo y nuestro amor de hijos y de hermanos?" (S, 686). Y en otro lugar aconseja: "Acude perseverantemente ante el Sagrario, de modo físico o con el corazón, para sentirte seguro, para sentirte sereno: pero también para sentirte amado ¡y para amar!" (F, 837). También trató de la Comunión espiritual, considerándola una fuente inagotable de gracias, y un medio eficacísimo para vivir la unidad de vida: "¡Qué fuente de gracias es la Comunión espiritual! Practícala frecuentemente y tendrás más presencia de Dios y más unión con Él en las obras" (C, 540).
La presencia eucarística de Jesucristo –del Hijo encarnado y glorificado del Padre–, verdadera, real, substancial y personal, está llena de consecuencias para la vida del cristiano, de la Iglesia y del mundo. Siendo Cristo el Verbo del Padre (cfr. Jn 1, 1 y Jn 14, 9-10), Aquél en quien "reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col 2, 9), nuestro Redentor y Salvador (cfr. Mt 26, 28; Hch 4, 10-12; Rm 3, 23-24), se comprende la extraordinaria potencia santificante de la Eucaristía: entrando en comunión con Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, recibimos la misma Vida divina (cfr. Jn 1, 4), la Luz que ilumina a todo hombre (cfr. Jn 1, 9), la Verdad que nos libera (cfr. Jn 8, 31-32), el Amor que nos transforma (cfr. 1Jn 4, 16) y todos los bienes salvíficos que Él, con su muerte y resurrección, nos ha merecido.
Mediante la Eucaristía la nueva vida en Cristo, iniciada en el creyente con el Bautismo (cfr. Rm 6, 3-4; Ga 3, 27-28), puede consolidarse y desarrollarse hasta alcanzar su plenitud (cfr. Ef 4, 13), permitiendo al cristiano llevar a término el ideal enunciado por san Pablo: "Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). Es cuanto se deduce de las palabras de Jesucristo: "Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo. Si alguno come de este pan, vivirá eternamente; el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (...). Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Así como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me come también vivirá por mí" (Jn 6, 51-57). El Pan eucarístico es capaz de ofrecer a los fieles un influjo constante de la vida del Señor, concediéndoles una singular participación, en Cristo y con Cristo, en la comunión de vida y de amor del Dios Uno y Trino.
La consideración de estas verdades era para san Josemaría un poderoso estímulo para vivir según lo que somos: hijos de Dios en Cristo. "La Sagrada Eucaristía introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus (Rm 12, 2), con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado una raíz poderosa, injertada en el Señor. No podemos volver a la antigua levadura, nosotros que tenemos el Pan de ahora y de siempre" (ECP, 155).
La Eucaristía nos configura con Cristo, nos hace partícipes del ser y de la misión del Hijo, nos identifica con sus intenciones y sentimientos, nos da la fuerza para amar como Cristo nos pide (cfr. Jn 13, 34-35), para encender a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo con el fuego del amor divino que Él vino a traer a la tierra (cfr. Lc 12, 49). Y todo esto debe manifestarse efectivamente en nuestra vida: "Si hemos sido renovados con la recepción del cuerpo del Señor, hemos de manifestarlo con obras. Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios. Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi (2Co 2, 15), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir" (ECP, 156).
Gracias a la Eucaristía el cristiano puede ser verdaderamente crístóforo, portador de Cristo, Cristo que pasa entre los hombres. Así lo consideraba el fundador del Opus Dei en una homilía sobre la fiesta del Corpus Christi: "La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia, repito, no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra. No nos faltan errores, miserias, pecados. Pero Dios está con los hombres, y hemos de disponernos para que se sirva de nosotros y se haga continuo su tránsito entre las criaturas" (ECP, 156).
La unión con Cristo, alimentada y fortalecida en la Eucaristía, hace posible que el cristiano ejerza un influjo transformador en el lugar donde se dedica a su actividad profesional, en el ambiente familiar en el que vive y en todos los lugares que frecuenta, llevando todo y todos hacia Cristo. El 7 de agosto de 1931, mientras celebraba la santa Misa, san Josemaría entendió, de modo especial, que si el cristiano, unido a Cristo y llevándolo en su corazón, lo coloca en el pináculo de todas las actividades humanas, Cristo atraerá a Sí todas las cosas (cfr. RODRÍGUEZ, 1991). Esta experiencia dejó una huella profunda en su alma. Por esto exhortaba con frecuencia en su predicación oral y escrita: "Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá entonces la promesa de Jesús: “Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí" (Jn 12, 32)" (ECP, 156).
La Eucaristía, al unirnos a Cristo, al único Pan del que participan todos los cristianos (cfr. 1Co 10, 17), nos une entre nosotros y con Él, edificando la Iglesia como un solo Cuerpo (cfr. 1Co 12, 27). Por esto, participando en la celebración eucarística "nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos" (ECP, 88). La Eucaristía nos hace estar más unidos con nuestras hermanas y hermanos en la fe, con toda la familia de Dios que es la Iglesia (cfr. Ef 2, 19).
Para san Josemaría la Eucaristía, en cuanto que contiene al Verbo encarnado, al crucificado que ha resucitado y está glorioso a la diestra del Padre, posee una eficacia salvífica que trasciende el tiempo y penetra en la realidad escatológica. "La felicidad eterna, para el cristiano que se conforta con el definitivo maná de la Eucaristía, comienza ya ahora. Lo viejo ha pasado: dejemos aparte todo lo caduco; sea todo nuevo en nosotros: los corazones, las palabras y las obras (Himno Sacris solemniis). Esta es la Buena Nueva, porque, de alguna manera y de un modo indescriptible, nos anticipa la eternidad" (ECP, 152).
"Jesús, en la Eucaristía, es prenda segura de su presencia en nuestras almas; de su poder, que sostiene el mundo; de sus promesas de salvación, que ayudarán a que la familia humana, cuando llegue el fin de los tiempos, habite perfectamente en la casa del Cielo, en torno a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: Trinidad Beatísima, Dios Único" (ECP, 153). La Sagrada Eucaristía es prenda o garantía de la gloria futura, es decir, de la resurrección y de la vida eterna y feliz junto a Dios, Uno y Trino, que el Señor ha prometido a quienes le reciban en este sacramento (cfr. Jn 6, 54).
En la Eucaristía está presente in nuce, de un modo sólo incoado, la realización del plan salvífico universal de Dios: con Cristo resucitado se hace también presente la nueva creación, "los nuevos cielos y la nueva tierra", la nueva humanidad (cfr. Ap 21, 1-7; 2P 3, 13; Rm 8, 19-22). En efecto, en la transfiguración gloriosa de Jesucristo ya se ha inaugurado la renovación escatológica del mundo: en el Señor resucitado, el eschaton –aquél que representa las realidades últimas– ya está presente el octavo día, la eternidad que prorrumpe en el presente, haciéndonos pregustar cuanto encontraremos en la vida eterna. En este sentido podemos decir que cada celebración eucarística es Pascua, tránsito de la Iglesia y de la entera creación hacia su fin. En cada Eucaristía, afirma san Josemaría, "Jesús con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre" (ECP, 94).
Ángel GARCÍA IBÁÑEZ
"Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa" (EN, 14). Antes del Vaticano II se prefería usar el término "evangelización" para indicar solamente el "primer anuncio" (Kérygma); en el Concilio se aplicó también al ministerio de la Palabra; el Sínodo de los Obispos de 1974 amplió el significado hasta abarcar las tres funciones de la misión (profética, sacerdotal y real). Como muestra bien la cita de apertura, la Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi comprende con este término toda la acción de la Iglesia al servicio del hombre, además del primer anuncio y la catequesis, la predicación, la celebración litúrgica, el testimonio de la fe y de la caridad, etc.
El primer anuncio intenta suscitar en el pagano la fe en Jesucristo y en su Evangelio. La catequesis, en sentido estricto, es la profundización orgánica y sistemática de los contenidos de la Revelación, dirigida en primer lugar a preparar al neófito para la iniciación cristiana y, a continuación, para hacer siempre más madura y coherente la vida de fe. En los tiempos actuales, mientras prosigue la misión ad gentes, se advierte la necesidad de "re–evangelizar" también los pueblos de antigua tradición cristiana, en particular los llamados países occidentales, marcados por un progresivo "secularismo". Ya Pablo VI hablaba de un "gran número de personas que recibieron el bautismo, pero viven al margen de toda vida cristiana" (EN, 52). Inmediatamente después del Gran Jubileo del 2000, Juan Pablo II exhortó a los cristianos a "ir mar adentro" (cfr. Lc 5, 4) en un renovado impulso apostólico: "He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: « ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!»" (NMI, 40).
La conciencia de la misión evangelizadora de la Iglesia inspiró profundamente el ministerio sacerdotal de san Josemaría y su acción de fundador del Opus Dei. A lo largo de los cincuenta años de su sacerdocio se dedicó generosamente a la predicación, a la catequesis, a una vastísima actividad de dirección espiritual, personal y colectiva, a la redacción de obras de espiritualidad, difundidas ahora en todo el mundo en tantas lenguas y en millones de ejemplares. Juan Pablo II, en la audiencia que concedió el 7 de octubre de 2002 a los peregrinos que habían estado presentes en la canonización del fundador del Opus Dei, afirmó: "San Josemaría estaba profundamente convencido de que la vida cristiana lleva consigo una misión y un apostolado: estamos en el mundo para salvarlo con Cristo. Amó al mundo apasionadamente, con amor redentor" (Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Del, 35, 2002, pp. 216-217).
El anhelo evangelizador inflamó el corazón de san Josemaría ya desde que, todavía adolescente, comenzó a barruntar su vocación. Las biografías atestiguan que puso siempre en primer plano, en la actividad pastoral, la formación doctrinal de los fieles, en particular, la de los jóvenes. Escribió lapidariamente: "Apostolado de la doctrina: ése será siempre tu apostolado" (S, 225). Mientras frecuentaba, como alumno externo, el Seminario de Logroño, se unió espontáneamente a las actividades de catequesis confiadas a los seminaristas (cfr. AVP, I, p. 108). Tras la ordenación sacerdotal, recibida en Zaragoza el 28 de marzo de 1925, sustituyó por breve tiempo al párroco de una parroquia rural y desempeñó después, durante casi dos años, el cargo de Capellán adjunto en una Rectoría de la ciudad: en ambos casos demostró un vivo celo apostólico y una concreta solicitud por la catequesis (cfr. AVP, I, pp. 217-227).
Habiéndose trasladado a Madrid para conseguir el doctorado en Derecho, desempeñó entre 1927 y 1931 el cargo de Capellán del Patronato de Enfermos, dirigido por la Congregación de las Damas Apostólicas. Además de desarrollar una ingente labor pastoral de administración de sacramentos a favor de los enfermos de los barrios más pobres de Madrid, colaboró activamente en preparar para la primera Comunión a millares de niños y niñas que acudían a las escuelas promovidas por la Obra de la Preservación de la Fe (cfr. GONZÁLEZ–SIMANCAS, 2008, pp. 147-203). Vázquez de Prada precisa que preparaba "anualmente a unos 4.000 niños para la Primera comunión" (AVP, I, p. 279). Una dama apostólica lo recuerda como "un predicador y un catequista serio y riguroso" (AVP, I, p. 277). En los primeros años treinta y hasta el estallido de la Guerra Civil española llevó a muchos estudiantes universitarios a colaborar con las catequesis que se daban en las áreas más incómodas y socialmente problemáticas de Madrid (cfr. AVP, I, pp. 474-484). Los coloquios que san Josemaría mantuvo con Mons. Francisco Morán, vicario general de la Diócesis de Madrid (cfr. CASAS, 2008, pp. 371-411), son un reflejo de esta actividad y del esfuerzo por desempeñarla en unión con las autoridades eclesiásticas.
Mientras desplegaba este generoso celo sacerdotal, el 2 de octubre de 1928 san Josemaría recibió la inspiración divina de la que nació el Opus Dei, cuyo fin es el de suscitar en los cristianos de toda condición social la conciencia de la vocación bautismal a la santidad a través de las actividades cotidianas, comenzando por el trabajo profesional. "Un secreto. Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. Dios quiere un puñado de hombres «suyos» en cada actividad humana. Después «pax Christi in regno Christi» la paz de Cristo en el reino de Cristo" (C, 301).
La actual cultura laicista tiende a excluir cualquier manifestación o influjo de la fe del mundo de las profesiones, de la organización económica y política, del arte, de los espectáculos, etc. San Josemaría ha enseñado que la respuesta al sectarismo exige superar una visión deformada del cristianismo que conduce a "incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino" (CONV, 113). Conviene, en cambio, promover una auténtica secularidad cristiana, que permita a la linfa evangélica vivificar capilarmente toda realidad humana, el trabajo, la familia, las relaciones sociales, hasta las actividades aparentemente más "profanas", como la diversión y el descanso: "Urge recristianizar las fiestas y costumbres populares. Urge evitar que los espectáculos públicos se vean en esta disyuntiva o ñoños o paganos. Pide al Señor que haya quien trabaje en esa labor de urgencia, que podemos llamar «apostolado de la diversión»" (C, 975). La búsqueda de la santidad personal camina paralela con el apostolado que brota espontáneamente del testimonio que constituye el actuar vivificado por la luz y la verdad de Cristo. "Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional. ¡Lo he dicho sin cesar, desde que el Señor dispuso que surgiera el Opus Dei. Se trata de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado" (ECP, 122).
San Josemaría gustaba definir la acción pastoral del Opus Dei como "una gran catequesis", usando el término en sentido amplio, como el proceso que tiende a la madurez integral del cristiano, comprendida la formación doctrinal. "El apostolado cristiano –y me refiero ahora en concreto al de un cristiano corriente, al del hombre o la mujer que vive siendo uno más entre sus iguales– es una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina" (ECP, 149). Si quiere estar siempre pronto para dar razón de la propia esperanza (cfr. 1P 3, 15), el fiel cristiano debe adquirir una formación doctrinal adecuada a su propia situación. Desde los comienzos de su ministerio, san Josemaría promovió por todos los medios esta formación en las personas que se acercaban al Opus Dei: "Se organiza una formación religiosa doctrinal, que dura toda la vida, y que conduce a una piedad activa, sincera y auténtica, y a un encendimiento que lleva consigo necesariamente la oración continua del contemplativo y la tarea apostólica personal y responsable, exenta de fanatismos de cualquier clase" (CONV, 63).
Frente a la preocupante desorientación doctrinal de la llamada época postconciliar, alimentada por el fenómeno del disenso en su confrontación con el Magisterio eclesiástico y de las revueltas socioculturales del sesenta y ocho, san Josemaría percibió todavía con más profundidad la responsabilidad de exhortar a los cristianos a permanecer "firmes en la fe" (1P 5, 9). Reacio por temperamento a exhibirse, entre 1966 y 1968 aceptó responder en diversas entrevistas a prestigiosos diarios y revistas sobre los temas eclesiales de la mayor actualidad. En esas entrevistas mostró que el Concilio Vaticano II había intentado suscitar un relanzamiento del dinamismo del Evangelio sobre el fundamento de una plena fidelidad al depósito de la fe: "el aggiornamento de la Iglesia –ahora, como en cualquier otra época– es fundamentalmente eso: una reafirmación gozosa de la fidelidad del Pueblo de Dios a la misión recibida, al Evangelio" (CONV, 1).
Con el deseo de confirmar a sus hijos espirituales en esta gozosa fidelidad al Evangelio, el fundador del Opus Dei, a partir de 1970, emprendió una larga serie de catequesis públicas en varios países europeos y americanos. Se trató siempre de encuentros informales, en los cuales participaron a veces grupos reducidos y, en otras ocasiones, millares de personas. San Josemaría acostumbraba iniciar el diálogo con algunas breves consideraciones de carácter espiritual, e inmediatamente invitaba a intervenir a los asistentes. La gente le dirigía preguntas sobre los sacramentos, sobre la oración, sobre las virtudes cristianas, sobre el amor conyugal y la educación de los hijos, sobre el amor a la Iglesia y al Papa, etc. Las respuestas se sucedían en un diálogo apretado, lleno de espontaneidad. En el mes de mayo de 1970 estuvo en Méjico. En 1972 estuvo comprometido en una gira de dos meses por diversas ciudades de España y Portugal, con varios encuentros diarios de todo tipo, de los cuales ha quedado testimonio filmado. Según Vázquez de Prada, el total de los que participaron en estos encuentros superó los 150.000 (cfr. AVP, III, p. 647). Entre mayo y agosto de 1974 realizó un viaje a América del Sur pasando por Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador y Venezuela. En febrero de 1975 volvió a Venezuela y visitó Guatemala. En esta última etapa cayó enfermo: quedó de tal modo privado de fuerzas, que se vio obligado a poner fin al viaje antes de lo previsto.
El fundador del Opus Dei predicó incesantemente que la primera condición de la obra de evangelización es la búsqueda de la santidad personal fundada sobre el ejercicio de las virtudes teologales y cardinales: "Es cuestión de fe", respondía a quien le presentaba las dificultades del apostolado. En una homilía contaba el siguiente episodio: "Un día un amigo de buen corazón, pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un mapamundi: mire, de norte a sur, y de este a oeste. ¿Qué quieres que mire?, le pregunté. Su respuesta fue: el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados. Me llené, en un primer momento, de tristeza. Es un gran dolor, en efecto, considerar que son muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son muchos también los que viven como si no lo conocieran. Pero esa sensación duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento, porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No ha fracasado, su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La redención, por Él realizada, es suficiente y sobreabundante" (ECP, 129).
La fe y la esperanza se prolongan en la invitación a un recurso a la oración incesante, confiada y audaz: "Ayúdame a pedir una nueva Pentecostés, que abrase otra vez la tierra" (S, 213). Junto a esto es necesario ejercitar la caridad, que tiene tantas manifestaciones: comprensión, espíritu de servicio y de colaboración, solidaridad y así sucesivamente. Como Jesús en el camino de Emaús, es necesario caminar junto a los hombres, convertirse en sus amigos, comprender las dudas y los problemas, calentar los corazones con la caridad e iluminar las mentes con la doctrina (cfr. C, 917).
Cuando se transmite la doctrina en el ámbito de un diálogo amistoso, es más fácil adaptarse a la mentalidad y a la cultura del interlocutor con una capacidad que san Josemaría no dudaba en definir como una especie de "don de lenguas": "Insisto, ruega al Señor que nos conceda a sus hijos el «don de lenguas», el de hacernos entender por todos. La razón por la que deseo este «don de lenguas» la puedes deducir de las páginas del Evangelio, abundantes en parábolas, en ejemplos que materializan la doctrina e ilustran lo espiritual, sin envilecer ni degradar la palabra de Dios. Para todos –doctos y menos doctos–, es más fácil considerar y entender el mensaje divino a través de esas imágenes humanas" (F, 895). Sus catequesis constituían un modelo elocuente de esto: durante un multitudinario encuentro en Barcelona, en 1972, que tenía lugar en el gimnasio de una escuela deportiva, recordó algunas imágenes de las Olimpiadas que un par de meses antes había visto en televisión, y con naturalidad comparó la ayuda de la gracia para superar las pruebas de la vida con la pértiga con la que el atleta inicia el salto vencedor.
Quien debe dar a conocer a Cristo, difundir el Evangelio, la buena nueva, tiene, ante todo, que estar personalmente unido a la Cruz. "Alma de apóstol: primero tú" (C, 930). Y dejar que esa unión personal con Dios se manifiesten en la actitud y en las obras: "Caras largas, modales bruscos, facha ridícula, aire antipático: ¿Así esperas animar a los demás a seguir a Cristo?" (C, 661). La alegría en un buen cristiano debe informar toda obra de evangelización.
Marco PORTA
En el ámbito de la conversión interior a Dios, el examen de conciencia suele ser considerado bajo dos aspectos, muy relacionados entre sí como parte de la preparación –individuación diligente de los pecados cometidos– para recibir con fruto el sacramento de la Penitencia (cfr. CCE, 1454), y en cuanto práctica ascética necesaria para el progreso en la vida espiritual. Nos ceñimos al segundo aspecto, cuya finalidad queda bien centrada en estas palabras de san Josemaría, que ponen en conexión la llamada y el seguimiento de Cristo con la necesidad de examinar el corazón en el amor de Dios: "Los primeros Apóstoles, cuando el Señor los llamó, estaban junto a la barca vieja y junto a las redes rotas, remendándolas. El Señor les dijo que le siguieran; y ellos, «statim» –inmediatamente, «relictis ómnibus» –abandonando todas las cosas, ¡todo!, le siguieron. Y sucede algunas veces que nosotros –que deseamos imitarles– no acabamos de abandonar todo, y nos queda un apego en el corazón, un error en nuestra vida, que no queremos cortar, para ofrecérselo al Señor. – ¿Harás el examen de tu corazón bien a fondo? –No ha de quedar nada ahí, que no sea de Él; si no, no le amamos bien, ni tú ni yo" (F, 356).
En esta última frase queda reflejado el punto hacia el que se dirigen todas las consideraciones que hace san Josemaría sobre el examen de conciencia: la necesidad para el cristiano de crecer siempre en el amor a Dios y de evitar todo aquello que pueda ser un obstáculo a ese amor.
El cristiano, mediante el examen de conciencia, se sitúa ante sí mismo en la presencia de Dios, para descubrir lo que hay en él y en sus obras que no se corresponde con su vocación de hijo de Dios en Cristo, llamado a la santidad. El conocimiento alcanzado le dispone a la contrición, al dolor por sus faltas y al propósito de enmendarse, a pedir perdón a Dios, a valorar los bienes que de Él ha recibido, a dar gracias y a buscar los medios adecuados para mejorar en las circunstancias en las que se encuentra: "Mira tu conducta con detenimiento. Verás que estás lleno de errores, que te hacen daño a ti y quizá también a los que te rodean. (...) –Necesitas un buen examen de conciencia diario, que te lleve a propósitos concretos de mejora, porque sientas verdadero dolor de tus faltas, de tus omisiones y pecados" (F, 481).
El examen es una necesidad para el cristiano que quiere responder a la llamada divina: "Si luchas de verdad, necesitas hacer examen de conciencia. Cuida el examen diario: mira si sientes dolor de Amor, porque no tratas a Nuestro Señor como debieras" (S, 142). San Josemaría pone de relieve la finalidad fundamental del examen: el dolor por la falta de correspondencia al Amor de Dios, y advierte que el verdadero examen de conciencia debe terminar en la contrición. Por eso aconseja: "Acaba siempre tu examen con un acto de Amor –dolor de Amor– por ti, por todos los pecados de los hombre. Y considera el cuidado paternal de Dios, que te quitó los obstáculos para que no tropezases" (C, 246). El examen no termina en sí mismo, tiene su acabamiento en el dolor de amor y, precisamente porque es de amor, en el pesar por los pecados propios y ajenos. Es inspirado por el amor a Dios y lleva, ante el Amor de Dios, al dolor por las faltas y al agradecimiento. Y de ahí, a la rectificación de la conducta: "«Lo que debo a Dios, por cristiano: mi falta de correspondencia, ante esa deuda, me ha hecho llorar de dolor: de dolor de Amor. 'Mea culpa!'». Bueno es que vayas reconociendo tus deudas: pero no olvides cómo se pagan: con lágrimas y con obras" (C, 242).
Para san Josemaría, "el examen de conciencia responde a una necesidad de amor, de sensibilidad" (F, 110). Es la delicadeza del alma enamorada de Dios, que busca agradar a su Señor hasta en los más pequeños detalles: "Cómo entiendo la pregunta que se formulaba aquella alma enamorada de Dios: ¿ha habido algún mohín de disgusto, ha habido algo en mí que te pueda a Ti, Señor, Amor mío, doler? Pide a tu Padre Dios que nos conceda esa exigencia constante de amor" (F, 494).
Ese diálogo, fruto de la amorosa relación personal entre el cristiano y Dios, es el lugar propio del examen de conciencia (cfr. CECH, p. 431). Para san Josemaría, el examen no es simple introspección, una especie de monólogo interior que versa sobre uno mismo y sus obras, para calibrar, incluso hasta la exageración, si va bien o si va mal, pues "el cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada" (ECP, 75). El examen es una forma de oración, en la que el hombre considera su propia vida en la presencia de Dios, en diálogo con el Señor, y con la ayuda de su gracia: "Jesús, si en mí hay algo que te desagrada, dímelo, para que lo arranquemos" (F, 108). En este ambiente de trato amoroso con Dios queda descartado el peligro de las rigideces o de una estima excesiva del esfuerzo humano en el progreso espiritual. El alma se confía a Dios en su caminar, pues de Él recibe la luz para saber dónde luchar y la fuerza para hacerlo.
El examen de conciencia es tarea que requiere empeño serio, pues el bien que está en juego es el más alto. Para ilustrar esta realidad, san Josemaría acude a la comparación con la gestión de los negocios humanos: "Examen. Labor diaria. Contabilidad que no descuida nunca quien lleva un negocio. ¿Y hay negocio que valga más que el negocio de la vida eterna?" (C, 235). La comparación, ya usada desde antiguo en la Iglesia (cfr. CECH, pp. 423-424), es sencilla e ilustrativa, llevar adelante un negocio requiere la contabilidad de gastos e ingresos, detectar qué y cómo se puede mejorar, poner remedio a los fallos, etc. Alcanzar la vida eterna es la finalidad del gran negocio del cristiano, que se concreta en la pelea diaria por corresponder a la gracia divina. Paso previo y punto de partida para esa lucha es el examen de conciencia. Descuidarlo es un serio peligro: "Hay un enemigo de la vida interior, pequeño, tonto, pero muy eficaz, por desgracia El poco empeño en el examen de conciencia" (F, 109). Nada importa tanto al cristiano como acercarse más y más a Dios, por lo que procurará siempre "hacer a conciencia el examen de conciencia" (DEL PORTILLO, Carta 8–XII–1976, n. 8: FERNÁNDEZ CARVAJAL, 2004, III, p. 391).
El examen es tarea diaria. "No me dejes todos los días, por la noche, el examen, es cuestión de tres minutos" (CECH, p. 422), recomendaba san Josemaría a uno de sus hijos, sugiriendo el momento y el tiempo para llevarlo a cabo al final de la jornada y con brevedad. Para un examen más detenido, con "más hondura y más extensión" (C, 245), quedan los días de retiro mensual y del curso de retiro anual: "Días de retiro. Recogimiento para conocer a Dios, para conocerte y así progresar. Un tiempo necesario para descubrir en qué y cómo hay que reformarse ¿qué he de hacer?, ¿qué debo evitar?" (S, 177). En la quietud y recogimiento de los días de retiro, a solas con Dios, en esa "bendita soledad que tanta falta hace para tener en marcha la vida interior" (C, 304), el cristiano, lejos de los afanes de la jornada, tiene la oportunidad de considerar con más detenimiento y amplitud su vida espiritual, y buscar la conversión: "¿Hay algo en tu vida que no responde a tu condición de cristiano y que te lleve a no querer purificarte? Examínate y cambia" (F, 480).
San Josemaría insiste también en la importancia de estar vigilantes en todo momento: "Acostumbraos a ver a Dios detrás de todo, a saber que Él nos aguarda siempre, que nos contempla y reclama justamente que le sigamos con lealtad, sin abandonar el lugar que en este mundo nos corresponde. Hemos de caminar con vigilancia afectuosa, con una preocupación sincera de luchar, para no perder su divina compañía" (AD, 218). Con esa actitud de vigilancia no hace referencia a un hábito de autocontrol permanente, sino más bien a una actitud del espíritu, a una disposición de ánimo propia del alma enamorada, pues "cuando se ama de veras, siempre se encuentran detalles para amar todavía más" (F, 420). Es una vigilancia serena que procede del amor a Dios, que busca amarle más y mejor en todo momento, y que se concreta en la amorosa resolución de "comenzar y recomenzar (la lucha) en cada momento, si fuera preciso" (AD, 219; cfr. AD, 214). El camino para formar en el alma ese espíritu de examen es la buena realización diaria del examen de conciencia y el crecimiento en el amor de Dios.
San Josemaría recoge –como luego comentaremos con más detalle– la distinción clásica entre examen general, que implica una mirada dirigida al conjunto de la jornada, y examen particular, que dirige la atención hacia un punto concreto en el que se desea mejorar. Ocasionalmente hace diversas sugerencias, y entre los varios métodos que han sido propuestos para hacer los exámenes de conciencia, no otorga primacía a ninguno de ellos en concreto, ni directa ni indirectamente, ni tampoco señala uno propio. "No se pueden dar reglas fijas. El examen que va bien a una persona no va bien a otra; y aun a una persona le va bien durante una temporada, y después no. Eso depende de las circunstancias de cada uno. Cada cual se arregle con su director espiritual" (DEL PORTILLO, Carta 8–XII–1976, n. 14, en Cartas de familia, II: AGP, Biblioteca, P17).
Sea cual fuere el modo de hacer el examen de conciencia, san Josemaría avisa de un peligro siempre presente en este ejercicio espiritual: "A la hora del examen ve prevenido contra el demonio mudo" (C, 236). Se trata del demonio –"del que nos habla el Evangelio" (F, 127; cfr. Mt 9, 32-33, Mc 9, 24) – que impide al cristiano ser sincero tanto consigo mismo en el examen de conciencia como en la dirección espiritual y en el sacramento de la Penitencia (cfr. AD, 188-189; CECH, pp. 416-417). Si falta la sinceridad, no se reconocen las faltas y pecados, y el alma se cierra al dolor, a la petición de perdón y a la gracia divina. De ahí la recomendación taxativa: "Ten sinceridad "salvaje" en el examen de conciencia, es decir, valentía, la misma con la que te miras en el espejo, para saber dónde te has herido o dónde te has manchado, o dónde están tus defectos, que has de eliminar" (S, 148).
Es la valentía que procede de una esperanza firme en el amor de Dios: "Las miserias nuestras no nos deberán mover nunca a desentendernos del Amor de Dios, sino a acogernos a ese Amor (...). No hemos de alejarnos de Dios, porque descubramos nuestras fragilidades, hemos de atacar las miserias, precisamente porque Dios confía en nosotros" (AD, 187).
El examen de conciencia ha sido considerado tradicionalmente como medio para el conocimiento propio, y éste, a su vez, como camino necesario para la unión con Dios (DELCHARD, 1961, cois. 1831-1838). Así lo señala también san Josemaría, cuando afirma que "el propio conocimiento nos lleva como de la mano a la humildad" (C, 609). Y, con ella, a la confianza y al amor de Dios en reconocimiento de su Bondad infinita: "No olvides que eres el depósito de la basura. Por eso, si acaso el Jardinero divino echa mano de ti, y te friega y te limpia y te llena de magníficas flores, ni el aroma ni el color, que embellecen tu fealdad, han de ponerte orgulloso" (C, 592).
Sin embargo, resulta notable la anteposición, que propone san Josemaría, del conocimiento de Dios al conocimiento de sí mismo: "Invoca al Espíritu Santo en el examen de conciencia, para que tú conozcas más a Dios, para que te conozcas a ti mismo, y de esta manera puedas convertirte cada día" (F, 326; cfr. ECP, 58, 164; S, 177; F, 184).
No se trata de una novedad, sino de un modo de plantear la finalidad del examen de conciencia, que lleva a poner de relieve la primacía del Amor de Dios por nosotros (cfr. 1 Jn 4,19). Para vivir vida sobrenatural, es necesario conocer la propia realidad del ser cristiano: tanto la propia humanidad, con su limitación y con su miseria, como –y de modo más fundamental– la participación en la vida divina que recibimos con la gracia: "Saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día" (AD, 26).
El cristiano ha de mirarse a sí mismo en el examen de conciencia a la luz de estas verdades, de otro modo, alcanzará una visión parcial y con frecuencia poco positiva de sí mismo y de su obrar, en contraste con la realidad querida por Dios: "Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el conocimiento de tu miseria. Es verdad por tu prestigio económico, eres un cero, por tu prestigio social, otro cero, y otro por tus virtudes, y otro por tu talento. Pero, a la izquierda de esas negaciones, está Cristo. Y ¡qué cifra inconmensurable resulta!" (C, 473). De ahí el consejo de san Josemaría: "Que cada uno de nosotros medite en lo que Dios ha realizado por él, y en cómo ha correspondido" (AD, 312). Al tener presentes las gracias recibidas de Dios –la vida, la filiación divina, la redención–, en ese coloquio de amor con Dios que ha de ser el examen, el alma queda al descubierto, con dolor de amor por las culpas, agradecida por los dones recibidos, esperanzada por la ayuda divina, y se llena de deseos de corresponder mejor en adelante (cfr. AD, 215).
San Josemaría conoce y hace suya –como ya dijimos– la distinción entre examen general y examen particular, clásica y bien conocida en la ascética católica (cfr. LIUIMA – DERVILLE, 1961, cois. 1838-1849). Con un símil que se remite a la consideración de la vida cristiana como lucha –"guerra de paz", "contienda de amor", "combate espiritual", "torneo de amor" (cfr. ECP, 73-77)–, presenta gráficamente la naturaleza y finalidad de ambos modos del examen de conciencia: "El examen general parece defensa. El particular, ataque. El primero es la armadura. El segundo, espada toledana" (C, 238).
El examen general, parangonado a la armadura que protege y defiende a su portador, tiene como objeto el combate diario en su conjunto. Su ejercicio ofrece al cristiano la posibilidad de luchar con continuidad, sin bajar la guardia ni abandonar la contienda, de "comenzar y recomenzar" (F, 384; cfr. C, 292), de modo que la vida espiritual sea activa y fuerte, y, por eso esté protegida de las asechanzas del enemigo: "Ese modo sobrenatural de proceder es una verdadera táctica militar. Sostienes la guerra, las luchas diarias de tu vida interior en posiciones que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza. Y el enemigo acude allí, a tu pequeña mortificación, a tu oración habitual, a tu trabajo ordenado, a tu plan de vida y es difícil que llegue a acercarse hasta los torreones, flacos para el asalto, de tu castillo. Y si llega, llega sin eficacia" (C, 307).
El examen particular se centra en un punto concreto en el que se quiere mejorar: "Con el examen particular has de ir derechamente a adquirir una virtud determinada o a arrancar el defecto que te domina" (C, 241). Es el "arma de combate" (C, 240), que mantiene vivo el espíritu de lucha a lo largo de la jornada, concentrando las fuerzas en un frente concreto. Pero no se trata de cualquier frente de batalla, sino que el objeto del examen particular ha de estar bien definido para la situación del alma hoy y ahora. El cristiano ha de pedir ayuda a Dios y en la dirección espiritual para determinar lo más conveniente para su alma: "Pide luces. Insiste hasta dar con la raíz para aplicarle esa arma de combate que es el examen particular" (C, 240). Y luego, una vez fijado el punto, determinar también los medios para conseguir ese objeto. Así podrá "ir derechamente" a adquirir la virtud o a arrancar el defecto.
San Josemaría acentúa el aspecto positivo de la lucha ascética, presentando como objeto o finalidad, en primer lugar, "adquirir una virtud determinada" (C, 241). Aun cuando en ocasiones se aspire a "arrancar un defecto", será, de ordinario, más atractivo y eficaz dirigir la atención no a ese defecto, sino a la virtud contraria a ese defecto y esforzarse por adquirirla. "El movimiento del alma hacia el bien –escribía santo Tomás de Aquino– es más fuerte que el encaminado a apartarse del mal" (S.Th., 1-2, q. 29, a. 3), y san Josemaría en su enseñanza sobre el examen está de acuerdo con esa observación antropológica.
Juan Ramón AREITIO
Cuando en 1928, san Josemaría vio el Opus Dei, tuvo el convencimiento de que éste era y tenía que ser universal. Esta certidumbre no pudo materializarse hasta décadas después. En las líneas que siguen se procurará sintetizar cómo el Opus Dei fue expandiéndose por los cuatro puntos cardinales. Con ese fin dedicamos un apartado a la primera expansión en España (1928-1945), que constituye el fundamento de su difusión internacional comenzada en 1945, cuando el fin de la Guerra Mundial lo hizo posible. A partir de ahí nos centramos en su extensión a otros países.
Durante sus primeros diecisiete años de existencia, el Opus Dei se desarrolló únicamente en España. Sin embargo, su destino universal se manifestaba ya, aparte de otros muchos aspectos, en la insistencia con la que san Josemaría recomendaba el estudio de idiomas a los primeros miembros del Opus Dei. Efectivamente, el fundador les animó y consiguió material para que estudiaran inglés, francés, alemán, e incluso japonés y ruso, también durante los años de la Guerra Civil.
Desde 1928 hasta el inicio de la Guerra Civil española (1936-1939), el único Centro del Opus Dei había sido la Academia y Residencia DYA, en Madrid, aunque ya estaban previstas las personas que irían a Valencia, y se estaban organizando los preparativos para desembarcar más allá de los Pirineos, en París (Francia). Sin embargo el comienzo de la Guerra Civil truncó esos planes de expansión (cfr. CONV, 32).
Durante los tres años que duró la contienda, san Josemaría concentró todas sus energías en atender al mayor número de personas posibles: jóvenes miembros del Opus Dei, antiguos residentes de DYA y otros estudiantes que participaban de los medios de formación del Opus Dei. La difícil situación creada por la guerra provocó que durante esos años se perdiera el contacto con algunos estudiantes y con casi todas las mujeres que se habían acercado al Opus Dei; además quedó destruida la Academia y Residencia DYA. En cierta manera hubo que recomenzar de nuevo.
El final de las hostilidades en España coincidió con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, que impidió la difusión fuera de España. Por ese motivo, entre 1939 y 1945 el Opus Dei se desarrolló principalmente en distintas ciudades españolas. En algunas de ellas se instalaron nuevos Centros: en Valencia (1939), en Barcelona (1940), en Valladolid (1940), en Zaragoza (1942), en Bilbao (1945), y en Sevilla (1945), y además se realizaron viajes periódicos a otras muchas poblaciones mientras aumentaba el número de personas que se sentían atraídas por el espíritu del Opus Dei.
Sin embargo, aunque la expansión internacional del Opus Dei no había comenzado oficialmente, algunos de sus miembros viajaron a diversas ciudades extranjeras –sobre todo europeas– por motivos de estudio o de trabajo. Gracias al apostolado de esas personas, el Opus Dei empezaba a ser conocido fuera de España. Así durante ese tiempo de espera, en algunos periodos hubo miembros del Opus Dei en Italia, Portugal, Alemania, Bélgica, Estados Unidos, Dinamarca, Francia, Inglaterra o Suiza. Quizás el caso más evidente fue el de Italia, ya que entre 1942 y 1945 vivieron permanentemente en Roma José Orlandis y Salvador Canals.
El final de la Segunda Guerra Mundial abrió las fronteras europeas y permitió a san Josemaría iniciar una nueva etapa con el comienzo de la expansión internacional. No fue fácil, porque el Opus Dei era todavía joven y contaba con pocas personas. Se calcula que en 1946 había 278 miembros: 239 hombres y 29 mujeres, casi todos de origen español (cfr. IJC, p. 195). A pesar del reducido número, el fundador del Opus Dei no dudó en preparar gente, aunque fueran sólo unos pocos, para ir a otros países (cfr. AVP, III, p. 319).
Además, el inicio del trabajo en nuevos lugares exigía unas gestiones previas, que san Josemaría describió más tarde: "Antes de ir –habla el Fundador de su proceder–, solemos estudiar siempre atentamente las circunstancias de la nación: sus características peculiares, las dificultades que se pueden encontrar, la forma más segura de empezar la labor, qué obra corporativa habrá de hacerse primero, con qué medios económicos podremos contar, con qué personas de ese lugar debemos inicialmente relacionarnos, etc. Es ésta una labor previa, que muchas veces he llamado la prehistoria de una Región; y que yo mismo he hecho en bastantes países, con algunos de vuestros hermanos que Dios Nuestro Señor, por su gran bondad, puso a mi lado" (AVP, III, p. 318).
La llegada del Opus Dei a otros países se hizo con mucho esfuerzo y superando bastantes dificultades: adaptación de las personas a culturas distintas, estrecheces económicas llevadas adelante durante décadas, incomprensiones acerca del espíritu del Opus Dei y, a veces, un desarrollo lento de la labor apostólica. Quienes hicieron la expansión superaron esos obstáculos, porque tenían claro lo que les había enseñado san Josemaría: que la Obra cumplía la Voluntad de Dios y que, además del trato con Dios, revestía especial importancia estar unidos al fundador y entre sí.
Las circunstancias de la Europa postbélica condicionaron la elección de los países en los que se podría comenzar la labor apostólica. En un primer momento parecía necesario descartar, debido a su situación política o económica, Alemania, Austria, Bélgica y Holanda, además de los países que quedaron en la órbita soviética. Por esa razón el fundador decidió comenzar en las cinco naciones europeas en circunstancias más favorables: Portugal, Italia, Inglaterra, Francia e Irlanda.
El primer país en el que se inició la labor fue el vecino Portugal. La preparación previa fue realizada directamente por san Josemaría. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el fundador visitó diversas ciudades portuguesas para evaluar las posibilidades de ese país. Como fruto de ese recorrido, se decidió comenzar en la ciudad universitaria de Coímbra con la instalación de una residencia para universitarios. Con ese objetivo, en febrero de 1946 se desplazaron allí varios miembros del Opus Dei y en octubre de ese mismo año inauguraron la Residencia Universitaria Montes Claros.
Paralelamente se estaban realizando gestiones para comenzar en Italia. Como se ha dicho, desde 1942 había miembros de la Obra en Roma. La presencia de personas del Opus Dei en Italia se vio impulsada por la necesidad de resolver la aprobación sin la que era difícil plantear la expansión internacional. Para resolver esa cuestión, Álvaro del Portillo se había trasladado a Roma el 26 de febrero de 1946, y san Josemaría se reunió con él meses después. La presencia del fundador en Roma se puede considerar como el inicio del trabajo apostólico estable en Italia.
Las gestiones realizadas en Roma para lograr una nueva aprobación no sólo no frenaron la expansión sino que la impulsaron. En diciembre de 1946 viajaron a Londres varios miembros del Opus Dei con el fin de dar a conocer la Obra en aquellas tierras. Eran estudiantes que se desplazaron con beca de estudios y no consiguieron instalar una residencia universitaria –Netherhall House– hasta 1952. El 24 de febrero de 1947, se logró el reconocimiento del Opus Dei como Instituto secular de derecho pontificio. Con esta configuración jurídica se facilitó el comienzo en nuevos países. Así en octubre de 1947 marcharon los primeros a París (Francia) y a Dublín (Irlanda).
El desarrollo del trabajo apostólico en Francia fue lento. El primer Centro de varones se erigió en 1952, y las mujeres, que llegaron en 1958 (aunque una francesa se había acercado ya a la Obra algún tiempo antes), abrieron una residencia universitaria llamada Rouvray. En Irlanda los frutos maduraron antes y, cuando las mujeres llegaron en 1952, varias jóvenes habían pedido ya la admisión. Tanto en Londres como en París y Dublín, los miembros del Opus Dei que llegaron eran estudiantes universitarios de postgrado, con pocos recursos económicos. La situación de escasez en la que vivían provocó que, en un primer momento, no pudieran contar con medios materiales adecuados para dar a conocer el espíritu del Opus Dei.
Poco tiempo después le llegó el turno a Alemania. Los precedentes inmediatos se remontan al verano de 1952, cuando varios miembros del Opus Dei habían pasado el periodo estival allí. Sin embargo, el trabajo apostólico estable comenzó en mayo de 1953, cuando se consiguió una casa en Bonn.
Ni la juventud de los fieles del Opus Dei, ni la falta de recursos económicos pudieron frenar la expansión por todo el mundo. En 1948 san Josemaría encargó a Pedro Casciaro y a otros dos miembros del Opus Dei que realizaran un viaje por América para sondear las posibilidades de comenzar en ese continente. Durante el itinerario, que duró varios meses, desde abril a septiembre de 1948, recorrieron numerosas ciudades de México, Estados Unidos, Canadá, Chile, Perú y Argentina. A su regreso, Casciaro informó a san Josemaría del resultado de sus investigaciones y el fundador decidió que se comenzara cuanto antes en México y en Estados Unidos (cfr. CANO, 2007, pp. 44-47).
A mediados de diciembre de 1948, se embarcó Pedro Casciaro con dos jóvenes profesionales rumbo a México, pero esta vez con la determinación de quedarse y empezar el apostolado del Opus Dei en América. Cuando ya habían conseguido un lugar donde vivir, el 6 de marzo de 1950 llegaron algunas mujeres del Opus Dei. Mientras, en febrero de 1949, José Luis Múzquiz y Salvador Martínez habían volado a Chicago. Pocos meses más tarde consiguieron un local para abrir una residencia de estudiantes, a la que llamaron Woodlawn. Las mujeres llegaron muy pronto, unos meses después, al inicio del curso 1949-1950, con Nisa González Guzmán a la cabeza.
En estos primeros comienzos, aunque siempre se contó con el beneplácito de la Jerarquía del lugar, la iniciativa había partido de san Josemaría. En cambio, pronto empezaron a llegar peticiones de obispos para que el Opus Dei trabajara en sus diócesis. El fundador siempre quiso atender esas peticiones, como cuando recibió del obispo de Rosario (Argentina), Antonio Caggiano, futuro cardenal, la solicitud de que el Opus Dei comenzara a trabajar en su diócesis. San Josemaría decidió enviar a Argentina a Ricardo Fernández Vallespín, Ismael Sánchez Bella y Francisco Ponz, que aterrizaron el 11 de marzo de 1950. Se dirigieron a Rosario, ciudad universitaria, y en poco tiempo instalaron una pequeña residencia que albergó a algunos universitarios. Las mujeres les siguieron algo más tarde, el 7 de diciembre de 1952.
Además de en Argentina, otros fieles del Opus Dei se instalaron en varios países de América Latina durante esos años. El 5 de marzo de 1950 Adolfo Rodríguez Vidal viajó a Santiago (Chile) y pocos meses después, el 9 de noviembre, llegaron las mujeres de la Obra. Un año más tarde, en 1951, fue el momento de Colombia y Venezuela. Después, en 1953, se comenzó en la capital de Guatemala y en Perú.
De esta manera, al cumplirse las bodas de plata del Opus Dei, el 2 de octubre de 1953, éste había llegado a trece países de modo estable: cinco europeos y ocho americanos, en los que se hablaban seis idiomas: español, portugués, italiano, francés, inglés y alemán. La mayoría de las personas del Opus Dei que se trasladaron a esos lugares eran estudiantes y en todos los casos personas jóvenes. También los sacerdotes habían sido ordenados recientemente. Sin embargo, el número de miembros se fue multiplicando, y en 1950 el Opus Dei contaba con casi tres mil fieles, de los cuales veintitrés eran sacerdotes (cfr. IJC, p. 301).
Durante los años siguientes (1954-1962) se mantuvo el ritmo de la expansión. Paulatinamente la presencia del Opus Dei fue aumentando tanto en América como en Europa, sea en lo que al crecimiento del número de fieles se refiere, sea en relación a nuevos países. Sin embargo, la gran novedad en este período fue el inicio de labor en dos nuevos continentes, África y Asia, cuando algunos miembros del Opus Dei se trasladaron a Nairobi (Kenia) y a Osaka (Japón).
El Opus Dei se estaba desarrollando ya en varios países, pero san Josemaría seguía impulsando la extensión a otros lugares. Así, en 1956 se comenzó en Suiza, en 1957 en Austria, y unos años más tarde, en 1960, en Holanda. También había que impulsar la llegada de las mujeres a los países donde estaban ya trabajando los varones; por ejemplo, en octubre de 1956 algunas mujeres se establecieron definitivamente en Alemania (cfr. AVP, III, p. 321).
El año 1954 marca el inicio del trabajo apostólico en Ecuador, aunque desde 1952 Juan Larrea estaba viviendo en Quito, la capital. Durante esos dos años, Larrea había dado a conocer el espíritu del Opus Del a sus amistades (cfr. LARREA, 2007, pp. 113-125). Unos años más tarde, en 1956, le tocó el turno a Uruguay. Y al año siguiente, 1957, se trasladaron los primeros a Brasil y a Canadá. Concretamente a Brasil llegaron el 19 de marzo de 1957; y apenas unos meses más tarde, el 19 de septiembre de 1957, llegaron a Río de Janeiro las mujeres del Opus Dei.
También se comenzó en El Salvador en 1958, en Costa Rica en 1959 y en Paraguay en 1962.
En 1958, a los treinta años de su fundación, había Centros del Opus Dei en diversos países, tanto en Europa como en América. Faltaba, sin embargo, comenzar en nuevos continentes, como África o Asia. San Josemaría, a pesar de que no contaba con muchas personas, no quiso esperar más y acogió dos peticiones realizadas por obispos del Japón y de Kenia. En ambos casos le habían solicitado que promoviera una institución universitaria en sus respectivos países.
Efectivamente Mons. Taguchi, obispo de Osaka, andaba preocupado con la cristianización del Japón y la situación de los jóvenes estudiantes de su diócesis. Estando en Roma habló con el cardenal Ottaviani, que le sugirió ponerse en contacto con el fundador del Opus Dei. Fruto de esa conversación, san Josemaría decidió que se empezara en Japón. Allá fueron algunos fieles en noviembre de 1958 (cfr. AVP, III, pp. 355-356), y dos años más tarde, el 15 de julio de 1960, llegaban las mujeres. A la novedad de comenzar en Asia se sumó el hecho de que, por primera vez, fieles del Opus Dei trabajarían en un país de exigua minoría católica (cfr. MÉLICH, 2007, pp. 130-134).
Otra petición similar fue la razón fundamental por la que san Josemaría decidió comenzar en Kenia. En 1957 el delegado apostólico en Kenia, Mons. Mojaisaky Perrelli rogó al fundador del Opus Dei que enviase personas para iniciar una universidad en Nairobi. San Josemaría no pudo negarse, y sugirió a algunos fieles de la Obra que fueran a trabajar a Kenia: en octubre de 1958 se trasladaron con el encargo de realizar un proyecto educativo universitario, Strathmore College. Las mujeres llegaron poco después, en julio de 1960, y crearon una escuela de secretariado, Kianda.
Paralelamente a su expansión por todo el mundo, fue creciendo el número de miembros del Opus Dei. En 1960 se superaron los treinta mil, de los cuales trescientos siete eran sacerdotes (cfr. IJC, p. 301).
Durante este último periodo la expansión a nuevos países se llevó a cabo a un ritmo más moderado: se empezó únicamente en cinco países, uno por continente. El hito más importante, porque significaba la presencia del Opus Dei en los cinco continentes, fue el inicio del trabajo en Sidney (Australia). En 1963 viajaron a esa ciudad varios miembros del Opus Dei que pusieron en marcha una residencia universitaria. Dos años más tarde les siguieron las mujeres. En 1966 se pudo inaugurar Warrane College.
En 1964, Escrivá de Balaguer dispuso que se comenzara en un nuevo país asiático de tradición católica: Filipinas. El fundador esperaba que con el paso del tiempo los filipinos pudieran extender el mensaje del Opus Dei por toda Asia.
Todavía quedaban países europeos en los que comenzar. En 1965, año en el que terminó el Concilio Vaticano II, san Josemaría consideró que había llegado el momento de ir a Bélgica. Ese mismo año, decidió comenzar también la labor apostólica en otro país africano: Nigeria. Finalmente, el último país en el que se empezó en vida de san Josemaría fue Puerto Rico, en 1969.
En los últimos años de su vida, el fundador se centró en la consolidación del trabajo iniciado en los distintos lugares. Además, desde 1972 a 1975 recorrió la Península Ibérica (España y Portugal) y gran parte de América Latina, donde mantuvo encuentros con los fieles del Opus Dei y con muchas otras personas que participaban en las labores apostólicas para fortalecerlos en su fe e impulsarlos en su vida cristiana.
A la muerte del fundador, en 1975, el Opus Dei trabajaba establemente en treinta y dos países de los cinco continentes y contaba con más de sesenta mil miembros de ochenta nacionalidades.
Fernando CROVETTO