Diccionario

Pablo VIP. PalazziniParaguayPirineosPatriotismoP. EnfermosPatronosPazPecadoPenitenciaPerdigueraPerúPiedadPío XIIPlan de vidaPolíticaA. PortilloPortugalJ. PouP. PovedaPredicaciónde San JosemaríaPreladoPrelaturasPresencia de DiosPrimeros cristianosPromociónProselitismoPrudenciaPuerto Rico

Pablo VI
Palazzini, Pietro
Paraguay
1. Inicio de la labor apostólica
2. Comienzo de los apostolados de las mujeres del Opus Dei
3. Estancia de san Josemaría en Paraguay y desarrollo actual de la labor apostólica
Paso de los Pirineos
1. Los expedicionarios
2. El bosque de Rialp
3. Principado de Andorra
4. Lourdes y entrada a España
Patriotismo
Patronato de Enfermos
1. El Patronato de Enfermos; algunos datos históricos
2. La incorporación de san Josemaría a la labor del Patronato de Enfermos
3. Fin de una etapa
Patronos e Intercesores del Opus Dei
Paz
1. Don de Dios
2. Raíces morales y espirituales de la paz
Pecado
1. La gravedad del pecado
2. Efectos del pecado
3. Pecado y misericordia de Dios
4. Superación del pecado, gracia de Dios y lucha ascética
Penitencia, virtud y sacramento de la
1. La penitencia: consideración general
2. El misterio del amor misericordioso de Dios
3. La virtud de la penitencia
4. El sacramento de la misericordia divina
5. La celebración del sacramento de la Penitencia
Perdiguera
Perú
1. Inicios y desarrollo de la labor apostólica
2. En Perú y desde Perú
Piedad
1. Fundamento de la piedad
2. Características
3. Piedad, doctrina y apostolado
4. Vida ordinaria y normas de piedad
Pío XII
Plan de vida
1. Importancia
2. Espíritu del plan de vida
Política
1. Política, sociedad y persona
2. Derechos y deberes cívicos
3. Cristianos y ciudadanos. Libertad en las cuestiones temporales
4. Vocación a la santidad en la acción política
Portillo y Diez de Sollano, Álvaro del
1. Infancia y juventud
2. Primeros años junto a san Josemaría
3. Procurador General del Opus Dei
4. Secretario General del Opus Dei
5. Prelado del Opus Dei
Portugal
1. Inicio de la labor apostólica estable
2. Los viajes de san Josemaría a Portugal y sus romerías a Fátima
3. Desarrollo de la labor
Pou de Foxá, José
Poveda Castroverde, Pedro
Predicación
1. La predicación de la Palabra de Dios, pasión dominante del sacerdote
2. Importancia de la predicación para la formación del pueblo cristiano
3. Predicación y fidelidad al mensaje de Cristo
4. "Don de lenguas"
Predicación de San Josemaría
1. Predicación a todo tipo de personas
2. Predicación a sacerdotes en los años 1939 a 1946
3. Predicación a fieles del Opus Dei y a personas relacionadas con su apostolado
Prelado del Opus Dei
1. Introducción: un apunte histórico-biográfico
2. La noción de Prelado y sus características
3. El Opus Dei, Prelatura personal
Prelaturas personales
1. Origen de la figura canónica
2. Rasgos fundamentales de las prelaturas personales
3. El Opus Dei, prelatura personal
Presencia de Dios
1. Presencia de Dios, filiación divina y comunión con Dios
2. Medios para fomentar la presencia de Dios
3. Presencia de Dios y unidad de vida
Primeros cristianos
1. El ejemplo de los primeros fieles, como referencia explicativa
2. La vida ordinaria, ámbito de santificación cristiana
3. Proyección apostólica del cristiano corriente
Promoción social y desarrollo
1. El contacto de san Josemaría con la pobreza
2. Algunos principios de fondo
3. Impulso a obras y tareas encaminadas a la promoción social
Proselitismo
1. Presencia y significado del término en san Josemaría
2. Apostolado y proselitismo
3. Derecho y deber
Prudencia
1. La virtud de la prudencia en el contexto de las enseñanzas de san Josemaría
2. Aspectos propios del ejercicio de la virtud
3. La prudencia en la vida de san Josemaría
4. Prudencia y confianza en Dios
Puerto Rico
1. Antecedentes
2. Inicio de la labor estable
3. Síntesis histórica del desarrollo de la labor apostólica hasta el fallecimiento de san Josemaría

 «    PABLO VI    » 

(Nac. Concesio, Lombardía, Italia, 26-IX-1897; fall. Roma, 6-VIII-1978). Giovanni Battista Montini (Pablo VI) nació en el seno de una familia de acendradas convicciones religiosas y muy relacionada con los ambientes culturales y políticos de la zona. En 1916 inició los estudios teológicos como alumno externo del Seminario de Brescia y el 29 de mayo de 1920 recibió la ordenación sacerdotal en esa diócesis. Casi de inmediato marchó a Roma para realizar estudios simultáneamente en la Pontificia Universidad Gregoriana y en La Sapienza, la universidad estatal. En 1922 se matriculó en la Accademia dei Nobili Ecclesiastici, de modo que a partir de ese momento su vida se orientó hacia la diplomacia vaticana.

En 1924 empezó a trabajar en la Secretaría de Estado. Al mismo tiempo fue designado Consiliario de la Federación Italiana de Estudiantes Universitarios Católicos (FUCI). En 1937 fue designado, por Pío XI, Sustituto para los Asuntos Ordinarios de la Secretaría de Estado, y confirmado, por Pío XII, en 1939. Al fallecer en 1944 el Secretario de Estado, Card. Luigi Maglione, Pío XII no cubrió la vacante. De esa forma Mons. Montini, juntamente con el Sustituto de los Asuntos Extraordinarios, Domenico Tardini, pasaron a contarse entre las personas que ocupaban los cargos más importantes de la Curia vaticana.

Fue en este contexto cuando tuvo lugar el primer encuentro de Giovanni Battista Montini con fieles de la Prelatura del Opus Dei, el 15 de enero de 1943. Mons. Montini atendió a José Orlandis y Salvador Canals, miembros del Opus Dei, que esperaban en las estancias pontificias para ser recibidos por Pío XII. Orlandis y Canals habían ido a Roma por razones de estudio y, a la vez, para dar a conocer la Obra en los ambientes romanos.

Unos meses después don Álvaro del Portillo, entonces Secretario general del Opus Dei, viajó a Roma. El 17 de junio de 1943 fue recibido por Mons. Montini. La entrevista, que tuvo lugar en los despachos de la Secretaría de Estado, duró unos cuarenta minutos. Álvaro del Portillo regaló un ejemplar de Camino a Mons. Montini y después regresó a Madrid.

El 21 de enero de 1945 Montini recibió de nuevo a Orlandis y a Canals. Orlandis le hizo entrega de un segundo ejemplar de Camino. Mons. Montini comentó que ya conocía el libro y que lo había leído y prestado al asesor de la Juventud de la Acción Católica de Italia, que había tardado mucho en devolvérselo. Y el 22 de julio de 1944 tuvo lugar otra audiencia de Mons. Montini a Orlandis y a Canals, esta vez de casi una hora de duración, en la que hablaron con mucho detalle sobre distintos aspectos del espíritu del Opus Dei y sobre la marcha de los apostolados, procurando ofrecer una visión de la Obra lo más completa posible. Montini aconsejó que, en cuanto las circunstancias lo permitiesen (la Segunda Guerra Mundial aún no había terminado), sería conveniente que el fundador del Opus Dei fuese a Roma

El 11 de junio de 1946, Mons. Montini concedió una larga audiencia a don Álvaro del Portillo, que estaba de nuevo en Roma para preparar la aprobación pontificia del Opus Dei. Don Álvaro dejó en manos de Mons. Montini las cartas comendaticias que habían redactado un buen número de eclesiásticos (cardenales, obispos y superiores religiosos), intercediendo en favor de la petición presentada por la Obra, así como un curriculum vitae del fundador.

El 16 de junio de 1946 san Josemaría realizó su primer viaje a Roma con la intención de activar la obtención del Decretum Laudis de la Santa Sede. El 1 de julio tuvo lugar una cordialísima entrevista con Mons. Montini. Fue la primera vez que se vieron. A propósito de este encuentro, san Josemaría escribiría años más tarde: "[Montini] fue la primera mano amiga que yo encontré aquí, en Roma" (AVP, III, p. 43). Montini procuró, desde ese momento, que muchas personalidades de la Curia romana conocieran y trataran al fundador de la Obra. Poco después, el 16 de julio, san Josemaría fue recibido por Pío XII.

El 12 de noviembre de 1946 hubo una nueva entrevista entre san Josemaría y Mons. Montini. Fue un encuentro muy afectuoso. Acordaron, entre otras cosas, solicitar una nueva audiencia de Pío XII al fundador de la Obra. En una relación, redactada por san Josemaría el mismo día de la entrevista, se dice: "He visitado a Mons. Montini. Cuando voy al Vaticano y veo cómo y cuánto nos quieren, bendigo mil veces al Señor por lo que hemos sufrido. De seguro que aquella cruz nos ha llevado a esta resurrección" (AVP, III, p. 58). La planeada audiencia con Pío XII tuvo lugar el 8 de diciembre siguiente.

Aunque en los años siguientes hubo diversos encuentros y relaciones, fijémonos sobre todo en dos: el apoyo de Mons. Montini al nombramiento de san Josemaría como Prelado Doméstico de Su Santidad, que tuvo lugar el 22 de abril de 1947 (el nombramiento había sido promovido por Álvaro de Portillo para subrayar la condición secular del Opus Dei); y una larga conversación en el Vaticano, en los primeros días de enero de 1949. Refiriéndose a esta entrevista, san Josemaría escribió el 14 de enero a los miembros del Consejo General de la Obra, que estaban en España: "Estuve con el Card. Tedeschini, que nos muestra siempre un sincero cariño. También charlé despacio con Mons. Tardini y Montini, que no pueden estar más amables. El Card. Tedeschini se empeña en que visite al Santo Padre" (AVP, III, p. 105). La audiencia con Pío XII tuvo lugar el 28 de enero siguiente; en ella san Josemaría entregó al Santo Padre una selección de libros que documentaban la hondura de la labor profesional que llevaban a cabo los fieles del Opus Dei.

En 1954 Pío XII decidió nombrar a Mons. Montini arzobispo de Milán, en sustitución del cardenal Ildefonso Schuster, fallecido el 30 de agosto de ese año. El 12 de diciembre de 1954, en una ceremonia celebrada en la Basílica de San Pedro del Vaticano, Mons. Montini fue consagrado obispo. En enero de 1955 tomó posesión como arzobispo de Milán, diócesis en la que permaneció hasta el momento de su elección como Romano Pontífice. En 1958 falleció Pío XII y fue elegido Papa Juan XXIII, que lo elevó al cardenalato el 15 de diciembre de 1958. Durante esos años de pontificado milanés, Montini estuvo siempre puntualmente informado del apostolado que los fieles del Opus Dei realizaban en la región lombarda.

Como cardenal, Montini realizó diversos viajes a Roma, especialmente a partir de 1961, cuando fue nombrado miembro de la Comisión Central Preparatoria del Concilio. Ya iniciado el Concilio participó activamente en sus primeras sesiones (11-X a 8-XII-1962). Durante los últimos días de esa primera sesión se hizo público que Juan XXIII padecía una grave enfermedad (cáncer de estómago), de la que fallecería pocos meses después, el 3 de junio de 1963. El 19 de junio de ese mismo año se inició el Cónclave. El 21 de junio el Card. Montini fue elegido Romano Pontífice, asumiendo el nombre de Pablo VI. Entre sus primeras declaraciones se encuentra la decisión de continuar, y llevar a término, la obra conciliar, que concluirá efectivamente el 8 de diciembre de 1965.

Poco después de la elección de Pablo VI, el fundador del Opus Dei solicitó una audiencia con el nuevo Papa, que se celebró el 24 de enero de 1964, cuando el Romano Pontífice acababa de regresar de su peregrinación a Tierra Santa. A los pocos días, el 5 de febrero, san Josemaría, en una carta dirigida a algunos miembros del Opus Dei, resumía así la parte más emotiva de la entrevista: "Me recibió el Santo Padre hace unos días, en una audiencia larga y cordialísima –más de tres cuartos de hora–, y hablé de todo con la confianza que me da el amor que el Señor ha puesto en mi corazón, para Pedro. Me abrazó varias veces, se emocionó, recordando cosas viejas, y yo también me puse blandito. Al final, le dije que me había acompañado Álvaro, y lo hizo pasar, para recordar con vuestro hermano el mucho trato que tuvieron desde el 46. Le dijo el Papa a Álvaro: «sono diventato vecchio». Y vuestro hermano le contestó, haciendo emocionar de nuevo al Santo Padre: «Santità, è diventato Pietro». Antes de despedirnos, con una bendición larga y afectuosa para las dos secciones, para cada uno, para cada obra, para cada intención, quiso hacerse con nosotros dos fotografías, mientras murmuraba por lo bajo a Álvaro: «Don Alváro, Don Alváro...».(AVP, III, pp. 486-488).

El 10 de octubre de 1964 se celebró una segunda audiencia de san Josemaría con Pablo VI. La entrevista tuvo lugar en una atmósfera de caluroso afecto. El Papa hizo entrega al fundador del Opus Dei de un cáliz y de un quirógrafo –carta escrita por un amanuense– en el que se contenían diversas alabanzas a la labor apostólica de la Obra. En esa audiencia, como en la anterior, se habló, entre otros temas, de la solicitud presentada por el Opus Dei para cambiar su configuración jurídica, abandonando la de instituto secular, que no resultaba adecuada, para adquirir otra más acomodada a su carisma espiritual. El Papa, como refería años más tarde Mons. Álvaro del Portillo en una carta dirigida el 28 de noviembre de 1982 a los fieles de la Prelatura, comentó que "los decretos del Vaticano II –ya en pleno desarrollo– podrían quizá proporcionar, en el futuro, elementos válidos para resolver el problema institucional del Opus Dei". Convinieron, pues, en esperar a que acabase el Concilio para estudiar a fondo la tan deseada solución jurídica.

El 21 de noviembre de 1965, durante la cuarta etapa conciliar, Pablo VI inauguró la parroquia de San Giovanni Battista in Collatino y los edificios del Centro ELIS, situados en la zona romana del Tiburtino. El Centro ELIS es una obra social educativa para la juventud obrera, cuyos orígenes se remontan al momento en que Juan XXIII decidió destinar los fondos recogidos con motivo del ochenta cumpleaños de Pío XII a una labor social, y encomendar su realización y gestión al Opus Dei. Con su presencia en esta inauguración Pablo VI quiso mostrar públicamente su aprecio por el fundador de la Obra, pues fueron invitados y acudieron un elevado número de los obispos que se encontraban en la Urbe con motivo de las sesiones conciliares. Del acto dio cumplida cuenta L’Osservatore Romano, 22/23-XI-1965, reproduciendo tanto el discurso con el que el Santo Padre agradeció el empeño puesto por cuantos habían contribuido a la realización del proyecto, como las palabras de contestación pronunciadas por san Josemaría.

El 25 de enero de 1966 tuvo lugar una tercera audiencia del fundador del Opus Dei con Pablo VI, en la que san Josemaría le hizo entrega del primer ejemplar de una edición especial de Camino, muy cuidada y para bibliófilos, que se había realizado para conmemorar el hecho de que el libro había alcanzado ya los dos millones de ejemplares. Año y medio después, el 15 de julio de 1967, se celebró una nueva audiencia, durante la que san Josemaría ofreció al Santo Padre las medallas conmemorativas de su visita al Centro ELIS y le comentó ampliamente la labor apostólica de los fieles de la Obra en todo el mundo.

Entre los colaboradores más directos de Su Santidad Pablo VI se encontraba Mons. Angelo Dell’Acqua. Desde 1938 habían coincidido en la Secretaría de Estado. Cuando en 1954 Mons. Montini fue nombrado arzobispo de Milán, Angelo Dell’Acqua le sucedió como Sustituto para los Asuntos Ordinarios, cargo en el que fue mantenido por Pablo VI hasta 1967, año en el que lo creó cardenal y le nombró vicario para la diócesis de Roma. Dell’Acqua tenía también una profunda sintonía espiritual con el fundador del Opus Dei y había intervenido en la preparación de algunas de las audiencias y encuentros ya mencionados. Dell’Acqua fue relevado por Mons. Giovanni Benelli como Sustituto de Secretaría de Estado. Este cambio tuvo consecuencias. Como ha escrito Vázquez de Prada, "la salida de Dell’Acqua y la entrada de Benelli representó para el Fundador, y para la historia de la Obra, algo más que un cambio de actores. Hubo también un cambio de escenario, aplicándose nuevos procedimientos y una nueva política. Por lo que a la Obra se refiere, el ambiente en algún sector se fue enfriando. En primer lugar, desapareció el canal de comunicación creado en tiempos de Dell’Acqua, de modo que las noticias sobre el Opus Dei no llegaban tan fácilmente a oídos del Pontífice" (AVP, III, pp. 627-628).

Eran años, en efecto, densos y complejos para la historia en general y para la de la Iglesia en concreto. La celebración y terminación del Concilio estuvo acompañada de grandes esperanzas, pero también de dificultades, que, de hecho, fueron mayores de lo esperado. En febrero de 1967, Pablo VI convocó un año de la fe, dedicado a reafirmar e impulsar la fe cristiana. San Josemaría decidió unirse a esa convocatoria no sólo con su oración, sino preparando para todos los fieles del Opus Dei una extensa carta, que tituló Fortes in fide, con palabras tomadas de la versión latina de la primera de las epístolas de san Pedro (1P 5, 9), para añadir a continuación: "así os veo, hijas e hijos queridísimos: fuertes en la fe, dando con esa fortaleza divina el testimonio de vuestras creencias en todos los ambientes del mundo, movidos por el poder impetuoso del Espíritu Santo en una renovada Pentecostés". Por desgracia el año de la fe no produjo los frutos pretendidos y la crisis eclesial continuó desarrollándose. Los últimos años de las vidas de Pablo VI y de san Josemaría estuvieron marcados por esa realidad.

En las relaciones de san Josemaría con Mons. Benelli y, por tanto, con Pablo VI, al que se llegaba a través del Sustituto de la Secretaría de Estado, influyó además un factor de naturaleza muy distinta: la situación política de España, y más concretamente las perspectivas de un cambio, previsibles por la grave enfermedad del general Franco. La Secretaría de Estado buscaba promover una unión de todos los católicos españoles en torno a una única formación o línea política y, a ese efecto, Mons. Benelli se dirigió a san Josemaría solicitando que impulsara a los fieles del Opus Dei a moverse en esa dirección. La respuesta del fundador del Opus Dei fue –no podía ser otra– que la Obra respetaba por entero la libertad profesional de sus miembros y que, por esto, no estaba autorizado a hacer gestiones en ese sentido; que sólo la Jerarquía episcopal, o la Santa Sede, y en referencia a todos los católicos, podían dar indicaciones a ese respecto. Esa diversidad de pareceres, aunque hubiera por ambas partes una actitud de respeto mutuo, tuvo repercusiones (sobre este punto ver HERRANZ, 2007, pp. 230 ss.).

Después de la audiencia del 15 de julio de 1967 pasaron varios meses sin que hubiera nuevos encuentros entre Pablo VI y san Josemaría. Esa situación impulsó al fundador del Opus Dei a dirigirse por escrito a Mons. Benelli, el 24 de febrero de 1969, solicitando sus buenos oficios para obtener la audiencia que deseaba, y adjuntándole una carta para el Papa. Recibió respuesta de Pablo VI, por medio de carta autógrafa, el 26 de febrero de 1969, pero sin mencionar ninguna posible audiencia (cfr. AVP, III, p. 628). Sólo cuatro años más tarde, el 25 de junio de 1973, tuvo lugar esa anhelada audiencia. Mons. Álvaro del Portillo, en su testimonio sobre el fundador del Opus Dei, la comenta con las siguientes palabras: "El Padre habló al Papa de temas muy sobrenaturales, y le puso al día sobre el desarrollo de la Obra y los frutos que el Señor concedía en todo el mundo. Pablo VI se alegró mucho, y a veces le interrumpía dejándose llevar por algún elogio o simplemente exclamando: «Usted es un santo». Lo sé porque al terminar la audiencia, vi que el Padre tenía un aspecto más bien apesadumbrado, casi triste. Le pregunté el motivo, pero en un primer momento no quiso responderme. Después me contó que el Papa le había dicho esas palabras y se había llenado de vergüenza y dolor por sus propios pecados hasta el punto de protestar filialmente al Papa: «No, no. Vuestra Santidad no me conoce. Yo soy un pobre pecador». Pero el Papa insistió: «No, no, usted es un santo». Entonces el Fundador replicó lleno de emoción: «En la tierra no hay más que un santo: el Santo Padre»" (DEL PORTILLO, 1993, pp. 19-20). En ese encuentro, san Josemaría informó al Papa acerca de la revisión de la estructura jurídica del Opus Dei y dio detalles de cómo la Comisión Técnica encargada de esa tarea, presidida por Mons. Álvaro del Portillo, trabajaba a buen ritmo. El Papa animó al fundador a que, tan pronto estuviera todo listo, se presentaran los documentos a la Santa Sede.

El Decr. Presbyterorum ordinis (n. 10), del Concilio Vaticano II, había aprobado la constitución de prelaturas personales. Poco después de concluido el Concilio, Pablo VI, mediante el Motu Pr. Ecclesiae sanctae (6-VIII-1966), destinado a promover la aplicación de los decretos conciliares, había concretado ese punto, estableciendo algunas normas sobre el régimen y la aprobación de las prelaturas. En 1969, el fundador del Opus Dei decidió convocar un Congreso General Especial para reflexionar sobre el carisma fundacional e impulsar la correspondiente revisión del derecho particular. Ese congreso había trabajado primero en sesiones plenarias y luego en comisiones. De esos hechos informó san Josemaría a Pablo VI en la audiencia mencionada de 1973. De acuerdo con las indicaciones del Papa, las comisiones del Congreso continuaron trabajando, de modo que, en el momento del fallecimiento del fundador (26-VI-1975), la tarea estaba ya prácticamente concluida.

Poco después de ser elegido Presidente General del Opus Dei, Álvaro del Portillo solicitó una audiencia al Romano Pontífice. En esta audiencia, que tuvo lugar el 5 de marzo de 1976, don Álvaro manifestó a Pablo VI que, contando ya con estudios en los que se reflejaba plenamente la voluntad del fundador, podría pasarse a la fase resolutoria, pero que, para evitar falsas interpretaciones, parecía preferible dejar que corriera algún tiempo entre la muerte de san Josemaría y el momento en que se procediera a establecer la nueva configuración jurídica. El Romano Pontífice estuvo de acuerdo.

En una audiencia posterior, el 19 de junio de 1978, Pablo VI animó a don Álvaro a presentar ya la documentación oportuna. Mes y medio después, el 6 de agosto de 1978, antes de que diera tiempo a presentar documentación alguna, falleció Pablo VI. La solución jurídico-canónica buscada por el Opus Dei, ser erigido como Prelatura personal, quedó para Juan Pablo II, que procedió a esa erección el 28 de noviembre de 1982.

Josep-Ignasi SARANYANA

 «    PALAZZINI, PIETRO    » 

(Nac. Piobbico, Pesara, 19-V-1912; fall. Roma, 11-X-2000). Pietro Palazzini nació en 1912 y estudió en el Seminario Romano hasta su ordenación sacerdotal, que tuvo lugar el 6 de diciembre de 1934. Obtuvo el doctorado en Teología y en Utroque Iure (Derecho Civil y Canónico) en el Pontificio Ateneo Lateranense. Realizó también la diplomatura en Biblioteconomía, Archivística, Paleografía y Diplomática. A partir de 1935 fue Asistente del Seminario Romano, donde realizó una infatigable labor para conseguir los medios de subsistencia en los difíciles años de la Guerra Mundial. Se encargó también de dar asistencia a los muchos refugiados políticos y judíos en el Laterano, labor que le valió una medalla del Gobierno israelí.

Profesor de Teología Moral en el Ateneo Lateranense a partir de 1945, fue Decano de la Facultad de Teología entre 1954 y 1957. Durante esos años de actividad académica publicó diversas obras de Teología Moral, entre las que destacan entre 1950 y 1957 los cuatro volúmenes de Theologia moralis y los tres de Principi di teologia morale, continuando la labor iniciada por Antonio Lanza, su predecesor en la cátedra del Laterano. En años posteriores publicó otras obras de Teología Moral: Avviamento allo studio della morale cristiana. Vita e virtù cristiane, y un tratado sobre la moral sacramentaría en tres tomos. Además de estas obras, escribió también diversos libros y artículos de historia de la Iglesia.

En 1956, Pío XII le nombró Subsecretario de la Sagrada Congregación de Religiosos, y en 1958, Secretario de la Sagrada Congregación del Concilio (actualmente Congregación para el Clero), cargo que ocupó hasta 1973. En 1962 fue nombrado Arzobispo titular de Cesarea de Capadocia. Participó activamente en el Concilio Vaticano II, donde colaboró especialmente en la redacción del Decr. Presbyterorum Ordinis. En 1973 fue creado cardenal por Pablo VI, y entre 1980 y 1988 fue Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. A lo largo de esos años ocupó además muchos otros cargos en diversos dicasterios de la Santa Sede. En 1988, tras haber superado la edad de setenta y cinco años, el papa Juan Pablo II aceptó su renuncia como Prefecto. Siguió viviendo en Roma, hasta su muerte en el año 2000.

Conoció a san Josemaría el 20 de diciembre de 1955, cuando el fundador del Opus Dei defendió en el Ateneo Lateranense su tesis doctoral en Teología. Palazzini era entonces Decano de la Facultad de Teología, y fue miembro del tribunal de la tesis. A partir de esas fechas se estableció entre ambos una gran amistad, manifestada por el intenso intercambio epistolar –unas ciento treinta cartas y tarjetones en uno y otro sentido en esos veinte años, hasta 1975– y frecuentes visitas, habitualmente de Palazzini a san Josemaría en Villa Tevere.

Fue durante los años en que trabajó como Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos cuando se inició el proceso de canonización de san Josemaría.

Francesc CASTELLS I PUIG

 «    PARAGUAY    » 

El apostolado estable del Opus Dei en Paraguay se inició en 1962. San Josemaría manifestó deseos de visitar Paraguay, pero nunca pudo realizar ese viaje, aunque siguió siempre de cerca el desarrollo de la labor apostólica.

1. Inicio de la labor apostólica

El 21 de enero de 1962, llegaron a Asunción el presbítero Ramón Taboada del Río, el profesor Pablo Pratmarsó y el periodista Juan Repáraz, los tres españoles. Habían sido enviados por san Josemaría, después de que Mons. Carlos Martini, Nuncio apostólico en Paraguay y buen amigo de don Álvaro del Portillo, hubiera solicitado que el Opus Dei diera comienzo a su labor apostólica en el país.

El propio Nuncio los recogió en el aeropuerto, en medio de una lluvia torrencial, el día de su llegada. Al poco tiempo, acudieron al Santuario Nacional de Caacupé, para dejar en manos de la Virgen el trabajo apostólico que les aguardaba. Se alojaron durante unos meses en la Nunciatura, hasta que alquilaron la primera casa, en la calle Río de Janeiro. La primera carta que enviaron a san Josemaría con noticias de Paraguay fue respondida a vuelta de correo, en el mes de febrero: "Un afectuoso recuerdo, la seguridad de que os espera muy buena labor, un fuerte abrazo y la bendición de vuestro Padre, Mariano. Al Señor Nuncio, mi agradecimiento y mi cariño".

Mons. Martini presentó a los que habían llegado al rector de la recientemente fundada Universidad Católica, Mons. Moleón Andreu, quien contrató como profesor a don Ramón Taboada. Desde la cátedra universitaria pudo trabar amistad con muchas personas y ejercer un amplio apostolado cristiano. Unos meses más tarde, el 15 de septiembre de 1962 llegó el sacerdote Fernando Mañé, procedente de Barcelona. Como traía enseres domésticos, libros, piezas de decoración y objetos litúrgicos necesarios para la instalación de los primeros Centros y oratorios, realizó el viaje en barco hasta el mismo puerto de Asunción: el tramo final superó los 1.500 kilómetros por los ríos Paraná y Paraguay.

A fines de 1962 se dejó la casa de la calle Río de Janeiro para poner en marcha la Residencia Universitaria Ycuá, en la calle España. La sede de la Residencia Ycuá se trasladó a la avenida Mariscal López, donde comenzaron a impartirse cursos de ingreso a la universidad. En la actualidad, está ubicada en la calle Mariscal Estigarribia, 1787. Uno de los estudiantes de Derecho que participaba en las actividades académicas de Ycuá, Rogelio Livieres, fue la primera persona de Paraguay que pidió la admisión en la Obra, en 1963. Después de ejercer su profesión de abogado fue ordenado sacerdote en 1978 y nombrado obispo de Ciudad del Este en 2004.

En 1964 se abrió un nuevo Centro, en la calle Antequera, donde funcionaba la labor apostólica con alumnos de Primaria y Secundaria. Las actividades, seguidas por muchas familias, dieron vida al Club Taguató, que en guaraní significa Halcón. Ese trabajo formativo con familias y chicos siguió adelante, desde 1968, en un nuevo Centro –Villa Morra–, que contaba con amplio parque.

Mientras, los cursos de retiro y convivencias se realizaron en casas particulares que algunas familias cedían, los fines de semana, en la ciudad de San Bernardino. San Josemaría les animó para que consiguieran, cuanto antes, una casa de retiros apropiada. Mediante un conocido suyo, don Fernando Mañé localizó un terreno amplio con una edificación, ubicado en Fernando de la Mora, municipio contiguo a Asunción, y en 1968, con la ayuda de varios cooperadores, lograron comprarlo. En este terreno funciona actualmente la casa de convivencias La Cumbrera.

2. Comienzo de los apostolados de las mujeres del Opus Dei

Al mismo tiempo, se inició el apostolado del Opus Dei con mujeres, que también experimentó un rápido crecimiento. Don Ramón, ayudado por los parientes de la primera numeraria paraguaya –Ana María Brun Vierci, que había pedido la admisión en la Obra en Buenos Aires en 1954–, alentó a algunas señoras conocidas a ir preparando la labor apostólica estable con mujeres. La primera reunión fue en la Quinta Masi, donde Brunhilde Guggiari Brun de Masi invitó a las personas de su familia y amigas.

El 19 de diciembre de 1963 llegaron las primeras mujeres del Opus Dei. El grupo estaba compuesto por dos argentinas, Ofelia Vitta Lara y Rosa Clara Pinotti; una peruana, Elena Varillas Montenegro; y una chilena, María Angélica Cáceres Meza. Venían de Santiago de Chile, donde se habían reunido para hacer una convivencia preparatoria antes de viajar a Paraguay. En febrero de 1964 llegó Ángela Galindo, peruana.

La familia de Ana María Brun Vierci ofreció la primera casa, situada en la calle Estados Unidos, entre Luis Alberto Herrera y Azara, donde se alojaron diez días mientras se concretaba el alquiler de una casa en la avenida Mariscal López. Allí comenzó a funcionar Ogarapé, una Escuela Hogar que impartía clases de capacitación para la atención y decoración del hogar. También comenzó la carrera de Secretariado de nivel medio, de dos años de duración. El Instituto de Secretariado adquirió mucho prestigio y sus egresadas fueron contratadas rápidamente.

En 1966, Ogarapé se trasladó a una casa de la calle Mariscal Estigarribia. El crecimiento del número de personas que se acercaban al apostolado de la Obra hizo necesario abrir otro Centro en la calle Azara, dedicado especialmente a tener actividades para bachilleres. En 1968 se pudo adquirir finalmente una casa en la avenida Perú, sitio al que se trasladó el club de jóvenes y, en 1971, también la labor apostólica de Ogarapé.

San Josemaría, desde Roma, acompañaba a sus hijas e hijos, y les escribía con frecuencia. Se conservan muchas cartas manuscritas. En una de ellas, dirigiéndose a sus hijas, les decía: "Estad siempre unidas a mis intenciones y a mi oración. De este modo, la unidad será siempre más fecunda: más grande nuestra alegría y más íntima nuestra unión con Dios".

3. Estancia de san Josemaría en Paraguay y desarrollo actual de la labor apostólica

Aunque san Josemaría no visitó personalmente Paraguay, estuvo en Argentina del 7 al 28 de junio de 1974, donde fueron continuas las referencias que hizo a los países vecinos: Paraguay, Uruguay y Bolivia. Muchos paraguayos viajaron en esos días a Argentina para conocerlo y estar en los encuentros o tertulias que tuvo. El 13 de junio, estando en una de esas tertulias, Rosa Clara Pinotti le dijo: "Yo soy del Paraguay, Padre". Y el Padre le contestó: "Has venido a Argentina, y sabes también que tengo mucho cariño a tu tierra. Di a las de Paraguay que las queremos mucho, que hemos hablado de vuestro país esta mañana, con un paí (sacerdote) de allí, y se me ha encendido el corazón al oír que tiene esos árboles floridos: rojos, amarillos, de diversos colores y tonalidades, maravillosos".

En estos encuentros, el 18 de junio de 1974, Teresa Vega, boliviana radicada con sus padres en Asunción desde su infancia, pudo dedicarle, con el arpa, una polca llamada "Pájaro Campana", que imita el canto de ese pájaro muy común en Paraguay. Al terminar la interpretación, el Padre inició un aplauso y dijo: "¡Ahora me explico por qué Fray Angélico pintaba los ángeles con arpa! ¡Maravilloso hija mía! (…). Me gustará mucho ir a Paraguay. La próxima vez que venga a Argentina, será porque habré ido antes a Paraguay y a Uruguay".

Cuando se anunció por los medios de comunicación el 26 de junio de 1975 su fallecimiento, numerosas personas y familias acudieron a las Misas que se celebraron en sufragio por su alma. En el momento del fallecimiento de san Josemaría había en Asunción más de un centenar de miembros de la Obra y varios centenares de cooperadores y amigos.

A partir de entonces, y bajo el impulso de sus sucesores, la labor apostólica se ha extendido a más ambientes, se han incorporado nuevos miembros y se cuenta con más medios. En colaboración con cooperadores y amigos, los fieles del Opus Dei han promovido residencias universitarias y clubes para bachilleres, casas de retiros y convivencias, colegios, centros de capacitación laboral y el Dispensario Médico- Odontológico "Del Bajo"; y desarrollan actividades de formación y de promoción social, tanto en Asunción como en Encarnación, Ciudad del Este y otros lugares del interior.

Salma Delia HAYEK ATTALA

 «    PASO DE LOS PIRINEOS    » 

En la biografía de san Josemaría, se denomina "paso de los Pirineos" a la travesía que hizo junto con un grupo de expedicionarios a través de los Pirineos –cordillera que se eleva en toda su longitud entre España y Francia cerrando completamente el ancho istmo que enlaza el resto de Europa con la Península Ibérica–, cuando escaparon de la persecución religiosa que acontecía en la zona republicana de España, con el objetivo de llegar a la otra zona y poder ejercer libremente su misión sacerdotal. El paso tuvo lugar entre el 8 de octubre y el 10 de diciembre de 1937.

1. Los expedicionarios

Ante la situación de imposibilidad de desarrollar en Madrid una mínima vida cristiana en libertad, algunos de los primeros miembros del Opus Dei empezaron a trazar un plan para dejar Madrid y pasar a la llamada "zona nacional", donde se podría pensar en reorganizar e impulsar la labor apostólica. Ese plan quedó concretado así: san Josemaría, José María Albareda, Juan Jiménez Vargas, Manuel Sainz de los Terreros y Tomás Alvira intentarían llegar a Valencia en coche el día 8 de octubre de 1937, donde se encontrarían con Pedro Casciaro, Francisco Botella y Miguel Fisac. El programa se realizó como estaba previsto. Desde Valencia fueron, ese mismo día, a Barcelona, ciudad en la que contrataron a los guías que les conducirían al sur de Francia; en Barcelona permanecieron varias jornadas.

La expedición de la que formó parte san Josemaría, estuvo compuesta por veinticuatro personas, aunque propiamente el grupo que acompañaba a san Josemaría lo integraban sólo las personas ya citadas, todas ellas miembros o simpatizantes del incipiente Opus Dei: José María Albareda Herrera, de treinta y cinco años y profesor de instituto en Madrid; Tomás Alvira Alvira, de treinta y un años, licenciado en Ciencias y profesor de instituto; Manuel Sainz de los Terreros Villacampa, de veintinueve años e ingeniero de Caminos; Miguel Fisac Serna, de veinticuatro años y estudiante de Arquitectura; Juan Jiménez Vargas, de veinticuatro años y doctor en Medicina; Francisco Botella Raduán, de veintidós años y estudiante de Matemáticas y Arquitectura; y Pedro Casciaro Ramírez, de veintidós años y estudiante de Ciencias Exactas.

Los hechos quedaron recogidos en un cuaderno que ellos mismos llamaron Diario del Paso de los Pirineos, y que fue redactado cada día por una persona diferente del grupo.

2. El bosque de Rialp

El 19 de noviembre de 1937 Mateo, apodado "el lechero", el guía que los acompañaría hasta cruzar la frontera para llegar al Principado de Andorra, propuso que se dividieran en tres grupos: el primero, integrado, además de por san Josemaría, por Albareda y Jiménez Vargas, tomó un autobús hasta el pueblo de Oliana; Casciaro, Botella y Fisac tomaron el mismo autobús, pero se bajaron en Sanahuja, a unos quince kilómetros de Oliana; Alvira y Sainz se unieron dos días después. Durante trece días el grupo completo permaneció escondido, primero en el pueblo de Vilaró y luego en el bosque de Rialp, en una cabaña donde, a la espera de que se completara la expedición, pasaron frío, hambre y otras penurias.

El 21 de noviembre de 1937, a dos o tres kilómetros de Vilaró, y cobijado en lo que había sido la rectoría de la parroquia de Pallerols, san Josemaría se pasó la noche orando y llorando en silencio con la zozobra de no saber si hacía bien en intentar el paso de los Pirineos o si debería haber permanecido en Madrid junto a los que quedaron allí. En esa coyuntura hizo algo que jamás había hecho hasta entonces: pedir a la Virgen un signo extraordinario a modo de confirmación, para saber si Dios quería que prosiguiese en su intento de cruzar a la otra zona de España. A la mañana siguiente san Josemaría, rezando en la devastada iglesia halló una rosa de madera estofada y lo entendió como la señal que había solicitado del cielo. Esa rosa, que fue para él un gran consuelo, se conserva actualmente en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, en la sede central del Opus Dei, en Roma.

3. Principado de Andorra

Después de cinco días de espera emboscados en los montes de Rialp, el 27 de noviembre, al atardecer, iniciaron una extenuante marcha por senderos de montaña, caminando de noche y descansando durante el día. El guía de la expedición era un joven de la zona al que llamaban Antonio, aunque posteriormente se supo que su nombre era Josep Cirera. Llegaron sanos y salvos al Principado de Andorra, tierra neutral en los tiempos de guerra que corrían por España, la madrugada del día 2 de diciembre de 1937. Debido a las fuertes nevadas, la frontera con Francia –por donde el grupo quería continuar el viaje para llegar a Burgos– estaba cerrada y tuvieron que permanecer en el Principado de Andorra hasta el 10 de diciembre de ese mismo año. Durante su estancia se alojaron en el Hotel Palacín, de Escaldes-Engordany (que desde el año 2005 se llama Hotel Siracusa), en el mismo hotel en que se alojaban los gendarmes franceses llegados con el estallido de la Guerra Civil para mantener el orden interno en aquellos años difíciles. Los gendarmes estaban en el Principado bajo las órdenes del coronel René Baulard.

San Josemaría celebró Misa en la iglesia parroquial de Escaldes-Engordany (bajo la advocación de san Pedro Mártir). También lo hizo en la iglesia parroquial de San Esteban de Andorra la Vella, capital del Principado, en el oratorio del Colegio Meritxell (regentado por los monjes benedictinos de Montserrat) y en el oratorio del Colegio Sagrada Familia en Escaldes- Engordany, de las Hermanas de la Sagrada Familia de Urgell, con escuelas en el Principado de Andorra desde el año 1882. Durante esos días conoció a bastantes personas, como el arcipreste de Andorra, mosén Lluís Pujol, con quien mantendría desde entonces una buena amistad.

El viernes 10 de diciembre de 1937 pagaron el hotel; la suma ascendía a 1.408 francos franceses, que finalmente la familia Palacín-Fiter, propietarios del establecimiento, les dejó en 1.300 francos. Con 108 francos más en el bolsillo pudieron hacer frente a los problemas que les surgieron hasta llegar a Burgos.

Salieron de Escaldes-Engordany en un autobús en dirección a la frontera franco-andorrana. En Encamp tuvieron que bajarse del vehículo y atravesar a pie la población, a una altitud de 1.266 metros y con una temperatura que no superaba los 4 grados, debido a las heladas que esos días asolaban el país. De nuevo llegaron hasta Soldeu en autobús, pero desde allí no se pudo continuar. Todavía les quedaban trece kilómetros hasta la frontera, trayecto que tuvieron que hacer a pie a pesar de las bajas temperaturas y un camino cubierto de nieve, hundiéndose hasta las rodillas en cada paso. Pasado el puerto de Envalira sobre las once de la mañana, llegaron al Pas de la Casa, a través de una de las carreteras más altas de Europa (2.408 metros). Allí les esperaba un autocar de catorce plazas que se llenó con más de veinte personas y que los llevó a la ciudad francesa de Hospitalet-près-l’Andorre. La gendarmería francesa, con palas y un tanque quitanieves, se había ocupado de abrir el camino al tráfico. Llegaron al control a las dos del mediodía, presentaron la documentación y se les concedió permiso para circular por Francia, tan sólo por veinticuatro horas. Pasadas las cinco reemprendieron la marcha.

4. Lourdes y entrada a España

El 10 de diciembre de 1937, dejados atrás la frontera franco-andorrana del Pas de la Casa y el control fronterizo en la población francesa de Hospitalet-près-l’Andorre, pasaron por Tarascón y decidieron pernoctar en el Hotel Central de Saint-Gaudens. Al día siguiente, tras haber madrugado bastante y ajustados en el Citroën que les había llevado hasta Saint-Gaudens, se dirigieron a Lourdes, donde san Josemaría quiso dar gracias a la Virgen por haberles hecho llegar a Francia sanos y salvos. Pudo celebrar Misa en el segundo altar lateral de la derecha de la nave de la basílica, cerca de la puerta de entrada de la cripta. De Lourdes partieron hacia la frontera española. Almorzaron en Peyrehorade y llegaron a San Juan de Luz sobre las seis de la tarde, dispuestos a cruzar, una vez anochecido, el puente internacional de Fuenterrabía.

Sobre las siete de la tarde del día 11 de diciembre de 1937 entraban nuevamente en España por la frontera de Hendaya. Gracias al aval del obispo de Pamplona, cruzaron la frontera de Irún sin complicaciones y llegaron a San Sebastián. De allí partiría san Josemaría hacia Pamplona y después hacia Burgos, donde establecería su residencia desde el 8 de enero de 1938 hasta el 27 de marzo de 1939, para continuar el trabajo apostólico comenzado antes del inicio de la Guerra Civil.

Alfred LLAHÍ SEGALÁS

 «    PATRIOTISMO    » 

San Josemaría cultivó a lo largo de su vida la virtud del patriotismo, que se concretó en un amor noble y sincero por las tierras y gentes que le vieron nacer y crecer física, intelectual y espiritualmente. "Amo con toda el alma a esta patria mía, con sus virtudes y sus defectos, con su variedad de regiones y lenguas" (Discurso, 25-X-1960, Pamplona). Su amor a la patria fue de carácter universal e incluyente, Inspirado en la doctrina paulina, y fruto de un corazón agradecido.

San Josemaría se sintió profundamente barbastrino y aragonés, y español de verdad ("soy muy barbastrino y trato de ser buen hijo de mis padres": AVP, III, p. 757; "cada día soy más español": Discurso, 25-X-1960). Pero ese amor a su tierra nunca fue obstáculo o impedimento para considerarse ante todo y sobre todo "católico", "romano", "universal", con un corazón grande y sacerdotal en el que cabía toda la humanidad. San Josemaría supo encarnar, gracias a su unidad de vida, una síntesis perfecta entre lo universal y lo particular, entre el todo y la parte. Supo profesar un amor apasionado al mundo (cfr. Homilía Amar al mundo apasionadamente, 8-X-1967: CONV, 113-123) y un equilibrado patriotismo, que nunca tuvo carácter excluyente.

"Ser «católico» es amar a la Patria, sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a la vez, tener por míos los afanes nobles de todos los países. ¡Cuántas glorias de Francia son glorias mías! Y, lo mismo, muchos motivos de orgullo de alemanes, de italianos, de ingleses…, de americanos y asiáticos y africanos son también mi orgullo. –¡Católico!: corazón grande, espíritu abierto" (C, 525). "Ama a tu patria: el patriotismo es virtud cristiana. Pero si el patriotismo se convierte en un nacionalismo que lleva a mirar con despego, con desprecio –sin caridad cristiana ni justicia– a otros pueblos, a otras naciones, es un pecado" (S, 315). Como puede advertirse, usa la expresión nacionalismo para referirse a un patriotismo exacerbado y pueblerino; no entra, pues, a la problemática relacionada con el nacionalismo como ideología, de la que no se ocupa.

San Josemaría no elaboró de manera formal un concepto de patria, ni su posible contenido político, sino que siempre resaltó por encima de otras consideraciones su carácter moral. Por eso, la patria, para él, nunca fue un absoluto jurídico-político, ni un mero sinónimo de estado o de nación, en el sentido moderno de ambos términos, sino una realidad digna de ser amada, porque remite al contexto en el que el ser humano nace y del que recibe el lenguaje, la tradición y la cultura a partir de la cual puede desarrollar libremente su personalidad. Así lo manifiesta el lenguaje (la palabra "patria" deriva del latín pater, padre) y lo recoge la tradición teológica que considera el amor a la patria como parte de la pietas, virtud perteneciente al orden de la justicia, que lleva a amar a los padres y a la patria en la que se ha nacido.

El "patriotismo universalista" que vivió san Josemaría encaja a la perfección con el de san Pablo, quien, con una disponibilidad plena a la voluntad de Dios, supo hacerse todo para todos para ganar a todos (cfr. 1Co 9, 22), manteniendo en su corazón un amor tierno por sus hermanos, parientes según la carne, que eran los israelitas (cfr. Rm 9, 3-4). Este carácter paulino del patriotismo de san Josemaría explica que, aunque de hecho pasó, como san Pablo, una gran parte de su vida fuera de su país natal, no disminuyó, sino más bien todo lo contrario, el amor a su tierra. Su corazón dilatado por la gracia de Dios le movió a querer cada vez más a los suyos, de acuerdo con su lema de vivir una caridad "ordenada". San Josemaría admiró también el patriotismo universalista de su paisano san Prudencio, obispo de Tarazona, por su "espíritu abierto, universal, católico", y porque el amor a su patria no fue nunca obstáculo para que su mirada se levantase "hacia más amplios y dilatados horizontes" (cfr. Discurso en el acto de su nombramiento como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza, 21-X-1960).

Para san Josemaría la amplitud de horizontes la marca el amor a Cristo y, por Él, el amor a todos los hombres, y encuentra sus raíces en el Nuevo Testamento. Alentó a los fieles del Opus Dei que acudían a vivir a países distintos del suyo, para que amasen al nuevo país como al suyo, con corazón universal (cfr. AVP, III, pp. 316-319). En una carta dirigida a los fieles de la Prelatura les decía: "Pero no he de dejar de haceros presente con insistencia que esa caridad de Cristo, que nos urge –caritas enim Christi urget nos (2Co 5, 14)–, nos pide un amor grande, sin limitaciones, con obras de servicio (cfr. 1Jn 3, 18) a todos los hombres: de cualquier nación, lengua, religión o raza –sin hacer distinción, dentro del orden de la caridad, de miras personales, temporales o de partido, ya que nuestros fines son exclusivamente sobrenaturales– porque por todos ha muerto Jesucristo, para que todos puedan llegar a ser hijos de Dios y hermanos nuestros" (Carta 11-III-1940, n. 7: AGP, serie A.3, 91-6-1).

El auténtico patriotismo, explicaba san Josemaría, nunca puede estar reñido con la caridad ni con la justicia: "No es patriotismo justificar delitos… y desconocer los derechos de los demás pueblos" (S, 316). Por eso, san Josemaría profesó un amor muy particular por el pueblo judío, víctima del Holocausto: gustaba repetir que sus dos grandes amores, Jesús y la Virgen, fueron judíos. Y mostró especial adhesión y afecto por aquellos pueblos en vías de desarrollo, a cuya vida contribuyó impulsando la presencia en ellos de los apostolados del Opus Dei, así como diversas actividades de promoción social y educativo.

Carlos CAVALLÉ

 «    PATRONATO DE ENFERMOS    » 

Poco tiempo después de su llegada a Madrid, en 1927, san Josemaría fue nombrado Capellán del Patronato de Enfermos, una institución benéfica de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón, entonces de reciente fundación.

1. El Patronato de Enfermos; algunos datos históricos

El Patronato de Enfermos se encuentra en un edificio de la calle de Santa Engracia, 13 y ocupa gran parte de la manzana situada entre la calle José de Marañón y Nicasio Gallego. Tiene su entrada por la esquina que forma Santa Engracia con Nicasio Gallego, donde, en esta última calle, está la iglesia del Patronato. El edificio se había terminado de construir en 1924 con un estilo muy madrileño de la época: una mezcla de ladrillo con mampostería de piedra, unida a la utilización de azulejos de Talavera.

La actividad principal era el cuidado de enfermos que se atendían principalmente en visitas a sus domicilios, pero se contaba también con una Clínica o Dispensario de unas veinte camas para cuidar urgencias o enfermedades menores. Cuando era preciso, a los enfermos se les tramitaba el ingreso en algún hospital. El Patronato tenía también un Comedor de Caridad de pobres en el que cuidaba a un buen número de ellos diariamente, así como muchas otras actividades entre las que destacaba la Obra de la Perseverancia de la Fe, de la que dependían unas sesenta Escuelas repartidas por todo Madrid, especialmente en los barrios más necesitados. Impartían la Enseñanza Primaria, con especial dedicación a la catequesis de preparación de la primera Comunión.

El primer tercio del siglo XX hubo una gran inmigración en Madrid procedente del campo en busca de mejores condiciones de vida, que hizo que la capital no tuviera capacidad para absorberla, pues carecía de la estructura asistencial necesaria. No había viviendas suficientes, tampoco colegios, y los hospitales de beneficencia estaban más que abarrotados. La iniciativa privada, principalmente de promoción eclesiástica o religiosa, hacía lo que podía para cubrir carencias. Una de estas instituciones fue sin duda la recién erigida Congregación de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón que, desde el principio de siglo, estaba volcada en obras de caridad; en aquel momento había ampliado su actividad con el nuevo edificio de Santa Engracia. Pueden conocerse estadísticas precisas de su actividad repasando los Boletines que se publicaban trimestralmente. Por ejemplo, en 1928 consta que se atendió a 4.251 enfermos, se dieron 483 extremaunciones, se celebraron 1.251 matrimonios y se administraron 147 bautizos.

La labor de las religiosas y de sus auxiliares llegaba a los barrios extremos, hoy incorporados a Madrid, como Ventas, Pueblo Nuevo, Ciudad Lineal, Tetuán, Almenara o Cuatro Caminos, a los que se podía llegar en tranvía pero, con frecuencia, había que hacer después varios kilómetros por caminos de barro, o campo a través, hasta alcanzar las chabolas miserables en que vivían los enfermos.

El director espiritual de las Damas Apostólicas era el jesuita José María Rubio (fue canonizado por Juan Pablo II en 2003), que estaba muy relacionado con ellas desde los años veinte. Cuando falleció, en 1929, le sustituyó el también jesuita Valentín Sánchez Ruiz que, a partir de junio de 1930, y hasta 1941, sería el confesor habitual de san Josemaría. En 1927 el Patronato tenía dos capellanes, don Lino Vea-Murguía y don Norberto Rodríguez García, que por motivos de salud tenía una dedicación limitada. Don Lino tuvo que dejar el cargo en ese mismo año para incorporase al servicio militar. Poco después se incorporó san Josemaría.

2. La incorporación de san Josemaría a la labor del Patronato de Enfermos

Al poco de llegar a Madrid, en 1927, san Josemaría residía entonces en la Casa sacerdotal que las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón habían instalado en la calle de Larra, 3, por indicación del obispo de Madrid, Mons. Eijo y Garay. Sabiendo que necesitaba un trabajo pastoral en Madrid y conociendo bien su celo sacerdotal, la fundadora, doña Luz Rodríguez Casanova, le ofreció la Capellanía del Patronato de Enfermos.

San Josemaría consideró providencial que le hubieran ofrecido trabajar en el Patronato porque, además de abrirle el camino para obtener licencias ministeriales en Madrid, era un trabajo con cierta estabilidad. También, en octubre de 1928, y después de la fundación del Opus Dei, lo consideró providencial, pues significaba que el Opus Dei había nacido entre los pobres y enfermos de Madrid.

Se cuenta con bastantes relatos que refieren el trabajo pastoral que desarrolló san Josemaría en los años que duró su capellanía, entre los que quizás el más completo es el de Asunción Muñoz, que formaba parte del primer grupo de Damas Apostólicas. Así dice: "Se nos hizo imprescindible nuestro Capellán (…). Yo era la más joven de la Fundación y tenía más resistencia para actuar de día o de noche (…). Nos acercábamos a las casas humildes de estos enfermos. Había, muchas veces, que legalizar su situación, casarlos, solucionar problemas sociales y morales urgentes. Ayudarles en muchos aspectos. Don Josemaría se ocupaba de todo, a cualquier hora, con constancia, con dedicación, sin la menor prisa, como quien está cumpliendo su vocación, su sagrado ministerio de amor. Así, con nuestro Capellán, teníamos asegurada la asistencia en todo momento. Les administraba los Sacramentos y no teníamos que molestar a la Parroquia a horas intempestivas. Nosotras nos encargábamos de todo".

A cargo del capellán corrían los actos de culto del Patronato de Enfermos, si bien san Josemaría amplió su trabajo colaborando en actividades que no eran de su estricta obligación. En las mañanas de los sábados pasaba muchas horas en el confesonario para atender a los enfermos hospitalizados en el centro y a los pobres que eran asistidos de diversas necesidades ese día. Además, los domingos confesaba a niños y a niñas, alumnos de las múltiples Escuelas próximas al Patronato, que asistían a la Misa que se celebraba para ellos en la iglesia. También, en época de primeras Comuniones, tres días antes de la ceremonia solía participar en la catequesis preparatoria y tenía largas sesiones de confesonario. Con ocasión de triduos en fiestas determinadas, o cuando más adelante se organizaron tandas de ejercicios espirituales para señoras en el Patronato, también oficiaba los cultos eucarísticos extraordinarios de esos días. Anualmente celebraba los oficios de Semana Santa.

Lo que más abnegación le supuso fue la atención a los enfermos y a los niños de las Escuelas, que eran cerca de 15.000, entre los cuales hacían su primera Comunión unos 4.000 anualmente. En su trabajo de capellanía tuvo ocasión de conocer la amplísima actividad apostólica que se impulsaba y dirigía desde aquella casa y le impresionaron el gran número de visitas domiciliarias a pobres o enfermos, algunos muy graves, que llevaban a cabo las Damas Apostólicas, las postulantes o sus colaboradoras. Todas las semanas le pasaban una larga lista de los enfermos que debía atender espiritualmente, que le obligaba a recorrer los barrios más extremos de Madrid. Los jueves era cuando administraba la Comunión, para lo que alguna de las colaboradoras del Patronato le facilitaba un coche. Todo lo que ocurrió en aquellos años se le quedó muy grabado en la memoria. Pasado mucho tiempo, cuando ya se acababa su vida en la tierra, comentó: "Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios" (Meditación, 19-III-1975: AVP, I, p. 280).

Él mismo nos ha dejado constancia de aquellos trabajos y del influjo que tuvieron en el desarrollo de su vocación sacerdotal. Así lo escribió en mayo de 1932: "En el Patronato de Enfermos, quiso el Señor que yo encontrara mi corazón de sacerdote" (Apuntes íntimos, n. 731: AVP, I, p. 424). Recogemos a continuación algunos de sus testimonios, tomados de sus Apuntes íntimos.

El 6 de diciembre de 1930 escribió: "La semana pasada (creo que fue el viernes) hube de visitar a un enfermo de quien sabía lo siguiente: Dª Dolores [una de las Damas apostólicas] me advirtió que estaba fuera de razón, pero que quizá se pudiera hacer algo. En la noche del jueves Dª Amparo me indicó también que el moribundo era de los más movidos de la Casa del pueblo; me lo avisaba –dijo– por si me recibía mal (de darse cuenta), pues no quería nada con curas… A pesar de la dificultad se fue para allá rezando, como tenía por costumbre, un Acordaos y sucedió lo inesperado: el buen viejo aceptó confesarse" (Apuntes íntimos, nn. 119-120: GONZÁLEZ-SIMANCAS Y LACASA, 2008, p. 181).

En diciembre de 1930, anotaba: "Por cierto que podría contar muchas bondades y justicias de Dios, vistas por mí en las visitas de enfermos" (ibídem, n. 121: AVP, I, p. 284). Solamente diré algo sucedido ayer, primer viernes de diciembre, y a lo que no di ninguna importancia de momento. Sin embargo, creo que la tiene. Concha Giménez me habló de un tísico, que padecía muy frecuentes vómitos de sangre. Fui a la ronda de Segovia 13, donde tiene su domicilio. Pregunto, en el patio de la casa, por el enfermo, y una vecina me dice: Suba Vd. conmigo: soy su mujer. Pasamos al cuarto de esta familia. Se adelanta la mujer del enfermo y me detiene: «no entre ahora, porque está haciendo sus necesidades» (sic). Salió la pobre mujer del cuarto del enfermo, tapando con su delantal el vaso de noche… Entré en la reducida alcoba inmediatamente, decidido, como quien hace una hombrada… Pues, bien, yo aseguro que no noté ni el más ligero mal olor; nada. Confesé al enfermo: me entretuve lo ordinario en estos casos y, como he dicho, sin percibir ningún olor repugnante. Hay que tener presente que tengo un olfato muy sensible. Ahora pienso que Dios Nuestro Señor aceptó mi pequeña mortificación y me la pagó aquí evitándomela" (GONZÁLEZ- SIMANCAS Y LACASA, 2008, pp. 182-183).

Y el 20 de marzo de 1931: "Un enfermo gravísimo. Vivía en la Almenara. Doña Pilar Romanillos me habló de él con pena, porque se negaba a recibir al sacerdote y estaba grave. Me habló también del mismo pobre Dª Isabel Urdangarín. Les dije: encomendémosle al Señor, por mediación de Merceditas [Mercedes Reyna, Dama apostólica ya fallecida, a la que san Josemaría tenía gran devoción], esta tarde durante la bendición. Después iré a ver a ese hombre, llevando la reliquia de Mercedes en mi cintura… llegué a casa del enfermo. Con mi santa y apostólica desvergüenza, envié fuera a la mujer y me quedé a solas con el pobre hombre. «Padre, esas señoras del Patronato son unas latosas, impertinentes. Sobre todo una de ellas»… (lo decía por Pilar, ¡que es canonizable!). Tiene Vd. razón, le dije. Y callé, para que siguiera hablando el enfermo. "Me ha dicho que me confiese… porque me muero: ¡me moriré, pero no me confieso!" Entonces yo: hasta ahora no le he hablado de confesión, pero, dígame: ¿por qué no quiere confesarse? «A los diecisiete años hice juramento de no confesarme y lo he cumplido». Así dijo. Y me dijo también que ni al casarse se había confesado. Al cuarto de hora escaso de hablar todo esto, lloraba confesándose" (Apuntes íntimos, n. 178: GONZÁLEZ-SIMANCAS Y LACASA, 2008, p. 184).

3. Fin de una etapa

A comienzos de 1930 comprendió que Dios le pedía que dejara el Patronato de Enfermos. Había pasado ya el gran día del 2 de octubre de 1928 cuando, después de años de espera, su vida quedó marcada por una clara iluminación sobre lo que Dios le pedía; y había pasado también el 14 de febrero de 1930 en que supo que era voluntad de Dios que la labor del Opus Dei se extendiese también a mujeres. Era, pues, necesario que dedicara todas sus fuerzas a difundir la llamada universal a la santidad en el mundo y así poner los cimientos y hacer el Opus Dei.

De todas formas la separación fue progresiva. Cuando el 11 de mayo de 1931, tres semanas después de caída la monarquía y llegada la Segunda República, tuvo lugar la quema de conventos en Madrid, las circunstancias le llevaron a dar un paso en esa dirección. Dejó la vivienda que tenía en el Patronato e instaló el domicilio familiar en un pequeño ático cercano, en la calle de Viriato, 22, propiedad de Luz Rodríguez Casanova, que tenía en la planta baja una de sus Escuelas.

La decisión se fue haciendo cada vez más firme. El día 15 de julio, desahogaba así su corazón sacerdotal: "Voy a dejar el Patronato. Lo dejo con pena y con alegría. Con pena, porque después de cuatro años largos de trabajo en la Obra Apostólica, poniendo el alma en ella cada día, bien puedo asegurar que tengo metido en esa casa Apostólica una buena parte de mi corazón… Y el corazón no es una piltrafa despreciable para tirarlo por ahí de cualquier manera. Con pena también, porque otro sacerdote, en mi caso, durante estos años, se habría hecho santo. Y yo, en cambio, (…). Con alegría, porque ¡no puedo más! Estoy convencido de que Dios ya no me quiere en esa Obra: allí me aniquilo, me anulo. Esto fisiológicamente: a ese paso, llegaría a enfermar y, desde luego, a ser incapaz de trabajo intelectual" (ibídem, n. 207: GONZÁLEZ-SIMANCAS Y LACASA, 2008, p. 185).

Poco después las religiosas aceptaron su cese, aunque siguió ayudándolas hasta que encontraron a un nuevo capellán: "No termino estas impresiones sin añadir que ha sido el Señor, quien ha puesto el punto final. Venía pidiendo yo en la Santa Misa que se arreglaran las cosas de modo que dejara de trabajar en el Patronato. Creo que fue el quinto día de hacer esta petición cuando el Señor me oyó: fue Él: no cabe duda, porque accedió a mi súplica con creces…" (ibídem, n. 208: AVP, I, p. 373).

Tal como se había comprometido, siguió atendiendo algunos enfermos durante el verano hasta que el 28 de octubre se le comunicó que podía dejar definitivamente su relación con el Patronato y, al día siguiente, escribió: "Otro favor del Señor: ayer hube de dejar definitivamente el Patronato, los enfermos por tanto: pero, mi Jesús no quiere que le deje y me recordó que Él está clavado en una cama del hospital…" (ibídem, n. 360: AVP, I, p. 425). La realidad es que a san Josemaría se le había hecho necesaria la atención de los enfermos que había tenido tan cercanos en el Patronato y fue providencia divina que en ese mismo momento se le abriera una posibilidad de continuar esa labor, aunque con una dedicación diversa de la que requería el Patronato: "me hablaron de la Congregación de S. Felipe Neri, para atender a los pobres enfermos del Hospital General. Hoy he estado en los locales de la Congregación (…): desde el próximo domingo, comenzaré a ejercitarme en ese hermoso oficio" (ibídem, n. 360: GONZÁLEZ-SIMANCAS Y LACASA, 2008, p. 186). Fue, por lo demás, una tarea en la que invitó a que le acompañaran a algunos de los primeros que se acercaban a su apostolado. De hecho, de aquí arrancaría una de las costumbres que se continúa viviendo en la Obra: las visitas a los pobres de la Virgen y a los enfermos.

Benito BADRINAS

 «    PATRONOS E INTERCESORES DEL OPUS DEI    » 

El Opus Dei tiene como Patronos principales a la Virgen Santísima y a San José, Patrono de la Iglesia Universal (cfr. Statuta, n. 5). A ellos está encomendada la Obra entera. El Opus Dei está puesto especialmente bajo la protección de la Virgen María desde su inicio, pues así lo vivió y lo transmitió san Josemaría. A San José se le encomienda en su fiesta (cada 19 de marzo) que interceda ante Dios para que nuevas personas se sientan llamadas a pertenecer al Opus Dei.

Son también Patronos del Opus Dei los Arcángeles San Miguel, San Gabriel y San Rafael, y los Apóstoles San Pedro, San Pablo y San Juan, a los que se encomiendan con especial devoción cada una de las direcciones concretas de apostolado de los fieles de la Obra (cfr. Statuta, n. 5). San Josemaría decidió nombrar Patronos a dichos Arcángeles y Apóstoles el 6 de octubre de 1932, cuando hacía oración durante una semana de retiro espiritual en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia, como él mismo relata: "Pasaba largos ratos de oración en la capilla donde se guardan los restos de San Juan de la Cruz: y allí, en esa capilla, tuve la moción interior de invocar por vez primera a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles (…), teniéndoles desde aquel momento como Patronos de las tres obras que componen el Opus Dei" (AVP, I, p. 466).

San Josemaría puso bajo el patrocinio de San Rafael y de San Juan el apostolado de los fieles del Opus Dei con la juventud. Esta labor tiene como fin la formación humana, doctrinal y espiritual de los jóvenes que se acercan a la Obra, y se llama la obra de San Rafael. De entre los chicos y chicas que participan en este apostolado, algunos se sienten llamados a seguir su camino cristiano en el Opus Dei, pero hay también jóvenes que siguen otras vocaciones cristianas. La formación de los fieles del Opus Dei que se comprometen al celibato, numerarios y agregados, se coloca bajo el patrocinio de San Miguel y de San Pedro (obra de San Miguel). Finalmente, la formación de los supernumerarios (fieles de la Obra con vocación matrimonial) y el apostolado que desarrollan, se encomiendan a San Gabriel y a San Pablo; esta labor se llama la obra de San Gabriel (cfr. AVP, I, p. 477).

San Josemaría encomendó también algunas necesidades apostólicas concretas del Opus Dei o de sus fieles, a otros santos, que son: San Nicolás de Bari, San Pío X, San Juan Bautista María Vianney –el Santo Cura de Ars–, Santo Tomás Moro y Santa Catalina de Siena. Estos santos no son considerados Patronos sino, siguiendo una antigua tradición cristiana, Intercesores. No se proponen, pues, como modelos de vida sino, según indica la palabra, como santos a cuya intercesión se acude en las tareas que le son encomendadas.

San Nicolás de Bari vivió en el siglo IV. Fue obispo de Mira (en la actual Turquía). Este santo obispo se caracterizó por la solicitud paternal con que atendió las necesidades materiales de los pobres de su diócesis. Su culto se extendió con rapidez en Oriente y se propagó más tarde en Occidente, principalmente después del traslado de sus reliquias a Bari (Italia), en el siglo XI. A su intercesión se encomiendan las necesidades económicas que se presentan al emprender, sostener y desarrollar los apostolados que realizan los miembros de la Obra. San Josemaría cuenta cómo le nombró intercesor, el 6 de diciembre de 1934: "El día de San Nicolás de Bari –escribe– prometí al Santo Obispo, en el momento de subir yo al altar para decir la Misa, que si se resuelve nuestra situación económica, en la Casa del Ángel Custodio, le nombraré Administrador de la Obra de Dios", y –pensando que había sido poca generosidad la suya–, añadió inmediatamente: "Aunque ahora no me oigas, serás el Patrono de nuestra administración económica" (AVP, I, p. 537, nt. 121).

San Pío X (1835-1914), cuyo nombre era José Melchor Sarto, nació en Riese (Italia). Fue nombrado Patriarca-Arzobispo de Venecia y después elegido Papa en 1903. Escogió como lema de su pontificado la frase Instaurare omnia in Christo (Ef 1, 10 [Vulgata]): "Restaurar todas las cosas en Cristo", que refleja bien su programa de gobierno. Guió la Iglesia con mano firme en una época en que ésta tuvo que hacer frente a un laicismo virulento y a los errores doctrinales del modernismo. Dignificó y facilitó la participación activa en la liturgia. Disminuyó hasta los siete años la edad normativa para la primera Comunión, y extendió la práctica de la Comunión frecuente. Fue canonizado por Pío XII en 1954: era el primer papa canonizado después de cuatro siglos. San Josemaría encomendó a San Pío X las relaciones de la Obra y de sus miembros con la Santa Sede.

San Juan Bautista María Vianney (1786-1859), más conocido como el Santo Cura de Ars, nació en Dardilly, cerca de Lyon (Francia). Ordenado sacerdote en 1815, fue enviado en 1818 a Ars, un pueblo de trescientos setenta habitantes, donde estuvo hasta su muerte, entregado de lleno a la predicación, a la confesión sacramental, a la oración y a la penitencia, hasta conseguir que los habitantes de Ars alcanzasen un gran fervor espiritual. Su fama de santidad se extendió por toda Francia y por el resto de Europa, hasta el punto de que verdaderas multitudes acudían a Ars, por lo que en verano llegaba a estar hasta dieciséis horas diarias en el confesonario. El último año de su vida fueron más de cien mil los peregrinos que llegaron a Ars. Fue canonizado y declarado Patrono del clero universal por Pío XI en 1925. Al Santo Cura de Ars se encomiendan las relaciones de la Obra y de sus fieles con los Ordinarios de los lugares.

Santo Tomás Moro (1477-1535) estudió Literatura y Filosofía en Oxford, y Derecho en New Inn. En 1504 fue elegido miembro del Parlamento Inglés y ocupó distintos cargos públicos, logrando gran prestigio por sus conocimientos de leyes y por su honradez. Poseía vastísimos conocimientos humanísticos y escribió varios libros y ensayos. En 1529 fue nombrado Lord Canciller de Inglaterra. Fue un cristiano que supo compaginar su vocación de padre de familia con su profesión de abogado y más tarde de Canciller, en sólida unidad de vida. Fue fiel al rey como ciudadano, y también consecuente con sus deberes de cristiano. Por haberse negado a reconocer la supremacía de Enrique VIII sobre la Iglesia de Inglaterra, así como la declaración de nulidad del matrimonio válido del rey, fue encarcelado en la Torre de Londres en 1534, y decapitado al año siguiente. Fue canonizado por Pío XI en 1935. A él se le encomienda todo lo referente a las relaciones de la Obra y de sus miembros con las autoridades civiles.

Santa Catalina de Siena (Catalina Benincasa, 1347-1380), nació en Siena (Italia). Trabajó incansablemente por la paz y la unidad de la Iglesia. Movida por su amor a la Iglesia y a la cátedra de San Pedro, en 1376 se trasladó a Aviñón (Francia) y habló al papa Gregorio XI, pidiéndole que regresara a Roma cuanto antes, lo que consiguió con sus oraciones y sacrificios. Dictó a su confesor, fray Raimundo de Capua, O.P., la obra El Diálogo de la Divina Providencia, donde describe su experiencia de profunda unión con Dios. También se conservan trescientas ochenta y una cartas suyas. Algunos días antes de su muerte, exclamó: "Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia". Fue canonizada por Pío II en 1461, y nombrada Doctora de la Iglesia por Pablo VI, en 1970.

San Josemaría tuvo devoción a esta santa, a la que llamaba "la gran murmuradora" y la "gran deslenguada", porque no se callaba y decía grandes verdades por amor a Jesucristo, a la Iglesia de Dios y al Romano Pontífice. En una carta a Florencio Sánchez Bella, del 10 de mayo de 1964, escribía: "Voy a contarte ahora que se me ha avivado la devoción, que en mí es vieja, a Santa Catalina de Siena: porque supo amar filialmente al Papa, porque supo servir sacrificadamente a la Santa Iglesia de Dios y…. porque supo heroicamente hablar. Estoy pensando en declararla internamente Patrona (intercesora) celestial de nuestros apostolados de la opinión pública" (AVP, III, p. 532). En efecto, tres días más tarde, el 13 de mayo de 1964, la nombró Intercesora del Opus Dei, encargándole el apostolado que los fieles de la Obra desarrollan en el campo de la opinión pública difundiendo la doctrina de Jesucristo a través de los medios de comunicación, y también la labor de informar sobre la Obra y sus apostolados.

Manuel BELDA

 «    PAZ    » 

El vocablo designa un anhelo universal del corazón humano que se inscribe también en el núcleo del mensaje cristiano. Es célebre la afirmación agustiniana, según la cual todos aspiran a la paz, incluso quienes hacen la guerra. Y es que la paz es un ingrediente imprescindible de una vida humana lograda, de la felicidad como aspiración radical de las personas y de los pueblos.

El pensamiento clásico no define la paz negativamente, como no-guerra o como la mera ausencia de conflicto. Desde antiguo hizo fortuna la definición de san Agustín: la tranquilidad que sigue a la vigencia de cierto orden ("tranquillitas ordinis": De Civitate Dei, XIX, 13: PL 41, 640). ¿De qué orden se trata? De aquél que permite satisfacer de una manera justa las aspiraciones legítimas de la vida, es decir, disfrutar justamente de los bienes espirituales y materiales que conforman una existencia humana digna.

La paz consiste en la quietud que sigue a una posesión duradera del bien, en la aspiración satisfecha. De ahí que, en el sentido radical que revela el cristianismo, el lugar de la paz definitiva sea la bienaventuranza eterna, la posesión de Dios –sumo bien de la vida– de forma irrevocable. También aquí recordamos con razón a Agustín: "nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Confesiones, I, 1: CCL 27, 1). La plegaria cristiana sobre los difuntos es rica en expresiones –descanse en paz, el sueño de la paz, etc.– referidas a la paz en este sentido radical y definitivo: como don escatológico, fruto de la acción de Dios que se alcanza en la otra vida.

Tomás de Aquino, tomando en cuenta la definición agustiniana, se refiere a un triple orden en el hombre: con respecto a sí mismo, a Dios y a los demás. Y precisa el concepto al añadir que la paz incluye la concordia (unión de diversas personas en un mismo querer), pero va más allá, pues también forma parte de ella la paz interior, es decir, la unión armónica de las distintas tendencias que el hombre encuentra en sí (cfr. S.Th. II-II, q. 29, a. 1).

¿Quién es el artífice de ese orden, a quién corresponde ponerlo? La paz es el resultado de la acción conjunta de Dios y del hombre, obra de la gracia y fruto de la justicia, regalo y conquista o tarea moral. Veámoslo brevemente.

1. Don de Dios

La paz es una característica del obrar divino, expresada tanto en la creación de un universo ordenado como en la redención del hombre, que necesita ser rescatado del pecado. San Josemaría se refiere a ella como don de la Trinidad al hombre por medio de las misiones de Cristo y del Espíritu Santo: "Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad. Y así se ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 5-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20)" (ECP, 65). La presencia del Espíritu en la Iglesia, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios, anticipa la paz definitiva (cfr. ECP, 128).

La paternidad benevolente de Dios funda la fraternidad e igualdad entre los hombres, pues "nuestro Señor ha venido a traer la paz (…) a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color…" (ECP, 106).

La Iglesia, depositaría y transmisora de ese don, es vista como fuerza pacificadora en la historia: "El apostolado cristiano no es un programa político, ni una alternativa cultural: supone la difusión del bien, el contagio del deseo de amar, una siembra concreta de paz y de alegría" de la que "se derivarán beneficios espirituales para todos: más justicia, más comprensión, más respeto del hombre por el hombre" (ECP, 124). En esta línea se sitúa la institución fundada por san Josemaría, como forma específica de colaborar en la misión de la Iglesia. Él mismo afirmaba que "el Opus Dei no busca ninguna finalidad temporal, política; que persigue sólo y exclusivamente (…) contribuir a que haya más amor de Dios en la tierra y, por tanto, más paz, más justicia entre los hombres, hijos de un solo Padre" (ECP, 70).

2. Raíces morales y espirituales de la paz

El don de Dios se anticipa ya en esta vida y requiere de la respuesta humana. En este sentido, la paz pertenece también al orden práctico, exige el compromiso de todos y se extiende a las redes relaciónales de la existencia humana: tanto las macro- relaciones (política, economía, comunidad internacional, etc.), como también las micro-relaciones (familia, amistad, comunidades pequeñas). Y esto porque la paz es, en último término, una planta que arraiga en el corazón humano y se alimenta principalmente de energías morales y de orden espiritual que repercuten en todos los ámbitos de la vida humana. Se entiende que una de las exigencias fundamentales y primeras del bien común sea la paz, pues la vida buena de la comunidad exige la seguridad y la vigencia de un orden justo. Por el contrario, la paz se ve amenazada por las diversas formas de pobreza, por las desigualdades excesivas, por la desconfianza y el orgullo, la envidia, el afán de dominio y toda forma de injusticia.

Por su carácter moral, la paz no se hace de una vez por todas, sino que se ve con frecuencia amenazada y, cuando se quiebra, es preciso rehacerla. Ahí entran en juego la misericordia, complemento humanizador de la justicia, y el perdón, ingrediente imprescindible de la paz. La reconciliación con Dios después del pecado y la que tiene lugar en las relaciones humanas, resultan hitos inevitables en el camino hacia la paz. La redención obrada por Cristo en el misterio pascual es la fuerza pacificadora por excelencia, pues revela un amor más fuerte que el pecado, el único capaz de restablecer los bienes perdidos. Y también en las relaciones entre los hombres, cuando falta esa benevolencia que representa el perdón, no es difícil que el afán de justicia degenere en sed de venganza. Por paradójico que resulte, la referencia cristiana al perdón confiere realismo al discurso sobre la paz, cuyas realizaciones temporales nunca pueden considerarse definitivas y dependen del empeño sostenido de todos.

En los escritos de san Josemaría son numerosísimas las referencias a estos fundamentos morales y espirituales de la paz en la existencia del cristiano. Sirva como guía la siguiente enumeración, en la que comenzamos con los aspectos espirituales para pasar luego a los sociales:

a) Confianza en Dios, filiación divina y vida teologal: "Os aseguro – lo he tocado con mis manos, lo he contemplado con mis ojos– que, si confiáis en la divina Providencia, si os abandonáis en sus brazos omnipotentes, nunca os faltarán los medios para servir a Dios, a la Iglesia Santa, a las almas, sin descuidar ninguno de vuestros deberes; y gozaréis además de una alegría y de una paz que mundus dare non potest (cfr. Jn 14, 27), que la posesión de todos los bienes terrenos no puede dar" (AD, 117). "Fomenta, en tu alma y en tu corazón –en tu inteligencia y en tu querer–, el espíritu de confianza y de abandono en la amorosa Voluntad del Padre celestial… –De ahí nace la paz interior que ansías" (S, 850). Y esa paz interior redundará en la paz en la vida de relación y en toda la sociedad.

b) Paz interior y combate espiritual, lucha ascética: "La paz es consecuencia de la guerra, de la lucha, de esa lucha ascética, íntima, que cada cristiano debe sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón. Es inútil clamar por el sosiego exterior si falta tranquilidad en las conciencias, en el fondo del alma, porque del corazón es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios… (Mt 15, 19)". Un poco más adelante aclara el sentido de ese combate: "Nada más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que se presentan los extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual sean del signo que sean. Ese peligro no existe, si la lucha se entiende como Cristo nos ha enseñado: como guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre renovado de amar más a Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los hombres" (ECP, 74). Es significativa la siguiente secuencia causal que aparece con frecuencia en distintos lugares: lucha-victoria-paz-alegría (cfr. C, 308).

c) Paz y alegría, también en el sufrimiento: "Para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y desesperación" (ECP, 167). Sin embargo, la paz temporal es siempre relativa y no elimina la posibilidad del sufrimiento, que se ilumina desde la cruz de Cristo: "Aunque consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la experiencia de la propia limitación. Ante esas pesadumbres, el cristiano sólo tiene una respuesta auténtica, una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz, Dios que sufre y que muere, Dios que nos entrega su Corazón, que una lanza abrió por amor a todos. (…) Dios Nuestro Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque –después del pecado original– forma parte de la condición humana. Sin embargo, su Corazón lleno de Amor por los hombres le hizo cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas: nuestro sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y sed de justicia" (ECP, 168).

En la predicación del fundador del Opus Dei la paz es inseparable de la alegría (gaudium cum pace), fruto de la confianza filial en Dios: "Vivamos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios" (ECP, 126). Y glosa con frecuencia el siguiente pasaje paulino: "Acuérdate además de que omnia in bonum!, todo –también la escasez, la pobreza– coopera al bien de los que aman al Señor (cfr. Rm 8, 28); acostúmbrate, ya desde ahora, a afrontar con alegría las pequeñas limitaciones, las incomodidades, el frío, el calor, la privación de algo que consideras imprescindible, el no poder descansar como y cuando quisieras, el hambre, la soledad, la ingratitud, la incomprensión, la deshonra…" (AD, 119).

d) Anticipo de la paz definitiva en la oración contemplativa. La paz espiritual es conciencia de la cercanía de Dios, y por eso la oración contemplativa es como un adelanto de la bienaventuranza: "Hemos corrido como el ciervo, que ansia las fuentes de las aguas (Sal 41 [Vg 40], 2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. (…) Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas. No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces, metidos en la senda estrecha que conduce a la vida! (Mt 7, 14)" (AD, 307).

e) Afán de justicia y caridad: "Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama" (ECP, 122). "Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos –conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo–, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo (…) será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres" (ECP, 167).

"Comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse –¡siempre! – como instrumentos de unidad. No en vano existe en el fondo del hombre una aspiración fuerte hacia la paz, hacia la unión con sus semejantes, hacia el mutuo respeto de los derechos de la persona, de manera que ese miramiento se transforme en fraternidad" (AD, 233).

f) Amor a la libertad y al pluralismo. San Josemaría cantó siempre la grandeza de la libertad, manifestación singular de la dignidad de la persona humana. La consideró siempre tanto en relación a la espiritualidad del hombre y a su capacidad de decidir como en su apertura al bien. "La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres" (AD, 27). Esa valoración de la libertad implica el respeto, más aún el aprecio, a la libertad de quienes nos rodean, sabiendo que cada persona humana debe recorrer su propio camino. De ahí el respeto a la diversidad y el pluralismo, que tanto contribuye a la paz social: "Jamás he preguntado a alguno de los que a mí se han acercado lo que piensa en política: ¡no me interesa! (…) porque los cristianos gozáis de la más plena libertad" (AD, 11). El reconocimiento hondo y sentido de esta realidad "os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo –lo diré de un modo positivo–, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social" (CONV, 117).

g) Deseo de contribuir al bien social. Es propio de la persona humana recta, y la fe cristiana refuerza esa actitud, aspirar a contribuir al bien social y al progreso. En esa dirección se mueven, se deben mover, numerosas actividades humanas. San Josemaría recuerda en especial la aportación que implica el trabajo al que todo ser humano está llamado. "El trabajo bien acabado, que progresa y hace progresar, que tiene en cuenta los adelantos de la cultura y de la técnica, realiza una gran función, útil siempre a la humanidad entera, si nos mueve la generosidad, no el egoísmo, el bien de todos, no el provecho propio: si está lleno de sentido cristiano de la vida. Con ocasión de esa labor, en la misma trama de las relaciones humanas, habéis de mostrar la caridad de Cristo y sus resultados concretos de amistad, de comprensión, de cariño humano, de paz. Como Cristo pasó haciendo el bien (Hch 10, 38) por todos los caminos de Palestina, vosotros en los caminos humanos de la familia, de la sociedad civil, de las relaciones del quehacer profesional ordinario, de la cultura y del descanso, tenéis que desarrollar también una gran siembra de paz" (ECP, 166; cfr. AD, 120).

h) El cristiano sembrador de paz y de alegría. Esta expresión, utilizada con frecuencia por san Josemaría, compendia su comprensión de la misión del cristiano: "En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar –lucha de paz– contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres" (ECP, 168; cfr. S, 985).

Rodrigo MUÑOZ

 «    PECADO    » 

La doctrina cristiana sobre el pecado presupone dos realidades antropológicas fundamentales: la falibilidad y la libertad. El hombre es un ser falible, que puede fallar y no alcanzar la meta; y que puede fallar no sólo por la limitación de sus fuerzas, sino porque, siendo dueño de sus actos, puede usar mal de su libertad. Pero, junto a esos dos presupuestos antropológicos, la doctrina sobre el pecado tiene un tercero, de carácter teologal: la cercanía amorosa de Dios, al que no le es indiferente el actuar humano. De ahí que san Josemaría pudiera hablar de quienes "cometen el gran pecado de olvidar el pecado" (Carta 9-I-1959, n. 19: AGP, serie A.3, 94-1-5), poniendo de manifiesto que ese olvido en lugar de afirmar al hombre, lo destruye. Es ésa también la razón por la que quienes son conscientes del amor divino experimentan la alegría de la fe y a la vez se reconocen llenos de miserias y pecados, como le ocurría al mismo san Josemaría, que se veía así "a la luz de esas gracias divinas que Dios, por su misericordia, suele otorgar a los santos" (AVP, I, p. 344). Reaccionaba con actitud de fe y por tanto con un esfuerzo renovado para realizar el bien.

1. La gravedad del pecado

San Josemaría no fue un predicador de tintes dramáticos, pero supo siempre poner de relieve la malicia del pecado, precisamente por su oposición al amor. En la raíz del pecado se encuentran el amor propio y la desconfianza en el amor de Dios (cfr. ECP, 95; F, 481). Por eso, aunque el pecado no siempre comporta un explícito odio a Dios, siempre implica un profundo desamor: es poner al Señor en estado de sospecha. Así se comprende la ofensa que entraña el pecado; una comprensión que presupone la fe: "Debemos hacernos cargo, aun en lo humano, de que la magnitud de la ofensa se mide por la condición del ofendido, por su valor personal, por su dignidad social, por sus cualidades. Y el hombre ofende a Dios: la criatura reniega de su Creador" (ECP, 95). De ahí que la malicia del pecado y la deuda correspondiente sean en cierto sentido infinitas. San Josemaría lo mostraba haciendo referencia no sólo a la dignidad infinita de Dios, sino también a la magnitud de su castigo (el infierno) y sobre todo a la pasión y muerte de Jesús, que ofreció su vida como satisfacción justa por el pecado: "Por salvar al hombre, Señor, mueres en la Cruz; y, sin embargo, por un solo pecado mortal, condenas al hombre a una eternidad infeliz de tormentos…: ¡cuánto te ofende el pecado, y cuánto lo debo odiar!" (F, 1002); "Jesús, bajo el peso de la Cruz con todas las culpas de los hombres, muere por la fuerza y por la vileza de nuestros pecados" (ECP, 95).

Esto le hacía sentir un profundo dolor por el pecado en cuanto ofensa a dios, como lo refleja, entre otros muchos hechos, su reacción en una ocasión. Se hablaba de la vida pecaminosa de una persona, uno de los que estaban presentes "exclamó: «¡Pobre hombre!». Nuestro Fundador replicó inmediatamente: «¡pobre Dios!». No era una falta de caridad hacia aquel pecador, sino una prueba de su amor de Dios, y de la fuerza con que aborrecía cualquier pecado, aun el más pequeño que se pueda pensar. «¡Pobre Dios!», porque era un Padre ofendido por uno de sus hijos. No hace falta decir que el Padre se puso a rezar inmediatamente por aquel pobrecillo" (DEL PORTILLO, 1993, p. 147). San Josemaría enseñaba que a Dios le "duelen" nuestros pecados, porque nos ama con locura (cfr. S, 139; F, 161, 1024); y quienes aman a Dios experimentan ese dolor por los pecados propios y ajenos: un verdadero "dolor de Amor" (C, 242, 246, 436; S, 142). El pecado es algo más que la transgresión de una norma: "no se reduce a una pequeña «falta de ortografía»: es crucificar, desgarrar a martillazos las manos y los pies del hijo de dios, y hacerle saltar el corazón" (S, 993).

2. Efectos del pecado

El alejamiento de Dios, propio del pecado, conlleva otros efectos que el fundador del Opus Dei exponía en su predicación. El primero de ellos es la esclavitud del pecador y la oposición consigo mismo: quien peca "se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios" (AD, 37; cfr. ECP, 178; F, 1024). El pecador se hace daño a sí mismo como hombre y como hijo de Dios, y, si reitera las acciones pecaminosas, lo hace en detrimento de su libertad, que queda disminuida, sometida a los malos hábitos.

Todo pecado comporta, además, una ruptura con la Iglesia, con los hombres y con la misma naturaleza. Por eso se puede hablar, en sentido análogo, de pecado social, que es una situación inicua, resultado de muchos pecados personales. Como consecuencia, la repulsa del pecado debe llevar a reparar el mal hecho a los demás y a enfrentarse, sin caer en la pasividad, con las estructuras Injustas. Cada uno debe esforzarse por contrastar esas situaciones: "No me cansaré de repetir que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos" (ECP, 120). Es un deber que atañe a todos, pero con particular intensidad a quienes están constituidos en autoridad o tienen funciones de responsabilidad: "Se esconde una gran comodidad –y a veces una gran falta de responsabilidad– en quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros. Se ahorran quizá disgustos en esta vida…, pero ponen en juego la felicidad eterna –suya y de los otros– por sus omisiones, que son verdaderos pecados" (F, 577).

De hecho el pecado no es sólo un mal, sino el único mal en sentido absoluto. Es mucho más dañino que el peor cataclismo del mundo físico: "No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado" (C, 386). De ahí la necesidad de "conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir –en el corazón y en la cabeza– horror al pecado grave" (AD, 243). Aversión, pues, al pecado mortal, que aparta de Dios, pero también al pecado venial, que no es algo irrelevante o de poca importancia: "También ha de ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega" (ibídem).Ciertamente, la razón de pecado se encuentra plenamente sólo en el pecado mortal, que aleja de Dios. Pero también el venial supone una ofensa al Señor que debe evitarse, y que, si se tolera, conduce a la tibieza y al pecado mortal. Es ésta una recomendación que el fundador del Opus Dei repetía frecuentemente: "Ruega al Señor que te conceda toda la sensibilidad necesaria para darte cuenta de la maldad del pecado venial; para considerarlo como auténtico y radical enemigo de tu alma; y para evitarlo con la gracia de Dios" (F, 114; cfr. C, 327-329; S, 139). Entre otras cosas, porque la santidad, a la que todos estamos llamados, exige un serio empeño por excluir los pecados veniales: "¡Qué pena me das mientras no sientas dolor de tus pecados veniales!

–Porque, hasta entonces, no habrás comenzado a tener verdadera vida interior" (C, 330).

3. Pecado y misericordia de Dios

Junto a la malicia y a las consecuencias del pecado, san Josemaría subrayó con fuerza la sobreabundante misericordia del Señor: "Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados" (ECP, 128). Dios desea perdonar nuestras culpas con tal de que, arrepentidos, solicitemos su remisión: "No te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que «eso» existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica" (S, 134), porque su misericordia, su ternura y su clemencia "nunca se acaban" (AD, 215).

En los escritos del fundador del Opus Dei se recalca el felix culpa del Pregón Pascual: "Si tus errores te hacen más humilde, si te llevan a buscar con más fuerza el asidero de la mano divina, son camino de santidad: «felix culpa!» –¡bendita culpa!, canta la Iglesia" (F, 187; cfr. ECP, 65; S, 171). Y se anima a sacar del pecado un renovado afán de santidad: "Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. –Así entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas. –Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad. Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida" (C, 211). Veía en esas sucesivas conversiones un crecimiento de Cristo en nosotros, ya que el Señor "nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su Amistad y su Amor. La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre" (ECP, 64). La filiación divina alimenta la confianza en la ayuda de Dios y la esperanza de vencer en la lucha ascética.

4. Superación del pecado, gracia de Dios y lucha ascética

En su predicación, san Josemaría insistió en que el pecado puede y debe superarse con la gracia del Señor, pues Cristo ha muerto a fin de librar a los hombres del pecado. Para lograrlo es preciso pedir la ayuda divina y ejercitarse en la lucha ascética. "Arrastramos en nosotros mismos –consecuencia de la naturaleza caída– un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales. Por tanto, hemos de emprender esas ascensiones, esas tareas divinas y humanas –las de cada día–, que siempre desembocan en el Amor de Dios" (AD, 214). El saberse pecador no es, por ende, motivo de abatimiento ni de altanería, sino de arrepentimiento y conversión: para el cristiano, "el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo" (ECP, 138).

Se pone así de relieve la "paradoja amable de la condición de cristiano: nuestra propia miseria es la que nos lleva a refugiarnos en Dios, a «endiosarnos», y con Él lo podemos todo" (F, 212). Sin olvidar que, en esta vida, aun la persona renovada por la gracia no está plenamente libre del fomes peccati y puede apartarse de Dios: "La experiencia del pecado no nos debe, pues, hacer dudar de nuestra misión. Ciertamente nuestros pecados pueden hacer difícil reconocer a Cristo. Por tanto, hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la purificación. Pero sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha" (ECP, 114). De hecho, san Josemaría recomendó con insistencia resistir las insidias del pecado con una actitud no superficial o de autoperdón, sino penitente, "con humildad, con corazón contrito, fiados en la asistencia divina, y dedicando nuestros mejores esfuerzos como si todo dependiera de uno mismo" (AD, 214).

Resulta así lógico que el principal remedio propuesto por el fundador del Opus Dei para evitar y expiar los pecados sea la confianza en la asistencia divina, en la gracia, y que recalcara los canales a través de los que la gracia se recibe, poniendo de relieve especialmente:

- el Sacramento de la Penitencia: san Josemaría "hablaba mucho de la Confesión y la llamaba el sacramento de la alegría, porque asegura nuestro retorno a Dios: nos devuelve la amistad divina" (Del Portillo, 1992, p. 144);

- la Eucaristía: "En la Santa Misa encontramos la oportunidad perfecta para expiar por nuestros pecados, y por los de todos los hombres (…). ¿Cómo? Uniéndonos en la Santa Misa a Cristo, Sacerdote y Víctima: siempre será Él quien cargue con el peso imponente de las infidelidades de las criaturas" (AIG, p. 79);

- la devoción a María Santísima: "La Madre de Dios, que buscó afanosamente a su hijo, perdido sin culpa de Ella, que experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos ayudará a desandar lo andado, a rectificar lo que sea preciso cuando por nuestras ligerezas o pecados no acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos así la alegría de abrazarnos de nuevo a Él, para decirle que no lo perderemos más" (AD, 278; cfr. F, 161).

A la vez, presuponiendo la acción de la gracia, insistía en la necesidad del empeño personal. A este efecto recomendaba:

- considerar la gravedad del pecado, meditando la Pasión de Cristo: "Situados en el Calvario, donde Jesús ha muerto, la experiencia de nuestros personales pecados debe conducirnos al dolor: a una decisión más madura y más honda de no ofenderle de nuevo" (F, 402; cfr. VC, passim);

- examinar la propia conducta: "Mira tu conducta con detenimiento. Verás que estás lleno de errores, que te hacen daño a ti y quizá también a los que te rodean (…). –Necesitas un buen examen de conciencia diario, que te lleve a propósitos concretos de mejora, porque sientas verdadero dolor de tus faltas, de tus omisiones y pecados" (F, 481);

- luchar contra las pasiones desordenadas: "Todos tus defectos, no combatidos, darán un lógico fruto constante de malas obras. Y tu voluntad –que no estará templada en una lucha perseverante– no te servirá de nada, cuando llegue una ocasión difícil" (S, 776);

- evitar las ocasiones: "Un querer sin querer es el tuyo, mientras no quites decididamente la ocasión. –No te quieras engañar diciéndome que eres débil. Eres… cobarde, que no es lo mismo" (C, 714);

- no dialogar con las tentaciones: "No dialogues con la tentación. Déjame que te lo repita: ten la valentía de huir; y la reciedumbre de no manosear tu debilidad, pensando hasta dónde podrías llegar. ¡Corta, sin concesiones!" (S, 137);

- hacer penitencia: "La vocación cristiana es vocación de sacrificio, de penitencia, de expiación. Hemos de reparar por nuestros pecados –¡en cuántas ocasiones habremos vuelto la cara, para no ver a Dios! – y por todos los pecados de los hombres" (ECP, 9);

- perseverar en la lucha: "Nuestra existencia en la tierra es tiempo de trabajo y de pelea, tiempo de purificación para saldar la deuda debida a la justicia divina, por nuestros pecados" (AD, 203).

Así, en el juego entre gracia divina y respuesta humana, el hombre supera el pecado y crece en santidad.

Enrique COLOM

 «    PENITENCIA, VIRTUD Y SACRAMENTO DE LA    » 

La fidelidad a la vocación cristiana no es tarea fácil, y el mismo Señor previno a sus discípulos de las dificultades que encontrarían para entrar en el reino de los cielos (cfr. Le 13, 24). Lo que se opone a la santidad es el pecado, y ninguna criatura –a excepción de la Inmaculada Virgen María– se encuentra inmune a su poder: quien dice que no tiene pecado se engaña y la verdad no está en él (cfr. 1Jn 1, 8). Por eso, junto a la llamada a la santidad, resuena continuamente en el mensaje cristiano la llamada a la conversión (cfr. Mt 4, 17; Me 1, 15).

Así ocurre también en la predicación de san Josemaría. La convicción de la llamada universal a la perfección cristiana no le conducía a negar la realidad de la fragilidad humana. En su catequesis advierte que los hombres no deberíamos de extrañarnos de tocar nuestras miserias, porque "arrastramos en nosotros mismos –consecuencia de la naturaleza caída– un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales" (AD, 214). Por eso precisaba "machaconamente, de intento", que la vida espiritual es "un continuo comenzar y recomenzar" (F, 384): "santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez" (AD, 131).

1. La penitencia: consideración general

Con el nombre de penitencia la tradición cristiana se refiere a cada una de las múltiples facetas del papel de hijo pródigo que el cristiano debe realizar. Para la exposición de su vasto significado nos servimos de la siguiente descripción que el fundador del Opus Dei hace del camino de regreso del cristiano a la casa del Padre: "volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto– se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios" (ECP, 64).

En la primera parte de la cita se indica lo que comúnmente se denomina virtud de la penitencia, que denota el estado de permanente conversión hacia Dios, mediante el cual el cristiano arranca de su vida los trazos delineados por el pecado y progresa en la identificación con los rasgos de la vida de Cristo (cfr. VC, VI Estación; C, 212). En este contexto, conviene recordar que el uso tradicional del término penitencia aparece cargado de una rica polisemia. Por un lado, penitencia significa el cambio profundo del corazón del hombre, que comporta modificar la vida concreta en coherencia con el cambio del corazón; por otro lado, significa las obras específicas de sacrificio y de entrega –las denominadas obras de penitencia– en que se traduce el deseo de cambio de vida si es verdadero. En este último sentido, "penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla (cfr. Mt 16, 24-26; Me 8, 34-36; Le 9, 23-25); para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo (cfr. Ef 4, 23); para superar en sí mismo lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual (cfr. 1Co 3, 1-20); para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo (cfr. Col 3, 1 ss.)" (RP, 4).

En la segunda parte de la cita, san Josemaría se refiere específicamente al sacramento de la Penitencia. Es lógico que así sea, pues entre las formas de penitencia ocupa un lugar destacado la sacramental, ya que, como enseña Juan Pablo II, "de todos los actos ninguno es más significativo, ni divinamente más eficaz, ni más elevado y al mismo tiempo accesible en su mismo rito, que el sacramento de la penitencia" (RP, 28). Ésta es la forma penitencial propia de los cristianos, de quienes constituidos en hijos de Dios por el Bautismo, regresan a la casa de su Padre; el lugar donde encuentran el amor misericordioso de Dios que sigue ofreciendo su perdón. Por eso solía decir "que el mejor modo de vivir la virtud de la penitencia era acercarse contrito al sacramento de la confesión" (DEL PORTILLO, 1993, p. 147).

Al final de la cita –seguimos refiriéndonos a ECP, 64– aparece una referencia a la condición filial del cristiano. Esta indicación no es casual, pues es el contexto adecuado para entender en su profundidad teológica tanto la virtud de la penitencia como el sacramento de la Confesión. El dinamismo de la vida cristiana, descrito como una continua conversión, podría llevar a una falsa visión del cristiano, como si éste viviese en un estado permanente de tristeza ante sus pecados, y de temor ante la justicia divina. Nada más opuesto a la visión que san Josemaría posee de la vida cristiana. Afirma que el cristiano es realista y no debe eludir la responsabilidad por sus faltas u omisiones, pero tiene la profunda experiencia de que el Señor, que pide nuestra conversión, "no es un Dominador tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es nuestro Padre. Nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su Amistad y su Amor. La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre" (ECP, 64). E incluso ante la muerte, momento en el que el diablo intenta llevar al cristiano hacia la desesperación mostrándole sus faltas, san Josemaría anima a no tener miedo y a seguir buscando a Dios con confianza, porque entonces Él nos acogerá como el padre al hijo pródigo (cfr. S, 880).

2. El misterio del amor misericordioso de Dios

En continuidad con la enseñanza paulina, que recalca que "Dios es rico en misericordia" (Ef 2, 4), san Josemaría caracteriza la historia de la salvación como la historia de las misericordias divinas. "Si recorréis las Escrituras Santas, descubriréis constantemente la presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra (Sal 32 [Vg 31], 5), se extiende a todos sus hijos, super omnem carnem (Si 18, 12); nos rodea (Sal 31 [Vg 30], 10), nos antecede (Sal 58 [Vg 57], 11), se multiplica para ayudarnos (Sal 35 [Vg 34], 8), y continuamente ha sido confirmada (Sal 106 [Vg 105], 2). Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (cfr. Sal 24 [Vg 23], 7): una misericordia suave (cfr. Sal 109 [Vg 108], 21), hermosa como nube de lluvia (Si 35, 24).

"Jesucristo –prosigue– resume y compendia toda la historia de la misericordia divina: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5, 7). Y en otra ocasión: sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso (Lc 6, 36). Nos han quedado muy grabadas también, entre otras muchas escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím (cfr. Jn 8, 1-11; Lc 15, 11- 32; Lc 15, 1-7; Mt 18, 21-35; Lc 7, 11-17). ¡Cuántas razones de justicia para explicar este gran prodigio! Ha muerto el hijo único de aquella pobre viuda, el que daba sentido a su vida, el que podía ayudarla en su vejez. Pero Cristo no obra el milagro por justicia; lo hace por compasión, porque interiormente se conmueve ante el dolor humano. ¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor! Clamará a mí y yo le oiré, porque soy misericordioso (Ex 22, 27). Es una invitación, una promesa que no dejará de cumplir. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos la misericordia y el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno (Hb 4, 16)" (ECP, 7).

Ante este Dios rico en misericordia, san Josemaría se conmovía particularmente al descubrir su prontitud y ansias por perdonar a quien le ha ofendido. "Nos pasmábamos delante de la grandeza de Dios Creador, que de la nada ha sacado todas las cosas. Nos volvíamos a sobrecoger delante de Dios Redentor, que viene a salvar a la humanidad con tanto amor, que se deja enclavar en la Cruz, sufriendo todo lo que puede, y puede todo lo que quiere, y quiere mucho, porque nos ama mucho (…). Y, finalmente, nos fijamos en el Dios que perdona… Y entonces ya es la locura: ¡un Dios que perdona!, que perdona más que todas las madres y que todos los padres juntos perdonan a sus hijos. A mí me enamora, me encanta. ¡Me quedo removido! Un Dios que perdona es padre y madre cien veces, infinitas veces" (citado en ECHEVARRÍA, 2001, p. 97).

La misericordia de Dios podría aparecer como reñida con su justicia. De hecho, ante la visión de la multitud de pecados que los hombres cometen, el fundador del Opus Dei anota que le estremece referirse a la justicia de Dios y advierte la necesidad de acudir insistentemente a la misericordia divina (cfr. ECP, 82). Entre ambos atributos, la misericordia prevalece sobre la justicia cuando el hombre reconoce su culpa; entonces encuentra siempre el perdón de Dios aunque no se lo merezca, sin importar la deuda que haya contraído (cfr. ECP, 64). La aparente contradicción entre la justicia y la misericordia de Dios se supera si consideramos que ambas virtudes "son pruebas del Amor" (C, 431). ¿De qué modo? San Josemaría indica en una homilía que "la misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia" (AD, 232). En la economía salvífica, el generoso desorbitarse de la justicia divina se materializa con el envío de su propio Hijo para propiciación por los pecados de los hombres en su propia sangre (cfr. Rm 3, 25). El justo muere en lugar del culpable, y éste puede invocar los méritos de Jesucristo para que Dios cure los pecados cometidos y otorgue su perdón (cfr. ECP, 82).

3. La virtud de la penitencia

San Josemaría no se refiere explícitamente a la penitencia como virtud, pero emplea la expresión "espíritu de penitencia" como sinónima de "virtud de la penitencia". Como se ha indicado más arriba, el contenido semántico del término penitencia en este contexto es muy rico. Para su análisis nos servimos de la relación que San Josemaría establece entre penitencia y mortificación.

La distinción conceptual entre ambos términos aparece patente en Camino, pues a cada uno de ellos se dedica un capítulo diverso. Sin embargo, son sucesivos, lo que ya indica la existencia de una afinidad entre ambos; y esta afinidad es tal que a veces el lector percibe los dos términos como sinónimos. Así ocurre también en la obra póstuma Surco, en la que de los veintitrés puntos que forman el capítulo "Penitencia", solamente en tres aparece esa palabra, mientras que el vocablo mortificación se emplea en diez puntos diferentes.

La naturaleza de esta distinción y unidad entre la mortificación y la penitencia es objeto de estudio en la edición crítico-histórica de Camino. Según Pedro Rodríguez, entre ambos conceptos se entrecruzan dos líneas. De una parte, la mortificación es entendida como el vencimiento diario, pequeño pero heroico en su constancia; la penitencia apunta en cambio a lo que en el lenguaje clásico se designaría como "las grandes penitencias". De otra, la línea en la que el vocablo penitencia asume en su seno a la mortificación y es entendido en referencia a su significado teologal pleno, como expiación; es decir, como participación en el misterio redentor de la Cruz, que dota de sentido al dolor –desde las "pequeñas mortificaciones" cotidianas hasta la contradicción más feroz–, al situarlo en el contexto del Amor, de la aceptación de la totalidad de la existencia, de la entrega amorosa al designio de Dios (cfr. CECH, pp. 370-371; ILLANES, 2007, pp. 507-511).

El sentido de la expresión "espíritu de penitencia", en los escritos de san Josemaría, se coloca en esta segunda línea. Para el fundador del Opus Dei, no posee el espíritu de penitencia quien hace unos días grandes mortificaciones para luego abandonarlas, sino el que ofrece todos los días pequeños sacrificios por amor y sin espectáculo (cfr. F, 784). El espíritu de penitencia "está principalmente en aprovechar esas abundantes pequeñeces –acciones, renuncias, sacrificios, servicios…– que encontramos cada día en el camino, convirtiéndolas en actos de amor, de contrición, en mortificaciones, y formar así un ramillete al final del día: ¡un hermoso ramo, que ofrecemos a Dios!" (F, 408). Quien posee "espíritu de penitencia" persevera todos los días ofreciendo al Señor calladamente, con abnegación, con generosidad, con alegría, esos vencimientos constantes, limando asperezas, quitando defectos de la vida personal, y llegando a ser por este camino otro Cristo clavado en la Cruz (cfr. F, 208, 403).

Al encuadrar el espíritu de penitencia en el ámbito de la conversión y la reparación, su sentido aparece muy próximo, por no decir que se identifica, con el significado del vocablo bíblico metánoia. En el Antiguo Testamento, este término griego significa arrepentimiento, es decir, sentir pena por algo que se hizo o se dejó de hacer, y que comporta un cambio sincero de corazón, de modo que, si se pudiera decidir de nuevo, no se elegiría aquello de lo que uno se arrepiente. Cuando se emplea referido al hombre, las malas obras ante Dios aparecen como objeto del arrepentimiento.

En los Sinópticos encontramos dos traducciones latinas del verbo metánoein. En primer lugar se accede al verbo paenitere, que recoge el mismo significado del verbo metánoein en el Antiguo Testamento: arrepentirse de una mala obra hecha ante Dios. En segundo lugar, se traduce con la expresión agere paenitentiam: "Aquí, la penitencia es el movimiento por el que el arrepentimiento se manifiesta al exterior: es el hacer penitencia. Este significado es bien perceptible en el término metánoia, como lo usa el Precursor, según el texto de los Sinópticos. Hacer penitencia quiere decir, sobre todo, restablecer el equilibrio y la armonía rotos por el pecado, cambiar de dirección incluso a costa de sacrificio" (RP, 26).

La metánoia, por tanto, posee dos dimensiones inseparables, como las dos caras de una misma moneda: la conversión interior y su expresión exterior mediante la ascesis y el cambio de vida en coherencia con el cambio de corazón (cfr. RP, 4). Si repasamos los textos en los que san Josemaría trata de la penitencia, se observa que esta descripción de la naturaleza de la metánoia es precisamente la misma con que caracteriza el espíritu de penitencia. Para san Josemaría no cabe verdadero espíritu de penitencia sin la conversión sincera del corazón; y el arrepentimiento, si es auténtico, se manifiesta necesariamente en obras de reparación y entrega. Esto se entrevé inmediatamente por el motivo que introduce para insistir en que el espíritu de penitencia está –aunque no exclusivamente– en la mortificación continua: porque con ese deseo ininterrumpido de agradar a Dios en las pequeñas batallas personales es difícil dar pábulo al orgullo, a la ridícula ingenuidad de considerarse héroes notables (cfr. AD, 138). "Las grandes penitencias" son compatibles con la soberbia, y se puede permanecer lejos de Jesús aunque de las disciplinas florezcan cada día rosas nuevas (cfr. C, 200); en cambio la mortificación, sobre todo si es continua, es manifestación clara y segura de una profunda humildad y conversión interior (cfr. C, 204).

El espíritu de penitencia no excluye realizar "grandes penitencias"; es más, "se demuestran santas y buenas, y aun necesarias, cuando el Señor llama por ese camino" (AD, 138). Así, por ejemplo, san Josemaría sostiene que "el ayuno riguroso es penitencia gratísima a Dios", e invita a practicarlo frecuentemente (cfr. C, 231). Pero insiste en que el sello que certifica la autenticidad de que tal penitencia es manifestación de la conversión interior, es que vaya acompañada por la mortificación habitual. Por eso exclama: "¡Qué poco vale la penitencia sin la continua mortificación!" (C, 223). Uno de los medios que sugiere al cristiano para tener criterio a la hora de aspirar a grandes penitencias, y evitar que esta penitencia sea desordenada, es atenerse al consejo del director espiritual (cfr. C, 233).

En todo caso, dada la inseparabilidad en el espíritu de penitencia, entre las obras de penitencia y la conversión interior, se justifica plenamente que san Josemaría, cuando llega el momento de invitar a realizar obras concretas, insista en las "pequeñas penitencias". Y así, en su homilía Tras los pasos del Señor, publicada en Amigos de Dios, nos encontramos con la siguiente enumeración de algunos actos propios del espíritu de penitencia. A pesar de su extensión, la reproducimos entera porque refleja de modo acabado el sentido de la penitencia en san Josemaría:

"Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa.

"La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío.

"Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e Inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias –los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo– así lo requieran.

"La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos.

"Penitencia, para los padres y, en general, para los que tienen una misión de gobierno o educativa, es corregir cuando hay que hacerlo, de acuerdo con la naturaleza del error y con las condiciones del que necesita esa ayuda, por encima de subjetivismos necios y sentimentales.

"EI espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente a ese boceto monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto cuáles serán nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea Él quien añada los rasgos y colores que más le plazcan!" (AD, 138)

4. El sacramento de la misericordia divina

Entre todas las obras de penitencia, san Josemaría invita insistentemente a acercarse al sacramento de la Penitencia (o de la Reconciliación o del Perdón). Se trata de un tema constante en su catequesis sobre este sacramento, que cobró todavía especial intensidad en los últimos años de su vida, cuando en algunos ambientes se produjo una disminución e incluso un abandono de la práctica de la Confesión frecuente (cfr. DEL PORTILLO, 1993, p. 146).

El sacramento de la Confesión, por su institución, significa y realiza eficazmente la conversión y la reconciliación. En este sacramento el penitente se reconoce pecador, acepta someterse al juicio de Dios manifestado a través de la Iglesia, y escucha la palabra divina de perdón. Por eso, puede considerarse el acto más propio y supremo de penitencia. San Josemaría se conmovía ante la riqueza de la misericordia divina y, entre todas las innumerables pruebas y manifestaciones del amor misericordioso de Dios, se enternecía de manera particular ante su perdón, que le hacía descubrir en toda su hondura la paternidad divina. En el sacramento de la Penitencia, el sacerdote –que en virtud del sacramento del Orden ha sido configurado con Cristo Sacerdote– perdona eficazmente los pecados del penitente precisamente porque no actúa en nombre propio sino en nombre de Jesucristo, Cabeza de su Cuerpo Místico (cfr. ECP, 79). El sacramento de la Penitencia es la obra de penitencia en la que el bautizado se encuentra ante Cristo y recibe su perdón, siendo testigo inmediato de la misericordia divina. Por eso san Josemaría no duda en denominarlo como un "verdadero milagro del Amor de Dios" (AD, 214e).

Otro nombre con el que san Josemaría designa este sacramento es el de "sacramento de la alegría" (DEL PORTILLO, 1993, p. 144). Sostenía firmemente que la alegría es un bien cristiano que únicamente se pierde con el pecado, pues –repitiendo las palabras de san Agustín– "nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (SAN AGUSTÍN, Confesiones, 1, 1, 1). Cuando el cristiano se aleja de Dios por una ofensa cometida, no está todo perdido: "si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado (Lc 15, 32)" (ECP, 178).

En sintonía con la enseñanza solemne del Concilio de Trento, que define la absolución sacramental del sacerdote como un acto judicial, para san Josemaría el sacramento de la Confesión es un tribunal en el que el juez es Dios y el acusado el hombre. Pero este tribunal "de segura y divina justicia" es también "y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33, 11)" (ECP, 78). La misericordia y la justicia de Dios se entrelazan de manera totalmente insospechada para el hombre en este sacramento: "¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! –Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona" (C, 309). La sobreabundancia de la justicia, que es la misericordia, está presente en el sacramento de la Penitencia porque "ahí, se nos aplican los méritos de Cristo, que por amor nuestro está en la Cruz, extendidos los brazos y cosido al madero –más que con los hierros– con el Amor que nos tiene" (F, 191).

La naturaleza judicial del ejercicio del poder de atar y desatar que Jesucristo entregó a los apóstoles y sus sucesores, exige que, para la validez del sacramento, sea necesaria la confesión de los pecados: el confesor necesita conocer los pecados para emitir la sentencia, si bien sea una sentencia de gracia y de perdón. San Josemaría enumeraba cuatro cualidades de una buena confesión: que sea concisa, concreta, clara y completa. Es decir, que la acusación de los pecados se realice con precisión, empleando solamente las palabras justas y necesarias; evitando caer en divagaciones o generalidades, y procurando que se entienda bien la entidad precisa de las faltas; todo, obviamente, respetando la integridad formal de la confesión (cfr. LUNA LUCA DE TENA, 1989, pp. 149-155) que, según la doctrina de la Iglesia Católica, reclama que el penitente manifieste todos los pecados mortales de los que tiene conciencia después de un diligente examen (cfr. CCE, 1456). San Josemaría animaba a ser muy sinceros, no omitiendo nada de lo que el penitente sintiera vergüenza, porque "la sinceridad es indispensable para adelantar en la unión con Dios. –Si dentro de ti, hijo mío, hay un «sapo», ¡suéltalo! Di primero, como te aconsejo siempre, lo que no querrías que se supiera. Una vez que se ha soltado el «sapo» en la Confesión, ¡qué bien se está!" (F, 193).

El fundador del Opus Dei recomendaba –y así lo vivía él (cfr. ECHEVARRÍA, 2000, p. 222)– acudir al sacramento de la Confesión semanalmente, e incluso en algunos momentos, con mayor frecuencia, siempre sin dar cabida a los escrúpulos (cfr. AD, 218). La Confesión es necesaria cuando la conciencia acusa de pecado mortal; pero san Josemaría no se limita a recordar ese precepto moral, sino que se refiere frecuentemente al hecho de que un alma enamorada de Dios se siente impulsada a acudir al sacramento como fruto del dolor que –sin perder la paz– nace ante el cúmulo de pequeñas negligencias diarias cometidas (cfr. AD, 148, 214), que le impulsan a revestirse una vez más de nuestro Señor Jesucristo (cfr. C, 310). Por otra parte, no sólo recomienda la confesión frecuente por razón de la obtención de la gracia santificante, sino también porque es un medio muy conveniente para el progreso en la vida espiritual: ayuda a mantener una conciencia delicada que evita endurecerse ante el pecado y resistirse a la acción salvadora de la gracia (cfr. AIG, p. 51), y dona la gracia sacramental específica con la que se combaten eficazmente las miserias que todos arrastramos (cfr. AD, 214-219).

5. La celebración del sacramento de la Penitencia

San Josemaría tuvo una auténtica pasión por administrar el sacramento de la Penitencia. Sus biógrafos relatan las muchas horas que dedicó a celebrar este sacramento desde el comienzo de su vida sacerdotal. Solamente la obligación grave de gobernar la Obra, que cada vez exigía mayor atención y dedicación por su expansión, le fue limitando la posibilidad de ejercer directamente el ministerio de la Reconciliación; sin embargo, trasmitió su pasión a los fieles del Opus Dei, de tal modo que Juan Pablo II llegó a afirmar que éstos parecían tener el carisma de la confesión (cfr. DEL PORTILLO, 1993, pp. 144-146). Gracias al mucho tiempo transcurrido en el confesonario, san Josemaría acumuló una preciosa experiencia sobre el modo de administrar este sacramento, que luego transmitió en su catequesis a los sacerdotes. Ante todo recuerda que, entre todas las labores del ministerio sacerdotal, la celebración de los sacramentos de la Eucaristía y de la Confesión "es tan capital en la misión del sacerdote, que todo lo demás debe girar alrededor. Otras tareas sacerdotales –la predicación y la instrucción en la fe– carecerían de base, si no estuvieran dirigidas a enseñar a tratar a Cristo, a encontrarse con Él en el tribunal amoroso de la Penitencia y en la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario, en la Santa Misa" (AIG, p. 75). Por esta primacía del ministerio del Perdón, exhorta frecuentemente a los sacerdotes a cumplirlo con generosidad y mucha caridad, ejerciendo inseparablemente la misión de pastor, juez, médico y maestro; y anima a actuar conforme a la misericordia de Jesucristo, que ha venido a llamar a los pecadores para que se conviertan y se salven (cfr. Lc 5, 32), buscando a todas las almas para moverlas a una profunda y sincera conversión.

La identificación con Jesucristo debe llegar hasta el extremo de exponer la propia vida para ofrecer el perdón de Dios, si el bien de las almas así lo exigiera. Un hecho en este sentido tuvo lugar durante la Guerra Civil española, en la zona en la que se estaba produciendo una fuerte persecución religiosa. En cierta ocasión san Josemaría se encontraba en una buhardilla, escondiéndose de un registro miliciano, junto con otras dos personas. A una de ellas apenas la conocía, y no dudó revelarle que era sacerdote por si deseaba recibir la absolución. Años más tarde esta persona, Juan Manuel Sainz de los Terreros, reconocía que "supuso mucha valentía decirme que era sacerdote ya que yo podía haberle traicionado y, en caso de que hubieran entrado, podía haber intentado salvar mi vida, delatándolo" (AVP, II, p. 32).

Jesucristo mostró durante su vida terrena una especial predilección por los niños, y corregía a quienes impedían que se acercasen a Él (cfr. Mc 10, 14). San Josemaría recordaba con especial afecto su experiencia de confesor de niños, cuando desde 1927 y durante los años que ejerció como capellán de las Damas Apostólicas de Madrid, tuvo el encargo de preparar anualmente a miles de niños pobres para la primera Comunión. Aseguraba que los niños, lejos de sufrir un trauma, experimentan con agradecimiento la bondad de Dios. Aconsejaba a los padres que llevasen sus hijos pequeños a confesar, porque gracias a la confesión personal, auricular y secreta, como los demás, tendrían cada vez mayor delicadeza de conciencia y serían también más felices, sabiendo que en la Confesión les escucha alguien que representa a un Jesús que les quiere (cfr. DEL PORTILLO, 1993, p. 146; AVP, I, p. 280). En este contexto evocó algunas veces su primera Confesión: "A mí me llevó mi madre a su confesor, cuando tenía seis o siete años, y me quedé muy contento. Siempre me ha dado mucha alegría recordarlo… ¿Sabéis lo que me puso de penitencia? Os lo digo, que os moriréis de risa. Aún estoy oyendo las carcajadas de mi padre, que era muy piadoso pero no beato. No se le ocurrió al buen cura –era un frailecito muy majo– más que esto: dirás a mamá que te dé un huevo frito. Cuando se lo dije a mi madre, comentó: hijo mío, ese padre te podía haber dicho que te comieras un dulce, pero un huevo frito… ¡Se ve que le gustaban mucho los huevos fritos! ¿No es un encanto? Que venga al corazón del niño –que todavía no sabe nada de la vida– el confesor de la madre, a decirle que le den un huevo frito… ¡Es magnífico! ¡Aquel hombre valía un imperio!" (AVP, I, p. 41, nt. 72).

Jesucristo es el buen pastor que va en busca de la oveja perdida y, una vez encontrada, la carga a sus espaldas para conducirla al redil. Esta actitud del Señor que se sacrifica gustosamente por la persona necesitada de su perdón, para así facilitar su conversión, san Josemaría la imitaba –y aconsejaba lo mismo a los sacerdotes– de diversos modos. Ante todo, gastando muchas horas en el confesonario, esperando pacientemente –como el padre del hijo pródigo– a que acudieran los penitentes. También mediante la imposición de penitencias concretas, accesibles e incluso fáciles de cumplir, que él completaba, satisfaciendo generosamente con oraciones y mortificaciones personales (cfr. AVP, I, p. 222). De este modo se comportaba como el buen médico, "que se abstiene de aplicar remedios enérgicos cuando, dada la debilidad del enfermo, pudieran ponerlo en mayor peligro. De la misma manera el confesor, movido de sobrenatural instinto, no siempre impone toda la pena que el pecado merecía, no sea que el enfermo desespere y abandone totalmente la confesión" (S.Th., Supp. q. 18, a. 4 c).

Jesucristo es el juez misericordioso que no niega la esperanza del perdón. Por eso animaba a los sacerdotes a perdonar siempre en el sacramento de la Penitencia, y a no negar la absolución a no ser que, tras haber intentado moverlo a la contrición sincera, el penitente no reuniera las condiciones requeridas. Un suceso significativo en la vida de san Josemaría, que revela sus esfuerzos por ayudar a alcanzar la integridad formal de la confesión, ocurrió cuando era regente auxiliar de la parroquia de Perdiguera, al inicio de su ministerio sacerdotal. Allí pasaba muchas horas en el confesonario, y una vez, al salir de la Iglesia, oyó el siguiente comentario de una persona a sus amigos: "¡Vaya con el mosén! Si me descuido, me lo adivina todo" (AVP, I, p. 203). Ese comentario le produjo gran dolor y fue como un aguijón para poner más el corazón en el ejercicio del ministerio. Muchas otras veces, el afecto y la dedicación gastados hicieron que consiguiera la confesión de personas que no deseaban recibir la absolución, ni siquiera cuando estaban cerca de la muerte (cfr. AVP, I, pp. 282-283).

Jesucristo no es sólo buen pastor y juez misericordioso, sino también es el médico divino que indica los remedios contra el mal, y el maestro que enseña a hacer el bien (cfr. ECP, 7). Esta es la razón por la que el sacramento de la Confesión no sólo ofrece el perdón de Dios, sino también dirección espiritual para el alma. Por eso, tras dejar claro que el cristiano siempre es libre de confesarse con el sacerdote que tenga las legítimas facultades ministeriales, san Josemaría recomendaba confesarse con el sacerdote que nos conoce, que nos puede ayudar a levantar la vista, que sabe exigirnos una fe recia, finura de alma y verdadera fortaleza cristiana (cfr. ECP, 7). Y recordaba a los sacerdotes que esta tarea requiere de ellos una formación doctrinal adecuada a las circunstancias de la labor pastoral, una docilidad extrema al Magisterio de la Iglesia, y un profundo conocimiento de las almas.

Con sus consejos prácticos dirigidos a los sacerdotes, el fundador del Opus Dei buscó siempre hacer amable, a la vez que exigente, el camino de la santidad del cristiano, que pasa necesariamente por la Penitencia; de modo que el fiel cristiano encuentre en el ministro del sacramento a Jesús, buen pastor, y saboree la alegría de saberse un hijo de Dios, que es Padre, y Padre que perdona.

Rafael DÍAZ DORRONSORO

 «    PERDIGUERA    » 

Municipio español de la provincia de Zaragoza, situado a 25 kilómetros al noroeste de la capital, entre la sierra de Alcubierre y el valle inferior del río Gállego, en la comarca de Los Monegros (Aragón). En 2010 contaba con 664 habitantes, una población ligeramente inferior a la que tenía en el primer cuarto del siglo XX, si se tienen en cuenta los datos de los censos de 1920 (869 habitantes) y 1930 (755 habitantes).

Perdiguera está ligado a la vida de san Josemaría porque fue el primer encargo pastoral que tuvo, nada más ordenarse sacerdote, y que desempeñó desde el 31 de marzo hasta el 18 de mayo de 1925 con un celo apostólico y espíritu de sacrificio ejemplares. El mismo lunes 30 de marzo, día que celebró su primera Misa en la Santa Capilla de la Basílica del Pilar, recibió el nombramiento como Regente Auxiliar del entonces párroco de Perdiguera, Jesús Martínez Pirrón, que llevaba algún tiempo fuera del pueblo por enfermedad. No habiendo otro sacerdote en el pueblo y estando éste mal comunicado, era necesario sustituirle para proporcionar asistencia espiritual a las doscientas familias que allí vivían, dedicadas principalmente a la agricultura y a la ganadería. La proximidad de la Semana Santa, que requería una atención pastoral más intensa, hacía especialmente necesario el envío de un sacerdote para sustituir al párroco ausente.

San Josemaría se trasladó a Perdiguera al día siguiente, 31 de marzo, recorriendo las cuatro leguas y media que distaban desde Zaragoza en un coche de línea tirado por mulas. En la plaza del pueblo le esperaba un muchacho, Teodoro Murillo Escuer. Su padre, Urbano, era el sacristán, pero estaba enfermo en cama y había encargado a su hijo que fuera en su lugar para recibir al sacerdote y acompañarle a su alojamiento. Aunque la parroquia disponía de rectoría, estaba ocupada por los enseres del párroco, y san Josemaría se instaló en la Casa de las mangas, donde vivía una familia de campesinos formada por Saturnino Arruga; su mujer, Prudencia Escanero; y su hijo, que entonces tenía unos diez o doce años. La vivienda, aunque proporcionaba hospedaje, era muy modesta.

Teodoro, que ya era monaguillo, también le condujo a la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción, de estilo gótico mudéjar. El templo, construido a finales del siglo XV, había experimentado sucesivas ampliaciones en los siglos XVI y XVII, y era probablemente la parroquia más valiosa y mejor conservada de la comarca. Sin embargo, a pesar de su buena factura, san Josemaría se encontró que el interior del templo estaba descuidado y sucio, y tuvo que adecentarlo para poder celebrar Misa al día siguiente y dejar reservado el Santísimo.

San Josemaría se dedicó ejemplarmente a su ministerio pastoral, espoleado por la inminente Semana Santa y por el deseo de que los feligreses se acercaran al sacramento de la Penitencia y recibieran la Comunión. Todos los días celebraba la Misa, muchas veces cantada; por la tarde dirigía el rezo del Rosario y oficiaba la bendición con el Santísimo; además, los jueves dirigía la hora santa. Organizó la catequesis y las primeras Comuniones y dedicó mucho tiempo al confesonario y a atender a los enfermos, a los que llevaba la Comunión. También se propuso conocer personalmente a todas las familias de la parroquia, a las que visitó una a una en sus casas. El poco tiempo libre que le quedaba lo dedicaba a la lectura y al estudio, y a pasear por los alrededores del pueblo.

En esos paseos solía acompañarle Teodoro, el monaguillo. Mientras charlaban veía con asombro cómo san Josemaría solía recoger piedrecitas y se las metía en el bolsillo, pero no le preguntaba el porqué. Era una industria humana que le servía a san Josemaría para llevar la contabilidad de las oraciones: jaculatorias, comuniones espirituales, etc.; aunque pronto dejó de hacerlo. Algunos días, al caer la tarde, conversaba con el hijo de los Arruga, que se pasaba todo el día en el campo pastoreando a las cabras y no podía acudir a la catequesis. Con él tuvo esa conversación que le removió y que refirió muchas veces. En un determinado momento, san Josemaría le preguntó: "Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?", a lo que el muchacho repuso: "¿Qué es ser rico?". Después de escuchar la contestación que, con lenguaje sencillo, le dio san Josemaría, al muchacho se le iluminaron los ojos y exclamó: "Me comería ¡cada plato de sopas con vino!…". San Josemaría al oír la respuesta, se quedó muy serio pensando para sus adentros: "Josemaría, está hablando el Espíritu Santo". Porque todas las ambiciones de este mundo, por grandes que sean, no pasan de ser un prosaico plato de sopas, nada que valga realmente la pena (cfr. AVP, I, p. 206).

San Josemaría cesó en su cargo el 18 de mayo de 1925, al día siguiente de la entrada en la archidiócesis de su nuevo titular, Rigoberto Doménech, sucesor del cardenal Soldevilla. Durante las siete semanas que estuvo en Perdiguera se produjeron una defunción y cuatro bautizos. Su estancia fue breve, pero dejó una honda huella. A día de hoy, ocupa un lugar destacado en la página web de su Ayuntamiento, como personaje célebre.

Javier FERRER ORTIZ

 «    PERÚ    » 

El fundador del Opus Dei tuvo ocasión de oír hablar del Perú, siendo muy niño: aprendió a leer en un libro que relataba una historia que transcurría en Jauja, lugar del Perú en el que todo era fácil, grato y sin dificultades; según la leyenda, allí "los perros se ataban con longanizas". Durante su estancia en Lima, en 1974, comentó al ingeniero Fernando Lira: "Yo me encuentro muy contento en el Perú, muy feliz de estar entre vosotros. Desde muy joven admiraba al Perú, pues cuando se quería decir que algo era muy bueno, yo oía: ¡vale un Perú!

Y esto lo he comprobado al venir aquí" (Catequesis en América, II, 1974, p. 349: AGP, Biblioteca, P04). Años antes, en una carta suya escrita en Segovia, en 1948, contaba a sus hijos de Roma sus peripecias de un viaje a Coimbra que acababa de realizar: "Como aún no hemos podido comprar muebles, nos sentamos en el suelo –¡cómo tantas veces!: bendita pobreza– y charlamos y cantamos y reímos. Vuestros hermanos portugueses valen un Perú" (AVP, III, p. 116).

Conocía bien a los peruanos, y los ayudaba: "Los peruanos os llenáis de rubor para alabar a vuestro país, y no os atrevéis. Pero el Perú tiene cosas maravillosas. Vuestros antepasados han hecho mucho por la cultura. Debéis volver la vista hacia atrás, y observar las obras anteriores; luego, mirad adelante, y seguid ayudando al desarrollo de esa cultura".

Y añadía que el Perú es como un campo maravilloso que, cuando se toma un pedazo de tierra y se trabaja, pronto se convierte en un vergel espléndido. "Por eso cuando yo era niño y había algo muy bueno se decía: ¡esto vale un Perú!" (Catequesis en América, II, 1974, p. 350: AGP, Biblioteca, P04).

1. Inicios y desarrollo de la labor apostólica

Perú es un país con atractivo debido a su historia y a sus riquezas naturales, especialmente las ruinas pre-incas e incas provenientes del imperio del Tahuantinsuyo. El imperio incaico tuvo una enorme extensión geográfica y sus ricas minas de oro le otorgaron también un gran valor. Más tarde, durante la época colonial se enriqueció con el aporte hispánico. Hoy en día las ciudades peruanas destacan por ese mestizaje cultural que se ha manifestado especialmente en el arte religioso.

Por encargo de san Josemaría, en los primeros meses de 1948 don Pedro Casciaro y otros dos miembros del Opus Dei viajaron a Perú, como parte de un recorrido por varios países de América para estudiar las posibilidades de comenzar la labor apostólica en esos lugares.

La llegada de los primeros de la Obra a Perú tiene una fecha exacta: 9 de julio de 1953. Detrás de esa fecha se daban una serie de acontecimientos, algunos de los cuales pueden ubicarse en 1950, declarado Año Santo en la Iglesia. Con ese motivo el cardenal Guevara, arzobispo de Lima, viajó a Roma, donde conoció a san Josemaría en la Embajada del Perú ante la Santa Sede, y le pidió que la Obra se estableciera en su país. También lo hizo ese mismo año el arzobispo de Arequipa, Mons. Rodríguez Bailón.

San Josemaría rezó durante años por la labor apostólica que realizarían sus hijos en todo el mundo, algo que se pudo cumplir con especial intensidad a partir de la década de los años cincuenta. "Después de haberse establecido [la Obra] en 1951 en Colombia y Venezuela y, al año siguiente, en Alemania, la expansión continuó por Perú y Guatemala en 1953; Ecuador en 1954; Suiza y Uruguay en 1956; Austria, Brasil y Canadá en 1957; El Salvador, Kenia y Japón en 1958; Costa Rica en 1959; meses más tarde, Holanda…" (AVP, III, p. 353). Comenzar en el Perú no fue, pues, un hecho aislado, sino un jalón más del deseo de llegar a todas las gentes.

En septiembre de 1950, Luis Sánchez Moreno Lira, un joven abogado arequipeño –quien años más tarde llegó a ser arzobispo de Arequipa– obtuvo una beca de estudios en España. Ahí conoció la Obra y pidió la admisión el 8 de diciembre en Madrid. Fue el primer peruano. En 1951, Javier Cheesman, que estudiaba entonces Lengua y Literatura en la Universidad de San Marcos de Lima, viajó a España con una beca para seguir un curso en La Rábida (Huelva), conoció el Opus Dei y pidió la admisión en Sevilla.

Otra persona que conoció el Opus Dei a principios de la década de los cincuenta fue el historiador José Agustín de la Puente, quien viajó a Europa y visitó varias ciudades españolas, y estuvo en algunos colegios mayores y residencias universitarias promovidas por el Opus Dei. En Sevilla coincidió con el historiador Vicente Rodríguez Casado y surgió el deseo de que la Obra pudiera impulsar en Lima algunos centros universitarios similares. Hacia el mes de noviembre de 1952, Vicente Rodríguez Casado viajó a Lima para asistir a un congreso convocado por la Universidad de San Marcos. Tuvo la oportunidad de ver de nuevo a José Agustín de la Puente, quien ofreció donar el terreno para la primera residencia y costear buena parte de su construcción.

La llegada a Perú era inminente. Finalmente se decidió el viaje de don Manuel Botas acompañado por Vicente Rodríguez Casado, quien estaría allí poco tiempo, el necesario para presentar a Manuel Botas, ya que estaba invitado también para dictar algunas conferencias en Venezuela, Colombia y Ecuador. Se fueron a Perú con la bendición de san Josemaría, algunos objetos litúrgicos y el equivalente a cinco dólares en los bolsillos. Salieron de España el 20 de junio de 1953. Llegaron a Lima el 9 de julio. En el camino habían conseguido algún dinero con las conferencias dictadas, pero viendo que el dinero que llevaban no alcanzaba para casi nada, decidieron enviarlo todo a Roma, donde se vivía el apuro del pago de la construcción de Villa Tevere.

Un piso en la calle Washington fue el primer lugar donde se instalaron. Al poco tiempo Rodríguez Casado regresó a España para llegar al comienzo del curso en La Rábida (Huelva). El 1 de septiembre regresó a Lima Luis Sánchez Moreno, pasando antes por Roma para estar con san Josemaría. Describe su despedida del fundador: "En Roma me dio, con detenimiento y cariño, consejos muy acertados, junto con su bendición, una imagen de la Virgen y un crucifijo" (AVP, III, p. 324). Meses después, en enero de 1954, don Antonio Torrella y Javier Cheesman completaron el grupo; llegaron a un nuevo Centro en el cuarto piso de la calle La Colmena, donde se recibió a mucha gente.

El 23 de marzo de 1954 san Josemaría escribió a don Manuel Botas para que fuera preparando el inicio de la labor de mujeres en Perú: "Preparadme la fundación ahí de la Sección Femenina cuanto antes. Para eso convendrá que haya vocaciones, antes de que vayan las chicas"; y el 21 de abril insiste: "Trabaja con señoras y chicas, para preparar la marcha de vuestras hermanas". Don Manuel recordaba que san Josemaría le dijo: "Para que vayan ellas, tenéis que comprarles casa y pagarla. Que vosotros paséis agobios económicos, bueno; pero ellas, no".

Hicieron especial amistad con Enrique e Isabel Cipriani, quienes desde el primer momento fueron incondicionales. Isabel y un grupo de amigas encontraron una casa que reunía las condiciones para ser el primer Centro de mujeres; estaba en Miraflores, cerca del mar. Para pagarla, los Cipriani vendieron su departamento de veraneo, y con ese dinero compraron la casa al contado; pero, ante el apremio económico de las obras de Villa Tevere, consideraron que era mejor que el dinero se enviara a Roma. La compra se efectuó bajo la hipoteca de la propia casa. San Josemaría escribió al Perú en 1954: "Contento por el empeño que ponéis en ayudar al Colegio Romano de la Santa Cruz: ¡ojalá encontrarais la persona providencial, que fuera instrumento para poder terminar estas casas rápidamente! No imagináis cuanto sufrimiento en estos seis años" (AVP, III, p. 214).

El 24 de noviembre de 1954 llegaron las primeras mujeres a Perú; dos de las que viajaron habían pasado por Roma. Una de ellas, María Antonia Acinas, escribía entonces: "el Padre nos habla de nuestra marcha, de sentirnos peruanas, de la alegría de ir a Perú para vivir y morir en aquel país…". La casa ya se había comprado pero no podía habitarse hasta después de seis meses, así que se fueron a vivir al departamento de veraneo de los Cipriani en Ancón, a treinta y cinco kilómetros de Lima y a otros alojamientos provisionales: tres meses en un departamento en Lima, en una casa pequeña en Miraflores y, finalmente en la calle Venecia, 146 –la casa comprada pendiente de pago– donde pronto empezó a funcionar la Escuela-Hogar Montemar.

Más adelante, en 1963 se comenzó Condoray, labor destinada a mejorar el trabajo profesional de las mujeres rurales, y otras actividades destinadas al campo. En marzo de 1955 el fundador escribió a don Manuel Botas: "Veo que trabajáis mucho y que necesitáis refuerzos: ya llegarán cuanto antes sea posible. El Señor os bendice en grande (…). Di a las chicas que las recuerdo y las encomiendo siempre, y que estamos pensando –la Asesoría Central conmigo– (…) que puedan ir pronto al Perú. ¿Cómo van las vocaciones?" (AGP, serie A.3.4, 267-1, 550306-9). Ese mismo año pidieron la admisión Isabel Cipriani y Tere Truel.

A partir de entonces empezó la expansión tanto de varones como de mujeres; a la muerte de Mons. Escrivá había Centros desde 1963 en Cañete –sede de la Prelatura de Yauyos que la Santa Sede había confiado al Opus Dei– y en Chiclayo –donde Luis Sánchez Moreno era obispo auxiliar–, y desde 1969 en Piura, lugar en el que empezaba sus primeros pasos la Universidad de Piura, obra de apostolado corporativo del Opus Dei.

2. En Perú y desde Perú

En 1974 el fundador del Opus Dei visitó el Perú. El viaje tenía como objetivo confirmar en la fe a sus hijos y orientar a muchas otras personas con la doctrina cristiana: el amor a Jesucristo y a los sacramentos; la necesidad de formarse bien y de no dejarse llevar por errores como la llamada teología de la liberación; y el recurso a la Virgen como protectora de la vida cristiana. Desde que el avión se acercaba a tierra americana repitió con frecuencia la jaculatoria Regina Americae, ora pro nobis!

El 9 de julio llegó a Lima. Se cumplían veintiún años de la llegada de las primeras personas de la Obra al Perú. San Josemaría se encontró con un ramo de veintiún rosas rojas, que representaban la mayoría de edad –según el cómputo entonces vigente– de la Obra en el Perú. Ese día san Josemaría comenzó una intensa catequesis, que consistió en reuniones o encuentros familiares –tertulias– con grupos muy diversos de personas. También recibió a algunas familias. En esos encuentros fue explicando temas esenciales de la fe y de la vida cristiana. Estuvo también en Cañete, donde visitó Condoray y la Academia San José, donde vivían y cursaban estudios los seminaristas de la Prelatura de Yauyos. Luego siguió a Lima, donde, en el jardín de la Residencia de estudiantes Miralba, tuvo lugar un encuentro con más de mil quinientas personas.

El día 12 de julio mantuvo una reunión con sacerdotes entre los que se encontraban un buen grupo de sacerdotes de la Prelatura de Yauyos. Antes de empezar quiso besar las manos de todos y que le dieran su bendición. Años atrás, al hacerse cargo la Obra de ese trabajo en los Andes peruanos, san Josemaría ya les hablaba de soñar con abundantes vocaciones de clero nativo que ahora son una realidad. "¿Qué os voy a decir en este rato de conversación? (…). Unas palabras de Isaías, que se me vienen del corazón a la boca: quoniam bene!, ¡que lo habéis hecho muy bien todo!" (SASTRE, 1991, p. 572).

Estos encuentros fueron para san Josemaría motivo de gran alegría, pero también ocasión de entrega, ya que reclamaban de él un gran esfuerzo físico; se encontraba afectado por una epidemia de gripe que había entonces en Lima, lo que, unido a los desplazamientos que tuvo que hacer, le produjo un gran desgaste. De hecho, tuvo que suspender los encuentros y guardar cama varios días, con el gran dolor de no poder celebrar la santa Misa. Apenas algo repuesto, pero no del todo, tuvo una última gran tertulia en la casa de retiros de Chosica, cerca de Lima, con más de tres mil personas. El 1 de agosto dejó el Perú.

Como sucediera en otros países, san Josemaría pudo ver de cerca los frutos que se habían dado en esos años en el país. La Obra estaba enraizada en Lima, Cañete, Chiclayo y Piura; y contaba con numerosos instrumentos apostólicos: residencias universitarias; Valle Grande y Condoray, destinados a tareas de formación rural; y la Universidad de Piura, que se abría paso en medio del desierto.

Repitió varias veces que debían trabajar "en el Perú y desde el Perú", añadiendo: "Y el Señor, que es el Sembrador Divino –recordáis la parábola–, os toma en sus manos sangrantes como dos puñados de trigo, os aprieta y os echa al aire para esparciros por toda la tierra. Sois bendición del Señor. Sois fecundidad del Señor y, con su ayuda, lo podéis todo" (Catequesis en América, II, 1974, p. 344: AGP, Biblioteca, P04). En otro momento señaló: "Esta tierra vuestra, de sentimientos cristianos tan arraigados, es un pueblo que merece todo el cariño y todo el sacrificio gustoso de parte vuestra y mía. Y no os conformaréis con Perú. ¡Hay que salir! Necesito muchas hijas peruanas para servir al Señor en otros lugares del mundo" (Catequesis en América, II, 1974, p. 344: AGP, Biblioteca, P04).

En ese tiempo, san Josemaría predicó con generosidad la Palabra de Dios, y el espíritu del Opus Dei. El 25 de Julio en Lima, al terminar agotado una tertulia, con 39° de fiebre, comentó: "el Señor hará en vuestros corazones lo que yo no he sabido hacer: que os confirméis en el convencimiento de que el Opus Dei se hace con oración, con sacrificio, con trabajo; con la alegría que reina en los hogares cristianos; con el amor de los esposos; con la devoción, con la piedad filial. (…) Si os he dejado eso dentro, no hemos perdido el tiempo" (Catequesis en América, II, 1974, p. 373: AGP, Biblioteca, P04).

Ya al final de los años cincuenta, desde Perú, varios fieles de la Prelatura habían ido a trabajar en Estados Unidos y a comenzar en Francia; años más tarde fueron a Australia y Japón; y después de la muerte de san Josemaría, al sudeste asiático, Polonia, Kazajstán, Estonia, India, Ecuador, Letonia, Canadá, Costa de Marfil y Camerún.

Marisa AGUIRRE NIETO

 «    PIEDAD    » 

La piedad es una virtud, parte potencial de la justicia, que lleva a tributar el culto debido a aquellos de quienes somos deudores, pues son principio de nuestro ser y gobierno: Dios, los padres, la patria o la iglesia (cfr. S.Th. II-II, q. 101). A todos ellos les debemos, en efecto, el homenaje de nuestro amor, respeto y sumisión.

San Josemaría entendió muy bien que la piedad, especialmente cuando se refiere a Dios, es una virtud de alcance universal: "es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos" (AD, 146). En otro lugar dice algo parecido presentando la piedad como una "mentalidad" (AD, 144). Con el término "mentalidad" parece referirse a lo que podríamos llamar la estructura mental de una persona, a sus características intelectuales, a su modo de pensar, de ver, de juzgar, de sentir el mundo y las cosas. La piedad, pues, tal como la concibe San Josemaría, es algo permanente, estable, arraigado en el alma y que, por lo mismo, afecta a toda la persona.

1. Fundamento de la piedad

La piedad se asienta, tiene su fuente y fundamento en la filiación divina, nace de ella (cfr. AD, 146), de la conciencia de quien vive y saborea su condición de hijo de Dios. "La vida de oración y de penitencia, y la consideración de nuestra filiación divina, nos transforman en cristianos profundamente piadosos" (ECP, 10). Por eso, San Josemaría habla frecuentemente de "piedad filial" (AD, 167). "La piedad es la virtud de los hijos y para que el niño pueda confiarse en los brazos de su padre, ha de ser y sentirse pequeño y necesitado" (ECP, 10). Si la piedad brota de la conciencia de la filiación divina, la piedad refuerza, a su vez, y mantiene viva dicha conciencia y nos ayuda a sentirnos con seguridad hijos de Dios (cfr. AD, 92).

Esas realidades se refuerzan si tenemos presente que, según enseña la doctrina cristiana, la piedad es uno de los siete dones del Espíritu Santo que crea en el cristiano una disposición permanente para ser dócil a esas inspiraciones divinas que le ayudan a entender y a vivir amorosamente la realidad de que Dios es nuestro Padre y de que todos los hombres somos hijos del mismo Padre (cfr. CCE, 1830; JUAN PABLO II, Catequesis sobre el Credo, 28-V-1989).

2. Características

La piedad del cristiano nada tiene que ver ni con una visión de la vida hecha de normas rígidas, ni con las manifestaciones de un "sentimentalismo ineficaz" (ECP, 163). No es "algo blando o poco recio" (ECP, 143), ni se puede confundir con lo que no es más que su triste caricatura: la beatería, afectación de virtud, práctica rutinaria e indiscriminada de todo tipo de devociones; una actitud, en suma, que no nace de una relación personal, viva, filial, fuerte y constante con Dios (cfr. CECH, p. 577).

La piedad del cristiano ha de ser "fuerte, honda y serena" (AD, 143), porque lleva a rectificar, a purificarse, a servir, a comprender y a excusar, a trabajar siempre con rectitud de intención (ibídem). La vida de infancia espiritual "no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto" (ECP, 10). Como decía santa Teresa de Jesús, la verdadera piedad o devoción no es primordialmente consolación, "gustos y ternura", ni un ambiguo "sentirse bien". Es prontitud para obrar bien y no lleva aparejada necesariamente esa sensación de bienestar ni depende de "nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter" (AD, 151). Y conduce a la aceptación rendida y al cumplimiento de la voluntad de Dios, incluso cuando supone dolor o sufrimiento (cfr. C, 691; AD, 153; F, 769). La virtud y el don de piedad dan a la vida cristiana un tono confiado y alegre, cordial (cfr. ECP, 142; AD, 167); infunde una segura esperanza (cfr. AD, 147); facilita la vuelta a los brazos de Dios en el sacramento de la Penitencia (cfr. AD, 146); nos hace sencillos y sinceros en el trato con Dios y con los demás.

Las consecuencias de saberse hijo de Dios, e hijo muy querido, son numerosas en san Josemaría. Pueden señalarse, a modo de ejemplo: la manera de meditar el Evangelio; las enseñanzas extraídas del Oficio de las Horas; la riqueza, buen gusto y sensibilidad para todos los aspectos relacionados con la liturgia y su celebración; la penetración contemplativa; los detalles usados como despertadores de la presencia de Dios; la fuerza de su vivir para Dios, de su perseverancia y de su mortificación heroica.

3. Piedad, doctrina y apostolado

La piedad tiene que ver con el entero mundo interior de la persona: pensamientos, voluntad y sentimientos. Cuando éstos no están guiados por el entendimiento y sostenidos por la voluntad, se cae fácilmente en el sentimentalismo y, por lo que a nuestro tema se refiere, en el pietismo. Un pietismo "ayuno de doctrina" (ECP, 163) que no brota de la fe, sólidamente cimentada en el estudio y en la oración. Afirmaba san Josemaría que el cristiano debe poseer "piedad de niños (…) y doctrina segura de teólogos" (ECP, 10). La piedad necesita, en efecto, de la fe para no reducirse a algo evanescente y vacuo, y la doctrina requiere piedad para no reducirse a frío conocimiento ni a alimentar la curiosidad y la vanidad.

Sin una sólida piedad se corre también el peligro de que la actividad apostólica se convierta en activismo, actividad sin orden ni concierto, incansable pero estéril (cfr. S, 506). Sin una auténtica unión con Jesucristo, no se puede ser apóstol (cfr. ECP, 8, 119-120, 122). De ahí que Mons. Álvaro del Portillo, en palabras dirigidas a los sacerdotes, pero expresadas con principios de valor universal, afirme: "cuando la vida espiritual del sacerdote es deficiente, cuando falta la piedad personal, cuando no hay lucha ascética, lo primero que sufre –a veces de modo radical, y con consecuencias que transcienden con mucho la vida personal del sacerdote– es el ministerio mismo" (DEL PORTILLO, 1990, p. 123).

4. Vida ordinaria y normas de piedad

El Concilio Vaticano II ha llamado la atención con fuerza sobre el peligro que amenaza la vida de no pocos cristianos: la ruptura entre la fe creída y profesada y la vida diaria (cfr. GS, 43). La fe, muy al contrario, está llamada a informar vitam quotidianam; no puede limitarse a "coexistir" sin más con la vida ordinaria de cristiano; debe insistir en ella, realizarse, encarnarse en ella.

La ruptura entre ambas conduce a una visión espiritualista de la vida cristiana en la que, como denuncia san Josemaría, "el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado" (CONV, 113). En esta falsa visión de las cosas se podría llegar a pensar que unas prácticas de piedad desconectadas de la vida, y la resistencia frente a un mundo hostil y desconfiado para las realidades sobrenaturales, darían razón de la existencia cristiana y del reino que ha venido a instaurar Jesucristo. Pero no es así en modo alguno. El mundo –la vida ordinaria, el trabajo, la familia, …– ha de ser santificado y para alcanzar esa meta el cristiano, hombre o mujer, debe santificarse, y ahí tienen su lugar las normas de piedad. Éstas producen, en efecto, la función de suturar posibles fracturas entre fe y vida cotidiana, para hacer que la jornada se convierta en "un diálogo ininterrumpido con Dios" (F, 572). Como decía Mons. Álvaro del Portillo "no han de concebirse como interrupciones del tiempo dedicado al trabajo; (…) paréntesis en el transcurso de la jornada. Cuando rezamos, no abandonamos las actividades «profanas» para sumergirnos en las actividades «sagradas». Por el contrario, la oración (…) acompaña al cristiano en toda su actividad y crea el lazo más profundo, porque es el más íntimo, entre el trabajo realizado antes y el que se tornará a realizar" (DEL PORTILLO, 1995, pp. 650-651).

+ José María YANGUAS

 «    PÍO XII    » 

(Nac. Roma, Italia, 2–111–1876; fall. Castel Gandolfo, Italia, 9–X–1958). Elegido Papa el 2 de marzo de 1939. Eugenio Pacelli, después de cursar estudios teológicos y jurídicos, fue ordenado sacerdote en 1899, completando posteriormente su formación académica con los doctorados en Teología en la Universidad Gregoriana e in utroque iure en el Instituto correspondiente del Seminario Romano de San Apolinar. Entró a continuación al servicio de la Curia Romana, donde trabajó sobre todo en la Congregazione per gli Affari Ecclesiastici Straordinari, sitio en el que fue nombrado Subsecretario en 1911. Colaboró intensamente con el cardenal Gasparri en las labores de la codificación del Derecho Canónico. En el año 1917, Benedicto XV le ordenó obispo y le nombró Nuncio apostólico en Baviera, luego en Prusia, y finalmente en Alemania con sede en Berlín. En 1929 Pío XI lo creó cardenal, y en 1930 le nombró su Secretario de Estado. Después de la muerte del Papa, el cardenal Pacelli fue elegido Papa en un conclave que duró sólo un día y tuvo tres votaciones.

La referencia más antigua a Pío XII por parte de san Josemaría se encuentra en una carta dirigida a Juan Jiménez Vargas el 3 de marzo 1939, un día después de la elección del Pontífice: "Papam habemus!: la próxima vez, andaremos por allí cerca tú y yo y otros que me sé" (AVP, II, p. 346). En esta breve nota se expresa por una parte la adhesión incondicionada que san Josemaría tuvo siempre al Romano Pontífice, independientemente de la persona concreta del sucesor de san Pedro, y por otra parte su deseo de romanizar el Opus Dei, y con este fin, tener una casa en la Ciudad Eterna. En noviembre de 1942 fueron a Roma José Orlandis y Salvador Canals por motivos de trabajo. A ellos, en carta fechada el 10 de mayo de 1943, les expresaba san Josemaría su «envidia» por poder estar tan cerca del Romano Pontífice: "No imagináis la envidia que os tengo: hay en mi corazón hambres de hacer mi romería, para ver a Pedro. Cada vez que me detengo a pensar, me siento, por gracia de Dios, con más amor al Papa, si cabe. Sedme muy romanos. No olvidéis, que en la fisionomía de nuestra familia, el rasgo principal, el aire de familia es el cariño y adhesión –¡servicio!– a la Santa Iglesia, al Santo Padre y a los Obispos –Jerarquía Ordinaria– en comunión con la Santa Sede" (AVP, II, p. 620).

En estos años diversos miembros del Opus Dei tuvieron la oportunidad de ser recibidos por el Romano Pontífice. En el verano de 1942, José María Albareda estuvo por breve tiempo en Roma en función de su cargo de Secretario general del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), y pudo estar con el Papa el 23 de julio de 1942. En enero de 1943, José Orlandis y Salvador Canals fueron recibidos por el Papa en audiencia, y hablaron unos diez minutos con el Pontífice sobre la Obra, su fundador y las labores apostólicas. Años más tarde, los dos volvieron a estar con Pío XII el 6 de agosto de 1945, antes de regresar a España. El 21 de mayo de 1943, Pío XII concedió audiencia a Francisco Botella, que estaba por motivos de trabajo en Roma, y en esa entrevista tuvo la oportunidad de hablar con detenimiento sobre la Obra.

Entre el 25 de mayo y el 21 de junio de 1943, don Álvaro del Portillo –todavía laico– hizo un viaje a Roma, por encargo de san Josemaría, para hacer algunas gestiones de cara a encontrar una solución a la incardinación de los futuros sacerdotes del Opus Dei. El 4 junio de 1943 fue recibido por el Santo Padre. Esta estancia de don Álvaro en Roma, la calurosa acogida que encontró por parte del Papa y otros prelados de la Curia, impulsaron a san Josemaría a pedir al arzobispo de Madrid, don Leopoldo Eijo y Garay, que solicitara el nihil obstat de la Santa Sede para proceder a la erección de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Los interlocutores de Pío XII en las audiencias coinciden en afirmar el gran interés que manifestaba el Pontífice por la naturaleza y el desarrollo del apostolado del Opus Dei, pero también por las contrariedades que encontraba en su camino, y se veía que seguía todo con mucha atención. Aparte de lo que los fieles de la Obra le podían contar, Pío XII bien pudo tener otras fuentes de información, en particular la de Mons. Leopoldo Eijo y Garay y la del Nuncio Apostólico en España, Mons. Gaetano Cicognani. De hecho, la Santa Sede concedió el nihil obstat solicitado y la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz fue erigida el 8 de diciembre de 1943.

En 1946, con carta fechada en Madrid el 25 de enero, san Josemaría pidió al Santo Padre el Decretum Laudis y la aprobación pontificia de las Constituciones de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, petición que fue acompañada de cuarenta cartas comendaticias de parte de obispos y cardenales. Para seguir –y en la medida de lo posible, acelerar– la cuestión, se trasladó nuevamente don Álvaro del Portillo –ya ordenado sacerdote– en febrero del mismo año a Roma. El 3 de abril fue recibido por segunda vez en audiencia por Pío XII, que le trató de nuevo con cariño y escuchó con interés los relatos del joven sacerdote sobre el desarrollo de las actividades apostólicas de la Obra. En aquella ocasión don Álvaro le hizo entrega de las obras de san Josemaría, Santo Rosario, La abadesa de Las Huelgas, y Camino. En las semanas siguientes, sin embargo, se vio cada vez más claramente que el Decretum Laudis y la aprobación solicitada no eran tan fáciles de obtener, hasta tal punto de que se decidió que san Josemaría –a pesar de su delicado estado de salud– se trasladara en persona a Roma.

En su primera estancia en la Ciudad Eterna, en junio-agosto de 1946, el fundador obtuvo de la Santa Sede un documento de alabanza de fines, y el Breve Apostólico Cum Societatis, en el que el Papa concedió también algunas indulgencias a los fieles del Opus Dei. Recibió además por mediación de Mons. Giovanni Battista Montini una foto del Santo Padre con dedicatoria autógrafa de Pío XII (cosa que entonces se daba raras veces). Antes de volver a España, tuvo su primera audiencia con Pío XII, el 16 de julio de 1946, festividad de Nuestra Señora del Carmen, y pudo expresar al Papa personalmente su profundo agradecimiento.

Todavía en el año 1946 san Josemaría volvió a Roma, y tuvo el 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada Concepción, su segunda audiencia con Pío XII. San Josemaría quedó muy impresionado del cariño del Pontífice: "Me recibió, en Audiencia privada, el Santo Padre: conoce bien nuestro Opus Dei y lo ama. No sabe, Padre, cuántos detalles simpáticos tuvo" (Carta al Obispo de Madrid, Eijo y Garay, 16-XII- 1946: AVP, III, p. 60); "El Santo Padre me recibió en Audiencia privada: es increíble el cariño que muestra para nuestro Opus Dei: bien sé yo –y nunca lo olvidaremos– que una buena parte de ese cariño es fruto del que nuestro Señor Nuncio puso en sus informaciones. ¡Dios se lo pague!" (Carta al Nuncio Cicognani, 16-XII-1946: AVP, III, pp. 60-61).

Con la presencia de san Josemaría se aceleró el trabajo de los dicasterios romanos para la aprobación del Opus Dei, que fue erigido como el primer Instituto Secular, con el Decretum laudis del 24 de febrero de 1947, en aplicación de la nueva legislación que la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia sobre los Institutos Seculares había creado poco antes, el 2 de febrero de 1947. En el Breve pontificio Mirifice de Ecclesia, del 20 de julio de 1947, el Papa concedió nuevas indulgencias para los fieles de la Obra, en particular si ofrecían a Dios sus trabajos con una breve oración o jaculatoria.

El 8 febrero de 1948 el fundador pidió en carta a Pío XII que procediera a la aprobación de un estatuto que reconociera explícitamente la incorporación de personas casadas o solteras de cualquier condición y oficio, petición a la que accedió la Santa Sede, un mes más tarde.

Un año después, durante la tercera audiencia que tuvo san Josemaría con Pío XII –el 28 de enero de 1949–, el fundador del Opus Dei le informó del desarrollo del apostolado y, además, le presentó una colección de libros, folletos y artículos escritos por sus hijos.

El año 1950 fue el de la aprobación pontificia definitiva del Opus Dei. A instancias del fundador, y después de un trabajo pormenorizado de la congregación competente, se llegó al Decr. Primum Inter del 16 de junio de 1950, que daba al Opus Dei la aprobación definitiva de sus Constituciones, incorporando también el reconocimiento de la Santa Sede de la adscripción de miembros casados y socios sacerdotes diocesanos.

A pesar de esa aprobación no cesaron algunas contradicciones, que habían llegado desde España a Italia. En Roma algunas personas intentaron instigar a las familias con hijos numerarios a que acusaran al Opus Dei de haber perturbado la paz de las familias y de haber llevado a sus hijos por un camino peligroso y equivocado. El resultado fue una carta escrita al Santo Padre el 25 de abril de 1951 con las mencionadas acusaciones, que, al carecer de fundamento, no tuvo consecuencia alguna. San Josemaría decidió consagrar las familias de sus hijos a la Sagrada Familia, consagración hecha por primera vez el 14 mayo de ese año y desde entonces renovada cada año en todos los Centros de la Obra el día de la fiesta de la Sagrada Familia.

La mencionada prueba no sería la última en ese año de 1951. San Josemaría se dio cuenta de que el ambiente en Roma, especialmente el curial, se había enrarecido. Decidió invocar la intercesión de la Virgen e hizo una romería al Santuario de Loreto, para consagrar el 15 de agosto de 1951 el Opus Dei al Corazón Dulcísimo de María. Posteriormente, en septiembre, y de nuevo en enero y febrero del año 1952, el beato Ildefonso Schuster, OSB, cardenal arzobispo de Milán, en conversación con los fieles del Opus Dei en esa ciudad, a los que apreciaba, les dijo –para que advirtiesen al fundador– que ciertas observaciones de algunos miembros de la Curia le habían hecho comprender la realidad de algunas maniobras que tenían como objetivo separar las dos secciones de la Obra en dos institutos diferentes. En marzo de 1952, san Josemaría escribió una carta a Pío XII en la cual confió al Papa sus preocupaciones, carta que leyó el cardenal protector de la Obra en aquel entonces, Federico Tedeschini, ante el Pontífice. La reacción de Pío XII fue: "Ma chi mai ha pensato a prendere nessun provvedimento?" (Pero, ¿quién ha pensado en tomar ninguna medida?).

Y reafirmó su benevolencia y aprecio por el Opus Dei y su fundador (cfr. Carta 21-I-1961, n. 45: AVP, III, p. 211).

Años antes, en la primavera de 1948, se habían comenzado actividades de formación en una casa de Castel Gandolfo, propiedad de la condesa Campello, edificada, sin embargo, sobre un terreno que pertenecía a la Santa Sede. Cuando la condesa ofreció el inmueble, que san Josemaría quiso destinar a casa de retiros y Centro de Estudios para mujeres de la Obra, Pío XII concedió el usufructo del terreno.

La confianza del Papa se manifestó nuevamente cuando decidió encomendar al Opus Dei una de las Prelaturas nullius en territorios de misión. Este deseo del Santo Padre fue acogido sin vacilación por el fundador de la Obra, de manera que el Pontífice erigió el 12 de abril de 1957 la Prelatura de Yauyos-Huarochirí, formada por territorios segregados de la archidiócesis de Lima, y la confió al Opus Dei.

A modo de agradecimiento por todo lo que Pío XII había hecho por el Opus Dei y por su fundador, y por su profundo amor al Romano Pontífice, san Josemaría rezó e hizo rezar mucho con ocasión de la agonía y muerte del Papa el 9 de octubre de 1958.

Johannes GROHE

 «    PLAN DE VIDA    » 

"La invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas" (AD, 3; cfr. F, 440). La recomendación, presente en toda la literatura cristiana, remite a la invitación paulina "Ejercítate en la piedad" (1Tm 4, 7) y consiste en poner medios concretos y constantes para impregnar de caridad con Dios cada momento de la jornada (cfr. CONV, 62).

San Josemaría llamó "plan de vida" al conjunto de prácticas de piedad y de costumbres cristianas, que jalonan la jornada de tiempos dedicados exclusivamente al trato con Dios y a las continuas referencias al Señor. La expresión, conocida en la literatura espiritual de su tiempo, pudo ser tomada del libro Plan de Vida, publicado en 1909 por san Pedro Poveda, con quien el fundador del Opus Dei tuvo una honda amistad. En cualquier caso san Josemaría la hizo suya y la empleó con frecuencia.

San Josemaría recomienda "atenerte a un plan de vida, con constancia: unos minutos de oración mental; la asistencia a la Santa Misa –diaria, si te es posible– y la Comunión frecuente; acudir regularmente al Santo Sacramento del Perdón –aunque tu conciencia no te acuse de falta mortal–; la visita a Jesús en el Sagrario; el rezo y la contemplación de los misterios del Santo Rosario, y tantas prácticas estupendas que tú conoces o puedes aprender" (AD, 149). Enumera como "medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios" (AD, 18). Estas prácticas y costumbres, a las que denominó "Normas de piedad", proceden del patrimonio espiritual cristiano, incorporado a la propia vida del fundador del Opus Dei.

Por lo demás la existencia de un plan de vida encuentra raíces en su propia biografía. En el hogar de la familia Escrivá eran habituales la frecuencia de la Eucaristía y de la Penitencia, el rezo diario del Rosario, la devoción a la Virgen y la recitación de oraciones vocales, al levantarse o al acostarse (cfr. AVP, I, p. 27, nt. 35; pp. 31-32, 92-93). A la percepción de la vocación divina en 1917 ó 1918, le siguieron la Misa y la Comunión frecuentes, y la intensificación de la costumbre de hacer actos de desagravio (cfr. ECHEVARRÍA, 2000, p. 115). El paso por los Seminarios de Logroño y Zaragoza documenta la sólida piedad con que san Josemaría vivía las prácticas establecidas –tiempos de meditación personal, lectura espiritual y examen de conciencia; un día de retiro mensual y los ejercicios espirituales– y las devociones que añadía, como el rezo de todas las partes del Rosario, horas de adoración ante el Sagrario o de oración ante una imagen de la Virgen, la consideración de la Pasión del Señor y el ejercicio del Via Crucis (cfr. AVP, I, pp. 58, 97, 111-112, 126-130, 152, 165).

1. Importancia

El plan de vida tiende a unificar todos los aspectos de la existencia cristiana porque ayuda a convertir cada uno en encuentro y diálogo personal con Dios. La misma referencia a un plan connota una organicidad, que significa la determinación de medios y actividades precisas, jerarquizadas en orden a obtener un fin, que es la efectiva unión con Dios. Todas las piezas que lo conforman se apoyan mutuamente, contribuyendo al desarrollo vital de la vida espiritual, porque todas convergen en el mismo fin: la unidad de vida propia de quien se sabe en todo momento hijo de Dios y es contemplativo en la vida ordinaria.

"El que desea luchar, pone los medios. Y los medios no han cambiado en estos veinte siglos de cristianismo: oración, mortificación y frecuencia de Sacramentos. Como la mortificación es también oración –plegaria de los sentidos–, podemos describir esos medios con dos palabras sólo: oración y Sacramentos" (ECP, 78). El núcleo del plan de vida en la enseñanza de san Josemaría lo constituye el Santo Sacrificio de la Misa, "centro y raíz de la de la vida espiritual cristiana" (cfr. ECP, 87; F, 69). Junto a la Eucaristía se encuentra la Penitencia, para encontrar el perdón de Dios frente a los propios errores y la gracia para superarlos. A los sacramentos los acompaña el diálogo personal con el Señor en los tiempos de oración mental, la lectura del Evangelio y de algún libro de espiritualidad, el examen de conciencia y el trato asiduo con la Virgen, a través del rezo del Rosario y del Angelus cotidianamente, y de la Salve los sábados. San Josemaría aconseja también dedicar un día al mes y varios al año a intensificar ese trato con Dios en la realización de un día de retiro mensual y de un curso de retiro anual.

San Josemaría describía la vida cristiana como un entretejerse de la realidad cotidiana con la gracia: "hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales" (CONV, 114). Por eso previo la existencia de normas de siempre, así llamadas porque, siendo su fin convertir cada realidad en ocasión de diálogo continuo con Dios, no están necesariamente vinculadas a un momento preciso. La presencia de Dios es la actitud de respuesta permanente en quien se sabe mirado en todo instante por su Padre Dios, y se nutre de breves oraciones vocales, o jaculatorias: invocaciones en acción de gracias por sus beneficios, actos de desagravio por las ofensas propias y ajenas, petición de ayuda y ofrecimiento de la actividad profesional, familiar o social. Consideraba también como elementos clave del plan de vida virtudes o comportamientos que hacen posible santificar la tarea y la vida diaria. En este sentido, y teniendo en cuenta que la santificación del trabajo es el núcleo de su espiritualidad, es significativa su enseñanza de que el trabajo es también encuentro con Dios: "el arma del Opus Dei no es el trabajo: es la oración. Por eso convertimos el trabajo en oración, y tenemos alma contemplativa" (DEL PORTILLO, 1993, pp. 50-51; cfr. S, 497).

El cumplimiento del plan de vida es, ciertamente, sólo un medio, pero indispensable porque hace constante y efectiva la unión con Dios en que consiste la santidad. En el planteamiento de la vocación cristiana como camino de seguimiento de Cristo, que cada uno debe recorrer personalmente, san Josemaría describe las normas del plan de vida como indicadores que señalan la ruta en cualquier circunstancia, propicia o adversa: "Has de ser constante y exigente en tus normas de piedad, también cuando estás cansado o te resultan áridas. ¡Persevera! Esos momentos son como los palos altos, pintados de rojo que, en las carreteras de montaña, cuando llega la nieve, sirven de punto de referencia y señalan, ¡siempre!, dónde está el camino seguro" (F, 81; cfr. AD, 151). Los puntos de Camino dedicados al plan de vida se encuentran en el capítulo "Dirección", ubicación que señala que junto al plan de vida, la dirección espiritual es un medio principal del que se vale el Espíritu Santo para conducir a las almas hacia su meta definitiva (cfr. CECH, p. 267).

2. Espíritu del plan de vida

En la raíz de su esmero por vivir con intensidad los encuentros con el Señor que el plan de vida implica, y en sus recomendaciones para vivirlo, se encuentra la convicción de que el sentido de esos actos es el amor que se pone al practicarlo: "La vida interior se robustece por la lucha en las prácticas diarias de piedad, que has de cumplir –más: ¡que has de vivir!– amorosamente, porque nuestro camino de hijos de Dios es de Amor" (F, 83). "En cada jornada, haz todo lo que puedas por conocer a Dios, por «tratarle», para enamorarte más cada instante, y no pensar más que en su Amor y en su gloria. Cumplirás este plan, hijo, si no dejas ¡por nada! tus tiempos de oración, tu presencia de Dios (con jaculatorias y comuniones espirituales, para encenderte), tu Santa Misa pausada, tu trabajo bien acabado por Él" (F, 737; cfr. AVP, I, p. 276; ECHEVARRÍA, 2000, pp. 194-196). En definitiva, el plan de vida es a la vez alimento y expresión del amor de Dios que ha de llenar el alma del cristiano, y que lo aleja de cualquier cumplimiento monótono o rutinario, al que calificaba como "sepulcro de la piedad" (AD, 150; cfr. C, 77).

En la homilía El trato con Dios, recogida en Amigos de Dios, san Josemaría señala que el cumplimiento del plan de vida, como por otra parte toda la existencia del cristiano, ha de estar impregnado del espíritu de filiación divina. Exhorta a todos a vivir con ese sentido filial, a dirigirse a Dios como Padre, y abandonarse en Él confiadamente, como un hijo pequeño, esforzándose en imitar e identificarse con Jesucristo en su total entrega a la Voluntad del Padre. La vida filial se manifiesta asimismo en la sencillez de presentar a Dios todas las realidades cotidianas, con sus éxitos y fracasos, preocupaciones y alegrías.

Quien se sabe pequeño ante su Padre Dios, y dependiente de Él, vive también la virtud de la humildad. En el aspecto que estamos considerando, se concreta en ofrecer a Dios pequeños actos constantes de piedad, y de esa forma realizar bien y con espíritu de servicio la labor cotidiana: "«La verdad es que no hace falta ser ningún héroe –me confiesas– para, sin rarezas ni gazmoñerías, saber aislarse lo que sea necesario según los casos…, y perseverar». –Y añades: «mientras cumpla las normas que me dio, no me preocupan los enredos y jerigonzas del ambiente: lo que me asustaría es tener miedo a esas pequeñeces.» –Magnífico" (C, 986; cfr. AD, 150).

De la importancia primordial del plan de vida, así practicado, deriva la constancia con que se debe perseverar en su cumplimiento, anteponiéndolo a cualquier otro deber, siempre, claro está, sin detrimento de lo que reclama la caridad y sin rigideces, agobios o inquietudes.

Sobre su propia experiencia, y la de tantas otras almas, san Josemaría constató la variedad de las etapas del camino de la vida interior, y la presencia de dificultades de muy vario tipo. Ante esas circunstancias, recordaba la necesidad de manifestar siempre con actos concretos el amor a Dios: "Hay primaveras y veranos, pero también llegan los inviernos, días sin sol, y noches huérfanas de luna. No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter. Esas posturas delatan egoísmo, comodidad, y desde luego no se compaginan con el amor" (AD, 151). Esta invitación a la perseverancia y a la generosidad mueve a no desfallecer en el empeño a causa de las dificultades, como el exceso de trabajo, la aridez interior o la enfermedad.

En el contexto de su mensaje de promoción de la llamada universal a la santidad en medio del mundo, san Josemaría tuvo presente que el plan de vida ha de ser vivido por personas de las más variadas situaciones y en todas las circunstancias. Exigencia que requiere la flexibilidad para adaptarlo a las propias necesidades: "no han de convertirse en normas rígidas, como compartimentos estancos; señalan un itinerario flexible, acomodado a tu condición de hombre que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y relaciones sociales que no has de descuidar, porque en esos quehaceres continúa tu encuentro con Dios. Tu plan de vida ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa" (AD, 149; cfr. AD, 137).

La flexibilidad para vivir el plan de vida afecta al tiempo y lugar en que se realiza. De ahí que aconsejara fijar un horario con paz y ordenadamente, sabiendo que todo momento es bueno para Dios. Y que cualquier lugar es también adecuado para que el cristiano, hijo de Dios y templo del Espíritu Santo, dialogue con él "buscándole en el centro de tu alma" (F, 538); aunque sin olvidar que el lugar (iglesia, capilla, oratorio, etc.) donde se halla reservado el Santísimo es el espacio privilegiado, por encontrarse allí Jesucristo sacramentalmente presente.

En suma, san Josemaría no indicó nunca un método preciso para hacer oración, prefiriendo dejar a las personas en total libertad para tratar a Dios del modo que consideraran más adecuado a la propia situación, pero marcó un camino en el que sobresalen dos principios guía: la filiación divina y el amor que lleva a estar en los detalles.

Elena ÁLVAREZ

 «    POLÍTICA    » 

La llamada universal a la santidad, en sentido subjetivo, se dirige a todas las personas, y, en sentido objetivo, no excluye actividad humana noble alguna, y esto lleva consigo la posibilidad de buscar la santidad también en las ocupaciones políticas. La preocupación por la vida de la sociedad, propia de todo ciudadano, es también tarea de todo cristiano (cfr. ECP, 183), y en particular de los laicos (cfr. CONV, 5). De este modo, la fe, lejos de separar a los cristianos de sus conciudadanos, les mueve a buscar la paz y concordia sociales como parte de la vocación universal a la santidad (cfr. CONV, 118).

1. Política, sociedad y persona

En la predicación de san Josemaría se recalca de modo muy neto que carece de sentido escindir en una persona de fe su ser cristiano y su ser ciudadano. La búsqueda de la santidad, en y desde la actividad cotidiana, incluye la vida en sociedad y la participación política en sus diversos niveles. Así, desde un punto de vista antropológico, la llamada universal a la santidad lo es para toda persona, que por ser tal es social y no puede desentenderse de los afanes y necesidades de sus conciudadanos. La persona contribuye y participa en la vida social con la libertad que le es inherente. El respeto a la libertad y dignidad de cada persona forma parte de los presupuestos de la actuación política de un cristiano (cfr. CONV, 12, 77, 117; ECP, 70). Esta libertad del cristiano, también en la acción política, es mucho más que la mera opción de elegir, como también más que la simple ausencia de condicionamientos. La libertad del cristiano tiene por base la redención obrada por Cristo y habilita para la búsqueda y adopción del bien (cfr. AD, 11, 171).

El cristiano entiende su misión en esta tierra como una oportunidad de reinstaurar todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 10; cfr. ECP, 183), de poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas (cfr. Jn 12, 32; ECP, 183). Pero esta visión no conduce a la imposición de un modelo "religioso" en la vida política, sino a la búsqueda de soluciones que, acordes con su fe, sean además posibles en la concreta sociedad y tiempo en el que vive (cfr. RODRÍGUEZ LUÑO, 2007, pp. 57-66). Se dignifica así la actuación política al hacer de ella ejercicio de virtudes en beneficio de todas las personas y camino de santidad.

Esta defensa de la actuación política llevó a san Josemaría a propugnar, ya en 1968, el papel de la mujer en la vida pública: "Una sociedad moderna, democrática, ha de reconocer a la mujer su derecho a tomar parte activa en la vida política, y ha de crear las condiciones favorables para que ejerciten ese derecho todas las que lo deseen. (…) Una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles. En este sentido no se pueden señalar unas tareas específicas que correspondan sólo a la mujer. Como dije antes, en este terreno lo específico no viene dado tanto por la tarea o por el puesto cuanto por el modo de realizar esa función, por los matices que su condición de mujer encontrará para la solución de los problemas con los que se enfrente, e incluso por el descubrimiento y por el planteamiento mismo de esos problemas" (CONV, 90).

2. Derechos y deberes cívicos

El cumplimiento de los deberes cívicos y el ejercicio de los derechos forman parte del mensaje de san Josemaría. No hizo dejación de los que le correspondió ejercer, ni dejó de afirmar la necesidad de cumplir los respectivos deberes (cfr. S, 300). Así, expresará en 1967: "Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis –¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia– vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos –en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional–, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo –lo diré de un modo positivo–, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social" (CONV, 117). Es más, consideraba un defecto de formación la idea de aquellas personas que veían la vida cristiana limitada a la familia, la educación y la iglesia, y pensaba en la necesidad de incluir, en los catecismos de la doctrina cristiana para niños, los principios de la vida cívica de todo cristiano (cfr. AVP, III, p. 522, nt. 169).

3. Cristianos y ciudadanos. Libertad en las cuestiones temporales

Consciente del valor de la vida social, de la importancia de las virtudes cívicas y de la obligación que todo hombre –y todo cristiano– tiene de contribuir al bien común, san Josemaría animó siempre a los cristianos a asumir esas tareas con sentido de responsabilidad y con conciencia de que el mensaje sobre la dignidad de la persona, connatural a la fe cristiana, puede aportar mucho a la vida en sociedad. No en vano Surco incluye un capítulo titulado "Ciudadanía", cuyo primer punto dice lo siguiente: "El mundo nos espera. ¡Sí!, amamos apasionadamente este mundo porque Dios así nos lo ha enseñado: «sic Deus dilexit mundum…» –así Dios amó al mundo; y porque es el lugar de nuestro campo de batalla –una hermosísima guerra de caridad–, para que todos alcancemos la paz que Cristo ha venido a instaurar" (S, 290).

Durante su vida, san Josemaría conoció la situación de cristianos en regímenes políticos que, o bien desconfiaban de la libertad de los ciudadanos, o bien eran abiertamente contrarios a la libertad y por ende a la libertad religiosa. En concreto, experimentó la persecución religiosa y la intolerancia de visiones exclusivistas de la política (cfr. AVP, I, pp. 351-366; AVP, II, pp. 9-26, 380-394). Sufrió en primera persona la experiencia de falta de libertad en materia social, por obra tanto de ideologías abiertamente anticristianas como también de particulares formas exclusivistas de entender la acción política sin comprender la diferencia de opiniones o el pluralismo (cfr. CONV, 33).

Su capacidad de sentir y entrever las necesidades ajenas en la vida social le llevó a defender la legítima libertad de toda persona, rechazando tanto propuestas uniformadoras de la acción política de los cristianos (propio de visiones de "partido único"), como también las soluciones exclusivistas a los problemas sociales. "Nadie puede pretender en cuestiones temporales imponer dogmas, que no existen. Ante un problema concreto, sea cual sea, la solución es: estudiarlo bien y, después, actuar en conciencia, con libertad personal y con responsabilidad también personal" (CONV, 77).

Su mensaje en defensa de la libertad de las personas lleva consigo la libertad de defender las opciones personales respecto a los modos de regir la propia sociedad. Corresponde a los fieles la búsqueda del bien común dentro de la legítima autonomía que como ciudadano tiene todo cristiano. San Josemaría no descendió nunca a tratar propuestas concretas o soluciones políticas… "Yo no hablo nunca de política. Mi misión como sacerdote es exclusivamente espiritual" (CONV, 48; cfr. ibídem, 12; RODRÍGUEZ LUÑO, 2007, pp. 53-57) decía, afirmando la libertad y responsabilidad de los cristianos, que son quienes han de tomar parte activa en la política. A la vez animó a actuar de manera coherente, convencidos de que las aspiraciones humanas verdaderas encuentran expresión en la fe cristiana, cuyas exigencias "no se alejan de las diversas necesidades de los tiempos" (S, 319), sin que pueda haber contradicción entre fe y política (cfr. S, 307).

"Respetaré siempre –decía– cualquier opción temporal, tomada por un hombre que se esfuerza por obrar según su conciencia" (CONV, 48; cfr. AVP, III, p. 545). Y en una de sus homilías: "los cristianos gozáis de la más plena libertad, con la consecuente personal responsabilidad, para intervenir como mejor os plazca en cuestiones de índole política, social, cultural, etcétera, sin más límites que los que marca el Magisterio de la Iglesia. Únicamente me preocuparía –por el bien de vuestras almas–, si saltarais esos linderos, ya que habríais creado una neta oposición entre la fe que afirmáis profesar y vuestras obras, y entonces os lo advertiría con claridad. Este sacrosanto respeto a vuestras opciones, mientras no os aparten de la ley de Dios, no lo entienden los que ignoran el verdadero concepto de la libertad que nos ha ganado Cristo en la Cruz, qua libertate Christus nos liberavit (Ga 4, 31), los sectarios de uno y otro extremo: esos que pretenden imponer como dogmas sus opiniones temporales; o aquellos que degradan al hombre, al negar el valor de la fe colocándola a merced de los errores más brutales" (AD, 11).

En otro momento, después de citar algunos textos conciliares (cfr. LG, 28; GS, 43; AA, 24) comenta: "A la Jerarquía corresponde señalar –como parte de su Magisterio– los principios doctrinales que han de presidir e iluminar la realización de esa tarea apostólica". En cambio: "A los laicos, que trabajan inmersos en todas las circunstancias y estructuras propias de la vida secular, corresponde de forma específica la tarea, inmediata y directa, de ordenar esas realidades temporales a la luz de los principios doctrinales enunciados por el Magisterio; pero actuando, al mismo tiempo, con la necesaria autonomía personal frente a las decisiones concretas que hayan de tomar en su vida social, familiar, política, cultural, etc." (CONV, 11). Evita así tanto lo que denomina "clericalismo" (interferencia de la autoridad eclesial en la vida social), como el "laicismo", que excluye al cristiano, por ser tal, de participar en la vida política (cfr. CONV, 12; S, 301). Su visión sobre la política se podría entender como manifestación de la idea de "mentalidad laical" (CONV, 117), que apela a la personal responsabilidad de santificar y santificarse en la vida social.

En diversas situaciones repetirá san Josemaría que el Opus Dei no tiene una particular visión o modelo político que proponer, pues no es ésa su misión, ya que se trata de algo propio de las legítimas opciones y aspiraciones de cada persona. "El Opus Dei no interviene para nada en política; es absolutamente ajeno a cualquier tendencia, grupo o régimen político, económico, cultural o ideológico. (…) No se inmiscuye, pues, de ningún modo en las cuestiones temporales". Sus miembros "gozan de plena libertad y trabajan bajo su propia responsabilidad. (…) Si se diera alguna vez –no ha sucedido, no sucede y, con la ayuda de Dios, no sucederá jamás– una intromisión del Opus Dei en la política, o en algún otro campo de las actividades humanas, el primer enemigo de la Obra sería yo" (CONV, 28; cfr. ibídem, 77). "Caben en el Opus Dei personas de todas las tendencias políticas, culturales, sociales y económicas que la conciencia cristiana puede admitir" (CONV, 48). Frente a visiones simplistas, san Josemaría tuvo que salir al paso del malentendido de imputar al Opus Dei y no a sus miembros concretos la actuación particular que legítimamente despliegan (cfr. CONV, 49, 65).

4. Vocación a la santidad en la acción política

La llamada universal a la santidad comporta la búsqueda de ésta en las circunstancias ordinarias y cotidianas del cristiano, que es ciudadano, trabajador, miembro de una familia y de la sociedad en la que vive, en sus diversos niveles. La vida social y política es también ámbito propio de santificación.

San Josemaría entiende la política como una vía de servicio a la sociedad y de logro del bien común. Predicó, pues, como exigencia de la caridad cristiana, la búsqueda de la convivencia de todos los hombres, sin levantar barreras de clase, ideología, religión u opinión (cfr. S, 302, 315). Subrayó siempre la trascendencia de los valores cristianos para un recto ejercicio de la vida pública y la necesidad de que el varón o la mujer cristianos que participaran en las actividades políticas los tuvieran presentes. "No se trata –advertía a la vez– de representar oficial u oficiosamente a la Iglesia en la vida pública, y menos aún de servirse de la Iglesia para la propia carrera personal o para intereses de partido. Al contrario, se trata de formar con libertad las propias opiniones en todos estos asuntos temporales donde los cristianos son libres, y de asumir la responsabilidad personal de su pensamiento y de su actuación, siendo siempre consecuente con la fe que se profesa" (CONV, 90; cfr. también ibídem, 87).

La búsqueda de la santidad en medio del mundo implica no sólo que las circunstancias ordinarias no deben apartar de Dios, sino que deben llevar a Él. Por tanto, la actuación política debe ser vivida por los cristianos de modo que Dios esté presente en su corazón, lo que trae consigo, entre otras cosas, que la acción debe estar presidida por la caridad y mover al ejercicio de las virtudes humanas y cristianas, contribuyendo así a extender el espíritu de convivencia, amor y justicia por todo el mundo: "A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina, de reconstruir la concordia de todo lo creado" (ECP, 183).

Del cristiano se espera que contribuya a edificar la ciudad terrena junto con los demás ciudadanos, sin que al desempeñar esa tarea se olvide de su fidelidad a Cristo. La predicación de san Josemaría, respetando la libertad de opción y de actuación, evita la dicotomía o fractura entre vida personal y vida pública, entre fe y cultura, entre convicciones religiosas y decisiones políticas.

Si la vocación profesional forma parte de la vocación cristiana, se puede decir también que la inclinación o despliegue de capacidades personales para la política activa forma parte del camino de santidad de quienes se sienten inclinados a participar activamente en la vida pública. Pueden y deben ver que la política, como búsqueda del bien común, es camino de santificación personal y de servicio a los diversos miembros de la sociedad. Cabe hablar así de la actuación social como una vocación, como camino de santidad, para aquellos que se dedican más activamente a la tarea política, sin que pueda postularse una oposición entre vida activa y vida cristiana, ni menos todavía entre fe y acción (cfr. S, 301). Y así el fundador del Opus Dei en una de sus cartas escribía: "Los que os encontráis con vocación para la política, trabajad sin miedo y considerad que, si no lo hacéis, pecaréis de omisión. Trabajad con seriedad profesional, ateniéndoos a las exigencias técnicas de esa labor vuestra: con la mira puesta en el servicio cristiano a todas las gentes de vuestro país, y pensando en la concordia de todas las naciones" (AVP, III, p. 523).

Pablo SÁNCHEZ-OSTIZ

 «    PORTILLO Y DIEZ DE SOLLANO, Álvaro del    » 

(Nac. Madrid, 11-III-1914; fall. Roma, 23-III-1994).

Álvaro del Portillo fue uno de los primeros miembros del Opus Dei, al que se incorporó en 1935. A lo largo de casi cuarenta años vivió junto al fundador, de quien fue el principal colaborador, y después sucesor al frente de la Obra. San Josemaría se apoyó completamente en Álvaro para su labor de gobierno del Opus Dei, consciente de su valía humana y sobrenatural, hasta el punto de escribir de él: "si, entre vosotros, hay muchos hijos míos heroicos y tantos que son santos de altar –no abuso nunca de estas calificaciones–, Álvaro es un modelo, y el hijo mío que más ha trabajado y más ha sufrido por la Obra, y el que mejor ha sabido coger mi espíritu" (BERNAL, 1996, p. 135).

1. Infancia y juventud

Hijo de Ramón del Portillo, español, y Clementina Diez de Sollano, mexicana, Álvaro era el tercero de ocho hermanos. Realizó sus estudios de Primera Enseñanza y de Bachillerato en el Colegio de El Pilar, que los Padres Marianistas dirigen en Madrid. En 1928 empezó a preparar su ingreso en la Escuela de Ingenieros de Caminos, que simultaneó con el Bachillerato Universitario, del que se examinó en 1931.

La posición económica de la familia había sufrido un serio revés en los años de la revolución mexicana (1910-1917) y de la crisis del 29. Por ese motivo, en 1932 ingresó en la Escuela de Ayudantes de Obras Públicas, con estudios más breves que los de Ingenieros de Caminos, de forma que pudiera empezar a trabajar pronto y colaborar económicamente con la familia. En 1934, terminado el segundo curso, mientras preparaba el proyecto de fin de carrera –que aprobó en enero de 1935–, inició también los estudios en la Escuela de Caminos. A partir de abril compaginó esos estudios con su trabajo como Ayudante del Ministerio de Obras Públicas, en la Confederación Hidrográfica del Tajo.

En marzo de 1935 conoció al fundador del Opus Dei, y el 7 de julio solicitó la admisión en la Obra. Tenía veintiún años. Continuó con sus estudios en segundo curso de Ingeniería y el trabajo de Ayudante de Obras Públicas, y empezó a colaborar en los apostolados del Opus Dei que se realizaban desde la Residencia DYA. El inicio de la Guerra Civil española, el 18 de julio, le sorprendió en Madrid.

2. Primeros años junto a san Josemaría

Los primeros meses de guerra fueron para Álvaro un continuo cambio de domicilio –hasta siete distintos–, para evitar ser encarcelado por grupos de milicianos que le perseguían por su condición de católico comprometido en obras de apostolado y asistencia. Aun así, el 5 de diciembre fue detenido y conducido a la Cárcel de San Antón, donde le retuvieron dos meses. En marzo de 1937 consiguió alojarse en la Legación de Honduras, donde ya se encontraba refugiado san Josemaría con otros miembros del Opus Dei. Allí, en condiciones materiales muy precarias, estuvo hasta julio de 1938. Fueron meses de intensa convivencia con el fundador del Opus Dei, quien aprovechó las circunstancias para dar un fuerte impulso a la formación y vida interior de esos hijos suyos. A la tensión y las incomodidades de aquellos días se unió, en Álvaro, el dolor ante la enfermedad de su padre, que falleció el 14 de octubre de 1937 sin que él pudiera verle. Le quedó el consuelo de saber que san Josemaría había podido atenderle hasta el 8 de octubre en que marchó a Barcelona.

A finales del verano de 1937, unos y otros fueron abandonando ese refugio, de modo que quedaron allí sólo Álvaro y José María González Barredo. Por fin, abandonó la Legación el 2 de julio de 1938, con el objetivo de alistarse en el ejército republicano y el deseo de cruzar el frente en la primera ocasión propicia. Tras muchas peripecias y providenciales casualidades, consiguió pasar a la zona nacional el 12 de octubre.

En los meses que siguieron, Álvaro fue enrolado en el ejército nacional, con el grado de alférez provisional. Prestó servicio en Burgos y Valladolid hasta el final de la guerra (1 de abril), y en Olot y Madrid después, hasta su licenciamiento en septiembre de 1939. Tanto en un periodo como en el otro, tuvo la oportunidad de estar con frecuencia con san Josemaría.

Entre 1939 y 1941, mientras reiniciaba su trabajo de Ayudante de Obras Públicas, terminó sus estudios de Ingeniería –años más tarde, en 1965, obtuvo también el doctorado con un estudio titulado Proyecto de modernización de un puente metálico antiguo–, y, en 1944, consiguió el doctorado en Filosofía y Letras con un estudio titulado Primeras expediciones españolas a California. Al mismo tiempo, realizó una amplia labor apostólica en Madrid y en muchas capitales de provincia, a las que viajaba los fines de semana. Ocupó además el cargo de Secretario General del Opus Dei, comenzando una colaboración más estrecha aún con el fundador en el gobierno de la Obra y la formación de sus miembros.

Después de la guerra, llegó el momento de que algunos fieles del Opus Dei pudieran recibir la ordenación sacerdotal para poder atender ministerialmente a los demás. Álvaro, junto con varios más, empezó los estudios eclesiásticos y a prepararse para su ordenación. Entre 1941 y 1944 cursó –primero como alumno externo del Seminario de Madrid y, desde 1943, en el Centro de Estudios del Opus Dei– la Filosofía y la Teología.

En mayo de 1943 viajó a Roma con el fin de gestionar ante la Santa Sede el nihil obstat para la aprobación diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que abriría la posibilidad de incardinar a los fieles del Opus Dei que habrían de acceder al sacerdocio. Durante su estancia en la capital italiana, fue recibido en audiencia privada por el papa Pío XII. El 18 de octubre, el obispo de Madrid informó al fundador del Opus Dei que el nihil obstat había sido concedido y a los pocos días procedió a darle ejecución.

El 25 de junio de 1944, Álvaro recibió la ordenación sacerdotal, junto a José María Hernández Garnica y José Luis Múzquiz de Miguel, de manos del obispo de Madrid, Mons. Leopoldo Eijo y Garay. A partir de ese momento, a su trabajo como Secretario General del Opus Dei unió muchas horas dedicadas a predicar, a confesar, a la dirección espiritual, etc. Desde el primer momento fue, además, el confesor habitual de san Josemaría.

3. Procurador General del Opus Dei

El final de la Guerra Mundial había hecho posible el crecimiento de los apostolados del Opus Dei fuera de España. Pero se hacía necesaria una sanción pontificia más amplia que la conseguida en 1943. De nuevo, en febrero de 1946, san Josemaría envió a Álvaro a Roma, para tramitar esa nueva aprobación. En octubre pasó a ser el Procurador General de la Obra ante la Santa Sede. Álvaro preparó a su vez la llegada a Roma del propio fundador. Los dos colaboraron directamente en la elaboración de la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia, que el 2 de febrero de 1947 establecía la figura de los Institutos seculares. El Opus Dei fue el primero en ser aprobado, el 24 de febrero. Tres años más tarde recibía la sanción pontificia definitiva dentro de ese marco jurídico.

El viaje a Roma de Álvaro y del fundador se convirtió, en realidad, en un cambio de domicilio definitivo: ya no se moverían de Roma, salvo por temporadas breves. En 1947 se compró Villa Tevere, la casa que es, desde entonces, sede central del Opus Dei. Entre 1949 y 1960 se realizaron obras de adaptación del inmueble a sus nuevas funciones. Fue sobre todo Álvaro quien se encargó, con notable esfuerzo, de conseguir el dinero para costear esos trabajos. En estos mismos años, obtuvo en el Ateneo Angelicum la licenciatura y el doctorado en Derecho Canónico, con una tesis titulada Un nuevo estado jurídico de perfección. Los Institutos Seculares.

Entre 1947 y 1949, Álvaro trabajó en la comisión que en el seno de la Sagrada Congregación de Religiosos se encargaba de los Institutos seculares. A partir de 1948, y por seis años, fue también el primer Rector del Colegio Romano de la Santa Cruz, un Centro erigido por san Josemaría para la formación en Roma de fieles de la Obra de todo el mundo, y del que surgirían con los años cientos de sacerdotes. También entre 1948 y 1951 fue el primer Consiliario del Opus Dei en Italia, y se encargó de impulsar la labor apostólica de la Obra en la Urbe y en muchas otras ciudades del norte al sur del país. Acompañó, además, al fundador en sus viajes por Europa –Portugal, Francia, Alemania, Austria, Suiza, etc–, para estudiar e impulsar el inicio de la labor del Opus Dei.

En 1959, por deseo manifestado por el papa Pío XII antes de su fallecimiento, fue nombrado Caballero de Honor y de Devoción de la Lengua de España de la Orden de Malta.

4. Secretario General del Opus Dei

En 1956 se celebró en Einsiedeln (Suiza) el Segundo Congreso General del Opus Dei. Álvaro fue nombrado Secretario General de la Obra, cargo que ya había ocupado en los primeros años cuarenta, y que mantendría hasta su elección como Presidente General tras la muerte del fundador. Fue nombrado también Custos de san Josemaría, una de las dos personas encargadas de vivir junto a él para ayudarle en sus necesidades espirituales y materiales.

El 2 de mayo de 1959 recibió el nombramiento de Consultor de la Sagrada Congregación del Concilio –la actual Congregación para el Clero–. A partir de ese momento se intensificó su dedicación a encargos de la Santa Sede en esa Congregación, en la del Santo Oficio –actual Congregación para la Doctrina de la Fe– en la que empezó a trabajar en 1960 como Calificador, y sobre todo en el Concilio Vaticano II. Participó en varias comisiones antepreparatorias y preparatorias, y fue nombrado perito y Secretario de la Comisión conciliar De disciplina cleri et populi christiani, que elaboró el Decr. Presbyterorum Ordinis, aprobado en la última sesión, en 1965.

Los años que siguieron al Concilio se caracterizaron por un clima de protesta y desobediencia, en algunos sectores de la Iglesia y en toda la sociedad. Álvaro se distinguió en ese periodo por su delicada fidelidad al fundador y a las enseñanzas del Magisterio, y por su intensa colaboración con los diversos dicasterios de la Santa Sede en los que trabajaba. En 1964 fue nombrado Consultor de la Comisión encargada de la reforma del Código de Derecho Canónico , y en 1966 de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Fruto de sus trabajos para estos dicasterios son dos publicaciones de esos años: Fieles y laicos en la Iglesia (Pamplona, EUNSA, 1969, y Escritos sobre el sacerdocio (Madrid, Palabra, 1970).

En 1969 y 1970 se celebró, en dos sesiones, un Congreso General Especial del Opus Dei, presidido por san Josemaría, para preparar la erección de la Obra en Prelatura personal, figura jurídica prevista en el Concilio Vaticano II que se adaptaba perfectamente a las características del Opus Dei. Tras las sesiones del Congreso, Álvaro fue nombrado Presidente de una Comisión Técnica encargada de elaborar los nuevos Estatutos. En 1974 concluyó ese trabajo con la firma del fundador, que un año después, el 26 de junio de 1975, fallecía en Roma.

5. Prelado del Opus Dei

El 15 de septiembre de 1975, el primer Congreso General Electivo escogía unánimemente a Álvaro del Portillo como Presidente General del Opus Dei y primer sucesor del fundador. Retomando ideas que le había manifestado el papa Pablo VI en una audiencia de marzo de 1976, denominó esa etapa de la historia de la Obra como la etapa de la continuidad al espíritu y enseñanzas del fundador. Y en ese contexto se enmarcan sus decisiones de gobierno en los casi diecinueve años que estuvo al frente del Opus Dei.

Después de esperar un tiempo prudencial tras su elección, de acuerdo con el papa Pablo VI, decidió comenzar los trámites para la erección del Opus Dei en Prelatura personal. Bajo el impulso de Pablo VI primero y de Juan Pablo II después, en febrero de 1979 presentó en la Santa Sede la documentación necesaria. Desde ese momento, transcurrieron más de tres años de mucha oración y de mucho trabajo, hasta que el 19 de marzo se ejecutó la decisión pontificia de erigir el Opus Dei en Prelatura personal. Álvaro fue nombrado Prelado del Opus Dei por el Papa.

Otra de las tareas que impulsó fue el proceso de canonización del fundador. Consciente de que su figura y su doctrina eran una enseñanza vital para los fieles de la Obra y una riqueza para toda la Iglesia, pidió que se recogieran todos sus escritos, y se solicitaran testimonios a las personas que le habían tratado. En 1981, el Cardenal Vicario de Roma introdujo el proceso en la Congregación para las Causas de los Santos. Álvaro siguió muy de cerca la elaboración de la Positio, e impulsó a quienes la preparaban para que realizaran un estudio serio y completo. Él mismo publicó dos libros de recuerdos sobre la figura de san Josemaría: Una vida para Dios. Reflexiones en torno a la figura de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Discursos, Homilías y otros escritos (Madrid, Rialp, 1992), e Intervista sul fondatore dell’Opus Dei (Milano, Ares, 1992).

Además de estas cuestiones de particular relevancia, impulsó, en sus años al frente del Opus Dei, la extensión de los apostolados de la Obra a nuevos países: Bolivia, Honduras, R. D. del Congo, Costa de Marfil, Hong Kong, Trinidad-Tobago, Singapur, Suecia, Taiwán, Finlandia, Camerún, Rep. Dominicana, Nueva Zelanda, Macao, Polonia, Hungría, Rep. Checa, Nicaragua, India e Israel. Él mismo realizó numerosos viajes pastorales por toda Europa, varios países de América, y casi todos los países de África y Asia donde había labor apostólica del Opus Dei.

A lo largo de esos años, escribió ciento setenta y seis cartas pastorales a los fieles de la Prelatura, con periodicidad mensual a partir de 1984, y reunió frecuentemente en Roma a personas con cargos de gobierno en la Obra en los diversos países, para darles pautas y orientaciones en su trabajo. Durante ese tiempo, recibieron la ordenación sacerdotal casi un millar de fieles del Opus Dei. En 1984 puso en marcha en Roma el embrión de la que sería, pocos años después, la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, un centro universitario de estudios eclesiásticos para la formación de sacerdotes y seglares. Tras su fallecimiento, se publicó en 1995 un volumen postumo de escritos pastorales, teológicos y canónicos (Rendere amabile la veritá. Raccolta di scritti di Mons. Alvaro del Portillo, pastorali, teologici, canonistici, vari, Cittá del Vaticano, Librería Editrice Vaticana, 1995).

En la Santa Sede, continuó siendo Consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de la Pontificia Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico , hasta 1983. Fue nombrado también Consultor de la Congregación para el Clero y de la Congregación para las Causas de los Santos (1982), y del Pontificio Consejo de las Comunicaciones Sociales (1984). Participó, por nombramiento pontificio, en varios Sínodos de Obispos (1983, 1987 y 1990).

El 6 de enero de 1991, recibió la consagración episcopal de manos del papa Juan Pablo II, como Obispo titular de Vita. Escogió como lema una frase que san Josemaría había empleado para resumir los fines del Opus Dei: "Regnare Christum volumus!". Falleció en Roma, en la madrugada del 23 de marzo de 1994, tras regresar de un viaje a Tierra Santa. Acababa de cumplir ochenta años, y faltaban sólo tres meses para celebrar sus bodas de oro sacerdotales. El papa Juan Pablo II rezó ante los restos mortales de don Álvaro el día de su fallecimiento. En 2004 se introdujo su proceso de canonización. En 2012 fue declarado Venerable. El 27.IX.14 fue beatificado en Madrid.

Francesc CASTELLS i PUIG

 «    PORTUGAL    » 

Portugal fue el primer país después de España donde san Josemaría decidió iniciar la labor apostólica del Opus Dei. Aunque había pensado que la labor del Opus Dei empezara antes en Francia, pudo decir que "las puertas de Portugal nos las abrió la Virgen por manos de Sor Lúcia". En efecto, en 1945, durante un viaje a Tuy, conoció a sor Lúcia de Jesús, vidente de Fátima que vivía entonces en esa ciudad gallega, quien le animó a comenzar cuanto antes en Portugal. Por ese motivo san Josemaría pasó a Portugal el 5 de febrero de 1945, acompañado de don Álvaro del Portillo, del obispo de Tuy, don José López Ortiz, y de su secretario, don Eliodoro Gil.

Dio entonces a conocer el Opus Dei a algunos obispos portugueses y acudió a rezar a la Virgen de Fátima, a la que ya tenía gran devoción. Volvió otras tres veces a Portugal en 1945, animado por la buena acogida de los prelados y para obtener el apoyo del cardenal de Lisboa, don Manuel Gonçalves Cerejeira, con vistas a las primeras aprobaciones pontificias del Opus Dei, que estaban entonces en curso: del 16 al 19 de junio, del 17 al 22 y del 24 al 27 de septiembre. En este último viaje contactó con el arzobispo de Braga y el obispo de Oporto y trató con el obispo de Coimbra, don António Antunes, de la próxima apertura de un Centro del Opus Dei en esa ciudad universitaria.

1. Inicio de la labor apostólica estable

En 1937 san Josemaría y el Opus Dei eran ya conocidos en Portugal en algunos medios eclesiásticos; y en ambientes académicos desde 1944, a través de tres españoles del Opus Dei que ampliaban estudios en Coimbra. Pero los viajes del fundador en 1945 fueron decisivos para la labor en este país.

El 5 de febrero de 1946, llegó a Coimbra Francisco Martínez, farmacéutico, seguido de Xavier de Ayala, jurista, y de Álvaro del Amo, botánico, y se abrió la Residencia de Estudantes Montes Claros, primer Centro de la Obra en Portugal. En junio de ese mismo año pidió la admisión el primer portugués, Mário do Carmo Pacheco, estudiante de Histórico-Filosóficas, más tarde profesor en la Universidad de Lisboa. En 1948 Xavier de Ayala se ordenó sacerdote y regresó a Portugal, país del que fue Consiliario durante varios años.

En 1946 se publicó la primera versión portuguesa de Camino, y en 1948 la de Santo Rosario. Más tarde, se difundieron las obras de san Josemaría, y otras que daban a conocer el espíritu del Opus Dei.

En 1951 comenzó en Lisboa la labor de las mujeres de la Obra. La iniciaron la portuguesa Maria Sofia Pacheco (hermana de Mário, que había pedido la admisión en 1949), Ester Teijeira y Julia García. En 1953 abrieron en Lisboa el Lar da Estrela, residencia para universitarias; en 1955 comenzó, en Oporto, la Residência Universitária da Carvalhosa; y en 1960, la labor en Lisboa se amplió con la Residência Universitária dos Álamos.

Desde 1954, se desarrolló la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, con sacerdotes de varias diócesis (Lamego, Viseu, Coimbra, Braga, Lisboa), el primero de los cuales, don Alberto Cosme do Amaral, llegó a ser obispo auxiliar de Coimbra y más tarde obispo de Leiria-Fátima, fallecido con fama de santidad. En 1955 se ordenó el primer sacerdote portugués de la Obra, yo mismo, Hugo de Azevedo. La labor se afianzó desde 1956 en Lisboa, Oporto y Coimbra. Después en Braga y Viseu. Y en 1958 se inició la Quinta de Enxomil, cerca de Oporto, para retiros y convivencias de formación. A partir de entonces se multiplicaron los Centros y también los cursos de retiro y convivencias en la Quinta de Enxomil, que dispone de un Centro para mujeres que trabajan en la atención doméstica de la casa. La primera numeraria auxiliar portuguesa fue Carolina Fernandes.

2. Los viajes de san Josemaría a Portugal y sus romerías a Fátima

Siempre que fue a Portugal –excepto en el último viaje de 1945, más corto– san Josemaría fue a rezar a Fátima. En el primero, el día 6 de febrero de 1945 rezó en la Capelinha y, además, visitó en Aljustrel a los padres de los beatos Francisco y Jacinta. En ese viaje redactó un prólogo a la cuarta edición de Santo Rosario, subrayando el espíritu de desagravio que la Virgen recomendó a los pastorcitos. En el segundo, el 16 de junio, viajó directamente a Fátima, celebrando en el santuario la santa Misa el día siguiente. En el tercero, el día 20 de septiembre regresó a Fátima, después de haber visitado al cardenal de Lisboa en la sierra de Estrela, donde descansaba.

Volvió a Portugal el 12 de octubre de 1948, acompañado por don José Luis Múzquiz y Odón Moles. Fue al cementerio de Conchada a rezar por el alma del obispo de Coimbra, don Antonio Antunes, recientemente fallecido, y al Monasterio de Santa Clara, donde reposan los restos de la reina santa Isabel de Portugal, de gran devoción popular. El día 14 viajó a Oporto, a la Residência de Estudantes da Boavista, segundo Centro portugués, pocos días antes de su inauguración. El 15 fue a Fátima y Lisboa, donde saludó al Cardenal Patriarca.

El 25 de marzo de 1949, el fundador volvió a Portugal, y comprobó cómo en Coimbra y en Oporto se había multiplicado la labor apostólica; en Coimbra había pedido la admisión el primer indio, Emérico da Gama, de Goa. El día 27, visitó de nuevo la tumba de santa Isabel de Portugal. Luego, hizo un viaje rápido a Lisboa y, de regreso, a Fátima. Celebró la santa Misa el 28 –aniversario de su ordenación sacerdotal– en un altar lateral de la capilla del llamado Hospital (hoy Casa de Nossa Senhora das Dores).

En 1951 san Josemaría estuvo dos veces en Portugal. Del 5 al 10 de enero, fue a Coimbra, donde había dos Centros de la Obra: Montes Claros –que se dejaría pronto–, y la nueva residencia universitaria, da Beira. Llegó a Montes Claros, por la tarde, con don Álvaro del Portillo y Giorgio de Filippi. Al día siguiente viajó a Oporto, donde pasó la tarde con sus hijos. El día 7, rezó ante la tumba de santa Isabel, fue a Viseu a saludar al obispo, don José da Cruz Moreira Pinto. A Fátima fue el 8, desde donde se dirigió a Lisboa para visitar al Cardenal Patriarca. Y, ya en Coimbra, visitó al nuevo obispo, Ernesto Sena de Oliveira.

En octubre de 1951 viajó movido por las circunstancias que le habían llevado en agosto a consagrar la Obra al Corazón Dulcísimo de María. El 18, después de visitar a sor Lúcia en el convento carmelita de Coimbra, fue a Oporto para estar con sus hijos. Y el 19 renovó la consagración ante la Virgen de Fátima. Marchó a Lisboa, donde ya existía la Residência de Estudantes das Avenidas. Al día siguiente, estuvo con el cardenal Gouveia, arzobispo de Lourenço Marques (ahora Maputo), interesado en que comenzara la labor apostólica del Opus Dei en Mozambique.

Volvió a Portugal en 1953, del 8 al 14 de octubre. Quiso agradecer la protección de la Virgen, que escuchó sus peticiones en 1951. Estuvo con sus hijos y con sus hijas portuguesas. Llegó a Coimbra el 8. Después fue a Oporto el 9 y pasó dos días en el Centro de Boavista. El 10 viajó hasta el norte para visitar a personas amigas y estar con sor Lúcia, a la que dedicó su libro Caminho. El 12 estuvo en Fátima: rezó en la Capelinha y renovó la consagración del Opus Dei al Corazón Dulcísimo de María. El día 13 visitó a sus hijas en Lar da Estrela, el nuevo Centro de Lisboa.

Llegaron los años de esperanzas, pero también de incertidumbres, después del Concilio Vaticano II. El fundador del Opus Dei acudió mucho a la Virgen, peregrinando por sus santuarios, con gran espíritu de penitencia. A Fátima fue a suplicar la paz para la Iglesia el 12 y 13 de mayo de 1967. Viajó ahí el día 9, parando en Coimbra para visitar la nueva Residência Universitária da Beira, más espaciosa que la anterior, y encontrarse con sor Lúcia y el arzobispo. Durante el viaje le conmovieron el fervor de la fe y la penitencia de los peregrinos que caminaban –muchos descalzos– por la carretera. Les bendijo repetidamente: "¡Que Dios os bendiga por el amor que tenéis a su Madre!". Además de rezar intensamente en la Capelinha, envió desde Fátima una postal al Santo Padre, a través del cardenal Dell´Acqua.

Regresó al norte y se quedó en la Quinta de Enxomil (Centro de convivencias) hasta el día 12 de mayo. Allí recibió a diversos grupos de personas; y, entre ellas, a un cooperador anglicano que pronto sería ordenado obispo, lo que le dio particular alegría como ejemplo de los cooperadores no católicos que representaron una novedad ecuménica en la Iglesia. Fue luego a Oporto para saludar al administrador apostólico, don Florentino de Andrade e Silva.

En 1970, en peregrinación de penitencia, san Josemaría viajó a Portugal sólo –así lo señaló– para rezar a la Virgen de Fátima. Con don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría, llegó hacia las tres a la Rotunda dos Escudos (hoy plaza del Monumento ao Peregrino), cercana al santuario, donde le esperaban don Nuno Girão –entonces Consiliario de la Región– y otros cuatro miembros de la Comisión Regional, a quienes se unieron don Alberto Cosme do Amaral y don Angelino de Seabra Lopes, uno de los primeros sacerdotes portugueses del Opus Dei. Luego se descalzó, como lo hacían tantos peregrinos, y fue recitando el Rosario hasta la Cruz Alta. Se dirigió a la Capelinha, cerca de la cual se calzó de nuevo.

En su último viaje a Portugal, el 30 de octubre de 1972, san Josemaría se encontró con diversos grupos de personas en lo que llamó un "viaje de catequesis". Llegó al aeropuerto de Oporto, donde fue recibido por el vice-gobernador civil. Se alojó en Enxomil. Estaba fatigado, por la intensa actividad anterior en España, pero tuvo encuentros con sus hijos y al día siguiente por la mañana también con muchas familias de supernumerarios, cooperadores y amigos; por la tarde, con sacerdotes de diversas diócesis del país. El 1 de noviembre, a las doce, nueva tertulia general; y por la tarde, otra con jóvenes. El día 2 partió hacia Lisboa. En Coimbra visitó a sor Lúcia y se detuvo en Fátima, donde le esperaba una multitud de personas. Como estaban ocupadas la Capelinha y la Basílica, san Josemaría fue a la columnata del santuario y rezó una parte del Rosario delante de la primera estación del Via Crucis.

En Lisboa tuvo el día 3 de noviembre una tertulia general, y por la tarde se encontró con sacerdotes de Lisboa y Alentejo. Por la gracia y la energía de sus respuestas, nadie imaginaría su enorme cansancio. Su empeño en dar testimonio de su fe en la Iglesia le llevó a tener más tertulias y encuentros familiares con miembros de la Obra.

Muchas otras veces, que no están registradas, viajó san Josemaría a Fátima: se trataba de peregrinaciones muy particulares, que se decidían al pasar junto a la frontera con Portugal, y que suponían llegar generalmente de noche, para poner determinadas intenciones a los pies de la Virgen.

3. Desarrollo de la labor

Al fallecer el fundador, la labor apostólica se había extendido desde el norte al sur del país, aunque más concentrada en Lisboa, Oporto, Coimbra, Braga y Viseu. Desde estas ciudades se hacían también viajes periódicos a Guarda, Lamego, Leiria y Évora, donde vivían fieles del Opus Dei y muchas personas interesadas en recibir formación y colaborar en la labor apostólica. Se habían ordenado doce sacerdotes, y habían salido para Brasil, Francia y Suiza varios fieles del Opus Dei portugueses. Además, se disponía de cinco casas de retiros y convivencias.

Caminho fue sin duda uno de los más eficaces medios de apostolado de la Obra, al llevar al conocimiento del público el mensaje espiritual de san Josemaría. Como decía un arzobispo de Braga, "fue todo un acontecimiento", una sorpresa que llenó de nueva esperanza y de ánimo a miles de fieles. La editora Aster contribuyó también poderosamente a la renovación doctrinal y ascética del ambiente católico portugués, a través de la difusión de los escritos del fundador (Caminho, O Santo Rosário, Temas Actuais do Cristianismo, Cristo que Passa y otras homilías), y de miembros del Opus Dei (O Valor Divino do Humano, de Jesús Urteaga; Ascética Meditada, de Salvador Canals; Cristãos de Hoje, de Pedro Rodríguez y José Luis Illanes; Fiéis e Leigos na Igreja y O Sacerdote do Vaticano II, de Álvaro del Portillo, etc.), y de muchos otros autores en consonancia con el espíritu de san Josemaría.

Hugo DE AZEVEDO

 «    POU DE FOXÁ, JOSÉ    » 

(Nac. Zaragoza, 28-II-1876; fall. Barcelona, 1947). José Pou de Foxá procedía de una familia de origen mallorquín. Su padre, Antonio Pou Ordinas, fue catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Barcelona. José estudió Derecho en dicha universidad y realizó el doctorado en la de Madrid. Ordenado sacerdote en 1900. Doctor en Filosofía y Letras y en Sagrada Teología, además de en Derecho. Vicario general de Tarragona (1914-1916). Catedrático de Derecho Canónico en la Universidad de Murcia (13-IV-1918), pasó a la de Zaragoza (8-V-1923), a la cátedra de Derecho Romano. En 1939 se le instruyó expediente de depuración por posible acción contraria al régimen político del momento; por Orden del Ministro de Educación Nacional, en 1940 se resolvió su reintegración al servicio activo como catedrático, sin sanción, hasta su jubilación (28-II-1946). Compatibilizó el trabajo universitario con las tareas del ministerio sacerdotal.

En los años en que estudiaba Derecho en la Universidad de Zaragoza, además de la natural relación académica entre alumno y docentes, san Josemaría trabó verdadera amistad con algunos de sus profesores, entre ellos, con José Pou (en cuya asignatura obtuvo matrícula de honor). Más de cien cartas de Pou a san Josemaría (cfr. AGP, serie E, leg. 192 carp. 551 exp. 158) documentan esa amistad, que duró toda la vida y se manifestó en diversas ocasiones, algunas señaladas a continuación.

San Josemaría lo consideraba un "amigo leal y noble y bueno" (AVP, I, p. 226). A él acudió en busca de apoyo moral y de consejo. El Prof. Pou supuso para él una notable ayuda con ocasión de las dificultades encontradas al comenzar su ministerio sacerdotal en la diócesis de Zaragoza. José Pou conocía bien el ámbito de las autoridades diocesanas y del clero, y viendo que san Josemaría "«no tenía campo» en Zaragoza, le aconsejó que se fuese a Madrid" (AVP, I, p. 230), donde podría iniciar el doctorado en Derecho.

Ya en Madrid, san Josemaría impartió clases de Derecho en la Academia Cicuéndez. En ese periodo solía pedir a José Pou que le enviara apuntes de Derecho y otros materiales para sus alumnos de la Academia; éste atendió además en Zaragoza a varios de esos estudiantes cuando acudían desde Madrid a examinarse de diversas asignaturas (Derecho Romano, Historia del Derecho y Economía Política).

José Pou fue uno de los primeros sacerdotes a quienes san Josemaría habló del Opus Dei, y una de las personas a las que el fundador pidió oraciones en los comienzos de la Obra, como se muestra, por ejemplo, en una carta de Pou a san Josemaría (20-XI-1931), en la que le dice que pide a Dios por la tarea que lleva a cabo.

A lo largo de los años se vieron en diversos momentos. A veces el Prof. Pou pasaba algunas semanas en Madrid, y entonces se veían con frecuencia. Solían ir ambos, con el Prof. Carlos Sánchez del Río, a la chocolatería El Sotanillo, en la calle de Alcalá, donde charlaban de temas variados.

También se encontraron en Barcelona en 1937, cuando san Josemaría preparaba el paso de los Pirineos durante la Guerra Civil española. A pesar de los riesgos de la persecución religiosa del momento, buscó a su amigo José, a quien acudió para charlar y recibir el sacramento de la Penitencia. En su breve estancia en esa ciudad, hablaron en bastantes ocasiones.

Como síntesis puede decirse que José Pou fue siempre un amigo fiel y un consejero sincero de san Josemaría. Junto con los profesores Juan Moneva y Miguel Sancho Izquierdo, que también residían en Zaragoza, influyó notablemente en la formación de san Josemaría y, en particular, en que éste llegara a tener una viva mentalidad jurídica, que le fue de especial utilidad en lo referente a la fundación y desarrollo del Opus Dei.

José María LAINA GALLEGO

 «    POVEDA CASTROVERDE, PEDRO    » 

(Nac. Linares, Jaén, 1874; fall. Madrid, 28-VII-1936; canonización: 3-V-2003). Desde muy joven decidió ser sacerdote. En 1888 ingresó en el Seminario de Jaén. Obtuvo una beca para estudiar en el Seminario de Guadix (Granada), donde se ordenó en 1897. Pronto puso en marcha tareas educativas dirigidas a los más desfavorecidos. En 1905 se trasladó a Covadonga. En 1911 redactó Ensayo de un Proyecto Pedagógico para la fundación de una "Institución Católica de Enseñanza". El estudio realizaba un análisis certero de la situación: se estaban perdiendo maestros cristianos en momentos en los que se impulsaba la enseñanza estatal en España y, además, se preveía que el anticlericalismo creciente terminaría por excluir a las órdenes religiosas de la educación. En aquellos años, Poveda había conocido el trabajo que llevaba a cabo la Institución Libre de Enseñanza en la Universidad de Oviedo y consideró que urgía preparar maestros, doctos, buenos pedagogos y cristianos bien formados que pudieran tomar en sus manos el futuro de la educación en España.

Nació así una institución con vida propia, y basada en la espiritualidad y raigambre teológica de santa Teresa de Jesús: la Institución Teresiana. La providencia bendijo esos trabajos con abundantes frutos y en pocos años se pusieron en marcha las Academias de Oviedo (1911) y Linares (1913), el Centro Pedagógico de Cultura Femenina de Linares (1913), la Academia de Jaén (1914) y las residencias femeninas de Jaén y Madrid (1914).

En 1921 san Pedro Poveda fue nombrado miembro de la Capilla Real en Madrid. En 1931, siendo Patriarca de las Indias don Ramón Pérez Rodríguez, fue nombrado Secretario de la Jurisdicción Palatina. También se le confió la organización de las Estudiantes Católicas y de las Juventudes Femeninas Universitarias, pertenecientes a la Acción Católica.

El 4 de febrero de 1931, Josemaría Escrivá de Balaguer acudió al despacho de san Pedro Poveda. En aquel momento, el fundador del Opus Dei necesitaba conseguir un encargo eclesiástico que conllevara la posibilidad de continuar viviendo en Madrid. El Opus Dei había nacido en la capital de España tres años antes y era necesaria la presencia del fundador para desarrollar lo. La entrevista entre Poveda y Escrivá fue breve, pues al descubrir Josemaría Escrivá que el cargo de Capellán de Honor de Su Majestad que se le ofrecía era sólo un nombramiento honorario, sin derechos de residencia en Madrid, decidió no aceptarlo.

A partir de ahí, y a pesar de la diferencia de edad, nació entre ambos sacerdotes una honda amistad humana y espiritual, que Josemaría Escrivá resumía así el 25 de enero de 1938: "Don Pedro no ha influido en la Obra de Dios: lo encontré, cuando llevaba mucho tiempo trabajando. Es verdad que no ha sido el director de mi alma: hace años que lo es el Padre Sánchez. Sin embargo, Dios nos unió de tal manera que fue mi amigo, mi hermano y mi hijo. Yo, para él, también era hermano e hijo" (Apuntes íntimos, n. 1510, 25-I-1938: AVP, II, p. 229, nt. 6). Poco antes de la Guerra Civil, los dos sacerdotes mantuvieron una conversación. Eran momentos, recordaba Mons. Álvaro del Portillo, en los que "parecía inminente el peligro de una persecución violenta contra la Iglesia. Hablaron de la eventualidad de que uno de los dos, o ambos, sufrieran martirio por ser sacerdotes. El Padre me contó que habían llegado a la firme conclusión de que la muerte no interrumpiría su amistad. Aunque uno de los dos muriera, continuaría en el Cielo siendo amigo del otro. (…) Recuerdo cómo lloraba el Padre delante de mí por la muerte de su amigo, mientras me comunicaba la noticia y me describía aquel diálogo" (DEL PORTILLO, 1993, p. 175).

Pedro Poveda fue martirizado el 28 de julio de 1936. Su causa de canonización se inició en 1955. La beatificación tuvo lugar el 10 octubre de 1993, y la canonización el 3 de mayo de 2003, en Madrid.

José Carlos MARTÍN DE LA HOZ

 «    PREDICACIÓN    » 

Es misión de la Iglesia anunciar a todos los hombres el Reino de Dios, predicar la Palabra de salvación, formar y fortalecer a los creyentes en la fe, para cumplir el mandato de Cristo (cfr. Lc 24, 47) de hacer discípulos de todos los pueblos por el Bautismo (cfr. Mt 28, 19). Bautizar y proclamar la Palabra para la conversión son ministerios inseparables, porque el sacramento viene preparado por la Palabra de Dios y por la fe, que es asentimiento a esta Palabra. Como enseña el Concilio Vaticano II, "el pueblo de Dios se reúne, sobre todo, por la palabra de Dios vivo (…); necesita la predicación de la palabra para el ministerio de los sacramentos. En efecto, son sacramentos de fe que procede de la palabra y de ella se nutre" (PO, 4). De este modo la Iglesia "se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el Bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios" (LG, 64). Los sacerdotes desempeñan esta función primaria e insustituible con la predicación, para que todas las almas puedan abrirse al don de la gracia.

1. La predicación de la Palabra de Dios, pasión dominante del sacerdote

San Josemaría poseía un profundo sentido del sacerdocio ministerial y lo entendía como vocación de totalidad que envuelve el ser y la misión del sacerdote: ser instrumento de Cristo en todo momento –no a ratos– y hacerle presente en el mundo, dedicando a ello todas sus fuerzas, siendo, como solía decir, "sacerdote cien por cien" (AIG, 66). Los sacerdotes reciben el sacramento del Orden "para hablar sólo de Dios, para predicar el Evangelio y administrar los Sacramentos. Esa es, si cabe expresarse así, su nueva labor profesional, a la que dedican todas las horas del día, que siempre resultarán pocas: porque es preciso estudiar constantemente la ciencia de Dios, orientar espiritualmente a tantas almas, oír muchas confesiones, predicar incansablemente y rezar mucho, mucho, con el corazón siempre puesto en el Sagrario" (AIG, p. 67). Cuando en los años posteriores al Concilio Vaticano II, que coincidieron con los últimos de la vida de san Josemaría, se difundieron algunas voces confusas sobre la identidad del sacerdote y el valor del sacerdocio ministerial, resumió así la respuesta a tales inquietudes: "ésta es la Identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado" (AIG, p. 72). "Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser" (AIG, pp. 70-71).

El fundador del Opus Dei calificó la tarea de predicar, junto a la de dirigir almas, como "pasión dominante" del sacerdote: "Me produjo alegría lo que decían de aquel sacerdote: «Predica con toda el alma… y con todo el cuerpo»" (F, 967). Él mismo vivió profundamente esa "pasión" y gustaba de ser definido como un sacerdote que no hablaba más que de Dios; su entrega total a la misión recibida de predicar la llamada universal a la santidad a través de las realidades cotidianas le llevó a ejercitarse constantemente en cuerpo y alma en este ministerio, de palabra y por escrito. Desde que recibió la ordenación sacerdotal (1925) y, sobre todo, desde la fundación del Opus Dei (2 de octubre de 1928), san Josemaría fue un incansable predicador de la Palabra de Dios, que bebía en sus fuentes principales: la Sagrada Escritura y los escritos de los Padres de la Iglesia, los textos litúrgicos del Misal y del Breviario Romano y los documentos del Magisterio eclesiástico. Su amor a la Iglesia y su gran afán de almas le movían a hablar con el afán de llevar a todas las personas a Dios, una a una: "puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura" (ECP, 99). Deseaba ardientemente que sus palabras hicieran de los hombres y mujeres almas de oración y de criterio cristiano, a fin de que buscaran la santidad en su vida diaria y fueran fermento de Cristo en la sociedad en la que vivían.

2. Importancia de la predicación para la formación del pueblo cristiano

Predicar la Palabra de Dios es exigencia del mandamiento misionero de Cristo (Mt 28, 18-20): "ahí está señalada la obligación de predicar las verdades de fe, la urgencia de la vida sacramental, la promesa de la continua asistencia de Cristo a su Iglesia. No se es fiel al Señor si se desatienden esas realidades sobrenaturales: la instrucción en la fe y en la moral cristianas, la práctica de los sacramentos. Con este mandato Cristo funda su Iglesia" (AIG, pp. 49-50). Y como este ministerio es absolutamente necesario para el pueblo cristiano, el sacerdote ha de dedicarse a él, como exhorta san Pablo (2Tm 4, 14) porque, de lo contrario, "la conciencia puede culpablemente deformarse, endurecerse en el pecado y resistir a la acción salvadora de Dios. De ahí la necesidad de predicar la doctrina de Cristo, las verdades de fe y las normas morales" (AIG, p. 53). "El sacerdote debe predicar –porque es parte esencial de su munus docendi– cuáles son las virtudes cristianas –todas–, y qué exigencias y manifestaciones concretas han de tener esas virtudes en las diversas circunstancias de la vida de los hombres a los que él dirige su ministerio. Como debe también enseñar a respetar y estimar la dignidad y libertad con que Dios ha creado la persona humana, y la peculiar dignidad sobrenatural que el cristiano recibe con el bautismo" (CONV, 5).

3. Predicación y fidelidad al mensaje de Cristo

El servicio a la Palabra de Dios tiene una dimensión espiritual, que comporta unas actitudes concretas en aquellos que la anuncian. La primera es la fidelidad. El sacerdote es "ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que se busca en los administradores es que sean fieles" (1Co 4, 1-2). Cuando predica la Palabra de Dios lo hace en nombre de Cristo y de su Iglesia, y ha de enseñar, por tanto, sólo y todo lo que Cristo ha mandado enseñar (cfr. PO, 4): esto es lo que los fieles esperan de él; no puede defraudar esos deseos, sino ser portavoz auténtico de la Palabra divina. Y predicará fielmente a Cristo, sólo si tiene vida de oración y estudia la doctrina, en sintonía con el Magisterio de la Iglesia, asegurando que sus palabras no sean eco de otras voces que no son la de Cristo. Además, el sacerdote, si desea ser fiel a tan alto ministerio, no puede ser transmisor pasivo que expone fríamente unos contenidos. Por el contrario, el primer destinatario de las palabras del predicador debe ser el mismo sacerdote; y por eso cuidará de alimentarse continuamente de la lectura y meditación de la Sagrada Escritura.

San Josemaría se esforzaba en su propio ministerio sacerdotal por ir en esa misma dirección: fue toda su vida un apasionado y asiduo lector de la Palabra de Dios. "De hecho desarrolló una espiritualidad estrictamente bíblica" (HAHN, 2002, p. 376). Tanto cuando hablaba como cuando escribía, la Escritura no era nunca para él "un texto para la erudición, ni un lugar común para la cita. Cada versículo ha sido meditado muchas veces y, en esa contemplación, se han descubierto luces nuevas, aspectos que durante siglos habían permanecido velados. La familiaridad con Nuestro Señor, con su Madre, Santa María, con San José, con los primeros doce Apóstoles (…) es algo vivo, consecuencia y resultado de un ininterrumpido conversar, de ese meterse en las escenas del Santo Evangelio para ser un personaje más" (DEL PORTILLO, 1979, p. 12). "Su doctrina, amable y esforzada, es para vivirla en medio del trabajo, en el hogar, en las relaciones humanas, en todas partes (…). Lo directo de las expresiones, la viveza de las imágenes, llegan a todos, por encima de las diferencias de mentalidad y cultura. Aprendió en la escuela del Evangelio: de ahí su claridad, ese herir en lo hondo del alma; el talante para no pasar de moda, por no estar en la moda" (DEL PORTILLO, 1980, p. 12).

Cuando comenta los textos sagrados, se nota que antes los ha leído y oído en su interior: "Al abriré el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. –El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: «Señor, ¿qué quieres que yo haga?…» –¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. –Así han procedido los santos" (F, 754).

"¿Quieres acompañar de cerca, muy de cerca, a Jesús?… Abre el Santo Evangelio y lee la Pasión del Señor. Pero leer sólo, no: vivir. La diferencia es grande. Leer es recordar una cosa que pasó; vivir es hallarse presente en un acontecimiento que está sucediendo ahora mismo, ser uno más en aquellas escenas" (VC, IX Estación). A esta actitud él la llama "meterse en la escena", "ser un personaje más" para que la Palabra de Dios interpele y mueva al diálogo personal con Él (cfr. AD, 223). Por eso, san Josemaría animaba a los sacerdotes a pedir luces al Espíritu Santo, para ser sólo instrumentos del Paráclito que actúa en el interior de los oyentes. Estaba convencido de que, de las palabras de Jesucristo bien expuestas, claras, dulces y fuertes, llenas de luz, puede depender la resolución del problema espiritual de un alma que escucha, deseosa de aprender y determinarse a seguir a Cristo.

4. "Don de lenguas"

En su predicación, el sacerdote "debe presentar la palabra de Dios no sólo de manera abstracta y general, sino aplicando la verdad perenne del Evangelio a las circunstancias concretas de la vida" (PO, 4), lenguaje vivo y ardiente, de manera que quienes la escuchen se sientan movidos a practicarla, con la ayuda de la gracia de Dios, según la expresión clásica agustiniana, "ut veritas pateat, veritas placeat, veritas moveat": la doctrina en su contenido ha de llegar a las inteligencias de modo que la verdad conocida sea agradable y pueda mover a la conversión, como espada de doble filo (cfr. Hb 4, 12). Por tanto, los sacerdotes han de tener ciencia y ejercitarse con esmero en este ministerio, poniendo todos los medios a su alcance para hacerse entender. "La predicación, la predicación de Cristo «Crucificado», es la palabra de Dios. Los sacerdotes han de prepararse lo mejor que puedan, antes de ejercer tan divino ministerio, buscando la salvación de las almas" (F, 966). San Josemaría se esforzaba personalmente en hacer lo que recomendaba: estudio constante de la teología, ahondar en las verdades de fe, lecturas literarias e históricas, vida de oración y presencia de Dios a través de la cual sacaba punta sobrenatural a lo más ordinario: "Yo lo que quiero es tener fijos y claros todos los argumentos de la buena doctrina; por eso repaso los tratados tradicionales de teología. También leo literatura, porque las palabras son el ropaje: fides ex auditu (Rm 10, 17). Hay que dar doctrina, buena doctrina, y presentarla a los ojos de los hombres con un aspecto agradable. Los argumentos tradicionales cabe revestirlos literariamente, cabe exponerlos sin vulgaridad, pero vulgarizando" (VÁZQUEZ DE PRADA, 1983, p. 441).

En cuanto al esfuerzo por hacerse entender, la predicación oral y escrita de san Josemaría tenía como característica su lenguaje sencillo, adaptado a los oyentes, con altura teológica y, a la vez, con amenidad, salpicado de ejemplos gráficos y anécdotas, sazonado a veces de buen humor, a fin de captar la atención y hacerse entender. Gran conocedor de la lengua castellana, hacía un uso muy apropiado de palabras y giros, que daban elegancia a su predicación. A todo lo anterior lo denominaba tener "don de lenguas" (S, 430), que pedía cada día a Dios para él y para los demás (cfr. S, 899). No era amigo de un estilo de predicación inclinado a grandilocuencias, adjetivos, frases largas y solemnes por las que se filtra la fácil tentación del propio lucimiento. Escribía como hablaba, y viceversa, con llaneza y sencillez.

Insistía mucho a los sacerdotes en que la eficacia de sus palabras –en la predicación, en la celebración de los sacramentos, en la dirección espiritual y en el trato con las personas– proviene del mismo principio: de prestar su voz al Señor y de estar muy unidos a Él para poder comunicar la doctrina de Cristo como fruto de la propia vida interior; sólo así la Palabra predicada será rico alimento espiritual para todos, acomodado a sus necesidades y circunstancias.

Como todos los santos, san Josemaría no sólo escuchó la Palabra de Dios, sino que la vivió. Se puede decir que su ministerio, especialmente su predicación, fue "como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios" (VD, 48). La realidad de que la vida de los santos sea una interpretación profunda de la Escritura se realiza plenamente "en san Josemaría Escrivá y su predicación sobre la llamada universal a la santidad" (ibídem). En efecto, su vida y predicación fueron un servicio a la Palabra de Dios precisamente en este punto central: proclamar que todos los bautizados están llamados a la santidad para que, según los designios divinos, la Palabra de Dios se haga vida en el mundo.

Rafael ARCE GARGOLLO

 «    PREDICACIÓN DE SAN JOSEMARÍA    » 

Una de las tareas específicas del sacerdote es el anuncio de la Palabra de Dios en sus diversas formas: catequesis para la recepción de los sacramentos, homilías en los actos litúrgicos, pláticas y meditaciones para fomentar la vida cristiana, charlas y lecciones encaminadas a mejorar la formación doctrinal de los oyentes, etc.

Desde el comienzo de su actividad sacerdotal, san Josemaría se dedicó con esfuerzo a esta tarea. Al principio, sobre todo, en las iglesias que atendió por algún tiempo y en el Patronato de Enfermos de Madrid, del que era capellán. Más adelante, desde que recibió la misión de fundar y desarrollar el Opus Dei, su predicación se dirigió preferentemente a las personas que se ponían en contacto con la Obra, pero nunca dejó de transmitir la Palabra de Dios a muchas otras. Hubo épocas en que su predicación, sobre todo a los sacerdotes, fue especialmente abundante fuera del ámbito del Opus Dei. A partir de 1970 y hasta el final de su vida, reservó un tiempo importante para llevar la Palabra de Dios a fieles laicos de las más diversas situaciones, en varios países de Europa y América.

1. Predicación a todo tipo de personas

La predicación de san Josemaría tuvo como destinatarios a los cristianos en general, a sacerdotes, religiosos y religiosas y, especialmente, como es lógico, a fieles del Opus Dei y a otras personas que se ponían en relación con la Obra.

En los primeros años de sacerdocio se centró en las personas con quienes entraba en contacto al atender los diversos encargos pastorales que recibía: regente de las parroquias de Perdiguera y Fombuena, capellán de san Pedro Nolasco en Zaragoza, capellán del Patronato de Enfermos en Madrid, rector de la iglesia de Santa Isabel y capellán de las Religiosas Agustinas que la cuidaban. Destinatarios de su celo pastoral fueron, pues, los niños que se preparaban para la primera Confesión o la primera Comunión, los adultos con ocasión del cumplimiento pascual, las religiosas del Monasterio de Santa Isabel y las personas que acudían a aquella iglesia.

Entre 1927 y 1931, aparte de la ingente labor de catequesis con los niños de las escuelas promovidas por las Damas Apostólicas desde el Patronato de Enfermos, ejerció poco el ministerio de la Palabra: su trabajo pastoral y las licencias ministeriales orientaban su tarea hacia otros campos. Aun así, en junio de 1930 dirigió una vibrante plática a varios centenares de obreros, durante una misión popular en la Capilla del Obispo, junto a la iglesia de San Andrés; fue el primer sermón público de san Josemaría en Madrid. "La situación cambió en 1932, fecha a partir de la cual encontramos guiones de predicación (…). Los más antiguos, es decir, los correspondientes a los primeros años treinta, son guiones de meditaciones o pláticas predicadas en el Patronato de Santa Isabel o, en otros casos, a las teresianas, a cuyo fundador, san Pedro Poveda, conoció en 1931, quedando ligados por una honda amistad" (ILLANES, 2009, p. 228). Ese sentido de amistad le movió –de acuerdo con las orientaciones de Josefa Segovia, la primera Directora General de la Institución Teresiana– a ofrecer sus servicios sacerdotales a las teresianas en los frecuentes viajes que realizó por España durante los años 1938-1939.

Una vez terminada la Guerra Civil (1936-1939), se multiplicaron las invitaciones de las autoridades eclesiásticas para que ejercitara el ministerio de la Palabra. Además de predicar ejercicios espirituales a sacerdotes y religiosos –de lo que nos ocuparemos más adelante– fue llamado en varias ocasiones a ayudar en la formación espiritual de miembros de la Acción Católica (en sus ramas masculina y femenina), de miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, o de profesores de enseñanza media y universitaria. A esto es preciso añadir la atención de las religiosas que solicitaban sus servicios. Están documentados unos ejercicios espirituales, en 1938, a las que atendían el Palacio episcopal de Vitoria, y pláticas a muchas otras religiosas que se ocupaban de los seminarios o de las casas de ejercicios adonde san Josemaría iba para dirigir retiros espirituales. En esas ocasiones, las religiosas solían pedirle que les predicara una meditación; solicitud que san Josemaría acogía siempre de buen grado.

2. Predicación a sacerdotes en los años 1939 a 1946

Merece una consideración especial la intensa labor de predicación de ejercicios espirituales que san Josemaría desarrolló entre seminaristas, sacerdotes y religiosos de toda España, por los años 1939 a 1946; es decir, desde el final de la Guerra Civil hasta su traslado a Roma.

Un testigo de excepción es Mons. Santos Moro, obispo de Ávila, que lo trató de cerca por aquellos años: "La confianza que tenía en el espíritu sacerdotal de don Josemaría –escribió a los pocos años del fallecimiento del fundador de la Obra– y la seguridad en el bien que su palabra haría a los sacerdotes de Ávila, me llevó a encargarle –junto con otro sacerdote– de las tandas de ejercicios espirituales para el clero, que organizamos al terminar la Guerra Civil española. Eran momentos muy importantes para organizar la diócesis, agrupar al clero alrededor del obispo y unirlo en auténtica fraternidad. Yo estuve presente, como es natural, y como resumen de aquellos días puedo destacar la fuerza que tenía la predicación de aquel sacerdote joven, que hablaba de lo que él mismo vivía: de las virtudes teologales, la Fe, la Esperanza y la Caridad, hechas obras en las cosas menudas de cada día" (Santos MORO, "Hablaba de lo que él mismo vivía", Diario de Ávila, 6-X-1978: SERRANO, 1992, p. 159).

Están documentadas más de veinte tandas, algunas con más de un centenar de asistentes (cfr. AVP, II, pp. 723-729). Millares de presbíteros escucharon su palabra vibrante y sacerdotal, con la que infundía en sus almas deseos de aspirar a la santidad y ánimos para recomenzar la tarea.

También se prodigó san Josemaría en la predicación de ejercicios espirituales a varias comunidades de religiosos (Jerónimos, Escolapios, Agustinos). Tuvieron especial resonancia los predicados en el coro alto del Monasterio de El Escorial a los Agustinos, en octubre de 1944. Dos semanas más tarde, el provincial, P. Carlos Vicuña, luego de recoger pareceres y comentarios de los asistentes, escribía a Mons. Álvaro del Portillo las siguientes líneas: "Todos coinciden en que superó todas las esperanzas y satisfizo plenamente los deseos de los Superiores; ahora esperamos de Dios que el fruto sea muy abundante. Todos sin excepción (Padres, teólogos, filósofos, hermanos y aspirantes) estaban pendientes de sus labios, sin respirar, como suele decirse; sus conferencias de 30 y 35 minutos les parecían sólo de diez" (AVP, II, p. 646). No conocían aquellos frailes agustinos que, en esos momentos, san Josemaría tenía una fiebre muy alta, causada por una fuerte infección en el cuello que le supuraba constantemente, probable consecuencia de la fuerte diabetes que, sin saberlo aún, padecía (cfr. AVP, II, pp. 646-647).

Varios de los que asistieron a esos ejercicios tomaron apuntes de las pláticas y meditaciones, que conservaron y meditaron durante toda la vida. El P. Félix Carmona, O.S.A., anota que aquello "fue una gracia muy grande. Creo que conocí a un «santo de altar», a un «santo canonizable», como él –con tanta firmeza– nos decía que habíamos de ser. El impacto de su extraordinaria espiritualidad no se ha borrado con los años. Hice mis apuntes de cada una de las meditaciones y los he repasado algunas veces. Aún los conservo a lápiz, como los escribí entonces" (Félix CARMONA, O.S.A., "Un santo de nuestro tiempo", La buena esperanza, Ecuador, mayo-junio de 1976: SERRANO, 1992, p. 43). Así escribía un año después del fallecimiento de san Josemaría. Más adelante hizo imprimir esas notas.

San Josemaría desarrolló esta extensa e intensa labor prácticamente hasta su traslado a Roma, en 1946-1947, fecha a partir de la cual su vida y sus ocupaciones cambiaron. Predicaba, vale la pena anotarlo, sin cobrar estipendios. "Contra lo que era costumbre general –testimonia el P. Silvestre Sancho, O.P.–, jamás solicitó retribución alguna por esta labor con sacerdotes: no sólo no quería cobrar nada, sino que tampoco aceptaba regalos y además se costeaba personalmente los viajes. Desarrollaba este trabajo pastoral sin ruido, calladamente, yendo de acá para allá de modo incansable. Algunas veces, a su regreso, hablábamos de los conocimientos que había hecho en esas «escapadas» de Madrid. Esas conversaciones siempre me dejaron el convencimiento del enorme alcance de su labor con sacerdotes; muchos miles de almas se beneficiarían luego de la piedad y del celo que don Josemaría había sabido infundir en sus pastores. Sólo Dios puede valorar este silencioso servicio a la Iglesia" (Silvestre SANCHO, O.P., "Mi testimonio sobre Monseñor Escrivá de Balaguer", El Noroeste, Gijón, 26-VI-1979: SERRANO, 1992, pp. 193-194).

3. Predicación a fieles del Opus Dei y a personas relacionadas con su apostolado

San Josemaría se sirvió, en la labor específica del Opus Dei, de los modos más diversos para transmitir formación cristiana a las personas que reunía a su alrededor. Como, durante varios años, no dispuso de un lugar para las clases, las reuniones –siempre en pequeños grupos– se tenían en cualquier sitio que ofreciese las mínimas condiciones: un bar, a horas poco frecuentadas; un rincón de un parque público, si el clima lo permitía; una salita prestada por unas religiosas; el cuarto de estar de la casa de su madre… Se desarrollaban como las tertulias de sobremesa de una familia o las reuniones de amigos que, en un ambiente sencillo, charlan de los temas más variados. San Josemaría aprovechó esa institución de las tertulias, frecuentes en el ámbito civil, para derramar doctrina a manos llenas. Desde muy pronto constituyeron –junto con las pláticas y las meditaciones– su medio favorito para formar a los fieles del Opus Dei y a quienes se acercaban a la labor de la Obra. "Puede considerarse que las tertulias (…) fueron una pieza fundamental, si es lícito hablar así, de su «estrategia» apostólica" (LOARTE, 2007, p. 222).

a) Predicación en los años inmediatamente sucesivos a la fundación del Opus Dei (1933-1939)

La primera predicación por así decir "formal", en el marco de la labor específica del Opus Dei, tuvo lugar el 21 de enero de 1933, en unas habitaciones que unas religiosas le facilitaron en el Asilo de Porta Coeli; en aquella ocasión le cedieron también el uso de la capilla. Nacieron entonces las clases de formación cristiana para gente joven, que tantos frutos han dado y continúan dando en todo el mundo. Son también de esta época algunos retiros y charlas en unos locales de la iglesia del Perpetuo Socorro, regentada por los Redentoristas. En lo que se refiere a su predicación a mujeres, consta que les dirigió meditaciones y charlas en la iglesia de Santa Isabel (cfr. Illanes, 2009, p. 225).

En cuanto fue posible disponer de sedes específicas para la labor apostólica, la predicación de san Josemaría comenzó a desarrollarse en esos lugares; a partir de 1934 en la Residencia DYA y luego en muchos otros sitios. Naturalmente, dirigía las pláticas y homilías en el oratorio del Centro. Nunca abandonó sin embargo, ese modo tan suyo –las "tertulias" –, en las que con naturalidad y, en el contexto de una conversación sencilla, hacía llegar a muchas personas la doctrina de Cristo.

Se han conservado bastantes guiones de la predicación de san Josemaría en esta época, aunque muchos otros se han perdido. A veces las referencias son sólo indirectas: cartas de los residentes, párrafos en los diarios de los Centros y, en ocasiones, un sencillo esquema de la charla. "Muy pronto, los que le escuchaban comenzaron a tomar nota de sus conversaciones, que tanto les ayudaban a crecer en vida espiritual; no lo hacían mientras hablaba, sino más bien al terminar la reunión. Después (…) las releían, las meditaban, las prestaban a los ausentes. Y no era raro que se hiciesen copias, que pasaban de mano en mano" (Loarte, 2007, p. 223).

La primera documentación relativamente completa sobre la predicación en el ámbito específico del Opus Dei se remonta al año 1937, durante los meses que vivió refugiado en el Consulado de Honduras en Madrid, huyendo de la persecución religiosa. "Durante los meses pasados en la Legación, el fundador del Opus Dei hacía con frecuencia la oración en voz alta dirigiéndose al pequeño grupo de los que le acompañaban. De ordinario esa predicación tenía lugar por las mañanas, sea durante un rato de oración que precedía a la Misa que a continuación celebraba san Josemaría, sea como introducción inmediata a la Comunión eucarística. En otras ocasiones tenía lugar por la noche, antes del tiempo de descanso" (Illanes, 2009, p. 226).

"Uno de los jóvenes que compartían con él ese tiempo de refugio, Eduardo Alastrué, era persona de gran memoria, lo que le permitió transcribir, de modo resumido, esas meditaciones al poco de ser predicadas. Obtenida la previa autorización de san Josemaría, estos resúmenes se hacían llegar, con el cuidado que reclamaba la situación de persecución religiosa que reinaba en la capital de España durante ese tiempo, a los miembros del Opus Dei que se encontraban en otros lugares de Madrid e incluso en Valencia. Buena parte de esas meditaciones –cincuenta en total– se han conservado. La primera data del 6 de abril de 1937; la última del 30 de agosto del mismo año. Los temas son muy variados, aunque predominan, como es lógico, dadas las circunstancias, las referencias a la confianza en Dios, a la comunión de los santos, a la oración, al afán de acercar almas a Cristo, a la perseverancia" (ibídem).

Cuando, el 31 de agosto de 1937, pudo abandonar por fin aquel refugio, san Josemaría amplió el radio de acción ejercitando clandestinamente su labor ministerial. Desempeñó su ministerio pastoral, corriendo graves riesgos. Por ejemplo, predicó un curso de retiro en Madrid al que asistieron varias personas. Se lo anunciaba a los miembros de la Obra en unas líneas fechadas el 10 de septiembre, escritas en tercera persona y "en clave", para eludir la posible censura si la carta llegaba a ser interceptada: "En estos días –escribe– pretende (…) dar unas conferencias, como las que daba en su casa con paseítos por la azotea [alusión a los retiros espirituales en la Residencia de Ferraz]. Asegura que tendrá escuchándole hasta siete o nueve catedráticos" (AVP, II, p. 133)

Uno de los biógrafos relata cómo se desarrollaron esos ejercicios. "La primera plática la tuvieron el 20 ó 21 de septiembre, por la mañana (…). Aquellas reuniones de un grupo de hombres jóvenes, ya fuese en casa ya en la calle, por fuerza habían de llamar la atención de la gente o de los porteros encargados del control de las viviendas. Así, pues, el Padre repartió las meditaciones a distintas horas, y en distintos sitios, durante los tres días que duraron aquellos ejercicios espirituales (…). El sacerdote, después de dar la media hora de meditación matinal, los puntos de examen y hacer algunas indicaciones, salía de la casa. Y los ejercitantes, escalonadamente, se iban a la calle o al parque del Retiro, a continuar sus reflexiones ambulantes, o concentrarse en el rezo del rosario. Por la tarde, en hora y lugar convenidos de antemano, tenían otra meditación" (AVP, II, p. 142).

b) Predicación hasta el momento de su marcha a Roma (1939-1946)

Con el paso a Burgos, primero, y con la llegada de la paz, después, san Josemaría recobró la libertad de movimientos. En el hotel donde residió en Burgos, y luego en los Centros de la Obra que comenzaron en Madrid y en otras ciudades, su formación y predicación a los fieles del Opus Dei y a quienes se acercaban a la labor de la Obra tomó nuevo impulso.

Una de las primeras tareas que llevó a cabo, en Burgos, fue restablecer el contacto con las personas que acudían por la Residencia DYA antes del conflicto. Fue una labor paciente, que le permitió rehacer el archivo con las direcciones de bastantes personas, sobre todo estudiantes. A partir de entonces recibió a muchos en la ciudad donde residía temporalmente y realizó innumerables viajes a otros lugares de la geografía española, para atenderlos en sus necesidades espirituales.

Con el regreso a Madrid, en abril de 1939, san Josemaría recomenzó a pleno ritmo su labor sacerdotal en el Opus Dei. La Residencia de la calle Jenner y los demás Centros que se fueron abriendo (también para la labor entre las mujeres) en diversas ciudades le permitieron darse de lleno a la predicación con meditaciones y pláticas, días de retiro, ejercicios espirituales y, cómo no, con las familiares tertulias de tanta raigambre en la historia del Opus Dei.

c) Predicación desde el traslado a Roma (1946-1975)

El 23 de junio de 1946 llegó san Josemaría por primera vez a Roma. Consideró que en esta ciudad debería estar su domicilio, así como el del gobierno central de la Obra, aunque por un tiempo parte de sus organismos continuaron en España. El propio san Josemaría, entre la fecha mencionada y la primavera de 1949, momento en que pudo completar su instalación en la Ciudad Eterna, tuvo que dividir su vida entre Roma y Madrid, con estancias periódicas en uno y otro sitio.

Durante los meses que pasó en España, entre 1946 y 1949, predicó en repetidas ocasiones a miembros de la Obra, y en otros muchos momentos se entretuvo con ellos en conversaciones familiares. Algunas de esas meditaciones, pláticas o tertulias fueron tomadas en magnetofón. Al trasladarse establemente a Roma, las grabaciones se interrumpieron: las diferentes condiciones de vida -los edificios destinados a ser la sede central del Opus Dei estaban en obras- y la carencia con que se vivía en la Ciudad Eterna lo hicieron necesario. No cesó en cambio la predicación de san Josemaría; al contrario, se incrementó notablemente gracias a le erección en 1948 del Colegio Romano de la Santa Cruz, y en 1953 del Colegio Romano de Santa María. Estos dos Centros – el primero para varones, el segundo para mujeres– tenían como objetivo ofrecer una intensa formación en la doctrina católica y en el espíritu específico del Opus Dei, con el fin de preparar personas que luego pudieran llevar la Obra a diferentes países; en el caso del Colegio Romano de la Santa Cruz, también para formar a quienes habrían de recibir la ordenación sacerdotal. Se iniciaba así lo que el fundador llamaba "la batalla de la formación": se dio de lleno a la predicación utilizando los medios habituales (meditaciones, retiros, ejercicios) y las tertulias. Yo mismo, durante los once años que viví y trabajé muy cerca de san Josemaría en Roma, soy testigo de su dedicación incansable a la formación de sus hijos.

"La existencia de grupos de fieles de la Prelatura que se encontraban en Roma con conciencia de estar en un periodo de formación cerca del Fundador, hizo que la costumbre de tomar nota de su predicación se convirtiera en una realidad estable, en una verdadera tradición" (Loarte, 2007, pp. 223-224). Como todavía no era posible grabar, quienes escuchaban la predicación de san Josemaría no se resignaban a que se perdieran sus palabras. "Sea individualmente sea de forma organizada, se arbitraron medios con ese fin. En los dos Colegios Romanos no tardaron en constituirse equipos, formados por personas de escritura rápida o con conocimientos de taquigrafía, que se encargaban de tomar nota durante las meditaciones o tertulias, reuniéndose luego para confrontar los diversos apuntes hasta llegar a recopilaciones con un alto grado de exactitud" (Illanes, 2009, p. 239). Ese trabajo ha hecho posible reunir, hasta el momento, ciento quince recopilaciones de meditaciones o pláticas, contando sólo el periodo comprendido entre 1950 y 1959. El número de tertulias en ese mismo tiempo es muy superior. La progresiva difusión y mayor calidad de los medios técnicos (magnetofones, filmaciones en película o vídeo, etc.) permitió mejorar la fidelidad de los textos recogidos de la predicación oral del fundador.

Esta abundante predicación de la Palabra de Dios constituye el humus en el que se gestó gran parte de su obra escrita. Las colecciones de homilías sobre el año litúrgico y sobre las virtudes cristianas (agrupadas en los libros Es Cristo que pasa y Amigos de Dios), son fruto en buena parte de la predicación del fundador. Como expresa un estudioso de estas cuestiones, "san Josemaría parte de su predicación oral, sea de una meditación u homilía de la que se conservaban apuntes del texto completo, sea de una minuta o borrador. En todos los casos, el texto fue ampliamente revisado por el autor, completando frases o ideas, añadiendo citas de la Sagrada Escritura o de Padres de la Iglesia, ampliando algunos temas…" (Illanes, 2009, p. 262).

A partir de 1960, "san Josemaría realizó diversos viajes que dieron ocasión a una evolución en su predicación, por lo que a las tertulias se refiere: estamos ya ante reuniones no con un número pequeño de personas, sino con grandes grupos (en ocasiones, millares de personas), pero en las que se mantenía el tono coloquial y familiar que presidió estos encuentros desde los orígenes del Opus Dei. Así ocurrió con las reuniones que mantuvo en España en los años 1960, 1964 y 1967, con ocasión de eventos relacionados con la Universidad de Navarra; en las tertulias en México, en el año 1970, con motivo de la visita que hizo a la Virgen de Guadalupe; y en los viajes de catequesis realizados en los últimos años de su vida por la Península Ibérica (año 1972) y por Latinoamérica (años 1974 y 1975). Y también en los encuentros con grupos de jóvenes relacionados con la labor apostólica del Opus Dei, que desde 1968 comenzaron a acudir a Roma para celebrar la Semana Santa cerca del Papa, a los que san Josemaría recibía con agrado" (LOARTE,2007, p. 224).

Los viajes de catequesis desde 1972 a 1974 constituyeron un testimonio de particular riqueza sobre la predicación de san Josemaría, sea en general, sea en referencia al momento histórico en que se sitúan. Son merecedores de un estudio amplio, pero como tienen voz propia en este Diccionario, aquí podremos reducirlos a las breves consideraciones realizadas.

4. El estilo de la predicación de san Josemaría

La predicación de san Josemaría fue innovadora. En primer lugar, por el contenido, ya que al predicar el espíritu del Opus Dei difundía aspectos del Evangelio en muchos ámbitos poco conocidos o incluso ignorados (la llamada universal a la santidad, la santificación del trabajo, el amor al mundo, la comprensión del matrimonio como vocación cristiana, etc.). Pero también por el modo como la propuso. A juzgar por los testimonios que poseemos, la predicación de san Josemaría sonaba a sus oyentes muy distinta de la retórica sagrada en uso. Lo sintetizaba en el consejo que daba a los sacerdotes: que, al predicar, trataran de hacer oración personal. Lo mismo enseñaba a los oyentes: la oración ha de ser, ante todo, diálogo personal con el Señor. "Cuando me dirijo a vosotros –decía, por ejemplo, al comenzar una meditación–, cuando conversamos todos juntos con Dios Nuestro Señor, sigo en alta voz mi oración personal: me gusta recordarlo muy a menudo. Y vosotros habéis de esforzaros también en alimentar vuestra oración dentro de vuestras almas" (AD, 39).

Mons. Álvaro del Portillo, en el prólogo a Es Cristo que pasa, resume en tres las características de la predicación de san Josemaría: profundidad teológica; conexión inmediata entre la doctrina del Evangelio y la vida del cristiano corriente; lenguaje directo, sencillo, de una amenidad inconfundible (cfr. ECP, pp. 12-14). Preparaba las meditaciones y homilías teniendo en cuenta los destinatarios concretos, para adaptarse a su situación. Y pedía al Espíritu Santo el "don de lenguas" para hacerse entender; un "don de lenguas" que no consistía en el carisma sobrenatural de que habla el Nuevo Testamento, sino en la capacidad de hacer llegar su mensaje a las almas de los que le escuchaban.

Al exponer las ideas y consejos que eran fruto de su oración y de su vida, imitaba el modo de proceder de Nuestro Señor: la parábola. Quizá sea éste "el recurso literario y espiritual más característico de Josemaría Escrivá como predicador", apunta un estudioso, que añade: "El hombre no puede pensar sin imagen (…). De acuerdo con nuestra constitución humana, entendemos mejor la idea (…) cuando es «idea encarnada», tropo, ejemplo, idea-imagen (…). El hecho se refuerza por la modalidad precisa de la predicación de Cristo mismo: hablaba a las muchedumbres en parábolas. Los más altos misterios del Reino eran revelados por su boca en el lenguaje de los sucesos cotidianos de sus oyentes (…). Josemaría Escrivá se conmovía ante esta condescendencia verbal de Jesús, comentaba sin cesar sus parábolas, y… discurría las suyas propias" (IBÁÑEZ LANGLOIS, 2002, pp. 95-96).

El P. Cornelio Fabro, en un libro que lleva por título El temple de un Padre de la Iglesia, comparó a san Josemaría con los antiguos predicadores y escritores cristianos, por la profundidad de su doctrina y la claridad con que la exponía en su predicación y en sus escritos. "El estilo ha sido siempre un medio de esencial eficacia para la homilética, la pastoral y la apologética. Las obras de los grandes santos –escribe el P. Fabro– suelen ser precisamente obras de gran altura literaria (…). El estilo de Escrivá de Balaguer es de gran valor. Es un estilo suelto y claro, a la vez conciso e imaginativo, que usa de la gran prosa para exponer los principios, y de las delicadas alusiones a los más íntimos movimientos del alma. En el plano literario, considero estos escritos, y especialmente los dos volúmenes de homilías, un modelo del género, que puede compararse con los grandes escritos del Siglo de Oro español, leídos y admirados por él" (FABRO, 2002, p. 59).

A la misma conclusión llega José Miguel Ibáñez Langlois, que fue testigo de la predicación de san Josemaría en Roma. Después de advertir que el discurso oral y el discurso escrito poseen diferentes reglas de construcción, el crítico literario chileno señala: "En virtud de esa dualidad, son contados los hombres de letras que «escriben como hablan» –con viveza coloquial–, y contados son también los que «hablan como escriben»: con rigor a la vez sintáctico e intelectual. Menos aún -contadísimos- son los que cumplen ambas proezas a la vez: escribir como hablando y hablar como escribiendo" (IBÁÑEZ LANGLOIS, 2002, p. 94). Y, exponiendo su directa experiencia en la tarea de transcribir las palabras del fundador del Opus Dei, en la que participó durante su estancia en Roma, añade: "Como tantos otros, me asombré siempre con auténtico pasmo del rigor sintáctico, formal e intelectual del resultado transcrito: un lenguaje perfecto –y un pensamiento orgánico– sin dejar por eso de ser coloquial y espontáneo. Aun los más letrados suelen hablar «en borrador»: él hablaba «en limpio». Siempre" (IBÁÑEZ LANGLOIS, 2002, p. 95).

Esa facilidad para llegar a los oyentes, cualesquiera fuesen su formación cultural y religiosa, era fruto de la gracia divina, pero también del empeño por expresarse con claridad y de manera agradable. Se trataba, ciertamente, de una cualidad otorgada por el Señor, pero san Josemaría se esforzó por desarrollarla desde joven mediante lecturas de los clásicos castellanos y de los Padres de la Iglesia. Este binomio –invocación confiada al Paráclito y exigente preparación– da razón de los abundantes frutos espirituales que cosechaba en su predicación. Su palabra, engarzada en expresiones certeras de la lengua, producía "una serie de efectos de cercanía y viveza que ponen de relieve, por una parte, la claridad y la fuerza de las cosas que se dicen; y, por otra, la normalidad, la referencia a la gente corriente, aunque el tema sea siempre santidad heroica. La aplicación personal es entonces más profunda, íntima, exigente, concreta" (ALONSO SEOANE, 2002, p. 165).

Lo atestigua el P. Félix Carmona, O.S.A., a propósito de los ejercicios espirituales a los que asistió en El Escorial, de los que ya se ha hablado. Escribe: "Las anécdotas y ejemplos tremendamente gráficos con que ilustraba su exposición doctrinal quedan más en mi recuerdo que en mis apuntes. Empleaba un estilo directo, muy bíblico, y con interpretación muy práctica de la Palabra de Dios. Solía hablar en singular y ayudaba a fijar la atención con el reclamo al planteamiento personal o el recurso a la anécdota" (Félix CARMONA, "Un santo de nuestro tiempo"… cit.: SERRANO, 1992, p. 44).

Esta descripción es un eco fiel del modo de predicar de san Josemaría, como se pone de manifiesto en el siguiente párrafo de una de sus homilías. Tras hacer una serie de preguntas comprometedoras para el auditorio, explica: "Es necesario empezar por convencerse de que Jesús nos dirige personalmente estas preguntas. Es Él quien las hace, no yo. Yo no me atrevería ni a planteármelas a mí mismo. Estoy siguiendo mi oración en voz alta, y vosotros, cada uno de nosotros, por dentro, está confesando al Señor: Señor, ¡qué poco valgo, qué cobarde he sido tantas veces! ¡Cuántos errores!: en esta ocasión y en aquélla, y aquí y allá. Y podemos exclamar aún: menos mal, Señor, que me has sostenido con tu mano, porque me veo capaz de todas las infamias. No me sueltes, no me dejes, trátame siempre como a un niño. Que sea yo fuerte, valiente, entero. Pero ayúdame como a una criatura inexperta; llévame de tu mano, Señor, y haz que tu Madre esté también a mi lado y me proteja. Y así, possumus!, podremos, seremos capaces de tenerte a Ti por modelo" (ECP, 15).

Para concluir, recojo el comentario de uno de los obispos españoles que fueron testigos de la predicación de san Josemaría a los sacerdotes. "Mons. Álvaro del Portillo –refiere el actual Prelado del Opus Dei– recordaba un comentario de don Luciano Pérez Platero, que sería con el tiempo Arzobispo de Burgos. Cuando era Obispo de Segovia, asistió a un curso de retiro para el clero y, al final, se sintió obligado a pronunciar unas palabras de agradecimiento al predicador. Entre otras cosas dijo: «Don Josemaría siempre hiere; unas veces con espada toledana; otras, con bomba de mano»" (Javier ECHEVARRÍA, "Conferencia al clero de Valencia", 5-11-2010, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 50 [2010], p. 108).

Es un modo muy acertado de expresar la eficacia de la palabra de san Josemaría. Esa palabra sigue viva, gracias a sus escritos y a las filmaciones de sus reuniones con tantas personas.

José Antonio LOARTE

 «    PRELADO DEL OPUS DEI    » 

La voz "Prelado" nos remite a la configuración jurídica del Opus Dei como Prelatura personal, configuración que san Josemaría intuía y deseaba, pero que no llegó a ver culminada en su vida aquí en la tierra porque falleció en 1975 y el Opus Dei fue erigido en Prelatura personal en 1982. La erección de una prelatura personal implicaba el nombramiento como Prelado de quien hace cabeza en el Opus Dei.

1. Introducción: un apunte histórico- biográfico

En 1962, san Josemaría presentó al beato Juan XXIII una solicitud para la revisión del estatuto jurídico del Opus Dei entonces vigente. En relación con esa revisión, el fundador hacía constar: "La configuración jurídica que entreveía, incluso desde 1928, era algo semejante a los Ordinariatos o Vicariatos castrenses, compuestos de sacerdotes seculares, con una misión específica; y de laicos, que tienen necesidad, por sus peculiares circunstancias, de un tratamiento jurídico eclesiástico y de una asistencia espiritual adecuados: en nuestro caso, las peculiaridades provenían –y provienen– de las exigencias de desempeñar el apostolado secular en todos los ámbitos de la sociedad, en lugares inaccesibles o prohibidos a los sacerdotes y a los religiosos, por medio de laicos con una dedicación permanente, con una formación espiritual e intelectual específica, con un vínculo mutuo que les une con el Instituto" (citado en IJC, p. 335).

Como ilustración de lo dicho puede servir el siguiente apunte histórico-biográfico, procedente de uno de los primeros miembros del Opus Dei, Pedro Casciaro. Éste recuerda, en efecto, "que a principios de 1936 acompañó a don Josemaría Escrivá de Balaguer a la Iglesia de Santa Isabel de Madrid, de la que éste era entonces Rector. Mientras esperaba, se detuvo a contemplar algunos detalles ornamentales, entre ellos dos lápidas mortuorias colocadas en el suelo, al pie del presbiterio. En ese momento, se acercó don Josemaría y, señalando las lápidas, pronunció unas palabras como las siguientes: «Ahí está la futura solución jurídica de la Obra». Después, sin añadir más –o, al menos, sin que Pedro Casciaro recuerde que lo añadiera–, siguió adelante. Esas dos lápidas corresponden a dos Prelados españoles, uno de la segunda mitad del siglo XVIII, y otro de mediados del siglo XIX y principios del XX, ambos Capellanes Mayores del Rey y Vicarios Generales Castrenses, que, como tales, gozaron de una peculiar y vasta jurisdicción eclesiástica personal" (IJC, pp. 335 s., nt. 106).

Esta referencia específica a los "Prelados" como figura objetiva-final a la que había que tender para la "solución jurídica de la Obra", hace que debamos ocuparnos de la noción y características del Prelado, no sin antes subrayar que san Josemaría, sobre todo a partir de los años sesenta, y muy especialmente después del Concilio Vaticano II, con la posterior formalización jurídica de las prelaturas personales en el Motu Pr. Ecclesiae Sanctae de 1966, había indicado que esa era la configuración jurídica adecuada para el Opus Dei. Así quedaba de relieve también en el Congreso General Especial del Opus Dei (1969-1970) y en la redacción del Codex Iuris Particularis: "En 1974 –se ha escrito a este respecto–, san Josemaría pudo dar los últimos retoques y aprobar el proyecto del nuevo Codex Iuris Particularis del Opus Dei. Se puede decir con propiedad que en octubre de 1974 se había terminado todo el trabajo de revisión del estatuto jurídico del Opus Dei. Sólo quedaba decidir el momento más oportuno para presentar a la Santa Sede la petición formal de erección en Prelatura personal. San Josemaría, que había preparado todo lo necesario, no pudo dar personalmente este último paso; pocos meses después de la aprobación del Codex de 1974, y antes de que se hubiese presentado esa ocasión oportuna, Dios lo llamó a sí el 26 de junio de 1975. Cuando en 1979, don Álvaro del Portillo dará finalmente ese último paso utilizará –convenientemente actualizada– toda la documentación preparada por san Josemaría…" (GÓMEZ-IGLESIAS, El proyecto…, 477 s.; vid. también ID., La prospettiva…, pp. 153-163; ID., San Josemaría…, pp. 299-324, con particular atención a pp. 318 y 321-323).

Esta referencia específica a los "Prelados" como figura objetiva-final a la que había que tender para la "solución jurídica de la Obra", hace que debamos ocuparnos ahora de la noción y características del Prelado.

2. La noción de Prelado y sus características

El término Prelado designa etimológicamente a la persona que antecede o que preside o gobierna una institución de la Iglesia denominada, a su vez, Prelatura. En el lenguaje propio del Derecho Canónico, tiene en la actualidad –y prescindiendo aquí de la evolución histórica de su significado muy bien estudiada por los autores indicados en la Bibliografía– tres acepciones:

1) Título honorífico, que concede el Romano Pontífice y que no lleva consigo competencias de gobierno eclesiástico (cfr. c.110 del Código de Derecho Canónico de 1917; Motu Pr. PD, passim).

De hecho, san Josemaría fue nombrado, en 1947, Prelado doméstico de Su Santidad por Pío XII, poco después de la aprobación del Opus Dei con la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz como Instituto Secular de derecho pontificio, a través del Decretum laudis, que lleva por título Primum Institutum, de 24 de febrero de 1947. Nombramiento que aceptó porque es un título que sólo se concede a sacerdotes seculares. De este modo, quedaba clara también la no asimilación en su caso con los religiosos.

2) Acepción común o genérica que designa, en sentido amplio, a un clérigo provisto de jurisdicción en el fuero externo (cfr. c. 110 del Código de 1917); y en sentido estricto, al obispo y a otros titulares de oficios eclesiásticos que están al frente de comunidades de fieles de modo semejante al obispo en su diócesis (cfr. MIRAS, voz "Prelado", en Diccionario General de Derecho Canónico -DGDC-, VI, pp. 381-384).

3) Nombre propio o específico del oficio de gobierno pastoral que preside una Prelatura territorial (c. 370 del Código de Derecho Canónico de 1983) o una Prelatura personal (c. 295 del mismo cuerpo legal). La Prelatura territorial, como señala el canon 370, es una determinada porción del Pueblo de Dios, delimitada territorialmente, cuya atención se encomienda a un Prelado que la rige como Pastor propio, del mismo modo que un Obispo diocesano; por lo demás, el Prelado suele ser ordenado como Obispo. La Prelatura personal, a tenor del canon 295, se rige por los estatutos dados por la Sede Apostólica y su gobierno se confía a un Prelado como Ordinario propio; esto es, con jurisdicción ordinaria y propia que abarca los aspectos y personas –clérigos y laicos– que constituyen el ámbito de la misión específica y peculiar de la Prelatura. La práctica de la Santa Sede respecto a la Prelatura del Opus Dei, erigida como tal por la Const. Ap. Ut sit, de 28-XI-1982, y a la que nos referiremos específicamente más adelante, suele ser también la ordenación episcopal del Prelado (cfr. MIRAS, voz "Prelado", en DGDC, VI, pp. 381-384; también, VIANA, 2006, pp. 15 ss.).

La ordenación episcopal de un prelado se lleva a cabo de modo principal por congruencia con la misión de capitalidad que desempeña: es, en efecto, cabeza de una comunidad jerárquicamente estructurada. Como se ha precisado en este sentido, "la ordenación episcopal no lo convierte en obispo de la prelatura territorial o personal (por el orden es obispo y, por la misión canónica, prelado). En efecto, es característica de la figura canónica del Prelado, como oficio autónomo de gobierno pastoral, una capitalidad que la tradición canónica llama cuasiepiscopal. Esto significa que preside la circunscripción eclesiástica como pastor y ordinario propio –no vicario– con atribuciones jurisdiccionales análogas a las que corresponden a un obispo diocesano en su diócesis (su jurisdicción se califica tradicionalmente como vere episcopalis). Sin embargo, esa jurisdicción no radica en el orden episcopal del prelado: para la perfecta constitución de la prelatura, no es necesario que sea obispo, ya que esa comunidad está configurada por el derecho con capitalidad cuasiepiscopal o prelaticia, no con plena capitalidad episcopal; y no cambia su naturaleza por el hecho de la ordenación episcopal del prelado. (…) El Código de 1983, a diferencia del anterior, usa el concepto de Prelado, pero sin definirlo. Es uno de los casos en que, para determinar el régimen jurídico de una institución, hay que atender a lo dispuesto por el c. 6 § 2: "en la medida en que reproducen el derecho antiguo, los cánones de este Código se han de entender teniendo en cuenta la tradición canónica" (cfr. MIRAS, "Prelado", en DGDC, VI, pp. 381-382).

Fijando la atención en el Prelado personal, hay que subrayar que es Ordinario propio de la Prelatura que preside (c. 295 § 1). Lo cual lleva consigo la función de enseñar, de santificar y de gobernar la comunidad –clero y pueblo– que está a su cargo. En términos jurídicos, el Prelado tiene la potestad legislativa, ejecutiva y judicial en todas las cuestiones o materias relativas al fin de la Prelatura, de acuerdo con las normas generales del Derecho Canónico y con las especificaciones prescritas en los estatutos de la Prelatura. En otras palabras, puede dar leyes para la Prelatura, así como decretos generales ejecutorios para aplicar o urgir el cumplimiento de las leyes; regular la administración de los bienes patrimoniales de la Prelatura; imponer y aplicar penas dentro del ámbito del derecho penal canónico; ejercer la función judicial en causas contenciosas referentes a los fieles de la Prelatura. Naturalmente, para el ejercicio de estas funciones de la potestad de régimen, el Prelado necesita colaboradores y, en especial, unos cargos auxiliares de carácter vicario, de modo similar al vicario general de la diócesis, de los vicarios episcopales o de los distintos jueces diocesanos, oficios que pueden y deben establecerse según las necesidades objetivas y configuración de cada prelatura personal (cfr. MIRAS, "Prelado", en DGDC, VI, pp. 381 ss.; VIANA, "Prelado personal", en DGDC, VI, pp. 385-388).

3. El Opus Dei, Prelatura personal

El 28 de noviembre de 1982 el beato Juan Pablo II erige el Opus Dei "en Prelatura personal de ámbito internacional" a través de la Const. Ap. Ut sit (AAS, 75 [1983], pp. 423-425; cfr. el n. I de su parte dispositiva), cuya ejecución mediante entrega solemne al Prelado, Mons. Álvaro del Portillo, se lleva a cabo el 19 de marzo de 1983.

Después de las sucesivas configuraciones jurídicas que atravesó a lo largo de su historia, el Opus Dei quedaba finalmente situado en el cuadro general de las Prelaturas personales –delineado por los Decr. Presbyterorum ordinis, 10, y Ad Gentes, 20, del Concilio Vaticano II; Pablo VI, Motu Pr.Ecclesiae Sanctae, I, n. 4; y regulado por la ley marco de los cc. 294-297, Código de 1983–, es decir, dentro del área de las circunscripciones personales de la organización eclesiástica: instituciones comunitarias jerárquicamente estructuradas, de carácter jurisdiccional y secular, de ámbito personal, y erigidas por la Santa Sede en función de una específica tarea pastoral. Están compuestas por el Prelado, el presbiterio y los fieles. Y, según el canon 295, la Santa Sede promulga sus Estatutos.

En los Estatutos correspondientes al Opus Dei, éste queda descrito en los siguientes términos: el Opus Dei es una Prelatura personal que comprende a la vez clérigos y laicos para llevar a cabo una peculiar obra pastoral bajo el régimen del propio Prelado (cfr.Statuta, n. 1 § 1). El presbiterio de la Prelatura está constituido por aquellos clérigos que son promovidos a las Órdenes de entre sus fieles laicos y se incardinan en ella; el laicado de la Prelatura está formado por aquellos fieles que, movidos por vocación divina, quedan unidos a la Prelatura en virtud de un título especial, el vínculo jurídico de incorporación (cfr. Statuta, n. 1 § 2). Por su parte, el parágrafo 3 del número 1 subraya que la Prelatura es de ámbito internacional, tiene su sede central en Roma y, en fin, se rige por las normas del Derecho universal de las Prelaturas personales, también las de estos Estatutos, y por las especiales prescripciones de la Santa Sede (cfr. n. 1 § 3).

Las normas relativas al Prelado se encuentran en el capítulo II ("Del gobierno central") del título IV ("Del gobierno de la Prelatura") de los Estatutos.

El Prelado dirige la misión del Opus Dei de difundir la llamada universal a la santidad y de promover e impulsar el apostolado de los fieles de la Prelatura. Le corresponde el gobierno como su Ordinario y Pastor propio. Cuida fundamentalmente de que se sigan con fidelidad las disposiciones de la Santa Sede y de que se cumpla el derecho de la Prelatura. Su autoridad tiene como ámbito todo lo relativo a la tarea específica de la Prelatura. Por esto, los fieles laicos del Opus Dei dependen del Prelado en todo lo referente a la finalidad de la Prelatura y, como los demás laicos, siguen bajo la jurisdicción del Ordinario del lugar de la correspondiente diócesis en las cuestiones que son de su competencia. Los sacerdotes de la Prelatura dependen exclusivamente del Prelado; "estos clérigos incardinados [en la Prelatura] pertenecen al clero secular a todos los efectos; por lo tanto, mantienen relaciones de estrecha unidad con los sacerdotes seculares de las Iglesias locales y, por lo que se refiere a la constitución de los consejos presbiterales, gozan de voz activa y pasiva" ("Declaración de la Congregación para los Obispos", L’Osservatore Romano, 5-XII-82, p. 2). Según los Estatutos, los Vicarios del Prelado han de procurar que los fieles de la Prelatura conozcan las directrices pastorales que señalen los Obispos locales y las Conferencias episcopales y mantener relación con los Obispos diocesanos.

El Prelado, como ha tenido ocasión de verse con anterioridad, lleva a cabo su actividad pastoral a través de consejos y exhortaciones; y también por medio de normas jurídicas y preceptos. La designación del Prelado del Opus Dei se realiza en un congreso general electivo. Su nombramiento corresponde al Romano Pontífice.

En la vida del Opus Dei, que tiene desde su origen fundacional (2 de octubre de 1928) una marcada fisonomía de familia, al Prelado se le llama sencillamente Padre (cfr. Statuta, n. 130 § 1 y especialmente n. 132 §3).

No deja de ser significativo que la inscripción que figura en la lápida de la tumba en la cripta de la iglesia prelaticia, donde reposaron los venerados restos de san Josemaría, y ahora están los del que fue su primer sucesor e, institucionalmente, el primer Prelado del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo, sea simple y llanamente ésta: El Padre.

Juan FORNÉS

 «    PRELATURAS PERSONALES    » 

Las prelaturas personales, como indica su mismo nombre, son un tipo de división eclesiástica presidida por un Prelado, delimitada no por un territorio (como ocurre con la mayoría de las circunscripciones eclesiásticas), sino por un criterio personal (a través de la determinación de las personas que forman parte de esa circunscripción). La razón de ser de las prelaturas personales es proporcionar una atención pastoral peculiar a fieles que pertenecen ya a sus respectivas Iglesias particulares, y que por sus circunstancias personales necesitan de ese especial cuidado; de esta manera, al mismo tiempo, se provee a una distribución del clero más adecuada a las necesidades pastorales concretas.

Las prelaturas personales están reguladas actualmente por el Código de Derecho Canónico, en los cánones 294-297. El Código de los Cánones de las Iglesias orientales no contempla expresamente esta figura, pero algunos exarcados personales podrían responder a las características de este tipo de circunscripción.

Fueron creadas a raíz del Concilio Vaticano II. La Prelatura del Opus Dei es la primera prelatura personal erigida por la Santa Sede

1. Origen de la figura canónica

Antes del Concilio Vaticano II ha habido algunos precedentes de prelados con jurisdicción personal, entre los que destacan los vicarios militares, que gozaban de una potestad vicaria del Papa. Asimismo, el ordenamiento canónico conocía la figura de las prelaturas, pero eran concebidas, al igual que las demás circunscripciones eclesiásticas, como divisiones territoriales. En efecto, el Código de Derecho Canónico promulgado en 1917 trataba de las prelaturas nullius dioecesis, es decir, territorios que no formaban parte de una diócesis y que estaban gobernados por un Prelado, que podía no ser obispo, al que se le reconocía una potestad participada por derecho eclesiástico de la suprema potestad.

El Concilio Vaticano II, con la intención de reformar la organización del ordo clericorum en función de las concretas necesidades pastorales, dispuso que, donde lo exigiese el apostolado, se hicieran "más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares para los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra. Para ello, pueden establecerse algunos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras instituciones por el estilo, a las que puedan agregarse o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según módulos que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar" (PO, 10).

Como hasta entonces las prelaturas que se conocían eran territoriales, resultaba necesaria una aclaración de la naturaleza de esta nueva figura de la organización eclesiástica. Pablo VI, pocos meses después del citado decreto conciliar, en el Motu Pr. Ecclesiae Sanctae, de 6 de agosto de 1966, que desarrollaba algunas previsiones del Concilio, ofrecía unas normas de aplicación de las prelaturas personales.

Durante la elaboración del Código de Derecho Canónico de 1983 se planteó la cuestión de cómo y en qué lugar ocuparse de estas prelaturas. En un primer momento se pensó incluirlas en la parte dedicada a la Iglesia particular. Como hubo quien planteó alguna duda acerca de la naturaleza de esta nueva figura, el legislador evitó calificaciones legales, colocando los cánones que de ella trataban en la parte dedicada a los fieles cristianos, inmediatamente después de aquéllos relativos a los clérigos, en lugar de situarlos en la parte dedicada a las Iglesias particulares como estaba inicialmente previsto. Con esto se marcó la diferencia de las prelaturas personales con las territoriales, ya que estas últimas quedaban entre los tipos de circunscripción que se crean en el primer desarrollo organizativo de la presencia de la Iglesia en un grupo humano. Ciertamente la posición de los cánones no cambia la naturaleza de la nueva figura, que sigue siendo la de una "prelatura" delimitada por un criterio "personal", y como tal es análoga a la prelatura territorial y, por tanto, a la diócesis, ya que posee elementos comunes con ellas (sobre todo, el ser una circunscripción eclesiástica gobernada por un Ordinario propio), bien entendido que se trata sólo de analogía, no de identidad, pues hay diferencias entre las prelaturas personales y las territoriales y las diócesis, que los estatutos de las prelaturas personales pueden acentuar más o menos, y que, desde el punto de vista sustancial, estriban principalmente en el hecho de que las prelaturas personales no sustituyen a las circunscripciones territoriales, sino que se añaden a la organización primaria de la Iglesia por razones pastorales especiales que afectan a las Iglesias locales, de manera que los fieles de las prelaturas personales son con anterioridad y contemporáneamente fieles de las respectivas circunscripciones territoriales.

La novedad de la figura jurídica y los cambios introducidos durante la elaboración del Código han llevado a que teólogos y canonistas se hayan ocupado de ella (la bibliografía que se indica al final recoge sólo algunos títulos especialmente significativos, sobre todo en lengua castellana, que contienen a su vez abundantes referencias bibliográficas). La profundización teológica y canónica y la inserción de la primera prelatura personal (la del Opus Dei) en la vida de la Iglesia han ayudado a aclarar algunos puntos y a disipar algunas dudas iniciales.

En todo caso, para comprender el sentido de las prelaturas personales es necesario partir de los presupuestos eclesiológicos contenidos en la doctrina del último Concilio ecuménico, como son: la dimensión universal del sacerdocio y, concretamente, del episcopado, que conduce al principio de colaboración entre los Pastores; la necesidad de ofrecer a los fieles todos los medios necesarios para que puedan seguir con plenitud su llamada a la santidad, sin contentarse con una pastoral minimalista; el papel activo de los laicos en la edificación de la Iglesia, y otros que están en este orden de ideas.

2. Rasgos fundamentales de las prelaturas personales

La regulación positiva vigente de las prelaturas personales responde sustancialmente a la descripción contenida en Ecclesiae Sanctae. Se trata, en resumen, de prelaturas erigidas por la Santa Sede, después de haber oído a las Conferencias Episcopales interesadas, para una apta distribución del clero o para realizar peculiares obras pastorales o misionales (cfr. c. 294). Corresponde, en efecto, a la Santa Sede, garante de la communio ecclesiarum, la coordinación de las actividades pastorales dirigidas a la satisfacción de las necesidades sentidas en más de una diócesis, pero al mismo tiempo resulta congruente con los principios de colegialidad y de buen gobierno la consulta a los obispos interesados. En la práctica puede suceder que sea la misma Conferencia Episcopal la que pida a la Santa Sede la erección de una prelatura para hacer frente con mayor eficacia a una necesidad pastoral peculiar presente en las diócesis de su territorio, como sería el caso de la pastoral con emigrantes o con nómadas. En todo caso, es necesario el consentimiento del obispo diocesano antes de que una prelatura personal ejerza su misión en una diócesis (cfr. c. 297).

En el acto de erección, la Santa Sede otorga unos estatutos que precisan la constitución y el modo de actuar de la prelatura: su ámbito, su misión específica, sus órganos de gobierno, sus relaciones con los Ordinarios locales y otros posibles puntos. En aquello que no esté establecido por los estatutos habría que acudir por analogía (cfr. c. 19) a la disciplina prevista para las diócesis.

Desde el punto de vista de la composición personal, las prelaturas personales constan de un Prelado, ayudado por su presbiterio, y de los fieles para los que se ha erigido la prelatura. El Prelado, aunque puede no ser obispo, gobierna la prelatura como Ordinario propio (cfr. c. 295 § 1), por lo que su oficio es análogo al de un obispo diocesano. Su potestad está limitada por el ámbito y por la misión de la prelatura, determinados en los estatutos (por ejemplo, es posible que éstos prevean que no tenga jurisdicción en algún ámbito, como podría ser el matrimonial).

Para poder cumplir la misión pastoral que la Iglesia le confía, el Prelado necesita de la ayuda de sacerdotes que forman su presbiterio. El Prelado puede erigir un seminario para incardinar en la prelatura a los clérigos formados en él, que se ordenan a título de servicio a la prelatura (cfr. c. 295). Además de otros clérigos seculares que puedan incardinarse sucesivamente, nada impide que haya sacerdotes incardinados en otros entes (también religiosos) que, mediante los acuerdos típicos que se realizan en casos de este estilo, ejerzan su ministerio en servicio de la prelatura.

Se crea una prelatura para atender pastoralmente a un grupo de fieles que por especiales circunstancias necesitan un cuidado pastoral peculiar (por ejemplo, emigrantes o refugiados, marineros, etc.). De esta manera se distribuye mejor el clero, dedicándolo a las concretas necesidades espirituales de los fieles. En realidad, la distribución del clero y la ejecución de peculiares obras pastorales no son dos finalidades alternativas, sino que están intrínsecamente relacionadas. En todo caso, el hecho de que el canon 294 afirme literalmente que constan de presbíteros y diáconos del clero secular no avala una concepción de las prelaturas personales como entidades clericales, compuestas sólo por clérigos. Leyendo este canon a la luz de la tradición canónica (cfr. c. 6 § 2), concretamente de la regulación de las prelaturas nullius del anterior Código, resulta evidente que lo que quiere subrayar es que el clero de una prelatura personal es de suyo secular, pero dando por supuesto que hay también pueblo; de lo contrario, no tendría sentido el adjetivo "personal", además de lo problemática que resultaría –desde el punto de vista eclesiológico y jurídico– la presencia de un ente en el que se pudiesen incardinar clérigos seculares sin una misión ministerial determinada.

El acto de erección ha de determinar quiénes son los fieles a los que se dirige la actividad de una prelatura personal. A estos fieles, que no dejan de pertenecer a las respectivas diócesis, se les ofrece la posibilidad de acudir también al servicio de la prelatura. La nueva relación que les une a la prelatura está constituida por los normales vínculos de comunión que se dan en la Iglesia: jerárquica con el Prelado y su presbiterio, y de comunión fraterna con todos los fieles de la prelatura. El hecho de que sean beneficiarios de la actividad de la prelatura no significa que sean meros sujetos pasivos: los fieles mantienen en una prelatura personal su función activa en el Pueblo de Dios.

Además de la presencia de los fieles para los que se erige una prelatura personal, está prevista la posibilidad (no necesaria ni esencial) de que fieles laicos realicen convenciones con la prelatura para cooperar orgánicamente en ella (cfr. c. 296). La expresión "cooperación orgánica" inspira la idea de una "co-operación" ("co-actividad") de los laicos con los ministros sagrados en el cuerpo eclesial, cada uno según su función, o sea, la cooperación que se da en la Iglesia entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. El contenido concreto y las consecuencias de esta cooperación dependerán de la convención que, según los estatutos, se acuerde con la prelatura.

Los fieles que colaboren en virtud de convenciones con la prelatura pueden ser fieles que pertenecían ya a la prelatura o bien otros que deciden participar de su misión. También puede ocurrir (que es precisamente lo que ha sucedido en la erección de la primera prelatura personal, la del Opus Dei) que la Santa Sede, previendo con certeza que habrá un número congruente de fieles, erija la prelatura para los católicos que quieran incorporarse voluntariamente a ella mediante convenciones con el objeto de beneficiarse de su actividad y cooperar con ella (del mismo modo previsto, por ejemplo, para la erección de ordinariatos personales para fieles provenientes del anglicanismo). Evidentemente, el hecho de que en estos casos la pertenencia a la prelatura sea voluntaria no impide que la prelatura siga siendo tal, es decir, los vínculos de comunión de los que antes se hablaba siguen siendo de la misma naturaleza, ya que el Prelado ha recibido la misión y la correspondiente potestad sagrada de la Iglesia, no de los fieles.

3. El Opus Dei, prelatura personal

Consta que desde los primeros años de existencia del Opus Dei, san Josemaría preveía la necesidad de que la Obra estuviese gobernada por una jurisdicción personal. Pero para que la jerarquía eclesiástica considerase la necesidad pastoral que ponía de manifiesto ese fenómeno de vida cristiana y decidiese encargar a un prelado su cuidado, la realidad apostólica del Opus Dei debía crecer, y la reflexión teológica y canónica que confluyó en el Vaticano II necesitaba madurar. Durante ese desarrollo, el fenómeno nacido debía entablar las necesarias relaciones intraeclesiales, de manera que hubo de asumir diversas formas jurídicas, aunque ninguna de ellas recogía adecuadamente su realidad apostólica y pastoral.

Independientemente de la forma institucional, la vida del Opus Dei estuvo desde sus inicios regida por san Josemaría, que, como Pastor, conducía la labor formativa y apostólica de los fieles de la Obra, ayudado más tarde por los sacerdotes que se ordenaban para colaborar con él en esta tarea. El Opus Dei, como unidad orgánica sustentada por el ejercicio del sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, era así, de hecho, una realidad necesitada de ser regida por una autoridad eclesiástica con jurisdicción personal, sin que por eso sus fieles dejasen de pertenecer a las respectivas diócesis.

Por esta razón, el fundador del Opus Dei señaló la figura de la prelatura personal como solución al problema de la configuración jurídica eclesial para la Obra. Su cumplimiento llegó después de su muerte, cuando Juan Pablo II erigió la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, con la Const. Ap. Ut sit, de 28 de noviembre de 1982, que fue ejecutada el 19 de marzo de 1983, y nombró Prelado al primer sucesor de san Josemaría, Mons. Álvaro del Portillo. La erección de la Prelatura no es el resultado de la evolución de una de las formas institucionales que el Opus Dei hubo de asumir (lo que habría sido imposible), sino un desarrollo de la organización eclesiástica, para hacer frente al fenómeno de vida cristiana presente en la realidad del Opus Dei.

La Prelatura del Opus Del no agota la figura de las prelaturas personales. En el futuro la Santa Sede podría erigir otras con características diversas: de ámbito sólo nacional o regional, para necesidades surgidas de circunstancias no ligadas a un fenómeno carismático, sino meramente humanas (étnicas, profesionales, nacidas de la movilidad humana, etc.), con una misión pastoral que comprenda también los servicios típicamente parroquiales, etc. En todo caso, la aplicación de la figura jurídica de las prelaturas personales al Opus Dei constituye un claro criterio interpretativo de la normativa canónica sobre este tipo de circunscripción.

Eduardo BAURA

 «    PRESENCIA DE DIOS    » 

La expresión "presencia de Dios" tiene un sentido objetivo y un sentido subjetivo. Objetivamente significa que Dios, en cuanto creador y providente, está presente en todas las cosas confiriéndoles el ser y manteniéndolas en el ser; y también que, en virtud de su libertad y de su amor, se ha hecho presente en Cristo y en la Eucaristía. Subjetivamente, significa que el hombre se hace consciente de esa presencia divina y crece en ella hasta dejar que ilumine toda su vida. Esta es la perspectiva desde la que ordinariamente la considera san Josemaría.

1. Presencia de Dios, filiación divina y comunión con Dios

Es el sentido de la filiación divina –columna vertebral del espíritu del Opus Dei– la fuente de la que mana la constante presencia de Dios en la vida de san Josemaría. Es además el rasgo concreto y palmario que testimoniaron los que lo conocieron y convivieron con él, junto –en lo humano– con la simpatía, el ingenio y el buen humor y la fina caridad. Fue una tenaz conquista, fruto de la gracia y de su correspondencia. Se aprecia, ya desde los comienzos, que el Espíritu Santo le otorgó el don de una continua presencia de Dios, que fue incesante a lo largo de toda su vida y se hizo creciente con el paso de los años.

"En Dios vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 27-28): vivimos porque Él nos ha creado, y permanecemos en la vida porque Él nos sostiene con su amorosa providencia. Asimismo tenemos la convicción de que Dios está con nosotros, siempre, no como un ente abstracto o una fuerza impersonal, sino como Padre que es, amoroso y misericordioso. "Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. –Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso –a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres de este mundo pueden querer a sus hijos–, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo…y perdonando. (…) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos" (C, 267; cfr. S, 658).

La presencia de Dios no estriba en meras prácticas piadosas, sino en la profunda conciencia de que Dios, creador del universo, está presente en todas partes con una presencia íntima y operativa que "sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son (…). Pues la criatura sin el Creador se esfuma" (GS, 36). Con incomparable belleza describe el Salmo 139, 7-10, esta presencia de inmensidad: "Señor (…) ¿Adónde alejarme de tu espíritu? ¿Adónde huir de tu presencia? Si subo al cielo, allí estás Tú; si bajo hasta el seol, allí te encuentras. Si monto en las alas de la aurora y habito en los confines del mar, también allí me guiará tu mano, me sujetará tu diestra". Dios brilla de tal modo en lo creado, que los hombres serían ciegos para no verlo: "los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos" (Sal 19 [Vg 18], 2).

En las criaturas elevadas al orden sobrenatural, esa presencia real de Dios alcanza dimensiones nuevas y superiores: el alma en gracia se convierte en templo de la Trinidad Santísima. Inhabita en el alma de quienes le aman. Cuando nos persuadimos de esta dichosa realidad, aprendemos a ver a Dios en todo, nos sabemos contemplados por Dios a toda hora. Es el mismo Jesucristo quien nos da ejemplo de ello al aprovechar cualquier ocasión y situación y referirla a Dios Padre, sea para alabar, renovar la acción de gracias o reparar (cfr. Mt 6, 29-30; Jn 11, 4 y 15; Mt 11, 25; Jn 11, 41; Lc 23, 34; Mt 9, 36-38). No hay mejor modo de ver las cosas y las personas que verlas tal como las ve Dios, mirarlas "con los ojos de Cristo" (cfr. RH, 18). En sus últimos años san Josemaría, ante dificultades que padecía en la vista, solía repetir esta jaculatoria: "Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma", mientras crecía en él el hambre de contemplar el rostro del Señor: "Vultum tuum, Domine, requiram (Sal 26 [Vg 25], 8), buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como en un espejo, y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara (I Co 13, 12). Sí, mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Sal 41 [Vg 40], 3)" (SRECH, Cuarto Misterio Luminoso).

El Catecismo de la Iglesia Católica cita un texto de la Const. Past. Gaudium et Spes en el que se destaca esta esencial referencia de la persona a Dios: "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde el nacimiento: pues no existe sino porque, creado por Dios, por amor, es conservado siempre por amor, y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente ese amor y se entrega a su Creador" (GS, 19). Tener presencia de Dios es asumir plenamente nuestro ser y nuestra realidad: la de estar llamados a la comunión con Dios correspondiendo libremente a su amor.

San Josemaría invitaba, en conformidad con el específico carisma del espíritu del Opus Dei, a vivir la presencia de Dios también en el trabajo ordinario: "el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo a gloria de Dios (1Co 10, 31)" (ECP, 48).

La llamada a santificar el trabajo profesional y los quehaceres de la vida ordinaria lleva a conjugar y a unir lo que frecuentes dualismos separan: vida contemplativa y activa, lo profano y lo sagrado, lo temporal y lo eterno. La Encarnación del Verbo es la gran verdad que debe presidir este afán unitario: "la profunda percepción de la riqueza del Verbo encarnado fue el cimiento sólido de la espiritualidad del fundador" (DEL PORTILLO, 1993, p. 77). "Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación –cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria, para contribuir a reconciliar el mundo con Dios–, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es éste un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida?" (Instrucción, 19-III-1934, n. 33: ARANDA, 2001, pp. 173-174).

Precisamente este empeño unitario preside el esfuerzo ascético por cultivar y fomentar la presencia de Dios. "Nunca compartiré la opinión –aunque la respeto– de los que separan la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles. Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura" (F, 738). De ahí que todas las circunstancias puedan conducir a Dios: "En tu vida, si te lo propones, todo puede ser objeto de ofrecimiento al Señor, ocasión de coloquio con tu Padre del Cielo, que siempre guarda y concede luces nuevas" (F, 743). Conmueve la lucha de san Josemaría por tener presencia de Dios cuando escribe en sentida oración: "Jesús: que mis distracciones sean distracciones al revés: en lugar de acordarme del mundo, cuando trate Contigo, que me acuerde de Ti, al tratar las cosas del mundo" (F, 1014).

Esta constante presencia de Dios no fue la propia de quien se retira del mundo. San Josemaría enseñaba a sus hijos que debían ser contemplativos en todas las encrucijadas de la vida social, valiéndose de su quehacer temporal; solía afirmar: "nuestra celda es la calle". Por tanto, no se trata de momentos sublimes, estelares, "místicos", sino de una continua presencia de Dios en el transcurrir de la vida corriente y en los afanes cotidianos. La noción de vida ordinaria, de cotidianidad, en los escritos de san Josemaría es una verdadera categoría teológica y el marco de su vida contemplativa: se trata de vivir santamente la vida ordinaria. Tener presencia de Dios no es, pues, segregarse de las ocupaciones ordinarias, sino que, por el contrario, es el modo más pleno y verdadero de estar en la realidad. Podría decirse que consiste en un simultáneo estar y no estar. Se está todo y del todo en los asuntos corrientes y concretos que ocupan manos y cabeza, pero, a la vez, no se está porque se está en Dios. Puede parecer paradójico, pero ese no estar es el modo más pleno y profundo de estar en las cosas temporales, porque cuando se tiene presencia de Dios, de alguna manera se accede a ver las cosas como las ve Dios, es decir, se las ve del modo más verdadero y objetivo. Esa mirada sobrenatural en san Josemaría llegaba al punto de permitirle ver una multitud de detalles materiales –arreglos y mejoras que convenía hacer, por ejemplo–, y tener una perspicacia, muy por encima de la meramente psicológica, para detectar las necesidades, aflicciones y problemas de quienes conocía y trataba. Su presencia de Dios empapaba desde dentro su quehacer cotidiano –desde leer el diario hasta subir las escaleras– y su relación con los demás. En varias ocasiones mencionó que no solía saludar a nadie sin antes saludar a su Ángel Custodio.

2. Medios para fomentar la presencia de Dios

Múltiples son los medios que recomendó san Josemaría para buscar y fomentar la presencia de Dios. La oración mental (por la mañana y por la tarde), centrar el día en torno a la santa Misa, la lectura del Evangelio y de algún libro espiritual, la contemplación y rezo del santo Rosario; en fin, todo aquello que denominó "plan de vida espiritual", es decir, prácticas de piedad diarias y constantes en las que se actualiza la fe y el amor a Dios. La fidelidad a esas prácticas de piedad conducirá paulatinamente a lo que denominó "normas de siempre", es decir, actitudes del alma constantes, las cuales, todas ellas, manifiestan y fortalecen la presencia de Dios (considerar la filiación divina, comuniones espirituales, acciones de gracias, actos de desagravio, oraciones jaculatorias, etc.). Con la palabra jaculatorias designaba –siguiendo la tradición espiritual ya desde san Agustín– las frases breves, cual saetas, que manifiestan el amor a Dios y ayudan a ejercitarse en la presencia de Dios. "Emplea esas santas «industrias humanas» que te aconsejé para no perder la presencia de Dios: jaculatorias, actos de Amor y desagravio, comuniones espirituales, «miradas» a la imagen de Nuestra Señora…" (C, 272). Entendemos por "industrias humanas" diversos recursos que pueden servir a menudo de "despertadores" para recordar y vivir la presencia de Dios (crucifijo, estampas, imágenes de la Virgen, también otros objetos profanos a los que la persona dota de algún significado y que contribuyen a acrecentar la vida de la gracia en su alma: "Ten presencia de Dios y tendrás vida sobrenatural": C, 278).

En bastantes ocasiones, durante los años que vivió en Villa Tevere, san Josemaría, al cruzarse con alguno de sus hijos en los pasillos de la casa, incluso a temprana hora de la mañana, le preguntaba: "Hijo mío, ¿cuántos actos de amor y desagravio has hecho hoy?". Sin dar tiempo al interlocutor a esbozar una respuesta, animaba a que fueran muchos, incluso cientos. Para ganar el hábito de la presencia de Dios será necesaria la lucha ascética, valerse de "industrias humanas" y recurrir a "muletas", pero tras esos esfuerzos –añadía–, Dios podía conceder –pues se trata de un don– una verdadera vida contemplativa.

Para ayudar a sus hijos a ser almas verdaderamente contemplativas, escribió la homilía Hacia la santidad, que –así lo comentó–, podía ser como la falsilla que se usaba en la escuela para que las líneas no se desviaran y sobre la que se debía escribir la propia vida: "Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra (…). Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra…, hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres…: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansia escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto" (AD, 296).

Supuesta esa consideración general, podemos enumerar a continuación algunos cauces por los que animaba a que discurriera la presencia de Dios:

a) Dedicar cada día de la semana a una devoción sólida: a la Santísima Trinidad, a la Eucaristía, a la Pasión, a la Virgen, a San José, a los Santos Ángeles Custodios, y a las benditas ánimas del Purgatorio.

b) Acciones de gracias: "Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. –Porque te da esto y lo otro. –Porque te han despreciado. –Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. Porque hizo tan hermosa a su Madre que es también Madre tuya. –Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. –Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso… Dale gracias por todo, porque todo es bueno" (C, 268). Como se puede apreciar, pasa con naturalidad de la bondad ontológica de la Creación –fruto de la acción creadora de Dios: todo es bueno– a la misteriosa bondad de la Historia –fruto de la acción redentora de Cristo: omnia in bonum– y todo lo lleva a la acción de gracias (cfr. CECH, p. 494).

c) Actos de amor y desagravio: "Nuestra voluntad, con la gracia, es omnipotente delante de Dios. –Así, a la vista de tantas ofensas para el Señor, si decimos a Jesús con voluntad eficaz, al ir en tranvía por ejemplo: «Dios mío, querría hacer tantos actos de amor y de desagravio como vueltas de cada rueda de este coche», en aquel mismo instante delante de Jesús realmente le hemos amado y desagraviado según era nuestro deseo. Esta «bobería» no se sale de la infancia espiritual: es el dialogo eterno entre el niño inocente y el padre chiflado por su hijo: –¿Cuánto me quieres? ¡Dilo! –Y el pequeño silabea: ¡Mu-chos mi-llo-nes!" (C, 897).

d) Diálogo con Dios en el trabajo: "Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo" (C, 359). Cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios (cfr. F, 740). "Debes mantener –a lo largo de la jornada– una constante conversación con el Señor, que se alimente también de las mismas incidencias de tu tarea profesional. –Vete con el pensamiento al Sagrario…, y ofrécele al señor la labor que tengas entre manos" (F, 745).

e) Paz ante las dificultades y contradicciones: "Si tienes presencia de Dios, por encima de la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por debajo del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y la serenidad" (F, 343). A su vez, a través de ella se disipan los problemas y se encuentran las auténticas soluciones: "Si tuvieras presencia de Dios, cuántas actuaciones «irremediables» remediarías" (S, 659).

f) Vivir el plan de vida espiritual con amor, evitando toda rutina, para fomentar la piedad. El gran enemigo de la verdadera piedad es la rutina que lleva a una monótona repetición de palabras carentes de vida y amor: "Huyamos de la «rutina» como del mismo demonio. –El gran medio para no caer en ese abismo, sepulcro de la verdadera piedad, es la continua presencia de Dios" (C, 551). Dios tiene derecho a exigirnos que tengamos presencia suya: "Convéncete, hijo, de que Dios tiene derecho a decirnos: ¿piensas en Mí?, ¿tienes presencia mía?, ¿me buscas como apoyo tuyo?, ¿me buscas como Luz de tu vida, como coraza…, como todo? –Por tanto, reafírmate en este propósito: en las horas que la gente de la tierra califica de buenas, clamaré: ¡Señor! En las horas que llama malas, repetiré: ¡Señor!" (F, 506). Por tanto, deber nuestro es exigirnos y luchar por ganar en hábitos de presencia de Dios: "Para tu examen diario: ¿he dejado pasar alguna hora, sin hablar con mi Padre Dios?… ¿He conversado con Él, con amor de hijo? –¡Puedes!" (S, 657).

g) Recogimiento interior. Para que este empeño por ser contemplativos en medio del mundo, en el tráfago de los asuntos de la vida ordinaria, sea posible, se requiere fomentar cierta disciplina mental, un recogimiento interior, que es fruto de la vida interior: "¿Cómo vas a vivir la presencia de Dios, si no haces más que mirar a todas partes?… –Estás como borracho de futilidades" (S, 660). Del mismo tenor es el siguiente texto: "¿Minucias y nimiedades a las que nada debo, de las que nada espero, ocupan mi atención más que mi Dios? ¿Con quién estoy, cuando no estoy con Dios?" (F, 511).

3. Presencia de Dios y unidad de vida

Para captar el sentido profundo de todo lo dicho se hace necesario señalar que, para el fundador del Opus Dei, el objetivo al que se encamina la lucha espiritual es precisamente la unidad de vida, es decir, la armonía intrínseca, verdadera causalidad circular, que debe darse entre las tres dimensiones presentes en la búsqueda de la santidad en el mundo, a saber, trabajo, oración y apostolado. El hilo que une estas distintas dimensiones de la existencia cristiana es precisamente la presencia de Dios. Si hay una característica que denota la madurez en la vocación en el Opus Dei, la plena encarnación de su espíritu, es el logro o, mejor, la lucha siempre reiniciada y nunca del todo lograda, fruto de la gracia y de correspondencia personal, de la unidad de vida. Es una característica esencial de la vocación de cristianos corrientes, pues "o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca" (CONV, 114).

Terminemos citando un texto de san Josemaría que, al describir el concepto teológico de unidad de vida, sintetiza lo hasta ahora expuesto: "No vivimos una doble vida, sino una unidad de vida, sencilla y fuerte, en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones. Cuando respondemos generosamente a este espíritu, adquirimos una segunda naturaleza: sin darnos cuenta, estamos todo el día pendientes del Señor y nos sentimos impulsados a meter a Dios en todas las cosas, que sin Él, nos resultan insípidas. Llega un momento, en el que nos es imposible distinguir dónde acaba la oración y dónde comienza el trabajo, porque vuestro trabajo es también oración, contemplación, vida mística verdadera de unión con Dios –sin rarezas–: endiosamiento" (Carta 6-V-1945, n. 25: AGP, serie A.3, 92-4-2). Y continúa: "No hay compartimentos estancos en nuestra vida, ni podemos distinguir –insisto– dónde acaba la oración y dónde empieza el trabajo, ni dónde se encuentran los límites del apostolado. Porque el apostolado es Amor de Dios que se desborda, dándose a los hombres; y la vida interior contemplativa es clamor de almas; y el trabajo, un esfuerzo sostenido de abnegación, de caridad, de obediencia, de comprensión, de paciencia y de servicio a los demás" (ibídem, n. 40).

Jorge PEÑA VIAL

 «    PRIMEROS CRISTIANOS    » 

El aprecio de san Josemaría por los primeros seguidores del cristianismo está ya presente en los comienzos de la Obra. Se refirió a ellos en muchas ocasiones, entendiendo por primeros cristianos no sólo la primitiva comunidad de Jerusalén, sino las primeras generaciones de cristianos, que vivieron tanto en la época apostólica como en la inmediata posterior.

1. El ejemplo de los primeros fieles, como referencia explicativa

Una de las enseñanzas más reiteradas por san Josemaría ha sido la llamada universal a la santidad en medio del mundo. De ahí que manifestara un interés prioritario por la santificación de la vida cristiana en sus situaciones corrientes y ordinarias. Esa vida, que en el Nuevo Testamento es presentada como una "vida nueva" (cfr. Rm 6, 4), le sirve a san Josemaría para establecer un claro paralelismo entre la novedad de la Obra, y el Evangelio y las primeras generaciones de seguidores de Cristo, atribuyéndoles un valor paradigmático. En una entrevista que le hizo un periodista norteamericano, quiso destacar algo más esta característica, diciendo: "Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían externamente de los demás ciudadanos" (CONV, 24). Y, en otro momento escribe: "nuestra mayor ambición ha de ser la de vivir como vivió Cristo Señor Nuestro; como vivieron también los primeros fieles" (Carta 16-VII-1933, n. 19: Ramos-Lissón, 1992, p. 292)

De las múltiples sugerencias que nos ofrecen los textos recién citados, cabe destacar la referencia a la imitación de la vida de Cristo, tal y como la vivieron los primeros fieles. Los cristianos de los primeros siglos sabían que la recepción del Bautismo llevaba consigo el deber de testimoniar, con su propia vida, la fe que profesaba en Cristo. Así, san Ignacio de Antioquía (+108) declaraba sin ambages: "Si por Éste (Cristo) no estamos dispuestos a morir [para participar] en su pasión, su vida no está en nosotros" (Ep. ad Magn., V, 2). Por otra parte, la perfección paradigmática del martirio irá creando, con el transcurso del tiempo, una atmósfera propicia para que se abra paso la idea de otro tipo de martirio, que podríamos calificar de "espiritual" o "incruento", pero que expresa también el compromiso bautismal cristiano vivido con plenitud (cfr. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata, IV, 4, 15).

En los primeros cristianos, san Josemaría veía un claro testimonio de que la plenitud de vida cristiana era accesible a todos. Y así dice: "–Ser santo no es fácil, pero tampoco es difícil. Ser santo es ser buen cristiano: parecerse a Cristo. –El que más se parece a Cristo, ése es más cristiano, más de Cristo, más santo. –Y ¿qué medios tenemos? –Los mismos que los primeros fieles, que vieron a Jesús, o lo entrevieron a través de los relatos de los Apóstoles o de los Evangelistas" (F, 10; cfr. C, 470).

2. La vida ordinaria, ámbito de santificación cristiana

Una consecuencia inmediata del planteamiento que acabamos de enunciar es que el modo en que vivían la santidad los primeros cristianos tuvo lugar en el amplio espacio de la vida ordinaria. De ahí que en los escritos y en la predicación del fundador del Opus Dei sean muy frecuentes las referencias a la santificación de la vida corriente. Así, por ejemplo, en una de sus homilías presenta como un modelo a imitar la descripción de la vida cristiana que aparece en un conocido pasaje de la llamada Epístola a Diogneto, 5-6 (cfr. AD, 63).

El primer ámbito de desarrollo de la vida ordinaria es el entorno familiar. Las familias cristianas de los primeros tiempos son consideradas por san Josemaría modelos en los que han de mirarse los componentes de las familias actuales, en orden a vivir la santidad a la que han sido llamados. En sus enseñanzas, estas afirmaciones no se quedan en el terreno de lo genérico, sino que desciende a nombres y detalles concretos: el centurión Cornelio, Priscila y Aquila, Tabita y tantos otros (cfr., por ejemplo, ECP, 30). Por otro lado, subraya que esta búsqueda de la santidad crea un calor de hogar que fomenta la caridad entre sus miembros: "Como los primeros cristianos, somos cor unum et anima una (Hch 4, 32)" (Carta 6-V-1945, n. 23: RAMOS-LISSÓN, 1992, p. 300); y siguiendo la doctrina paulina sobre la "iglesia doméstica" (cfr. 1Co 16, 19), enseña a hacer de la vida familiar un lugar ideal para el aprendizaje de las virtudes.

En el seno de las primeras familias cristianas, tanto el matrimonio como la virginidad o el celibato "por el reino de los cielos" (Mt 19, 12) fueron vividos con naturalidad, sin apartarse del mundo. San Josemaría alentará a quienes se sientan llamados a esa manera de vivir el seguimiento personal de Cristo, el celibato, para que acojan ese don con la ejemplaridad de nuestros primeros hermanos en la fe (cfr. CONV, 92).

Desde esta vasta perspectiva de lo ordinario y cotidiano se comprende fácilmente que el fundador del Opus Dei extendiera su mirada a todas las actividades nobles, sin distinción de personas ni de edades, como cauces normales para santificar el trabajo y el ambiente que lo circunda (cfr. ECP, 46). En este punto llama la atención su insistencia en la santificación de todo trabajo profesional, aludiendo de nuevo a cómo lo habrían hecho los primeros cristianos: "Te está ayudando mucho –me dices– este pensamiento: desde los primeros cristianos, ¿cuántos comerciantes se habrán hecho santos? Y quieres demostrar que también ahora resulta posible… –El Señor no te abandonará en este empeño" (S, 490).

3. Proyección apostólica del cristiano corriente

Estaría fuera de contexto pormenorizar aquí las grandes dificultades que debieron superar los primeros seguidores del cristianismo. Bástenos recordar algunas más significativas: las persecuciones del poder político, los ataques de la élite intelectual, las condenas de la opinión pública, las difamaciones, etc. Todos esos obstáculos tenían el común denominador de la ignorancia de la verdad que encierra el mensaje de Jesús. Por eso la mirada de san Josemaría se dirige también a los primeros fieles, cuando escribe a sus hijos: "Se vuelve a repetir, en la vida nuestra, la vida de aquellos primeros cristianos. También nosotros encontramos a nuestro paso, en tantas ocasiones, la más desoladora ignorancia religiosa, que nos exige un profundo y continuado apostolado de la doctrina" (Carta 15-VIII-1953, n. 10: AGP, serie A.3, 93-4-2).

La respuesta ante la ignorancia es dar doctrina, anunciar el Evangelio. Ahora bien, el modo de hacer esta tarea apostólica se inscribe primariamente en la esfera existencial del cristiano, que testimonia personalmente la fe que ha recibido. Y aquí reaparecen también los primeros cristianos. Podemos recordar a san Ignacio de Antioquía, que se dirige a los cristianos de Éfeso para conseguir la conversión de los paganos y les escribe: "Consentidles, pues, que, al menos, por vuestras obras, reciban instrucción de vosotros" (Ep. ad Ef., X, 1).

Pero el testimonio debe ir acompañado de la palabra, como hiciera el Señor en su predicación. Bien entendido que san Josemaría pone el acento apostólico en una forma de predicación: el diálogo, siguiendo el ejemplo de Jesús y de los Doce. Recordemos sus palabras: "Podríamos continuar hojeando el Evangelio y contemplar tantas conversaciones de Jesús con los hombres: toda su vida ha sido un continuo diálogo, en busca de las almas; y todos los que se han encontrado con Él, han sentido el influjo de su palabra (…). Los primeros Doce –para predicar el Evangelio– tuvieron una conversación maravillosa con todas las personas a las que encontraron, a las que buscaron, en sus viajes y peregrinaciones" (Carta 24-X-1965, n. 13: AGP, serie A.3, 94-4-2). Y lo mismo hicieron los cristianos de la generación post-apostólica que, "con un apostolado individual, silencioso y casi invisible, llevan a todos los sectores sociales, públicos o privados, el testimonio de una vida semejante a la de los primeros fieles cristianos" (Instrucción, mayo 1935/14-IX-1950, n. 94: RAMOS-LISSÓN, 1992, p. 285).

Por último, no se ha de olvidar que toda acción apostólica debe estar movida y alimentada por la caridad. Tertuliano aludirá a la vivencia cristiana de esta virtud y a su constatación por los paganos de entonces, que decían de los cristianos: "mirad como se aman" (Apolg., 39). A lo que San Josemaría comentaba: "qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter" (AD, 225).

Domingo RAMOS-LISSÓN

 «    PROMOCIÓN SOCIAL Y DESARROLLO    » 

A lo largo del siglo XX se consumó la gran evolución tecnológica que aceleró la transición, iniciada ya en los siglos XVIII a XIX con las revoluciones científica e industrial, de una economía estática a otra en continuo crecimiento. El Magisterio de la Iglesia refleja esos movimientos sociales en sus documentos de doctrina social. Si en la Cart. Enc. Rerum Novarum (1891) de León XIII predominaba la "cuestión obrera", en el transcurso del siglo XX se añaden nuevos temas, especialmente el desarrollo y la distinción entre países desarrollados y países en vías de desarrollo. Pablo VI, en su Cart. Enc. Populorum progressio (1967), afirma que "el desarrollo es el nuevo nombre de la paz" (PP, 76). En la percepción social general, se pasó del optimismo de un "progreso técnico y económico sin límites", que había reinado en los años 1950 y 1960, a la preocupación por la ecología y al problema de la eventual escasez de recursos naturales, que se inicia con la década de los setenta. De otra parte, se difunde un amplio consenso, gracias también a economistas como Amartya Sen, sobre la necesidad de que el desarrollo sea integral y no se limite al mero crecimiento cuantitativo (cfr. VAGGI, 2009, pp. 752 ss.). El Papa Benedicto XVI sitúa "el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad" en el centro de su Cart. Enc. Caritas in veritate.

Parte de los acontecimientos recién mencionados son posteriores al fallecimiento de san Josemaría. Otros en cambio estuvieron presentes o empezaron a aflorar durante su vida. En una de sus homilías recuerda que ya en su infancia oyó hablar de la "cuestión social" (AD, 170); posteriormente, durante sus estudios de teología, en Zaragoza, pudo conocer la doctrina de la Rerum novarum y las cartas pastorales que diversos obispos españoles, entre ellos el arzobispo cesaraugustano, el cardenal Soldevilla, dedicaron a los problemas del mundo del trabajo. También en Zaragoza, en la Universidad civil, en la que cursó estudios de Derecho, tuvo como profesores a algunos de los representantes de la que se ha denominado como Escuela Social de Zaragoza, uno de los núcleos más significativos del pensamiento cristiano-social de la época. El transcurso de su vida le puso en relación con situaciones duras. Y su corazón sacerdotal le hizo siempre acompañar con atención los cambios y problemas sociales.

1. El contacto de san Josemaría con la pobreza

En su adolescencia san Josemaría experimentó, como consecuencia de la quiebra del negocio que su padre regentaba en Barbastro, los problemas que acompañaban a un descenso en el orden económico. Su familia se vio obligada a dejar su ciudad natal y a trasladarse a Logroño, donde vivió muy modestamente. La muerte de su padre en 1924 hizo que su familia –su madre y sus dos hermanos– quedara a su cargo. En ese momento estaba a punto de recibir la ordenación sacerdotal y tenía muy pocos recursos. Ya en Madrid, la familia atravesó situaciones económicas muy delicadas, que san Josemaría procuró afrontar con un sentido sobrenatural y un trabajo intenso.

Durante ese mismo tiempo se prodigó en un agotador servicio entre los más pobres de la urbe madrileña, que experimentaba, como otras capitales europeas, un periodo de expansión que atraía a una población que tardaba en encontrar acomodo. Pasaba muchas horas al día caminando por los barrios más miserables de Madrid, y acudiendo a hospitales donde atendía a moribundos y a enfermos incurables y contagiosos. Les administraba los sacramentos, los cuidaba materialmente con un servicio abnegado, les llevaba cariño y fortaleza en sus sufrimientos. Se dedicaba a los pobres en cuerpo y alma, conociendo sus sufrimientos y a la vez conmoviéndose ante la entereza cristiana que muchos de ellos manifestaban. En más de una ocasión comentó que el Opus Dei había nacido en los hospitales y entre los pobres de Madrid, y que habían sido precisamente ellos la fortaleza de la Obra (cfr. AVP, I, pp. 274> ss.), palabras con las que subrayaba el valor redentor del dolor y la dignidad del ser humano, también en la extrema pobreza.

Al iniciar su apostolado con universitarios –seguimos en Madrid, en la segunda mitad de los años treinta– inició una costumbre, que luego universalizaría: las "visitas a los pobres". Es decir, la de invitar a jóvenes universitarios –generalmente de clase media y a veces de condición acomodada– a visitar a pobres y enfermos, haciéndoles compañía, rindiéndoles algún servicio y manifestándoles un cariño que les consolaba en la soledad que muchos de ellos conocían. Estas visitas eran un auténtico medio de formación para esos jóvenes, que aprendían así a ver a Cristo en las personas necesitadas y a tomar conciencia de la seriedad de la vida. Eran, por tanto, una escuela de generosidad en la que los jóvenes grababan en sus corazones la convicción de que la caridad consiste no en dar una ayuda anónima y fría, sino en advertir los problemas de los demás y hacerlos propios. De ese modo se ponían las bases para que en el futuro esas personas jóvenes afrontaran la vida con actitud responsable y generosa, y supieran ayudar sin humillar; antes al contrario, elevando la situación de los demás.

San Josemaría insistía mucho en esa disposición de ánimo que constituye uno de los rasgos característicos de la doctrina cristiana. "La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador" (ECP, 72). Proclamaba que la auténtica caridad no es oficial ni seca, ni se la puede confundir con una beneficencia más o menos formularia, con una limosna o un servicio prestado sin alma. Actuar de otra manera es una "aberración", que –comenta en una de sus homilías– se expresaba bien en "la resignada queja de una enferma: aquí me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño. El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de distinciones" (AD, 229).

2. Algunos principios de fondo

En plena coherencia con esa actitud de espíritu impulsó, cada vez con más intensidad a medida que el apostolado del Opus Dei fue extendiéndose, la aparición y el crecimiento de obras encaminadas a fomentar la promoción social, a algunas de las cuales nos referiremos más abajo. Antes, sin embargo, conviene resaltar los principios o criterios de fondo que, respecto a los temas de la promoción social y el desarrollo, aparecen a lo largo de sus escritos.

a) La necesidad de reaccionar ante la existencia de situaciones de injusticia y de desigualdad, y de actuar para intentar resolverlas. San Josemaría es muy claro al denunciar como falsas una espiritualidad y una religiosidad que se encerraran en una piedad de tipo subjetivista, sin reconocer las exigencias de la justicia social. "No se ama la justicia, si no se ama verla cumplida con relación a los demás. Como tampoco es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda, olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser justo a los ojos de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho entre los hombres. Y no sólo por el buen motivo de que no sea injuriado el nombre de Dios, sino porque ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles que hay en lo humano. Parafraseando un conocido texto del apóstol San Juan (cfr. 1Jn 4, 20), se puede decir que quien afirma que es justo con Dios pero no es justo con los demás hombres, miente: y la verdad no habita en él" (ECP, 52). "Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos - conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo-, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres" (ECP, 167).

b) El deber de usar rectamente los bienes, lo que implica la superación de la tendencia a caer en el consumismo, y, positivamente hablando, la llamada al desprendimiento y a la generosidad. "Si estamos cerca de Cristo y seguimos sus pisadas –escribe–, hemos de amar de todo corazón la pobreza, el desprendimiento de los bienes terrenos" (F, 997). Vivir la virtud de la pobreza, el desprendimiento de las cosas que se usan, significaba por eso para san Josemaría preguntarse "¿tengo yo los afectos de Jesucristo, y sus sentimientos, con relación a la pobreza y a las riquezas?" (F, 888). Y, en consecuencia, reaccionar: "Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor" (ECP, 111). Estimulando la generosidad magnánima, escribe: "No puede un cristiano conformarse con un trabajo que le permita ganar lo suficiente para vivir él y los suyos: su grandeza de corazón le impulsará a arrimar el hombro para sostener a los demás, por un motivo de caridad, y por un motivo de justicia (…)". Y a continuación, pregunta: "¿Cuánto os cuesta –también económicamente– ser cristianos?" (AD, 126).

c) La necesidad de no perder de vista la dimensión espiritual del hombre. San Josemaría puso siempre de relieve que el desarrollo debe ser integral y enseñó en consecuencia que la pobreza material, siendo un mal, no es el mayor de los males, y por tanto se debe aspirar a su superación con actitudes y medios que no dañen, sino que promuevan a la vez el bien integral del ser humano. En este sentido, rechazó el elogio de la violencia y toda visión dialéctica de la sociedad según la cual, para elevar el nivel social de los menos favorecidos, sería necesario hundir a los que tienen bienes. Defendió que en la vida social se debe actuar evitando odios y violencias, y, sin excluir que en situaciones graves pueden ser necesarias medidas fuertes, señaló que el camino adecuado es elevar positivamente el nivel de los menos favorecidos disminuyendo así eficazmente las desigualdades. Subrayó continuamente y con fuerza que es necesario vivir la solidaridad sin clasismos y sin exclusivismos de ningún género. Jesucristo ha venido a la tierra para traer la paz a todos los hombres, escribe en una homilía: "¡No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre. No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios" (ECP, 13). La gran sensibilidad que los cristianos han de tener para las injusticias sociales, aunque llena de impaciencia, no debe llevar a adoptar soluciones que se inspiren en la violencia o en la lucha de clases u otras posturas semejantes.

d) El reconocimiento del valor del trabajo profesional como medio privilegiado para contribuir al desarrollo social. El trabajo es fuente de creación de nuevos bienes y por tanto de progreso; posee, pues, intrínsecamente, un valor social. Para que se realice ese valor con plenitud, debe ser un trabajo bien llevado a cabo, con dominio técnico del campo o sector en que se ejerza, y estar informado por un espíritu de servicio y de solidaridad y, por tanto, tener intrínsecamente un valor social; de ahí la importancia de las actividades educativas y de formación, que capacitan así a las personas que se benefician, para que no sólo mejoren su posición sino contribuyan a su vez al desarrollo de los demás. Los pobres, escribe, "tienen necesidad del pan de la tierra que sostenga sus vidas, y también del pan del cielo que ilumine y dé calor a sus corazones. Con vuestro trabajo mismo, con las iniciativas que se promuevan a partir de esa tarea, en vuestras conversaciones, en vuestro trato, podéis y debéis concretar ese precepto apostólico [de trabajar: cfr. Ef 4, 28]" (ECP, 49).

3. Impulso a obras y tareas encaminadas a la promoción social

San Josemaría proclamó siempre la libertad de los laicos en todas las cuestiones temporales. Y consideró en todo momento, también con referencia a actividades o tareas encaminadas, por una u otra vía, a la promoción social, que él, como fundador del Opus Dei y como sacerdote, no debía arbitrar o sugerir soluciones técnicas concretas, sino proclamar un espíritu que llevara a los fieles laicos a humanizar y santificar las realidades terrenas contribuyendo así, desde dentro, a través de la cooperación y del trabajo cualificado, a corregir injusticias y promover la convivencia y la igualdad (cfr. ECP, 180, 184). Este modo de estimular la responsabilidad social de los cristianos ha conducido a la creación por parte de fieles del Opus Dei, en unión con otras personas, de una gran variedad de iniciativas para la promoción humana y social.

Enumeramos a continuación algunas a modo de ejemplo, clasificándolas en cuatro grupos:

a) Obras de promoción social: coherentemente con lo que antes se decía, el espíritu difundido por san Josemaría ha llevado con frecuencia a impulsar labores de promoción social en las que la capacitación ocupa un papel preponderante. Una de las primeras en esta línea surgió en México (Jonacatepec, 1952) en una antigua hacienda, Montefalco, en la que se puso en marcha una honda labor para la formación y preparación de campesinos y campesinas. Unos años después (1958) se inició Tajamar, una escuela a la vez deportiva y de formación técnica en uno de los barrios obreros de Madrid. En años sucesivos las iniciativas en esta dirección se multiplicaron: Peñaubiña, Oviedo (1963); Escuela agrícola Las Garzas, Chile (1963); Senara, Madrid (1964); Midtown Sports and Cultural Center, Chicago (1965); el Centro ELIS, Roma (1965), etc. Mencionemos también los colegios Strathmore y Kianda en Kenia (ambos en 1961), que además de contribuir a la promoción social fueron los primeros colegios interraciales en el Este de África.

b) Obras asistenciales: en Atlacomulco, México, en la hacienda Toshi, se puso en marcha un dispensario médico (1959) que continúa realizando una gran labor en todo su entorno. Tanto en vida de san Josemaría como después de su fallecimiento, hombres y mujeres del Opus Dei han seguido promoviendo labores de esta naturaleza adaptados en cada caso a las características y necesidades del país. Por ejemplo, en el Congo, el Hospital Monkole en Kinshasa; y en Madrid, Laguna, especializado en cuidados paliativos, etc.

c) Obras de formación cristiana de empresarios e industriales. La más conocida es el IESE, escuela de dirección de empresas de la Universidad de Navarra, que empezó su labor formativa en 1958. Como parte integrante de una formación empresarial de gran nivel, el IESE aspira a transmitir valores éticos que influyan en la responsabilidad social de las empresas, con la convicción de que las empresas son comunidades de personas llamadas a trabajar en un ambiente de confianza y con espíritu de servicio a la sociedad. Al IESE le han seguido otras instituciones semejantes en muy diversos países como, entre otros, Argentina, Filipinas, México y Nigeria.

d) Obras de voluntariado. Desde los inicios de su apostolado, san Josemaría espoleaba la generosidad de las personas a las que trataba, no sólo mediante las visitas a los pobres, ya mencionadas, sino también haciéndose acompañar a los hospitales en los que atendía enfermos, y organizando catequesis en los barrios pobres. Estas catequesis, que son un elemento imprescindible en la labor de formación del Opus Dei entre la juventud, reclaman dedicar voluntariamente y con asiduidad unas horas a la formación de niños y de niñas y, en ese sentido, constituyen un precedente de lo que, posteriormente, se suelen denominar obras de voluntariado. También en este campo las iniciativas en las que participan miembros del Opus Dei son muy numerosas: campos de trabajo en los más diversos países del mundo, bancos de alimentos, etc.

Terminamos con unas consideraciones de Mons. Alvaro del Portillo que resumen bien las enseñanzas y el espíritu de san Josemaría: "Dios quiere que permanezcáis en vuestro lugar. Desde ahí, podéis realizar –estáis realizando– una labor colosal en beneficio de los pobres e indigentes, de los que padecen ignorancia, soledad y dolor –en tantas ocasiones a causa de la injusticia de los hombres–, porque al buscar la santidad con todas vuestras fuerzas, santificando el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales, contribuís a informar la sociedad humana con el espíritu cristiano" (Carta 9-1-1993, n. 20, en Cartas de familia: AGP, Biblioteca, P17).

Martin SCHLAG

 «    PROSELITISMO    » 

En el Antiguo y en el Nuevo Testamento, "prosélito" es el extranjero convertido al judaísmo (cfr. KUHN, 1959, p. 303); a partir de este sentido, hay Padres de la Iglesia que lo aplican alguna vez a los conversos al cristianismo (cfr. SAN JUSTINO, Dialogus cum Tryphone, 28, 2; SAN AGUSTÍN, Contra Faustum, 16, 29). El proselitismo no es otra cosa que el "celo por ganar prosélitos" (Diccionario de la Real Academia Española, 200122), lo que equivale para un cristiano al celo por "ganar almas para Cristo", según la expresión paulina (cfr. 1Co 9, 19-22).

El término "se ha usado frecuentemente como sinónimo de actividad misionera [de la Iglesia]" (CDF, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización, 3-XII-2007, n. 12). Los autores de espiritualidad lo han empleado ampliamente durante siglos, tanto que "hacer proselitismo y difundir la fe cristiana (cristianizar, evangelizar), se consideraban, hasta hace poco, la misma cosa" (MONDIN, 2001, p. 380). Como ejemplo de este uso generalizado se pueden evocar unas palabras de Lacordaire: "como no hay cristiano sin amor, tampoco hay cristiano sin proselitismo" (LACORDAIRE, 1909, p. 101). Sólo recientemente, ya entrado el siglo XX, el vocablo ha sido objeto de polémicas; sin detenerse en ellas, nos limitaremos a considerar el uso de esa palabra en san Josemaría.

1. Presencia y significado del término en san Josemaría

El término proselitismo forma de hecho parte del vocabulario habitual de san Josemaría. Aparece ya en sus anotaciones manuscritas de la década de 1930 (cfr. CECH, p. 891). En Camino es el título de un capítulo (cfr. C, 790-812). Aunque sólo se encuentra siete veces en las obras publicadas hasta el momento, sale otras muchas en los escritos pendientes de publicación y en la predicación oral, como se puede ver por los fragmentos de estas fuentes reproducidos en los estudios sobre su vida y su mensaje (cfr. por ejemplo AVP, I, pp. 575-576, donde se cita la Instrucción, 1-IV-1934, dedicada al tema; AVP, II, pp. 284, 338, 487; BURKHART - LÓPEZ, I, 2010, p. 540).

También son numerosos los textos en los que, sin mencionar explícitamente la palabra proselitismo, se supone el concepto. Un ejemplo es el primer punto del capítulo "Proselitismo" de Camino: "¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ¡locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón… y muchas veces lo envilecen…, dejad eso y venid con nosotros tras el Amor?" (C, 790). Según Pedro Rodríguez, este texto deja claro "el sentido de la palabra «proselitismo» en la pluma del Autor: es la propuesta y la invitación a compañeros y amigos para compartir el «camino» que se ha descubierto" (CECH, p. 892).

En el ambiente cultural que circunda a san Josemaría, al menos en los primeros decenios de su predicación, el término tiene una inequívoca acepción positiva, por lo que se comprende que no se detenga a precisar el sentido en que lo emplea. Lo hará más tarde, al difundirse un significado negativo –presente en otros idiomas como el alemán (Proselytenmacherei)–, que incluye connotaciones de engaño o de coacción, elementos que san Josemaría excluye de raíz: "Existen palabras que se vuelven mentirosas. Hay hoy quienes afirman que hacer proselitismo no es cosa cristiana, que el cristiano debe exclusivamente dar testimonio. ¿Que no es cristiano hacer proselitismo? Es el Apóstol quien nos dice que fides ex auditu (Rm 10, 17), y para oír hace falta predicar, hacerse entender, insistir. Si por proselitismo, cambiando el sentido original de la palabra, entienden difundir la religión por medio de una propaganda comercial, o arrastrar a las almas con la violencia o con el engaño, tienen razón: porque Dios no quiere esclavos, sino amigos e hijos que le amen en libertad. Pero si por proselitismo entienden el esfuerzo apostólico por extender la buena nueva, por meterse –con delicadeza pero con verdad– en las vidas de los demás para hacerles conocer a Cristo; si piensan que eso no es cristiano, es que del cristianismo no conocen nada más que el nombre" (Carta 24-X-1965, n. 61: BURKHART-LÓPEZ, I, 2010, p. 540

San Josemaría valora el silencioso testimonio de una conducta íntegra, pero considera que no basta la mera presencia para llevar a cabo la misión apostólica. Es preciso procurar diligentemente, por medio de la oración, del ejemplo y de la palabra convincente y alentadora, que los demás sigan a Cristo. Se fija en la expresión "compelle intrare" (Lc 14, 23), "obliga a entrar", que el Señor pone en boca del padre de familia cuando envía a su siervo a los caminos para llamar a los invitados a las bodas. San Josemaría lo entiende como "una invitación, una ayuda a decidirse, nunca –ni de lejos– una coacción" (Carta 24-X-1942, n. 9: BURKHART - LÓPEZ, II, 2011, p. 271). La "santa coacción" mencionada en Camino, 387, es ese mismo "compelle intrare" respetuoso de la libertad: "no es como un empujón material, sino la abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que es testimonio auténtico de la doctrina; el cúmulo de sacrificios, que sabéis ofrecer; la sonrisa, que os viene a la boca, porque sois hijos de Dios (…). Añadid, a todo esto, vuestro garbo y vuestra simpatía humana, y tendremos el contenido del compelle intrare" (Carta 24-X-1942, n. 9: BURKHART - LÓPEZ, II, 2011, p. 271). "Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes [compelle intrare] con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto…, si alguno quiere venir en pos de mí… Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios: mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia Él (San Agustín, In loannis Evangelium, 26, 7)" (AD, 37).

2. Apostolado y proselitismo

El envío del Espíritu Santo en Pentecostés para atraer a todos los hombres y mujeres a Cristo formando la Iglesia, suscitó la cooperación de los apóstoles en el anuncio de la Resurrección, la llamada a la conversión y los bautismos. Meditando esta realidad, san Josemaría considera que el cristiano ha de cooperar con el Paráclito en la misión, que se prolonga durante la historia, de llevar a "todos, con Pedro, a Jesús por María" (ECP, 139). Esa cooperación la designa con los nombres tradicionales de "apostolado" y de "proselitismo". En general, el apostolado es anunciar a Cristo y el proselitismo invitar a otros a incorporarse a la Iglesia Católica o si ya forman parte de ella, a asumir con integridad las exigencias de la vocación cristiana, especialmente la del apostolado, de modo que se conviertan a su vez en apóstoles: hacer proselitismo es ser "apóstol de apóstoles" (cfr. C, 811, 920; S, 202; F, 871; ECP, 1, 147). Tomados en este sentido general, apostolado y proselitismo son conceptos muy próximos, pues de anunciar a Cristo (apostolado) a proponer la incorporación a la Iglesia o la coherencia plena con la vocación cristiana a la santidad y al apostolado (proselitismo), el paso es breve. De ahí que bastantes textos de san Josemaría sobre el uno se puedan aplicar también al otro.

Estos términos se encuentran también en las obras de san Josemaría con un sentido específico referido a la concreta misión apostólica de difundir el espíritu de santificación en medio del mundo, que Dios le hizo ver en 1928, y al desarrollo del Opus Dei para vivir y propagar ese espíritu. Tomados en este sentido específico, el apostolado y el proselitismo están tan próximos como cuando los emplea en el sentido general al que nos acabamos de referir. Esto se explica si se tiene presente que el apostolado que impulsa san Josemaría consiste en procurar que los fieles corrientes tomen conciencia de su vocación cristiana y se decidan a vivirla coherentemente en medio del mundo; y que el proselitismo que promueve consiste en proponer eso mismo, pero con un espíritu propio y unos determinados medios y modos, de forma que cuando plantea la incorporación al Opus Dei, simplemente está ofreciendo un espíritu y unos medios para responder a la llamada universal a la santidad y al apostolado sin abandonar el propio lugar en el mundo. En ningún caso considera el proselitismo como una labor particularista, porque su fin no es formar un grupo cerrado sino servir a todas las personas –"de cien almas nos interesan las cien" (S, 183), solía decir–; ni busca el bien de una parte (de una institución) por encima o independientemente del todo (la Iglesia universal), sino el bien del todo realizado a través de una parte. Para san Josemaría no hay dicotomía entre lo uno y lo otro. El proselitismo en cuanto llamada al Opus Dei es siempre edificación de la Iglesia, porque atraer al Opus Dei es ayudar a otros cristianos a que vivan plenamente su vocación a la santidad en medio del mundo y, por tanto, a que procuren "ser Iglesia" (AIG, p. 37).

La proximidad entre apostolado y proselitismo tiene otra manifestación característica. "Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida «para adentro»" (C, 961), escribe en Camino. Lo mismo vale para el proselitismo. En este caso san Josemaría hace referencia con frecuencia no ya a la vida "para adentro", en general, sino a lo que constituye el "centro y la raíz" (F, 69) de esa vida interior: la Eucaristía. El afán de proselitismo surge de la unión con Cristo en la Eucaristía, de ser "alma de Eucaristía", un alma embebida de los mismos sentimientos redentores de Cristo Jesús. Concretamente, el proselitismo específico que impulsa san Josemaría se dirige a poner a Cristo en la entraña de todas las actividades humanas. Por eso escribe: "Carísimos: Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32) (…). Mas, para cumplir esta Voluntad de nuestro Rey Cristo, es menester que tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía" (Instrucción, 1-IV-1934, nn. 1 y 3: BURKHART - LÓPEZ, I, 2010, p. 567). De ahí la recomendación: "Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía (…). Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas" (ECP, 156).

3. Derecho y deber

La doctrina cristiana enseña que "toda persona tiene derecho a escuchar la «Buena Nueva» de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación" (RMi, 46). "A este derecho le corresponde el deber de evangelizar" (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, 2007, n. 2), que no consiste sólo en exponer el Evangelio a otros sino también en "favorecer su conversión a Cristo y a la fe católica" (ibídem). Los documentos que se acaban de citar expresan una doctrina perenne, que se encuentra también en san Josemaría. El apostolado y el proselitismo cristianos son para él un derecho y un deber. "Tú, por cristiano, tienes el derecho y el deber de provocar, en las almas, la crisis saludable de que vivan cara a Dios" (F, 948). Este derecho y este deber se refieren no sólo al proselitismo en sentido general, es decir, a la atracción hacia la Iglesia, sino también con respecto a la propia vocación específica. "Proselitismo. –¿Quién no tiene hambre de perpetuar su apostolado?" (C, 809). En las enseñanzas de san Josemaría, "la dimensión «proselitismo» es connatural a la pluralidad de carismas e instituciones en la Iglesia" (CECH, p. 907).

El proselitismo es para san Josemaría muestra clara de amor a Dios y al prójimo, "señal cierta del celo verdadero" (C, 793), "señal cierta de tu entregamiento" (C, 810). No concibe que se pueda seguir a Cristo por un determinado camino de santificación sin el deseo de atraer a otros a ese mismo camino: "¡Cómo me duele que un sacerdote o un religioso no busque vocaciones para el seminario diocesano o para su noviciado! Casi siempre es señal de que ellos mismos no están contentos de su vocación (…). En cambio, cuando se ama esa predilección de Dios, que nos invita a colaborar con El, a corredimir, entonces (…) se tiene, no deseo, ¡hambre de pegar esa locura a otros! (…) Porque el bien, de suyo, es difusivo. Si yo gozo de un beneficio, necesariamente tendré deseos eficaces de que otros vengan a participar de esa misma felicidad" (palabras de la predicación oral, 29-XII-1959, citadas en BURKHART-LÓPEZ, III, cap. 6º, 2.2.2). Recordando la exclamación de Jesús, repetida frecuentemente a modo de jaculatoria: Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? (Lc 12, 49), fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda?, exhorta a contemplar el Amor que inflama el Corazón de Cristo y a desear que prenda en la propia alma: "dejemos que su impulso mueva nuestras vidas, sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo a conocer a quienes nos rodean: para que también ellos conozcan la paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad" (ECP, 170).

En su predicación, se detiene en los pasajes evangélicos de las pescas milagrosas para escuchar la voz de Jesús –"mar adentro y echad vuestras redes para la pesca" (Lc 5, 4; C, 792)– como una invitación perentoria a ser "pescadores de hombres" (Mt 4, 19; título de un capítulo de Surco). "¿Y será lícito meterse de ese modo en la vida de los demás? Es necesario. Cristo se ha metido en nuestra vida sin pedirnos permiso. Así actuó también con los primeros discípulos: pasando por la ribera del mar de Galilea vio a Simón y a su hermano Andrés, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: seguidme, y haré que vengáis a ser pescadores de hombres (Mc 1, 16-17). Cada uno conserva la libertad, la falsa libertad, de responder que no a Dios, como aquel joven cargado de riquezas (cfr. Lc 18, 23), de quien nos habla San Lucas. Pero el Señor y nosotros –obedeciéndole: id y enseñad (Mc 16, 15) – tenemos el derecho y el deber de hablar de Dios, de este gran tema humano, porque el deseo de Dios es lo más profundo que brota en el corazón del hombre" (ECP, 175). Es necesaria la acción apostólica, pero sin olvidar nunca que es Dios quien llama y que es preciso pedir su gracia: "La mies es mucha y pocos los operarios. –«Rogate ergo!» –Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe operarios a su campo. La oración es el medio más eficaz de proselitismo" (C, 800).

Javier LÓPEZ DÍAZ

 «    PRUDENCIA    » 

La prudencia es la virtud que dispone el espíritu a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios para realizarlo (cfr. CCE, 1806). Son por tanto actos de la prudencia el juicio sobre cuál es la acción más adecuada para alcanzar el bien, y el mandato para realizarla. San Josemaría recoge en una de sus homilías estos aspectos centrales de la virtud: "saber en cada caso qué es lo que conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones" (AD, 72). La prudencia se basa en la memoria del pasado, el conocimiento del presente y, hasta donde al hombre le es posible, en la previsión de las consecuencias de las decisiones. Indica la medida justa de las demás virtudes, entre el exceso y el defecto, entre la exageración y la carencia o la mediocridad.

1. La virtud de la prudencia en el contexto de las enseñanzas de san Josemaría

San Josemaría dedica a la prudencia la mayor parte de la homilía Vivir cara a Dios y cara a los hombres, y varios números de la dedicada a las Virtudes humanas, las dos recogidas en Amigos de Dios. También se refiere a la prudencia en bastantes puntos de Camino, Surco y Forja. Lo que dice en estos escritos es un reflejo de su estudio, de cómo vivía personalmente esta virtud y, en definitiva, de cómo ha de ser la vida del cristiano, en la que lo divino y lo humano se entrelazan.

En la homilía Virtudes humanas (cfr. AD, 73 ss.) el fundador del Opus Dei, partiendo del relato acerca del trato negligente que Simón el fariseo había dado a Jesucristo, hace notar que Jesús trae la salvación, no la destrucción de la naturaleza, de modo que en una vida auténticamente cristiana las virtudes teologales deben estar acompañadas de las virtudes humanas. Entre ellas, muy en primer lugar, la prudencia.

En la homilía Vivir cara a Dios y cara a los hombres (cfr. AD, 154 ss.), san Josemaría trata cuestiones centrales, como son: la prudencia, que nace de un amor a Dios "con el corazón entero", y de una conciencia responsable del deber de luchar por la santidad propia y del prójimo; la relación entre la prudencia, la justicia y la caridad; la fortaleza en el ejercicio de la prudencia, que lleva a actuar aunque duela y suponga sufrir; la prudencia como un compromiso serio con la verdad, para no ser falsos maestros; y que las normas de la prudencia son las normas dadas "por la recta conducta, por la edad, por la ciencia del buen gobierno, por el conocimiento de la flaqueza humana y por el amor a cada oveja, que empujan a hablar, a intervenir, a demostrar interés" (AD, 158).

La prudencia juega un papel fundamental en el obrar cristiano, ya que, iluminada por la fe y animada por la caridad, orienta a buscar y realizar el bien de forma concreta. Hablar de dignidad de la existencia humana y de santidad no es asunto sólo de proclamar o "aceptar un simple postulado teórico, sino de realizarlo día a día, en la vida ordinaria" (CONV, 62). No se trata sólo de saber en qué consiste ser cristiano –ni en términos más amplios en qué consiste ser una persona cabal–, sino en vivir como tal. Y a este efecto la prudencia es decisiva, ya que es la virtud que sitúa en el hoy y el ahora, y en lo que esa coyuntura concreta reclama.

Ser prudentes es dejar que la verdad del ser de Dios y del mundo, hondamente experimentadas, se conviertan en regla y medida del propio querer y obrar (cfr. PIEPER, 2003, p. 82). La prudencia hace posible que el obrar sea real, verdadera y eficazmente manifestación del amor. Resulta por eso, recalca san Josemaría en la homilía Vivir cara a Dios y cara a los hombres, necesaria, "imprescindible", a todo ser humano y especialmente a "cualquiera que se halle en situación de dar criterio, de fortalecer, de corregir, de encender, de alentar" (AD, 155).

2. Aspectos propios del ejercicio de la virtud

Los párrafos que la homilía Virtudes humanas dedica a la prudencia comienzan con una cita de la Escritura que sitúa, ya de entrada, el enfoque desde el que san Josemaría considera esta virtud: "el sabio de corazón será llamado prudente" (Pr 16, 21). La prudencia está relacionada con la inteligencia; más aún, radica, según enseña la tradición filosófica, en la razón práctica, es decir, en la razón en cuanto que se orienta y vuelca hacia la praxis, hacia la acción. Pero presupone el deseo y el amor del bien. Es esto lo que distingue la prudencia de la astucia, y también de esa prudencia de la carne de la que habla san Pablo (cfr. Rm 8, 6): "la de aquellos que tienen inteligencia, pero procuran no utilizarla para descubrir y amar al Señor. La verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios y, en esa vigilante escucha, recibe en el alma promesas y realidades de salvación" (AD, 87).

El amor tiene, pues, una función fundante: el fin y la intención son los que rigen la acción humana. Pero se requiere igualmente conocimiento de la realidad, sin el que no se podría realizar el bien. La buena voluntad o la buena intención no bastan. Es necesaria la consideración de las realidades sobre las cuales versa la acción, y de las circunstancias concretas que la acompañan. El ser humano no puede refugiarse en la mera evocación de lo que pudo haber sido o perderse en la imaginación de lo que tal vez algún día será: ha de actuar hoy y ahora; y la prudencia es, parafraseando a Claudel, esa paciente luz que alumbra lo inmediato.

En la homilía Virtudes humanas san Josemaría recuerda los tres actos, que, según santo Tomás de Aquino (cfr. S. Th. II-II, q. 47, a. 8), están implicados en la prudencia –pedir consejo, juzgar rectamente y decidir–, comentándolos a continuación. "El primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación: la virtud de la humildad. Admitir, en determinadas cuestiones, que no llegamos a todo, que no podemos abarcar, en tantos casos, circunstancias que es preciso no perder de vista a la hora de enjuiciar. Por eso acudimos a un consejero; pero no a uno cualquiera, sino a uno capacitado (…). Después es necesario juzgar, porque la prudencia exige ordinariamente una determinación pronta, oportuna. Si a veces es prudente retrasar la decisión hasta que se completen todos los elementos de juicio, en otras ocasiones seria gran imprudencia no comenzar a poner por obra, cuanto antes, lo que vemos que se debe hacer; especialmente cuando está en juego el bien de los demás" (AD, 86).

Recorriendo los escritos del fundador del Opus Dei, se pueden encontrar muchos textos en los que glosa uno u otro de esos pasos en el ejercicio de la prudencia. Citemos algunos a modo de ejemplo:

- "Fe, alegría, optimismo. –Pero no la sandez de cerrar los ojos a la realidad" (C, 40).

- "Llegad al fondo de los problemas; no os quedéis en la superficie" (AD, 160).

- "No juzguéis sin oír a las dos partes. –Muy fácilmente, aun las personas que se tienen por piadosas, se olvidan de esta norma de prudencia elemental" (C, 454).

- "¡Mañana!: alguna vez es prudencia; muchas veces es el adverbio de los vencidos" (C, 251).

- "No confundas la serenidad con la pereza, con el abandono, con el retraso en las decisiones o en el estudio de los asuntos. La serenidad se complementa siempre con la diligencia, virtud necesaria para considerar y resolver, sin demora, las cuestiones pendientes" (F, 467).

- "¿Planificarlo todo? –¡Todo!, me has dicho. –De acuerdo; es necesario ejercitar la prudencia, pero ten en cuenta que las empresas humanas, arduas u ordinarias, conservan siempre un margen de imprevistos…, y que un cristiano, además, no debe cerrar el paso a la esperanza, ni prescindir de la Providencia divina" (F, 729).

Cerremos este rápido recorrido por los escritos de san Josemaría haciendo referencia a dos actitudes que siempre procuró inculcar. La flexibilidad para saber adaptarse a cada situación, sin atarse a la rigidez de una "estéril casuística" (AD, 222), que en el fondo procede de la soberbia o de un exacerbado temor a equivocarse. Y la disposición a rectificar: "no es prudente el que no se equivoca nunca, sino el que sabe rectificar sus errores" (AD, 88). "Hay cosas que haces bien, y cosas que haces mal. Llénate de contento y de esperanza por las primeras; y enfréntate –sin desaliento– con las segundas, para rectificar" (S, 68).

3. La prudencia en la vida de san Josemaría

En los párrafos anteriores han quedado expuestas algunas facetas de la virtud de la prudencia, tal y como nos la describe san Josemaría. Se trata, como ya decíamos, de textos nacidos de la experiencia, y que tienen respaldo en su propia vida. Sin pretender hacer una exposición amplia al respecto apuntamos, aunque sea brevemente, algunas facetas especialmente relevantes de la biografía de san Josemaría.

Prudencia en el ejercicio del ministerio sacerdotal

El sacerdocio ministerial implica servicio, deseo de acercarse a todas las almas y esto, a su vez, requiere discernimiento, capacidad de advertir lo que cada persona necesita. San Josemaría estuvo dotado de este don, como lo certifican muchas personas que le trataron. En la dirección espiritual tenía un respeto grande por cada alma: huía de las "recetas" prefabricadas. Nunca vinculó a su propia persona a quienes acudían a él en busca de orientación y criterio: no se consideraba propietario de las almas, sino que las llevaba a Cristo y fomentaba en ellas un hondo sentido de la libertad, sin la que es imposible agradar a Dios.

Poseía gran vitalidad, cualidades personales y experiencia, pero no se dejaba llevar por la improvisación, sino que para sus meditaciones, homilías y charlas se apoyaba en las fuentes sólidas de la Sagrada Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. Sabía además acomodarse a las personas a las que hablaba; lo hacía de forma espontánea, pero también como fruto de la meditación y del estudio, de su oración impetrando a Dios lo que solía calificar como "don de lenguas", es decir, la capacidad para expresar el rico mensaje de la fe cristiana de modo que pudiera ser entendido por todo tipo de personas.

Prudencia de gobierno

La misión de fundador del Opus Dei, es decir, el hecho de saberse impulsado por Dios no sólo a proclamar una doctrina –la llamada universal a la santidad en medio del mundo–, sino a promover una institución que encarnara esa doctrina y la difundiera, llevó a san Josemaría a ser un hombre de gobierno. Su prudencia en este campo puede documentarse haciendo referencia, sea a actuaciones concretas, sea al modo como configuró el Opus Dei y a los consejos que dio respecto a su gobierno. Centrémonos en este punto.

San Josemaría estableció que la estructura y organización de gobierno del Opus Dei en sus distintos grados debía ser colegial, basado en la responsabilidad de quienes formaran esos organismos y en la confianza mutua. Cada una de las personas que componen los diversos órganos de gobierno, debe asumir plenamente su propia responsabilidad, manifestar libremente su parecer, sin refugiarse en el anonimato de una falsa prudencia. Era muy firme en esta materia y no toleraba que por urgencia u otros motivos no se contase con todas las personas que, según los asuntos, debían intervenir.

Procuró en esto, como en todo, ir por delante. Aunque, como fundador, habría podido en muchos casos decidir solo, quiso contar siempre con la opinión de las personas que constituían el gobierno correspondiente, también cuando se trataba de gente joven. Este modo de actuar era un estímulo a la responsabilidad y una escuela de formación para quienes asumían funciones de dirección. Y del que se hizo portavoz también en sus escritos dirigidos al público en general, como, por ejemplo, en estos dos puntos de Surco: "Las decisiones de gobierno, tomadas a la ligera por una sola persona, nacen siempre, o casi siempre, influidas por una visión unilateral de los problemas. –Por muy grandes que sean tu preparación y tu talento, debes oír a quienes comparten contigo esa tarea de dirección" (S, 392). "Una norma fundamental de buen gobierno: repartir responsabilidades, sin que esto signifique buscar comodidad o anonimato. Insisto, repartir responsabilidades: pidiendo a cada uno cuentas de su encargo, para poder «rendir cuentas» a Dios; y a las almas, si es preciso" (S, 972).

Prudencia en la vida de relación

Los seres humanos vivimos en sociedad, nuestras palabras y nuestras acciones son no sólo escuchadas o vistas por quienes nos rodean, sino también valoradas. Forma parte de la prudencia tomar conciencia de este hecho, y tenerlo presente en el modo de actuar. San Josemaría fue consciente de esta realidad, y de lo que reclama en el sacerdote, ya desde el principio. Cabe recordar como dato significativo que, cuando era sacerdote joven, procuraba manifestarse siempre con plena ecuanimidad y dominio de sí, con una madurez y gravedad que estuviera incluso por encima de su edad. De ahí este punto autobiográfico de Camino: "¡Cómo la pedía –¡Señor, dame… ochenta años de gravedad! – aquel clérigo joven, nuestro amigo! Pídela tú también, para el Sacerdocio entero, y habrás hecho una buena cosa" (C, 72; cfr. cfr. AVP, I, p. 215).

Como suele ocurrir cuando se abren caminos nuevos, san Josemaría conoció la incomprensión y la crítica. De esta realidad se encuentran diversos ecos en sus escritos. A todos –escribe– "nos conviene aprender a ser prudentes", pero especialmente –añade– "a los que, metidos en el torrente circulatorio de la sociedad, deseamos trabajar por Dios" (AD, 155). Pero si la prudencia es necesaria, también lo son la sencillez, la naturalidad y la confianza en los demás. De ahí que la recomendación mencionada se una con otra: "no seáis cautelosos, desconfiados" (AD, 156). Y más adelante "Repito: prudentes, sí; cautelosos, no. Conceded la más absoluta confianza a todos, sed muy nobles. (…) Prefiero exponerme a que un desaprensivo abuse de esa confianza, antes de despojar a nadie del crédito que merece como persona y como hijo de Dios. Os aseguro que nunca me han defraudado los resultados de este modo de proceder" (AD, 159).

4. Prudencia y confianza en Dios

Podrían citarse más ejemplos de las huellas de un actuar responsable en la vida de san Josemaría, pero pueden bastar los mencionados. No podemos terminar, sin embargo, sin subrayar una faceta de la virtud de la prudencia muy característica en su doctrina y en su vida. Ya se ha señalado que estudiaba detenidamente los problemas y consideraba las medidas para que la labor apostólica pudiera desarrollarse eficazmente; en otras palabras, que no desdeñaba los medios humanos, pero conviene añadir que cuando, aun encontrándose ante una tarea difícil, incluso aparentemente irrealizable, veía clara cuál era la Voluntad de Dios, actuaba con una fe y una confianza totales en el auxilio divino. Estaba convencido de que si Dios pedía algo, aunque humanamente pudiera parecer una imprudencia, había que lanzarse a la acción, pues Dios daría los medios.

Así lo vivió. Así lo enseñó a vivir. Y así lo dejó escrito en relación tanto a las obras apostólicas como a la vida espiritual: "En las empresas de apostolado, está bien –es un deber– que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2…" (C, 471). "Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el conocimiento de tu miseria. –Es verdad: por tu prestigio económico, eres un cero…, por tu prestigio social, otro cero…, y otro por tus virtudes, y otro por tu talento… Pero, a la izquierda de esas negaciones, está Cristo… Y ¡qué cifra inconmensurable resulta!" (C, 473).

No es por eso extraño que pusiera la prudencia en relación con una actitud que puede parecer contrapuesta: la audacia. Lo hizo con frecuencia, uniéndolas -esto explica la conexión entre ambas realidades– a través de la confianza en Dios: "¡Dios y audacia! –La audacia no es imprudencia. –La audacia no es osadía" (C, 401); "No hagas caso. –Siempre los «prudentes» han llamado locuras a las obras de Dios. –¡Adelante, audacia!" (C, 479). Puntos de Camino que se completan con este otro de Surco en el que la audacia es presentada como fruto de una fortaleza informada por la fe: "Audacia no es imprudencia, ni osadía irreflexiva, ni simple atrevimiento. La audacia es fortaleza, virtud cardinal, necesaria para la vida del alma" (S, 97).

Prudencia, audacia, atención a las realidades humanas y a sus exigencias, fe, oración, han de estar, en la vida del cristiano, hondamente unidas. De ahí que san Josemaría pudiera concluir su homilía sobre las Virtudes humanas con una invocación a Santa María, Virgo fidelis, Virgo prudens, con la que también estas páginas pueden terminar: "Acudamos a María, Madre nuestra, la criatura más excelente que ha salido de las manos de Dios. Pidámosle que nos haga hombres de bien y que esas virtudes humanas, engarzadas en la vida de la gracia, se conviertan en la mejor ayuda para los que, con nosotros, trabajan en el mundo por la paz y la felicidad de todos" (AD, 93).

Marlies KÜCKING

 «    PUERTO RICO    » 

El Opus Dei comenzó su labor apostólica estable en Puerto Rico en 1969. San Josemaría no pudo visitar la isla, pero acompañó siempre con su oración y su aliento el trabajo desarrollado allí por sus hijas y por sus hijos.

1. Antecedentes

La primera referencia a Puerto Rico conocida en la vida de san Josemaría viene recogida en el punto 704 de Camino. Recuerda una visita a un monasterio, que era el de Silos: en esa visita el fundador del Opus Dei acompañó a José María y Ginés Albareda, y a un matrimonio, formado por Dionisio Trigo –representante oficioso del Gobierno español en Puerto Rico en la fecha en que ocurrió el suceso (13-VII-1938)– y Sara de Orbeta, originaria de Puerto Rico. Es ésta la "señora extranjera" a la que alude ese punto de Camino (cfr. CECH, pp. 822-824).

Más cercano al comienzo de la labor de la Obra en Puerto Rico, en 1969, está el hecho de que varias personas portorriqueñas pidieron la admisión. Lolita Román lo hizo en febrero de 1956 en Chicago. Había conocido la Obra a raíz de un viaje apostólico de don José Luis Múzquiz a Puerto Rico en la década de los cincuenta. Casi a la par, en 1957, en Madrid se incorporó al Opus Dei otra portorriqueña, Diana de Guzmán. En 1963 don Antonio Modesto García, socio de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, se trasladó a Puerto Rico, donde vivió aproximadamente diez años. En 1967 inició círculos y retiros mensuales para hombres y otros para mujeres. Recuerda don Antonio que había conocido a san Josemaría en 1963, y que, al enterarse de su traslado a la Isla, le dijo: "No estamos solos nunca. Estamos más cerca de quienes más nos necesitan. Y tú vas a ser uno de éstos". Escribió varias veces a san Josemaría, quien en 1964 le contestó de su puño y letra: "Querido Antonio: que Jesús te me guarde. Me dio mucha alegría tu carta… ¿Cuándo comenzaremos corporative en Puerto Rico? Si tú te empeñas –oración, mortificación, trabajo, alegría–, muy pronto".

Había, por lo demás, diversas personas que leían Camino asiduamente. Este fue el caso de Ángel Franco, un profesional portorriqueño que era cooperador de la Obra. Ángel escribió una carta a san Josemaría, con fecha de 10 de mayo de 1967, en la que ofrecía colaboración para hacer el Opus Dei en Puerto Rico. Dirigió la carta a "Mons. Escrivá, Roma", sin más señas. El fundador del Opus Dei le contestó en carta del 8 de junio con cariño y agradecimiento; y los miembros de la Obra en Estados Unidos le facilitaron el encuentro con don Antonio Modesto García.

El terreno estaba preparado cuando algunos fieles del Opus Dei comenzaron a viajar establemente a Puerto Rico. En mayo de 1968 lo hicieron los sacerdotes Daniel Cummings y Robert Bucciarelli, procedentes de Washington, e Ismael Sánchez Bella y Francisco Jiménez Huertas, de la Universidad de Navarra. Fr. Dan y Fr. Bob visitaron a Luis Aponte Martínez, arzobispo de San Juan, que les expresó su deseo de tener a la Obra en su archidiócesis.

En Semana Santa de 1969 fueron, desde Washington, Ismael Virto y Fr. Jay Meroño para atender un curso de retiro. Asistieron los que después serían los primeros supernumerarios y cooperadores de Puerto Rico. También en abril de 1969 hubo otro curso de retiro para mujeres que atendió Amparo Arteaga, que viajó desde Boston.

2. Inicio de la labor estable

El 17 de junio de 1969 llegó Fr. Jay Meroño para vivir en Puerto Rico. Sebastián Massó, Doctor en Derecho y economista, viajó el 30 de junio, acompañado de Ismael Sánchez Bella, profesor de la Universidad de Navarra, que permaneció unas semanas durante las que presentó los recién llegados a las personas que conocía de viajes anteriores. Poco después, llegaron Jorge Menéndez, el 9 de julio, y José María Medina el 1 de agosto; ambos fueron más tarde profesores de la Universidad de Puerto Rico. El 6 de agosto lo hacía el sacerdote Ignacio Repáraz. El 15 de agosto se pudo dejar el Santísimo en el primer sagrario de Puerto Rico, aunque no fue hasta el 6 de enero de 1970 cuando pudieron tener el oratorio definitivo del primer Centro: Guaymar.

El 11 de noviembre de 1969 llegaron a San Juan desde Estados Unidos, Amparo Arteaga, que empezó muy pronto a trabajar como tutora de inglés, y Ana María Brunori. El 17 de diciembre viajó desde España Diana de Guzmán, después de pasar por Roma y recibir la bendición de san Josemaría. Diana fue profesora de inglés en diversos colegios de enseñanza media y más tarde docente universitaria. Se les unió en junio de 1970 el resto del equipo: Paz Sánchez, y otras dos portorriqueñas, Isabel Trío y Tania Díaz González. Comenzaron en Santurce el primer Centro de mujeres. Isabel y Tania trabajaban además como profesoras en la Universidad de Puerto Rico.

San Josemaría siguió muy de cerca los inicios. Ignacio Vilá –uno de los primeros supernumerarios– recibió respuesta pronta a una carta suya de aquella época: el Padre se unía de todo corazón a la acción de gracias al Señor que "ha hecho realidad nuestro deseo de que comenzara la labor apostólica de la Obra en Puerto Rico". En sucesivas cartas que escribió en 1970 –el 3 de febrero y el 24 de marzo– encontramos expresiones en el mismo sentido: "Dios Nuestro Señor espera mucho de Puerto Rico". "Constantemente os tengo presente y os encomiendo, para que vuestra labor vaya creciendo con paso firme y seguro". "El Señor premiará con creces vuestra fidelidad y vuestro empeño para llevar la paz y la luz de Cristo a las almas". "Que os queráis mucho, que me cumpláis fielmente las Normas y que seáis muy proselitistas".

3. Síntesis histórica del desarrollo de la labor apostólica hasta el fallecimiento de san Josemaría

Además de la labor con profesionales que se venía haciendo desde tiempo antes, empezaron en 1969 las actividades para universitarios y estudiantes de escuelas superiores y, en diciembre de 1970, se inició el Club Bairá para chicos jóvenes. Todas estas labores se atendían desde Guaymar, Centro situado en San Juan, en la calle José Martí, 815. Ya en los primeros meses se comenzaron a hacer viajes a Ponce, y para marzo de 1973 habían solicitado la admisión los primeros supernumerarios ponceños. En 1973 se consiguió una finca con casa de campo –Paloblanco– en el noreste de la isla y se atendieron allí los cursos de retiro, las convivencias de formación y también –en verano– campamentos para jóvenes.

Yaurel, el primer Centro de mujeres situado en la calle Sagrado Corazón, 468, en Santurce, atendía la formación de estudiantes, madres de familia, profesionales, y a las niñas del Club Coquí. Desde Yaurel se dirigían también proyectos apostólicos en varios pueblos de la zona montañosa del centro del país, que había visitado don José Luis Múzquiz en los años cincuenta. En diciembre de 1972 Yaurel se trasladó a una sede más grande en Guaynabo. Allí se multiplicaron las asociadas del Club de niñas, y se comenzaron seminarios de educación familiar. En 1975, se amplió nuevamente la sede de Yaurel para atender la creciente labor con universitarias.

En febrero de 1975 se desplazaron a Caracas más de cien portorriqueños para estar con san Josemaría en el que sería su último viaje a América. Casi todos le veían y oían por primera vez. Ese encuentro supuso un espaldarazo definitivo para el trabajo apostólico en Puerto Rico, el último país en el que se comenzó labor estable en vida de san Josemaría.

Georgina PIÑERO PRIETO