El Fundador del Opus Dei
Romanizar la Obra
1. La Sede Central
2. Gobernando entre Roma y Madrid
3. La hora de Dios
4. Los primeros supernumerarios
Aun cuando don Josemaría no había viajado a Roma más que con la imaginación, abrigaba desde su temprana juventud un sentimiento de íntima nostalgia por emprender la romería que le condujera a la vera de Pedro, el Vicario de Cristo en la tierra. Deseo acuciante que, de modo muy singular, siempre estuvo vivo en su alma y que representa una faceta esencial de la universalidad del Opus Dei. Don Josemaría la encerró en una emblemática jaculatoria, resumiendo en tres palabras los amores del cristiano: omnes cum Petro, ad Iesum per Mariam (1). El anhelo de instalarse junto a Pedro, levantando una Sede Central (2 )en Roma, era una meta en lejana perspectiva, que expresamente anotó en sus Apuntes en 1931:
Sueño con la fundación en Roma -cuando la O. de D. esté bien en marcha- de una Casa que sea como el cerebro de la organización (3).
Es oportuno advertir, sin embargo, que el modo y momento en que surgió aquella casa no fue resultado de sus cálculos, ni propósito premeditado. Salió, como todo lo que se refiere a la fundación del Opus Dei, del esfuerzo personal del Padre y trayendo impreso el sello de Dios. Es más, en el caso presente mediaron circunstancias totalmente imprevisibles para el Fundador e incluso contradictorias con su voluntad, porque don Josemaría fue a Roma en 1946 muy a pesar suyo y sin ninguna intención de quedarse. Sin embargo, una breve estancia en la Ciudad Eterna avivó llamaradas de amor en su espíritu, que era el espíritu del Opus Dei:
Si queréis vivir con plenitud el espíritu de nuestra Obra -recomendaba-, procurad llegaros a Jesucristo yendo vosotros bien unidos a nuestra Madre. Así se hará realidad aquel afán que nos come las entrañas: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam. Hoy, en esta Roma, el ¡cum Petro! parece que sale más del alma (4).
Este afán de que habla el Fundador era claro don divino, como había tenido ocasión de comprobar años atrás, el día aquel en que el Vicario General de Madrid le dijo que le habían acusado ante el Santo Oficio. Su reacción inmediata fue de confianza filial en la Iglesia y en el Papa:
¡Roma! Agradezco al Señor el amor a la Iglesia, que me ha dado. Por eso me siento romano. Roma, para mí, es Pedro. […] de Roma, del Papa, no puede venirme más que la luz y el bien. -No es fácil que este pobre sacerdote olvide esa gracia de su amor a la Iglesia, al Papa, a Roma. ¡Roma!
Mariano (5).
En un primer momento, don Josemaría pensó en Roma como avanzadilla apostólica y por este motivo fueron José Orlandis y a Salvador Canals para hacer allí estudios eclesiásticos. En 1946, cuando don Álvaro del Portillo vuelve a Roma por segunda vez, tomó cuerpo la idea de conseguir una vivienda. Así fue; en cuanto terminaron de recoger las cartas comendaticias de los Cardenales, y puestas en marcha las primeras gestiones para obtener el Decretum laudis, don Álvaro y Salvador se dedicaron a buscar casa, porque el piso que ocupaban tendrían que desalojarlo, tarde o temprano (6). En aquel inseguro mercado de la posguerra, en que los precios estaban por los suelos, podían adquirirse auténticas villas-palacios por cantidades irrisorias. Tal oportunidad no volvería a presentarse en el futuro, como bien razonaba don Álvaro, pensando en la futura sede central de la Obra; aunque -añadía- "el inconveniente único para la compra, salvo la falta de dinero en España, […] es la enorme inestabilidad política de aquí" (7).
En éstas estaban cuando se les echaron encima los acontecimientos. Quedaron interrumpidas las gestiones y, de momento, acabaron las caminatas, en busca de casa, para ser reemplazadas por las visitas a la Curia y a las amistades eclesiásticas y civiles. Hacía justamente una semana que había llegado el Fundador a Roma y, vistas las condiciones de vida y falta de espacio en el piso de Città Leonina, escribía a los del Consejo General que era imprescindible adquirir casa (8 )en Roma; bien que tal deseo, teniendo en cuenta los apuros económicos que pasaban en España, sonase a auténtica locura. En efecto, siguiendo las indicaciones y consejo de algunos dignatarios de la Curia, y especialmente de Mons. Montini y Mons. Tardini, se hizo a la idea de adquirir cuanto antes, como Sede Central del Opus Dei en Roma, una casa digna y representativa (9). Y, a su paso por Madrid, estudiando sobre el terreno las posibilidades económicas, que eran prácticamente nulas, el Fundador cogió fuerzas y optimismo para enfrentarse económicamente con la casa grande que necesitaba. El Padre se movió esos días con absoluta fe, pero sin resolver el asunto económico, porque el dinero no aparecía por ninguna parte. A pesar de todo, estaba convencido de que vendría. La cuestión era cómo y cuándo (10).
En noviembre retornó el Fundador a Roma y se puso a buscar con empeño renovado la tan ansiada Villa. La primera que halló y le satisfizo era una casa vecina a Villa Albani. El domingo, 24 de noviembre, cuando todos los de Città Leonina la conocían, al menos por fuera, se entretuvieron en dar nombre a su sueño. Por lo que se deduce del diario, parece ser que el Padre ya había escogido nombre para la Villa: "Durante la comida hemos estado bautizando la nueva casa -cuenta el cronista-: el Padre ha dicho que se llamará Villa Tevere" (11). Mientras tanto, para ir calmando el deseo, don Josemaría compraba cosas en los ropavejeros de Roma. Ahora sólo falta -decía a sus hijos- que el Señor nos dé las casas para meter todo esto (12).
Se acercaba la Navidad. Seguían buscando. La Villa soñada no aparecía. El Padre, ante la envergadura de los dos problemas que tenía encima -la casa y el Decretum laudis- pedía más oración:
Que continúen pidiendo, in-sis-ten-te-men-te, por todo lo de Roma. No olvidéis tampoco que conviene resolver ge-ne-ro-sa-men-te el problema del dinero para la casa de nuestra curia romana: esto es capital. Hacedme, con la gracia de Dios, un milagro muy grande (13).
Llegó el Año Nuevo y el Padre seguía reclamando oración, porque -insistía- sólo así saldrá bien (14).
Corrían las semanas y continuaba enfocando el asunto con filosofía sobrenatural:
¿La casa? No sé: la primera dificultad es que no tenemos dinero. Pero esa dificultad no supone mucho, porque llevamos cerca de veinte años saltándonosla a la torera. La dificultad grande podría ser que no supiéramos mover el Corazón de Jesús, con nuestra vida… corriente, alegre y heroica… y vulgar (15).
Acababa el mes de enero de 1947 y todavía no se había promulgado la tan esperada Provida Mater Ecclesia, ni se había resuelto el asunto del dinero. Con todo, el Fundador estaba seguro de que el Señor no les dejaría en el desamparo; y ofrecía a sus hijos la fórmula salvadora:
Que estéis alegres y optimistas siempre. Que la gente me cumpla las Normas -oración, mortificación sonriente, trabajo-. Que duerman y coman lo necesario. Que descansen y hagan deporte. Y todo saldrá: antes, más y mejor (16).
La carta a los del Consejo General, de 7 de febrero, está cargada de alegría. El Decretum laudis, les anuncia, es cuestión de días: la cosa parece felizmente acabada. En cuanto a Villa Tevere, el Padre seguía armado de un sano escepticismo, aunque, como refiere, los acontecimientos de última hora hacían renacer nuevas esperanzas:
El asunto de la casa es un pesadilla. Si se presenta una ocasión oportuna, haremos el contrato, para pagar en tres meses, como ya os anuncié. Esta mañana llamó por teléfono la duquesa Sforza -la conocimos por el embajador Sangróniz- ofreciendo una villa: ayer vino un intermediario, con varias, y, por teléfono, nos habló anoche el avvocato D'Amelio de otra casa más. Veremos (17).
Sí que surgieron esperanzas, porque el diario de Città Leonina registra que el 8 de febrero salieron a ver casas y que una de las que podían interesar era una villa en el Parioli, que había ocupado la Embajada de Hungría. Estaba sito el inmueble en viale Bruno Buozzi 73. El propietario de la villa era el conde Gori Mazzoleni, que tenía amistad con la duquesa Sforza-Cesarini, y deseaba tratar directamente con el posible comprador, lo cual era una gran ventaja para éste, pues los intermediarios hacían subir los precios de manera notable. El Fundador la recorrió de arriba abajo. Enseguida se dio cuenta de que respondía a las necesidades previstas, e informó de ello a Mons. Montini, que le comentó: "no dejen escapar esa casa, porque al Santo Padre le dará mucha alegría que estén ustedes ahí. El Santo Padre la conoce, porque, cuando era Cardenal Secretario de Estado, ha ido allí a visitar al Almirante Horty, entonces regente de Hungría" (18).
Decidido a adquirirla, el Fundador encargó a don Álvaro hacer las gestiones precisas con los abogados del propietario, sin olvidar lo que con motivo de la busca decía a sus hijos: Pongámonos en el lugar de un padre de familia que tuviese que comprar una casa que cuesta varios millones (19).
"En las primeras negociaciones -refiere don Álvaro- logramos reducir mucho la cantidad que había fijado el propietario; sin embargo, no disponíamos ni siquiera de esa cifra. Aparte de pedir ayuda a amigos y conocidos, pensamos en hipotecar la casa, pero para eso necesitábamos tener el título de propiedad, que, a su vez, no se podía conseguir sin pagar al menos una parte del precio" (20).
Quedaron pendientes los tratos hasta que el Padre se resolvió a decidir inmediatamente la cuestión de la casa (21).
¡La casa! -escribía a los del Consejo el 27 de marzo-. Seguimos las gestiones: no sé cuántos días llevo ofreciendo la Santa Misa, por esto: esperemos que se resolverá pronto (22).
Efectivamente, el 10 de abril pedía a sus hijas de la Asesoría Central:
Seguid encomendando la casa de Roma: creo que se hará la escritura de compra mañana, pero quedará el rabo por desollar: pagar los millones que cuesta (23).
El mismo don Álvaro cuenta la historia de aquel duro trance:
"El Padre me indicó que fuera a ver al propietario, y tratara de convencerle de que se conformara con un adelanto de unas monedas de oro, y que el resto se lo pagaríamos en el plazo de uno o dos meses. En efecto, disponíamos entonces de algunas monedas de oro, que el Fundador del Opus Dei guardaba para hacer un vaso sagrado. Fui a ver a ese señor con esta propuesta, mientras el Padre se quedaba en casa rezando intensamente". La entrevista fue un éxito, aunque el propietario exigía que el pago se hiciera en francos suizos. Cuando se lo comenté al Padre, me respondió: ¡qué más nos da! Nosotros no tenemos ni liras, ni francos; y al Señor le da igual una divisa que otra (24).
Aquella postrera reunión con los abogados del propietario fue, por parte de don Álvaro, un gesto heroico de docilidad y de fe en el Fundador. Porque, ¿qué otra persona hubiese ido -con optimismo y persuasión invulnerables- a intentar obtener una villa a cambio de unas pocas monedas?
* * *
Pero no era el Padre tan ingenuo como para cantar victoria a pleno pulmón, dando el asunto por concluido. Lo del rabo por desollar resultó ser una verdad tan dura como el pago de las cantidades convenidas en el contrato de compraventa. La finca en cuestión, antigua Legación de Hungría ante la Santa Sede, estaba ocupada por unos funcionarios húngaros que, acogiéndose a una pretendida inmunidad diplomática, no parecían dispuestos a desalojar el edificio. Enseguida se percató el Padre de que no iba a ser fácil que dejasen la vivienda aquellos abusivos inquilinos, que no podían invocar ningún derecho a vivir allí, y menos la inmunidad diplomática, pues hacía tiempo que Hungría había roto sus relaciones con el Vaticano. Esa sede central del Opus Dei era como el complemento material del Decretum laudis, pero al Fundador le saldría más cara de lo que preveía, aunque no se hacía ilusiones tampoco a este respecto:
Queridísimos: Gracia de Dios y buen humor. Ésta es la consigna que procuro no perder de vista, ni cuando se ve con claridad que va a ser molestísimo el asunto de tomar posesión de nuestra casa: el panorama, humanamente hablando, no puede presentarse más desagradable. Pero, dejemos este asunto: encomendadlo (25).
El 22 de julio de 1947 decidieron trasladarse de Città Leonina a Bruno Buozzi. La mudanza se hizo por camión, que en un solo viaje se llevó los muebles, utensilios y demás enseres de la casa, salvo lo que era encargo dado por el Padre a Dorita Calvo, con la advertencia de empaquetar personalmente los ornamentos y vasos sagrados y llevarlos consigo, sin perderlos nunca de vista (26).
A la finca, en adelante Villa Tevere, se entraba desde la calle por un portalón, que daba acceso a un jardín, hasta entonces relativamente cuidado, con arbustos, laureles, pinos, eucaliptos e higueras. A mano izquierda, a la entrada, estaba la casa de los porteros. De allí arrancaba el jardín, en suave pendiente, hasta el emplazamiento de la casa principal. A esta casa, de momento fuera de su alcance, le llamaban Villa Vecchia, aunque era una construcción de los años veinte, de estilo florentino, y con tres pisos (27).
En vista de las infructuosas tentativas para que los diplomáticos húngaros desalojaran, hubo que acondicionar la vivienda de los porteros. No era grande, pero de allí salieron dos casas independientes. La planta baja se destinó a residencia; y la correspondiente a las mujeres de la Administración se instaló en el primer piso. Aquella vivienda, con un toque de eufemismo, se conocía como el Pensionato. Los arquitectos hicieron lo posible, sobre los planos, para ganar espacio y separar debidamente las dos casas. La cocina se convirtió en comedor. De un lavadero se hizo una salita. El planchero se acomodó en un pasillo angosto, donde vivían, se movían y trabajaban cinco personas (28). La planta baja se componía de tres pequeños cuartos y, desde luego, no suponía ninguna mejora en comparación con el piso de Città Leonina (29). Victoria López-Amo, que se incorporó a la Administración poco antes del traslado, destaca, de manera discreta, cómo se procuró salvar el decoro y dignidad del oratorio en ámbito tan limitado: "Todo tenía que adaptarse a espacios muy reducidos. Se instaló el oratorio en una habitación muy chiquita, y aunque provisional, todo quedó muy digno y francamente acogedor.
Sobre el altar un crucifijo de estilo bizantino que daba devoción. Y en una pared lateral el cuadro de la Santísima Virgen […]. Al lado del cuadro había una pequeña repisa para poder poner un florero. Cuando el oratorio ya estuvo en condiciones, el Padre nos pidió que arregláramos un florero para ponérselo a la Madonna" (30).
Nada da idea tan acertada de la estrechez que se padecía en el Pensionato como el ingenio de aquellas mujeres para ganar espacio por elevación, ya que no era posible por superficie, según refiere una de ellas: "Cuando llegó la Navidad, el Padre nos dijo que teníamos que poner un Nacimiento. Como no había sitio, lo colocamos debajo de una ventana, con piedras del jardín y todo lo que pudimos, lo más alto posible, para que sobresalieran las figuras que nos había traído el Padre. Nos dijo que parecía de siete pisos, y que iba a encargar que le hiciesen una fotografía, porque no había visto nunca un Nacimiento con tantos pisos" (31).
* * *
Desde un primer momento el Padre concedió la categoría de casita pequeña a la vivienda del Pensionato. No con desdén sino con jovialidad, y hasta con simpatía, porque era el camino para poder lograr pronto la villa grande (32). Detrás de aquellos diplomáticos húngaros, reacios a dejar la villa, veía una prueba, por parte de Dios; y una rabieta, por parte del diablo:
Se ve -comenta- que al diablo le molesta. Pero Dios no pierde batallas (33).
Decidió, pues, tomar la situación con calma y no bajar la guardia con incesante oración, manteniendo día y noche un asedio invisible, acompañado de una decidida presencia de vigilancia desde el Pensionato. Más pronto o más tarde, la Villa Vecchia terminaría por rendirse.
A finales de julio estaba el Padre en Molinoviejo, con el pensamiento puesto en sus hijas cuando les escribía:
Que Jesús me guarde a mis hijas de Roma.
Queridísimas: Aquí estoy en Segovia, y hay muchas cosas buenas que contar […]. ¿Qué tal os prueba la casa nueva? ¿Ya vais encomendando, de veras, al Señor que nos dejen en paz los húngaros? (34).
Molinoviejo estaba a pleno funcionamiento. El Fundador dedicó los meses de verano de 1947 a la formación de sus hijas y de sus hijos. En la primera mitad de septiembre emprendió un largo viaje de dos semanas, recorriendo el norte de España, de Galicia a Bilbao. Visitó los nuevos centros y conoció los nuevos miembros de la Obra, al tiempo que buscaba dinero y charlaba con los Obispos, informándoles sobre el Opus Dei. En estas labores de gobierno le cogió el mes de noviembre, en que, por fuerza, hubo de presentarse en Roma, cuando el alud de peticiones de aprobación, hechas por entidades religiosas del carácter más heterogéneo, amenazaba con desnaturalizar, todavía más, los Institutos Seculares.
Entraban en el invierno y el frío se hacía sentir en el Pensionato; y de manera más aguda lo padecía el Padre, tan sensible a los rigores del calor y a las bajas temperaturas. De ello hace mención en una carta escrita en vísperas de la Navidad de 1947:
Las Navidades -con un frío tremendo- he de pasarlas en Roma, aunque procuraré volver cuanto antes a España.
Ha llamado esta mañana, por teléfono, Mons. Dionisi, para decir que el Cardenal Vicario ha concedido el permiso para que pongamos una residencia de universitarios. El problema está claro: no se trata de alquilar ahora el local, pero es evidente que hemos de comenzar a movernos, si ha de quedar la casa montada en el verano, con el fin de comenzar la labor en el próximo curso escolar. ¿Dinero? Vendrá: vendrá, porque sin labor con estudiantes no tendremos en marcha la Obra, con la fuerza que pide nuestro espíritu, jamás (35).
Como se ve, nunca rechazaba un ofrecimiento serio de trabajar en favor de las almas, con la excusa de que carecía de dinero. Aceptaba, sin quejas ni melancolía, lo que consideraba una conclusión lógica: no hay más remedio que pedir limosna.
A comienzos de 1948 don Josemaría tenía una carga aplastante de problemas económicos. Y, contra lo que pudiera esperarse, no por ello detenía la carrera de la expansión apostólica de la Obra, ni se replegaba, a la defensiva, en una exclusiva vida de piedad. La primera parte del refrán español: a Dios rogando y con el mazo dando, la cumplía rigurosamente. De lo que no estaba tan seguro era de si él, y sus hijos, cumplían la segunda con igual empeño; aunque justo es reconocer los muchos apuros económicos que estaban pasando, porque el agobio de sacar adelante la Sede Central no era más que el primer episodio de una larga cadena de contradicciones. No exagera, pues, el Fundador cuando escribe desde Roma a los del Consejo General:
nunca me he dado tan malos ratos por la cosa económica. Y no es que haya disminuido mi confianza en Dios, sino que aumentando esa confianza, a la vista de tantas providencias del Señor, aumenta también en mí la convicción de que hemos de poner siempre todos los medios humanos. Como consecuencia, a mi vuelta haremos un estudio orgánico -frío- de la expansión de la Obra, teniendo en cuenta todo lo que ya está más o menos en marcha (Roma, París, Milán, Londres, Dublín, Coimbra, Lisboa, Chicago, Buenos Aires), pero sin olvidar la parte económica de la labor (36).
Sobradamente se percataba don Josemaría de las exigencias financieras, resultado de sus audacias apostólicas, y de que a más de uno le pasaría por la imaginación que el Padre fantaseaba en lo económico. Adelantándose a ello, les advierte, con plena conciencia de la situación:
Sigo preocupándome, ya lo escribí antes, y dándome cuenta de todo. Pero… aún es tiempo de hacer locuras, si se hacen con la cabeza: Dios tampoco nos faltará (37).
Jamás cruzó por la mente de sus colaboradores el pensamiento de que don Josemaría no hacía desde Roma todo lo humanamente posible en la desagradable tarea de pedir dinero. En todo caso, se ofrece humilde y voluntariamente a mendigar donde le indiquen:
no diréis que me desentiendo, cuando casi es una obsesión: para mi vuelta, pensad a qué personas podría ir yo a pedir limosna (38).
La noticia con que cierra la carta tampoco era de las que levantan felizmente los ánimos. (En efecto, el jueves 29 de enero de 1948, para ser precisos, sucedió que Ignacio Sallent fue a recoger unas cartas a la oficina de Iberia, junto a plaza de Venecia. Dejó el coche en la calle, cerrado con llave, y en los pocos minutos que tardó en salir se lo robaron. Ya llevaban siete días sin coche, que les era esencial para los desplazamientos). Con absoluta libertad -les dice el Padre-, sabiendo que otro coche saldría por unos mil doscientos dólares, decidid si se compra o no; sin olvidar que aquí no hay dinero y sería necesario inventarlo en esa administración (39).
Justamente un mes más tarde, en carta fechada el 4 de marzo de 1948, comunica a sus hijos de Madrid que saldrá de Roma el día 12. Pues bien, en el curso de un mes el frío, la humedad, el hambre (40 )y las constantes preocupaciones económicas causaron tal estrago en la salud de los habitantes del Pensionato, que no es casual coincidencia que todos sufrieran, a la par, males y dolencias. El Padre, tratando de disimular un tanto su triste condición, refiere con un toque forzado de humor:
¿Sabéis que hace dos días me desperté con todo el lado izquierdo de la cara paralizado, la boca torcida, el ojo izquierdo sin poder cerrarlo, ¡una facha!? Pensé: ¿será hemiplejia? Pero el resto del cuerpo está normal y ágil. El profesor Faelli asegura que es una bromita del clima romano: reuma. Ahora mismo os escribo con alguna molestia, porque, al caerse la ceja sobre el ojo, veo medianamente.
Estoy muy contento: me miro al espejo y puedo contemplar, por el lado izquierdo, mi cadáver, porque parece cosa muerta: hasta se me ha quedado media frente tersa, sin arrugas, y me hago la ilusión de que, con esta muerte, rejuvenezco.
Bueno: no os preocupéis, porque todo esto no es nada. Tomo salicilatos, me acuesto antes y me pongo una bolsa de agua caliente. Es cuestión de paciencia. Creo que no habrá suficiente motivo para retrasar el viaje.
Pedid por mí. Pedid que ame de veras al Señor: que me porte siempre como Él quiere: porque su Opus Dei es -debe ser siempre- una Escuela de Santidad en medio del mundo, y sería una pena que este fundador sin fundamento se quedara a la cola, debiendo ir a la cabeza. Una pena y una gran responsabilidad, seria (41).
No recobró la salud el Padre y tuvo que posponer su viaje a Madrid. El 11 de marzo, aunque andaba muy mal de un ojo, despachó la correspondencia. A los del Consejo General les habla del estado de don Álvaro:
Álvaro nos cayó enfermo ayer, con unas anginas al parecer tremendas. Con ese motivo, le hice quedarse en la única cama que tenemos, y yo duermo en la que ponen por la noche en la salita. Da mucha alegría vivir esta efectiva pobreza, más dura de ordinario que la de los religiosos: siempre, como San Alejo, debajo de la escalera. -Hoy, con la medicación del prof. Faelli, está el enfermo prácticamente bien, pero no le dejo levantar, aunque él insiste… más de lo que debiera (42).
Y en carta a las de la Asesoría Central les cuenta:
Hoy han hecho la segunda operación a Encarnita: es recia, varonil -no, femenina- para el dolor: estoy muy contento de ella y de todas las que están en Roma (43).
Pasó otra semana y don Josemaría seguía sin mejorar. Por sus cartas se percibe el lastimoso estado en que se hallaba:
Roma, 18 de marzo, 1948
Que Jesús me guarde a mis hijos.
Queridísimos: La semana anterior, cuando llegó el correo de España -¡vuestras cartas!- andaba con unas pequeñas molestias, que no me dejaban ver normalmente con el ojo izquierdo. Tenía el paquete de correspondencia en la mano, y sentía una gran tentación -no de curiosidad, de cariño- por leer todo aquello. Por fin, me dieron las dos de la madrugada hablando con el Señor y con vosotros, después de repasar despacio hasta la última carta: flojo estuve. No sé por qué puse una vez más, pero con más detenimiento, la mirada sobre un mueble de la habitación donde estoy escribiendo: hay allí cuatro borriquitos, que los Reyes me trajeron de España, trotando… Yo me divierto a ratos, haciéndoles ir para aquí o para allí cambiándolos de dirección, pero nunca se me ocurre separarlos: van junticos los cuatro, fraternales, con su carga abundante, inalterables, firmes. Hice mi examen, con remordimientos por el desorden: me dormí sonriendo, pensando en vosotros y en mí, y diciéndole al Señor en nombre de todos: ut jumentum factus sum apud te!… (44).
Se sometió a un tratamiento de diatermia, sin que cediera su parálisis facial a frigore. Continuaba asimétrico, como de sí mismo decía; con la faccia storta, contrahecha la cara. Siguió en Madrid con la diatermia, sin mejoría, pero con el ánimo levantado. (En cuanto esté mejor -escribe a don Álvaro-, me lanzo por ahí a pedir limosna) (45).
En la correspondencia de esa primavera de 1948 va dejando el Fundador rastro combinado de sus viajes, sufrimientos y humillaciones, en medio de una gran paz y alegría, al comprobar personalmente la madurez de la labor apostólica que se está llevando a cabo por toda España. Es suficiente echar una ojeada somera a un par de cartas para cerciorarse de ello:
Madrid, 13 de Abril, 1948.
Que Jesús me guarde a mis hijos de Roma.
Queridísimos: Comienzo a escribiros cuando ya están todos durmiendo, porque mañana pasaré el día fuera de Madrid y no sé si podré encontrar tiempo. De todas formas, he de ser breve ya que el ojo izquierdo no acaba de estar bien […].
No ha sido posible enviar ahora más dinero. Sigo las gestiones […]. Muchas visitas, con mi cara aún torcida. Todos los días he comido fuera de casa. ¡Es terrible y es inevitable! […]. ¡Ya está bien! Me duelen los ojos, es muy tarde, y acabo.
A todos esos hijos que los recuerdo con cariño. Que pido mucho por Italia… ¡por el Papa! y también por mis hijos. ¡Alvarico!: ¿cuándo te podrás venir? Hay aquí un trabajo agobiante (46).
La segunda carta está fechada en Madrid, 21 de abril:
Queridísimo Álvaro: un montón de cosas, rápidamente, para que no se me cargue la vista si escribo demasiado. ¡Aún no puedo rezar el breviario! Me he vuelto analfabeto: ni leo, ni escribo.
(A continuación va un sinfín de encargos y preguntas, un auténtico montón de asuntos, expuestos apretadamente).
A fines de mes, iré a Barcelona a pedir limosna. Después bajaré a Málaga, me detendré con Herrera (47 )un día (me ha escrito una carta cariñosa invitándome), y luego a Granada y Sevilla. ¡Si vieras qué pocas ganas tengo de viajar! Me cuesta también mucho ver gente y más gente: y no tengo más remedio, si he de servir a Dios. Siempre como fuera de casa, y -créeme- voy a rastras, porque soy poco mortificado. Paciencia […].
Sé que te das cuenta de que me callo algunas penas, que nunca faltan (48).
Prosiguió don Josemaría con sus visitas, pidiendo limosna; y el 20 de mayo regresó a Roma. Vivía el Fundador sujeto a un programa de trabajo que ejecutaba a rajatabla, sin tratar de burlar dificultades. En junio tenía ya trazado el plan de viajes hasta bien entrado el otoño: en la segunda mitad de ese mes recorrería el sur de Italia, Calabria y Sicilia principalmente, aunque sabía que se encontraría con fuertes calores, de esos que hacen acordarse del Purgatorio. El 2 de julio iría a España, donde pensaba aprovechar las vacaciones de verano de sus hijas y de sus hijos, que asistían a los cursos de formación de la Obra, para empujarlos apostólicamente. Y luego, a mediados de octubre, visitaría Oporto y Coimbra (49).
Cumplió fielmente su programa en Italia, en España y en Portugal (50). Conforme a lo previsto, llegó a Coimbra el 12 de octubre, aunque un poco malucho. Por lo que cuenta en carta a los de Roma, más cierto sería decir que bastante enfermo:
Mi viaje a Portugal -les escribe desde Molinoviejo- fue muy divertido, porque estuve enfermo todo el tiempo: al llegar a Coimbra, en cuanto saludé al Señor, hube de meterme en cama. Sin embargo, no dejé de hacer una escapada a Porto, donde tenemos una casa bastante grande, con un poco de jardín, que recuerda en más pequeño a la de Ferraz 16. Como aún no hemos podido comprar muebles, nos sentamos en el suelo -¡como tantas veces!: bendita pobreza- y charlamos y cantamos y reímos. Vuestros hermanos portugueses valen un Perú. Algunos no me conocían: estaban contentísimos de ver a este fundador sin fundamento, con el buen humor de siempre (51).
Más de dos años llevaba el Padre yendo y viniendo, como una lanzadera, entre España e Italia. Ensanchaba la Obra y mendigaba dinero. El 30 de diciembre de 1948 salió por sexta vez para Roma; y el 11 de febrero de 1949 estaba otra vez de vuelta en España. Sus estancias en Madrid no eran, por supuesto, jornadas de descanso:
Álvaro - le escribe el Padre el 28 de febrero-: Mañana salgo para Córdoba, pasado dormiré en Granada, y al día siguiente me iré a pasar veinticuatro horas con Herrera. Luego, vuelta a Granada -un par de días-, y de nuevo a Madrid. Después iré otros dos días a Valladolid -he estado ayer y anteayer-, porque hace falta (52).
Antes había estado en Valencia y hecho otras muchas gestiones. Pero la novedad era que, a principios de febrero, los funcionarios húngaros habían dejado la Villa (53). El Padre se puso inmediatamente en movimiento, decidido a buscar gente para Roma y recursos económicos para las obras. Éstos fueron, entre otros, los motivos de su ida a España, antes de cumplir con un prometido viaje a Portugal.
La rendición de la Villa Vecchia, tras año y medio de asedio espiritual por los del Pensionato, según recomendación expresa del Padre, acabó con un gesto de cortesía por ambas partes. De la Villa enviaron un gran ramo de gladiolos; y don Josemaría correspondió con una botella de coñac de buena marca, que Rosalía, la doncella, les llevó a los húngaros, vestida con su mejor uniforme y de guante blanco (54).
El 23 de abril estaba el Padre, de vuelta en Roma, listo para atacar definitivamente el problema de la Sede Central del Opus Dei. Sin pérdida de tiempo se presentó el proyecto de obras. En mayo esperaban con impaciencia la obtención del permiso de edificar (55). El 9 de junio de 1949 comenzaron las obras (56).
No más de seis semanas llevaban los obreros en Villa Tevere, cuando estaba ya consumida la reserva de fondos para las obras. Naturalmente, esto no le cogió al Padre por sorpresa; aunque le preocupaba no haber hallado entretanto ninguna otra nueva fuente de financiación o de ingresos. Ocurriese lo que ocurriese, no pensaba suspender las obras. A su entender, lo que estaba sucediendo era señal inequívoca de que habría que ir adelante, y con mayor fe aún, como animaba a los del Consejo General:
Aquí también andamos ahogadísimos de dinero -gracias a Dios- y seguros en la fe de que hay que seguir adelante, como sea, en estas obras materiales que son maravilloso instrumento para un mañana tan próximo que se toca con las manos. Puntualizaré en la próxima carta. Humanamente no se ve salida. Y hay que salir. Y hacer todo lo propuesto. Quiero que acudáis al Corazón Inmaculado de María, con más seguridad que nunca: sub tuum praesidium!… (57).
Tres días más tarde les volverá a escribir:
Ante las dificultades económicas que vivimos, no hay más remedio que poner los medios sobrenaturales y agotar los humanos […].
A Dios rogando, pues, y con el mazo dando. Aquí mucho trabajo y grandes perspectivas. Por falta de dinero no se deben dejar de hacer las cosas: ¡hay que encontrar cuartos!
Que hagan particularmente los de Molinoviejo una novena a la Madre del Amor Hermoso, por esto (58).
Pasó otro mes y el Padre escribía a sus hijos de México:
Roma, 29 de agosto, 1949
Que Jesús me guarde a esos hijos.
[…] Álvaro se fue a España hace casi un mes, para ver si podemos resolver un poco las preocupaciones económicas que tenemos en Italia. No sé hasta qué punto encontrará solución, porque allí gracias a Dios están también con el agua al cuello (59).
Esta actitud de valiente optimismo, frente a una palpable y visible penuria, caracteriza a un empresario de gran talla sobrenatural. Pero más asombroso todavía es su comentario al sentir que la pobreza estrujaba a la Obra por todas partes: gracias a Dios -dice- también están en España ahogados de dinero y con el agua al cuello (60).
En esos momentos empezaban el Padre y sus hijos a padecer con mayor crudeza la anunciada pobreza de veras, pobreza encantadora. Laus Deo! (61). Pobreza aceptada, voluntaria y amorosamente, con todas sus consecuencias: preocupaciones, hambre, sustos, enfermedad, incomodidades y fatiga, sueño e insomnios…; y alegría, orden, laboriosidad, humillaciones, serenidad y lucha ascética; y oración con fe, amor y esperanza. Por todo esto, que estaba pronto a descargar, daba gracias anticipadas, consciente de que aún tenía mucho que hacer en esta vida, como confesaba con gran sencillez a sus hijos:
¡Y yo que creía, ingenuamente, que ya me podía morir! Verdaderamente sería cosa cómoda (62).
* * *
Si, alzando el vuelo, echamos la vista atrás, no podrá menos de intrigarnos la actividad viajera del Fundador entre 1946 y 1949. Durante tres años estuvo yendo y viniendo, de Madrid a Roma y de Roma a Madrid. En tres años cabales se registran siete viajes entre España e Italia: la séptima vez que deja Madrid es el 23 de abril de 1949. Pues bien, con esa fecha se asienta en Roma y si, de allí en adelante, hace alguna escapada apostólica será siempre para regresar a su base, esto es, a Villa Tevere. Con anterioridad, Roma o Madrid habían reclamado, alternativamente, su presencia. Más de trescientas cartas se conservan del espacio que media de junio de 1946 a junio de 1949. Esa correspondencia habla, bien a las claras, de la atracción ejercida por Roma, es decir, de su trabajo y actividades en Italia, que fueron polo de acaparamiento de sus energías. Por el contrario, sus estancias en Madrid vienen exigidas siempre por algo imprevisto o extraordinario, por lo general sucesos ineludibles.
En efecto, por lo que va dicho, se saca la impresión de que las causas que le obligaban a salir de viaje eran casi siempre ingratas. No es de extrañar, por lo tanto, que si el Fundador tenía que ir de un lado para otro no lo hiciera, precisamente, de buen grado. En junio de 1946 salió en el J.J. Sister a petición de don Álvaro, que se consideraba desgastado de tanto importunar en la Curia para que diesen salida a los trámites para aprobar las nuevas formas. En noviembre de ese mismo año tuvo que volver, porque el Decretum laudis estaba pendiente de concesión. Doce meses más tarde, porque la avalancha de solicitudes, que amenazaba con desvirtuar la naturaleza de los Institutos Seculares, le forzó a dejar de nuevo Madrid. En fin, últimamente, en la primavera de 1949, porque tuvo que enfrentarse con el problema de las obras de la Sede Central.
De otra parte, en la correspondencia datada en Roma, es decir, en las cartas enviadas a Madrid, se advierte la solicitud del Fundador, impaciente por echar una mano en los muchos negocios de gobierno que no podía atender directamente desde Roma. Unas veces parece pedir disculpas a los del Consejo General por su prolongada ausencia (ya ves que es menester alargar mi estancia en Roma) (63); en otras, da explicaciones por su retraso (el Señor ha dispuesto que también pase estas Navidades fuera de España) (64); o ansía volver a verlos (ya es cuestión de una semana mi estancia aquí. Hasta luego) (65); o se lamenta, en fin, de la lentitud con que marchan las cosas en Roma (Está visto que pasaré estas Pascuas en Roma) (66).
Esto viene a corroborar, como veremos, que España era entonces, para la Obra, la reserva de gente madura, y la cantera de nuevos miembros. En España se hallaban los medios imprescindibles para sustentar la labor. En ella residía el Consejo General y la Asesoría Central, órganos de gobierno de toda la Obra, para hombres y mujeres, respectivamente. Durante esos tres años que van de 1946 a 1949 se da el estirón definitivo en España, hasta el punto de que lo que sigue es ya desarrollo encauzado. También se producen en dicho trienio los primeros saltos a otros países. Todo lo cual explica el porqué Madrid fue para el Fundador polo de atracción durante ese período.
Otro punto que hubo de tener en cuenta el Fundador era evitar que le involucrasen en cuestiones sociopolíticas (67). Fue en Roma donde algunos dignatarios de la Santa Sede, con autoridad para ello, le aconsejaron que no diese ni siquiera ocasión remota de que le achacaran falsedades: si no le ven a usted, no se podrán inventar calumnias nuevas, le decían (68). Don Josemaría aceptó gustoso el consejo que, a fin de cuentas, no era otro que su viejo lema: ocultarse y desaparecer (69).
Sin embargo, por encima de todas estas razones estaba su primero y más venerable propósito, que era el de romanizar la Obra. Al considerar, por lo tanto, que había motivos en pro y en contra para justificar su presencia en Madrid, tomó la prudente resolución de dividir su tiempo y pasar, de cuando en cuando, cortas temporadas en España. Pero la verdad es que no tuvo que forzarse mucho para llegar a esa conclusión, porque vino impuesta por las necesidades mismas del gobierno de la Obra. De modo que Roma, providencialmente, fue el centro hacia donde gravitaba la Obra, a la vera del Vicario de Cristo.
De hecho el Fundador, ayudado por don Álvaro del Portillo como Procurador General, gobernó el Opus Dei desde Roma. Sin embargo, el resto del Consejo General y la Asesoría Central (que asisten al Padre, hoy Prelado del Opus Dei, como órganos del gobierno central) residían en Madrid por aquel tiempo. Esta solución provisional en que el Consejo General estaba dividido, con autorización de la Santa Sede, entre Roma y Madrid, no carecía de inconvenientes. El Fundador los compensaba con su dedicación, una copiosa correspondencia, y frecuentes viajes de coordinamiento (70).
El Fundador concedía un prudente margen a los miembros del Consejo que residían en Madrid para que deliberasen y gobernaran colegiadamente:
En mi ausencia -les escribe en un primer período- continuad estudiando las cosas y resolvedlas de común acuerdo los que formáis el Consejo (71).
La naturaleza misma del Fundador, detallista y atento siempre al pormenor, facilitaba este entenderse a distancia. Pero si las circunstancias de tiempo, modo o lugar lo requerían, dejaba al buen criterio de sus hijos la decisión, sin intentar imponer un punto de vista personal, deformado tal vez por la distancia: Desde aquí no se ven con todo detalle las cosas -les confesaba en otra ocasión-. Por eso, no toméis a la letra lo que os voy a decir (72).
Evitaba que se repitiera lo que refiere la historia de los Oidores en la época colonial española. Cuando llegaban a las Audiencias del Nuevo Mundo los mandamientos del Consejo de Indias, algunas veces elaborados y dictados con desconocimiento de las circunstancias peculiares del lugar en que habían de ejecutarse, los señores Oidores, en señal de acato a la autoridad, colocaban los papeles sobre sus cabezas al tiempo que exclamaban: se obedecen, pero no se cumplen. El riesgo que podía correr el Fundador era de distinto género. ¿Cómo entender si lo que decía el Padre era una sugerencia, una indicación, o era, por el contrario, un deseo que quería ver cumplido? De ahí nacía alguna que otra equivocación, que muestra la exquisita disposición de sus hijas y de sus hijos para llevar a cabo, con mil amores, cualquier deseo del Padre.
Un suceso de este tipo ocurrió en Los Rosales, en la casa de Villaviciosa de Odón. Un día se recibió en la Asesoría Central carta de Roma en la que, con otros muchos asuntos de gobierno, venían aisladas este par de líneas:
¿Por qué no ponéis alguna colmena en un rinconcito de Los Rosales? Quizá no sea conveniente, pero estudiadlo (73).
Lo estudiaron, tomándolo por deseo explícito del Padre más que por una sugerencia. Y por el comentario del Padre en carta desde Roma, mes y medio más tarde, se entrevé la voluntad de sus hijas por complacerle, no obstante sus reservas sobre el tener que compartir amigablemente el jardín con las abejas:
¡Claro, que no hay que poner colmena en Los Rosales! (74).
Durante los años en que el Fundador estuvo largas temporadas ausente de Madrid dejó claramente establecidos los encargos que debían sacar adelante el Consejo y la Asesoría. Tres eran sus intenciones. En ellas estribaba el desarrollo del Opus Dei; a saber: más hombres y mujeres para sacar adelante la Obra, más Centros para formarles y más sacerdotes para antenderlos espiritualmente: Tres puntos por los que estoy en una oración continua, a pesar de mis miserias, y por los que pido intensamente en la Santa Misa cada día (75).
Transcurrió un año, y volvía a repetir esos tres puntos, en los que resumía todas sus actuales preocupaciones (76). Como siempre, la cabeza de don Josemaría hervía con proyectos apostólicos. No le faltaban jamás iniciativas, pero sí medios materiales, tiempo y gente. Sus planes, aunque realistas y concretos, tenían aspiración universal y metas, por el momento, inasequibles:
El mundo es muy grande -¡y muy pequeño!- y es preciso extender la labor de polo a polo (77).
Los proyectos de expansión caminaban sobre dos ruedas. Por un lado la gente. Por otro, los edificios en que iban a tener su sede las obras apostólicas. Estos dos elementos, el humano y el material, unas veces marchaban a la par y, otras, desparejados. En el último período de los años cuarenta, por ejemplo, las mujeres seguían atrasadas en número en comparación con los hombres. (Me hago cargo de la escasez de personal, que ahí tenéis (78), les escribía el Padre). Pero no por eso cejó en sus planes de crecimiento, seguro de que a la postre todas las necesidades quedarían ajustadas. La conclusión que sacaba ante un panorama erizado de obstáculos era siempre la misma: que Dios no le defraudaría. Pero su optimismo, apoyado en motivos sobrenaturales, recibía además el impulso de una recta y constante voluntad de superación. De manera que si había de exponer una triste realidad, o censurar algo, o dar cuenta de un aprieto, su narración acababa siempre con una nota de victoriosa y positiva alegría:
Como pronto podremos contar con dos edificios nuevos -La Pililla y Molinoviejo- para Centros de Estudios y con las casas de Santiago y Barcelona […] y como se necesitará gente para las residencias de estudiantes de Roma, Lisboa y Dublín (más tarde, al año siguiente: París, Chile, Colombia, Méjico y Argentina); y como será menester comenzar con la labor del campo y con la imprenta y con la clínica… ¡hace falta gente! Y hace falta formarla cada día mejor.
Miro el porvenir con mucho optimismo: veo ejércitos de hijas mías de todos los países, de todas las razas, de todas las lenguas. Basta con que las primeras hagan lo que puedan -¡con alegría!- por corresponder, obedeciendo -ancilla Domini- cada día con más empeño (79).
La necesidad de que se incorporasen más mujeres al Opus Dei, como se ve por esta carta, era urgente. Especialmente se hacía sentir la de numerarias auxiliares, para el buen funcionamiento del conjunto de la Obra. Uno de los remedios sugeridos por el Padre era que en la administración de las residencias que se iban a abrir, como ocurriría en Granada en el otoño de 1947, las empleadas del hogar no fuesen de la Obra: de ese modo entiendo -escribe a la Asesoría- que allí saldrán muchas vocaciones de sirvientas (80). Pasados los meses, en las cartas que le llegaban de sus hijas se reflejaba una clara impaciencia. Los frutos no aparecían y el Padre se vio obligado a tomar la pluma para recomendarles calma (81).
Don Josemaría, como Fundador y Padre, llevaba las riendas de gobierno y tenía presentes a sus hijas ante el Señor: estoy en oración constante por ellas -dice- para que sean santas, alegres y eficaces, sin pequeñeces (82). Y como buen director de almas y experto conocedor de la psicología femenina, enfrentaba a sus hijas con los fantasmas fabricados por la imaginación: gigantes de humo, penas sin sustancia, que podrían llevarlas a complicarse innecesariamente la vida, por no sujetar a tiempo las especulaciones. ¿Qué era todo aquello sino pequeñeces desorbitadas por la ficción?:
Que estén contentas siempre esas criaturas -servite Domino in laetitia!- y que sean muy sinceras; que sujeten la imaginación, que no se inventen penas innecesarias, y que sepan vivir nuestra vida de servicio a la Iglesia con toda su grandeza en las cosas vulgares, pequeñas y ordinarias: allí está Dios (83).
Y se lo vuelve a recordar:
que no se compliquen la vida, inventándose penas y conflictos por pequeñeces sin categoría, que hay que olvidar inmediatamente, después de ofrecérselas alegremente al Señor. Y así serán sencillas, humildes, optimistas, eficaces: almas de oración y de sacrificio, según el espíritu de nuestra Obra. ¿Por qué no ser felices -gaudium cum pace!-, cuando el Señor nos quiere felices? (84).
De cuando en cuando llegaban a manos del Padre en Roma los fajos de cartas que le escribían sus hijas y sus hijos. Ahora, que pasaba muchos meses en Roma, se hacía sentir más agudamente su lejanía física. Los que vivían en Diego de León, que era el Centro de Estudios, le echaban de menos de un modo particular. Ya no se encontraba con ellos en las animadas tertulias a última hora de la noche, antes de ir a la cama. La alegría que despertaba su presencia, la serenidad que emanaba de su persona, su conversación sobrenatural, tan alentadora, su sonrisa y sus dichos, eran tema de tertulia, pero en la categoría de los recuerdos. Con el crecimiento de la Obra se advertía que las distancias entre los Centros de distintas poblaciones y el número de los miembros pedían un nuevo orden, un comportamiento que, sin cambiar en lo más mínimo el espíritu y las costumbres, tal como se habían vivido desde los comienzos, se adaptase a la situación del presente. Leyendo las cartas que le enviaban sacaba consecuencias y orientaciones el Fundador para mejor provecho de sus hijos:
Uno de vosotros -manifestaba a los del Consejo- me ha hablado de su temor al papeleo, que necesariamente cada día es mayor, para el desenvolvimiento de nuestro apostolado. No hay que temerlo: hay que alegrarse, porque es síntoma de crecimiento, como en una persona física, al dejar la infancia, comienza la aparente complicación de los documentos de identidad, los certificados y títulos universitarios, la cartilla militar, etc. Si me conserváis nuestro espíritu, aunque no pueda haber aquella continua convivencia con el Padre, que otro, en su carta, añora, cada uno de los mayores y de modo especial los que tengan cargo de gobierno, en la Región o en una casa, sabrá dar aquel sentido sobrenatural y humano, de familia cristiana, que es fisonomía peculiar de nuestro Opus Dei. Luego, lo de siempre: vida interior, trabajo, alegría y una caridad fina -¡cariño!-, y de este modo no hay miedo al crecimiento, porque será crecer en número y en calidad -¡esos Centros de Estudios!- y en Amor de Dios y en eficacia (85).
* * *
Otra importante intención del Padre por aquellos años, en que pedía al Señor con tanta insistencia que enviase gente a la Obra, era el mejorar la formación de los nuevos miembros, en su aspecto intelectual y en sus virtudes humanas. La labor de formación personal, iniciada con la dirección espiritual de cada alma, una a una, precisaba también de Centros de Estudios para los hombres y para las mujeres. Y si las numerarias auxiliares eran todavía escasas, razón de más -pensaba el Fundador- para aplicarse cuanto antes a formar bien a las primeras. A poco de pedir la admisión, las primeras numerarias auxiliares se fueron a vivir, por indicación del Padre, a Los Rosales; pero, al surgir allí algunos inconvenientes en la distribución del trabajo, se buscó solución en otra casa:
Me sigue ilusionando el pensamiento de que en La Moncloa tengamos el centro de formación de las sirvientas, mientras se arregla La Pililla y Molinoviejo (86), escribe el Padre.
Lo estudiaron. No parecía fácil ni era el sitio más apropiado para un Centro de Estudios de las empleadas del hogar. En marzo de 1947 volvía el Padre a dirigirse a las de la Asesoría Central con una nueva sugerencia: ¿por qué no habilitar la Administración de Lagasca (Diego de León), reservando dos o tres cuartos para Centro de Estudios? (87).
En abril insiste en la idea: sería fácil de arreglar aquello con poco gasto:
No olvidéis -les recuerda- que se comienza como se puede: si se espera a tener los medios humanos, no se comienza nunca. Los medios -y abundantes- vendrán a su hora: serán el premio de nuestro trabajo y de nuestra entrega, de nuestra fe (88).
En mayo ya habían preparado un espacio mínimo para que pronto funcionase lo que el Padre (que consideraba aquello como un simple tanteo preliminar) denominaba conato de Centro de Estudios de sirvientas (89). En fin, no era cosa de pedir peras al olmo. Por lo poco se empezaba, como siempre. No vaciló, pues, en felicitar de todo corazón a las que formaban parte de la Asesoría:
Acaban de llegar vuestras cartas: contentísimo con la casa de Lagasca, ¡el primer Centro de Estudios de sirvientas! Nace, como todo lo nuestro -como Jesús- con pobreza y sin medios materiales: éste es el camino.
Enhorabuena (90).
* * *
Otra cuestión, presente de continuo en la mente del Fundador, era la de los sacerdotes. Su proyecto de expansión universal exigía nuevos centros y la atención espiritual reclamaba, a su vez, un mayor número de sacerdotes al servicio de todas las almas, primordialmente de los miembros del Opus Dei. Todo estaba articulado como un engranaje en movimiento. Ninguna pieza podía fallar, porque la máquina se pararía. Se avecinaba, además, la salida a otros países, la expansión por Europa y América. Era, por lo tanto, urgente ordenar a un buen número de sacerdotes, porque, además de sus tareas ministeriales, tenían como función específica ser elementos de cohesión y unidad espiritual de todos los miembros del Opus Dei.
Las estadísticas en esta materia son exactas, aunque el Fundador nunca hiciera uso de ellas. En su humildad no gustaba de triunfalismos ni de exhibiciones del potencial humano. No era de su estilo, ni era propio del espíritu de humildad colectiva que vivía la Obra. Baste indicar que a las ordenaciones de 1944 y 1946 siguieron otras nueve tandas entre 1948 y 1952, con un total de 44 sacerdotes más que sumar a los nueve primeros (91).
He aquí una carta dirigida a los de la tercera promoción:
Roma, 18 de febrero, 1948
Que Jesús me guarde a esos tres.
Queridísimos Juan Antonio, Jesús y Adolfo: ¡Cómo me gustaría estar junto a vosotros el día de vuestra tonsura! Ya podéis suponer que, aunque me encuentre en Roma, no estaré muy lejos, a pesar de la distancia.
¿Qué os voy a decir? Que es una gran elección de Dios, la que Él hace dentro de nuestra Obra, para que seamos ¡los Sacerdotes! siervos de nuestros hermanos, que tienen nuestra misma vocación: siervos y modelos de santidad, de trabajo, de alegría: siervos e instrumentos delicadísimos, para formar y dirigir […].
Hijos: predicad siempre a los nuestros -y a todos- que el problema de la eficacia de la labor apostólica es corresponder a la gracia de Dios, con alegría y con garbo ante la Cruz de cada día, con santidad personal.
Hijos: pedid al Señor muchas vocaciones: pedidle Sacerdotes doctos y entregados, que sepan ser de continuo -olvidados de sí mismos- el fundamento de nuestra unidad: consummati in unum!
Que nuestra Madre del Cielo, Spes Nostra, Sedes Sapientiae, Ancilla Domini, nos obtenga la gracia de ser Sacerdotes a la medida del Corazón de su Hijo y de su Inmaculado Corazón.
Os bendice vuestro Padre
Mariano (92).
Cuando un año más tarde volvió a España se encontró a los sacerdotes con tarea de almas, hasta no poder más (93). En 1952 contaría con un total de medio centenar de sacerdotes, pero los centros iniciados en el extranjero se tragaban las nuevas promociones. El Fundador había resuelto el problema, ciertamente, pero nunca pudo decir que le sobrase un solo sacerdote.
Descontadas correcciones y advertencias, en la larga correspondencia de gobierno de aquellos años no hay más que sinceras frases de encomio del Fundador para quienes colaboraron bajo su mando.
A las de la Asesoría, por su confianza y obediencia:
Queridísimas: ¿veis cómo van saliendo las cosas? Muy bien, esas tandas de ejercicios en Zurbarán. Muy bien, Abando y La Moncloa. Muy bien, el apostolado con las sirvientas. Muy bien, poco a poco, las cosas de Los Rosales. ¡Gracias a Dios! Pues, con mucha alegría, adelante (94).
A los del Consejo General, por su buen criterio y mucho trabajo:
La impresión general de todo es admirable -escribe desde Madrid a don Álvaro-. Se nota, por meses, más madurez y eficacia. Dios está aquí. Han llevado las cosas, en mi ausencia, generalmente muy bien (95).
Tampoco se olvida de alabar lo visto en los Centros de Estudios y los afanes de los veinte hijos suyos, que formaban la novena promoción de ordenandos: 1-VII-1951:
Muy contento también estoy de los nuevos curicas: de verdad que serán sacerdotes santos, doctos y alegres. Es para no salir de una continua acción de gracias (96).
¿Qué sucedía en Italia mientras tanto? Y, ¿qué podía suceder? sino que, apenas tuvo don Josemaría un presentimiento de la labor de almas que se le echaba encima, ya estaba metido de nuevo en plena vorágine.
Aquí, en Italia, se barrunta una gran cosecha de vocaciones y de labor (97), escribía a Madrid en junio de 1948.
Era, sin duda, algo más que un mero barruntar, porque venía precedido de frutos copiosos:
Se presiente aquí mucho trabajo inmediato, y fecundo. Se ve que es la hora de Dios (98).
Aquella aparente inactividad, mencionada por el Fundador a sus hijos en Città Leonina, tomaba mayor vuelo de día en día, conforme se incorporaban a la Obra en Italia los primeros miembros. En junio de 1948 contaba ya con un pequeño grupo de italianos que habían venido recientemente al Opus Dei. Ese mismo verano los envió a Molinoviejo, para que asistiesen a un curso de formación y, conviviendo con gente de diversos países, conocieran mejor la Obra. Era aquel un curso internacional, en que estaban los primeros portugueses y mexicanos, y hasta el primer irlandés, representando el espíritu universal de que les hablaba el Padre (99). De labios del Fundador aprendían la historia y el catecismo de la Obra. Siempre tuvieron por venturoso el recuerdo de aquellos días.
Aplicaba el Fundador a su persona los consejos dados a los demás. Cuando creyó llegado el momento de abrir un Centro de Estudios interregional no vaciló en poner por obra el se empieza como se puede. A los pocos días de experimentar que era llegada la hora de Dios, dio el decreto de erección del Colegio Romano de la Santa Cruz, con fecha del 29 de junio de 1948 (100). Se trataba de una heroica locura divina y humana, porque no era tan desmemoriado como para no recordar los agobios y trabajos por sacar adelante empresas parecidas.
El Colegio Romano estaba destinado a una intensa formación de miembros del Opus Dei provenientes de distintos países, que obtendrían un doctorado eclesiástico, muchos se ordenarían sacerdotes y regresarían a su nación de origen. El Colegio Romano nació humilde en la mente del Fundador: con diez estudiantes, que a la hora de realizar estudios eran solamente cuatro (101); y sin otra sede y cobijo que el Pensionato, que de momento no disponía de vacantes (102). Como rezaba el texto del decreto de erección, los cimientos del Colegio Romano se asentaban en la Ciudad Eterna para reunir a gente venida de los países hasta adonde se extendía la labor del Opus Dei:
"Collegium ex omni natione Operis Dei in Urbe constituere decrevimus" (103).
Supremo contraste entre la situación de hecho y la esperanza de futuro que contiene el decreto. En la intimidad de su trato con Dios, el Fundador debió de percibir que aquellos barruntos de expansión llevaban implícita una petición. Y, apenas adivinó su sentido, se apresuró a ejecutarla. La creación del Colegio Romano era un paso más para romanizar la Obra; y el Fundador, que jamás se quedó rezagado en el cumplimiento de la Voluntad divina, comenzó a proyectar desde Roma sus afanes apostólicos de alcance universal.
El 2 de julio, la misma semana del decreto de erección del Colegio Romano, se marchó a Madrid, donde le ocurrió algo que viene como anillo al dedo para entender cómo se gestaban en el alma del Fundador las grandes determinaciones. Cierto día al pasar por delante de la casa de Martínez Campos, en la que había vivido su madre en 1933, y donde trató a sacerdotes y estudiantes, se sorprendió diciéndose:
¡Cuánto he sufrido, Dios mío, cuánto he sufrido!
Pero reaccionó enseguida, y exclamó:
¡Cuánto me has aguantado, Señor, cuánto me has aguantado!
Sobre este incidente comentará dos días más tarde:
Ahora, en frío, creo que la verdad está en las dos cosas muy entremezcladas (104).
Característico del Fundador en su trato con Dios era el olvido de sí mismo y de sus intereses, una humilde y decidida disposición para secundar los planes divinos y una generosidad sin límites, que no esperaba a decidirse en frío sino con ardor y sin vacilar. Meditaba a fondo los asuntos y, una vez estudiados, obraba con rapidez. La generosidad le encendía de tal modo que no se paraba a calcular posibles dificultades ni a medir imaginativamente los muchos sufrimientos que le iban a costar. Actuaba conforme a su modo de ser, como un manantial que nace a borbotones. Solamente así se entiende la cantidad de trabajo y promesa de aventuras que encierran estas líneas a los del Consejo General, a los doce meses de haber sonado la hora de Dios:
Queridísimos: Muy contento por las noticias que, de todos vosotros, me ha traído Álvaro. Con gusto me volvería a España, al momento, si no viera con toda claridad que hay aquí mucho trabajo que no debo dejar: […] es capitalísimo lo de esta futura casa central y lo del colegio romano; y para Italia los dos Centros de Estudios y la casa de ejercicios. Y además conviene que yo conozca a todos estos chicos de Italia, si por fin en agosto se pueden tener los cursos de Castelgandolfo. No es esto todo, porque hay también otras cosas de grandísima importancia, que gracias a Dios prepara y trabaja muy bien Álvaro, que lleva un peso encima -sólo con los asuntos de la Obra, sin contar con su labor oficial- que sólo con la gracia de Dios y con la voluntad y la cabeza que él tiene se puede llevar (105).
* * *
Rodeado de los jóvenes que se acercaban al Pensionato, don Josemaría se sentía romano sin mayor esfuerzo. A Roma le había arrastrado la corriente de expansión apostólica de la Obra. No le costó, por tanto, habituarse a vivir en país hermano (106). Amó a Italia, que era la patria de muchos de sus hijos; y, amando el país, compartió de corazón sus peripecias históricas. Años difíciles, aquellos de la posguerra:
En estos momentos, en los que están aún patentes las ruinas de la última guerra -escribía a sus hijos en 1948-, es bien manifiesto el surgir de situaciones nuevas y, por desgracia, el progreso de soluciones negadoras de Dios, sembradoras de odio, que llegan incluso a triunfar en naciones enteras. Os digo que, tanto el nacionalismo como la lucha de clases, son esencialmente anticristianos: todos somos hijos de un mismo Dios qui omnes homines vult salvos fieri (I Tim.2, 4), que quiere que todos los hombres se salven (107).
De hecho, las elecciones políticas de abril de 1948 constituyeron una de las horas más críticas de la historia italiana de la posguerra. Toda la nación, por decirlo con palabras de Pío XII, se hallaba "en plena transmutación de los tiempos, lo cual requería, por parte de la Cabeza y de los miembros de la Cristiandad, suma vigilancia, incansable diligencia y una acción abnegada" (108).
Desde que los primeros estudiantes italianos aparecieron por el Pensionato, el Padre les fue transmitiendo el espíritu del Opus Dei. De sus labios salían las mismas palabras y doctrina que escucharon, allá por los comienzos de la Obra, los primeros que le seguían en Madrid:
Estáis obligados a dar ejemplo, hijos míos, en todos los terrenos, también como ciudadanos. Debéis poner empeño en cumplir vuestros deberes y en ejercitar vuestros derechos (109).
A las preguntas que le hacían sobre la situación italiana respondía afirmando la libertad de que goza todo cristiano en materias y cuestiones políticas. Del Padre aprendieron a no confundir la libertad en materias opinables con la adhesión voluntaria cuando lo exigen el Magisterio de la Iglesia, la Fe y la Moral católica, porque sólo la Iglesia puede señalar directrices concretas de actuación o limitar la libertad de los católicos en cuestiones temporales. Ha de tratarse, sin embargo, de motivos excepcionales o de circunstancias históricas graves. "El Padre no se metía, no quería meterse, ni siquiera dando consejo, en los sucesos de la política italiana; era patente que se movía a un nivel superior y que establecía criterios valederos para todos los tiempos y para toda circunstancia" (110). Pero si insistía, de una parte, en la libertad de opción, científica o política, de otro lado sustentaba que el abstencionismo en cuestiones sociales constituía un acto culposo que, en determinadas situaciones, se hacía grave. Uno de esos casos excepcionales fueron las elecciones de abril de 1948 (111). Inhibirse equivalía a tomar posición. En aquella ocasión volvió a rememorar don Josemaría la situación española en 1936: la formación de un Frente Popular que se hizo con el poder, las dolorosas experiencias de la persecución, los martirios y la barbarie atea desencadenada (112).
* * *
Cuando el Padre pisó Italia por vez primera, en junio de 1946, la situación del país era de grave deterioro a causa de los daños de la guerra. Y, a resultas del referendum y de las elecciones del 2 de junio, había nacido, poco antes de llegar, una República y se había formado una Asamblea Constituyente. A partir de entonces, las fuerzas que lucharon juntas en el pasado contra el régimen fascista se dividieron, de acuerdo con sus aspiraciones y programas de partido. Las contraposiciones políticas se correspondían con la escisión entre los antiguos aliados de guerra: Rusia por un lado y las democracias occidentales por otro. Fue la época del gobierno De Gasperi, que adoptó fuertes medidas para mantener el orden en Italia. En 1947 De Gasperi visitó los Estados Unidos, obtuvo ayuda económica (plan Marshall), y firmó el tratado de paz del 10 de febrero, ratificado en París ese mismo verano. La situación económica, entre tanto, era difícil. Existía una fuerte inflación y mucho desempleo, acompañados de violenta agitación social.
A fines de 1947 la Asamblea Constituyente había acabado su trabajo y el texto de la nueva Constitución, una vez aprobado, entraría en vigencia el 1 de enero de 1948. Las elecciones generales se fijaron para el 18 de abril de 1948. Contra la Democracia Cristiana, que era el partido de base sobre el que se asentaba el poder de De Gasperi, se coaligaron comunistas y socialistas, formando el Frente Democrático Popular. Esas elecciones tenían de especial que en ellas se jugaba a una sola carta el futuro de una nación cristiana, e incluso la libertad de gobierno de la Iglesia. Su resultado sería decisivo.
Los sucesos preliminares que, en 1948, llevaron al bloqueo de Berlín y a la guerra fría, eran una llamada de atención a lo que podía venir detrás, si los partidos comunistas tuvieran en sus manos las riendas del poder. Y, ¿cuál hubiera sido la situación de la Iglesia? Baste pensar en lo ocurrido en los países situados tras el telón de acero: persecución religiosa, supresión de libertades, encarcelamiento, tortura, soledad y acaso martirio.
El Papa recordó entonces a los fieles, por encima de las mentirosas promesas comunistas de respeto a la religión, el riesgo que se cernía sobre la nación y el serio peligro de que se instaurase una dictadura marxista. Con acentos de urgente gravedad declaró Pío XII que "había sonado la hora capital de la conciencia cristiana" (113).
El Padre rezaba y hacía rezar a sus hijos por esa intención del Sumo Pontífice, para no perder en Italia la paz y la libertad religiosa, y les animaba a echar una mano en la campaña, del modo que a cada uno le pareciera más conveniente, respetando la libertad en la manera de poner en práctica las indicaciones del Magisterio (114).
Cuando don Josemaría preparaba un viaje a España, en plena campaña electoral, escribía así a los del Consejo:
Muchas gracias hemos de dar a Dios, por este viaje. Pero, me voy con pena: está Italia muy revuelta y los rusos remueven aquí bien el fango: y aquí está Pedro. Pedid mucho para que no se altere la paz en esta Roma (115).
Desde Madrid seguía intranquilo el curso de las elecciones. (Estoy preocupadísimo con Roma y con Italia, decía a don Álvaro) (116). Y, en cuanto tuvo noticia del resultado electoral, se dirigió por carta a Mons. Montini:
En Madrid, donde actualmente me hallo, he sabido, con grandísima alegría, el éxito de las elecciones en Italia. No puede imaginarse, Excelencia, cuánto he rezado y hecho rezar al Señor por esta intención (117).
Y terminaba rogándole que presentara al Santo Padre el testimonio del gozo exultante del Opus Dei, y de este pecador, por el éxito de las elecciones (118).
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La tarea de romanizar las almas de los miembros del Opus Dei que llevaba a cabo el Fundador consistía, esencialmente, en abrirles nuevos horizontes, superando nacionalismos y pequeños intereses locales. De modo que su afán apostólico abarcara hasta el confín del mundo, sin olvidar que el centro de la Cristiandad, la autoridad suprema, residía en Roma. La romanidad que deseaba inculcarles era su propio amor y lealtad al Sumo Pontífice (119 )(il dolce Cristo in terra, como solía decir, repitiendo las palabras de Santa Catalina de Siena); un amor al Papa por encima de defectos y flaquezas humanas (120). Con su trato personal y con su ejemplo de vida fue transmitiendo a sus hijos el sentido entrañable de hacerse romano, como les explicaba en 1950:
Os he enseñado a amar el calificativo de romanos, con que nos adornamos los hijos de la única y verdadera Iglesia, y estoy dispuesto a predicarlo y a romanizar todas las almas que pueda. ¡Qué ilusión tengo en que pronto puedan ir pasando por Roma, de un modo constante y ordenado, tantas y tantos hijos míos, de manera que vuelvan luego a sus Regiones con el corazón más encendido de amor a la Iglesia y más romano!
Hemos de romanizarnos, os digo, pero parte de esa labor es preparar el alma, para que no le haga flaquear en la fe ninguna miseria de la que seamos testigos. Su conocimiento os ayudará a no escandalizaros nunca, si alguna vez llegaran a vuestros oídos noticias de ese género; y os ayudará también a amar más a la Santa Iglesia, Esposa de Jesucristo, moviéndoos -como los buenos hijos de Noé- a tapar con el manto de la caridad y de la discreción los defectos que observéis, en las personas que forman parte del pueblo de Dios (121).
En el Pensionato les hablaba de tierras lejanas y de países de ultramar a los que muy pronto irían. Todo eso no era una impensable quimera, puesto que algunos miembros de la Obra estaban ya asentados en París, en Londres y en Dublín; y otros se preparaban para establecerse en Estados Unidos, México y Chile… ¿Que eran pocos? Ya lo sabía el Fundador. Tampoco llegaban por entonces a una docena las numerarias auxiliares con que contaba la Obra. Y, sin embargo, a las tres o cuatro que vivían allí al lado, en la portería vieja de Villa Tevere, les aseguraba el Padre:
Si las doce primeras me sois fieles, se podrá ir a todas partes: a Japón, a África, a América, a Oceanía, a todas partes (122).
Esto se podía aplicar también a los numerarios y a las numerarias italianas, que tampoco alcanzaban esa cifra (123). Claro que no impresionaba al Fundador el número, pero sí la lucha por ser mejores y la generosa correspondencia a la gracia recibida, que era abundante. Porque si bien el número de las personas de la Obra siempre resultaría corto, y los medios materiales muy escasos, cuando el Padre hablaba a sus hijas de la expansión por los cinco continentes, añadía luego: vosotras tendréis más gracia, las que vendrán después, en cambio, tendrán más medios (124).
De paso, parece oportuno señalar que, entre las gracias que Dios concedía a primera hora, estaba la de que -sin necesidad de milagro- entendieran al Padre quienes le escuchaban hablar en español sin conocer esta lengua. Don paralelo al recibido por el Padre para comprender a la gente. Lo que refiere Mons. Luigi Tirelli de los primeros tiempos del Pensionato se puede decir de otras personas y de otras épocas de la vida del Fundador:
"He escuchado al Padre en 1948 y 1949, cuando todavía no conocía el castellano, que he aprendido más tarde, y me pasmaba el que llegase a comprender lo que decía en su lengua. Este fenómeno -del que me he dado cuenta después de un cierto tiempo- puede explicarse por su gran capacidad comunicativa; podría decirse que hablaba con toda su persona. Aquello era como un fuego de Dios, un auténtico "don de lenguas", porque, a pesar de ignorar el sentido de las palabras, no por eso dejaba de entender todo su discurso.
Podía hacerse la prueba con otras personas, pero a éstas no llegaba a entendérselas del mismo modo. El Señor, probablemente, le había concedido, además de una gran claridad mental, el don de hacerse comprender, a causa del bien que producía en las almas" (125).
En medio del absorbente trabajo en que siempre estaba metido -redacción de documentos, gobierno de la Obra, correspondencia, visitas y otras tareas- dedicaba buena parte del día a charlar privadamente con sus hijos o con los amigos de sus hijos. A veces, cuando necesitaba "dejar sedimentar las cosas" (126 )y tener en sus manos los hilos de la cuestión que estaba trabajando mentalmente, salía a dar una vuelta en coche, acompañado por don Álvaro o alguno del Pensionato. Otras veces, los frecuentes achaques, propios de la diabetes, le obligaban a guardar cama. Entonces aprovechaba la visita de sus hijos para continuar instruyéndoles o saludarles de entrada con un ¿Cuántos actos de amor de Dios has hecho esta mañana? (127), entrando así de lleno -sin esperar respuesta- en la confidencia.
En más de una ocasión había declarado don Josemaría que no era ni quería comportarse como el legendario capitán Araña, que embarcaba a los suyos en empresas arriesgadas y él se quedaba siempre en tierra. El Padre asumía con gusto la trabajosa responsabilidad de abrir camino. Si había de instalar un nuevo centro, lo primero que hacía era solicitar permiso del Ordinario del lugar, ateniéndose a lo que era su modo invariable de proceder. Y, antes o después, visitaba un santuario o iglesia de Nuestra Señora, encomendándole la futura labor que se hiciera en esa ciudad (128).
El 3 de enero de 1948 fue en peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Loreto (129); y una semana más tarde salió de Roma en coche, acompañado de don Álvaro, con intención de visitar la Universidad Católica de Milán y hacer otras gestiones. Cogieron un tiempo frío, lluvioso y con niebla espesa, que hacía las carreteras difícilmente transitables. El día 11 pasaron la noche en Pisa y el 13 estaban en Milán (130).
Aunque la intención que les llevó a Milán no era la de empezar a trabajar allí inmediatamente, fueron a hacer una visita de cortesía al Cardenal Schuster. La entrevista, por lo que cuenta el Padre a los de Madrid, no pudo ser más cordial:
Roma, domingo 18 de enero, 1948.
Que Jesús me guarde a mis hijos.
Queridísimos: El viernes, a última hora de la tarde, volvimos de Milán. Muy contento del viaje. El Cardenal Schuster -a quien fuimos sencillamente a presentar nuestros respetos- […] nos recibió afectuosamente y se ha empeñado en que pongamos casa: "Venite", decía, "porque os necesito para cuidar de las almas que tengo encomendadas"… Quiero vuestro consejo: si no veis las cosas de otro modo, formalizaré por escrito la residencia de Milán (131).
Escribió también al Cardenal, repitiéndole lo ya dicho en su visita: que no pensaban comenzar tan pronto en Milán; pero la palabra de Su Eminencia -añadía- es, para este pecador, un mandato de Dios, que trataré de cumplir lo antes posible (132).
Reverendísimo Monseñor, le contestaba el Cardenal:
"No seré yo quien prohiba la entrada en Milán a Vd. y al Opus Dei: Ostium magnum et adversarii multi… Pero Dios jamás hace las cosas a medias" (133).
En estos entrecortados pensamientos se condensan la preocupación y la esperanza del Cardenal. Por una parte la penetración marxista y el inminente peligro de que se implantase una dictadura comunista en el país. Y, de otro lado, la gozosa impresión que le hizo el Fundador del Opus Dei, en el cual veía -son palabras del Cardenal Schuster- "una de esas figuras que el Espíritu Santo promueve en la Iglesia y que dejan una impronta indeleble en la vida de la misma. Hombres que aparecían en la historia de la Iglesia muy raramente" (134).
* * *
El 16 de junio de 1948 el Padre escribía a Pedro Casciaro comunicándole que dentro de dos días saldría para Sicilia y Calabria, presintiendo que era la hora de Dios y de mucho trabajo apostólico, inmediato y fecundo (135). En vista de ello se sentía urgido a cambiar sus planes, como informa con esa misma fecha a los del Consejo:
Queridísimos: bien claro queda una vez más que estamos pendientes de Dios, y no podemos cumplir a la letra nuestros planes.
El Arzobispo de Reggio-Calabria, Mons. Lanza, nos espera: y hemos de ir, porque es un gran amigo para toda la labor que se precisa hacer por el Sur de Italia. El calor inmenso que aquí hace es anuncio del que tendremos en Calabria y Sicilia: pero ni esto, ni razones más o menos sociales en España, deben truncar nuestro esfuerzo por extender la labor de la Obra aquí. Por tanto -y definitivamente- no llegaré a Madrid hasta el viernes 2 de Julio (136).
No se encontraba el Padre en buenas condiciones de salud y preveía que el calor le iba a resultar un tormento. Era preciso, sin embargo, que se pusiera en camino cuanto antes, porque a principios de julio tenía quehacer en España. Ya estaba preparada la expansión por el norte de Italia desde la entrevista con el Cardenal Schuster. Ahora pensaba abrir las puertas del Sur con visitas al Arzobispo de Reggio Calabria y al Cardenal Ruffini de Palermo.
El viernes, 18 de junio, dijeron misa el Padre y don Álvaro a las cuatro y cuarto de la mañana en el Pensionato. A las cinco salieron de viaje en el viejo y sufrido Aprilia, para recoger en el Trastevere a Mons. Dionisi, íntimo amigo del Arzobispo de Reggio Calabria, y continuar luego hacia el sur (137). Delante iban Alberto Taboada al volante, y Luigi Tirelli. En los asientos de atrás, con algunos bultos y parte del equipaje, se apretujaban los tres sacerdotes. Pasado Nápoles el Padre comenzó a sentirse mal, y pidió que le dejasen descansar un rato después de la comida. Siguieron luego la carretera del litoral. El coche era un horno, la carretera estaba machacada desde la guerra, y algunos de los puentes que atravesaron eran de barcazas. Entre nubes de polvo y las sacudidas del coche por los baches, el Padre cantaba y cantaba. Hasta el punto de que Mons. Dionisi guardó como recuerdo de ese viaje la impresionante alegría del Fundador. A la una de la madrugada encontraron cinco camas en una pensión del pueblo de Scalea.
Por la mañana temprano salieron para Paula, donde el Padre dijo la misa en el santuario de San Francisco. Ese día, sábado, 19 de junio, cenaron en Reggio con el Arzobispo, Mons. Lanza, a quien don Josemaría habló con todo entusiasmo de la Obra.
El domingo atravesaron en barco el estrecho de Messina y llegaron a Catania a la hora de cenar. El Padre venía deshecho. Prescindió de la cena; y se retiraba a descansar cuando se presentó en el hotel el párroco de la iglesia de Nostra Signora della Mercede, don Ricceri, a quien habían citado allí. Renunció el Padre a la cama, bajó a cenar y animó la mesa con su conversación y su alegría.
A la mañana siguiente, después de decir misa en la iglesia de don Ricceri, desayunaron y el párroco, con la mejor de las voluntades, invitó a sus huéspedes a subir al Etna, sin saber que llevaban dos días de coche y que el Padre no se encontraba bien. Se pararon en el lugar preciso donde se detuvo, en 1886, el torrente de lava ardiendo que amenazaba Catania, cuando su Arzobispo, el Cardenal Dusmet, desplegó allí el velo de santa Águeda, patrona de la ciudad. Gesto de fe profunda que el Padre, acordándose de este viaje, comentó alguna vez.
Don Ricceri oía hablar al Padre de la Obra y de la razón apostólica de aquel viaje a Calabria y Sicilia. Durante la comida continuó la conversación sobre el tema. Con tanta admiración y gusto escuchaba al Padre Don Ricceri que, treinta años más tarde, al narrar lo sucedido de sobremesa, no fue necesario que reavivase lo que tenía presente en su memoria. Éste es su relato testimonial:
"Prendado de la belleza de aquella institución, rogué con insistencia al Padre que abriese una Residencia del Opus Dei en Catania, que yo le ayudaría de todas formas, puesto que era párroco en una parroquia muy céntrica y también asistente de la Federación Universitaria Católica Italiana.
El Padre me respondía con evasivas para no decir que sí, hasta que, ante mis insistencias, me respondió: Si Vd. se quedara en Catania, su ayuda me animaría a instalar una Residencia. Pero Vd. se marchará de aquí. ¿Cómo podrá entonces ayudarme?
Yo le repliqué que no tenía ninguna intención de alejarme de Catania; y él, mirándome fijamente, con mirada intuitiva, añadió: Tenga por cierto que dentro de unos años le harán Obispo y tendrá que dejar Catania.
Tomé esas palabras como dichas de broma, pero los hechos confirmaron en 1957 que aquellas palabras habían sido proféticas" (138).
Afuera llovía a mares. El Padre no estaba en condiciones de seguir a Palermo y visitar al Cardenal Ruffini. De la mesa fueron al coche y emprendieron el regreso. El miércoles 23 de junio estaban de vuelta en Roma.
* * *
La segunda mitad del año 1948 (del 2 de julio al 30 de diciembre) la pasó el Fundador en España, ocupado en muy diversos menesteres; principalmente en la labor de gobierno de la Obra, en la tarea de formación de sus hijos y en visitas a autoridades eclesiásticas. Como era extraordinariamente precavido y no toleraba dejar las cosas al azar, ya en el mes de febrero les avisaba que era menester pensar en la organización del trabajo del verano (139). En Molinoviejo se proponía organizar varios cursos de formación, y una Semana de Trabajo, y reuniones con los sacerdotes, aunque todavía estaban allí en obras y sin luz eléctrica. Tenía también el propósito de ir a Madrid en corta visita; y, meditándolo, le vino a la memoria el cuadro de las lágrimas de san Pedro que estaba colgado en su cuarto de Diego de León. Como símbolo del arrepentimiento del Apóstol la noche del prendimiento de Jesús, aparecía en el cuadro un gallo apocado y paticorto. ¡Cómo me gustaría -escribe al director del Centro- encontrar convertida en gallo la perdiz de S. Pedro, que hay en mi cuarto! Al apóstol tampoco le vendría mal un retoque… (140).
En marzo volvía a recordar a los del Consejo los trabajos del próximo verano: las personas y las obras de reforma en la casa: Sería una pena -estamos en marzo- que no hubiera luz eléctrica y piscina en Molinoviejo antes de junio (141).
Cuando el Padre llegó, en julio, había andamios por todas partes, y albañiles, y pintores de brocha gorda y pintores de pincel que estaban decorando el oratorio de la casa, la ermita, los corredores y el comedor. Era inevitable, a pesar del mucho cuidado y prisas en acabar todo. De modo que, a poco de estar en Molinoviejo resumía sus impresiones a los de Roma con estas palabras: Mucho trabajo, obreros, polvo, y ganas de que esta casa esté dispuesta. A veces pienso que yo me moriré albañilado (142).
La administración se encontró con un panorama un tanto desalentador. La casa estaba llena de residentes. Los suministros y las compras de cualquier objeto o utensilio eran todo un problema, a causa del aislamiento en pleno campo. Se trabajaba a la luz de los quinqués, pues no habían acabado de tender la línea eléctrica. Algunas tareas, como el planchado de los corporales y manteles de altar, almidonados, exigían sumo cuidado, para que no cayese sobre la blancura de la tela la más leve mota de ceniza, que fácilmente se desprendía de las planchas, viejos artefactos con carbones encendidos. Eran conscientes las mujeres que atendían aquella casa de que su labor, silenciosa, discreta, -apostolado de los apostolados- se reflejaba en la marcha de la Obra. Por allí pasaron, ese verano de 1948, un elevado número de miembros del Opus Dei que estaban recibiendo su formación y enseñanzas de boca del Fundador.
El Padre entraba con cierta frecuencia en la zona de la administración para animar a sus hijas y recordarles también el espíritu con que habían de enfrentarse a las dificultades. En la guerra como en la guerra (143), les decía. Un día apareció por allí de improviso. Era una zona de paso; y el suelo estaba encharcado y pringoso. Entonces, con expresión enérgica, junto con un acto de desagravio, en el que se trasparentaba su mucha pena, les hizo ver cuán desagradable era al Señor ese modo descuidado de trabajar (144).
Los asistentes a los cursos de Molinoviejo, que durante el verano se sucedían uno tras otro, recibieron directamente del Padre el espíritu de la Obra en las meditaciones en el oratorio; en las charlas y comentarios que les hacía sentados en corro, bajo la sombra de unos grandes plátanos a la entrada de la casa; o en las tertulias después de comer o cenar. El Padre, como maestro y pedagogo, se entregaba a manos llenas. Aprendían de él la sonrisa con que acompañaba un saludo, las palabras de afecto con que envolvía una orden, la delicadeza con que hacía las correcciones. Hasta en sus silencios y ausencias enseñaba el orden, la laboriosidad o el cumplimiento esmerado de las obligaciones. Sabía que sus hijos estaban pendientes de sus gestos y persona. Si, por ejemplo, había de hacer una reconvención, no podía permitirse el pasarla por alto, como le sucedió el día que se encontró la zona de la administración encharcada con agua sucia.
Así, pues, al tiempo que explicaba la doctrina e historia de las misericordias y providencias que Dios había tenido con el Opus Dei, el Fundador enseñaba a sus hijos, de manera práctica, la santificación de las pequeñas incidencias que componen el tejido de nuestra vida. Les hacía descubrir las deficiencias; percibir las imperfecciones; afinar amorosamente en lo pequeño y corriente, como les invitaba en Camino:
Hacedlo todo por Amor. -Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. -La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo (145).
Cuando, por fin, se hizo el empalme con la red eléctrica se recibió la luz con jolgorio y entusiasmo, pero no se arrumbaron los quinqués, pues fue, a partir de entonces, cuando se produjeron frecuentes apagones. También los albañiles terminaron su cometido. El Padre estaba ese día fuera de Molinoviejo y llegaría de noche. Y, con el deseo de darle una alegría, se repasaron una y mil veces todas las cosas. Todo estaba perfectamente acabado, ordenado, reluciente. Poco antes de aparecer el Padre se produjo, por desgracia, un apagón. A pesar de la oscuridad, a la luz de una vela quiso echar una ojeada. No con ánimo de inspeccionar sino simplemente por ver cómo había quedado. El que le acompañaba en el recorrido de los cuartos tenía la secreta ilusión de que pocas observaciones podría hacer. Éste es su testimonio al acabar el recorrido: "Pues bien, a la luz de una vela, de noche, a primera vista, de pasada, anoté -por indicación del Padre- más de sesenta detalles que había que arreglar" (146). (Como sabemos, no era la primera anécdota de este tipo; ni sería la última). Con autoridad moral podía, pues, dar consejo en esta materia de cuidar los detalles:
Has errado el camino si desprecias las cosas pequeñas (147).
Si alguien de la casa descubría un desperfecto de cierta entidad, que no estaba en sus manos arreglar, o se trataba de deterioros o daños menores, ya se sabía que la costumbre establecida por el Fundador era el hacer notas de arreglos, o encargarse personalmente de la reparación, si es que sabían o podían hacerlo. En Molinoviejo el encargado de obras ese verano de 1948 era Fernando Delapuente. Las mujeres que se ocupaban de la Administración también anotaban los arreglos o trabajos pendientes en su zona. Por indicación del Padre, las notas iban a parar a la mesa de trabajo de Fernando, que muchos días se encontraba con un rimero de papeletas que abultaban más que el Quijote. Al Padre le hacía mucha gracia esta expresión -cuenta Encarnita-, y "nos animó a seguir derrochando literatura" (148).
Varios centenares de hijas e hijos suyos pasaron por allí durante los cursos de formación del verano de 1948. Aquellos jóvenes de la Obra eran la promesa y esperanza del Fundador. En Molinoviejo -dice por carta a los de Roma- el ambiente cambia rápidamente: ahora se ve gente de cuatro o cinco (hoy de cinco) países: el año próximo será una Babel llena de unidad (149).
Sus estancias en Molinoviejo estaban cortadas todos los meses por viajes largos que emprendía al Norte y al Sur, a Galicia y a Portugal. Con mayor frecuencia iba a Madrid. Y muchos sábados, con una cesta de tortillas y bocadillos en el coche, se acercaba a La Granja, a un campamento militar universitario, donde había un buen grupo de hijos suyos.
A esas actividades hay que añadir las dos Semanas de Trabajo que se celebraron. Una para hombres: del 24 al 30 de agosto, en Molinoviejo; y otra para mujeres, en octubre, en Los Rosales (150).
* * *
Por Año Nuevo 1949 estaba ya de regreso en Roma; y el día 6 de enero, diciendo misa en el pequeño oratorio del Pensionato a sus hijos de Italia, antes de la comunión, les habló de la necesidad de una entrega completa y de las visitas apostólicas a otras ciudades italianas (151). Esa misma mañana, fiesta de la Epifanía, como para mostrar que tal sugerencia no eran palabras huecas, se reunió el Padre con algunos de sus hijos -don Álvaro, Salvador Canals, Francesco Angelicchio y Luigi Tirelli- para tratar el asunto. Tomó luego una hoja de papel y la encabezó así:
1. Visión sobrenatural: a/ todo el mundo: más oración, alguna mortificación especial. b/ la Madonna: imágenes de la Virgen. c/ cumplir el guión acostumbrado (152).
(Era una llamada de atención para que no olvidaran, antes de emprender el viaje, en qué terreno se movían, qué fines perseguían y los medios apropiados). A continuación venían algunas indicaciones sobre el plan apostólico de esos viajes: visita al Sr. Obispo, conversaciones con jóvenes y sacerdotes, notas que era preciso redactar después de cada viaje, organización de una lista de personas con las que se tenía relación o amistad, cartas a los amigos y, finalmente, el presupuesto económico (153).
Escribieron y hablaron con sus amigos para obtener direcciones de gente conocida; y enseguida fueron recorriendo las ciudades universitarias de Italia. La primera visita fue a Bari, el domingo 13 de febrero de 1949. El domingo siguiente don Álvaro, acompañado de los que iban a Milán y a Turín, inauguraba el Norte. Y el domingo, 27 de febrero, don Álvaro, junto con Salvador Canals y Luigi Tirelli, visitó Palermo y Catania. Así, en grupos de dos o tres, semanal o quincenalmente, ampliaban, poco a poco, su círculo de amistades en Bari, Nápoles, Milán, Turín, Bolonia, Padua, Pisa, Génova, Palermo y Catania (154).
El 11 de febrero, antes de que comenzasen esos viajes, don Josemaría había tenido que ir a España y no regresó a Roma hasta el 23 de abril. Para entonces, habían hecho ya cinco o seis viajes a muchas de esas ciudades. El Padre recibía noticias de esos viajes apostólicos por toda Italia, y acompañaba a sus hijos desde Madrid, no sólo imaginativa y sentimentalmente sino con su esfuerzo y oraciones. En las tertulias de Diego de León contaba a los alumnos del Centro de Estudios proyectos y anécdotas del apostolado periférico en Italia. Desde Roma, como años antes habían hecho desde Madrid, los sábados por la tarde cogían los trenes a Génova, Bari, Palermo o Bolonia; y los domingos charlaban con los amigos o daban una clase de formación, para tomar de regreso los trenes de la noche (155).
A la vuelta de dos años de vivir en el Pensionato, el Fundador, haciendo cálculos, vio que necesitaba no ya un edificio, para Sede Central del Opus Dei en Roma, sino una larga lista de Centros. A saber: las sedes del Consejo y de la Asesoría, el Colegio Romano, dos Centros de Estudios en Italia, una Casa de Retiros en Castelgandolfo y cuatro Centros estratégicamente distribuidos por la península para atender a las ciudades vecinas adonde iban los fines de semana.
La Obra marchaba al paso de Dios, y este paso era rápido. Para no perderlo, el Padre hacía una recomendación a don Álvaro: pensar despacio y obrar pronto (156).
Ocurrió en Pisa, la tarde del 11 de enero de 1948. El Padre y don Álvaro habían salido de Roma en auto, con Ignacio Sallent al volante, camino de Milán. Viaje en el que -como va dicho- visitaron por vez primera al Cardenal Schuster. Cuando dejaron Roma esa mañana de invierno, el tiempo era desapacible y los paisajes, con la lluvia, se desleían en grises. Al entrar en Pisa una niebla espesa ahogaba la luz de la tarde. De pronto, el Padre, hasta entonces recogido e inmerso en Dios, exclamó en voz alta: ¡Caben! (157). Afirmación que era como una respuesta a algo que venía dando vueltas en su cabeza. Cosa importante, sin duda, como para pronunciar un ¡eureka! definitivo, que anunciaba un hallazgo. Pero, ¿quiénes cabían, y en dónde?
Don Josemaría venía trabajando una idea importante: el modo de incorporar al Opus Dei a hombres y mujeres que habían oído la llamada a la santidad dentro del matrimonio. En Madrid tenía un grupo de personas que acudían de muchos años atrás a su dirección espiritual. El Fundador les había descubierto un alto panorama de aspiraciones a la santidad, sin que para lograrlo tuvieran que abandonar su estado social, ni su familia, ni su profesión (158). A algunos de los jóvenes estudiantes, residentes en Ferraz o en Jenner, la seguridad con que don Josemaría les hablaba de vocación matrimonial suscitaba una sonrisa de inesperada sorpresa ante algo entonces tan inaudito, porque se solía identificar la llamada a la santidad con la peculiar al sacerdocio y, más concretamente, a la vocación de los religiosos (159). Esta escena, tantas veces repetida en las charlas del sacerdote con gente joven, pasó a Camino:
¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? -Pues la tienes: así, vocación (160).
Hombres y mujeres, casados y viudos, estaban aguardando la invitación a vincularse jurídicamente al Opus Dei. Tenían, ciertamente, un plan de vida, unas normas ascéticas y de piedad, consejo y orientación por parte del sacerdote, pero esperaban que esa adhesión al espíritu de la Obra se hiciera compromiso espiritual profundo y de algún modo formalizado. Y el Fundador no podía defraudar a esas almas, que deseaban formar parte plenamente de la Obra (161).
Era llegada la hora y el Fundador se sentía interiormente urgido a dar cabida en el Opus Dei a quienes, habiendo escuchado esa llamada específica de Dios, tenían puestas en él la mirada y las esperanzas. Esta presión que experimentaba en su alma se hizo patente, de manera señalada, a finales de 1947 y primeras semanas de 1948. En España había dejado a algunas personas, de las que era director espiritual, bajo la tutela de Amadeo de Fuenmayor, para que éste continuara dándoles clases de formación; en particular a los tres jóvenes profesionales -Tomás Alvira, Víctor García Hoz y Mariano Navarro Rubio-, admitidos de hecho en el Opus Dei y en espera de poder incorporarse de derecho (162). Amadeo había preparado para ellos un plan de formación. Plan que envió al Padre para someterlo a su criterio. Al Padre, dichas notas le parecieron un tanto débiles y deficientes en sus exigencias, y muy por debajo del objetivo de santidad radical que debían proponerse. Poco antes de la Navidad de 1947 le enviaba estas expresivas líneas:
Para Amadeo: leí las notas de los Supernumerarios. […] en la próxima semana te devolveré las cuartillas, con alguna indicación concreta: de todas formas, adelanto que no podremos perder de vista que no se trata de la inscripción de unos señores en determinada asociación […]. ¡Es mucha gracia de Dios ser Supernumerario! (163).
En definitiva, la llamada al Opus Dei de las personas casadas es idéntica a la de los célibes; y la misma que la de los numerarios o numerarias, pues en la Obra no existen diversos grados de entrega a Dios:
En la Obra, es claro, no hay más que una sola vocación para todos y, por lo tanto, una sola clase -advierte el Fundador-. Las diversas denominaciones que se aplican a los miembros de nuestra Familia sobrenatural sirven para explicar, con una sola palabra, hasta qué punto se pueden empeñar en el servicio de las almas como hijos de Dios en el Opus Dei, dedicándose a determinados encargos apostólicos o de formación, atendidas las circunstancias personales, aunque la vocación de todos sea una sola y la misma (164).
Al llegar Año Nuevo 1948, felicitó el Padre a quienes serían los tres primeros miembros supernumerarios del Opus Dei, con el vivo presentimiento de que estaba a punto de abrirse en flor la obra de San Gabriel, es decir, el apostolado con gente casada, tal como lo vio en 1928:
Roma, 1 de enero de 1948.
Para Tomás, Víctor y Mariano.
¡Que Jesús me guarde a esos hijos!
Mis queridos tres: Es imposible que ahora os escriba uno a uno: pero os envío la primera carta, que sale de mi pluma el año 48. Os encomiendo de veras. Sois el germen de miles y miles de hermanos vuestros, que vendrán más pronto de lo que esperamos.
¡Cuánto y qué bien se ha de trabajar por el Reinado de Jesucristo! (165).
Experimentaba el Fundador una gozosa inquietud, que resonaba en su alma como el gorgoteo de un líquido al punto de escanciarlo. Toda su persona vibraba en espera de un acontecer inmediato, y esa vibración se transmitía a su pluma:
Sólo os anticipo -escribe a Madrid- que se abre, para la Obra, un panorama apostólico inmenso, tal como lo vi en 1928. ¡Qué alegría poder hacerlo todo en servicio de la Iglesia y de las almas! (166).
Voy a aprovechar estos días de Roma -anunciaba por entonces a los del Consejo- para trabajar todo lo referente a Supernumerarios: qué ancho y qué hondo es el cauce que se presenta!… Hace falta que seamos santos (167).
* * *
Volvamos a la raíz histórica de los acontecimientos. El 2 de octubre de 1928 el Fundador había visto una multitud incalculable de gentes de toda condición social, edad, profesión y estado, raza y nación, que al oír el mensaje de la llamada universal a la santidad se entregaban al servicio de la Iglesia y de las almas sin abandonar la situación familiar o de trabajo donde les vino la vocación divina. Meditaba el Fundador la historia de la Obra y las misericordias de Dios en esos veinte años de carrera, sorteando escollos y abriendo nuevos caminos teológicos, apostólicos, ascéticos, pastorales y jurídicos. En todos ellos había tropezado con obstáculos e incomprensión, pero el itinerario jurídico le estaba resultando particularmente dificultoso. Desde la aprobación del Opus Dei como Pía Unión en 1941 hasta su configuración como Instituto Secular de derecho pontificio, don Josemaría había tenido que ajustarse al ropaje jurídico que la ocasión histórica le ofrecía, para ir saliendo del paso, en espera de que la Providencia le llevase al puerto apetecido. Ahora se iba a dar, por fin, el avance esperado por tantos años en el campo apostólico.
La exultación que reina en sus cartas es producto del hallazgo que le movió a lanzar aquel ¡Caben!, cuando el 11 de enero de 1948 entraba en Pisa por un puente de barcazas sobre el Arno.
Con la obtención del Decretum laudis en 1947 el Opus Dei había pasado a ser un Instituto Secular de derecho pontificio, siendo reconocido como camino de santidad y apostolado en medio del mundo, donde sus miembros ejercen el trabajo profesional. Al mismo tiempo quedó aprobado el Derecho particular del Opus Dei, en cuyo articulado se prevé la existencia de personas casadas, aunque su relación con la Obra aparece tan sólo como adhesión espiritual, sin estar formalizada jurídicamente. Dichas personas, como dicen los textos: "procuran vivir el espíritu y apostolados de la Institución, sin incorporarse a ella por un vínculo jurídico" (168).
Ahora bien, lo que buscaba el Fundador era, precisamente, la posibilidad de vincular a esas personas conforme a la lex por la que se regían los Institutos Seculares; esto es, la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia. En ella nada se decía al respecto; pero, meditando con ahínco, don Josemaría descubrió un resquicio por donde colarse, ya que el texto de la Provida parecía admitir la posibilidad de que existieran diversas clases de socios. Se hablaba, por ejemplo, de quienes "desean adscribirse a los Institutos Seculares como miembros en el más estricto sentido de la palabra" (169). Luego…, podían existir miembros en un sentido más lato. (Esto no era, precisamente, lo que quería como solución última el Fundador; pero, al menos, era algo positivo, un paso adelante.). Cabían, pues, los supernumerarios.
El Fundador actuó con rapidez. El 2 de febrero elevó a Su Santidad Pío XII una solicitud pidiendo la aprobación de un estatuto que habría de integrarse en las Constituciones de 1947. Su finalidad era el reconocer explícitamente la posibilidad de que se incorporasen al Opus Dei personas casadas o solteras de cualquier condición y oficio (170). Al mes siguiente, por rescripto del 18 de marzo de 1948, la Santa Sede aprobó dicho estatuto (171).
Así fue cómo el Fundador retomó el hilo de la Instrucción para la obra de San Gabriel, que comenzara a escribir en mayo de 1935 en la Residencia de Ferraz. Las ideas y sentimientos que ahora ocupaban su mente son eco de la primera página de aquel otro documento:
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María
Parvus fons, qui crevit in fluvium…, et in aquas plurimas redundavit. La pequeña fuente ha crecido hasta hacerse un gran río…, y da aguas abundantes. (Esth.10, 6)
Queridísimos: si el Opus Dei ha abierto todos los caminos divinos de la tierra a todos los hombres -porque ha hecho ver que todas las tareas nobles pueden ser ocasión de un encuentro con Dios, convirtiendo así los humanos quehaceres en trabajos divinos-, bien os puedo también asegurar que el Señor, por la labor de San Gabriel, llama con llamada vocacional a multitud de hombres y de mujeres, para que sirvan a la Iglesia y a las almas en todos los rincones del mundo.
Alguno podría pensar que nuestra Familia sobrenatural -y especialmente la obra de San Gabriel- es como un novum brachium saeculare Ecclesiae, un nuevo brazo secular, fuerte y ágil, para servir a la Iglesia. Quien así pensara se equivocaría, porque somos mucho más: somos una parte de la misma Iglesia, del Pueblo de Dios, que, consciente de la divina vocación a la santidad con la que el Señor ha querido enriquecer a todos sus hijos, procura ser fiel a esa llamada, cada uno dentro de su propio estado y de sus circunstancias personales (172).
Los caminos divinos de la tierra se habían abierto, con la fundación del Opus Dei, el 2 de octubre de 1928. Insistía en ello en una Instrucción de 1941:
No os olvidéis de que, al Opus Dei, pueden venir lo mismo los doctos y los sabios que los ignorantes […]. Por eso, como una exigencia de nuestro amor a la Santa Iglesia y a la Obra, hemos de fomentar la vida interior con las características de nuestro espíritu, también en los niños y en los adolescentes; en los estudiantes y en los profesores, en los obreros y en los empleados y en los dirigentes de empresas, en los viejos y en los jóvenes, en los ricos y en los pobres: hombres y mujeres, porque de hecho todos caben. La solución jurídica ya vendrá (173).
Esa solución jurídica llegó años más tarde, de manera que cabrían en el Opus Dei las muchedumbres de gentes de cualquier profesión, edad y situación social, hombres y mujeres que llenan el mundo (174). La solución vino, no porque existiera una normativa apropiada para configurar jurídicamente esa radical vocación de las personas casadas, sino porque el Fundador aprovechó un resquicio interpretativo en el texto de la ley (175), comprobando una vez más lo escrito en 1934: La Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice (176).
Entre los cuadros sinópticos acerca de la Obra, fines y apostolados, hechos en los comienzos de la fundación, antes de 1931, aparece la exuberante fecundidad apostólica soñada por don Josemaría. Sus anhelos de revitalizar cristianamente la sociedad, mediante una inmensa catequesis, a través del trabajo profesional y de las actividades del ciudadano (177), para implantar el reinado de Cristo en los corazones, hallan su respuesta con la obra de San Gabriel. En la primera línea de esos apretados cuadros sinópticos se lee:
Que Cristo reine, con efectivo reinado en la sociedad. Regnare Christum volumus (178).
Y en la Instrucción para la obra de San Gabriel escribe el Fundador:
Es la obra de San Gabriel, parte integrante del Opus Dei, un gran apostolado de penetración, que abraza toda la actividad humana -doctrina, vida interior, trabajo- e influye en la vida individual y en la colectiva, desde todos los aspectos: familiar, profesional, social, económico, político, etc.
Yo veo esta gran selección actuante: hombres y mujeres de empresa y obreros; mentes claras de la universidad, inteligencias cumbres de la investigación, mineros y campesinos; aristocracia -de la sangre, del ejército, de la banca, de las letras- y pueblo, con su mentalidad más rudimentaria: todos, cada uno sabiéndose escogido por Dios para lograr su santidad personal en medio del mundo, precisamente en el lugar que en el mundo ocupa, con una piedad sólida e ilustrada, de cara al cumplimiento gustoso -aunque cueste- del deber de cada momento (179).
Ahora que ya existía la posibilidad de organizar formalmente el apostolado de la obra de San Gabriel, el Fundador invitó a un buen grupo de profesionales a un retiro espiritual que daría en Molinoviejo del 25 al 30 de septiembre de 1948. De los quince asistentes, algunos se dirigían entonces espiritualmente con don Josemaría; a otros, les conocía o había tratado tiempo atrás. De allí salió el núcleo inicial de los miembros supernumerarios de la Obra. Los tres primeros -Tomás Alvira, Víctor García Hoz y Mariano Navarro Rubio-, que no habían podido incorporarse anteriormente a la Obra, por falta de cauce jurídico, lo hicieron el 21 de octubre de ese año de 1948 (180).
La hora de Dios, como la bendición de los patriarcas del Viejo Testamento, preanunciaba el favor del Cielo, que daba fecundidad a los ganados y fertilidad a los campos; haciendo ubérrimas las cosechas y cargando de fruto los árboles. Así también, las labores apostólicas del Opus Dei se habían multiplicado en los últimos años. Crecía el número de miembros de la Obra, y el de sacerdotes numerarios; y los Centros de Estudios, Residencias universitarias y Casas de retiros, que comenzaban también a instalarse fuera de España. En 1950 eran cerca de ciento los centros del Opus Dei en España; más otros en Portugal, Italia, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, México… (181).
Conocía el Papa el desarrollo de la Obra a través de sus colaboradores más próximos. En su tercera audiencia con Pío XII, el 28 de enero de 1949, el Fundador le habló de la difusión del Opus Dei, y regaló a Su Santidad una selección de publicaciones profesionales de miembros de la Obra. Eran libros y separatas de carácter científico y de los más diversos sectores (182).
El Fundador, en su humildad, se sabía ya Padre de un gran pueblo, que se iba multiplicando y extendiendo a todos los continentes. Sus hijos tenían esto presente, en mayor o menor medida; y en todos iba creciendo, cada vez más, la alta estimación por el significado histórico de su persona.
Bien apreciaba don Josemaría la liberalidad del Señor, que colmaba de dones al Opus Dei. Especialmente daba gracias al Cielo por los muchos miembros de la Obra que encontraban su camino en todas las regiones y centros.
En Italia -escribía a sus hijos de México- aumenta nuestra familia de un modo prodigioso. Es admirable cómo actúa la gracia de Dios. Espero en Méjico mayor fecundidad y mayor rapidez. Se os encomienda mucho y la oración es omnipotente. ¡Qué envidia os tengo, por ser los primeros que pisáis esa tierra bendita!
[…] José Luis [Múzquiz] sale el jueves que viene para Nueva York. Imagino las impaciencias y la alegría de José Mª Barredo. En todas partes cuentan buenas noticias y de todas partes llegan cartas de admiración. Se toca al Señor (183).
Transcurría el año 1949 con mucho trabajo, muchos viajes apostólicos y una auténtica pleamar de nuevos numerarios y supernumerarios, cuando sucedió un hecho paradójico, que, a fuerza de repetirse, adquiría viso de lógico y normal. Era ello que, con la aprobación de la Santa Sede y el régimen universal de que se dotaba al Opus Dei en virtud del Decretum laudis de 1947, se facilitó en gran medida su crecimiento y expansión por otros países. Sin embargo, esa aprobación pontificia, y la buena acogida dispensada en Roma al Fundador, en lugar de acallar chismorrerías, hicieron que la contradicción de los buenos se corriese a Italia. De manera que, conforme obtenía el Opus Dei nuevas aprobaciones eclesiásticas, la campaña contradictoria, en vez de calmarse, se recrudecía. Eminentes personajes de la Curia romana, gente con mucha experiencia de la vida, aconsejaron a don Josemaría hacerse el muerto hasta que pasase la tormenta. Eso dice la sabiduría del proverbio italiano: "Bisogna fare il morto per non essere ammazzato" (184). Hay que fingirse cadáver para que no le despachen a uno al otro mundo. Lo que no sabían sus Eminencias era que no se trataba de una tormenta pasajera. Aquello prometía alargarse.
Veinte años largos de existencia llevaba la Obra, y otros tantos de incomprensiones, cuando el Fundador se desahogaba con sus hijos en 1949:
Y es que, desde fines del 1947 -¡cuando ya pensábamos que callarían!-, se han levantado más calumnias graves, constantes, organizadas. Y estas calumnias se han repetido -para lograr esto las lanzaban- por tirios y troyanos.
¡Cuántas veces he oído, más o menos, ecce somniator venit! Ahí viene el soñador: vamos a inutilizarle, vamos a destruirle (185).
¿Qué ha sucedido entretanto?:
Mientras tanto, el apostolado del Opus Dei se intensifica y se extiende hasta ser, ¡cuántas veces os lo he explicado!, un mar sin orillas, una realidad maravillosa, universal […]. El Señor nos ha bendecido también con frutos de deseo de santidad, de apostolado, hasta el punto de que algunos consideran nuestra vida de entrega a Dios como una afrenta para ellos, aunque ningún cargo contra nosotros han podido probar: solamente se trataba de chismes que llevaban los buenos y que, de otra parte, repetían los necios.
Ese ataque cruel y esa calumnia estúpida -que no ha cesado nunca desde hace años- vienen al suelo de suyo, por su propio peso, porque son polvo y barro que levantan y arrojan gentes que parece que están dejadas de la mano de Dios.
Estos hechos me llenan de un gozo profundo y de una segura serenidad, porque -como os he dicho otras veces- siempre que se alzan contra la Obra campañas calumniosas, recibimos una nueva confirmación de que estamos verdaderamente trabajando con eficacia al servicio de la Iglesia, como instrumentos de unidad, de comprensión, de convivencia entre los hombres, esforzándonos en defender para todos la paz y la alegría (186).
Cuando esto escribía, en diciembre de 1949, estaba razonando en voz alta con sus hijos. Porque, como expresamente les dice: en esta Carta, hijas e hijos, me propongo explicaros por qué estamos preparando la aprobación definitiva de la Obra (187).
Una de las muchas habladurías que por aquellos tiempos se propalaban era que el Opus Dei había recibido una sanción pontificia de carácter provisional, por lo que no podría obtener una aprobación definitiva (188). Con suma prudencia sopesó el Fundador la conveniencia de llevar el proceso jurídico a su última etapa o si, por el contrario, había motivos que lo desaconsejaban. ¿Qué ventajas esperaba de la aprobación definitiva?
La aprobación definitiva, hijas e hijos míos, nos dará nueva estabilidad, un arma de defensa, más facilidad para el trabajo apostólico; y asentará de nuevo los principios fundamentales de la Obra: la secularidad, la santificación del trabajo, el hecho de que somos ciudadanos corrientes y, sobre todo, especialmente en la parte espiritual, nuestra convicción de que somos hijos de Dios (189).
Pero es bien sabido que todo en este mundo tiene su precio o su riesgo. El gravamen que había de satisfacer el Fundador era tener que pasar por el aro de una nueva tramitación; lo cual implicaba el someter todos los documentos constitucionales del Opus Dei para ser reexaminados por los consultores, con criterios que no siempre respondían a la nota de secularidad propiamente dicha. Esto obligaba a don Josemaría a hacer concesiones, para presentar la Obra de acuerdo con esa doctrina: harán el estudio de nuestro expediente como lo hicieron para el Decretum laudis: si no, no pasamos (190).
He ahí el nudo de la cuestión. ¿Cómo armonizar los dos contrapuestos enfoques que anidaban en la lex de los Institutos Seculares: el de la genuina secularidad y el moldeado en el espíritu de la vida religiosa? Ya desde el principio existió un desplazamiento de los Institutos Seculares hacia la vida religiosa. Esta tendencia se fue acelerando con el correr del tiempo. Lo cual explica la actitud del Fundador: sus alarmas y su tenacidad en defender el carisma fundacional. Por de pronto, no estaba dispuesto a dejaciones de ningún tipo, ni a malbaratar una herencia recibida directamente de Dios, como era el espíritu del Opus Dei. No podía ceder en lo más mínimo, de modo que comprometiera definitivamente la sustancia del espíritu, porque no era suyo. Las directrices que seguiría en sus gestiones para alcanzar un compromiso con la Curia y obtener la aprobación definitiva, estaban muy claras en su mente:
sin faltar a la verdad -declaraba a sus hijos- hemos de manifestar nuestra acción, ante la Curia Romana, así: obedeciendo siempre, afirmar el espíritu de la Obra, para defenderlo; conceder sin ceder, con ánimo de recuperar. Ésta ha de ser nuestra actitud, porque ya vimos desde el comienzo que la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia no se ajusta a nuestro camino, y trataremos, dentro de nuestras pocas fuerzas y por una razón de lealtad, de que se aplique a las diversas instituciones sin deformarla. Más tarde llegará la hora de aclarar nuestra realidad tajantemente (191).
Así pues, con el firme propósito de obtener la aprobación definitiva, el 11 de febrero de 1950, a los tres años del Decretum laudis, presentó ante la Santa Sede, junto con el Derecho particular, una relación sobre el estado y desarrollo del Opus Dei por esas fechas. La solicitud venía avalada por ciento diez cartas comendaticias de Prelados de diferentes naciones; entre ellas las de doce Cardenales y las de veintiséis Arzobispos (192). Tras un detenido y minucioso examen de los documentos, la Comisión competente de la Sagrada Congregación de Religiosos dio, por unanimidad, parecer favorable a la aprobación. Este dictamen pasó luego al Congreso Plenario del 1 de abril, presidido por el Cardenal Lavitrano, el cual lo ratificó. Sin embargo, por lo que se refiere al Derecho particular, cuyo articulado había sido ampliado, pareció oportuno que fuese el mismo Fundador quien esclareciese personalmente ante el Congreso algunas materias, dada la novedad que ofrecía a los miembros del Congreso la figura jurídica de los Institutos Seculares (193). (Aunque lo cierto es que a la sombra de esta novedad se refugiaban también viejas incomprensiones). Con ello la aprobación quedó pendiente de un ulterior examen, esto es, retrasada.
* * *
Pocos días antes había tenido lugar un acontecimiento que repercutió silenciosamente en el alma del Fundador. El 28 de marzo celebraba el 25 aniversario de su ordenación sacerdotal. Pensando, pues, en señalar la pauta para celebrar en la intimidad esa fiesta de familia, escribió a todos sus hijos:
Roma 8 de marzo de 1950
Que Jesús me guarde a mis hijos.
Queridísimos: Se acerca la fecha de mis bodas de plata sacerdotales. Deseo pasarlas en silencio, sin ruido. Por eso, si tratáis de dar una alegría a este pobre pecador, os agradeceré que especialmente ese día pidáis al Señor, por el Corazón Inmaculado de su Madre, para que me ayude a ser bueno y fiel. Si además, de vuestras familias de sangre o de algún amigo vuestro, podéis obtener una limosna -pequeña o grande- para nuestras casas de Roma, mi gozo será completo.
La bendición de vuestro Padre
Mariano (194).
Mal, muy mal andaban de dinero cuando el Fundador se ve obligado a mendigar por carta limosna de sus propios hijos. De todos modos, ese día lo celebraron espléndidamente. El oratorio tenía aire de fiesta. La belleza y colorido de las flores sobre el altar, la dignidad de los ornamentos con que se revestía el Padre, y el cáliz, propio para esa fecha, demostraban a las claras el cariño de sus hijas y de sus hijos, ya que no su riqueza. Largas horas pasó de tertulia con los de Roma, congregados aquel día en Villa Tevere para felicitarle. A última hora fue a estar de nuevo un buen rato de charla con sus hijas. Sus recuerdos revoloteaban en torno a esa fecha. Don José, su padre, había fallecido en 1924, cuatro meses antes, por lo que no llegó a ver la ordenación de su hijo Josemaría. De su primera misa, el lunes 30 de marzo, en la Santa Capilla del Pilar, le venían memorias agridulces, con la dolorida presencia de la madre, que asistía de luto a una misa de sufragio por el alma de su marido. Después, su precipitada salida para Perdiguera… Así y todo, como decía a sus hijas, aquella jornada en que celebraba sus bodas de plata sacerdotales, había sido un día feliz, sin mayores golpes, sin contratiempos; cosa rara en las fiestas, a lo largo de su vida de sacerdote (195).
En realidad aquella jornada era un brevísimo remanso de paz y alegría, porque el Padre venía pregustando un acerbo sacrificio, que le recordaba otros señalados momentos de aflicción en el pasado. Por dos veces había sufrido la prueba cruel de tener que renunciar a la Obra, arrancándola de sus entrañas de Fundador. La vez primera fue haciendo ejercicios espirituales en los Redentoristas de la calle Manuel Silvela en Madrid, en junio de 1933. La segunda, en La Granja, un día triste y lluvioso de septiembre de 1941, cuando celebraba misa en la Colegiata.
De día feliz, sin nubes (196), califica don Josemaría ese 28 de marzo, jornada de sus bodas de plata sacerdotales. Pero, ¿sabían sus hijos que estaba a punto de dejarlos? Se esperaba, de un día para otro, que se reuniese el Congreso Pleno de la Curia y que de él saliera la aprobación definitiva del Opus Dei. Aquel sería momento propicio para que el Fundador dejase al Opus Dei caminar exclusivamente de la mano de Dios. El sacrificio que ahora se le pedía no era, ciertamente, tan duro como el de las pruebas crueles, pues tenía la seguridad de que el Señor sacaría su Obra adelante; pero no por eso se le hacía menos doloroso, ya que venía prolongándose por muchos meses, como cuenta el mismo don Josemaría:
Estaba decidido -¡y cómo y cuánto me costaba!- a dejar el Opus Dei, pensando que ya podría caminar solo, para dedicarme exclusivamente a crear otra asociación, dirigida a mis hermanos los sacerdotes diocesanos.
Guardaba en mi corazón, desde siempre, esta preocupación por los sacerdotes seculares, a los que tanto tiempo he dedicado, incluso antes de llegar yo mismo al presbiterado, cuando me nombraron Superior del Seminario de San Carlos en Zaragoza, y después en muchas horas de oír sus confesiones y con numerosas correrías apostólicas por España, hasta que hube de venirme a Roma. En los años 1948 y 1949 esta preocupación martilleaba mi alma con una insistencia especial (197).
Noches pasadas en oración en la iglesia de San Carlos, revisando, a solas con Jesús, la marcha interior de los seminaristas que el Cardenal Soldevila le había confiado al nombrarle Superior. Aquellos residentes de la calle Larra a quienes procuraba arrastrar consigo para hacer apostolado. Alguna que otra oveja descarriada en cuya busca salió don Josemaría para reintegrarla al buen redil. ¿Y el sacrificio de doña Dolores, a cuyas oraciones encomendaba la labor con el clero diocesano? En Madrid murió su madre mientras él daba una tanda de ejercicios espirituales en Lérida. Acababa de hablar en la capilla del papel protector que desempeña la madre de todo sacerdote cuando se enteró del fallecimiento de la Abuela.
¡Cuánta soledad y amargura había visto en las almas de muchos sacerdotes! Inmediatamente acudía a su memoria aquel ejercitante retraído al que un día fue a buscar, porque rehuía charlar con otro sacerdote. Le abrió el alma y vio en ella una inmensa soledad. Sobre aquel hombre pesaba una horrible calumnia.
- y los hermanos nuestros que están cerca de Vd. -le preguntó don Josemaría-; ¿no le acompañan?
- "Me junto solo", le respondió (198).
Se conmovió de pena don Josemaría. Cogió las manos de aquel sacerdote y se las besó, para que, en adelante, aquel hermano no caminase solitario por la vida.
Muy pocos conocían la decisión del Fundador de dejar la Obra por amor a los sacerdotes: don Álvaro, sus hermanos -Carmen y Santiago-, los del Consejo General y alguna otra persona. Cuando el Padre lo comunicó a Nisa y a Encarnita, pidiéndoles que rezasen y callasen, ésta última dice que quedaron "paralizadas con la noticia" (199).
Corría el tiempo, y a cuatro fechas del aniversario de su ordenación sacerdotal, a pesar de la certeza que le habían dado de que en el Congreso Plenario del 1 de abril aprobarían definitivamente la Obra, el Fundador recibió, en cambio, la noticia inesperada de que habían decidido demorar la aprobación. Este dilata en los trámites suponía alargar la espera.
Para acortar el tiempo de la espera, y descargar de paso su conciencia, el Fundador dirigió, con fecha de 3 de mayo de 1950, un escrito a la Sagrada Congregación de Religiosos. En dicho escrito demandaba que se le comunicasen las observaciones hechas al Derecho particular del Opus Dei en el seno de la Comisión, como era habitual en tales casos. Y, una vez informado sobre ello, volvió a revisar algunos de sus artículos. La demora resultó providencial, porque uno de los grandes bienes, que se sacaron con aquellos retrasos -dice el Fundador-, fue el de la solución jurídica para nuestros sacerdotes Agregados y Supernumerarios (200).
Voluntariamente, sin resistencias, se había ofrecido a dejar la familia de la que era Padre, con gran dolor suyo y de todos los miembros del Opus Dei.
Pero Dios no lo quiso así, y me libró, con su mano misericordiosa -cariñosa- de Padre, del sacrificio bien grande que me disponía a hacer dejando el Opus Dei. Había enterado oficiosamente de mi intención a la Santa Sede, como ya os he escrito, pero vi después con claridad que sobraba esa fundación nueva, esa nueva asociación, puesto que los sacerdotes diocesanos cabían también perfectamente en la Obra (201).
Felizmente, ya no era precisa una fundación nueva para sacerdotes diocesanos. !Caben, caben!, repetía con gozo don Josemaría (202). La vocación de esos sacerdotes encajaba plenamente en el espíritu y en la estructura jurídica del Opus Dei. Porque, ¿acaso podía dejarlos fuera cuando con tanto empeño se dedicaba a predicar la llamada universal a la santidad? Cuánto insistía el Fundador en que las ocasiones nacidas de la vida profesional del cristiano, de su trabajo corriente, llevaban al encuentro con Cristo, a una vida contemplativa a lo largo de la jornada. Y, ¿no es trabajo profesional, santificable para el sacerdote, el ejercicio de sus tareas ministeriales? (203). La vocación de sacerdotes diocesanos les permitía, por lo tanto, llevar la misma vida contemplativa que el resto de los miembros del Opus Dei, gracias al cumplimiento amoroso de las tareas de servicio a los fieles.
El Señor mostró al Fundador la manera específica de vincularse al Opus Dei los sacerdotes incardinados en las diócesis, sin que ello afectase en lo más mínimo a la dependencia jurisdiccional respecto a los Ordinarios (204). Y la solución consistía en que, quienes tuviesen vocación a la Obra, podrían adscribirse como socios Agregados o Supernumerarios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Porque, característico del espíritu del Opus Dei es que no saca a nadie del oficio o estado en que se halla. En el caso de los sacerdotes diocesanos su condición quedaba fortalecida tanto respecto a la unión con el resto del clero de la diócesis como en la obediencia a su Obispo, en cuyas manos está por entero.
Guiado por estas ideas compuso un Estatuto acerca de los socios sacerdotes diocesanos de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Y cuando, con fecha del 2 de junio de 1950, envió a la Sagrada Congregación de Religiosos un informe esclareciendo las cuestiones que habían retrasado la aprobación definitiva, adjuntó dicho Estatuto como Anexo (Allegato) (205).
* * *
A principios de junio de 1950 los consultores reanudaron sus trabajos, con un diligente examen de los documentos presentados por el Fundador, en los cuales esclarecía, como se le había pedido, el sentido y alcance de algunos puntos. El dictamen favorable de los consultores fue ratificado el 28 de junio por el Cardenal Lavitrano. El Decreto de aprobación definitiva -Primum inter- está fechado el 16 de junio de 1950, por deseo expreso del Fundador (206).
El texto del decreto es extenso. Su preámbulo contiene una breve explicación histórica, a la que sigue -"para que no quepa duda alguna en el futuro"- la reseña y comentario de los rasgos característicos del Opus Dei por lo que se refiere a su naturaleza, miembros, apostolado, espíritu y régimen. Luego de hacer esta exposición panorámica, se cierra el decreto insistiendo en que, tanto el Opus Dei como su Derecho particular, "pueden considerarse detenidamente examinados bajo todos los aspectos, como consta con toda claridad y fundamento". En consecuencia, y en uso de las facultades concedidas por Su Santidad Pío XII, "se aprueban definitivamente" la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei, así como su Codex (207).
Incorporados al Derecho particular estaban los últimos logros legislativos, especialmente el reconocimiento por la Santa Sede de la adscripción de miembros supernumerarios y de socios sacerdotes diocesanos. Además, al texto oficial del Codex, que se entregó al Fundador, acompañaba una carta de la Sagrada Congregación del 2 de agosto de 1950. En virtud de dicho documento se le concedían especiales facultades; a saber: "proponer modificaciones, aclaraciones y añadidos complementarios, si se consideran convenientes y útiles, por cualquier motivo, para la evolución y necesidades del Instituto, y para su expansión y empuje apostólico" (208).
Así las cosas, parecía completo el desarrollo institucional del Opus Dei. En realidad se trataba tan sólo de un alto en la marcha histórica. Se había dado, indudablemente, un importante avance, que el Fundador agradecía. Pero, por encima de posturas encontradas, entre don Josemaría y algunos de los consultores de la Sagrada Congregación, estaba la integridad del espíritu fundacional (209).
Haciendo recuento de las ventajas obtenidas, escribía así a sus hijos:
En primer término, he de recordaros que con la aprobación definitiva quizá os pase por la cabeza el pensamiento de que salimos de Málaga, para entrar en Malagón. Sin embargo, aunque se prevén no pocas dificultades, el bien que se espera de la aprobación definitiva es grande. No constituye un paso más, sino un buen paso adelante.
Porque lograremos, desde luego, mayor estabilidad ante las atizadas incomprensiones; porque, dentro de la Obra, y en el ámbito de la misma y única vocación, se han definido mucho mejor las condiciones de los socios Agregados y Supernumerarios; porque se ha alcanzado el gran avance de que quepan en la Obra los sacerdotes diocesanos; porque se ha podido proclamar de un modo más solemne nuestra secularidad, y asegurar más nuestro espíritu específico; porque nuestros bienes, como defendí desde el principio, no son eclesiásticos.
Si las dificultades que se adivinan -menores que las ventajas que se esperan, para servir mejor a la Iglesia- nos hubieran de obligar a pedir pronto una solución nueva, puesto que ya os he aclarado que hemos concedido con ánimo de recuperar, entonces rezad, rezad mucho […].
Y será preciso buscar una nueva solución jurídica: porque, si pretenden considerarnos igual que a los religiosos o personas equiparadas, como ya han empezado a intentarlo, deberemos confirmar que no nos va ese corsé de hierro: necesitamos mayor elasticidad, para servir a Dios, según Él quiere (210).
En otras palabras, don Josemaría se reservaba el derecho de replantear la cuestión institucional ante la Santa Sede, cuando llegase el momento oportuno.