El Fundador del Opus Dei
"Busco tu rostro, Señor"
1. Las tres últimas locuras
2. La tercera campanada
3. Viaje a Sudamérica (1974)
4. Los Andes: "no soy hombre de altura"
5. Bodas de oro sacerdotales (1975)
6. Muerte (26-VI-75)
El 30 de noviembre de 1972 el Padre se hallaba de vuelta en Roma. Un exigente ritmo de trabajo y el incesante desplazamiento por tierras de España y Portugal habían sometido a una dura prueba su resistencia física. Era obvio que el vigor que derrochaba provenía de su celo apostólico y que aquellos dos meses de correría por la península Ibérica habrían de producir aún mayores frutos el día de mañana, pues se conservaban filmadas gran parte de las tertulias catequísticas, gracias a la previsión de don Álvaro. De modo que la voz y la figura del Padre estarían presentes en las proyecciones que se hicieran en el futuro. Pero, junto con sus alegrías, también se llevó consigo a Roma un nuevo dolor. En una de las tertulias celebradas en el gimnasio del club deportivo Brafa, de Barcelona, anunció a los asistentes que no podía seguir alargando el acto: Me espera un enfermo -les dijo- y no tengo derecho a hacer esperar a un enfermo, que es Cristo… Le hace falta el padre y la madre, y yo soy padre y madre (1).
Don José María Hernández Garnica, uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, aguardaba la muerte en un Centro del Opus Dei de Barcelona. A él volvió a referirse el Padre a las pocas horas de visitarle:
Hoy he estado con un hermano vuestro… Tengo que hacer unos esfuerzos muy grandes para no llorar, porque os quiero con todo el corazón, como un padre y como una madre. Hace unos meses que no le había visto; me ha parecido un cadáver ya… Ha trabajado mucho y con mucho amor; quizá el Señor ha decidido darle ahora ya la gloria del Cielo… (2).
A principios de 1972 los médicos le habían diagnosticado una enfermedad incurable. En cuanto lo supo el Padre, escribió al Consiliario de España, para que se esmerasen en vivir el acostumbrado cariño sobrenatural y humano con el enfermo, tal como lo pide el espíritu del Opus Dei. Don José María (familiarmente "Chiqui") se hallaba en Pamplona, sin posibilidad de curación, salvo que el Señor dispusiera otra cosa.
Sé que tienes el día muy lleno -le escribía el Padre- y me da alegría: así te será más fácil unirte a las intenciones de mi Misa y de mi oración, y la Madre Nuestra Santa María nos obtendrá de su Divino Hijo que se acaben estos tremendos e increíbles tiempos de prueba, que la Iglesia y las almas padecemos.
Tengo la seguridad de que Jesús, Amor Nuestro, te escuchará especialmente mientras dure esa enfermedad que te ha enviado: aprovéchate de ese privilegio (3).
Semanas antes, agradeciendo a la Santísima Virgen la paz y el abandono que mantenía el enfermo en el alma, el Fundador le animaba a continuar su fecunda convivencia con el sufrimiento:
Sigue así, hijo mío, que tus molestias son clamor de oración a Jesucristo Nuestro Señor por esta Santa Iglesia suya que se quiere llevar el diablo (4).
Justamente a la semana de su llegada a Roma, el Padre recibió la noticia de la muerte de don José María. Ese 7 de diciembre de 1972, jueves, reunió a los del Consejo General. En el diario de Villa Tevere, correspondiente al día, se lee:
"Entre lágrimas, nos ha dicho que acababan de llamar por teléfono desde Madrid, para comunicar el fallecimiento de D. José María Hernández de Garnica. Ha sido esta noche pasada, en Barcelona. Él mismo ha pedido que le administraran la Extremaunción.
El Padre ha celebrado enseguida misa por el alma de D. José María. En principio nos dijo que asistiéramos si queríamos. Luego Javi nos ha dicho que el Padre estaba muy afectado y que asistiéramos a la Misa que iba a celebrar D. Álvaro" (5).
En esa misma hora escribía el Padre a don Pedro Casciaro y a don José Luis Múzquiz sendas cartas con idéntico texto:
Me ha llegado hace unos momentos la dolorosísima noticia del fallecimiento de Chiqui (q.e.p.d.). Bien purificado se nos lo ha querido llevar el Señor. No puedo ocultarte que he sufrido -que sufro mucho-, que he llorado (6).
En el caso de la muerte de Chiqui, como en el de cualquier otro hijo o hija suyos, el Padre asumía por entero, personalmente, todo el dolor de ese duro trance. Jamás se acostumbraba al hecho de que cada día fueran más frecuentes tan dolorosas noticias. Por eso agradecía, como algo que tocaba su corazón de Padre, el cariño que habían mostrado a Chiqui quienes estuvieron a su lado (7). Aquella pérdida fue "un golpe muy duro", pero incomparablemente mayor era el dolor que entonces experimentaba por la Iglesia. Sufrimiento causado por las brutalidades de los hombres. Mas Dios le venía asistiendo con una gracia especial, para no quedar chafado por el peso del dolor. Y así, en carta del 12 de diciembre de 1972, expone, con sobrenatural clarividencia, este pensamiento:
No os puedo negar que, si el Señor y su Madre amadísima no nos ayudaran con especial asistencia, las horas que ahora vive la Iglesia nos harían sufrir demasiado.
[…] Sedme fieles. Cumplid las normas. No me dejéis la oración. Trabajad con alegría. Desagraviad, con Amor.
Después, veremos cómo toda esta triste y tremenda situación de la humanidad será remediada. Y llegará el día, que podemos anticipar desde ahora, en el que daremos continuas gracias al cielo: ut in gratiarum semper actione maneamus! (8).
Por la Navidad ya tenía recogida esta jaculatoria -permanecer siempre en acción de gracias- como santo y seña del próximo año entrante.
Apenas pasaron unos días cuando las solicitudes empezaron de nuevo a robarle el sueño. Esta noche casi no he dormido -decía a sus hijos-. Debe ser también por esa preocupación por las almas. Me siento como una fiera enjaulada (9). Y esa congoja reaparece en la felicitación de Navidad de 1972, en vista de los tremendos problemas que la Santa Iglesia padece (10). Pero, disipadas las tinieblas con el soplo de la gracia, se avivaba en su alma una luminosa esperanza. Solamente así, por la ayuda del Señor, se explica la serena actividad del Padre. Es también posible que el deseo de acabar las muchas cosas pendientes le sirviera de estímulo para romper aquel clima de adversidades. Porque, de tarde en tarde, pero cada vez con más frecuencia, se le oía decir en la conversación con sus hijos: Cualquier día me voy (11). No era un pensamiento triste sino feliz, pues le incitaba a aprovechar bien el tiempo, sin pararse en melancolías. Por entonces, ya bastante avanzada la carrera de su vida, confesaba al Cardenal Casariego ser optimista y sereno, por naturaleza y por don gratuito del cielo:
No piense que soy pesimista: Dios Nuestro Señor me ha hecho optimista, optimista es el espíritu de la Obra, y el Santo Evangelio me llena también de optimismo. Pido, sin embargo, hasta con mi respiración, que volvamos a ver el verdadero rostro de la Esposa de Cristo cuanto antes y que la Misericordia de Nuestro Padre del Cielo acorte estos tiempos, haciendo que corran de nuevo las aguas por sus cauces, para que dejen de perderse tantas almas […].
He de confesarle que, aunque lo paso muy mal, soy muy feliz: estoy siempre contento. La tristeza -amaritudo mea amarissima!- no me quita jamás la alegría, ni la paz: sólo algún instante pierdo la sonrisa, que tengo por un don inmerecido que Jesús me ha querido dar casi de modo permanente (12).
En medio de tanto aprieto, el Padre pasaba las tinieblas acompañado de sus hijos: Estoy a oscuras -decía en cierta ocasión a los del Consejo General-. Sólo tengo luz en la necesidad de reparar y en que necesito de vosotros (13). El Señor le daba luces para medir las enormidades que a diario se cometían en la tierra, pero sin ver disiparse las tinieblas de aquella larga noche. Sin embargo, para el Padre representaba un gran consuelo el poder clamar al cielo en compañía de sus hijos, con una sola voz. La necesidad de contar con ellos, ¿no sería el medio utilizado por el Señor para madurar a toda la Obra en espíritu de oración, para mejor servir luego como levadura?
* * *
Poco antes de la Pascua de 1973 se presentaron en Roma dos mil jóvenes. Venían de los cinco continentes, ellos y ellas, después de haber resuelto la costosa operación del transporte. Valía la pena ver al Papa y estar de tertulia con el Padre, que les saludó apreciando sus desvelos. Le daba gozo verlos venir libre y gustosamente a Roma:
Si estáis aquí, es porque sois unos rebeldes encantadores. Por desgracia, en el mundo, ahora sólo hay ímpetus de porquería. Se habla a toda hora de cosas sexuales, de violencia, de enriquecerse de cualquier manera, de no preocuparse de los demás. Y no se habla de Dios.
Pero vosotros, que os habéis dado cuenta de que ese mundo trata de llevaros a vivir vida animal, habéis respondido: ¡no!, no quiero ser una bestia (14).
En junio se cumplía el veinticinco aniversario de la fundación del Colegio Romano, erigido en 1948. En ese cuarto de siglo habían pasado por él alumnos procedentes de cuarenta países; y contaba con quinientas y pico tesis doctorales sobre temas de Teología, Derecho Canónico, Filosofía o Ciencias de la Educación. Uno de los muros de Villa Tevere estaba lleno de "víctores" académicos, con el nombre y año del doctorado inscrito en almagre, uno por cada país. El primer "víctor" era el de don Álvaro, con la fecha: 10-VI-1949 (15).
A poco de comenzar el verano el Padre se fue a Civenna, donde ya había estado el año anterior, con la intención de pasar allí los meses de julio y agosto. ¿En qué se ocupaba? ¿Cuál era su descanso? Al mes y medio de su estancia se lo decía, en dos palabras, a sus hijas de la Asesoría Central: durante este tiempo he seguido muy metido en mi ocupación habitual: pedir sin descanso por la Iglesia y por las almas (16). Más explícito es en carta, de la misma fecha (20 de agosto de 1973), a sus hijos del Consejo General:
Aquí estamos rezando mucho y trabajando. No me importa deciros que no he conseguido descansar: ¡me duele la Iglesia, y me duelen las almas! Vivo, día y noche, en una continua petición al Señor, y todavía querría saber pedir más y mejor. Por eso, os ruego que os unáis a las intenciones de mi Misa, sirviéndoos de esas ocupaciones mías, para mantener una presencia de Dios ininterrumpida, siempre con la intercesión de Santa María -refugium nostrum et virtus!-, y de San José (17).
El mes de septiembre lo pasó en la casa de retiros de Castelldaura, en las cercanías de Barcelona, con motivo de una operación que hicieron a don Álvaro. Allí se sometió también el Padre a una revisión médica que llevaron a cabo varios doctores de la Clínica de la Universidad de Navarra. El dato más relevante de los análisis practicados era la elevada cantidad de urea en la sangre. También por esos días, aprovechando su estancia en Barcelona, se le hizo una prótesis dental. El 29 de septiembre el Padre estaba de regreso en Roma (18).
Un atento examen de los datos que definen y limitan la actividad de su persona nos descubre sorprendentes correlaciones. Salta a la vista, por ejemplo, la existente entre las graves dolencias morales que padecía y su incidencia fisiológica. Un hombre como él, habituado a no quejarse, escribe el 17 de noviembre:
Rezad por mí. Como es imposible cerrar los ojos, cuando tropecéis -desgraciadamente será con frecuencia- con los tristes resultados de la confusión que reina dentro de la Iglesia, pedid para que se acabe pronto; y uníos a la intención de mi Misa, porque lo paso muy mal. Lo paso muy mal, pero vivo lleno de una paz y de una alegría que desde el cielo me conceden (19).
Es muy significativo que los análisis efectuados el 30 de noviembre de 1973 vayan precedidos de una escueta observación médica sobre el paciente; y es ésta: "persiste el cansancio y somnolencia vespertina con insomnio nocturno" (20). Condición de vigilia muy estrechamente relacionada con lo que el Padre llamaba su ocupación habitual; esto es, pedir sin descanso, día y noche, por la Iglesia y por las almas.
* * *
Al comienzo de los años cincuenta el Padre encargó al Consiliario de España que fueran a rezar a la Virgen de Torreciudad, a quien sus padres le habían ofrecido en 1904, en muestra de agradecimiento por haberle librado de una grave enfermedad. La antigua ermita, que desde lo alto de un risco domina el valle del Cinca, se encontraba medio en ruinas. El furor iconoclasta de los milicianos había destrozado el retablo y quemado los enseres de culto durante la guerra civil. (Afortunadamente, un vecino logró salvar la imagen de la Virgen escondiéndola entre las peñas). Sin embargo, no se desanimó el Padre con las noticias de la inspección y el estado ruinoso de la ermita. Su firme propósito de levantar santuarios a la Virgen venía de atrás, de antiguo, porque ya en enero de 1955 había expresado a sus hijos el deseo de construir un santuario a Nuestra Señora en los Estados Unidos, bajo la advocación de Madre del Amor Hermoso (21). Pensaba poner bajo la protección de la Virgen la santidad de las familias. Pasaron así algunos años, aunque no en vano. Porque, con el correr del tiempo, la idea florecía en la voluntad del Padre, que esperaba ver realizado en vida uno, al menos, de tales proyectos. Y, siendo obispo de Barbastro Mons. Jaime Flores, el Padre le propuso que si el Opus Dei se hiciese cargo del santuario, se comprometería a fomentar el culto a Nuestra Señora de Torreciudad. ¿Qué le movía al Padre? Ante todo el amor a la Virgen, el hacer de aquel santuario un centro que irradiase devoción mariana, sin olvidar su gratitud personal y la de toda la Obra por los favores recibidos de manos de Santa María.
La cesión en perpetuidad del uso y usufructo de aquel lugar, con sus dependencias y terrenos circundantes, se verificó por escritura del 24 de septiembre de 1962 (22).
Enseguida se comenzó a restaurar la escultura de la Virgen. Al mismo tiempo, el Padre, llevado de un ardiente fervor, y soñando con los muchos bienes espirituales que se obtendrían, solicitó de la Santa Sede la coronación canónica de la imagen (23). Pero como el proyecto arquitectónico, tal como lo quería el Padre, había de ser de gran alcance en cuanto a su capacidad, fue necesario levantar un nuevo santuario, que se construyó en la ladera terraplenada del monte.
En junio de 1967 el Padre habló en Roma con Heliodoro Dols, el arquitecto encargado de las obras, y le hizo indicaciones concretas, teniendo en cuenta las recientes disposiciones conciliares para el culto. Luego escribió una carta al Consiliario y a sus hijos de España, en la que expone las razones que le movieron a levantar el santuario de Nuestra Señora de Torreciudad, y lo que de allí esperaba:
Un derroche de gracias espirituales espero, que el Señor querrá hacer a quienes acudan a Su Madre Bendita ante esa pequeña imagen, tan venerada desde hace siglos. Por eso me interesa que haya muchos confesonarios, para que las gentes se purifiquen en el santo sacramento de la penitencia y -renovadas las almas- confirmen o renueven su vida cristiana, aprendan a santificar y a amar el trabajo, llevando a sus hogares la paz y la alegría de Jesucristo: la paz os doy, la paz os dejo. Así recibirán con agradecimiento los hijos que el cielo les mande, usando noblemente del amor matrimonial, que les hace participar del poder creador de Dios: y Dios no fracasará en esos hogares, cuando Él les honre escogiendo almas que se dediquen, con personal y libre dedicación, al servicio de los intereses divinos.
¿Otros milagros? Por muchos y grandes que puedan ser, si el Señor quiere así honrar a su Madre Santísima, no me parecerán más grandes que los que acabo de indicar antes, que serán muchos, frecuentísimos y pasarán escondidos sin que puedan hacerse estadísticas (24).
Al visitar muchos de los santuarios marianos de Europa -Lourdes, Fátima, Einsiedeln- el Padre solía beber el agua de sus manantiales como cualquier devoto peregrino de Santa María, pero sin pedir ni esperar milagros.
En Torreciudad -seguía escribiéndoles-, donde quiera que pongamos agua para saciar la sed de los fieles, irá un cartel que diga clara y terminantemente: agua natural potable
La de esa Madre mía, Nuestra, que nos aguarda en aquellos riscos, será agua como un manantial fresco y vivo que manará sin cesar hasta la vida eterna (25).
Aquello sería lugar de oración y penitencia, donde se facilitara a las almas el encuentro con Dios. Como decía el Padre, a la Virgen de Torreciudad no le pediremos milagros externos; nos dirigiremos a Ella para que haga muchos milagros internos (cambios en las almas, conversiones, un mayor trato con el Señor) (26).
A su paso por Madrid tuvo ocasión el Padre de contemplar por vez primera la imagen restaurada. Era el 6 de abril de 1970. Del taller de restauración llevaron al centro de Diego de León, para que lo viese, el grupo escultórico -Niño y Virgen de Torreciudad-, que ya habían terminado de limpiar. La talla pudo entonces datarse como de finales del siglo XI.
Al primer golpe de vista, el Padre quedó prendado de su belleza. ¡Es preciosa!, exclamó entusiasmado. Después permaneció absorto contemplando la imagen; y, por espacio de diez o doce minutos, brotó de su alma un diálogo de amor con la Señora (27).
De Madrid -como ya se mencionó páginas atrás- el Padre fue como peregrino a Torreciudad, donde pudo ver señalado el terreno de las obras del santuario. Asomado a un hoyo profundo, donde irían los cimientos de la iglesia, bendijo con mucha fe la futura cripta en que el día de mañana se instalarían 40 confesonarios. Soñaba el Padre con hacer de aquel lugar -monte y santuario- un conjunto de construcciones que invitasen a la oración y a la penitencia, y donde todo estuviera en función de la catequesis. A este propósito quería que, para el altar mayor, se esculpiese un gran retablo con escenas de la vida de la Virgen. Una catequesis en piedra, que avivase en los peregrinos el amor de Dios (28); y que todos lo entendieran: tanto los intelectuales como la gente ruda de las aldeas. Dispuso también que se colocase dentro del templo una imagen de Cristo clavado en la Cruz, antes de morir, con los ojos abiertos, como diciendo con amor a los fieles: Mira, todo esto lo sufro por ti (29). Era, asimismo, deseo del Padre que, dentro del ambiente de paz y recogimiento del santuario y sus alrededores, se prestara especial atención al Santísimo Sacramento, que debía ocupar lugar preeminente en el templo. Se le haría un Sagrario rico, que en un óculo, desde lo alto del retablo, presidiera todas las actividades apostólicas que entre aquellas peñas aragonesas se realicen, para honra de su Madre, para bien de todas las almas y para el servicio de la Iglesia Santa (30).
El Padre no volvería a Torreciudad hasta mayo de 1975, esto es, un mes antes de su muerte. Sin embargo, desde lejos, con su fe, con su oración, con su trabajo y con su aliento, fue tal el impulso que recibieron cuantos estaban materialmente comprometidos en sacar adelante las obras, que resulta de justicia decir que Torreciudad es "un monumento de la fe del Padre en la intercesión de Santa María" (31). Lanzarse a aquella costosa empresa era una locura, pero una locura necesaria; porque ¿de qué medios disponían? Reflexionando en la dificultad de aventurarse en aquel proyecto, con la mente puesta en la Virgen, comentaba el Padre: Torreciudad: empezamos aquello y, materialmente, sólo contábamos con la imagen de madera; pero ¡Tú ya sabes, Madre, cómo te queremos, y nos sacarás adelante! (32).
Sentía la urgencia de abrir cuanto antes el santuario al servicio de los fieles. Y se propuso, con particular empeño, que no se retrasasen lo más mínimo las obras, consumiendo etapas según plazos previstos, puntualmente, sin demoras. Pero llegó un momento de grandes apuros económicos. No cabía otra salida que aplazar la realización de una parte importante de las obras. Y cuando enviaron al Padre un informe preciso sobre la crítica situación, les animó, haciendo renacer esperanzas y advirtiéndoles, con mucho sentido común: No olvidéis que las cosas no las terminan los muertos (33).
La costumbre del Padre de plantear las labores apostólicas por delante de las posibilidades económicas, se tradujo en un penoso vivir al día, a base de donativos. Las contribuciones de miles de personas limosneras estaban hechas de sacrificios domésticos, de trabajos extraordinarios, de entregas de ahorros… Limosnas generosas todas ellas, venidas de todas partes de España y de otros países, pero en cantidades que nunca sacaban a la empresa del capítulo de las deudas (34). Para aliviar gastos se procuró ahorrar en la adquisición de materiales. Al llenarse el embalse de El Grado, varios pueblos de las cercanías quedarían bajo las aguas. Antes de que llegara ese momento, el Padre sugirió la posibilidad de aprovechar algunos elementos de la construcción: comprando piedra labrada, tejas, puertas y marcos de ventanas. También recuperaron material de viejas casas en derribo (35). Así y todo no faltaron habladurías e infundios sobre el lujo de las construcciones y ataques directos al Fundador, acusándole de ambición de grandeza, por ser magnánimo en su devoción a la Virgen de Torreciudad (36).
Se hizo lo imposible por acabar las obras y abrir al culto el santuario en 1975. El que pudiera terminarse en esas fechas se debe a la tenacidad del Padre y a su confianza en Dios y en la Santísima Virgen (37).
* * *
La etapa fundacional de la Obra es una historia de crecimiento y de fecundidad apostólica a ojos vistas. Pero, con el rápido crecer, los medios materiales de apostolado resultaron cada vez más insuficientes. La sede central del Opus Dei en Roma, que con tantos sudores y sacrificio se construyó, ya se había quedado pequeña antes de 1970. En efecto, el Colegio Romano de la Santa Cruz llevaba veinte años funcionando, desde que se instaló provisionalmente en Villa Tevere, en 1948. Los alumnos universitarios allí alojados seguían aumentando en número, gracias a Dios, con lo que el espacio disponible disminuía de curso en curso. El Padre ansiaba ver a sus hijos viviendo más al aire libre y con facilidades para hacer deporte. Era llegada la hora de acabar con aquella engañosa situación de provisionalidad, pues los órganos centrales de gobierno, cuyas funciones también se habían dilatado, necesitaban ahora el espacio ocupado por el Colegio Romano (38).
Al tiempo de plantearse este problema el Padre tenía unos sesenta y cinco años. Con toda una vida de duro trabajo a las espaldas, bien pudiera tomarse un merecido respiro, contemplando las muchas cosas logradas. Pero nunca fue ésa la mentalidad del Padre. Nunca se mostró complacido del todo consigo mismo. Muy por el contrario. Su única guía era la idea de servicio. De cara a lo que quedaba por hacer, se exigía más y más; y se exigía en nombre de Dios y en nombre de sus hijos.
Se me hace de noche, hijos míos -pensaba-; ¡hay que correr! (39). Fue entonces cuando determinó que el Colegio Romano no podía seguir alojado por más tiempo en la sede central del Opus Dei. Debía trasladarse a otra parte; y rápidamente. Así, pues, se pusieron a buscar un posible emplazamiento en el casco urbano. Abundaban en Roma viejos palacios y caserones antiguos medio en ruina. Pero el acondicionarlos por dentro, adaptándolos a las necesidades específicas del Colegio Romano, resultaba más costoso que el partir de cero y comenzar demoliendo, cosa que no permitían las disposiciones municipales. Después de algunas consultas, y teniendo en cuenta el factor principal -la escasez de dinero-, el Padre se decidió por lo más ventajoso. Es decir, levantar edificios de nueva planta. Esto sucedía en noviembre de 1967 (40).
Antes de comenzar las obras hubo un largo periodo preparatorio. Dos años se tardó en tener listos los proyectos arquitectónicos. Largas fueron las gestiones para conseguir la aprobación urbanística y los permisos de construcción, y las licencias técnicas indispensables. Los terrenos estaban en lo alto de un ribazo que dominaba el ancho valle del Tíber. A sus pies pasaba la vía Flaminia. En esos parajes habían acampado los legionarios de Constantino antes de derrotar a las tropas de Magencio. El vencedor proclamó luego el edicto de Milán a favor de los cristianos. Le gustaba al Padre recordar estos hechos históricos y el nombre dado a la finca: "Cavabianca", por la proximidad de una cantera. (Ciñéndose al nombre simbólico de ese Centro Internacional de formación, pensaba sacar de ahí el Padre piedras vivas, blancas y bien pulidas) (41).
Llevar a cabo el proyecto era tarea de gran porte. En primer lugar estaba la financiación, aunque la falta de dinero era para el Padre cosa archisabida y de ordinaria administración. Ponía su entera confianza en la Providencia y veía "Cavabianca" como la última de las construcciones que pasarían por sus manos (42). (En efecto, era larga la serie de obras que había promovido, sin tomarse descanso. La última piedra de Villa Tevere se colocó el 9 de enero de 1960, después de doce años de obras. En abril de 1960 se iniciaron los trabajos en el Colegio Romano de Santa María, en Castelgandolfo. Después, para las actividades estivales, se preparó Tor d'Aveia, que empezó a utilizarse en 1967 (43). Y a principios de 1970, cuando se excavaban los cimientos del nuevo santuario de Torreciudad, ya estaba el Padre ocupándose del proyecto de Cavabianca). Depositados en su memoria, profundamente vivos y presentes, estaban los hechos. ¿Cuándo le había faltado el Señor? Esta seguridad en la Providencia desvanecía todos los obstáculos que humanamente pudieran presentársele antes de ponerse a construir. Y, como siempre, debía ir al paso de Dios. Ni más deprisa ni más despacio. De una cosa estaba convencido: era necesario formar a quienes -ellos y ellas- luego se esparcerían por países y continentes, para formar, a su vez, a las muchas personas que el Señor enviaba al Opus Dei. Pero antes había de proveer a su alojamiento. Donde hay muchos pájaros -decía- se necesitan muchas jaulas. Lo comentaba a gente de Barcelona en su correría por España en 1972:
En Roma, muy cerquita de Villa Tevere -que también hay que retocar, porque la hicimos muy deprisa-, hemos querido adquirir unas hectáreas, y se está construyendo una casa para más de trescientos pájaros. Vienen a verme obispos de todo el mundo, y me dicen: pero usted está loco… Y les contesto: estoy cuerdísimo. Cuando hay pájaros y no se tiene jaula, lo que hace falta es la jaula. Necesito formar allí -teniéndolos uno, dos o tres años, todo lo más- a hijos míos intelectuales de todos los países (44).
Algunos eclesiásticos, al oírle hablar del proyecto y de su ejecución, trataban de disuadirle. Una obra de tamaña envergadura era empresa de locos; y más en un período de fuertes crisis entre los cristianos de todos los países. ¿Cómo pensaba sostener y llenar aquellos edificios? Desde luego, aquello era una locura. Estaba cometiendo un grave error (45).
El Padre no lo negaba. Era el primero en admitirlo. El proyecto era una auténtica locura; pero una locura ejemplar y necesaria. Y, por eso, no pensaba volverse atrás.
El 6 de diciembre de 1971, cuando llevaban ya un año de obras, el Padre pidió a los arquitectos que encomendasen la solución del problema económico a san Nicolás de Bari, cuya fiesta se celebraba ese día. Es más, les anunció que de allí a tres años tenían que estar acabadas las obras (46). Pero comenzar los trabajos y surgir obstáculos fue todo uno. Algunas dificultades podían considerarse como previsibles; pero otras muchas se presentaron inesperadamente: impedimentos de carácter técnico y burocrático, huelgas laborales, subida inesperada de los costos del material… Todo ello en unos años de inestabilidad social, tensiones sindicales, secuestros de personas y terrorismo a gran escala… No podían haber escogido tiempo peor para emprender las obras (47). Ante estos problemas, más de un amigo aconsejó al Padre en el sentido de si no sería mejor renunciar al proyecto de Cavabianca y construir lejos de Roma, o tal vez en otro país. Pero la razón principal del Padre, su argumento para sacar adelante Cavabianca, era de orden sobrenatural: el establecimiento en Roma, su "romanidad", era la garantía de unidad y de eficacia apostólica (48).
En los días anteriores al comienzo de las obras, el Padre instaba a los alumnos del Colegio Romano a que no se desentendieran de los trabajos de Cavabianca. Con este fin les recordaba que los nuevos edificios se construirían con dinero ajeno, fruto de los sudores de muchos hermanos suyos, y con la ayuda de amigos y cooperadores que voluntariamente arrimaban el hombro, aunque algunos ni siquiera eran cristianos (49). Pero al diablo, según dice el Padre, no le entusiasmaba el proyecto e hizo lo posible por obstaculizarlo (50). Y así, para que Cavabianca tuviera más sabor de sacrificio y amor de Dios -como lo tenía Villa Tevere- no faltaron murmuraciones que añadir a la pobreza.
Torreciudad y Cavabianca eran dos locuras de amor, cronológicamente paralelas. Hermanas en su génesis material y espiritual. Expresión del amor del Padre a las almas y de su devoción a Santa María. Dos obras fundadas en la magnanimidad y en la pobreza. Emprendidas ambas con esperanza. Ejecutadas con esmero en los pequeños detalles (51). Llevadas a cabo con constancia y sacrificio.
Hablaba un día el Padre delante de sus hijos acerca de Cavabianca, su penúltima locura, como solía llamarla. Y uno de ellos le preguntó: - ¿cuál será la última? - La última, respondió el Padre: morirme a tiempo (52). Con ello dejaba entrever su pleno abandono en las manos de Dios y su humildad; no quería ser un estorbo para sus hijos cuando envejeciese y le faltasen las fuerzas.
Avanzaban las obras en Cavabianca, entre el ruido de excavadoras, camiones y hormigoneras. El Padre, aunque dejaba libertad a los arquitectos, seguía la marcha de las operaciones sobre los planos. Pasaba horas en el estudio de los arquitectos haciendo sugerencias y pidiendo aclaraciones. No gustaba de moles arquitectónicas. De acuerdo con sus indicaciones para los proyectos, Cavabianca sería un conjunto de edificios con el aire familiar y amable de un pueblecito. Habría rincones con pequeños jardines y fontanas; y espacios amplios con perspectiva de plazas, calles y campo abierto. Tengo ilusión -decía a sus hijos- de ver plantar los árboles, aun cuando de sus frutos y de su sombra yo no participaré. Me da mucha alegría plantar un árbol para que los demás, los hijos míos, gocen de su sombra (53).
Es posible que en este tipo de consideraciones se apuntase de algún modo a la cercanía de la muerte. La idea de que no llegaría a disfrutar de Cavabianca se presentaba en su ánimo como envuelta en tiniebla. Repetía entonces que se le hacía de noche; y no pocas veces se le escapaba un suspiro de reflexión: Tengo setenta y un años -decía-, y cualquier día me voy (54). Ultimamente tal expectativa parecía adherirse firmemente a su memoria y, con gran pesar de quienes le escuchaban, insistía el Padre en que su vida ya había dado de sí hasta donde era lógico y previsible: Yo pido a Dios que me lleve por la Iglesia; aquí no hago más que estorbar, y en el cielo podré ayudar mejor (55). También era habitual en él pedir a Dios la gracia de morir sin dar la lata (56), es decir, sin causar molestias a nadie, sin ser una carga para sus hijos.
En el fondo de todas estas reflexiones, ¿le acechaba realmente el presentimiento de que no andaba lejos el fin de sus días? ¿Hasta qué punto le asaltaba el acabamiento de su carrera? A primera vista no existía indicio alguno de ello. Pero, en contra, su memoria no podía silenciar los hechos. Bastaría enumerar años y fatigas, y pasar revista a sus enfermedades crónicas. Sin embargo, el claro dominio de una voluntad disciplinada, y la energía moral de que siempre daba muestra, desmentían que fuera cuesta abajo, camino de consumirse. Aunque también es innegable que, a consecuencia de un esfuerzo continuo y heroico, su persona había padecido un tremendo desgaste físico, superado, gracias a Dios, con entereza espiritual.
Por eso, cuando se le oía exclamar: No sé el tiempo que Dios me dará de vida (57), la frase no tenía especial significado. Muy diferente, sin embargo, era el alcance de sus palabras al afirmar que se había pasado la vida tocando el violón (58). Porque en este caso estaba haciendo examen de conciencia, y se trataba de la confesión contrita de toda una vida, que juzgaba vacía, y que hubiera deseado rectificar con un acto profundo de dolor de amor. Se veía pobre, desprovisto de virtudes, frágil y recompuesto. A este propósito solía contar en público que, durante su correría apostólica por tierras portuguesas en 1972, sus hijos le regalaron una sopera de loza, sin otro valor que un lema repetido a todo lo ancho de la panza: "Amo-te… Amo-te… Amo-te…" La base estaba quebrada y sujeta con lañas. En esa humilde sopera se veía el Padre retratado. Era imagen de su vida: rota y recompuesta con lañas; cada vez con más lañas, conforme pasaban los años (59).
Sentía el Padre que se le escapaba el tiempo. Por eso, al entregarse a una tarea de servicio lo hacía por entero, sacudiéndose de encima el cansancio o el peso de los años. Entonces era otro. Parecía transformado. Recobraba como por ensalmo su juventud y su espíritu tiraba con fuerza del cuerpo, para arriba. Probablemente aún resonaba en sus oídos el eco de aquella divina locución: "obras son amores y no buenas razones". El amor a la Iglesia, a la Obra y a las almas todas, le movió a redimir, hasta el último instante, lo que consideraba tiempo perdido en su vida: toda una existencia "tocando el violón".
* * *
El más grave problema en que se encontró inmerso el Fundador en los últimos años de su vida fue la situación de la Iglesia, lo cual, para él, era fuente inagotable de dolor. A este "tiempo de prueba" para todos los cristianos, dedicó las tres últimas cartas a todos sus hijos. Dos de ellas en la primavera de 1973 y la tercera en febrero de 1974.
Cumpliendo con una dulce obligación pastoral, con solicitud de Padre, volvía a recordarles, en la primera de esas cartas (28-III-1973), los peligros a que estaban expuestos en el tiempo de dura prueba que atravesaba la Iglesia:
Llevo años advirtiéndoos de los síntomas y de las causas de esta fiebre contagiosa que se ha introducido en la Iglesia, y que está poniendo en peligro la salvación de tantas almas.
Deseo insistiros, para que permanezcáis vigilantes y perseveréis en la oración: vigilate, et orate, ut non intretis in tentationem (Mt.26, 41): ¡alerta y rezando!, así ha de ser nuestra actitud, en medio de esta noche de sueños y de traiciones, si queremos seguir de cerca a Jesucristo y ser consecuentes con nuestra vocación. No es tiempo para el sopor; no es momento de siesta: hay que perseverar despiertos, en una continua vigilia de oración y de siembra.
¡Alerta y rezando!, que nadie se considere inmune del contagio (60).
Y para ello les da consejos oportunos: permanecer firmes en la fe, cuidar los actos de culto; hacer de su vida entera un continuo acto de alabanza a la Santísima Trinidad; vivir bien la Santa Misa, que es el centro y la raíz de vuestra vida interior; cultivar un fuerte espíritu de expiación, pidiendo perdón por tantas acciones delictuosas que se cometen contra Dios, contra sus Sacramentos, contra su doctrina, contra su moral (61). Siempre es hora de amar al Señor -dice a sus hijos-, pero hemos de acercarnos aún más a Él en estos tiempos de indiferencia y mal comportamiento. Y esto nos obliga a buscar cada día más la intimidad con Dios (62).
La carta, del principio al fin, representa un incesante insistir sobre los medios sobrenaturales y las armas de que dispone siempre el cristiano para perseverar en el amor a Cristo. Es también una llamada a la tarea apostólica, en la que cada uno ha de ser como un farol encendido, lleno de la luz de Dios, en esas tinieblas que nos rodean (63).
Finalmente, al cerrar la carta, pone el Padre un acento de serena alegría, porque el Señor quiere ver a los suyos leales y con optimismo inquebrantable. Así, pues, les hace considerar cómo en horas de profunda crisis en la historia de la Iglesia ha bastado un puñado de gente decidida para oponer resistencia eficaz a los agentes del mal:
Pero esos pocos han colmado de luz, de nuevo, la Iglesia y el mundo. Hijos míos, sintamos el deber de ser leales a cuanto hemos recibido de Dios, para transmitirlo con fidelidad. No podemos, no queremos capitular.
No os dejéis arrastrar por el ambiente. Llevad vosotros el ambiente de Cristo a todos los lugares. Preocupaos de marcar la huella de Dios, con caridad, con cariño, con claridad de doctrina, en todas las criaturas que se crucen en vuestro camino. No permitáis que el espejismo de la novedad arranque, de vuestra alma, la piedad. La verdad de Dios es eternamente joven y nueva, Cristo no queda jamás anticuado: Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Heb.13, 8) (64).
Apenas habían transcurrido tres meses cuando, en vistas del cariz que tomaban las cosas, cogió de nuevo la pluma. Esta segunda carta, fechada el 17 de junio de 1973, mantenía a sus hijos al tanto de los innumerables errores que se estaban infiltrando en la doctrina y en las costumbres. De modo que la Iglesia se encontraba en medio de una borrasca tremenda; y -como explicaba el Padre, animando apostólicamente a sus hijos- en esta larga temporada de tempestad y de naufragio, debemos ser para muchos un arca de salvación (65). Muchos cristianos, por desgracia, habían perdido la visión sobrenatural, ya no vivían con los ojos puestos en la eternidad hacia la que todos nos encaminamos. Deslumbrados por los espejuelos de lo temporal adoptaban posturas críticas contra la tradición y de rebeldía contra el dogma. Eran partidarios de un equívoco cristianismo adulto (66). A éstos les invitaba el Padre a meterse en el Evangelio y escuchar la voz del Señor: "En verdad os digo, que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt.18, 3).
Era cada vez mayor el número de quienes predicaban una vida despojada de fe sobrenatural, intentando suplantar a Dios en todas partes:
Especialmente con el marxismo, que es la suma de todos los errores, estamos asistiendo a una subversión total: la eternidad es sustituida por la historia, lo sobrenatural por la naturaleza, lo espiritual por la materia, la gracia divina por el esfuerzo humano […].
Para algunos, parece como si en lugar de ser la Iglesia -la Iglesia de siempre, la que fundó Jesucristo y a la que Jesucristo ha asistido continuamente en estos veinte siglos- la salvación para el mundo, hubiera de ser el mundo la salvación para la Iglesia (67).
En la Navidad de 1973, al felicitar a sus hijas y a sus hijos, seguía comentando el tema central de estas dos extensas cartas de meses anteriores. Porque, insistía, tengo la obligación de deciros estas tristes verdades, de preveniros, de abriros los ojos a la realidad, a veces tan penosa (68). Luego, les prometía un tercer escrito: Os escribiré pronto: haré sonar de nuevo la campana gorda, para que nadie sea vencido por un mal sueño. Pero no era cosa de entristecerse, porque no es la Navidad ocasión de amargura, ni de pesimismo. Hemos de colmarnos de serenidad, de sobrenatural esperanza, de fe: el Señor vendrá, es seguro (69).
Pasadas unas semanas, envió el Padre a toda la familia de la Obra una carta de exhortación, ya previamente anunciada en la Navidad de 1973. A este nuevo aviso lo denominó familiarmente la "tercera campanada", porque era costumbre, hasta no hace muchos años -y todavía se conserva en algunos pueblos y ciudades-, el llamar a misa con tres toques de campana, debidamente espaciados. El último de ellos inmediatamente antes de la celebración litúrgica. Así, pues, comienza la carta:
Queridísimos: que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos. Salgo otra vez a vuestro encuentro, volviendo a sonar la campana. Siento el deber de avisaros y lo hago como tradicionalmente se convoca a los fieles, para acercarlos al Sacrificio de Jesucristo: repitiendo las llamadas. Tres solían darse, para anunciar el comienzo de la Santa Misa. Las gentes, al oír el repique ya familiar, aceleraban definitivamente el paso, corrían hacia la casa del Señor. Esta carta es como una tercera invitación, en menos de un año, para urgir vuestras almas con las exigencias de la vocación nuestra, en medio de la dura prueba que soporta la Iglesia.
Quisiera que esta campanada metiera en vuestros corazones, para siempre, la misma alegría e igual vigilia de espíritu que dejaron en mi alma -ha transcurrido ya casi medio siglo- aquellas campanas de Nuestra Señora de los Ángeles (70).
Era obligado mostrarles la cruda realidad, sin disimulo ni mitigación. El Padre se encargó de abrirles los ojos para que midiesen en toda su gravedad los penosos sucesos que aquejaban a la Iglesia. Convenía que lo supiesen de buena tinta y sin sentirse aplastados por tan malas noticias. Con objeto, por tanto, de que sus hijos captaran las dimensiones sobrenaturales, y las puramente humanas, del momento histórico, les hace contemplar la situación a la luz de la fe, de la esperanza y de la moral (71). Y con estilo vigoroso mantiene despierta la conciencia de los suyos para que intensifiquen la vida interior y eviten estancarse en el desaliento:
Espero -con estas líneas- impulsaros a que busquéis con mayor esfuerzo la presencia, la conversación, el trato y la intimidad con Dios Señor Nuestro, Trino y Uno, a través de la devoción familiar a la trinidad de la tierra: que esta habitual confianza con Jesús, María y José sea para nosotros y para quienes nos rodean como una continua catequesis, un libro abierto que nos ayude a participar en los misterios, misericordiosamente redentores, del Dios hecho Hombre (72).
Cada vez que el Padre enfoca un punto concreto de la vida contemporánea aparece una costra de miserias y confusión. Pero, por debajo de esa costra, la carne está viva y sana. No es el Padre, en absoluto, profeta de desastres y amarguras. Antes bien, procura traer paz y equilibrio a las almas. No exhorta a sus hijos para provocar en ellos un simple movimiento emotivo, superficial, sino que procura que haya siempre en sus corazones un sincero sentimiento de dolor. Y, con el dolor, la alegría; par de factores que nunca debe olvidar el cristiano. Ése fue, en efecto, el brindis que dirigió el Padre a sus hijos a la entrada del año 1974: Para todos la alegría, y para mí -con la alegría- la compunción (73).
Por la carta, entre líneas, corren ráfagas de urgencia. Una vez más brilla, instantáneamente, la fugacidad del tiempo; y detrás se adivina la disposición del ánimo del Padre:
Hay que vibrar, hijos míos, hay que vibrar, porque rendiremos cuenta del tiempo inútilmente gastado. Para nosotros, el tiempo es gloria de Dios, el tiempo -en cada momento- es ocasión irrepetible de sembrar buena doctrina. No existen nunca razones para descuidar el apostolado (74).
La postura del Fundador -firme en la fe, sin ceder ni un milímetro; fiel a sus compromisos; prudente en sus decisiones, tenaz y responsable- mantuvo la unidad de la Obra impidiendo su disgregación. En la carta les explicaba el porqué de su conducta:
Hijas e hijos míos, deseo confirmar bien claramente que siento mi responsabilidad ante Dios, por haberme confiado tantas almas: y después de haber rezado mucho y de haber empujado a otros a rezar durante largo tiempo, os he comunicado las disposiciones que en conciencia estimaba prudentes, para que vosotros -en medio de este caos eclesiástico- contarais con unas directrices seguras de orientación (75).
Y más adelante:
En el Opus Dei no podemos albergar a nadie con la desgraciada capacidad de romper la compacta -lo digo adrede: ¡compacta!- unidad de fe y de buen espíritu con que, a pesar de nuestras miserias personales, tratamos de estar bien cerca del Señor (76).
* * *
Reconoce el Padre en su tercera campanada las muchas alegrías que le han proporcionado sus hijas y sus hijos, por su fidelidad y su vida reciamente cristiana. Todos se han mostrado disponibles para el servicio de Dios en la Obra, yendo de un lado para otro, o perseverando sin cansancio en el mismo lugar. Sobre esa generosidad -les dice-, el Señor ha volcado su eficacia santificadora: conversiones, vocaciones, fidelidad a la Iglesia en todos los rincones del mundo (77).
Pero, tanto la historia como la "prehistoria" de la expansión por diversos países europeos, la había hecho personalmente el Padre con incesantes viajes, abriendo centros y llenando las carreteras de avemarías y de canciones. Muchísimas veces hubo de emprender viajes fuera de Italia, recorriendo ciudades y visitando santuarios marianos. Y no lo hacía por capricho, porque cuando últimamente los médicos le aconsejaban salir de Roma para cambiar de aires y hacer una pausa en su trabajo, les respondía: Tengo que estar en Roma; es mi cruz y no puedo dejar de abrazarla (78).
No tenía conocimiento directo y personal de las actividades apostólicas de sus hijos en las naciones de América, salvo de México, adonde había ido en peregrinación en 1970. Deseaba verlos "en su salsa", pero no acababa de presentarse ocasión propicia para ello. Le escribían; le llamaban; insistían en que fuera a visitarlos. Trataban por todos los medios de convencer al Padre de que era necesario que viese los países donde hacían labor apostólica sus hijos, el ambiente en que se movían y las iniciativas que habían puesto en marcha. La respuesta del Padre era siempre, invariablemente, la misma: que era pobre, que no hacía turismo, y que no iba donde le apetecía sino donde le mandasen. En 1969, cuando ni siquiera le había cruzado por la mente el pensamiento de hacer viajes de catequesis por América, en una tertulia de familia le preguntaron por esa posibilidad:
No puedo hacer planes por mí mismo -respondió-. No sé, yo no mando. Aquí se manda colegialmente. No puede haber un dictador en el Opus Dei. Yo soy un voto más. Me debo acomodar a la mayoría. Deseo mucho ir, no sólo a América, sino también a otros sitios de África y de Asia… Algún día si conviene, me dirán: Padre, debe ir. E iré (79).
Por supuesto, si dependiera exclusivamente de su gusto, el Padre habría dado ya varias veces la vuelta al mundo para estar con sus hijos de los cinco continentes. Pero el ruego de que era aconsejable que visitase los países de América estaba más cerca de lo que podía imaginarse, aunque le cogió de improviso y sin ganas de viajar. En efecto, sucedió que, hacia marzo de 1974, sus hijos empezaron a insinuarle, suavemente, el repetir la correría catequística de 1972; esta vez por tierras americanas. En principio, al Padre le gustó la idea, porque satisfacía su celo de almas, con la posibilidad de confirmar en la fe a muchísimos miles de personas. En contra estaba su íntima repugnancia a ser el centro de la atención general, viéndose expuesto a recibir aplausos, elogios y demostraciones públicas de afecto, como si él fuese un santo. Esto le llenaba de vergüenza y humildad (80).
Cuando con fecha de 25 de marzo escribe el Padre al Cardenal Mario Casariego, de Guatemala, ya estaba dentro de sus planes, aunque a medias, un posible viaje a tierras americanas: No deje de rezar -le dice- para que todo se resuelva y podamos ir -con D. Álvaro y D. Javier- por esas queridísimas tierras (81). Y, un mes más tarde, aseguraba de nuevo al Cardenal: Espero realizar dentro de pocos meses mi deseo de ir por aquellas tierras (82). No se trataba de una decisión en firme sino de una posibilidad que veía con agrado.
En mayo asistía el Fundador en Pamplona a la ceremonia de investidura de dos doctores honoris causa por la Universidad de Navarra. El acto académico tuvo lugar el 9 de mayo de 1974 y el Padre, como Gran Canciller, confirió el grado de doctor al Obispo de Essen, Mons. Franz Hengsbach y al profesor Jérôme Lejeune. Pronunció el Fundador su discurso de investidura, centrando sus palabras en torno a la santidad inviolable de la vida humana: Las vidas humanas, que son santas, porque vienen de Dios -decía a los asistentes al acto académico-, no pueden ser tratadas como simples cosas, como números de una estadística (83).
De vuelta, a su paso por Madrid, dio la Primera Comunión a un sobrino suyo, como estaba previsto (84). Pero, en trance de regresar a Roma, sus hijos le propusieron un cambio de planes. Las semanas que tenía por delante eran la ocasión propicia, acaso única, de hacer la proyectada correría por América. Le manifestaron los muchos beneficios espirituales que de su visita se obtendrían. Y, en primer lugar, la mejora de espíritu y enriquecimiento de la vida interior de tantos hijos suyos. Podría, además, dar consejos útiles a los Directores y Directoras de las diversas Regiones y sembrar abundante doctrina entre la gente. Como era de esperar, el celo apostólico del Padre se impuso y, rápidamente, se hicieron los preparativos para ese viaje, contando con una larga estancia en países de Sudamérica (85).
Una grave cuestión quedaba por tratar. ¿Estaba el Padre en condiciones físicas de emprender el viaje? Prudentemente, se solicitó opinión médica sobre lo oportuno de tal desplazamiento, y de los compromisos que llevaba consigo. Días antes le habían hecho un reconocimiento en Pamplona. No obstante se le volvió a reconocer, más a fondo, en Madrid, por un equipo médico de la Clínica Universitaria de Navarra.
Una vez descartada la insuficiencia renal, que se agravaba conforme pasaban los años; después de dejar a un lado los fuertes cansancios que sufría; olvidadas las muchas secuelas de enfermedades padecidas y otras molestias crónicas menores, el estado general del Padre, al decir de los médicos, era "satisfactorio" (86). Quizá, a oídos de tercero, la palabra tenga un leve dejo de ironía. No así para el Padre, plenamente de acuerdo con dictamen tan favorable sobre su estado de salud, porque le prometía amplio campo de trabajo sin cortapisa alguna. Y, por lo que hace a los médicos, era un juicio que les permitía atenerse a criterios al margen de la ciencia. Por eso, en el informe clínico se replica con anticipación a posibles objeciones: "después de una ponderada consideración nos decidimos a contestar positivamente a la posibilidad de su viaje a América, a pesar de la impresión reseñada" (87). Más adelante explican quienes le examinaron que "la respuesta médica afirmativa a la realización del viaje se hizo teniendo en cuenta la personalidad de Mons. Escrivá de Balaguer".
Según los médicos que le conocieron era un paciente dócil, sin complejos de ninguna clase. Sonreía y colaboraba. Nunca se le oyó una queja. En las consultas médicas, al preguntarle sobre su salud, contestaba invariablemente: Yo estoy bien; y, señalando a D. Álvaro y a D. Javier (sus Custodes), añadía: pero éstos os podrán explicar lo que ellos piensan (88). Todo lo cual no quiere decir que fuera un paciente fácil. En realidad, y en descargo de los médicos, habría que calificarlo como enfermo muy singular. Por ejemplo, el trabajo agotador desarrollado en su catequesis por España en 1972 le sentó a las mil maravillas, aunque su constitución física lo acusara muy pronto. De ello no podían dar los médicos razón convincente. Como tampoco explicar por qué las alarmantes alteraciones reflejadas en los análisis clínicos no guardaban correlación con la vitalidad del Padre.
A la hora de decidir sobre su viaje a América, los médicos tuvieron muy presente, por encima de los riesgos, los bienes que derivarían de su visita, junto con la impalpable energía espiritual del Fundador. Con mucha prudencia recomendaban, sin embargo, un régimen de moderada actividad, con frecuentes períodos de reposo y la compañía de un médico a lo largo de todo el viaje (89). Esto último fue lo más hacedero. El Dr. Alejandro Cantero estuvo a su lado desde que salieron de Madrid. En cuanto a la moderación en su actividad y los descansos señalados…, de momento, más vale pasar página.
A todo esto, el entusiasmo del Padre ante la proyectada correría apostólica en Sudamérica se enfrió rápidamente. Como casi siempre ocurría en tales casos, terminó viajando a contrapelo, sin ilusión humana, y seca la voluntad. De manera que, cuando en vísperas de su partida le hablaban de la catequesis en América, sin dar muchos rodeos expresaba en dos palabras su estado de ánimo: No tengo ninguna gana, pero nunca he hecho lo que he querido (90). Así era. En ambas cosas tenía razón. Parecía que el Señor vigilara para despojarle de todo recurso humano. Su asidero era la oración; y con la oración de sus hijas e hijos emprendía la travesía del Atlántico:
Que Jesús me guarde a mis hijas de Roma -escribía a las de la Asesoría Central-.
Queridísimas: dentro de pocos días emprendemos nuestro viaje a América del Sur, y es preciso que nos ayudéis con vuestra oración y vuestro trabajo. Me da mucha alegría pensar en que nos acompañáis así.
Aquí todas vuestras hermanas, muy bien.
Una cariñosa bendición de vuestro Padre
Mariano (91).
El avión que había tomado el Padre en Madrid la mañana del miércoles, 22 de mayo de 1974, aterrizó en Río de Janeiro por la tarde. Parados los motores subieron al aparato varios miembros de la Obra. ¡Pax, baturro!, ¡te has salido con la tuya! Éste fue el primer saludo del Padre a Javier de Ayala, el Consiliario, que era aragonés.
Cumplidas las formalidades de desembarco, subieron a otro avión. Anochecía bruscamente. Después de una hora larga de vuelo llegaron a São Paulo. En el aeropuerto le esperaba un buen grupo de hijos suyos. Eran las nueve de la noche cuando el Padre entró en el oratorio de Sumaré, sede de la Comisión Regional, a saludar al Señor y depositar junto al Sagrario una camelia roja que una hija suya le había dado en el aeropuerto.
El día siguiente era la fiesta de la Ascensión. Por la mañana tuvo el Padre sus dos primeras tertulias con las de la Asesoría y con las de la Administración. De entrada propuso a sus hijas que el fruto que sacasen del mes de mayo fuese éste: A Jesús, por María con José (92).
Al mediodía el Padre había estado ya con tres grupos diversos de personas. Y a quienes trataban de protegerle de la fatiga del largo viaje del día anterior, medio en broma medio en serio les replicaba que no había ido al Brasil a descansar sino a trabajar. Si no me dais trabajo, me marcho (93), les decía. Se organizó enseguida otra tertulia, a las seis de la tarde, con los del Centro de Estudios, que vivían en una casa al lado de la Comisión. Empezó diciéndoles que su presencia allí era providencial, aunque también el Consiliario se había salido con la suya, después de varios años de rogar que el Padre se pasase por el Brasil:
¡Me ha traído! ¡Me ha traído! Y yo le estoy tan agradecido… Pero no has sido tú -le advertía-. Dios se ha servido de ti. Ha sido Dios el que me ha traído para que os vea, porque es una alegría inmensa ver vuestra mirada, vuestras caras, el afán de portaros bien, de luchar (94).
El Padre, que, como queda dicho, se había mostrado de ánimo desganado antes del viaje, en pocas horas dio un cambiazo. Primero reflexionó sobre la fascinante aventura en que se había metido. (Nada más salir del avión y pisar tierra brasileña se decía en voz baja: Necesito toda la fe humana para creer que estoy en el Brasil (95)). Después, a los primeros encuentros con sus hijas a la mañana siguiente de su llegada, el Padre era muy otro. Estaba totalmente repuesto y su corazón desbordaba de afecto y atenciones a sus hijas.
Y por la tarde, con sus hijos del Centro de Estudios, se le notaba plenamente rejuvenecido, en gustosa actividad, dispuesto a contarles sus primeras impresiones del Brasil:
Cuando veo todo lo que me rodea, cuando os veo a vosotros, me siento muy contento y doy muchas gracias a Dios. ¡Estoy descansando tanto entre vosotros!… Hace sólo unas horas que estoy en el Brasil, y ya estoy enamorado de este país (96).
El Padre les hablaba de vocación cristiana, de lucha ascética, de sinceridad. Y ellos le preguntaban como si le conocieran de toda la vida. Hasta de lo que iba a cenar se enteraron: verdura sin sal y sin aceite, una tortillita de un huevo, y después media fruta de postre.
Les dio la bendición. Les animó a que se multiplicasen por muchos. Y les confesó que el cuerpo le estaba pidiendo pelea. Tan era así que el viernes, 24 de mayo, reunido en tertulia con sus hijas en Casa Nova, sede de la Asesoría Regional, comenzó también hablándoles del Brasil, que es una maravilla, un continente. Efectivamente, las que allí estaban representaban muchas razas y países. Desde los rasgos japoneses de media docena de hijas suyas nissei, hasta la tez africana, pasando por nórdicas, orientales y latinas. La mayoría era la primera vez que veían al Padre. Le escuchaban embelesadas, pendientes de sus labios:
El Señor está contento de las hijas mías del Brasil. Pero quiere más. Se ha enamorado de vosotras y no se conforma con que le deis una partecita. ¡Quiere todo vuestro ser! Y de esta manera, Él prenderá el fuego del amor, y no sólo en el Brasil, sino lejos: desde el Brasil… En el Brasil y desde el Brasil. ¿Se entiende? […]. Desde este continente habéis de ir a los otros. ¡Toda Asia! ¡Toda África! Que han venido aquí, contra su voluntad, tantos africanos. Yo le pido al Señor que nos traiga muchas africanas (97).
No había ido al Brasil con intención de enseñar sino de aprender, les repetía. Estaba, esos primeros días, con los ojos y el corazón abiertos de par en par (98), para que tuviese entrada libre en su pecho todo lo bueno que veía. Al tercer día de su estancia, sábado 25 de mayo por la mañana, se había reunido en el auditorio del Centro de Estudios un inmenso grupo de personas que colaboraban en los apostolados de la Obra. Llevo cuarenta y ocho horas y ya he aprendido mucho (99), les aseguraba. Había descubierto almas encendidas, gente que valía un tesoro delante de Dios, familias que recibían los hijos como un don del Cielo, sin cegar las fuentes de la vida:
¡El Brasil! Lo primero que he visto -les decía- es una madre grande, hermosa, fecunda, tierna, que abre los brazos a todos sin distinción de lenguas, de razas, de naciones, y a todos los llama hijos. ¡Gran cosa el Brasil! Después he visto que os tratáis de una manera fraterna, y me he emocionado (100).
Era feliz imaginando lo mucho que se podía hacer, y se haría, en el Brasil y desde el Brasil. Empezarían pegándole fuego al país. Como una hoguera de amor haría arder sus bosques. Un bosque en llamas es algo pavoroso, imponente, devastador. Pues así, con la ayuda de Dios, se extendería el Opus Dei por todo el Brasil y luego, desde esa plataforma maravillosa, saltaría el amor de Dios a otros continentes. Quitaremos el paganismo del mundo: sobre todo en el Brasil y desde el Brasil (101), insistía el Fundador. (A poco de llegar a Sumaré había escrito en el diario del Centro dos palabras: ut eatis (102). Cuando alguien le preguntó por su significado, la respuesta del Padre fue breve: Os necesitan en Japón y en África. Por eso os he escrito ut eatis! (103), para que vayáis).
Un día, de tertulia con sus hijos mayores en la sala de estar del Centro de la Comisión, alguien le pidió que les bendijera. Estaban de rodillas, esperando la bendición acostumbrada, cuando el Padre, henchido de celo, sintió dentro de sí la grandeza apostólica de la misión encomendada a sus hijos. Hizo sobre ellos el signo de la Cruz y, como un antiguo profeta y patriarca, pronunció, lentas y espaciadas, estas palabras:
Que os multipliquéis:
como las arenas de vuestras playas,
como los árboles de vuestras montañas,
como las flores de vuestros campos,
como los granos aromáticos de vuestro café. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (104).
Pero, como Fundador, no era el suyo solamente un espíritu patriarcal. ¿Sabéis que me habéis costado mucho vosotras, hijas mías? Más que los hombres. ¿Sabéis que alguna vez me habéis hecho llorar, cuando era joven? (105). Esto les decía reunido con sus hijas mayores en Casa do Moinho, el 27 de mayo, después de consagrar allí un altar. Y les repetía, con la emoción intacta de quien narra por vez primera, lo que había dicho infinidad de veces: que no tenían Fundadora, que su Fundadora era la Virgen, que él había sido elegido por Dios para traerlas al mundo de la Iglesia con dolores de parto, según palabras de san Pablo, y que las quería con corazón de padre y de madre. Quizá creyeron entonces que el Padre iba a ensalzar la ternura de sentimientos de la mujer; pero no, cantaba su temple espiritual:
Me gusta mucho llamaros mujeres, porque el Señor a su Madre, desde la Cruz, la llama mujer. Una mujer tiene más valentía y más voluntad que un hombre. Y sois más tozudas. Una mujer tiene un corazón… ¿creéis que iba a decir más delicado y más fino que un hombre? No, no. Lo tenéis más duro. Tenéis un corazón muy grande, materno. Tenéis corazón de madre que ama la virtud de la Santa Pureza, y esta maternidad espiritual. Lo sé porque yo también tengo corazón de madre: me lo ha dado Nuestro Señor. Pero en el apostolado habéis de hacer todo lo que hacen los hombres y, además, habéis de hacer el apostolado de los apostolados, que es la Administración.
Si la Administración no funciona bien, se nos hunde todo. Para mí, lo capital en la Obra es la Administración (106).
Dos semanas estuvo el Padre en Brasil. Prácticamente, todas las horas de su jornada las pasaba con sus hijas e hijos, en cátedra abierta, repasando la historia de la Obra, dándoles doctrina y contestando a sus preguntas. A diario se entrevistaba con familias de supernumerarios, de amigos o cooperadores. Las tertulias numerosas, unas cuarenta, tuvieron lugar en el auditorio del Centro de Estudios, en la casa de retiros de Aroeira, en el Palacio de Convenciones de Parque Anhembi y en el Auditorio Mauá, con capacidad para dos mil quinientas personas. Los auditorios resultaron insuficientes. Cuatro mil personas abarrotaron el salón de Anhembi. El idioma no fue obstáculo para conversar. Les hablaba en español y le preguntaban en portugués. Se entendían hasta por los gestos y por la vibración espiritual que el Padre ponía en sus palabras.
El 28 de mayo fue en helicóptero hasta el santuario de la patrona del Brasil, Nuestra Señora Aparecida, donde centenares de personas le acompañaron en el rezo del rosario.
En vísperas de su partida, a última hora de la tarde del 6 de junio, el Padre no sabía ni quería despedirse de sus hijos. Se disculpaba con razones espirituales:
Ya sabéis que no me voy; me quedo aquí… Además, en el Opus Dei no nos separamos nunca, no nos decimos adiós, ni hasta luego, porque estamos siempre consummati in unum […]. ¡Os quiero con toda el alma! ¡Me habéis hecho muy feliz! Rezad por mí. Yo me iré con el Señor antes que vosotros. A algunos os volveré a ver en la tierra, a otros en el Cielo…
(Se hacía dura la despedida y alguien gritó: ¡No, Padre!)
Sí, hijo; por ley natural, me iré antes que vosotros… Rezad por mí… Os digo lo que dijeron al Señor los dos discípulos de Emaús: ¡se hace de noche! ¡Hemos de aprovechar el tiempo terreno! ¡Ayudadme a aprovecharlo! (107).
* * *
El viernes, 7 de junio de 1974, llegaba el Padre al aeropuerto de Ezeiza, procedente del Brasil. El cielo estaba límpido y refulgente. El viento había despejado los nubarrones de días antes. Ahora brillaba el sol. El tiempo era seco y frío. De camino hacia La Chacra, la casa de retiros en que iba a residir durante su estancia en Argentina, el Padre preguntaba por todo lo que le llamaba la atención. Pedía datos a los que le acompañaban en el coche. Se informaba y reconstruía mentalmente la imagen del país y de las gentes. Al entrar en La Chacra fue directamente al oratorio, a saludar al Señor. Después pasó a la zona de la Administración a saludar a sus hijas, como siempre solía hacer. Le bastaron unas palabras, y echar una mirada alrededor, para ver la limpieza y el orden que reinaba allí hasta en las cosas más pequeñas y apreciar, de inmediato, el amor de Dios que traslucía.
A las veinticuatro horas de su llegada ya había tenido varias largas tertulias con sus hijas y con sus hijos. Muy pronto se percató de las dimensiones del trabajo apostólico que estaban impulsando en Argentina. Yo sabía que la labor crecía estupendamente -les confesó-, pero no pensaba que tanto. Doy las gracias a Dios Nuestro Señor. Ahora no necesito fe. Me basta veros (108). Desde el primer día, por las bromas, se echaba de ver lo muy contento que estaba el Padre de que le hubiesen sacado a contemplar el mundo a la otra banda del Atlántico. Sus dos Custodes corrían cariñosamente la broma en medio de las tertulias:
- Y pensar que el Padre salió de Roma, creyendo que volvía a la semana, decía don Javier.
- Siempre hacen lo mismo, me manejan, comentaba el Padre suscitando una risa general.
- "Estaba todo previsto", añadía con una sonrisa cómplice don Álvaro.
- ¡Increíble! Yo he salido de Roma…, y no sabía que me traerían aquí. Estos dos me engañaron… ¡Y yo estoy muy contento de que me hayan engañado! ¡Estoy muy feliz! (109).
En la primera página del Diario de la visita de nuestro Padre a la Argentina, rememoró aquel rosario de jaculatorias que en tantas y tan diversas ocasiones había recitado, como para dar a entender que se ponía al rendido servicio de la amorosa Voluntad divina. Su estancia en esas tierras sería un providencial empujón para las obras de apostolado y para la formación de sus hijas y de sus hijos; y escribió:
Fiat, adimpleatur, laudetur et in aeternum superexaltetur iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia. Amen. Amen. - La Chacra, 7-6-1974. Mariano
Es suficiente repasar, no las largas tiradas y descripciones del diario sino algunos breves incisos, para imaginarnos cómo funcionaban las mentes y lo que pasaba por los corazones al lado del Padre, escuchándole: "Y nos reímos, y otras veces caen en silencio algunas lágrimas…, y tenemos la impresión clarísima de que el Señor está en medio de nosotros" (110). O bien, esta otra consideración: "¡Cómo se nota que allí donde está el Padre, se encuentra el corazón de la Obra!" (111).
El martes, 11 de junio, a las diez de la mañana, salió en coche para Buenos Aires, que veía por vez primera. A las once tuvo una entrevista con el Cardenal Antonio Caggiano en el Arzobispado. Conversaron sobre la dolorosa situación de la Iglesia. El Padre salió conmovido de la visita, por las muestras de afecto del Cardenal. Recorrió luego la zona céntrica de la ciudad y, acompañado de sus hijos dio una larga caminata por el Parque Palermo. Después de comer, tuvo una inolvidable tertulia con los directores regionales y algunos sacerdotes.
¿Tenían impaciencia por hacer cosas? El Padre les trazaría un programa de ambiciosos proyectos. No iba a repetir, como por sistema, lo mismo en todas partes; pero sí debía decirles lo señalado a los del Brasil: ¡En Argentina y desde Argentina! Esta tierra tiene que dar gente. Y continuaba: Al celo de mis hijos de Argentina le brindo el mundo entero. ¡Además de Argentina, que no es poco! (112). Soñaba cara al futuro, y no quería que sus hijos se quedasen cortos.
Aquellos ratos de tertulia en La Chacra, en la intimidad familiar, los consideraba el Padre un regalo del Cielo. Les estaba transmitiendo el espíritu del Opus Dei. Al revés que sus hijos, soñaba para atrás, con sueños realizados y promesas cumplidas. Lo que para él eran recuerdos vivos, para sus hijas e hijos era historia presente:
¡Estoy tan contento! ¿Vosotros pensáis lo que es tener veintiséis años, la gracia de Dios, buen humor, y nada más; y unas campanas que se oyen, y el querer de Dios, con todo aquello que era un imposible, sin ningún medio humano; y ponerse a soñar, y después verlo realizado en todo el mundo? (113).
Otro día, también en La Chacra, le escuchaban atentamente hablar de los años de los "barruntos", en que incesantemente repetía la jaculatoria Domina, ut sit! A veces creo -confiaba a sus hijos- que todo es sueño…, todo sueño… ¡Ay, Dios mío! ¿Me habré inventado yo algo, Dios mío? ¿Es todo sueño?… ¡Se sufre! (114).
No era un sueño. Esa jaculatoria -como ya sabemos- la grabó, en 1924, en una imagen de la Virgen del Pilar, que se encontró muchos años más tarde. Alegría le daba al Padre contarles esta anécdota acerca de su oración: ¡Señora, que sea! ¡Que sea…!: esto que yo no sé qué es. ¿Y qué era? Erais vosotros, hijos míos…, y ellas (115).
El Padre pasó tres semanas en La Chacra, del 7 al 28 de junio. Por esa casa de retiros, en los terrenos de una antigua estancia porteña, desfilaron centenares de hijas e hijos suyos. La sala de estar se llenaba y se vaciaba a diario con gente de la Obra, cooperadores y amigos, sacerdotes o seglares. Visitó además el Padre los Centros de Buenos Aires, clubs, residencias de estudiantes y otras obras corporativas. Entre los asistentes a esas tertulias había personas de todas las edades, jóvenes y menos jóvenes, padres y madres de familia. Algunos venían de ciudades argentinas, o de Uruguay o Paraguay. Consagró varios altares. Entre ellos el de la Administración de La Chacra, en cuya acta se leía:
"Mientras hacía esta consagración pedía fervientemente al Señor, que hizo a su Esclava Reina y Madre, que haga uso de su gran misericordia con las hijas suyas que aquí trabajan" (116).
El miércoles 12 de junio fue en romería al Santuario de Nuestra Señora de Luján, Patrona de Argentina, Uruguay y Paraguay, a unas dos horas por coche del centro de Buenos Aires. Se corrió la voz y cuando llegó el Padre a la explanada había una gran muchedumbre esperándole, para rezar con él un rosario a la Virgen.
Por entonces se preparaban las grandes tertulias, a las que asistiría el público en general: familias y amigos de los miembros de la Obra y otras muchas personas que poco sabían del Opus Dei. Las gestiones para conseguir los locales no fueron nada fáciles. En el Centro de Congresos General San Martín consiguieron milagrosamente dos fechas: el 15 y el 16 de junio. Se buscaron recintos de gran aforo. El del Colegio de Escribanos, céntrico y bien instalado, se dispuso para los días 18 y 21, que eran jornadas de trabajo. (Los hechos demostrarían que la cabida de estas dos salas resultó insuficiente). Otro de los locales que decidieron alquilar fue el Teatro Coliseo. Pídanlo si se les antoja, acaso lo consigan -les dijo un entendido-, pero no lo llenan. Su amplio escenario tenía por fondo una inmensa platea, coronada por tres pisos de galería en forma de herradura. Los días 23 y 26 estaba a rebosar, superaban el aforo y pasaban de cinco mil los asistentes. Gracias a Dios, de esas tertulias quedaron muchos rollos de película, una espléndida colección de documentos filmados de la catequesis del Padre en América, comenzando con algunas reuniones en Brasil.
Solía hacer el Padre la apertura del acto con unas palabras cordiales o un breve comentario religioso. Era el preludio a la conversación. Inmediatamente surgían las preguntas entre los asistentes. Los micrófonos y un sistema de luces rojas repartidas por la sala indicaban dónde estaba la persona que quería hablar. No se ponía coto a las intervenciones, aunque sí se respetaba la prioridad de quien se hacía con el micrófono. De manera que el Padre era blanco de lo fortuito. No podía hurtarse a las preguntas y contestaba como Dios le daba a entender. Y era evidente que le soplaba el Espíritu Santo, porque sus palabras dejaban paz y alegría en el alma de quienes buscaban solución a sus penas.
Por lo común, los temas que se trataban eran la familia y la educación de los hijos, la vida de piedad, la claridad de ideas en medio del confusionismo doctrinal, la tarea apostólica, la confesión… En las tertulias generales las preguntas eran más heterogéneas y las historias personales no siempre color de rosa. De vez en cuando, perdida entre la muchedumbre, se oía una voz que pedía socorro. El domingo, 23 de junio, en el Teatro Coliseo una mujer consiguió hacerse con el micrófono. Había perdido un hijo. Pertenecía a la Obra y quería que el Padre explicase a todos con qué paz y alegría se lleva el dolor en el Opus Dei, cuando el Señor lo pide. Les habló el Padre de que Dios no es un tirano ni se porta como un cazador, apostado para pegar un tiro de muerte a la pieza. Dios se lleva a los seres queridos para que gocen de su gloria y de su Amor. Siguió consolando a aquella mujer, pero al darse cuenta de que la emoción prendía en la sala, buscó otra pregunta. Se encendió una luz roja al fondo del teatro y se oyó la voz de una anciana, que trataba de leer un papel, y no acertaba:
- "Padre, le pido a Jesús que haga el milagro de Naím". Se hizo un gran silencio en la multitud, porque aquella mujer, con voz ahogada, rompió a llorar. Entonces el Padre acudió en su ayuda, mientras corría por la sala un escalofrío de expectación.
- Dime, dime y con calma. Su vecina de asiento cogió el papel y el micrófono y leyó:
- "Le estoy pidiendo a Jesús que repita el milagro de Naím. Soy viuda, y tengo un hijo único que me ha dado la alegría más grande de mi vida cuando se ordenó sacerdote, y la pena más grande también, porque le veo ir muy mal ahora. Quisiera pedirle que usted encomiende la fidelidad para él y la fortaleza para que yo pueda ayudarle".
- Hija, sí; quiérelo más. Quiere mucho a tu hijo. Quizá es que no rezamos bastante… Tú sí rezas mucho; yo rezaré más. Los que rezamos somos pocos, y rezamos poco; y hemos de rogar mucho por los sacerdotes, ¡por todos los sacerdotes! Tu hijo saldrá adelante; será un gran apóstol. Reza, pide. Ya eres escuchada; pero el Señor quiere que reces más. Mi oración se une a la tuya; y estoy seguro de que los corazones de éstos, de todos éstos, desde allá arriba hasta el último, están removidos con el mismo deseo de pedir al Señor que tu hijo sea un santo; y lo será.
Es que hay como una especie de enfermedad. Tú has puesto en tu hijo, con la gracia del Señor, el germen de la vocación en el alma. Sigue pidiendo que esa semilla no sea infructífera. Lo verás echar ramas, flores y frutos de nuevo. Quédate tranquila, hija mía. ¡Todos contigo, y con tu hijo, que merece cariño y comprensión! Es una enfermedad que hay por ahí. Vamos a pedir al Señor por los sacerdotes, por la santidad de los sacerdotes. Eres una mamá valiente. ¡Que Dios te bendiga! ¡El Señor te escucha! ¡Tranquila! (117).
Para el Padre el asunto no quedó en una simple promesa de oraciones. La petición de aquella madre la llevó clavada en el alma. Y, "en el viaje de regreso a La Chacra -se lee en el diario-, el Padre volvió más callado que lo habitual: se le veía rezar y, de tanto en tanto, decía a don Emilio (el Consiliario) que se intentara ayudar a ese sacerdote que no anda bien. Se veía muy claramente cómo le duele esto al Padre" (118).
El 26 de junio, en el Coliseo, tuvo lugar la última de las grandes tertulias. Uno de los temas largamente tratados por el Padre fue el de la Comunión de los Santos, gracias a la cual podemos tener aquí -les aclaraba- esta conversación tan afectuosa. Hermanos vuestros están rezando en todo el mundo:
Formamos una gran Comunión de los Santos: nos están enviando a raudales la sangre arterial y llena de oxígeno, pura, limpia: por eso podemos conversar así, por eso estamos a gusto (119).
Veía brillar en la mirada de todos una petición: Padre, quédese.
Hijos míos, gracias, gracias a Dios, gracias a vosotros, y gracias a Santa María de Luján: porque he venido, y porque me iré, pero volveré; y, además, me quedaré (120).
La noche anterior a esta tertulia masiva en el Coliseo le había venido al Padre la duda de si semejante catequesis no sería tentar a Dios. ¿Era posible que se congregasen en un local tantos miles de personas para oír hablar de Dios a un sacerdote, sin que nunca ocurriera nada desagradable?; aparte de que no era humanamente lógico que la gente dejase el trabajo a media mañana para ver a un cura que no dice más que cosas archisabidas. A la salida de las tertulias le parecía oír el reproche del Señor: ¡Hombre de poca fe! Después de tantos años, ¿por qué has dudado? (121).
La víspera de su partida para Chile la pasó en La Chacra. A media mañana estuvo en la zona de la Administración con hijas suyas de Uruguay, Paraguay y Argentina. Yo no vengo a despedirme de vosotras, les anunció al entrar. El Padre nunca dice adiós, ni hasta luego; el Padre se queda […]. Sabéis que no me marcho: a mí me será muy fácil cerrar los ojos, y venir aquí, y recordaros y rezar por cada una, por todas. No me abandonéis; no nos abandonéis (122). ¿Entenderían bien lo que quería decirles el Padre, a quien la emoción obligaba a usar expresiones de sentido incierto, aunque de transparencia espiritual?
A las doce en punto rezó con sus hijas el Angelus, regresando después a su despacho, acompañado de los Custodes y del Consiliario. El corazón del Padre debía de estar muy propenso a las confidencias porque, en un momento en que se ausentaron don Álvaro y don Javier, contó a don Emilio Bonell (el Consiliario), que hubo una época en que creía saber el día de su muerte y que esto lo conocían sus Custodes. Ahora, en cambio, no sabía nada. Desde hacía unos años el Señor no permitía que lo supiera (123).
A media tarde tuvo una tertulia, la última, con sus hijos, la mayoría muy jóvenes. Y uno de ellos le preguntó por qué se iba. El Padre le contestó inmediatamente: Porque no tengo el don de la ubicuidad, y tendría que estar en todos los sitios. Por eso. Pero yo no me voy. Me quedo. Me quedo con vosotros, con todos (124). A continuación hizo un breve recorrido por los puntos esenciales del espíritu del Opus Dei. Lo dejaba confiadamente en sus manos, como un testamento.
Y nada más. No tengo nada más que deciros. ¡Ah, sí! Que queráis mucho a San José. No le separéis nunca de Jesús y de María.
La voz del Padre estaba velada por la emoción cuando añadió:
¡Esto se está acabando, por ahora! Pero yo me quedaré por aquí. Por aquí y por los otros Centros de Argentina. Cuando no lo penséis, andará el Padre por allí, viendo un poquito a los hijos. Y vosotros me acompañaréis a mí. Cuando sepáis que el Señor me ha dicho: redde mihi rationem villicationis tuae, dame cuenta de lo que has hecho… rezaréis por el Padre, para que el Señor me perdone todos mis pecados.
Si me ayudáis un poco, a lo mejor nos saltamos bien el foso. Si nos morimos de Amor, es posible. Yo creo que es la enfermedad que hay en el Opus Dei: morirse de Amor (125).
Ya estaba claro a qué orilla de la existencia se refería el Padre y cuál era la ruta de su pensamiento, por lo que alguien se atrevió todavía a preguntarle:
- Padre, ¿cómo es el rostro de la Virgen?
- Pues…: (hizo aquí una brevísima pausa) vultum tuum, Domine, requiram!; dile que te lo muestre alguna vez; y habrás de esperar, hijo mío, a que lo veamos en el Cielo. Porque no tiene el Señor que hacerte ninguna cosa extraordinaria. […] Pero está bien que desees conocer el rostro de la Madre de Dios, porque es nuestra Madre (126).
Los directores que el sábado anterior, 22 de junio, habían almorzado con el Padre en La Chacra sabían a qué atenerse con la respuesta. En efecto, estando ese día a la mesa les dijo que, en la oración de la mañana, había repetido muchas, muchas veces: Vultum tuum, Domine, requiram!, con auténticas ansias de conocer el rostro del Señor, de verlo cara a cara (127).
Una vez cumplida su visita a Brasil y Argentina, el Padre había adquirido experiencia más que suficiente de cómo realizar una fecunda catequesis en el resto de los países. Para puntualizar los pormenores de su correría apostólica fue convocando en La Chacra a los Consiliarios de las demás Regiones sudamericanas. El 12 de junio llegaba a Buenos Aires don Adolfo Rodríguez Vidal, Consiliario de Chile, que soñaba con lo que le parecía un proyecto ambicioso: una estancia del Padre de siete días. Don Álvaro hizo algunas modificaciones al plan, alargando la estancia a nueve días para celebrar, en total, once tertulias generales. La llegada a Chile estaba prevista para el viernes, 28 de junio (128).
Y así con Perú, Ecuador, Colombia, América Central y Venezuela. Se fijaron las fechas de estancia del Padre, su residencia, el plan de las reuniones y los posibles desplazamientos fuera de la capital. En trazos generales, la primera parte de su estancia la dedicaría a sus hijas y a sus hijos; luego tendrían lugar las reuniones de grupos más numerosos en centros de labores corporativas; y hacia el final de su visita podría celebrarse alguna tertulia masiva, si era preciso. Pero los imprevistos impusieron cambios radicales, por diversas razones, a estos proyectos.
La llegada del Padre a Santiago de Chile fue puntual: a mediodía del viernes, 28 de junio de 1974. Para quienes le esperaban en el aeropuerto, aquello era un sueño. Por vez primera veían al Padre, que bromeaba con ellos. No me lo creo… No es verdad que esté en Chile… Y seguía mostrándose incrédulo: ¿Dónde están los Andes?; me estáis engañando. Yo tengo que tener fe, una fe tremenda para tragarme que hay Andes, toda una montaña inmensa, ahí. ¡Si no la he visto! (129). Éste sería su estribillo durante los primeros días, mientras el cielo permanecía cubierto y la niebla y las nubes impedían ver la cordillera.
A poco de instalarse en la sede de la Comisión Regional, el Padre les hizo saber que prefería reunirse con sus hijos solamente en sitios donde se desarrollase una labor apostólica. Una tertulia multitudinaria en un lugar público, en un teatro, por ejemplo, quitaría intimidad a ese acto en familia; y, dadas las circunstancias políticas del país, podía ser mal interpretado por algunos. Así, pues, las tertulias generales se tendrían en los comedores del colegio Tabancura; y para las otras, más reducidas, se utilizarían diversos Centros, preferentemente el auditorio de Alameda.
Sin perder tiempo, el sábado 29, al día siguiente de su presencia en Santiago, estuvo en dos tertulias, una con sus hijas y otra con sus hijos, en Alameda. Y el domingo, de acuerdo con el programa elaborado, asistiría a una tertulia general convocada para las once de la mañana en Tabancura. Se esperaba que acudieran a ella gentes de varias provincias, de Rancagua, Viña del Mar y Aconcagua. Pero, debido a las fuertes lluvias, y con las calles todavía por pavimentar, aquello estaba hecho un barrizal. Los accesos eran impracticables, a pie o en coche. A última hora la situación empeoró, sin remedio, porque continuaba lloviendo torrencialmente y la gente no pudo viajar a Santiago. Hubo que suspender la tertulia anunciada. Sin embargo, desafiando el temporal, se presentaron muchos coches con familias venidas de lugares lejanos. Para no decepcionarles el Padre les invitó a reunirse en Alameda, donde por falta de espacio la mayoría permaneció de pie, todos muy apretados. Y les dio la bienvenida con estas palabras:
Yo, en primer término, os digo que sois muy valientes, y las señoras, además de guapas, son más valientes que los hombres: ¡venirse con este tiempo! No sé cómo no os ha llevado el agua por ahí. ¡Qué barbaridad! Es el diablo, que no quiere que trabajemos, por lo visto (130).
Era patente que el Padre no estaba dispuesto a mantenerse en actitud pasiva. Y aprovechó la ocasión que se le ofrecía para advertirles, desde un comienzo, que él nunca hablaba de cosas que no fueran sobrenaturales: hablo sólo de Dios y del alma. De manera que no me refiero a cosas políticas. Aclarado este punto, les pidió comprensión en la convivencia social, sin que por ello renunciasen a sus ideas cristianas: Que os comprendáis los chilenos, que os disculpéis, que conviváis, que os queráis (131).
El Padre hacía esfuerzos por no decaer en su predicación, pero se le notaba afectado físicamente por el mal tiempo. Sin darse cuenta, en la primera tertulia con sus hijas, celebrada el día anterior, hablándoles de sinceridad se valía del ejemplo de los enfermos. Un enfermo -les comentaba- ha de comportarse de modo transparente, sin ocultar los síntomas de su enfermedad, si es que quiere que el médico le cure. Y les explicaba cómo él, después de hablar horas y horas en sitios grandes, donde por fuerza había de levantar la voz, había cogido una ligera faringitis. Llamaron a un médico. Le preguntó por las molestias, y tuvo que contarle todo. Luego le miró y le examinó boca y garganta. Después le recetó unas pastillas, que debía tomar cada tres horas. Así también nosotros -les decía- hemos de ser dóciles en las enfermedades del alma.
Pero el origen de la mencionada faringitis, que el Padre venía arrastrando desde Argentina, era cosa bastante más complicada. A causa de una avería en la instalación de aire condicionado durante el vuelo a Santiago de Chile, sufrió un fuerte enfriamiento, que le causó afonía y fiebre. El 2 de julio le hicieron análisis en el Laboratorio Clínico Central de la Universidad Católica. El Jefe del Laboratorio, el profesor Croxatto, advirtió la gravedad que significaba ese aumento de urea en sangre y aconsejó al paciente permanecer en cama y someterse a un programa de diálisis (132).
En tales circunstancias, el Padre agradeció por carta a la Junta de Gobierno de Chile la amable bienvenida que le habían dado a su llegada, excusándose por no poder aceptar un encuentro. Luego, en breves líneas, les hacía entender que su viaje sacerdotal por tierra americana no tenía otro propósito que aumentar en las almas los deseos de tratar a Dios, de ser mejores cristianos y, por tanto, mejores ciudadanos de sus países; y añadía:
Al recibir la invitación de Vuestras Excelencias, me encuentro afectado por un ataque gripal, que me impide cualquier actividad. Deseo, de todos modos, dejar constancia de cuánto rezo, he rezado y he hecho rezar por esta gran nación, especialmente cuando se ha visto amenazada por el flagelo de la herejía marxista -hablo sacerdotalmente, la única norma de conducta de mi vida entera-; y puedo asegurar a Vuestras Excelencias que continuaré rogando a Dios Nuestro Señor, por intercesión de su Madre Santísima, para que proteja y conduzca siempre a las autoridades y al pueblo chileno hacia un mayor bienestar espiritual y social (133).
Un par de días de relativo descanso pusieron al Padre en condiciones de reanudar el plan de tertulias con renovado brío y voz más firme. Mejoró el tiempo y, por fin, se divisaron los Andes, recortados en el horizonte. Apenas acababa de reponerse el Padre, cuando el viernes, 5 de julio, el Consiliario recibió carta de la Priora del convento de Carmelitas Descalzas de la calle Pedro Valdivia, que fue la primera casa que dichas religiosas fundaron por allí, en el siglo XVII. La Madre Priora le decía haberse enterado de la llegada de Mons. Escrivá. Con este motivo, le recordaba que "a su paso por España visitó varios conventos de Carmelitas por el entrañable amor que tiene a nuestra Madre Teresa. Por lo mismo esperamos que, entre sus muchos compromisos, pueda hacerse un ratito para llegar hasta aquí. Pues tanto alcanzas cuanto esperas, esperamos conseguir esta gran bondad del Padre; pero si no le fuese posible, siempre lo tendríamos presente en nuestras oraciones como si hubiésemos recibido su visita" (134).
La misiva tocó el corazón del Padre. Esa misma mañana hizo, inmediatamente, un hueco en el programa de tertulias, presentándose en el locutorio del convento acompañado de don Álvaro, don Javier y don Adolfo; y empezó declarándoles:
Yo tengo un amor muy grande a la vocación de almas contemplativas, porque en el Opus Dei somos contemplativos en medio de la calle. Os entendemos muy bien, y las Madres Carmelitas del mundo entero nos entienden muy bien y nos ayudan con su oración. Vengo a pedir una limosna de oración: rezad. Ya veis que la Iglesia está muy mal. La Iglesia, no; la Iglesia es Santa, es la Esposa de Jesucristo: siempre bella, siempre joven, siempre sin mancha, siempre dulce y buena… Somos los eclesiásticos; rezad (135).
Al otro lado de la reja, en la semipenumbra del locutorio, las monjas escuchaban en impresionante silencio, con sus cinco sentidos. Les avisaba que estuviesen precavidas contra quienes, a todo trance, intentan imponer cambios:
No aflojéis en nada, no seáis tontas, que el diablo está buscando a quien devorar y sois un bocado muy apetecible […]. Si estropean un palomar de éstos, se ha destruido una gran fuerza de la Iglesia. Sed santas. Si lo sois, nos ayudaréis a ser santos. Pedid para que los sacerdotes lo seamos. Y por el Opus Dei, por estos hombres y estas mujeres que están en todos los caminos del mundo haciéndolos divinos (136).
Les habló de vocación y de vida de piedad, con mucha persuasión y energía. Más de veinte minutos estuvo conversando en el locutorio, sin poder prolongar su visita, porque se le echaba encima una tertulia. Antes de salir les dio la bendición y encargó a don Adolfo que dejara en el torno la caja de dulces que había hecho comprar para ellas. Despidiéndose con un: Me habéis endulzado el alma, y yo os endulzo el paladar (137).
Durante esos días consagró altares, visitó Centros, estuvo con el Cardenal-Arzobispo de Santiago, celebró veinticinco reuniones públicas, y otras tantas privadas, todo sin dar señales de agotamiento. En su predicación era tema constante el Sacramento de la Penitencia, premisa para aquellas almas que habían abandonado la práctica de la fe y querían acercarse de nuevo a Dios. Y predicaba a gritos:
¡A confesar, a confesar, a confesar! Que Cristo ha derrochado misericordia con las criaturas. Las cosas no marchan, porque no acudimos a Él, a limpiarnos, a purificarnos, a encendernos. […].
¡El Señor está esperando a muchos para que se den un buen baño en el Sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un gran banquete, el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. ¡Que vayan a confesar! Vosotros, hijas e hijos, acercad las almas a la Confesión. ¡No hagáis que sea inútil mi venida a Chile! ¡Que sea mucha la gente que se acerque al perdón de Dios! (138).
El lunes, 8 de julio, víspera de la partida del Padre para Lima, hubo una tertulia en Tabancura. Algunos no pudieron asistir esa mañana, a causa del trabajo. Pero fueron muchos los que a la hora de comer se lanzaron a la carretera, para llegar a primera hora de la tarde al santuario mariano de Nuestra Señora de Lo Vásquez, adonde acudiría el Padre. Dista el santuario unos noventa kilómetros de la capital. Tan pronto llegó a la explanada delante del templo, se emocionó al ver la multitud de personas que habían sacrificado el almuerzo para acompañarle en el rezo del rosario. Las monjas que cuidaban del santuario habían vestido a la Virgen con sus mejores galas; y no faltaba gran cantidad de flores. Antes de salir a la explanada se puso el Padre unas gafas oscuras. No sólo para defenderse del sol. Es que no vería ya más a aquellas gentes, y le embargaba la emoción.
Al día siguiente estaba en Lima. Se cumplían, exactamente, veintiún años desde que, el 9 de junio de 1953, se comenzó la labor del Opus Dei en el Perú. El Padre, al igual que en los países visitados anteriormente, se alojó en la sede de la Comisión Regional, en "Los Andes". No se concedió reposo. Nada más llegar tuvo la primera tertulia; y desde ese momento se aplicó a seguir puntualmente el programa señalado. Especialmente emotiva fue la reunión en el Centro Cultural Tradiciones, el viernes 12 de julio. Todos los que allí se encontraban eran hijos suyos y, entre ellos, un buen grupo de sacerdotes de la Prelatura de Yauyos. Al entrar en la sala y verlos, exclamó: Yo no digo una palabra, si antes no me dan la bendición estos hijos míos sacerdotes. ¡Tengo hambre de vuestras bendiciones! (139). Más de cincuenta sacerdotes le rodearon para impartirle su bendición, repitiendo las invocaciones a una sola voz. Y luego, de rodillas, fue besando, uno a uno, las manos de aquellos sacerdotes. Cuando don Javier le indicó que el acto iba a resultar un poco largo, el Padre, dispuesto a seguir hasta el fin, le contestó: Pues tardo lo que sea, pero les beso las manos a todos, como he hecho siempre! (140)… El Padre seguía besando manos y diciendo palabras de cariño a cada sacerdote. Al cabo de un rato, que se había hecho una eternidad, comentó antes de empezar la tertulia:
No es una comedia. Estoy orgulloso de vosotros y me da mucha alegría besaros las manos. No lo hago sólo aquí; lo he hecho toda la vida… De modo que es una costumbre de familia. Sois muy buenos conmigo… (141).
El sábado 13 de julio fue jornada de gran actividad para el Padre. A las nueve y media de la mañana fue a visitar al Cardenal-Arzobispo de Lima; y de allí a San Vicente de Cañete, que estaba de fiesta, porque a mediodía tendría lugar una tertulia con el Padre en "Valle Grande", que es una obra corporativa del Opus Dei. Acudieron gentes de Lima y de las aldeas del contorno. Algunos se pusieron en camino antes del amanecer. En la sala, donde se apretaba más de medio millar de personas, se veían caras indias, mulatas, chinas; comerciantes, campesinos, empleados, profesores, camioneros…; y las mujeres que recibían enseñanza en "Condoray", labor educativa que llevaban mujeres de la Obra.
Les habló el Padre del trabajo, que debe hacerse a la perfección, para que agrade a Dios, y no "a la criolla" (así dicen los indígenas cuando no se repara bien en las faenas). Les predicó sobre las prácticas de piedad y, antes que nada, les invitó a limpiarse por dentro con una buena confesión, abriendo el alma y salir después decididos a dejar el alcohol. La palabra del Padre, que, cuando era necesario, les pedía a gritos que mudasen de vida, distendía en veladas emociones los rostros impasibles de los indios.
El Padre visitó Condoray y después la Academia San José, donde viven y cursan sus estudios los seminaristas de la Prelatura de Yauyos. A las seis de la tarde estaba de regreso en Lima, pero venía con un resfriado, muy probablemente a causa del brusco cambio de temperatura al salir del salón de actos de "Valle Grande".
Al día siguiente se celebró la primera tertulia general en el jardín de Miralba, un Centro del Opus Dei. Era una mañana de domingo fría y gris, pero acudieron unas mil quinientas personas. Había familias enteras, con los abuelos y los nietos. El Padre empezó excusándose, porque su voz no estaba a la altura de las circunstancias:
No sé si me podréis escuchar bien, porque tengo un catarro regular. Esta voz está medio afónica. Pero San Pablo, que no está afónico, ha escrito a los de Éfeso: in novitate vitae ambulemus. Y no sólo a los de Éfeso, sino a todos nosotros, nos dice que hemos de caminar con una nueva vida. Para que no haya duda, escribe a los Romanos: induimini Dominum nostrum Iesum Christum; revestíos de Nuestro Señor Jesucristo.
La vida del cristiano es esto: vestirse y volverse a vestir un traje y otro, cada vez más limpio, cada vez más bello, cada vez más lleno de virtudes que agraden al Señor, lleno de vencimientos, de pequeños sacrificios, de amor. La vida del cristiano está hecha de renuncias y de afirmaciones. La vida del cristiano es comenzar y recomenzar (142).
Por la tarde, para que se distrajera, le sugirieron dar un paseo por Lima. Visitó la iglesia de San Francisco y la catedral. Pero volvió a casa muy cansado. Esa noche durmió mal. Por la mañana celebró misa y desayunó. A eso de las diez vino a verle el doctor Zavala, especialista en aparato respiratorio, que diagnosticó un proceso broncopulmonar en gestación (143). De manera que se suspendieron las tertulias señaladas para ese día.
Por indicación del médico hubo de guardar cama el resto de la semana. Le llegaban regalos: flores, dulces, cartas, con el afecto y las oraciones de todos sus hijos, para que se restableciera. En el diario de su estancia en Lima, en la entrada correspondiente al sábado, 20 de julio, se lee: "Hoy ha vuelto a levantarse un tiempo corto, pero por prescripción médica no ha celebrado la Santa Misa, todavía. Es un ejemplo para todos ver el dolor del Padre por no poder celebrar, pero como pone tanto esfuerzo, el cansancio de la Santa Misa no le iría bien y podría retrasar su recuperación" (144).
El domingo celebró misa en su despacho y, después de comer, estuvo de tertulia con algunos directores de la Comisión Regional y con Mons. Ignacio Orbegozo, que les entretuvo contando un montón de anécdotas de los comienzos en Yauyos y de sus andanzas por la sierra. Tres días más necesitó el Padre para reponerse, por lo que hubo que reajustar el programa para que todos pudieran escucharle. Porque no sólo el Padre había caído enfermo. La epidemia de gripe que azotó entonces a Lima había obligado a la mitad de la población a meterse en la cama. El día 24 tuvo una tertulia con hijas suyas, continuando hasta final de julio con un programa un tanto reducido. En realidad no se había repuesto del todo y el hablar en público le suponía un esfuerzo grande.
El 29, en el jardín de Larboleda, la casa de retiros en Chosica, cerca de Lima, había más de tres mil personas en el jardín, reunidas con el Padre. Se acercaba su partida y, por algún comentario hecho durante la tertulia, se adivinaba que aún no había superado la enfermedad. Sin hacer aspavientos ni dárselas de mártir, explicaba a toda aquella muchedumbre que el mundo sin el dolor sería una pena, sería como un cuadro sin sombras, que no es un cuadro; y que el dolor, llevado por Amor, es algo muy sabroso, estupendo:
De modo que querer librarse del dolor, de la pobreza, de la miseria, es estupendo; pero eso no es liberación. Liberación es lo otro. Liberación es… ¡llevar con alegría la pobreza!, ¡llevar con alegría el dolor!, ¡llevar con alegría la enfermedad!, ¡llevar con una sonrisa el ahogo de la tos! (145).
* * *
El 1 de agosto dejó el Perú. En Ecuador le esperaban impacientes, con el deseo de que se restableciera cuanto antes de su enfermedad. Mas nunca terminó de reponerse. Peor aún, le dio el mal de altura, el "soroche", que suelen padecer los viajeros no habituados a la altitud de las tierras andinas. La casa donde residía el Padre era vecina a la capital; y Quito anda cerca de los tres mil metros de altura.
A la triste condición en que venía el Padre se juntaron otras molestias. Por la noche no descansaba bien. Se levantaba fatigado y falto de oxígeno. Le venían vértigos. Era incapaz de caminar solo, y acusaba los efectos secundarios de la medicación a que estaba sometido. El doctor Guillermo Azanza, que le atendió a poco de llegar, comprobó que la bronconeumonía padecida en Lima se había reactivado (146). Pasaron varios días y el enfermo no mejoraba, al menos de una manera visible. Mantenía la respiración con una máscara de oxígeno, permanecía sentado y hablaba con voz apagada. Pero cabía la esperanza de uno de esos cambios sorprendentes que con frecuencia se daban en su estado físico. En los meses anteriores, en plena catequesis, había ocurrido repetidas veces que el Padre se sobreponía de súbito al cansancio y a la fiebre. Todos comentaban con asombro su energía y capacidad de trabajo. Pero, como explicaba don Álvaro a quienes convivían con él en La Chacra, la vitalidad y lucidez del Padre "formaban parte de la gracia fundacional" (147).
Sin embargo, la marcha del proceso de aclimatación era lentísima. Tanto que el médico dejó caer que lo aconsejable para los turistas de paso por Quito, afectados por el soroche, era abandonar la capital. No bien lo oyó el Padre, replicó inmediatamente: Sí, hijo mío, pero yo no soy un turista. Estoy dispuesto a permanecer aquí el tiempo necesario, hasta que me adapte, para poder hablar de Dios, pues a eso he venido (148). El cambio brusco del nivel del mar a una altura de tres mil metros -esto es, de Lima a Quito- no lo había hecho para desafiar a los Andes. Además, enseguida advirtió el derrotero que tomaba la convalecencia y que no iban a repetirse aquellas improvisadas recuperaciones de fiebres y fatigas. De modo que, siguiendo el consejo de quienes podían dárselo, decidió descender de las alturas de Quito a la de Caracas (Venezuela). Y, en lugar de pretender llevar a cabo su catequesis, aceptó con buen humor la actitud de abandono que Dios le pedía. Lo cierto es que Dios torció el rumbo de sus planes. Acostumbrado a predicar a las multitudes con voz sonora y viril, ahora apenas podía hacerse oír de un pequeño grupo de hijos suyos. Días atrás, en las tertulias, se le veía en continuo movimiento, yendo incansablemente de una punta a la otra, de la habitación o del estrado. ¿Quién le reconocería al presente, hundido en un sillón porque no se tenía en pie? A él, hombre de conversación ágil y fogosa, había momentos en que, por falta de aliento, no le quedaba más respuesta que una breve sonrisa o una mirada de cariño.
Antes de partir para Venezuela recibió a un corto número de personas en el jardín de la casa donde vivía. Después de estar predicando durante medio siglo el camino de infancia espiritual -decía a un grupo de hijos suyos-, el Señor le había dejado reducido a un infante. Esto de la altura de Quito no era ninguna broma.
- Para un jovencito de siete años, es demasiada altura de golpe, reconocía el Padre. Y al oírle decir esto, algunos se excusaban:
- La altura, Padre, la altura. Pero el Padre aceptaba la culpabilidad de su persona, con una chispa de humor:
- Es que no soy hombre de altura. De manera que Quito no me ha gastado ninguna broma. Ha sido Nuestro Señor, que sabe cuando las hace, y juega con nosotros. Mira, lo dice el Espíritu Santo: ludens coram eo omni tempore, ludens in orbe terrarum, en toda la tierra está jugando con nosotros, los hombres, como un padre con su niño pequeño. Ha dicho: éste, que está tan enamorado de la vida de infancia, de una vida de infancia especial, ahora se la voy a hacer sentir yo. Y me ha convertido en un infante. ¡No deja de tener gracia! (149).
Después de una brillante catequesis en Brasil, en Argentina, en Chile y en Perú, era una contradicción nada pequeña el encontrarse, en brevísimo espacio de tiempo, convertido en un niño. No ejercía ahora su catequesis con palabras sino con silencios. Su predicación fue una lección elocuente, hecha de docilidad y de sacrificio. (En Ecuador -repetiría luego-, toda mi catequesis ha consistido en no hablar, porque el Señor no me lo ha permitido (150)).
Cuántas veces había dicho el Padre -imitando a Jesucristo- lo de que "no había venido a ser servido sino a servir". Pero ahora don Álvaro y don Javier tenían que llevarle del brazo. ¡Qué vergüenza! Pero me conformo. Estoy muy contento, confesaba a sus hijos. Y compuso una oración personal:
Jesús, acepto vivir condicionado estos días y toda la vida, y siempre que quieras. Tú me darás la gracia, la alegría y el buen humor para divertirme mucho, para servirte, y para que la aceptación de estas pequeñeces sea oración llena de amor (151).
Afirmaba que "no era hombre de altura". Ni tenía grandes dotes ni estaba adornado de grandes virtudes. ¿Qué podía hacer? Aceptaría los menudos sucesos; en primer lugar su enfermedad y el cambio de planes querido por Dios; porque Dios Nuestro Señor se sirve siempre de cosas pequeñas. Yo pensaba haber danzado de una parte a otra de vuestra hermosa ciudad y de esta tierra encantadora; pensaba haber visitado tantas, tantas personas… El Señor no ha querido (152).
Ofrecería las rabietas del niño contrariado, porque siento -decía- la protesta del niño que tiene que ir cogido de la mano de papá y de mamá. Y a mí me gusta andar corriendo… ¡Qué humillación, ¿eh?! (153).
Así, siguiendo la vida de infancia espiritual, hubo de hacerse al juego divino de nuestro Padre Dios con un niño pequeño. Lo refería en la tertulia del 14 de agosto, víspera de su salida del Ecuador:
Os tengo que decir que, como a ratos me mareo, no he podido celebrar la Santa Misa y me han dado la Comunión todos los días; entonces me emociono mucho más y amo más a este Quito y a este Ecuador.
La pequeña forma consagrada, que recibo en mi lengua, me recuerda que Jesús se hizo niño, y que yo he de aceptar con alegría también estos juegos de niños que Él me ha hecho (154).
No había permanecido inactivo durante su estancia en Quito. Dejaba el recuerdo de una ejemplar lección de conformidad con la voluntad de Dios, convirtiendo lo que a primera vista parecía una imperfección en algo muy valioso:
No tengo más remedio que marcharme; no puedo abusar de Dios Nuestro Señor.
No es que no se haya hecho nada, porque la impaciencia y esta especie de inquietud de no poder trabajar, delante de Dios, son oración. De modo que algo se hace, pero no el plan que yo pensaba haber desarrollado aquí. ¡Paciencia! Quiere decir que aunque ya sabía que el Ecuador es una gran nación, la nación del Corazón de Jesús, no conocía que era una nación de almas tan selectas, que me iba a costar una medio enfermedad (155).
Al salir del Ecuador no guardaba rencor alguno a los Andes, y cesó de hablar con oxígeno prestado. Sus sentimientos, teñidos de una que otra pena imborrable, eran apacibles. Pasando por alto lo entonces sufrido, escribía semanas después a un viejo amigo del Ecuador. - A pesar de que no soy hombre de altura, ¡qué bien lo pasé en Quito, y cuánto aprendí de vosotros y de la gente de ese queridísimo país! (156). Su actividad externa fue, ciertamente, muy escasa. Se redujo a recorrer Quito el 11 de agosto, pasando por delante de los Centros de la Obra para bendecirlos, sin salir del coche. Su alma, en cambio -como luego se dirá- se había ensanchado, intensificando su antigua devoción a San José, maestro de la vida interior. Por las palabras a sus hijas, en la tertulia del 12 de agosto, podía adivinarse el cauce por donde discurría su trato íntimo con Dios. El Padre seguía buscando con avidez el rostro del Señor; y así lo recomendaba a sus hijas:
que le digas que son inmensas tus ansias de ver su rostro, como tenemos deseos -cuando estamos lejos de personas queridas- de mirar fotografías suyas. Pero de Dios no estamos lejos; no sólo no estamos lejos, sino que podemos identificarnos con Él, y vosotras y yo sentimos la obligación de buscar esa identificación (157).
* * *
La estancia del Padre en Venezuela queda recogida, en buena parte, en el diario de Altoclaro, la casa de retiros donde se alojó, que se halla a muy pocos kilómetros de Caracas, hacia el interior. En las primeras páginas se lee: "El Padre ha llegado un poco cansado. Nos esforzamos para que aquí pueda tener unos ratos de descanso y tome un poco de aliento, después de más de dos meses de ajetreo en su correría apostólica" (158). (Al entrar en Altoclaro no cumplió con la costumbre de ver a sus hijas en la zona de la Administración, después de saludar al Señor en el oratorio. Pero encargó a don Álvaro que les visitara de su parte, porque el Padre no se tenía en pie (159)).
De guiarnos por las cortas líneas en que, de cuando en cuando, se da noticia de la salud y condiciones físicas del Padre, no es fácil deducir si hay mejoría o estancamiento en su convalecencia.
- Viernes, 16 de agosto: "El Padre ha podido descansar"; y al final del día: "Al Padre se le ve mejorando mucho. Él ha llevado el peso de la tertulia".
- Sábado, 17 de agosto: "Hoy el Padre se encuentra mejor, aunque sigue muy cansado".
- Lunes, 19 de agosto: "Amanece nublado. El Padre aún no está repuesto del cansancio […]. La noche pasada el Padre ha dormido poco".
- Martes, 20 de agosto: "El Padre ha amanecido hoy mucho mejor, pero al mediodía no se ha sentido bien y no ha bajado al comedor".
El tiempo era lluvioso y no invitaba a salir fuera de casa. A ratos se veía al Padre releyendo las cartas que, días pasados, Fernando Valenciano le trajo a Venezuela. Me pasa lo que a las madres -les decía-, que leen varias veces las cartas de sus hijos (160). Y en las tertulias, después de comer o cenar, contaba a los que con él vivían muchas cosas de la historia de la Obra y les hablaba mucho de apostolado y de la devoción a San José, del que había algunos cuadros en la casa.
Al cabo de una semana el Padre no terminaba de restablecerse. De ello había dos claros indicios. Uno de ellos era el no haber celebrado misa desde que llegó. Cosa que le dolía mucho; pero tenía miedo a devolver. Como símbolo de las oraciones con que todos pedían que recobrase su vigor, la casa estaba llena de flores. Y los altares tenían siempre orquídeas frescas.
La otra señal era que no había pasado aún a saludar a sus hijas, en la zona de la Administración de la casa. El domingo anterior habían enviado al Padre unas orquídeas y unos burritos de cerámica, con una tarjeta que decía: "Estamos muy contentas de tenerlo en Altoclaro. Le queremos mucho. 18 de agosto 1974". Inmediatamente respondió el Padre en la misma tarjeta, con bolígrafo rojo: Yo también. Mariano; y pintó una pata con el pico abierto (161). (La letra desmerecía penosamente de la enérgica caligrafía del Padre. Los trazos eran débiles, indecisos, caídos y temblones. Imagen viva de su abatimiento físico. Nadie hubiera reconocido esa escritura como del Padre).
En el diario de Altoclaro se narra que el Padre lleva en un relicario, en forma de cruz, un lignum crucis, con una cadena debajo de la sotana; y que a veces saca un momento la reliquia para darle un beso (162).
No cabe duda de que al Padre le acuciaba la impaciencia por celebrar el Santo Sacrificio. Una tarde, acompañado de varios hijos suyos, paseaba por el patio de la fuente en Altoclaro. Se sentó en un rincón, resguardado del viento, y le oyeron que decía algo en voz baja:
- ¿Qué dice, Padre?, le preguntaron.
- Vultum tuum, Domine, requiram! Y lo repetía con más fuerza:
- Vultum tuum, Domine, requiram! Vultum tuum, Domine, requiram! Ayer, que no pude celebrar Misa, le repetí esto al Señor muchas veces: ¡Señor, busco tu rostro! ¡Señor, tengo ganas de verte! Sí, ¡tengo ganas de ver cómo es el Señor -comentaba a sus hijos-, pero no ya por la fe, sino cara a cara…! (163).
Después de una larga espera, experimentó una ligera mejoría, que aprovechó rápidamente. El 26 de agosto por la mañana pudo, por fin, pasar a la Administración de Altoclaro a ver a sus hijas.
Enseguida se organizó el programa de tertulias, que se tendrían en Altoclaro, en la sala de estar. Por falta de espacio no podrían ser masivas. La primera, el 28 de agosto, para mujeres de la Obra; y, al día siguiente, para los hombres. La tercera, más general, se celebró el día 30. A ella asistieron unos pocos supernumerarios, algunos padres de miembros del Opus Dei y algunos sacerdotes. Se notaba que el Padre estaba mejor de salud, aunque en la última tertulia tenía un poco de fiebre. Con muy buen humor y soltura de palabra explicaba a sus hijos una anécdota ocurrida el día anterior (164). Tomando pie en la doctrina de san Pablo, comenzó hablando de la "parábola" de los dos vasos (Rm 9, 21): uno de ignominia, y otro de elección:
Pues éste era un vaso de ignominia tan limpio que resultaba un vaso de elección.
El tesoro del Opus Dei es la alegría de saberse tesoro, siendo cada uno lo que es: una pobre cosa… limpia, que sirve para su fin, que está a disposición de todos. ¡Hala! Lo hemos dicho todo muy fino (165).
Con la conversación renacían sus energías y le sobraban "explicaderas" para hablarles del apostolado, del valor del trabajo o del papel de la mujer en la familia y en la sociedad. Animaba a sus hijos, y arremetía contra la "flojera del trópico" (166).
Varias veces, en público y en privado, prometió que pronto volvería a Venezuela, en cuanto fuera posible. Y quedaron pendientes de su palabra. El 31 de agosto por la tarde salió del aeropuerto de Caracas. Estaba muy contento de su estancia; pero, como decía bromeando sobre su condición física: Me voy como don Quijote de la Mancha: desmantelado el caballo (167).
* * *
Desde el primer día en que pisó tierra americana, y a lo largo del periplo por Sudamérica, el Padre no cesó de repetir: he venido a aprender. Y tres días antes de regresar a Europa, el 28 de agosto de 1974, escribía al Cardenal Mario Casariego:
¡Cuánto he aprendido en América! Mi fe y mi piedad se han hecho más recias, más profundas, más josefinas, porque he descubierto con más claridad y con más hondura la figura de mi Padre y Señor, San José (168).
Fue de hallazgo en hallazgo. No es que partiese de poco en la devoción al santo sino que el descubrimiento de la figura y talla espiritual de quien hizo las veces de padre del Señor en la tierra fue, al término de su vida, una generosa concesión del Cielo. Como decía a sus hijos en La Chacra, el Señor no me lo ha querido enseñar, hacer ver, hasta hace poco (169). Sin embargo, el largo proceso de esta devoción se remonta, nada menos, que a su niñez. Cuando iba a casa de la abuela Florencia sabía que encima de una cómoda había una hornacina de madera estofada con una pequeña imagen de San José. Josemaría, niño, no alcanzaba a ver al santo y se aupaba de puntillas, agarrándose con los dedos al borde del mueble para atisbar la imagen y pedirle al santo alguna cosa. Desde entonces había regado su vida interior, y la historia del Opus Dei naciente, con recuerdos vivos y constantes del santo Patriarca (170).
Al correr de los años, ese afecto y devoción fue creciendo "impetuosamente", pero tenía algunas "lagunas". San José -pensaba el Padre- no estuvo presente en el Calvario al tiempo de morir Jesús en la Cruz. ¿Cómo hacer para no echarlo de menos? En el Brasil, en un viaje en coche, encontró la solución. Haría sus veces, le supliría al pie de la Cruz, imaginando cómo se hubiera comportado de estar allí. ¡Qué dolor, qué amor el suyo a la Virgen y a Cristo! (171). En la catequesis en América fue alfombrando de elogios y recomendaciones la devoción a San José:
Tiene, San José, un poder ¡grandísimo! con Dios Nuestro Señor -comentaba a sus hijos en Argentina- Hizo de padre. Escogido por Él desde la eternidad, …con tanta perfección. Después de la Madre de Dios, no hay ninguna criatura humana más perfecta y más santa que José (172).
Se lo imaginaba joven y bien plantado (¿Cómo iban a casar a una chica de quince o dieciséis años con un viejo?) Y veía, siempre juntos, a los dos Esposos haciendo compañía a Jesús Sacramentado:
Unidos a la Eucaristía, a la Madre de Dios, y a San José.. ¡No los separéis! Yo no lo entiendo…, no lo sé decir: pero, de alguna manera, hacen compañía en el Sagrario. De alguna manera… ¡inefable! Yo no lo sé decir (173).
Durante su estancia en Chile, al entrar en el oratorio de la casa de retiros de Antullanca, vio un cuadro que le conmovió. Horas antes contemplaba, yendo en coche, los misterios gozosos del rosario y se imaginaba a San José, joven y guapo, acompañando a su Esposa a casa de Santa Isabel. Por primera vez veía un cuadro así: José acompañando a la Santísima Virgen (174). Con sumo gusto recomendaba a sus hijos la devoción al santo Patriarca:
Ama mucho a San José, que es verdaderamente poderoso, si deseas adquirir vida interior. La vida interior consiste en tratar a Dios; y a Dios Nuestro Señor y a la Madre de Dios nadie los ha tratado con más intimidad que San José. Cuando me obligáis a repetirlo todos los días, en estas tertulias, yo gozo (175).
La Sagrada Escritura -les decía en el Perú- cuenta muy poco de José; hay que quererle mucho y agradecerle que cuidara tan bien del Niño Jesús. Tendría un carácter lleno de fortaleza, de reciedumbre y de suavidad a la vez. En la liturgia se lee una cosa muy tierna: que San José cuidaba al Niño y lo abrazaba y lo besaba… ¡Qué bonito!… Como han hecho nuestros papás con nosotros (176).
En el Ecuador vio varias representaciones devotas de San José con el Niño Jesús. Le llamó particularmente la atención un lienzo, decorado en oro, colgado en la pared del pasillo, enfrente de la entrada a su cuarto. Era un cuadro en el que se veía al Niño coronando a San José. Se puso muy contento. Lo halló muy bonito y muy teológico. Cada vez que pasaba por allí saludaba con un acto de amor. He tardado años en descubrir esa teología josefina y aquí no he tenido más que abrir los ojos y la he visto confirmada. Tanto apreciaba este descubrimiento que, estando ya en Venezuela, y volviendo atrás su memoria, les decía que aunque sólo hubiera sido por encontrarme con tantas imágenes de San José coronado por su Hijo, bien valía la pena mi viaje a Quito (177).
Con mucha frecuencia repasaba el Padre estos recuerdos recientes del "cariño teológico" y del estirón que había dado su devoción al Patriarca, considerándose en deuda con quien es Maestro de vida interior. Por eso, cuando don Roberto, el Consiliario, sacó un día a conversación el construir una iglesia en Caracas, el Padre sugirió que podría llevar la advocación de San José o de la Sagrada Familia (178).
Dos semanas llevaba el Padre en Venezuela y no lograba reponerse de las pasadas fatigas, del incesante trajinar catequístico, sin tomar descanso entre etapas, saltando de aeropuerto en aeropuerto. El retiro de Altoclaro presentaba inmejorables condiciones. La suavidad del clima, la quietud del ambiente, prometían un feliz y rápido restablecimiento de sus fuerzas. Pero, como no terminara de sentirse bien, se dispuso a volver sin acercarse a Guatemala, donde le esperaban impacientes todos sus hijos de América Central, y el Cardenal Mario Casariego.
En vísperas de su regreso a Europa el Padre escribió al Cardenal, poniéndole al corriente del cambio de planes. Durante meses -les decía- pensaba con gozo en el viaje a Guatemala. Pero, últimamente, los médicos le habían aconsejado el demorarlo por tres o cuatro meses. Era triste tener que renunciar a ese viaje; y, ¿qué podía hacer? Lo he pensado despacio -refiere- y, vistas las cosas en la presencia de Dios, considero que no les falta razón, porque mi ausencia se ha prolongado excesivamente. Estoy seguro de que todo será mejor: omnia in bonum! (179).
El propósito de reanudar su catequesis, que había dejado medio incumplido en Venezuela, se lo anunció a los de Caracas en la tertulia del 30 de agosto, en Altoclaro. Era casi mediodía cuando apareció el Padre en la sala de estar y, sin andarse con rodeos, les espetó de todo corazón lo que llevaba dentro:
¡Os quiero tanto! Os quiero como una madre y como un padre. Parece mentira que esto pueda ser así, pero si Dios lo ha querido… (180).
Siguió la conversación entre preguntas y respuestas, fáciles y cariñosas. Mas algo hubo, que cogió por sorpresa a los asistentes. A mitad de la tertulia, de improviso y sin levantar la voz, porque no estaba en condiciones de gritar, el Padre empeñó su palabra:
No me queda tiempo, porque esto se ha precipitado y he de marcharme a Europa; pero vendré enseguida… Volveré sin prisas. Y entonces os dedicaré a cada uno el tiempo que os dé la gana. Compromiso firme, ¿eh? ¡Compromiso de aragonés! (181).
Vivía el Padre en continua acción de gracias, por haberse encontrado con millares y millares de personas que amaban al Señor y deseaban servir a la Iglesia y a las almas todas. Dejaba América después de comprobar, en todos los países visitados, que el Señor es muy buen pagador ya aquí abajo (182). En su correría catequística había llegado hasta donde el Señor le había permitido. No se sentía culpable de que le fallaran las fuerzas. Porque si consumió totalmente su reserva de energías físicas fue por generosidad, por no escatimar su entrega apostólica. En cualquier caso, había dado un fuerte revolcón al diablo, confirmando a sus hijos en la fe y predicando a muchedumbres la sana doctrina. Su cuerpo andaba flojo; pero su espíritu se mantenía fiel. Seguían afectándole las deslealtades para con la Iglesia; y muy agudamente, aunque por encima de ese sufrimiento estaba la seguridad de que Dios no pierde batallas, como tiempo atrás escribía a Mons. González Martín:
A pesar de los pesares, mi vida está llena de optimismo del bueno, porque estoy persuadido de que todo se arreglará, y las almas del mundo entero encontrarán la luz de Dios y la seguridad que buscan (183).
Se sentía sobrenaturalmente optimista, convencido de que la situación histórica era algo pasajero. Esperaba que pronto se anunciase la alborada y se disipasen las tinieblas. Para ello, confiaba en la omnipotencia de la oración; y oraba porfiadamente:
En este tiempo de Adviento -escribía a la Secretaria Central- acude a la Virgen para que Ella, que trajo el Salvador al mundo, se digne acortar este tiempo de obscuridad, y vuelvan la luz y la paz a las almas y a la Iglesia (184).
En los meses de labor catequética había tratado de olvidarse completamente de su persona y enfermedades, para trabajar con denuedo por Cristo y su Iglesia. Conforme pasaban de país a país, el Padre y don Álvaro enviaban unas líneas, entre otras personas, a Mons. Benelli, Sustituto de la Secretaría de Estado. La primera carta desde el Brasil, donde el Señor bendice extraordinariamente la labor de nuestra Obra, va firmada por Josemaría Escrivá de Balaguer y Álvaro del Portillo (185). La enviada desde Lima va dirigida por don Álvaro a Mons. Benelli:
"De nuevo me dirijo a Su Excelencia, con un afectuoso recuerdo desde el Perú. Continúa esta fecundísima catequesis, en la que nuestro Fundador habla durante muchas horas al día a las muchedumbres, haciendo que amen a la Iglesia y al Vicario de Cristo. Es increíble el número de conversiones y confesiones. Pienso que al Santo Padre le servirá de consuelo lo que escribo". Firmado: Álvaro del Portillo - Josemaría Escrivá de Balaguer (186).
Solamente Dios llevaba cuenta cabal de los achaques y molestias sufridas por el Padre. Después de predicar durante unas semanas en el Brasil y en Argentina, empezó a encontrarse bastante fatigado. Iba a las tertulias con jaqueca, astenia, sueño y algo de fiebre. Por entonces, estando todavía en Argentina, se agudizó el proceso de formación de cataratas, que había comenzado hacia 1971. Se le debilitó mucho la visión en uno de los ojos; y era admirable ver el decoro y naturalidad del paciente. Durante las tertulias multitudinarias, en las que se entrecruzaban preguntas de toda clase de uno a otro extremo de la sala, o desde los palcos al escenario, el Padre se movía con soltura, paseándose por el proscenio. Contadas personas sabían que estaba medio ciego. Apenas distinguía la luz roja que se encendía allá donde alguien pedía el micrófono. Localizaba al interlocutor lo mejor que podía; y hablaba como si estuviera a solas con esa persona. En alguna ocasión se valía del truco de hacer subir al tablado, o al estrado, a chicos jóvenes. Les daba el brazo para apoyarse en ellos unos segundos y seguir las indicaciones espontáneas que éstos le hacían, señalando la dirección en que se encontraba el micrófono (187).
* * *
A su llegada a Madrid, el 1 de septiembre, en vuelo desde Caracas, al Padre se le notaba muy cansado, pero sonriente. Como era de esperar, lo primero que le impusieron los médicos fue una temporada de reposo, sometiéndole a análisis y revisiones médicas. De nuevo le exploraron el 13 de septiembre. El enfermo se encontraba mucho mejor, sin tos y con apetito, y caminaba seguro. Pero los análisis destacaban un notable empeoramiento en la insuficiencia renal y signos muy claros de insuficiencia cardíaca, por fallo del ventrículo izquierdo (188). Por tercera vez le examinaron los médicos a finales de septiembre de 1974, en Barcelona, para confirmar que se hallaba mucho mejor, más animado, y con fuerzas para subir y bajar escaleras sin ayuda. Desde luego, su aspecto no era el de una persona con la salud quebrantada, pero las cifras lo desmentían. La cantidad de urea en sangre y otros resultados de los análisis eran alarmantes. Así lo hicieron constar en el informe: "La impresión de este examen es el contraste entre su estado general aceptable y unos análisis francamente patológicos" (189).
Mientras tanto, a poco de su regreso a Madrid, comenzaron a lloverle cartas de todas partes, agradeciéndole su catequesis en Sudamérica. De Colombia le llegó un buen montón de ellas. El Padre las leía una a una, con gozo. Le servían para hacer oración, y pedir a Dios por cada persona y por cada necesidad. Pero entre líneas no faltaba el desconsuelo de sus hijas colombianas, ya fuese por la deficiente salud del Padre, ya por su frustrada visita, que nunca pasó de promesa:
No me hagáis tragedia, porque no hay motivo. Ahora, porque el Señor lo ha dispuesto así, no he podido estar con vosotras. Yo espero -tengo el propósito- que, dentro de muy poco tiempo, podré ver a mis hijas colombianas, en su salsa, y multiplicadas por cien: ¡nos esperan tantas almas en ese queridísimo país! (190).
En la segunda parte del mes de septiembre estuvo en Castelldaura, cerca de Barcelona, descansando. Descansando sin perder su hábito de trabajo. No quería excepciones en el horario ni que se le relevara de sus obligaciones en la tarea de gobierno. Tampoco perdió la paciencia y la jovialidad. Para mejorar su capacidad respiratoria le recomendaron hacer ejercicio de pulmones. ¡Con qué buen humor se aplicaba entonces el Padre a hinchar globos de goma, o hacer profundas espiraciones, soplando por una paja y levantando un hervidero de burbujas dentro de un vaso de agua! (191).
* * *
En la breve temporada de descanso en Castelldaura, una casa de retiros cercana a Barcelona, el Padre trabajó en los documentos concernientes a la cuestión institucional del Opus Dei. Estaba obedeciendo al Papa. Seguía sus indicaciones. Porque un año antes, en la audiencia privada del 25 de junio de 1973, había informado ya a Pablo VI de los trabajos de revisión de la estructura jurídica del Opus Dei. Noticias que el Papa recibió con alegría; y más cuando se enteró de que la Comisión Técnica encargada de esa tarea, presidida por don Álvaro del Portillo, trabajaba a buena marcha. El Papa, en esa ocasión, animó al Fundador a que, tan pronto estuviera todo listo, presentaran los documentos a la Santa Sede.
Con ello se daría al Opus Dei una configuración jurídica apropiada a la sustancia del carisma fundacional. Era la meta de la "intención especial", por la que toda la Obra venía pidiendo desde muchos años atrás. Una vez obtenida, se acabarían los indecibles disgustos y quebraderos de cabeza que esta cuestión había ocasionado al Fundador.
¡Casi medio siglo pidiendo la realización del encargo recibido de Dios! Desde un principio había adoptado el lema: Deo omnis gloria, guiado por la docilidad a las inspiraciones divinas. Se comportó como instrumento fidelísimo en la ejecución de los mandatos; y el Señor no le dejó de su mano. Desde que le hizo "ver" el Opus Dei le acompañó en el cumplimiento de su misión. Como explicaba a sus hijos:
Dios me llevaba de la mano, calladamente, poco a poco, hasta hacer su castillo: da este paso -parece que decía-, pon esto ahora aquí, quita esto de delante y ponlo allá. Así ha ido el Señor construyendo su Obra, con trazos firmes y perfiles delicados, antigua y nueva como la Palabra de Cristo […]. Lo que he tenido que hacer es dejarme llevar (192).
Durante su estancia en Venezuela, contaba en una ocasión sucesos íntimos de la historia de la Obra. Les decía que él siempre había actuado como amanuense de Dios, haciendo las cosas y tomando las decisiones como quien escribe lo que otro le va dictando (193).
El 30 de septiembre terminó el Padre sus días de trabajo y de reposo en Barcelona, y regresó a Villa Tevere. Por entonces, el proyecto del Codex Iuris Particularis del Opus Dei, elaborado por una Comisión Técnica, por mandato y bajo la continua dirección del Fundador, estaba totalmente acabado y había sido examinado por la Comisión permanente del Consejo General de la Obra. De manera que pudo ser presentado al Fundador, el cual -como dice el acta- "lo ha aprobado en todas sus partes, en el día de hoy" (194); esto es, el 1 de octubre de 1974. En este proyecto del Código de Derecho Particular del Opus Dei se habían introducido o incorporado todos los cambios o modificaciones necesarias, de modo que se acomodase fielmente al carisma fundacional, del que el Padre era, "por voluntad divina, el solo y exclusivo depositario" (195). Con la firma del Fundador quedaba, pues, sancionado el proyecto del Codex, en cuya normativa se asentarían las bases de la configuración jurídica definitiva del Opus Dei. El Fundador se había adelantado a señalar, previsoramente, este momento. Así lo recoge el último párrafo del acta de aprobación: "Este Codex será presentado a la Santa Sede en el momento de solicitar la nueva configuración jurídica que se desea para la Obra, dentro de las perspectivas abiertas por las disposiciones y las normas de aplicación de los Decretos emanados del Concilio Vaticano II" (196).
Quedaban cumplidos los objetivos de la convocación del Congreso General Especial. Todo se hallaba listo y preparado en espera de que se diese el último paso. Se había hecho una rigurosa revisión de las normas estatutarias y se recuperaron todos aquellos elementos forzadamente concedidos por el Fundador. De manera que todo, tanto el ropaje jurídico como los puntos referentes al espíritu y fisonomía propia del Opus Dei, concordara entre sí.
No estaba, sin embargo, el Padre muy seguro de que podría presentar en vida una solicitud a la Santa Sede, para obtener ese cambio institucional. Pero lo cierto es que tampoco le preocupaba. Unos meses antes, en junio, estando en La Chacra, hablando con sus hijos de Argentina de la intención especial, les recomendaba calma y visión sobrenatural: que estuvieran muy tranquilos, muy contentos y muy unidos al Padre. Y si el Señor dispusiera de mi vida antes de que se haga esto -les advertía-, unidos al que me siga, más unidos. Tened el propósito de quererlo con toda el alma (197).
Desde entonces, cuantas veces tocaba este tema de la cuestión institucional, lo hacía con mucha serenidad, sin precipitación, pero instándoles a que lo tomasen a pecho, responsablemente. No una, sino cien vidas que tuvierais, habéis de dar hasta que la Obra alcance la solución jurídica definitiva (198), les decía. En aquella época, cualquier palabra del Padre pronunciada ante sus hijos adquiría, a oídos de éstos, una especial resonancia. Algo así como un dejo invisible de disposición testamentaria; sin olvidar que para el Fundador, que actuaba en todo momento cara a la eternidad, el presente siempre tuvo urgencias de futuro. Esta nota apremiante se percibe en la carta enviada con ocasión de la Navidad de 1974. En ella recalca la obligación que tienen todos sus hijos de hacer el Opus Dei; y, por lo tanto, les pide fidelidad y les recuerda su responsabilidad en esa divina tarea. Y, la recomendación de sacar la Obra adelante, ¿no es acaso eco de aquella pregunta que el Fundador hacía a los comienzos: continuarás con la Obra si yo muero?
Larga es la carta. Copiamos dos párrafos:
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Al enviaros estas líneas con mi felicitación más cariñosa por la Santa Navidad, me gusta repetiros de nuevo, para que se os grabe en el fondo del alma, que el Señor se apoya con fuerza en nosotros, en cada uno, y que todos hemos de notar sobre nuestros hombros, con optimismo y con auténtico sentido universal, el peso bendito de sacar adelante la Obra, como Dios espera. Un peso que, por proceder del Señor -iugum meum suave est et onus meum leve-, no acongoja y no ahoga […].
Sentid en vuestro corazón la seguridad de que estamos ocupándonos de una tarea divina querida por Dios, a la que hemos de responder con lealtad, con fidelidad en lo grande y en lo pequeño, sin ceder en nuestra lucha personal: porque, si descuidáramos los detalles aparentemente sin categoría, por allí -abierto el ventanuco- entrarían en cuadrilla en el castillo espiritual, para destruirlo, todos los pecados y todos los errores prácticos (199).
En las conversaciones y tertulias que por esas fechas tuvo en Roma con sus hijos, se aprecia también un acento de estímulo espiritual. En la mañana de la Navidad le brotaban al Padre, copiosas y espontáneas, las exhortaciones:
El mundo está muy revuelto y la Iglesia también. Quizá el mundo esté como está porque así se encuentra la Iglesia… Querría que en el centro de vuestro corazón, estuviera aquel grito del cieguecito del Evangelio, con el fin de que nos haga ver las cosas del mundo con certeza, con claridad. Para eso no tenéis más que obedecer en lo poco que se os manda, siguiendo las indicaciones que os dirigen los Directores.
Decid muchas veces al Señor, buscando su presencia: Domine, ut videam! ¡Señor, haz que yo vea! Ut videamus!: que veamos las cosas claras en esta especie de revolución, que no lo es: es una cosa satánica (200).
Fue tanta su insistencia en repetirles y comentar dichas jaculatorias que el grito del ciego de Jericó quedó hincado en sus almas:
Domine, ut videam!, que cada uno vea. Ut videamus!, que nos acordemos de pedir que los demás vean. Ut videant!, que pidamos esa luz divina para todas las almas, sin excepción (201).
Al felicitarle sus hijas la Pascua, el Padre les propuso, también a ellas, idéntica jaculatoria:
Domine, Señor, ut videam!, ¡que vea! Domine, ut videant!, ¡que vean!; que veamos con la luz del alma, con claridad, con sentido sobrenatural las cosas de la tierra: las que nos parecen grandes y las que nos parecen pequeñas, porque todas se engrandecen cuando hay amor y visión sobrenatural. Que veamos con la luz de nuestra inteligencia, con claridad de ideas, ahora que está lleno el mundo, la Iglesia, de falsedades, de herejías de todos los tiempos, que se levantan como víboras.
Vamos a pedir al Señor que nos conserve unidos, como hasta ahora, en la verdad de la fe. Y después, que veamos todos, todos, con la luz de los ojos, las cosas de la tierra de tal manera que no les demos importancia: son cosas que pasan (202).
Por debajo de este discurso, el Padre está dialogando con su callado sufrimiento por la Iglesia de Cristo. Por debajo de estas peticiones corre una prolongada metáfora, que va enhebrando dos visiones: una sobrenatural y otra terrena. Porque, en último término, el Padre no pedía luz para sus pupilas enfermas, como pedía el ciego de Jericó. Nunca suplicó al Señor que le librase de sus enfermedades. Buscaba una visión pura del mundo, al que amaba apasionadamente, pero sin estar subyugado por sus atractivos. Pedía que todos viesen, con la luz de los ojos, las cosas de la tierra; pero sin poner en ellas el corazón, desprendidos por entero de cuanto puede ofrecer la feria de este mundo.
Muy pocos sabían en qué estado físico se encontraba. Por esos días, el Padre sufría una ceguera bastante aguda; y era conmovedor ver la elegancia con que llevaba la enfermedad (203).
Acababa el 1974. En la Nochevieja volvió a estar con sus hijos. Le trajeron una imagen de Dios Niño. Con delicadeza amorosa la tomaba en sus manos y no se recataba de hacer, como decía, "puerilidades". Veníale al recuerdo el Niño Jesús del convento de Santa Isabel de Madrid, al que danzaba y cantaba. Ahora, mirando al Niño con ternura, lo cubría de besos y confesaba a sus hijos: No me da vergüenza besar al Niño como cuando era pequeño. Cuando me estoy marchando del mundo, no me da ninguna vergüenza (204). Allí mismo les entregó la imagen y les bendijo con ella, para que se la llevasen a Cavabianca. Era la "primera piedra" del Colegio Romano.
Al día siguiente, 1 de enero, el Padre presentaba a sus hijas el Año Nuevo 1975 con estas palabras:
Este año será un año muy bueno. Sufrimientos tendrá que haber, pero llevados con gracia de Dios y buen humor no serán males, sino bienes: habéis de sacar el bien de todas las ocasiones.
Será un buen año, hijas mías, porque nos acercaremos a Nuestro Señor más que nunca (205).
Esa noche del 1 al 2 de enero, la insuficiencia renal que padecía le produjo un encharcamiento en los pulmones y, en consecuencia, un fuerte ataque cardíaco. Enseguida le prestaron los auxilios espirituales y le atendieron médicamente. A la mañana siguiente, a pesar de la gravedad del ataque y de haberse pasado la noche en duermevela, el Padre estaba en pie. El 3 de enero se fue a España para que le hiciesen un reconocimiento a fondo quienes conocían los antecedentes de su historial clínico (206). Luego, de Madrid se trasladó unos días a La Lloma, una casa de retiros donde ya había estado en 1972, durante su catequesis por la península. Allí le examinó los ojos un oculista, para precisar si podía operarse. Allí, de cara al mar de Valencia, se reunió con sus hijos en varias ocasiones. El Padre revolvía en su memoria estupendos sucesos que contarles; y le venía a la boca lo que ocupaba entonces su pensamiento:
Tengo ya setenta y tres años -les decía-. Los voy a cumplir dentro de unos días, y estoy para irme de este mundo… Pronto celebraremos el cincuenta aniversario de la Obra. ¿Y qué son cincuenta años para una institución? Nos han tratado a patadas; por eso nos hemos esparcido (207).
El 8 de enero, víspera de su cumpleaños, estaba de vuelta en Roma. Necesitaba, no sólo saber que sus hijos le querían sino experimentar palpablemente su cariño. Y esto valía también, recíprocamente, para todos respecto al Padre.
Entretanto, corrían los días y el enfermo se adelantaba a las esperanzas de los médicos, asombrados de que se repusiera tan rápidamente de las dolencias de los ojos y de otros achaques. El 13 de enero escribió al Cardenal Casariego, para confirmarle que, dentro de muy poco, podía -¡al fin!- realizar ese sueño de ir a Guatemala (208).
Como el año anterior, se pidió el parecer de los médicos, que ponderaron los pros y los contras del viaje que pensaba emprender a Venezuela y Guatemala en el mes de febrero. Pero, ¿quién iba a controlar el amor de Dios que bullía en el corazón del Padre? Estaba cobrando fuerzas de día en día. Mejoraba a ojos vistas. De manera que, después de larga y prudente consideración, los médicos accedieron, aunque poniendo sus condiciones: un régimen de vida con menos ajetreo y más tranquilidad; no sobrepasar los mil quinientos metros de altitud; y, finalmente, ir siempre acompañado por un médico (209). Por su parte, el Padre también hacía sus preparativos de viaje. A mediados de enero había ya movilizado a millares de personas, que, con sus oraciones y sacrificios, encomendaban al Señor y a la Virgen la labor que esperaba hacer en América (210). Y, antes de cruzar el Atlántico, dirigió una carta a todos los fieles del Opus Dei con motivo del jubileo sacerdotal, que celebraría dos meses más tarde:
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Os escribo con el fin de rogaros que el próximo 28 de marzo, 50º aniversario de mi ordenación sacerdotal, recéis de modo especial por mí -invocando como intercesores a nuestra Madre Santa María y a San José, nuestro Padre y Señor-, para que yo sea un sacerdote bueno y fiel.
No quiero que se prepare ninguna solemnidad, porque deseo pasar este jubileo de acuerdo con la norma ordinaria de mi conducta de siempre: ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca.
Pero también os pido que estemos muy unidos en ese día, con una gratitud más honda al Señor -es Viernes Santo este 28 de marzo- que nos ha empujado a participar de su Santa Cruz, es decir del Amor que no pone condiciones.
Ayudadme a agradecer a Dios, junto con el inmenso tesoro de la llamada al sacerdocio y de la otra vocación divina a la Obra, todas sus misericordias y todos sus beneficios, universa beneficia sua, etiam ignota: también aquéllos que yo no haya sabido percibir. Demos gracias, hijas e hijos, porque siendo nosotros tan poca cosa -nada-, Nuestro Padre del Cielo, en su bondad infinita, ha dilatado nuestros corazones y, con aquel fuego que vino a traer a la tierra, ha encendido en nuestras almas un grande Amor. Mostrémosle además un filial reconocimiento por haber aprendido en su Obra a amar, a la Iglesia Santa y al Romano Pontífice, con hechos y de verdad.
Acompañadme a adorar a Nuestro Redentor, realmente presente en la Sagrada Eucaristía, en todos los Monumentos de todas las iglesias del mundo, en este Viernes Santo. Vivamos un día de intensa y enamorada adoración.
Pidamos perdón por todos nuestros pecados y por los pecados de todos los hombres, con ansias de purificación y de reparación ante tanta ceguera: ut videamus!, ut videant!, para que veamos, para que vean.
Vamos, pues, a vivir ese día muy unidos a la Santísima Virgen -contempladla junto a la Cruz de su Hijo-, en recogimiento de adoración, de acción de gracias, de reparación y de ruegos.
Gozo y dolor se dan cita allí -iuxta Crucem Iesu- y todas las palabras y los gestos festivos de las criaturas resultan pobres para alabar al Amor que se entrega. Conmemoremos, por tanto, hijas e hijos queridísimos, este aniversario sacerdotal, renovando el propósito de aprovechar cada jornada agradecidamente al pie de la Cruz -del Altar- la Vida que Jesucristo nos da: que sea siempre la Santa Misa el centro y la raíz de nuestra existencia: ésta es la mejor celebración del sacerdocio.
Desde ahora me siento profundamente conmovido, por el cariño que pondréis para recordar de esta manera mis 50 años de sacerdote. Procurad vivir la fiesta bien unidos a mis intenciones, especialmente a la de mi Misa. Os pasmaréis al descubrir cuántas luces y cuántas mercedes del Señor recibiremos, si nos esforzamos por estar muy al alcance de su mirada, rezando y trabajando en su presencia consummati in unum!, formando un solo corazón con siempre mayores afanes de servir a la Santa Iglesia y a las almas.
Cariñosamente os bendice vuestro Padre
Mariano (211).
El 29 de enero salió de Roma para Madrid; y el 4 de febrero prosiguió con destino a Caracas.
* * *
Más de un motivo le llevó de nuevo a Venezuela: cumplir la palabra empeñada, cuando prometió que volvería; el deseo de encontrarse con cientos de hijos e hijas nacidos a la Obra en América, a quienes no vería otra vez en este mundo; su incontenible celo apostólico…
- Padre, le dijo una hija suya, a los pocos días de llegar, ¡qué providencia de Dios tenerlo aquí!
Y el Padre asintió.
- Estamos reunidos, no por casualidad, no porque sí, sino porque Dios Nuestro Señor me ha querido dar esta alegría (212).
Desde el primer momento el Padre se puso, por entero, a disposición de los directores de la Obra en Venezuela. Así se lo dijo expresamente: Yo soy una cosa; de modo que haré lo que queráis. ¿Está claro?: haré lo que queráis (213).
Altoclaro no presentaba el aspecto recogido y apacible de meses atrás. En el campo de deporte habían puesto un estrado y, bajo la protección de los toldos, porque el sol daba fuerte, se alineaban millares de sillas. El Padre se hallaba preparado a seguir un programa de idas y venidas, recibir a todas las visitas previstas, asistir a las tertulias organizadas y ajustarse al horario de la casa. Pero pensar que en cualquiera de esas actividades iba a escatimar sus energías era pensar lo imposible. Volvía a repetirse lo ocurrido en anteriores viajes. Es suficiente leer lo que registra el diario de Altoclaro el 11 de febrero, cuando ya habían comenzado las tertulias multitudinarias: "nuestro Padre se entrega a las almas, a la gente, dándose sobreabundantemente, con un espíritu profundo y jovial y con unas fuerzas de juventud que no se acaban. Pero terminada la tensión de la tertulia, al Padre se le nota todo el esfuerzo que ha puesto" (214).
El Padre, evidentemente, estaba perdiendo a chorros su fuerza vital, pero no hacía cuenta del agotamiento. Se sacudía de encima el cansancio con razones sobrenaturales. De modo especial notábase este fenómeno en las conversaciones con gente joven, en las que su espíritu arrastraba hacia los altos ideales. En cuanto al fuego y a la vibración, tal vez fuese menor ahora su fuerza física, pero no su facultad de entusiasmar a las almas:
En Venezuela, y desde Venezuela, hay que hacer muchas cosas grandes -decía a un grupo de muchachas-, y para eso se necesitan corazones jóvenes, encendidos, cabezas claras, gente simpática y estupenda, como son mis hijas y las amigas de mis hijas. ¡A ver si queréis…, que Dios sí quiere! ¡Comodonas, salid de vuestra comodidad…! (215).
Según su manera de ser, el Padre tan pronto hablaba en serio como gastaba una broma. La serenidad y la sonrisa expresaban el equilibrio de su humor; y, de allí, saltaba fácilmente a las ocurrencias. Como cuando en la tertulia del 13 de febrero, al hacerle una pregunta una numeraria auxiliar, el Padre la interrumpió con cariño:
Os tengo una envidia tremenda… Como soy hombre, no puedo ser numeraria auxiliar. Pero algunas veces he pensado: - Josemaría, ¿tú qué querrías?
Y -os voy a asustar un poco- me he contestado: - No ser del Opus Dei. ¿Para qué?: - Para pedir la admisión y ser el último.
Si fuera mujer, ¡qué bien!, porque entonces sería numeraria auxiliar, de seguro (216).
La mirada del Padre reaccionaba ante cuanto veía. Continuamente daba consejos a las almas; y criterios de gobierno a los directores. A su llegada no tuvo ocasión de ver la capital, porque desde el aeropuerto fueron directamente a buscar las laderas que llevan a Altoclaro. No habían transcurrido veinte horas desde que aterrizó en Caracas, cuando les metía urgencias, ampliando sus panoramas apostólicos:
No he visto nada de Caracas, pero al subir hacia aquí, desde la carretera, he visto esas chabolas miserables. En el Opus Dei caben todos. La vocación no es sólo para universitarios. Habéis de tratar, sí, a los ricos y también a esa gente que tiene hambre y, sobre todo, hambre de Dios. La Obra es para todos. Y tenéis que llegar a los que tienen dinero y a los que no tienen nada (217).
La agenda de visitas y demás actividades se cumplió normalmente. Lo cual no deja de ser extraño. En efecto, por vez primera en sus viajes de catequesis, el Padre transigía en estar más tiempo en la cama; y hasta se tumbaba un rato entre horas, en espera de salir ante el público para la próxima reunión. Este comportamiento del Padre nada tenía de tranquilizador. Por el contrario, era el expediente para engañar su cansancio, y disimular que no estaba en condiciones de asistir a una de esas tertulias multitudinarias que le dejaban extenuado. Pero, con un pensamiento de ternura tensaba su ánimo: ¡Dios sabe si volveré a ver a estos hijos aquí en la tierra! (218), decía para sí.
El 15 de febrero dejó Venezuela y partió para Guatemala. En el aeropuerto le esperaba el Cardenal Casariego, arzobispo de Guatemala, y el Consiliario del Opus Dei en América Central, don Antonio Rodríguez Pedrazuela. Para ellos fue el primer abrazo del Padre al bajar del avión. "La Iglesia en Guatemala se siente muy contenta de tenerlo aquí, Padre" (219), le saludó el Cardenal. Habían tenido tiempo de sobra para preparar su llegada. En Guatemala confluían gente de la Obra, amigos, cooperadores, y otras muchas personas venidas de países vecinos, como Costa Rica y El Salvador; o más lejanos, como Colombia, Estados Unidos y Canadá. Había una gran expectación, porque no terminaban de estar seguros de verle. También el Padre necesitaba reafirmar su presencia; y en un ejemplar de la primera edición de Camino escribió al día siguiente:
A mis hijas y a mis hijos de Guatemala, una cariñosa bendición: con la alegría de encontrarme -¡por fin!- en esta bendita tierra.
Guatemala, 16 feb. 1975. Mariano (220).
El 16 mismo empezaron las reuniones del Padre con grupos diversos. A media tarde salió en coche por la ciudad para bendecir los Centros de la Obra y los terrenos que serían sede definitiva de la Comisión Regional. Se recogía en el coche unos segundos en silencio y, pausadamente, a vista del solar o del inmueble, daba su bendición.
El 18, por la mañana, estuvo con un buen grupo de sacerdotes diocesanos. Tengo muchas ganas de aprender, para poder practicar, les anunció antes de conversar con ellos (221). Por la tarde visitó Altavista, la casa de retiros, donde bendijo la imagen de la Virgen del Carmen, en la ermita dedicada a Nuestra Señora. Dicha advocación se había escogido "en recuerdo de la hermana de nuestro Padre, Carmen, que, con la Abuela, supo ayudar y sostener generosa y abnegadamente los apostolados de la Obra" (222).
El 19 de febrero era el santo de don Álvaro. Apretaba el sol y el Padre sentía el peso de sus rayos. Alguien preguntó: - ¿cómo hacer para ser fieles como don Álvaro? Estalló un fuerte aplauso, al que se unió el Padre. Pero se le veía indispuesto. El reverbero del sol le hería los ojos; y la sequedad del ambiente le agarrotaba la voz.
Esa noche se le declaró un principio de bronquitis, con afonía y fiebre, y un profundo cansancio, que obligó a suspender la tertulia del día 20 y las de días sucesivos. Era más que dudoso el que pudiera reponerse. Ahora sí que estaba exprimido del todo, como un limón. Lo lógico era regresar a Europa.
El Padre aceptó la voluntad de Dios:
Hijos míos, estoy contento de la labor en estas tierras. Hay que seguir trabajando por el mismo camino. Me ha dolido mucho no poder estar con vosotros. ¡Paciencia! Al principio estaba triste; ahora, alegre. Lo he ofrecido todo al Señor por la labor en América Central. En el país vecino estaba muy bien, y vine aquí con la ilusión de hablar con mucha gente. Pero Dios no lo ha permitido. Se lo ofrecemos con alegría (223).
Eso sí que era una fuerte contradicción. Familias enteras se habían puesto en marcha días antes. Otros se habían gastado sus ahorros para ver y oír al Padre. ¿Quién los consolaría? Lo sorprendente es que, pasada la primera reacción, todos lo tomaron bien y no perdieron su alegría.
El día de su partida, 23 de febrero, se habían congregado en el aeropuerto millares de personas, venidas de Guatemala con la esperanza de escuchar a aquel sacerdote. Al menos, querían despedirle (224). El Padre se hallaba muy emocionado. En la misma pista de despegue el Cardenal pidió una bendición para la muchedumbre. El Padre no podía negarse; y, antes de subir al avión, saludó y bendijo a la concurrencia.
A los tres días escribía desde Madrid:
Muy querido Señor Cardenal:
acabo de regresar a Europa, y tengo necesidad de escribirle enseguida, porque me pasan muchísimas cosas por la cabeza y por el corazón: veo en todas la mano amabilísima del Señor, aunque a veces cueste entender sus planes.
Estoy contento, ¡contentísimo! Había comenzado este nuevo viaje -como me pidió V. E.-, con el deseo de continuar mi catequesis por tierras americanas, para hablar de Dios con tantas almas, y para aprender a amar y a servir mejor a Nuestro Amo. No he podido cumplir todo lo que me había propuesto, pero renuevo mi continua acción de gracias a la Trinidad Beatísima, pues he gozado al comprobar el abundante trabajo apostólico de mis hijas y de mis hijos en esas naciones; y en Guatemala y en El Salvador, acompañados por el especialísimo cariño de Mario (225).
Y, en las últimas líneas:
Termino agradeciéndole todas las delicadezas que ha tenido conmigo, y que este pecador no merece. Ya le he perdonado que me hiciera bendecir en el aeropuerto de La Aurora a aquella multitud, que con tanto cariño reza por su Cardenal, aunque pienso que más rezo y más le quiero yo.
* * *
Llegado a Roma se enfrascó en el trabajo habitual, contento de que el Señor le diese buena salud para poder afrontar con normalidad la tarea diaria (226). A dos pasos estaba la fiesta de san José. Ese 19 de marzo, se presentó por la mañana en Cavabianca. No con intención de predicar a sus hijos sino de abrirles de par en par su corazón. Cosa que rara vez hacía de modo tan terminante:
Esta noche -comenzó diciéndoles- he pensado en tantas cosas de hace muchos años. Ciertamente digo siempre que soy joven, y es verdad: ad Deum qui laetificat iuventutem meam! Soy joven con la juventud de Dios. Pero son muchos años (227).
Había pasado largo rato en dulce desvelo, reviviendo su vocación y los primeros pasos de la historia de la Obra, considerando con asombro el camino recorrido: los barruntos de su mocedad y la labor de un joven sacerdote con una misión universal que cumplir. Ante su vista desfilaban los moribundos de los hospitales, los pobres de los barrios bajos de Madrid, los niños de la catequesis y los enfermos desahuciados en medio de la soledad… Se atropellaban en su mente los muchos recuerdos del pasado, pujando por salir a sus labios. Cada uno de ellos representaba una misericordia divina para con el Fundador.
Hijos míos, os estoy contando un poquito de lo que ha sido mi oración de esta mañana. Es para llenarse de vergüenza y de agradecimiento, y de más amor. Todo lo hecho hasta ahora es mucho, pero es poco: en Europa, en Asia, en África, en América y en Oceanía. Todo es obra de Jesús, Señor nuestro. Todo lo ha hecho nuestro Padre del Cielo (228).
Ya tenían el camino bien trazado. El encargo recibido de Dios estaba cumplido.
Tenéis por delante tanto camino recorrido -les aseguraba- que ya no os podéis equivocar. Con lo que hemos hecho en el terreno teológico -una teología nueva, queridos míos, y de la buena- y en el terreno jurídico; con lo que hemos hecho con la gracia del Señor y de su Madre, con la providencia de nuestro Padre y Señor San José, con la ayuda de los Ángeles Custodios, ya no podéis equivocaros, a no ser que seáis unos malvados.
Vamos a dar gracias a Dios, y ya sabéis que yo no soy necesario. No lo he sido nunca (229).
Qué deprisa pasó el tiempo. Cuántos cambios y novedades. Unos días antes le habían anunciado la traducción de Camino al quechua. Aquello parecía un sueño. Cuarenta años atrás se imprimía en Cuenca Consideraciones Espirituales, que precedió a Camino (230). El peso de los años se le echaba encima. Lo sentía materialmente al tener que escribir cartas de pésame a sus hijos, por la muerte del padre o de la madre. Lo cual ocurría casi a diario, pues la familia del Opus Dei se había multiplicado asombrosamente. De manera que, más que Padre, era un Patriarca de gentes venidas de todos los continentes, de muchas razas y lenguas. La historia de la Obra era producto de la gracia de Dios y de medio siglo de apretada actividad sacerdotal. Se había ordenado sacerdote en Zaragoza el 28 de marzo de 1925, sin saber todavía la razón suprema de su llamada, y clamando aún: Domine, ut videam! La fecha de su jubileo sacerdotal caía en Viernes Santo, 28 de marzo de 1975. Desde meses antes se preparaba para celebrar la fiesta en lo interior de su alma. Por más que examinaba su vida, no hallaba adelanto de consideración. Su marcha espiritual no era siquiera la de una criatura que da los primeros pasos. No se avergonzaba de manifestarlo al hacer su oración en voz alta, ante el Sagrario, el día de Jueves Santo, víspera de sus bodas de oro:
A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando (231).
Echaba una mirada atrás y veía un bosque de cruces, un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías… Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del artista que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser. Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! (232).
Al día siguiente trató de hacer balance de su vida. El resultado era muy positivo, pero no a favor suyo sino del Señor. No le quedaba más que reírse de sí mismo, lo cual, en las circunstancias, era un supremo acto de humildad:
He querido -decía- hacer la suma de estos cincuenta años, y me ha salido una carcajada. Me he reído de mí mismo, y me he llenado de agradecimiento a Nuestro Señor, porque es Él quien lo ha hecho todo (233).
Pasó el día recogido interiormente. Celebraba la fiesta por dentro. De acuerdo con su norma ordinaria de ocultarse y desaparecer, estaba viviendo un día de intensa y enamorada adoración (234). El regalo que le hicieron sus hijas e hijos consistía en un gran relicario para el lignum Crucis y en unos vasos sagrados. Lo agradeció vivamente, porque los objetos iban destinados al culto divino, aunque consideraba que, si para él era demasiado, para Dios era muy poco (235).
Cinco años hacía que se trabajaba sin interrupción en Torreciudad. A finales de marzo de 1975 calculaban que, a ese paso, las obras del santuario estarían acabadas al entrar el verano. Se venían cumpliendo rigurosamente los plazos de trabajo; y también al escultor se le metían prisas, sin dejarle ni a sol ni a sombra en su taller. De manera que la ejecución del retablo avanzaba a la par que el resto de la construcción. Ya se pensaba en la ceremonia de inauguración del santuario, cuando el Padre les hizo saber que convendría abrirlo al público tan pronto estuviese acabado; pero que él no pensaba asistir a la ceremonia de apertura, como lo dio a conocer a sus hijos:
Yo no iré para la inauguración de Torreciudad. Una vez acabadas las obras, el Consiliario bendecirá el lugar con la fórmula de la benedictio loci, y a continuación darán comienzo los cultos (236).
A las pocas semanas se vio obligado, sin embargo, a cambiar sus planes y visitar el Santuario.
* * *
A pesar de haber tenido que dejar Barbastro en su primera adolescencia, el Fundador se sintió siempre vinculado con un afecto muy vivo a la ciudad que le vio nacer. La correspondencia mantenida con las autoridades locales y algunas familias emparentadas con los Escrivá, conserva un rescoldo de cariñosos sentimientos por su patria chica. Las evocaciones de Barbastro -pueblo mío queridísimo-, le llenan de alegría; porque, como escribe al alcalde en 1971, soy muy barbastrino y trato de ser buen hijo de mis padres (237). De ello dio buena prueba en los excepcionales servicios a favor de sus paisanos y de la comarca entera; el primero de ellos: su eficaz intervención para evitar que en la reestructuración de las diócesis españolas después de la guerra, desapareciera la de Barbastro (238).
El Ayuntamiento, sin consultarle, decidió conferirle el título de Hijo Predilecto de Barbastro en 1947. Pero, aunque le alegró tal muestra de afecto y distinción, evitó que el Municipio le tributara, en 1948, un público homenaje. (El Fundador tenía especial maestría en el arte de eludir festejos o sacudirse de encima encumbramientos públicos sin disgustar a los organizadores). Hacia 1960 quisieron dedicarle una calle en Zaragoza. Apenas se enteró hizo las gestiones oportunas para que los promotores desistieran del empeño; y consiguió también que sus paisanos no llevasen a cabo un proyecto semejante en Barbastro. Sin embargo, hacia el año 1971, sin previa consulta al interesado, la Corporación Municipal de Barbastro dedicó la principal avenida del ensanche urbano a monseñor Escrivá de Balaguer (239). Así, por el mismo procedimiento de hecho consumado, sin que el Fundador tuviera en ello arte ni parte, el Ayuntamiento Pleno, en sesión del 17 de septiembre de 1974, decidió por unanimidad conceder la Medalla de Oro de la ciudad de Barbastro a Don Josemaría Escrivá de Balaguer, "como reconocimiento a los relevantes méritos de ejemplaridad y proyección universal que concurrían en su persona y a su constante atención y preocupación por el perfeccionamiento, en todos los órdenes, de los habitantes de Barbastro y su Comarca" (240).
En la fecha y hora en que el Excmo. Ayuntamiento de Barbastro se reunía para tomar este acuerdo, el Fundador estaba recuperándose aún del trajinar apostólico por tierras del continente americano. Y cuando, poco más adelante, llegó a Villa Tevere, se encontró con una carta del Alcalde comunicándole la honrosa distinción otorgada por sus paisanos. Su prolongada ausencia de Roma, y el hecho de que había prometido volver otra vez a América, le inclinaban a no multiplicar más sus viajes. Pero sus hijos le hicieron ver que no podía rehusar, por tercera vez, el homenaje que querían hacerle en Barbastro. Más aún cuando el festejo tenía mucho de carácter familiar. De manera que expuso abiertamente al Alcalde sus sentimientos para que los transmitiera a los demás miembros de la Corporación:
Yo también espero con ilusión que el Señor me conceda la gracia de poder reunirme, en fecha próxima, con mis paisanos. Lo espero y lo deseo vivamente, porque estoy convencido de que -aunque me resulta imposible imaginarlo- aumentarán mi cariño y mi oración por Barbastro y su comarca.
Te pido que reces por mí y por mi tarea sacerdotal, invocando a Nuestra Madre de Torreciudad, que tanto bien ha traído y traerá para las almas; yo también pongo a sus pies todas vuestras ilusiones y vuestros trabajos, para que Ella los bendiga y los proteja (241).
El Santuario de Nuestra Señora de Torreciudad estaba a media hora en coche de Barbastro. Al tiempo que asistía a la ceremonia de entrega de la Medalla podría visitar también el Santuario y hacer in situ las últimas indicaciones, si fuera necesario. Así fue cómo, al margen de una decisión personal, a última hora volvió al lugar de su nacimiento.
El viaje estaba fijado para mayo de 1975. Los primeros días de mes el Padre se hallaba fatigado y con la salud un tanto quebrantada, aunque no como para preocuparse excesivamente, ni tampoco para suspender por ello el viaje a España. Esperaron unos días y el 15 salió de Roma para Madrid. Se alojó en su viejo cuarto de la calle de Diego de León, pared por medio con el oratorio de la casa, tan lleno de recuerdos. Su programa de trabajo, visitas y tertulias en Madrid se iba desarrollando normalmente, pero en vísperas del viaje a Torreciudad y a Barbastro, la noche del 21 al 22 de mayo, sufrió un serio accidente cardíaco y, de resultas, un edema agudo de pulmón, del que, por fortuna, pronto se repuso (242). El día 23 al mediodía se le esperaba en Torreciudad, y no faltó a la cita.
La última vez que el Padre había estado allí fue en abril de 1970, cuando rezó el rosario a pie y bendijo, bajo la lluvia, la excavación donde iría la capilla de los confesonarios. Desde entonces habían pasado cinco años, cargados de trabajo y esperanzas. Y ahora, con la visita del Padre, llegaban los días de gozo y de fiesta. Las doce serían, poco más o menos, cuando se divisó un helicóptero al otro lado del embalse y estalló un alegre repicar de campanas. El helicóptero tomó tierra en la explanada del Santuario y, al descender el Padre, las campanas, echadas al vuelo, derramaban su tañido por montes y valles.
Visitó la ermita y estuvo un rato contemplando el conjunto de las edificaciones que se apiñaban en torno al Santuario: las dos casas de retiros, el Centro de investigadores, la torre, los pórticos… Todo en ladrillo; digno, airoso y movido en las soluciones arquitectónicas. Con material humilde, de la tierra, habéis hecho material divino (243), comentó a los arquitectos.
A primera hora de la tarde, acompañado de un buen grupo de hijos suyos, visitó detenidamente el Santuario. Las proporciones del recinto, las formas -atrevidas y modernas- de la fábrica, lo original de la albañilería, la dignidad y grandeza del altar, llamaron poderosamente su atención. Sentóse en un banco para mejor contemplarlo; alzó los ojos al retablo, todavía con andamiaje, y quedó embelesado.
Desde el fondo de la sillería del presbiterio, hasta el arranque de la cubierta, se elevaba la composición, enmarcada con trenza de eslabones y follaje, y decoración esparcida de cardos, rosas y estrellas.
Componían el centro del retablo: el camarín de la Virgen, con la vieja estatua románica ya restaurada; más arriba, como tema central, la Crucifixión; y encima, el óculo para el Santísimo. Las dos calles laterales de la estructura mostraban pasajes de la vida de la Virgen: Desposorios, Anunciación, Nacimiento de Jesús… Y arriba, como remate del conjunto, la Coronación de la Señora por la Santísima Trinidad.
En las divisorias verticales se dejaron hornacinas para los Santos Patronos e Intercesores del Opus Dei.
La totalidad del cuerpo se había ejecutado en alabastro, material de labra bastante corriente en la región, aplicándosele suaves tonos de policromía.
No se cansaba el Padre de contemplar aquella obra maestra:
Es todo un señor retablo.
¡Qué suspiros van a echar aquí las viejas…, y la gente joven! ¡Qué suspiros! ¡Bien! Sólo los locos del Opus Dei hacemos esto, y estamos muy contentos de ser locos… (244).
Tomaron nota de sus observaciones sobre el sitio donde colocar el órgano, cómo instalar el camarín de la Virgen, e iluminar el Cristo de la capilla del Santísimo.
Al día siguiente, 24 de mayo, el Padre consagró el altar mayor y, terminada la ceremonia de la consagración, dirigió unas palabras a los asistentes, recordándoles que el altar es ara del sacrificio:
Acabo de consagrar otro altar. Los hay por todo el mundo: en Europa, en Asia, en África, en América, en Oceanía. En estos altares, vuestros hermanos ofrecen al Señor el sacrificio de sus vidas, gustosos, porque el sacrificio con Amor es una alegría inmensa, aun en los momentos más duros. Un poquito de experiencia tenéis todos, pero no exageréis. No hagamos tragedias; vamos a tomar la vida un poco por lo cómico, que hay muchas cosas de las que reír (245).
Siempre que consagro un altar, les decía, procuro sacar consecuencias personales:
Mirad lo que se ha hecho con un altar para consagrarlo a Dios. Primero, ungirlo. A vosotros y a mí nos han ungido, cuando nos hicieron cristianos: en el pecho, en la espalda, con el óleo santo. Nos han ungido también el día que nos confirmaron. A los sacerdotes nos ungieron las manos. Y yo espero, con la gracia del Señor, que nos ungirán el día de la Extremaunción, que no nos da miedo. ¡Qué alegría sentirse ungido desde el día que nace uno hasta que muere! Sentirse altar de Dios, cosa de Dios, lugar donde Dios hace su sacrificio, el sacrificio eterno según el orden de Melquisedec (246).
Por la tarde, a última hora, le dieron la noticia de la muerte, en Roma, de un hijo suyo, don Salvador Canals. Una vez más se cumplía lo de nulla dies sine cruce; no le faltaba al Padre un nuevo dolor cada día.
El domingo, 25, tuvo lugar en el Ayuntamiento de Barbastro la imposición de la Medalla de Oro de la ciudad. A mediodía comenzó la ceremonia con la lectura, por parte del Secretario, del acta en que se aprobaba la concesión. Luego, impuesta la Medalla, el Alcalde, Sr. Gómez Padrós, leyó su discurso. Esa fecha marcaba un "reencuentro" del Padre con sus paisanos. Y con este motivo, el Alcalde fue despertando, con ferviente afecto, lejanos recuerdos. Desde los juegos de infancia y el rezo de la salve, la tarde de los sábados, en la iglesia de los escolapios, hasta la ilusión de ver cumplida la empresa del Santuario de Torreciudad. Luego, contestó el Padre con unas palabras de agradecimiento. Apenas dijo tres frases, cuando interrumpió la lectura del discurso. En su corazón chocaban fuertemente las emociones. Con el rostro demudado, la voz descompuesta y unas lágrimas a punto de saltar, pidió perdón a los asistentes:
Perdonad. Yo estoy muy emocionado, por doble motivo: primero por vuestro cariño; y además, porque a última hora de ayer recibí un aviso de Roma comunicándome la defunción de uno de los primeros que yo envié para hacer el Opus Dei en Italia. Un alma limpia, una inteligencia prócer […].
Ha servido a la Iglesia con sus virtudes, con su talento, con su esfuerzo, con su sacrificio, con su alegría, con este espíritu del Opus Dei que es de servicio. Yo debería estar contento de tener uno más en el Cielo, ya que tan frecuentemente en una familia tan numerosa tiene que suceder un hecho de este género. Pero estoy muy cansado, muy cansado, muy abrumado. Me perdonaréis, y estaréis contentos de saber que tengo corazón. Sigo (247).
Y prosiguió la lectura.
Por la tarde el Padre salió a la explanada del Santuario y, bajo los soportales, iba recorriendo las piezas de cerámica en las cuales se representaban los misterios del Rosario; cada uno de ellos con un altar adosado. Andando rezó el Padre el rosario con el grupo que le acompañaba, y lo acabaron en la cripta, en la capilla de la Virgen del Pilar. Luego preguntó el Padre por un confesonario en condiciones y allí mismo se confesó con don Álvaro; y, después, éste con el Padre, dando así por inaugurados los confesonarios de Torreciudad (248).
El lunes, 26 de mayo, el Padre estaba ya en Madrid, de donde salió para Roma el día 31. Un suceso digno de mención, aunque pasó relativamente inadvertido, se recoge en la historia clínica del Fundador: "Estando en Madrid, durante la madrugada del 30-V-75, nueva crisis de disnea y taquicardia similar a la del día 21-V-75. Cede pronto y Mons. Escrivá de Balaguer, tras un sueño reparador, vuelve a encontrarse bien" (249).
Es difícil pensar que, ante lo ocurrido, el Padre no fuese consciente de la gravedad de su condición. Pero, para comprender su actitud en espera de la muerte, existe otro dato de indudable elocuencia biográfica. Y es que, a las pocas horas de salir de la crisis cardíaca, en la madrugada del 22 de mayo, escribió en una de sus notas personales: Es tan sutil el diafragma que nos separa de la otra vida, que vale la pena estar siempre preparados para emprender ese viaje con alegría (250).
Reflexión sacada de su propia experiencia. Hay que ir a la otra vida con alegría, pues no tenemos aquí morada permanente. Es muy frágil la barrera que las separa. Por eso, el cristiano ha de estar preparado para recibir a la muerte con una sonrisa.
* * *
Aquellas recientes crisis nocturnas de los últimos días de mayo podían verse como aviso, que anunciaba un próximo desenlace. El Padre recogió su alcance, pero sin dramatismo ni referencias personales, reintegrándose inmediatamente a su vida normal de trabajo, "sin apegarse a su salud ni centrarse en su bienestar o malestar físico" (251). Conservaba una tranquila actitud de santo abandono, consumiendo al servicio de la Iglesia y de la Obra los días que el Señor quisiera concederle.
No se planteaba con crudeza la salida de este mundo. El Fundador se sabía, por misericordia divina, en esa etapa de la existencia en que es natural que se repasen los días que faltan (252), con la esperanza de hacerlos más fecundos. ¿No tendría presente aquel pensamiento consolador que le escribió el obispo de Ávila, y que recogió en Camino: No, para ustedes no será Juez -en el sentido austero de la palabra- sino simplemente Jesús? (253 )De forma que, para describir la muerte, no echaba mano de imágenes tétricas sino de comparaciones que infundían serenidad en el ánimo. Los símiles que utilizaba eran, todos ellos, muy felices (254).
Es posible que el Padre presintiese que se le acortaba el tiempo, más que por los fallos alarmantes de su salud, por la irresistible atracción divina que experimentaba su alma. La muerte le cogería preparado y en compañía de sus Custodes. Y, si acaso llegara de sopetón, impensadamente, sería para él un gozoso suceso. Algo así como si el Señor nos sorprendiera por detrás y, al volvernos, nos encontráramos en sus brazos (255). O bien, ocurriría que, cuando su buena hermana la muerte le abriese la puerta de la Vida, cruzaría el umbral de la mano de Nuestra Señora, para ser presentado a la Santísima Trinidad.
Era claro, sin embargo, que le dolía mucho el pensamiento de que su correspondencia a las gracias recibidas era insuficiente. Y este dolor de amor le llevó, un día, a formularse una pregunta, que respondió de inmediato. Estaba de tertulia con sus hijos del Consejo General, después de comer, cuando, con voz clara y, a la vez, queda, miró a los presentes y dijo:
¿El Padre? Un pecador que ama a Jesucristo, que no acaba de aprender las lecciones que Dios le da; un bobo muy grande: ¡esto era el Padre! Decidlo a los que os lo pregunten, que os lo preguntarán (256).
Seguía afirmando ante sus hijos de que en la tierra ya no era más que un estorbo. Desde el cielo, en cambio, podría ayudar mejor a todos. Tenía enormes ansias de contemplar el rostro del Señor. Había recorrido amorosamente las páginas del Evangelio en su busca. Había seguido las pisadas del Maestro, predicado sus enseñanzas y difundido el bonus odor Christi -el divino aroma de su Humanidad-, pero sin alcanzar a ver su rostro. Grabados en su alma traía los rasgos de Jesús. Deseaba ver su faz; pero el semblante divino se le representaba como la imagen de un borroso espejo, que dejaba insatisfechos sus deseos. Y las películas históricas con escenas de la vida de Jesús de Nazaret le producían siempre un desasosiego hondo, aunque sabía que a otras personas podían ayudarle en su vida (257). Ni remotamente encontraba semejanza alguna entre una imagen interior, nacida del amor, y las representaciones artificiosas de un film. Todo su ser apetecía la contemplación, cara a cara, del rostro, gloriosamente bello, de Jesús. En sus últimos días continuaba clamando: Vultum tuum, Domine, requiram! Busco tu rostro, Señor. Quiero ver tu rostro, Señor. Quiero ver tu rostro (258).
La vida de trabajo constituía el ámbito de su existencia contemplativa. La laboriosidad era ya una virtud totalmente integrada en el Padre. Pero no podía ocultar del todo los años que llevaba a cuestas, aunque despachaba sus obligaciones pastorales y de gobierno como si gozase todavía de plenas facultades físicas. Conseguía disimular el cansancio, pero era patente la flojera de piernas al caminar y un ligero temblor de manos, de cuando en cuando. A las tertulias de la noche llegaba rendido. Estando en familia, no le importaba que lo viesen sus hijos. Sus gestos se habían suavizado paternalmente. En cambio, la garra apostólica de su palabra y enseñanzas era más potente que nunca (259).
Siempre estaba pensando en cómo transmitir íntegra y fielmente la herencia que dejaba a sus hijos: el espíritu del Opus Dei y la puesta en marcha de la labor apostólica en más de treinta países (260). Pensaba en quienes ahora componían la Obra y en quienes vinieran a ella en el curso de los siglos. Y, de momento, deseaba acabar la nueva sede del Colegio Romano.
Antes de salir para España había hecho una visita a Cavabianca, donde sus hijos alternaban el estudio con diversos trabajos. Por entonces estaban ocupados en tareas de jardinería, limpieza de suelos y pintura y decoración de la ermita de la Santa Cruz. A los que allí trabajaban les dijo que les tenía envidia y, como miraran al Padre con cara de asombro, éste les explicó por qué había mandado construir esa ermita: por un motivo de piedad sobrenatural y por un motivo de piedad humana. Por devoción a la Santa Cruz y porque serviría de capilla ardiente para velar a quienes el Señor quisiera llevarse al cielo mientras estaban en el Colegio Romano (261).
Una semana llevaba el Padre en Roma cuando el sábado, 7 de junio, se presentó en Cavabianca. Esperando la llegada del Padre habían despejado el oratorio de Nuestra Señora de los Ángeles, desmontando los andamios, para poder ver el efecto de la pintura. Entre los grupos buscaba el Padre a quienes se marchaban a España, para recibir ese verano la ordenación sacerdotal. Venía a saludarles, pero no a despedirse de ellos; porque nosotros -les explicaba- no nos decimos nunca adiós, sino hasta luego (262). Tuvo con sus hijos una larga tertulia, que comenzó con una consideración sobre la continuidad:
Vosotros estáis comenzando la vida. Unos comienzan y otros acaban, pero todos somos la misma Vida de Cristo. ¡Hay tanto que hacer en el mundo! Vamos a pedir al Señor, siempre, que nos conceda a todos ser fieles, continuar la labor, vivir esa Vida, con mayúscula, que es la única que merece la pena; la otra no vale la pena, la otra se va; como el agua entre las manos, se escapa. En cambio, ¡esa otra Vida!… (263).
El domingo, 15 de junio, volvió otra vez a Cavabianca y se reunió con sus hijos en la sala de lectura. Antes había hecho un largo recorrido por la finca, a pie, de acá para allá, inspeccionado el jardín, los campos de deporte y los oratorios y las fontanas. El Padre estaba rendido y les hablaba en voz baja: Tenía necesidad de sentarme. Parece que no, pero hemos dado un buen paseo por ahí… ¡Qué paseo! De Cavabianca quería hacer un lugar agradable para trabajar y descansar, para el rezo y para el deporte. Con la ayuda material que estaban prestando en trabajos de pintura, limpieza o riego de las nuevas plantas, seguían la tradición que hay en el Opus Dei desde que se abrió el primer Centro; les decía el Padre:
Entonces, con menos medios que ahora: sólo con la aureola de locos. Decían de mí que era un cura joven y loco. Tenían razón, y la siguen teniendo ahora. Estoy encantado de ser loco
(Don Álvaro le hizo el cumplido de que se encontraba joven).
- ¿Joven? Las piernas me dicen que no, muchas veces (264).
El domingo, 22 de junio, recorrió de nuevo Cavabianca para hacerles algunas recomendaciones antes de ausentarse de Roma. Se había fijado especialmente en el oratorio de Nuestra Señora de los Ángeles. En la sala de lectura, con las estanterías todavía sin libros, les hablaba de alegría, pero no sin que se le escapase un suspiro de cansancio:
Estoy cansado. No tengo costumbre de andar tanto, y he caminado por aquí, por un lado y por otro… (265).
Cavabianca estaba a punto de acabarse, aunque todavía quedaban muchos detalles y particulares que ultimar.
- Padre, le preguntó alguien, ¿habrá fiesta de la última piedra?
- ¿La última piedra? Muy poca fiesta: diez minutos. Dar gracias a Dios, pero diez minutos (266).
* * *
El miércoles, 25 de junio, celebró en familia el aniversario de la ordenación de los tres primeros sacerdotes. En la tierra estaban don Álvaro del Portillo y don José Luis Múzquiz. ("Chiqui" estaba en el cielo). Les había tenido muy presentes en su misa; y también a los que se habían ordenado después de ellos; y a los que se ordenarían dentro de unas semanas. Para todos sus hijos e hijas pedía al Señor que tuvieran siempre alma sacerdotal. Cuánto había rezado por todos, y concretamente para que calara muy hondo en cada una de sus hijas el alma sacerdotal (267). La felicidad del Padre y su buen humor eran patentes en el rato de tertulia después de comer. En varias ocasiones, sacando del bolsillo un pequeño silbato de barro, que le habían regalado días antes las niñas de un club juvenil, volviéndose hacia don Javier, daba un silbido, con el consiguiente regocijo general.
Por la tarde asistió a la exposición y bendición con el Santísimo en el oratorio de la Sagrada Familia. Esa fecha había sido un día intenso, colmado de oración; y llegó a la noche bastante fatigado. Al bajar la escalera, para ir a la "tertulia" de la noche, llevaba el Padre el servicio de la manzanilla prescrita por el médico. Los que le acompañaban quisieron quitarle la bandeja para que viese sin dificultad los escalones, ya que apenas los distinguía. Pero él se resistía y, en tono de broma, se quejaba: ¡Pero, si no me dejáis hacer ni estos pequeños sacrificios! (268).
Enfrente de donde estaba sentado había una pequeña estatua de la Virgen, a la que dirigía frecuentes miradas, recitando interiormente jaculatorias (269). Durante la tertulia, antes de retirarse a dormir, se le veía como ensimismado, metido en oración. ¿Qué pensamientos cruzarían por su mente?
Al día siguiente, jueves, 26 de junio, celebró misa a las ocho de la mañana, ayudado por don Javier Echevarría (270). Era la misa votiva de Nuestra Señora, en cuya colecta el sacerdote pide "la perfecta salud del alma y del cuerpo". Su lectura debió removerle de modo muy particular ese día, porque las últimas palabras que anotó en una ficha de su agenda, a pesar de sabérselas muy bien de memoria, fueron las palabras finales de esta colecta: "a praesenti liberari tristitia et aeterna perfrui laetitia" (271). Para que libres de las tristezas actuales, disfrutemos para siempre de la alegría que no acaba.
A las nueve y media, acompañado de don Álvaro, don Javier, y el arquitecto Javier Cotelo, salía en automóvil hacia Castelgandolfo, donde le aguardaban sus hijas. Al dejar Villa Tevere comenzaron a rezar los misterios gozosos del rosario. El viaje se alargó a causa de unas obras en la calzada. Durante el trayecto comentó que tal vez pudiera visitar, esa misma tarde, el oratorio de Nuestra Señora de los Ángeles en Cavabianca.
Llegados a Villa delle Rose, el centro de Castelgandolfo, entró en el oratorio, permaneciendo unos momentos de rodillas. Después se reunió en tertulia con sus hijas, en la sala de estar. Había en ese soggiorno un cuadro de la Virgen que apoyaba delicadamente su rostro en la cabeza del Niño, atrayéndolo hacia sí, y sujetando grácilmente, entre los dedos de la otra mano, una rosa de color pálido.
Posó sus ojos en el cuadro el Fundador. (Era costumbre suya, indefectible, el saludar a la Señora al entrar o salir de un cuarto).
La imagen perteneció a doña Dolores, y había recogido sus últimas miradas antes de morir. Familiarmente le llamaban "la Virgen del Niño Peinadico". (El Niño Jesús, como de unos dos o tres años, aparece sonrosado y mofletudo, con mohín candoroso; el pelo rubio, repeinado a raya y con bucle). Le habían preparado un sillón, que el Padre cedió a don Álvaro, ocupando una silla, y les dijo:
Tenía muchas ganas de venir. Estamos terminando estas últimas horas de estancia en Roma para acabar unas cosas pendientes, de modo que ya para los demás no estoy: sólo para vosotras (272).
Les recordó la pasada fiesta de la víspera, 25 de junio, aniversario de la ordenación de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, y el que otros cincuenta y cuatro se iban a ordenar en breve. ¿Les parecían muchos? Pocos eran. Las necesidades apostólicas los absorberían rápidamente.
Como os digo siempre, esta agua de Dios que es el sacerdocio, la tierra de la Obra la bebe corriendo. Desaparecen enseguida.
Vosotras tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo por aquí. Vuestros hermanos seglares también tienen alma sacerdotal. Podéis y debéis ayudar con esa alma sacerdotal, y con la gracia del Señor y el sacerdocio ministerial en nosotros, los sacerdotes de la Obra, haremos una labor eficaz (273).
Discurría plácida y amena la conversación, con anécdotas y recomendaciones. A los veinte minutos se sintió indispuesto. Se cortó. Le venían mareos. Y tuvo que retirarse a descansar unos minutos. Como no se reponía del todo, se despidió, rogándoles que le perdonasen las molestias causadas.
Eran las once y veinte. Por el camino más corto enfilaron la ruta de regreso a Roma. Apretaba el calor, y a ello atribuía el Padre su malestar. No hubo atascos a la vuelta, entraron en Villa Tevere unos minutos antes de las doce. Salió el Padre del auto con soltura y semblante risueño. Nadie sospechaba otra cosa que una ligera indisposición.
Pasó por el oratorio e hizo su acostumbrada genuflexión: devota, pausada, con un saludo al Señor sacramentado. Inmediatamente se dirigió al cuarto de trabajo. Don Javier, que se había quedado atrás, para cerrar la puerta del ascensor, oyó que el Padre le llamaba desde dentro. Acudió. No me encuentro bien, le dijo con voz débil. Acto continuo se desplomó.
(Los párrafos que siguen están entresacados de una carta de don Álvaro, entonces Secretario General del Opus Dei, a los miembros de la Obra: Roma, 29 de junio de 1975).
"Pusimos todos los medios posibles, espirituales y médicos. Yo le di la absolución y la Extremaunción, cuando todavía respiraba. Fue una hora y media de lucha, de esperanzas: oxígeno, inyecciones, masajes cardíacos. Mientras tanto, yo renové varias veces la absolución […].
Nos resistíamos a convencernos de que había fallecido. Para nosotros, ciertamente, se ha tratado de una muerte repentina; para el Padre, sin duda, ha sido algo que venía madurándose -me atrevo a decir- más en su alma que en su cuerpo, porque cada día era mayor la frecuencia del ofrecimiento de su vida por la Iglesia […].
En el oratorio de Santa María lo depusimos, con toda nuestra veneración y cariño, delante del altar, retirando previamente el candelabro votivo que allí hay siempre. El Padre estaba todavía vestido con la sotana negra […].
Se trajeron también cuatro candeleros. Se compuso bien, con todo amor, el cuerpo de nuestro Padre. Poco después, se le revistió -sobre la sotana negra- con el amito, el alba, la estola y la casulla. El alba era de batista de hilo, color marfil, con viso de seda roja bajo el encaje de Bruselas desde la cintura hasta los pies. Era el alba que usaba los días de fiesta […].
El rostro del Padre aparecía enormemente sereno: una serenidad que infundía una gran paz a cuantos lo miraban".
Murió como era su deseo: saludando a una imagen de la Virgen de Guadalupe. De manos de la Señora recibió la rosa que abre al Amor las puertas de la eternidad.