El Fundador del Opus Dei

La época del Concilio Vaticano II

1. La vida cotidiana
2. El Concilio (1962-1965)
3. Años posconciliares
4. El último romántico
5. El marquesado de Peralta
6. "De hecho, no somos un Instituto Secular"
7. El Congreso General Especial (1969-1970)

1. La vida cotidiana

Ocupación fundamental del Padre en la década de los sesenta fue la labor de gobierno y desarrollo del Opus Dei, aunque desprovisto, en parte, de la colaboración de don Álvaro, que no estaba disponible por entero, por hallarse trabajando en la preparación del Concilio Vaticano II. Hubo de recortar algo las salidas fuera de Roma; pero su encierro en Villa Tevere no le impedía el seguir paso a paso las tareas referentes al Concilio. Su vida se deslizaba sin grandes cambios, rigurosamente sujeta a un horario. De forma que, descontados los actos de piedad y las horas de trabajo, que todo era uno para el Padre, no le quedaba más tiempo libre que el que empleaba en comer, siempre brevísimo; el que había de dedicar a las tertulias con sus hijos y el de la hora en que recibía visitas.
Empezaba el día con una jaculatoria. Para manifestar su disposición de servicio, tan pronto le llamaban se arrodillaba en el suelo, y lo besaba diciendo: Serviam! A continuación se hacía el signo de la cruz en la frente, en los labios y en el pecho, mientras recitaba una corta oración: "Todos mis pensamientos, todas mis palabras, y las obras todas de este día, te las ofrezco, Señor, y mi vida entera por amor" (1). En ocasiones, este primer encuentro ascético le resultaba heroico, habida cuenta de las circunstancias (2). Don Josemaría conocía bien el lastre de un cuerpo exhausto por la fatiga y el esfuerzo imponente que costaba echarse al suelo sin titubeos, sin concesión alguna a la pereza. Le bastaba recordar el Madrid de su juventud, cuando llegaba a casa tan rendido que luego no acertaba a levantarse. Ahora, en cambio, la hora de levantarse le cogía casi siempre desvelado, y no por falta de cansancio. Antes del amanecer se ponía a trabajar. Ordenaba los asuntos del día, preparaba notas y distribuía encargos para ahorrar tiempo a la mañana siguiente. Y más de una noche se pasó horas y horas de vela junto a Jesús Sacramentado, en la tribuna que desde su cuarto de trabajo daba al oratorio. Pero en 1968 los médicos le prescribieron no menos de siete horas y media de descanso, porque padecía fuertes insomnios; y no se le permitía dejar la cama antes de que le avisaran para levantarse (3).
Enfrente de su lecho, pintada en azulejos, se leía esta invocación: "¡Aparta, Señor, de mí lo que me aparte de Ti!" Los insomnios, sin embargo, le acercaban al Señor. Le permitían seguir agradeciendo todos los beneficios de Él recibidos, y un mayor espacio de tiempo para prepararse a celebrar la Santa Misa, y la posibilidad de velar el sueño de sus hijos y de acompañarles allí donde era de día, en otros continentes. Y, por si le venía una idea o un pensamiento feliz, siempre tenía en la mesilla de noche papel y lápiz al alcance de la mano.
Una noche, a eso de las cuatro de la madrugada, mandó llamar a un hijo suyo, que era su médico de cabecera. La pantorrilla de la pierna izquierda la tenía agarrotada con un fuerte calambre. No era cosa grave; pero, probablemente, le había mantenido despierto durante largo tiempo. Remediado el calambre, invitó al médico a que le hiciera un rato de compañía.
- Padre, ¿no dormía?, le preguntó éste.
- No, hijo mío, estaba llorando, le contestó (4). La pesadumbre de saber que uno de sus hijos quería abandonar la Obra no le dejaba dormir.
Su dormitorio no era muy espacioso. Él mismo lo había elegido y no pensaba mudarse. Era un cuarto de paso, de unos diez metros cuadrados, situado en un extremo de la casa. El suelo, de baldosa blanca y azul; y el mobiliario sencillo y austero. Lo componían una cama de hierro; una mesilla de noche; una mesa con silla y sillón de madera; una lámpara de pie, y una banqueta. En la cabecera de la cama, colgado de la pared, un rosario de cuentas gordas y unos azulejos con la inscripción: "Iesus - Christus - Deus - Homo". Había también un cuadro de la Sagrada Familia, y un Crucifijo en la pared (5). Junto a la cabecera estaba el timbre que había mandado instalar antes de la curación de la diabetes. Seguía funcionando, aunque el Padre no tenía necesidad de despertar a nadie, ahora que disfrutaba, relativamente, de buena salud. Pero, no quiero morir sin los últimos Sacramentos (6), les decía.
Era el Padre sumamente puntual en levantarse. No lo era menos para dejar en orden todo lo que usaba. Al terminar de asearse limpiaba cuidadosamente el suelo y el lavabo de agua, cabellos o restos de jabón. Después ventilaba el cuarto y colocaba todo en su sitio, para ahorrar trabajo en la limpieza. Era también sorprendente el cuidado y maña que se daba por alargar el uso de las prendas de vestir. De las dos sotanas que tuvo durante largo tiempo, una nueva y otra vieja, ésta última cumplió holgadamente más de veinte años de servicio. Acerca de su estado testimonia Encarnita Ortega: "Tenía una sotana remendada que usaba habitualmente; y para recibir a las visitas se ponía otra mejor. Y de esto soy testigo ocular y hasta llegué a contar las piezas de la sotana, que eran diecisiete" (7).
* * *
De su cuarto se dirigía al oratorio, donde hacía media hora de oración mental. Después celebraba el Santo Sacrificio, momento culminante en su jornada. Con relativa frecuencia decía la misa en privado, en el llamado "oratorio del Padre", que estaba dedicado a la Santísima Trinidad. (Si alguien hablaba al Fundador de "su oratorio", inmediatamente le corregía: no tengo ningún oratorio mío: es el oratorio del Padre, porque yo estoy aquí de paso (8).) Mientras se revestía, preparándose con gran recogimiento, tenía la mente en aquel momento supremo. Porque, como explicaba a sus hijos el Jueves Santo de 1960, la Santa Misa es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia, el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano, y el fin de todos los sacramentos (9).
Santiago Escrivá de Balaguer, sobrino del Fundador, cuenta una anécdota esclarecedora. Siendo niño entró jugando cierto día en la sacristía. Quería contar cosas a su tío. Pero el sacerdote, que estaba revistiéndose para celebrar misa, le miró y le dijo: niño, ahora soy Cristo (10). Palabras que le dejaron impresionado. Asistir a una misa del Padre era aprender el hondo significado de esas palabras. Todos los testimonios coinciden en maravillarse al ver cómo don Josemaría -sin hacer nada raro- se transformaba en el altar. Desde los días en que los estudiantes que le ayudaban a misa en la iglesia del Patronato de Enfermos regresaban a la sacristía con lágrimas en los ojos, hasta los últimos tiempos de su vida, el fervor del Padre no decayó jamás. Por el contrario, se había hecho aún más ardiente, en una constante escalada de cuarenta años, misa a misa, día a día. Al acercarse al altar temblaba de impaciencia y amor: Subo al altar con ansia -confesaba a sus hijos-, y más que poner las manos sobre él, lo abrazo con cariño y lo beso como un enamorado, que eso soy: ¡enamorado! (11).
Se sabía actuando en un marco divino. Rodeado de Ángeles que adoraban a la Santísima Trinidad, acompañado de la Virgen y de todos los santos, presentes de algún modo en aquel holocausto de redención universal. Y cuando saludaba con un Dominus vobiscum, aunque estuviera solo con el ayudante, lo decía a toda la Iglesia, a todas las criaturas de la tierra, a la creación entera, también a los pájaros y a los peces (12). Allí, don Josemaría representaba a Jesucristo, Sacerdote eterno:
La Misa -insistía- es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo (13).
Observaba amorosamente las rúbricas de la liturgia y permanecía ensimismado en el misterio sagrado. Sus lecturas, sus genuflexiones, los besos al altar, o una simple inclinación de cabeza infundían, por la reverencia y fe que demostraban en el oficiante, una gran devoción (14). Hubo períodos -testimonia Mons. Álvaro del Portillo- en que la celebración de la Santa Misa le dejaba agotado. Cansancio que provenía de su identificarse con Cristo sufriente, participando en los dolores del Calvario. Acababa sudoroso, extenuado, como si hubiese hecho un esfuerzo físico sobrehumano (15). Cargaba sobre sus espaldas, sacerdotalmente, el peso del Opus Dei. En el ofertorio de la misa, al ofrecer la Hostia Santa, ponía en la patena las enfermedades y tribulaciones de sus hijas, de sus hijos y las de todo el mundo. De nuevo se acordaba de las necesidades materiales y espirituales de cuantos componían la gran familia de la Obra al recitar, en el memento de vivos, su "trabalenguas": pedía por sus hijas y por sus hijos, por los padres de todos sus hijos, por las familias de sus hijos y de sus hijas, y por todos los que se han acercado de un modo o de otro a la Obra, para procurar hacernos mal o para procurar hacernos bien; si es para hacernos bien, para agradecérselo; si es para hacernos mal, para perdonarles de todo corazón, para que Dios me perdone a mí (16).
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Después de los diez minutos de hacimiento de gracias al terminar la misa, tomaba el desayuno. Consistía éste en un poco de café con leche, frío, como acostumbraba siempre a tomarlo, acompañado de un trozo de pan o de bollo. Dedicaba luego unos minutos a leer el periódico. Solía repartir las páginas del diario con don Álvaro y, una vez leídas, se las intercambiaban. Los problemas del mundo y de la Iglesia, según se reflejaban en la prensa, le llevaban a rezar por las almas. Descansaba la cabeza en la palma de la mano derecha y, con los ojos cerrados, entraba dulcemente en oración. Este proceso de entrada en contemplación al leer el periódico venía de muy lejos, de los primeros años de Madrid, como sabemos por sus Apuntes íntimos; y se aceleró más en los últimos años de su vida (17). Pero no estaba en las nubes. Enseguida se interesaba, al hojear las páginas, de si iba a haber huelga de servicios, de transporte o de abastecimientos, y avisaba a sus hijas de la Administración para que lo tuvieran en cuenta, por los posibles cortes de gas, electricidad o cierre de tiendas y mercado (18).
A continuación, ya fuese en el oratorio, o en el cuarto de trabajo, recitaba el Breviario; y leía por unos minutos el Nuevo Testamento, de donde frecuentemente sacaba alguna frase, de la que tomaba nota para predicar o llevarla a la oración.
Trabajaba siempre en el despacho de don Álvaro, principiando con las cuestiones de gobierno de la Obra, para las que se ponía antes en la presencia de Dios y pedía luces y ayuda al Espíritu Santo. Durante esas horas de trabajo en ningún momento estaba lejos del altar, y alzaba su corazón a Dios dándole gracias por los beneficios recibidos en la Comunión de la mañana. Así prolongaba la misa de la mañana hasta las doce del mediodía, en que rezaba el Angelus y se preparaba para la misa del día siguiente (19).
Acabados los asuntos de gobierno, tocaba el turno al correo. Se separaba la correspondencia de gobierno de las cartas personales dirigidas al Padre: cartas de sus hijos, de amigos y conocidos. Don Álvaro nos asegura que el Padre no leyó carta alguna sin rezar por quien la había escrito o por la solución del problema que la motivaba (20).
Seguidamente recibía visitas, que acudían de todas partes del mundo, en busca de consuelo o de consejo espiritual. Hacia 1958 no sólo las recibía en Villa Tevere sino también en Villa Sacchetti, el vecino Centro de mujeres de la Obra (21). El cuarto de hora calculado por visita se prolongaba si era oportuno; pero, con el fin de mejor aprovechar el tiempo sobrenaturalmente, el Padre se preparaba para hablar a esas almas sólo de Dios. Antes de la entrevista recitaba para sí el verso del salmo: "Pone, Domine, custodiam ori meo" (22); y después no dejaba de encomendarles a su Ángel Custodio (23). Como recuerdo solía regalarles el Padre un rosario, "para que lo gastaran rezando", o una medalla conmemorativa de la Obra. De su estancia en Roma se llevaban, sobre todo, preciados consejos para sus almas.
A la una y veinte rezaba con los del Consejo General las Preces de la Obra; y a la una y media se sentaba a la mesa. Durante años -aún después de curada la diabetes- hubo de someterse a régimen en las comidas. Régimen que, por otra parte, nada tenía de complicado. En el comedor le acompañaban sus dos "Custodes", don Álvaro y don Javier Echevarría. Solía tomar un poco de verdura con unas gotas de aceite y escasa sal; y de segundo plato algo de carne o pescado, generalmente a la plancha y sin guarnición. Apenas tocaba el pan y no probaba el vino, excepto los días de fiesta. La cena era aún más frugal que el almuerzo. Acompañaba la sopa o verdura con un poco de queso, o bien tomaba una tortilla francesa y una fruta (24). Lo que sí era común mañana y noche era el poner una cruz en cada plato, es decir, mortificarse en todas las comidas: espaciando el beber agua, por ejemplo, y no haciendo comentarios sobre los alimentos. Tomaba un poco menos de lo que le apetecía o un poco más de lo que no le gustaba tanto (25). Si acaso había invitados a la mesa, su alegría y su charla sabrosa atraían la atención de los comensales, que no se fijaban en lo poco que se servía el Padre.
Al salir del comedor iba a hacer una visita al Santísimo; y del oratorio se dirigía a la sala de estar, donde se reunía con sus hijos del Consejo General para conversar, media hora o poco más. Esta costumbre, que recuerda las tertulias familiares de sobremesa, era la ocasión de intercambiar sucesos de la jornada, planes apostólicos y anécdotas divertidas.
Después hacía la lectura espiritual. Prefería los tratados clásicos. Y, sin retirarse a descansar, ni echarse la siesta, reemprendía el trabajo de la mañana. A las cinco menos veinte tomaba algo: café, un vaso de agua o una fruta. En la segunda mitad de la tarde hacía media hora de meditación y la parte del rosario correspondiente al día de la semana. (Las otras dos partes ya las había rezado antes, en el curso del día) (26).
Había jornadas en que el Padre, a esa hora de la media tarde, tenía ya consumidas todas sus energías por efecto del insomnio de la víspera y el trabajo intenso de aquella mañana, y no conseguía sacudirse de encima el peso de la fatiga. Sus "Custodes" recuerdan lo que, en una de esas ocasiones, les decía:
Ayer por la tarde, que me encontraba muy cansado, fui a hacer la oración. Me estuve en el oratorio, y le dije al Señor: aquí estoy, como el perro fiel a los pies de su amo; no tengo fuerzas ni siquiera para decirte que te quiero, ¡Tú ya lo ves! (27).
Continuaba luego trabajando hasta la hora de cenar. Ordinariamente, solía ver las noticias del día en la televisión; y le sucedía algo similar a lo ocurrido por la mañana al leer el periódico. Los sucesos le llevaban siempre a Dios, para pedir por su Iglesia y por el remedio de las desgracias humanas (28). Acabadas las noticias televisivas, tornaba al trabajo.
* * *
La callada disponibilidad del Padre para con los necesitados pasaba inadvertida. Estaba hecha de silencio y sacrificio. Es, a no dudarlo, uno de los aspectos más amables de su figura. Nunca dejó a nadie abandonado a su suerte (29). A todos echaba una mano, material o espiritualmente: a quienes le visitaban contándole sus penas y alegrías o a quienes le escribían abriéndole su pecho. El Padre contestaba las cartas que recibía dando siempre una solución o unas palabras de ánimo. La libertad que tenían todos sus hijos para escribirle, contribuía a estrechar aún más los vínculos dentro del Opus Dei. De todos modos, siempre estaba al corriente de los sucesos importantes en la vida de sus hijos y de las familias de sus hijos: enfermedades, nacimientos o defunciones de seres queridos. Y, si detrás de los papeles el Padre veía almas, ¿qué no vería y sentiría ante el caso desnudo de una desgracia?
Ahora, que tanto había crecido la Obra y se había multiplicado el trabajo para dirigirla, la labor diaria del Padre adquiría características muy diferentes a las del pasado. Por un lado estaban los asuntos de consulta, trámite y gestión; los papeles oficiales, por así decir. Y por otro lado la correspondencia particular. De ello claramente se daba cuenta el Padre cuando en 1963 comentaba a los directores de la Comisión de España:
Cuando os escribo veo que, desde que llevamos todo el trabajo metódico -más fácil y más seguro- para las cosas de gobierno, desde hace bastantes años por tanto, las cartas nuestras no pueden tener el sabor de los primeros tiempos. Puesto que los problemas espirituales y materiales van en prosa administrativa, metedme alguna anécdota siempre que me pongáis unas líneas, para que saboree la gracia -la poesía- de vuestras labores de apostolado. Menos mal que, cuando me veis, me contáis tantas cosas entrañables. ¡Dios os bendiga!
Rezad por mí: pedid al Señor y a su Ssma. Madre que me hagan bueno y fiel: semper ut iumentum! (30).
La Obra había dado un fuerte estirón. Con ello aumentó el papeleo, irremediablemente, aunque el Padre luchaba por reducirlo a su mínima expresión. Frente a lo que consideraba "prosa administrativa" en su trabajo cotidiano, gustaba de oír iniciativas apostólicas y ver cómo sus hijos se lanzaban a nuevas aventuras, llevando el espíritu del Opus Dei a lugares y situaciones insospechadas. En medio de la fecunda laboriosidad del despacho de todos los días sentía avidez de "poesía apostólica". Pero no solamente habían cambiado las cosas en cuanto a la función material de gobierno. Rebuscando unos viejos papeles percibió tangiblemente el cambio de los tiempos,
porque antes -cuenta- escribía las cosas a mano o con alguna máquina más o menos arcaica -aún en estos casos, las correcciones van de mi mano-, pero ahora -desde el cincuenta, poco más o menos- he empleado cinta magnetofónica o dictáfono, y no os dejo rastro de la mano mía en todo este tiempo último. Es mejor, más rápido y más cómodo para mí seguir trabajando de esta manera. Así charlo, me traen copiado a doble espacio y a máquina lo que he dicho, y la cinta sirve para muchas veces. Barato también (31).
Al felicitar a todas sus hijas e hijos en la Navidad de 1966, el Padre volvía de nuevo sobre aquella consideración:
La Obra crece cada año; las labores se multiplican y son cada vez más las almas que colaboran en la tarea apostólica. Con este crecimiento, conservad siempre nuestro ambiente de familia: vínculo de unidad (32).
Prueba evidente del crecimiento eran también las congratulaciones que recibía el Padre, cada año más. Por su parte, y para mantener el "ambiente de familia", desde 1960 acostumbraba felicitar a sus hijos cuando cumplían 40 años. Era un hito importante de madurez, en la vida de las personas. El reverso de esta gozosa afirmación era que se estaban alejando de la juventud. De manera que al escribir a sus hijas tuvo que inventarse otro recurso. No resultaba tan fácil cumplimentar sin airear la edad. Felicitaba a muy pocas y con mucha delicadeza, quitando años:
Como ves -escribe a una de ellas-, hacemos una excepción, y te llegan estas líneas: para celebrar tu juventud. El año próximo no dejes de cumplir treinta y nueve: vosotras, hijas, siempre salís ganando (33).
Con sus hijos no se andaba con tantas contemplaciones; tenía más libertad para expresarse en este asunto, y sus cartas de felicitación salían con muy diversos registros, según consideraba lo había menester el destinatario:
Mil felicidades por tus cuarenta primaveras: ahora comienza tu juventud (34); y a otros:
Cuarenta años, desde cualquier punto que se miren, no son muchos: dos veces veinte.
Mil felicidades, por tu fiesta y porque sé que tú -como todos nosotros- serás siempre joven: ad Deum, qui laetificat iuventutem! (35).
Mil felicidades, porque vas haciéndote viejo -¡40!- y has sabido gastar tu juventud primera con garbo divino (36).
No se me olvidó hoy encomendarte especialmente, porque ya eres un señor mayor -¡cuarenta años!- (37).
Yo casi me considero también de cuarenta años: veinte más veinte: porque comencé mi Opus Dei con 26 y ahora tengo 62, que son las mismas cifras (38).
Así decenas de cartas.
* * *
El último tramo de la jornada se le hacía al Padre particularmente fatigoso, aunque aprovechaba el tiempo de trabajo hasta las nueve y media, hora en que se reunía con los del Consejo para la tertulia de la noche. A las diez en punto hacía en el oratorio examen de conciencia y se retiraba en silencio a su cuarto.
Antes de acostarse, el Padre, postrado en el suelo, rezaba el salmo 50. Con el salmo Miserere acababa el día comenzado con el Serviam de la mañana. Después, continuando la costumbre comenzada en tiempos de guerra civil, de rodillas, con los brazos en cruz, rezaba ante una imagen de la Virgen las tres "avemarías de la pureza", pidiendo esa virtud para todos en la Obra, en la Iglesia y en el mundo.
Guardaba su crucifijo en el bolsillo del pijama, para besarlo durante la noche; y rociaba la cama con agua bendita. Al repasar mentalmente la jornada, con gran dolor de sus faltas, hacía el resumen: pauper servus et humilis. Muy poca cosa era. Después ponía su pensamiento en la Comunión del día siguiente; y, tan pronto le venía el sueño, se entregaba al Señor con una oración sencilla y breve, como "Jesús, me abandono en Ti, confío en Ti, descanso en Ti".

2. El Concilio (1962-1965)

A principios de octubre de 1958 corría por el mundo la noticia de que el Papa se hallaba gravemente enfermo en su residencia de Castelgandolfo. Pío XII expiró en la madrugada del día 9. El Fundador había seguido de cerca, y con angustia, la enfermedad, ofreciendo insistentemente oraciones al Señor y recomendando a sus hijos que tomasen la enfermedad del Santo Padre como motivo para rezar más aún por el Vicario de Cristo y estar más unidos a Dios. Veníale a la memoria, con suave afecto, la figura frágil y cortés de Pacelli, que había concedido al Opus Dei en 1950 la definitiva aprobación pontificia. Con el alma empapada de dolor presenció el solemne aparato de las exequias pontificias: el paso del féretro por las calles de Roma, el silencioso desfile de la muchedumbre ante el cadáver, el entierro en la cripta de San Pedro, y la posterior novena de duelo (39). El funeral tuvo lugar el 19 de octubre. Celebró la misa de Requiem el Cardenal Tisserant, con asistencia del Colegio cardenalicio. (Del otro lado del telón de acero solamente pudo acudir a Roma Wyszynski; faltaron Stepinac y Mindszenty).
Una vez convocado el Cónclave para elegir nuevo Papa, el Fundador no se cansaba de repetir anticipadamente a sus hijos: al Papa, vamos a quererle antes de que venga, como buenos hijos (40). Circulaban ya entre la gente rumores y comentarios sobre quién sería el próximo Papa. Se barajaban nombres italianos: Ottaviani, Ciriaci, Lercaro, Siri, Ruffini, Masella… Las listas se alargaban: Roncalli, Tisserant, Agagnanian… Había nombres para todos los gustos. El 25 de octubre sellaron las puertas del Cónclave. Durante tres días, mañana y tarde, se acercaba la gente a la plaza de San Pedro para ver, decepcionados, las humaradas negras de la chimenea de la capilla Sixtina. El 28 de octubre de 1958, a las cinco de la tarde, la chimenea despedía bocanadas de un humo gris incierto; y, enseguida, al grito de "fumata bianca!" el gentío se congregó en la plaza.
Quienes estaban en sus casas seguían el acontecimiento por televisión o por radio. En esos mismos instantes, sin esperar a saber el nombre del elegido, el Fundador se puso a rezar por él, de rodillas: Oremus pro Beatissimo Papa nostro: Dominus conservet eum et vivificet eum. Que Dios le guarde y aliente, que le haga dichoso aquí en la tierra y le libre de sus enemigos…
A poco, el Cardenal Protodiácono, desde el balcón de la "loggia" de San Pedro, declaraba en latín: "Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam…, cardinalem Roncalli". El Fundador, visiblemente emocionado, recibió la primera bendición que impartió Juan XXIII a la muchedumbre y a quienes seguían el acontecimiento por televisión (41).
Era Juan XXIII hombre de temperamento benigno y optimista. Ágil y fuerte, a pesar de acercarse a los ochenta. Bajo y recio de contextura, con trasfondo de sabiduría campesina. Durante muchos años había sido secretario del Obispo de Bérgamo. En 1925 fue nombrado Visitador Apostólico en Bulgaria. Su simpatía natural facilitó las gestiones y trato con autoridades hostiles a Roma. En 1934 era Delegado Apostólico en Turquía, entonces bajo el régimen duro y laicista de Kemal Atatürk. Tampoco fueron fáciles sus relaciones en la Grecia del general Metaxas, y del Metropolitano ortodoxo Damaskinos. En 1945 ocupó la Nunciatura de París, con la áspera tarea de aliviar las presiones a que estaban sometidos algunos obispos para que renunciaran al cargo, acusados de colaboracionismo con los alemanes. En 1953 fue nombrado Cardenal y, poco después, Patriarca de Venecia. Por entonces tuvo ocasión de oír hablar de la Obra, y visitó en España algunas residencias de estudiantes, labores de apostolado corporativo del Opus Dei (42).
Con sorpresa general el 25 de enero de 1959, durante una ceremonia en la basílica de San Pablo, anunció a los cardenales allí reunidos la decisión de celebrar un Concilio Ecuménico. La idea, por lo que explicaba el Santo Padre, tenía mucho de inspiración de lo alto y, en frase poética, le nació "como flor de inesperada primavera" (43). El Fundador reconoció inmediatamente esa inspiración divina en el anuncio hecho por el Papa. "Recuerdo muy bien -dice Mons. Álvaro del Portillo- con qué gozo y emoción acogió el anuncio de esa convocatoria" (44).
Poco más tarde, el 17 de mayo de 1959, se constituyó una Comisión antepreparatoria del Concilio, presidida por el Cardenal Tardini, quien, en el mes de junio, por carta a todos los Cardenales, Obispos, Prelados y Superiores religiosos, Universidades y Facultades de Teología, pidió sugerencias y temas para el Concilio. Entretanto se crearon las Comisiones y Secretariados preparatorios del Concilio, de manera que, un año más tarde, al recibirse las propuestas y sugerencias solicitadas, se comenzaron a examinar las respuestas con objeto de elaborar los esquemas que serían presentados a los Padres conciliares.
Habían pasado casi tres años desde el primer anuncio del Concilio en enero de 1959, cuando, en la fiesta de Navidad de 1961, el Romano Pontífice convocaba oficialmente el Concilio para 1962 (45). Entre los objetivos de esa gran asamblea ecuménica estaban el fortalecer la fe de la Iglesia, mostrando su unidad y vitalidad, y el favorecer la unión de los cristianos no católicos con Roma.
El 11 de octubre de 1962, en el grandioso escenario de la Basílica Vaticana, con asistencia de Padres conciliares, observadores y autoridades civiles, el Sumo Pontífice leyó el discurso de apertura. Su mente era clara y decidida. La celebración del Concilio, a pesar de las voces miedosas y pesimistas, que "en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina", resultaba históricamente oportuno. Su objetivo principal se encaminaba a custodiar y enseñar de forma más eficaz el sagrado depósito de la doctrina cristiana. El Concilio -proseguía el Papa- quiere transmitir la doctrina pura e íntegra, ya que es patrimonio común de todos los hombres. Y, considerando la unidad que Cristo imploró para su Iglesia, deber de ésta es que se realice la unidad de la gran familia cristiana.
Se abrían las sesiones del Concilio con una nota de optimismo, lanzada por el Papa, que disentía de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando sucesos infaustos, como si fuera inminente el fin de los tiempos. Ciertamente, no era así, pero las naciones estaban divididas en bloques enemigos. De un lado las democracias y, de otro, los totalitarismos comunistas. La situación no tenía fácil salida. Los enfrentamientos eran constantes y el mundo estaba hecho un polvorín, pues había dado ya comienzo la carrera de armamentos de alta tecnología nuclear. Prueba de ello fue la nota, casi un ultimatum, por la que Estados Unidos, que había bloqueado Cuba, exigió en octubre de 1962 -fechas de la apertura del Concilio- la retirada de los cohetes soviéticos instalados en la isla. A partir de entonces se hizo evidente en el mundo que la paz era incierta y que la amenaza disuasoria de las armas atómicas lo más que podía crear era el equilibrio del terror. Por otro lado, había que tener una fe muy arraigada para pensar que la Iglesia saldría doctrinalmente incólume de la agresiva campaña que inundaba de ideología marxista a todas las naciones.
¿Cómo reaccionó el Fundador ante la convocatoria del Concilio? ¿Qué papel desempeñó? En el Concilio convocado por Juan XXIII veía, sobre todo, el soplo del Espíritu Santo, que remoza y reanima su Iglesia. Esperaba, con secreta alegría, que con esa renovación se echasen los fundamentos para difundir universalmente el mensaje de santidad que desde 1928 venía predicando (46). Estaba convencido de antemano de que del Vaticano II manarían abundantes frutos para bien de toda la Iglesia. Pensando en el éxito sobrenatural de esa gran empresa, el Santo Padre había hecho un llamamiento a los fieles para que rogasen a Dios por su feliz desarrollo, siendo su deseo que esa oración común fuese "acompañada de la penitencia voluntaria, que la hace más acepta a Dios y acrece su eficacia" (47). El Fundador veló, y dio las orientaciones oportunas, para que la oración y mortificación de todos los miembros del Opus Dei no faltara en ningún momento, desde la fase antepreparatoria del Concilio hasta su clausura; y aún en la etapa posterior (48). Quería también que el Papa se sintiera acompañado de esa oración. Insistía por ese motivo para que los colaboradores del Santo Padre le hicieran presente que en el Opus Dei se reza sin cesar por Su amadísima Persona y por Sus intenciones (49), y el día del cumpleaños de Juan XXIII (25 de noviembre de 1962), a poco de la solemne apertura del Concilio, escribía de nuevo al Secretario del Papa:
Le ruego, una vez más, que tenga a bien manifestar al Santo Padre mi mucha alegría y optimismo por el Concilio Ecuménico, y lo mucho que se reza y los muchos sacrificios que ofrecen en todo el mundo los miembros del Opus Dei por esta gran Asamblea de la Iglesia, querida por el Papa Juan (50).
La contribución personal del Fundador al Vaticano II fue, ante todo, una oración prolongada e intensísima. Con extrema sencillez y brevedad lo exponía a sus hijos, cuando estaba a punto de concluir el Concilio: Hijas e hijos míos -les escribía-, conocéis el amor con que he seguido durante estos años la labor del Concilio, cooperando con mi oración y, en más de una ocasión, con mi trabajo personal (51). Así fue, porque desde el primer momento consideró la empresa ecuménica como cosa propia y buscó el modo eficaz de ayudar cuando el Concilio era tan sólo un proyecto. Estudió atentamente los documentos y alocuciones pontificias, y le alegró sobremanera el saber que el Papa deseaba dar a los trabajos de la Asamblea una orientación pastoral. El encuentro en Roma de Padres Conciliares venidos de todas partes del mundo favorecería extraordinariamente la misión evangelizadora de la Iglesia, al intercambiarse experiencias. Veía también en el Concilio un estímulo para la renovación espiritual de todos los cristianos; y nutría la esperanza de que se abrieran los cauces jurídicos para los nuevos caminos de espiritualidad así como de nuevas formas de vida cristiana, entre ellas el Opus Dei (52).
La carta del Cardenal Tardini pidiendo sugerencias y temas para el Concilio a todas las autoridades eclesiásticas y académicas tuvo pronta respuesta por parte del Fundador, que organizó una comisión de trabajo en Villa Tevere, a fin de preparar temas para los estudios preconciliares (53). Al mismo tiempo solicitaba oraciones de todas partes; y, tras la movilización de oraciones, vino la de la gente. No eran muchos los recursos de personal con experiencia en estas tareas. El Opus Dei era una institución naciente. Sin embargo, el Padre se desprendió de lo que pudo, quedando aplastado de trabajo, pues más de un colaborador directo hubo de dejar por algún tiempo su tarea ordinaria. No importa, hijos míos -decía a los suyos-; lo ha querido el Santo Padre. Nosotros hemos de servir siempre a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida (54). En la fase inicial, el Secretario General del Opus Dei, don Álvaro del Portillo, hubo de trabajar como Presidente de la "Comisión antepreparatoria sobre seglares"; y después como miembro de otra Comisión preparatoria. Finalmente se le nombró Secretario de la "Comisión sobre la disciplina del clero y del pueblo cristiano", además del cargo que desempeñaba como Consultor de otras tres Comisiones conciliares (55).
El Fundador no intervino de manera personal y directa en las labores del Concilio. En virtud de su puesto como Presidente de un Instituto Secular, podría haber sido nombrado Padre Conciliar. Pero, ¿un nombramiento de tal naturaleza, y en ocasión tan solemne, no significaba la aceptación tácita del status jurídico en que se había encuadrado el Opus Dei? El Fundador, como veremos más adelante, llevaba años pidiendo la revisión del encuadramiento canónico en que se le había colocado. Este asentamiento, que para él era provisional, no le daba pie, en conciencia, para reclamar un puesto de Padre Conciliar; y en la Curia entendieron sus razones. Ante tales argumentos, Mons. Loris F. Capovilla, interpretando los deseos de Juan XXIII, le invitó a considerar la posibilidad de intervenir como Perito del Concilio (56). El Fundador agradeció la sugerencia que se le hacía y expuso las razones por las que prefería no aceptarla, dejando en manos del Papa la decisión final. En el Concilio participaban algunos Obispos que provenían del clero del Opus Dei: como Mons. Ignacio de Orbegozo, Prelado de Yauyos (Perú) y Mons. Luis Sánchez-Moreno, Auxiliar de Chiclayo; y el Auxiliar de Oporto, Mons. Alberto Cosme do Amaral, Agregado de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Pero la contribución del Fundador al Concilio -como veremos- fue de diversa naturaleza y de mucho mayor alcance, aparte los consejos y orientaciones que más de una vez le pidieron (57).
* * *
Todavía se hallaban en el periodo antepreparatorio del Concilio, con relativa quietud, cuando Mons. Escrivá sintió la necesidad de abrir su corazón a Juan XXIII. La fecha de la audiencia se fijó para el 5 de marzo de 1960. El diálogo fue cordialísimo. El Papa, con su carácter afable y bondadoso, invitaba, por encima de toda frialdad protocolaria, a la confidencia. Sin embargo, el Fundador estaba embargado de emoción, como le sucedía siempre que se hallaba en presencia del Santo Padre, del "Vicecristo" (58). Ese gozoso nerviosismo se le transmitía temblorosamente a las manos y a la voz. Con confianza filial expuso al Papa la labor apostólica que el Opus Dei hacía en el mundo y la inadecuada situación jurídica en que se encontraba. Pidió una solución al problema. Nada le pudo prometer el Papa de momento más que el reenvío del caso a la Curia, en cuanto hubiera terminado el Concilio (59).
Impresionó agradablemente al Papa la espontaneidad, llena a la vez de respeto, con que Mons. Escrivá se dirigía a Su Persona y le comentaba la universalidad de los apostolados del Opus Dei:
- Padre Santo -le aseguraba-, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad. Él se rió emocionado, porque sabía que, ya desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no cristianos (60).
(Como más arriba se ha dicho, Juan XXIII había desempeñado misiones diplomáticas en países tradicionalmente separados de Roma por el cisma, y entre las finalidades a perseguir por el Concilio había incluido la de la unión con los "hermanos separados". Sabía también el Papa que la Santa Sede había autorizado a recibir como Cooperadores en el Opus Dei a personas no católicas y aun no cristianas. La salida del Fundador en esta audiencia no pudo por menos de hacerle reír paternalmente) (61).
Acabada esa conversación con Su Santidad, y habiendo pasado don Álvaro a la biblioteca, le hicieron una foto con el Papa: a la izquierda, don Álvaro; a la derecha, el Fundador, vestido con las galas de prelado doméstico de Su Santidad y una expresión fuertemente emotiva, consciente de estar a la vera del Vicario de Cristo.
El año de 1960 el Fundador hubo de emprender muchos y largos viajes fuera de Roma. Del 25 de abril al 9 de mayo recorrió Italia, España, Francia y Alemania. Permaneció luego por dos meses en Inglaterra y ese otoño recibió el doctorado honoris causa por la Universidad de Zaragoza y el nombramiento de Hijo adoptivo de Pamplona, como anteriormente se ha referido.
Para quienes estaban metidos en la tarea de preparar el Concilio, aquellos meses pasaron como un soplo. También la vida de Mons. Escrivá fluía rápida. Se dedicó, como siempre, muy de lleno al gobierno de la Obra y seguía de cerca su desarrollo en lejanos países, pero la cuestión institucional, esto es, el dar definitivamente una configuración jurídica apropiada a la naturaleza y espíritu del Opus Dei, era lo único que realmente le preocupaba, porque se hallaba aún pendiente de solución. La apertura solemne del Concilio estaba fijada para el otoño de 1962. Difícilmente tendría ocasión de entrevistarse con Juan XXIII durante la celebración de la asamblea ecuménica. Solicitó, pues, audiencia privada con Su Santidad, que pronto le confirmaron. El 27 de junio de 1962 pudo vaciar su corazón de preocupaciones. Cara a cara habló con el Pontífice del espíritu y apostolados del Opus Dei y, al igual que en la audiencia de 1960, quedaron muy grabados en la mente del Papa los nuevos horizontes que con ello se abrían a la Iglesia.
A los pocos días, con el recuerdo aún caliente de su visita al Padre común de todos los cristianos, escribía a sus hijos para que compartiesen con él los sentimientos de tal inolvidable audiencia. Por deber de mi cargo, les decía, varias veces he tenido el honor y la dicha de videre Petrum, pero os puedo asegurar que este último encuentro con el Vicario de Cristo ha tenido particular significado para nuestra Obra. Sobre la materia tratada le es obligado mantener reserva, pero sí puede decir que recuerda con cariño hasta los particulares más mínimos acerca de la audiencia con el Papa: no solamente el día y la hora sino también su mirada atenta y llena de paternal benevolencia, el gesto suave de la mano, el calor afectuoso de su voz, la grave y serena alegría reflejada en Su rostro […]. Nos lleva a todos en Su corazón. Nos conoce y nos comprende perfectamente (62).
Naturalmente, el Fundador no hizo públicos los detalles de su conversación privada con Juan XXIII; pero algo se trasparenta si seguimos el curso que tomaron las relaciones entre el Secretario personal del Papa, Mons. Loris Francesco Capovilla, y Mons. Escrivá. El 30 de junio de 1962, a los tres días de la audiencia, escribía el Fundador al Secretario comunicándole el deseo de Su Santidad: que se viera con su Secretario Mons. Capovilla. Ésta es la razón -le dice- por la que me permito solicitar de su Ilustrísima una entrevista en que, además de tener el placer de conocerle, cumpliré el augusto mandato del Santo Padre de poner en sus manos documentos referentes al Opus Dei (63).
Celebróse la entrevista y, en respuesta a una carta posterior, el 21 de julio de 1962 escribía el Fundador a Mons. Capovilla sobre la rapidez con que el Santo Padre ha entendido el espíritu y finalidad del Opus Dei; esto es, el buscar la vida de perfección evangélica y hacer apostolado, cada uno en su puesto de trabajo, en su propia profesión, y sin hacerse frailes ni religiosos, aun cuando amen y veneren mucho a quienes llevan, dentro de la Iglesia, este modo de servir a Dios (64).
Estos comentarios arrojan viva luz sobre el subido tono de optimismo que llena la carta circular escrita a todos los Centros del Opus Dei a raíz de la audiencia papal de junio de 1962. Quizás el Fundador viese el cielo abierto para dar remate al iter jurídico del Opus Dei. Pero no se tomó un descanso en espera de que pasase el Concilio. Pensar de ese modo sería desconocer el carácter e ímpetu del Fundador. En cuanto regresó de Londres, donde había pasado unas semanas, ya estaba buscando nueva ocasión de entrevistarse con Mons. Capovilla para decirle de palabra lo que por escrito resulta difícil comunicar (65). Así seguía cumpliendo las indicaciones recibidas de Su Santidad.
En el otoño de 1962 se celebró la primera etapa conciliar, que se clausuró el 8 de diciembre. Las deliberaciones fueron lentas. Hubo que reformar el Reglamento y suspender las sesiones hasta el mes de septiembre del año venidero.
En la Navidad escribía a Mons. Capovilla felicitándole las Pascuas:
Ilustrísimo y querido Monseñor:
No considerando oportuno el pedir audiencia al Santo Padre, y no queriendo robar a Vd. un poco de su precioso tiempo, le envío dos líneas con el ruego de que presente humildemente a Su Santidad mi filial felicitación, acompañada de la continua oración y sacrificios, míos y de todos mis hijos en el Opus Dei, por su venerada y amadísima Persona (66).
Deseaba obtener otra nueva audiencia antes de que entrasen en la segunda etapa conciliar. Dejó correr unos meses y, aprovechando el envío de unas publicaciones, las acompañaba con una nota entre paréntesis, que decía textualmente: (cuánto me agradaría poder ver a Su Santidad) (67).
No fue posible. El Papa murió el 3 de junio de 1963, después de una larga agonía en la que su notable resistencia física entabló duelo prolongado con la enfermedad.
* * *
De nuevo se celebraron solemnes funerales. Del Cónclave nuevamente convocado salió elegido el Cardenal Montini, que tomó el nombre de Pablo VI. Ese 21 de junio de 1963 enviaba el Fundador un telegrama al Cardenal Cicognani, Secretario de Estado de Su Santidad, renovando su ferviente adhesión al Pontífice y haciendo votos por un fecundo Pontificado (68). Y, días más tarde, escribía a Mons. Capovilla dándole el pésame por la pérdida de Juan XXIII y ofreciéndole el consuelo de que Pablo VI continuaría la ruta luminosa abierta por el llorado Pontífice. Además -le decía- Mons. Montini (el nuevo Papa) fue la primera mano amiga que se me tendió al venir a Roma, en un ya lejano 1946 (69).
Días antes habían llegado a manos del Fundador un buen número de documentos referentes a la historia de la Obra y a su fundación. Don Leopoldo Eijo y Garay los había entregado en Madrid para enviárselos a su querido don Josemaría. Tal vez el anciano Patriarca presintiera la hora de dejar este mundo. Por carta le preguntaba el Fundador: ¿Le tendremos pronto por Roma? (70). Don Leopoldo no pudo contestar. Falleció a las pocas semanas.
Puedes imaginar la pena que he sentido -escribía el Fundador al Obispo Auxiliar de Madrid-, porque siempre le quise tan de veras. Aunque estoy seguro de que Dios habrá premiado con el cielo su largo y fecundo sacerdocio, estoy haciendo sufragios por el eterno descanso de su alma, y espero que habrá tenido una gran recompensa por la visión sobrenatural y la valentía que supo derrochar, cuando fue preciso, con el Opus Dei y con este pecador (71).
El 29 de septiembre de 1963 inauguraba Pablo VI la segunda etapa conciliar. En el mes de diciembre la clausuró y luego, en los primeros días de 1964, hizo un viaje de peregrinación a Tierra Santa. A su vuelta recibió en audiencia privada al Fundador el 24 de enero. En larga conversación removieron recuerdos comunes, penas y alegrías, el arraigo en Roma de Mons. Escrivá y sus forcejeos jurídicos en la Curia. Tema éste en el que se extendió el Fundador, porque el asunto no estaba definitivamente resuelto. Terminada la audiencia, entregó a Pablo VI una carta en la que expresaba la mucha veneración y gratitud que por su persona tenía el Opus Dei. He aquí un párrafo:
Haciendo memoria de la mucha benevolencia manifestada a la Obra y a su humilde Fundador, y de los consejos, cortesía y aliento de Vuestra Santidad, tan generosos desde el lejano 1946, en que desempeñaba el cargo de Sustituto de la Secretaría de Estado, el que esto firma pone a los pies de V. Santidad lo que considera ser el espíritu y la pastoral del Opus Dei: el deseo de servir a la Iglesia como Ella desea ser servida. Tal es el programa que ha guiado siempre la actividad sacerdotal del que suscribe, en los treinta y seis años de vida del Opus Dei (72).
Con el pensamiento puesto en sus hijos de Yauyos, y en todos los del Perú, escribía a Mons. Ignacio María de Orbegozo, resumiendo la parte emotiva de la conversación:
Me recibió el Santo Padre hace unos días, en una audiencia larga y cordialísima -más de tres cuartos de hora-, y hablé de todo con la confianza que me da el amor que el Señor ha puesto en mi corazón, para Pedro. Me abrazó varias veces, se emocionó, recordando cosas viejas, y yo también me puse blandito. Al final, le dije que me había acompañado Álvaro, y lo hizo pasar, para recordar con vuestro hermano el mucho trato que tuvieron desde el 46. Le dijo el Papa a Álvaro: "sono diventato vecchio". Y vuestro hermano le contestó, haciendo emocionar de nuevo al Santo Padre: "Santità, è diventato Pietro". Antes de despedirnos, con una bendición larga y afectuosa para las dos secciones, para cada uno, para cada obra, para cada intención, quiso hacerse con nosotros dos fotografías, mientras murmuraba por lo bajo a Álvaro: "Don Alváro, Don Alváro…" (73).
La cariñosa acogida que le había dispensado Pablo VI animó a don Josemaría a hacerle una confidencia, hasta entonces personal y reservada, sobre temas que llevaba muy dentro del corazón, con el solo deseo del bien de las almas. Se trata de una larga comunicación en forma epistolar fechada el 14 de junio de 1964 (74). Era un desahogo filial con el Papa, sin buscar que se diese curso a sus comentarios. Durante el verano de 1964 se ausentó de Roma; y el 15 de agosto escribía a Mons. Dell'Acqua solicitando de nuevo audiencia de Pablo VI. Su Santidad le recibió el 10 de octubre. En esa audiencia don Josemaría volvió a exponer la materia que le preocupaba, como más adelante se verá (75).
En más de un momento se sintió hondamente conmovido por las muestras de delicadeza del Pontífice (76). En carta al Consiliario de España escribe, reviviendo la emoción de la audiencia-, ¡qué bien pagado me he sentido de tanta cosa ofrecida in laetitia al Señor en estos treinta y siete años! (77).
* * *
Desde sus inicios el Fundador siguió paso a paso la andadura del Concilio. Aunque no interviniera personalmente en los trabajos conciliares, su colaboración fue particularmente valiosa y no fácil de sustituir. Luego de ponerse de acuerdo con la Presidencia y Secretaría del Concilio para hablar con los Padres conciliares, dentro siempre de los límites exigidos por el secreto de oficio, les facilitaba material de estudio y trabajo (78). Dedicaba a diario cierto tiempo a esta tarea, comenzando con aquellos Padres conciliares que eran miembros del Opus Dei. "Todas las tardes conversaba una hora con nosotros -refiere uno de ellos-, ayudándonos y aconsejándonos e ilustrándonos sobre los temas en cuestión" (79).
Tenía el Fundador una visión amplia, universal y profunda de la Iglesia en el mundo. Hecha no sólo de lecturas y conocimiento intelectual sino, principalmente, de experiencias vividas en una larga estancia en España, Italia e Inglaterra; y por el gobierno de los Centros del Opus Dei en más de veinte países. Esta vasta experiencia pastoral fue la que llevó al Cardenal Siri -entre otros- a consultar con el Fundador, deseando ensanchar sus experiencias diocesanas a los ámbitos ecuménicos del Concilio (80).
Unos Prelados conocían ya al Fundador. Otros muchos fueron presentados a él durante el Concilio. A unos les movía la curiosidad por saber su opinión sobre alguna materia debatida en las sesiones. A otros les llevaba la esperanza de encontrar una respuesta adecuada a las cuestiones del laicado. Todos quedaban impresionados por sus admirables dotes de consejo y por el sentido sobrenatural con que enfocaba los problemas (81). Su grata conversación y el modo de proyectar en los espíritus una orientación sobre el futuro de la Iglesia atraían más y más visitantes a Villa Tevere. Joaquín Mestre, entonces secretario del arzobispo de Valencia, Mons. Olaechea, testimonia que fueron muchas las veces que acompañó a Mons. Olaechea a la sede central del Opus Dei y pudo ver "cómo eran casi innumerables los obispos que entraban y salían de aquella casa y cómo, a veces, tenían que esperar turno para hablar con el Fundador" (82).
Muchos de esos Padres conciliares buscaban, sin saberlo, el calor de su compañía y la paz que su presencia imponía en el alma. De sus conversaciones con el Fundador le quedó al Cardenal F. Marty un recuerdo muy espiritual: el de un hombre que hablaba solamente de Dios. "Un rato de charla con él -dice- parecía un rato de oración" (83).
Uno de esos días fueron a Villa Tevere un grupo de Prelados de habla francesa; entre ellos -dice Mons. Herranz- el entonces arzobispo de Reims, Cardenal F. Marty; el obispo de Lieja, Mons. G. von Zuylen; el obispo de Saint-Claude, Mons. Flusin; el obispo de Angers, Mons. Mazerat; y Mons. Willy Onclin, decano de la Facultad de Derecho Canónico en Lovaina y perito de varias Comisiones Conciliares. En la conversación se vino a hablar del apostolado de los laicos. Y uno de los Prelados, repitiendo una idea bastante corriente en las informaciones conciliares de aquellos días, dijo que a los laicos corresponde animar cristianamente las estructuras del orden temporal, del mundo, para transformarlas.
El Fundador, con mucha decisión y una amable sonrisa, intervino:
¡Si tienen alma contemplativa, Excelencia! Porque si no, no transformarán nada; más bien serán ellos los transformados: y en vez de cristianizar el mundo, se mundanizarán los cristianos (84).
El influjo de don Josemaría sobre los Padres conciliares que le visitaban se ejercía, principalmente a título de autoridad moral. "Aunque yo no le vi por los lugares de las sesiones -refiere Mons. Hervás-, […] sin embargo su presencia espiritual, respetuosa con el quehacer de los Padres conciliares, sin pretender imponer ningún punto de vista, fue clarísima y de gran trascendencia para los que participamos en aquella gran Asamblea" (85).
El Fundador esperaba mucho del Concilio. Esperaba una confirmación de la fe y de la moral; y la puesta al día de las actividades apostólicas, pero conservando quod semper, quod ubique, quod ab omnibus creditum est, es decir, el depósito intangible de la fe a través de la historia de la Iglesia (86). Pedía que se reforzase la autoridad pontificia e insistía en todo momento sobre la necesidad de respetar en toda su integridad la autoridad del Papa. Presentía, aun antes de que surgieran las críticas dentro de los debates conciliares, los ataques a la Supremacía de la Sede Apostólica, basados en la pretendida necesidad de adecuar la estructura jerárquica de la Iglesia al moderno concepto de democracia en la sociedad civil. Tales previsiones, fundamentadas en los vaivenes que suelen acompañar las épocas en que se celebran los Concilios ecuménicos, empezaron pronto a cumplirse (87).
Su grito de alerta es relativamente temprano, pues la carta a sus hijos del 2 de octubre de 1963 está fechada al abrirse la segunda etapa conciliar. Era un aviso a todos los miembros del Opus Dei:
Conocéis muy bien, hijas e hijos queridísimos, mi preocupación y mi desasosiego por la confusión doctrinal -teórica y práctica- que se extiende cada vez más por todas partes: esta confusión se debe a diversas circunstancias de nuestro tiempo, y también a ciertas interpretaciones erróneas, a insinuaciones tendenciosas y a noticias falsas que, con ocasión del Concilio Ecuménico Vaticano II, han llegado a oídos de todos (88).
En la prensa y demás medios de comunicación social la vida en el Concilio se presentaba violentando la realidad de los hechos, transmitiendo al público (y a los mismos Padres conciliares) una imagen deformada de los trabajos que se llevaban a cabo. El comentario de los debates se hacía a capricho de los periodistas, viendo en las posturas divergentes alineamientos estratégicos, tomas de posición para ulteriores batallas, encuentros entre lo viejo y lo nuevo, lo tradicional y lo moderno. Y sobre todo ello, en su conjunto, se proyectaba una interpretación dialéctica de la historia conciliar en la que la acción del Espíritu Santo quedaba relegada a un tercer plano. Le dolió mucho al Fundador el que también algunos medios de información, a pesar de ser de inspiración católica, hicieran comentarios carentes de todo sentido sobrenatural, siguiendo ideologías condenadas por el Magisterio eclesiástico (89).
La tercera etapa conciliar abarca del 14 de septiembre al 21 de noviembre de 1964. Antes de esas fechas ya había escrito el Fundador dos cartas a sus hijos en las que se tocaban estos temas: una en febrero y otra en agosto de 1964 (90). Continuaban las presiones de todo tipo sobre los Padres conciliares para revisar decisiones ya tomadas por el Magisterio y fuera del programa de trabajo; o bien, haciendo correr noticias que sembraban la confusión, y rompían el silencio de oficio. Se propugnaba "la apertura al mundo", y "el poner al día" las estructuras e instituciones de la Iglesia, sin discriminación de ninguna clase. En una de las cartas de 1964 se refiere el Fundador a los impacientes y exagerados reformistas, con una irritabilidad patológica ante el principio de autoridad (91). Lamenta, asimismo, la nueva legión de improvisados reformadores, incluso entre el clero y entre los religiosos que, con un infantilismo que apena, pretenden cambiar costumbres e instituciones, por el prurito del cambio. Se encandilan -escribe el Fundador- ante el progreso del mundo moderno y, sin captar los valores profundos o los signos mejores del tiempo, emprenden una febril carrera que causa a sus almas perjuicio, a sus trabajos esterilidad, y en los enemigos de la Iglesia o del Estado una irónica sonrisa (92).
Desde muy pronto, desde 1963, comenzó a deslizarse en el ánimo de muchos Padres conciliares un sutil y creciente malestar provocado por las críticas, fuera del Vaticano, y por las desviaciones de los fines y planes señalados anticipadamente para el Concilio, a los que algunos no querían someterse. Las sesiones se hicieron difíciles de encauzar y se presentía una ligera e invisible manipulación, apoyada por prensa y radio fuera del Concilio. Preocupado por esta situación general, y en previsión de peores males, Pablo VI decidió adelantar la conclusión del Concilio. Así lo comunicó a sus más cercanos colaboradores, entre ellos a Mons. Dell'Acqua (93). De acuerdo con esta prudente línea de actuación, el Fundador, con fecha de 23 de abril de 1964, escribía a Pablo VI:
Me atrevo a confiar a Vuestra Santidad los dolorosos sentimientos de angustia que me asaltan cuando observo cómo el actual Concilio Ecuménico, del que el Espíritu Santo obtendrá frutos abundantes para su Santa Iglesia, ha sido ocasión hasta el momento de que se haya producido un estado de grave malestar -me atrevería a decir de confusión- en el ánimo de los Pastores y de sus rebaños: sacerdotes, seminaristas y fieles […]. Desearía, en fin, añadir Santo Padre que rezo, que todo el Opus Dei reza por su Augusta y Amadísima Persona y por Sus intenciones, para que, en breve, pueda concluirse el actual Concilio, y también por la ingente tarea a realizar en el período después del Concilio (94).
El 14 de septiembre de 1965 se iniciaba el último tramo del Concilio Vaticano II. A los pocos días, el 4 de octubre, Pablo VI dirigía su palabra a las Naciones Unidas. De vuelta a Roma promulgó varios Decretos y Declaraciones. El proceso conciliar tocaba a su fin; y, antes de que apareciesen los últimos documentos, el Fundador exhortaba a los suyos para que cerrasen filas en torno al Romano Pontífice. Estad muy cerca del Pontífice Romano, il dolce Cristo in terra: seguid al día sus enseñanzas, meditadlas en vuestra oración, defendedlas con vuestra palabra y vuestra pluma (95).
En medio de los desaires personales y falta de afecto que por parte de algunos comenzaba a sufrir el Papa, se desvivía el Fundador por comunicarle noticias que pudieran alegrarle. Consciente de ello, Pablo VI quiso mostrar públicamente su aprecio por el Opus Dei y su Fundador. Faltaban pocas semanas para la ceremonia de clausura del Concilio, fijada el 8 de diciembre de 1965, cuando el Papa manifestó su deseo de inaugurar antes el Centro ELIS. Era este Centro una obra social educativa para la juventud obrera, situada en el barrio Tiburtino de Roma. El proyecto venía de años atrás, cuando Juan XXIII decidió destinar los fondos recogidos con motivo del ochenta cumpleaños de Pío XII a una labor social, y encomendar la realización y gestión al Opus Dei (96).
Mons. Dell'Acqua precisó que era voluntad del Papa que la inauguración se celebrase durante una de las sesiones del Concilio Vaticano II. De manera que los Padres conciliares, si querían, pudieran visitar el Centro y apreciar la solicitud del Pontífice para con los estratos sociales más necesitados de ayuda religiosa y profesional, y el afecto del Papa al Opus Dei (97).
El 21 de noviembre Pablo VI inauguró la parroquia y los edificios anejos. El Santo Padre, en el discurso oficial pronunciado en los locales del Centro ELIS, agradeció con palabras encendidas a cuantos habían hecho realidad el proyecto, "una prueba más del amor de la Iglesia". Por su parte, contestando al discurso del Papa, trazó el Fundador una breve historia del nacimiento del Centro y su función de servicio a la juventud, que aprenderá cómo el trabajo santificado y santificante es parte esencial de la vocación del cristiano (98).
Leía el Fundador con intensa emoción, consciente de la presencia del Vicario de Cristo en la tierra. También Pablo VI estaba hondamente conmovido y, antes de dejar el Centro ELIS, exclamaba en público: "Qui tutto è Opus Dei" (Aquí todo es Opus Dei) (99). Y abrazaba a don Josemaría, rodeado de otras personas.
La ceremonia solemne de clausura del Concilio tuvo lugar el 8 de diciembre de 1965.

3. Años posconciliares

La clausura del Concilio fue un respiro para todos aquellos eclesiásticos, teólogos y peritos que, desde hacía años, trabajaban a marchas forzadas en las Comisiones del Vaticano II. Ahora que don Álvaro había recobrado libertad de movimientos después de varios años de sujeción, el Padre pensó hacer un viaje apostólico a Grecia. De largo tiempo atrás venía acariciando la idea de iniciar allí la labor del Opus Dei.
Salieron de Nápoles el 26 de febrero de 1966. Como no se trataba de una gira turística por el país, solamente transigió en dar un corto paseo por el Partenón, pero sin gastar dinero ni tiempo en visitar monumentos. Su mente y su conversación estaban constantemente orientados al futuro trabajo apostólico que habían de desarrollar en aquellas tierras (100). Entraron en algunas iglesias. Unas cuantas mujeres oraban en la penumbra. La soledad y el vacío les produjeron tristeza. En Atenas y en Corinto pasaron por los lugares en donde, según la tradición, predicó el apóstol san Pablo. Solamente le importaba que sus sentimientos se acercasen a los del Apóstol. De tal modo absorbía su espíritu la oración que, con sinceridad paterna, el 10 de marzo escribía desde Atenas a sus hijos del Consejo General:
Ya se está acabando este viaje, que también es sin duda la prehistoria de la Obra, en estas tierras.
Rezamos -a veces, querría hacer menos oración, pero es inevitable-, os recordamos y pensamos en la futura labor -la Obra de Dios- que habrá que hacer en este extremo del Mediterráneo: no será fácil, ni difícil (101).
El día anterior había estado en el estrecho de Corinto, de cuyas vistas y paisaje nunca quiso disfrutar excepto los pocos minutos que consintió en dejar su trabajo en el camarote del barco para subir al puente (102). Este perseverante espíritu de recogimiento interior que mantuvo el Padre en su viaje era debido, en buena parte, al dolor que le causaban los ataques al Romano Pontífice. El 14 de marzo estaba de vuelta en Roma y, al mes siguiente, confesaba a Mons. Dell'Acqua que, durante ese breve viaje por tierras de Grecia, no habían hecho prácticamente otra cosa que rezar por el Vicario de Cristo (103).
La impresión general que el Fundador sacó de aquel viaje fue que las posibilidades de empezar a trabajar en Grecia eran muy pocas. El clima social y religioso no era, de momento, favorable para desplegar una actividad apostólica de gran magnitud. Como en todas partes, saldrían adelante a fuerza de oración, de mortificación y de trabajo. Sin embargo, mientras las circunstancias no mejorasen, la prudencia dictaba calma. No era todavía tiempo oportuno para comenzar el Opus Dei en Grecia (104). De vuelta a Roma maduró las ideas y puso en orden los datos. Después hizo una breve nota para entregar a Mons. Dell'Acqua y tenerle informado de una materia que quizá fuese de interés para el Papa (105).
Otro de los asuntos a los que daba vueltas el Fundador era el de la urgente necesidad de crear una Facultad de Teología en la Universidad de Navarra. No esperó a estar de regreso en Roma. Desde Atenas escribía a su amigo, Mons. Marcelino Olaechea, arzobispo de Valencia y Presidente de la Comisión para Seminarios de la Conferencia episcopal española. Le mandaba la carta certificada, porque no tenía seguridad en el servicio de correos y le urgía una respuesta:
Le escribo estas líneas, para rogarle que tenga la bondad de decirme cómo ha ido el asunto de la nueva facultad de teología de la Universidad de Navarra. Me dará alegría, por mi espíritu de sacerdote secular, que esto salga -porque saldrá de todas formas- con la simpatía de sus venerados colegas, en cuyo servicio se hará esa labor.
Ayer estuve despacio en Corinto, y encomendé con cariño al Señor todas las labores de mi arzobispo de Valencia, especialmente invoqué a S. Pablo en el lugar que la tradición señala como su tribuna (106).
Cuatro días más tarde el arzobispo de Valencia comunicaba oficialmente al Fundador que en la Asamblea plenaria de la Conferencia el proyecto de una nueva Facultad había sido acogido con gran satisfacción por parte de los Obispos (107). Esta iniciativa de Mons. Escrivá, Gran Canciller de la Universidad de Navarra, nacía de su amor a la Iglesia y el deseo de llevar cuanto antes a la práctica lo aconsejado por el Concilio. En efecto, la Declaración conciliar sobre la educación (Gravissimum educationis) promulgada el 28 de octubre de 1965, establecía que en las Universidades católicas donde no existiera Facultad de Teología debería haber, al menos, un Instituto o cátedra de Teología para fomentar la investigación y promover el diálogo con los hermanos separados (108). El Fundador, que había comprobado la confusión doctrinal existente en los años del Concilio, se adhirió inmediatamente a la idea de la Declaración conciliar. De manera que el 22 de noviembre de 1965 todos los Obispos de la provincia eclesiástica de Pamplona instaban al Gran Canciller a solicitar de la Santa Sede la erección de dicha Facultad (109). Pero, prudentemente, el Gran Canciller quería conocer la opinión del resto de los Obispos españoles. Así, pues, a instancias del episcopado español, se lanzó a una empresa que le iba a resultar extremadamente onerosa. Con fecha 20 de abril de 1966 el Fundador dirigió al Santo Padre una solicitud para la erección canónica de una Facultad de Teología (110).
La respuesta de la Curia daba largas al asunto (111). Así pasaron seis meses. Al cabo de los cuales, en diciembre, la Asamblea plenaria de la Conferencia episcopal española acordó volver a pedir a la Santa Sede la erección de la Facultad de Teología en Pamplona (112). Instancia que presentó don Josemaría a la S. Congregación de Seminarios y Universidades el 27 de diciembre (113). La contestación por parte de la Curia, sin ser negativa, resultaba ambigua y condicionada a un nuevo estudio, "a fin de que este Sagrado Dicasterio pueda ser convenientemente informado acerca de la capacidad efectiva del Opus Dei, sobre todo en personal docente, para enfrentarse con una empresa tan exigente" (114). Para entonces ya era voz pública que el proyecto en cuestión estaba siendo obstruido. El Fundador no pudo por menos que dar crédito a tales noticias, ya que provenían de los obispos. La información y las pruebas merecían plena credibilidad. Así pues, el 2 de marzo de 1967 escribía a Mons. Dell'Acqua sobre la erección de la Facultad de Teología. Habla el Gran Canciller de cómo llega a sus oídos rumor de manejos y presiones, como si se quisiera evitar a toda costa la erección de esa Facultad. Por la carta, y por las notas y documentos que la acompañan, deja entrever el Fundador la existencia de una inexplicable obstrucción a un proyecto recomendado por el Concilio y deseado por el Episcopado español. A causa de ello la postura del Fundador resultaba algo más que desairada, porque le ponía entre la espada y la pared. Así lo manifestaba a Mons. Dell'Acqua en la posdata de la carta, pidiéndole, tácitamente, que le sacase de tal apuro:
Realmente me hallo en una situación embarazosa, porque, de una parte, no puedo dar la impresión al venerable Episcopado español de que no quiero tener en cuenta su petición. De otro lado, tampoco puedo darles una respuesta (que obligatoriamente ha de mencionar que estamos en espera de que lleguen las indicaciones de la Santa Sede), lo que equivaldría a sugerir que la decisión que han tomado de crear una nueva Facultad, no ha sido bien acogida (115).
* * *
Como se ve, desde que terminó el Concilio no le faltaron disgustos y sinsabores. Tampoco le faltó trabajo; porque, entre otras tareas, a fines de abril de 1966 se celebró en Roma el Congreso General del Opus Dei.
Al acercarse el verano, y con él los calores, los médicos le recomendaron descanso. Palabra fácil, que estaba dispuesto a cumplir y que aconsejaba a todo el mundo; pero que, en lo que a su persona se refería, nunca lograba poner en práctica. Este verano -contaba a su hermano Santiago y a su cuñada Yoya en julio de 1966- no tendré más remedio que descansar un poco, porque hace tres años que no he podido hacerlo, aunque haya salido de Roma (116).
En efecto, parte del verano de 1964, tres años atrás, lo había pasado en Elorrio, un pueblecito del País vasco, desde el que, en agosto de ese año, escribía a sus hijos:
Estamos en este rincón, fresco y húmedo, haciendo cada día -no lo creeréis- un paseo de más de dos horas: ya somos parte del paisaje, nos conocen los campesinos, las vacas y los perros, que apenas nos ladran.
Pienso que, si sacamos en Roma un ratico de andar también cada día, después de esa clausura monjil de años, a la que hemos estado sujetos contra todo lo dispuesto -mea culpa!- y contra el sentido común, tendremos más salud y podremos servir mejor al Señor en su Opus Dei. Ya me ayudaréis a cumplir este difícil propósito: así lo haremos cumplir a Don Álvaro, que para él es medicina necesaria (117).
Los calores de julio de 1965 los había pasado trabajando en Cafaggiolo, cerca de Florencia, en un lugar conocido por "Il Trebbio". Residía en una vieja casa, propiedad de una anciana señora. Aquel sitio, ya de por sí aislado, carecía de teléfono. A esa "ratonera medieval" (así llamaba a la casona, vieja e incomunicada), se llevó consigo cartas y documentos que dar a la imprenta. Si hacía alguna salida por la campiña para estirar las piernas, entonces calificaba a "Il Trebbio", en términos más risueños, como "rincón de la Toscana". Pero, en todo caso, y a juzgar por lo que dice a su hermano Santiago, siempre terminaba vencido por el peso del trabajo:
Acabo de llegar a Roma: tengo un trabajo imponente, pero con la gracia del Señor, aunque no he descansado nada este verano, porque también había mucho quehacer, espero que saldré adelante -como un buen borriquito- con esta carga (118).
El verano de 1966 fue a esconderse de nuevo al "rincón de la Toscana", donde estuvo trabajando del 14 de julio al 17 de agosto, sin otra interrupción que una corta estancia en Roma a finales de julio. El 17 de agosto regresó a Villa Tevere, para emprender enseguida viaje a París. Antes de salir de Roma escribió al Padre Arrupe, Prepósito General de los Jesuitas, prometiéndole encomendar al Señor los trabajos de la próxima Sesión de la Congregación General de la Compañía. No eran palabras vanas ni de puro cumplido. Deseaba muchos frutos espirituales para la Compañía. Con esta intención -le dice al General- me ha dado mucha alegría hacer celebrar cien santas misas (119).
En Avrainville, cerca de París, estuvo unos días. Visitó Couvrelles, Centro retiros y convivencias, promovido por algunos miembros del Opus Dei, no lejos de Soissons. Pasó luego varias semanas en España: en la Clínica Universitaria de Pamplona se hizo una revisión médica; y, estando en Zaragoza, el Arzobispo, Mons. Pedro Cantero, viejo amigo, le dio la alegría de invitarle a decir misa en el altar donde recibió la tonsura, y rezar a la Virgen en la basílica del Pilar (120). El 7 de octubre de 1966 asistía al acto de entrega del título de Hijo adoptivo de Barcelona, que el Ayuntamiento de la ciudad había acordado otorgarle en 1964. Dos años después pudo celebrarse la ceremonia, íntima y discreta, como quería Mons. Escrivá de Balaguer. El Alcalde, José María de Porcioles, se dirigió al Fundador con estas palabras:
"Barcelona os agradece, Monseñor, que a través de vuestro Opus Dei -en el que se funden tantos corazones barceloneses- se hayan creado obras de tal relieve como el Instituto de Estudios Superiores de la Empresa, cuyo prestigio se reconoce internacionalmente; los Colegios Mayores Dársena y Monterols"… (y aquí una lista de centros e instituciones educativas de todo género), "que reflejan una preocupación social de gran trascendencia" (121).
Palabras a las que, dominado el sentimiento por viejas memorias, contestó el Fundador:
Buenas pruebas he dado yo de este cariño, que ahora es enteramente filial, a Barcelona. Cuando, pasado el tiempo, se escriba la historia del Opus Dei, habrá en sus páginas -¡cuántos acontecimientos llegan ahora a mi memoria!- hechos que vieron la luz en esta Ciudad Condal, entre vosotros y a la sombra de la Virgen Santísima de la Merced (122).
El 12 de octubre estaba de regreso en Roma. Entre las cartas de agradecimiento por las atenciones que con él se habían tenido durante estos viajes, hay una dirigida al Dr. Ortiz de Landázuri, que, juntamente con otros doctores, hicieron las exploraciones y análisis necesarios para someterle a tratamiento médico.
A mi regreso a Roma -le escribe-, quiero ponerte estas líneas, para repetiros una vez más mi agradecimiento, a ti y a todo ese maravilloso equipo de la Clínica de la Universidad de Navarra. Te ruego que lo digas a todos. Me entusiasma vuestro cariño, vuestra dedicación y vuestra competencia (123).
En la historia clínica del paciente quedó registrada una insuficiencia renal progresiva, hipertensión arterial y alteraciones vasculares. El 26 de septiembre de 1966 se le indicó un plan a seguir. Semanas después, el 2 de diciembre, informaban desde Roma a la Clínica Universitaria que la tendencia hipertensiva y las manifestaciones metabólicas, post-diabetes, se encontraban normalizadas (124).
* * *
En 1962, cuando en las labores preparatorias del Concilio se decidió desarrollar los temas concernientes a la espiritualidad y apostolado de los laicos, el Fundador escribía a sus hijos lleno de esperanza: ¡Si vierais cuánto me alegro de que el Concilio vaya a ocuparse de estos temas, que desde el año 1928 llenan nuestra vida! (125). Y, ciertamente, el espíritu y apostolado del Opus Dei contribuyó a dejar una profunda huella en los trabajos del Concilio (126).
Al recorrer la doctrina que vivifica los documentos del Vaticano II, en el que se repiten las enseñanzas tradicionales remozando su ropaje, sorprende ver con qué fidelidad se ajusta a los textos oficiales lo ya predicado por el Fundador. Aquella doctrina, que, treinta y tantos años antes, algunos consideraron descabellada y herética, estaba ahora revestida de solemnidad oficial.
En primer término, la llamada universal a santificarse, que el Fundador había consignado por escrito en 1930, como para desvanecer ambigüedades:
La santidad no es cosa para privilegiados: que a todos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio (127).
Su estricto paralelo se halla en la Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium, 40 y 41), cuando dice: "Es de evidencia palmaria que todos los fieles, cualquiera que sea su estado y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad […]. Por lo tanto todos los fieles se hallan invitados y obligados a buscar la santidad y la perfección en su propio estado". Esto es, "se podrán santificar, de día en día, dentro de su condición de vida, oficio y circunstancias; y, precisamente a través de ello, siempre que lo reciban con fe de manos del Padre celestial, y cooperen con la voluntad divina, manifestando a todos los hombres, con sus tareas terrenales, el amor con que Dios ha amado el mundo".
El Señor -dice también el Decreto sobre el ministerio y vida de los sacerdotes (Presbyterorum Ordinis, 2 y 12)- ha hecho partícipe a todo su Cuerpo Místico de la unción del Espíritu: "todos los fieles están dotados de un sacerdocio santo y real". Y los presbíteros, que por el sacramento del orden se configuran a Cristo Sacerdote, y que ya recibieron el don de la gracia en el bautismo, "pueden y deben tender a la perfección".
Se podía captar en esas palabras la actividad iniciada en su juventud entre sacerdotes diocesanos, y también aquella solicitud en la dirección espiritual de los laicos, hombres y mujeres, trazándoles un ideal de vida contemplativa, con "alma sacerdotal" y "mentalidad laical". Insistencia subrayada por el Fundador en carta del 11 de marzo de 1940:
Todos, por tanto, estamos llamados a formar parte de esta divina unidad. Con alma sacerdotal, haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior, buscamos estar con Jesús entre Dios y los hombres (128).
Hasta las palabras de ese Decreto, denominando a la Santa Misa centrum et radix, son eco literal de su repetir que la misa es el centro y raíz de la vida interior (129).
Delinea, asimismo, el Concilio la esencia y papel del laicado. Era obligado reconocer que, dentro de la función redentora asignada a la Iglesia, la misión evangélica de los fieles adquiere características especiales. La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado. Dicha misión específica se desempeña por el "apostolado del trabajo". Puesto que -como afirma el Decreto Apostolicam actuositatem, 2- "es propio del estado de los laicos vivir en medio del mundo y de los quehaceres seculares, estando llamados por Dios para que, encendidos de espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo, obrando como levadura".
¿Qué aires inspiraban el documento sino aquellas mismas convicciones de Mons. Escrivá de Balaguer?, cuando en 1932 escribía:
Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado […].
Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia (130).
También en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno (Gaudium et Spes) se respira aire fresco: un enfoque nuevo y optimista ante la crisis de crecimiento histórico de la humanidad. La Iglesia no debe desertar la civitas terrena, desentendiéndose de su cultura y de su técnica. Al contrario, proclama la dignidad de la persona, creada a imagen de Dios, y demanda la integración del cristiano en los quehaceres del mundo.
Proclámase también en el Concilio (Gaudium et Spes, 34) cómo el trabajo se halla presente en el plan divino: "El colosal acopio de empeños individuales y colectivos, desplegados por el hombre en el curso de los siglos para mejorar su condición de vida, es cuestión que no tiene vuelta de hoja para los creyentes: esta actividad humana, considerada en sí misma, responde al designio de Dios".
El mandato del Génesis de que el hombre sometiera a su imperio las cosas terrenas, ordenándolas al Creador -continúa el documento conciliar-, "se aplica a las ocupaciones ordinarias de cada día".
Qué dicha la de Mons. Escrivá de Balaguer, viendo que el Concilio refrendaba con solemnidad el que la Iglesia no rechaza el mundo en que vive, ni su progreso y desarrollo, sino que lo comprende y ama (131). La revalidación teológica del trabajo -punto de encuentro de Dios con la vida del cristiano corriente- serviría como portavoz del mensaje del Opus Dei:
Leyendo los decretos del Concilio Vaticano II se ve claramente que parte importante de esa renovación ha sido precisamente la revaloración del trabajo ordinario y de la dignidad de la vocación del cristiano que vive y trabaja en el mundo (132).
Qué exultación la suya, cuando el Magisterio rubricó oficialmente los caminos divinos de la tierra:
Una de mis mayores alegrías ha sido precisamente ver cómo el Concilio Vaticano II ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado. Sin jactancia alguna, debo decir que, por lo que se refiere a nuestro espíritu, el Concilio no ha supuesto una invitación a cambiar, sino que, al contrario, ha confirmado lo que -por la gracia de Dios- veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años (133).
Junto con esta nota de júbilo resuena, simultáneamente, un presagio de dolor. Al tiempo de la clausura del Vaticano II prevenía por carta a sus hijos:
El Concilio está terminando: se ha anunciado repetidas veces que ésta será la última sesión. Cuando la carta que ahora os escribo llegue a vuestras manos, se habrá iniciado ya el periodo postconciliar, y mi corazón tiembla al pensar que pueda ser ocasión para nuevas heridas en el cuerpo de la Iglesia.
Los años que siguen a un Concilio son siempre años importantes, que exigen docilidad para aplicar las decisiones adoptadas, que exigen también firmeza en la fe, espíritu sobrenatural, amor a Dios y a la Iglesia de Dios, fidelidad al Romano Pontífice (134).
Como hombre precavido y responsable, el Padre se había adelantado a mirar por la salud espiritual de los suyos. Ya anteriormente les había dado normas sobre los escritos de autores sospechosos de desviación doctrinal: atenerse a los criterios de la Constitución Dogmática Dei Verbum, del Concilio Vaticano II; orientarse por los principios fundamentales de la doctrina de santo Tomás de Aquino; y ser fieles y dóciles al Magisterio de la Iglesia y del Papa (135).
Conforme se fueron promulgando Constituciones y Decretos conciliares, el Fundador prestaba su firme asentimiento y rendida obediencia (136). Y si en las disposiciones había un margen de opción, como Padre y Pastor del Opus Dei aconsejaba las soluciones que favorecían mayormente la vida de piedad de sus miembros (137).
Un fino sentido litúrgico le mantuvo en guardia contra los abusos y desmanes que se cometían en el culto por quienes modificaban a su antojo la lex orandi, forzando lo dispuesto en los documentos conciliares, sin tener en cuenta que ha de llevar siempre al recogimiento, a la adoración y a la piedad. Le dolían, particularmente, las tropelías en la celebración del Santo Sacrificio de la Misa, en derredor de la cual giraba la vida del cristiano. Así lo advertía a sus hijos tan pronto empezaron esos abusos:
Hay que integrar a este vasto Pueblo en el culto litúrgico, enseñándole -como nos lo enseña a nosotros la Iglesia, manteniéndonos siempre fieles a lo que la Jerarquía legítimamente disponga- a amar la Santa Misa, sin diluir el hondo sentido de la liturgia en un mero simbolismo comunitario: porque en la liturgia se ha de realizar también el misterioso encuentro personal del hombre con su Dios, en diálogo de alabanza, de acción de gracias, de petición y de reparación (138).
Su alma sacerdotal notaba cualquier alteración en las rúbricas del Ordo Misae, por mínima que fuera. El 24 de octubre de 1964 escribía a sus hijos de España, con motivo de la audiencia que tuvo con el Papa dos semanas antes, y no puede reprimir un suspiro, sin que llegue a ser queja:
Otra vez nos cambian la liturgia de la Santa Misa: a mis casi sesenta y tres años, me afano con la ayuda de Javi por obedecer a la Madre Iglesia hasta en lo más pequeño, aunque no puedo negar que me duelen ciertos cambios innecesarios. Pero obedeceré siempre con alegría (139).
A los pocos meses volvía a escribir a los de España: Aquí me tenéis, procurando celebrar la Santa Misa con el cuidado de un misacantano […]. ¡Qué estupendo es, también en la tierra, aprender a obedecer y querer obedecer! (140). A medida que pasaban los años, la secuela de recuerdos divinos, que jalonaban las distintas partes de su misa, se iba haciendo más densa, más rica. Al revivirlos hacía resonar en su alma un acto de adoración y de acción de gracias (141).
Eran los tiempos en que se estaba incubando una grave crisis en las entrañas mismas de la Iglesia. ¿Cómo juzgaba tal coyuntura el Fundador del Opus Dei? Contestando en 1967 a una pregunta sobre este particular, calificó el momento de "positivo" y, a la vez de "delicado":
Positivo, sin duda, porque las riquezas doctrinales del Concilio Vaticano II han puesto la Iglesia toda -el entero Pueblo sacerdotal de Dios- de frente a una nueva etapa, sumamente esperanzadora, de renovada fidelidad al propósito divino de salvación que se le ha confiado. Momento delicado también, porque las conclusiones teológicas a las que se ha llegado no son de carácter -valga la expresión- abstracto o teórico, sino que se trata de una teología sumamente viva, es decir, con inmediatas y directas aplicaciones de orden pastoral, ascético y disciplinar, que tocan muy en lo íntimo la vida interna y externa de la comunidad cristiana (142).
Por supuesto que el momento era delicado, aunque las disposiciones del Concilio tenían tan sólo carácter pastoral. Pero la interpretación que de los textos hicieron algunos, fuera del contexto y de las fuentes tradicionales de la Iglesia, buscando la novedad como instrumento de renovación eclesiástica, dio lugar a un extendido confusionismo en materias de fe y de moral. La justificación de este desconcierto doctrinal hacía referencia a un imaginario "espíritu del Concilio", basado en arbitrarias corrientes pseudo-teológicas a la moda. Los autorreformadores se abanderaban en las filas del progreso, calificando de rechazo como retrógrados e inmovilistas a quienes no seguían su corriente y se mantenían en la doctrina del Magisterio católico. (También había, entre estos últimos, quienes se aferraban a lo antiguo, sin admitir posibilidad de desarrollo o crecimiento). Como era de prever, no se libró el Fundador de que le acusaran de paternalismo, integrismo, triunfalismo y otras agresiones verbales de esa categoría (143). Contra tan injusto encasillamiento se revolvía enérgicamente, aclarando conceptos: ¡Integrismo! ¡Progresismo! A mí me gusta conservar íntegro el tesoro de la fe y progresar en su conocimiento (144).
En otro lugar y circunstancias hubiera recurrido a su vieja costumbre de callar, perdonar, rezar y servir. Pero no podía callarse cuando se estaba falsificando la Verdad, se hacían estragos en la doctrina de la Iglesia y se sembraban disensiones en el pueblo cristiano. Para mantener a los suyos fuertes en la fe y salvarlos de la confusión doctrinal reinante les envió una extensa carta, con fecha 19 de marzo de 1967. Tales son las primeras palabras de la carta: Fortes in fide, así os veo, hijas e hijos queridísimos: fuertes en la fe, dando con esa fortaleza divina el testimonio de vuestras creencias en todos los ambientes del mundo (145); Y poco más adelante:
Conviene que os diga, ya al comenzar, que este documento es exclusivamente pastoral: tiende, por tanto, a enseñaros a custodiar y defender el tesoro de la doctrina católica, acrecentando sus frutos sobrenaturales en vuestras almas y en la sociedad, en la que vivís. Nadie podrá decir con verdad, al preveniros para que el ambiente actual no corroa vuestra fe, que soy integrista o progresista, que soy reformador o reaccionario. Cualquiera de estas calificaciones sería injusta y falsa. Soy sacerdote de Jesucristo, que ama la doctrina clara expuesta en términos precisos con contenido bien conocido, que admira y agradece a Dios todos los grandes pasos de la sabiduría humana, porque contribuyen -si son verdaderamente científicos- a acercarnos al Creador (146).
El tono de este largo documento es sereno y esperanzador; y con estas notas concluye:
Estos tiempos malos pasarán, como han pasado siempre. En la Iglesia nunca han faltado enfermos y enfermedades […].
¡Optimistas, alegres! ¡Dios está con nosotros! Por eso, diariamente me lleno de esperanza. La virtud de la esperanza nos hace ver la vida como es: bonita, de Dios (147).
Por mucho que se insista en el daño y en el desbarajuste doctrinal ocasionado, es imposible describir sus tristes consecuencias. De la crisis que atravesaba la Iglesia habló don Josemaría con el Cardenal Joseph Höffner en varios encuentros, larga y reposadamente. Y testimonia el Cardenal su sorpresa por la esperanza sobrenatural de Mons. Escrivá, al asegurar que "eso no le daba miedo, ni tampoco la crisis de identidad que sacudía a sacerdotes y religiosos; porque el Señor y el Espíritu Santo viven y actúan en la Iglesia" (148).
Corrió el tiempo y la situación no mejoraba. En 1972, a siete años ya de la clausura del Concilio, el Papa Pablo VI expresaba, en nombre de muchos cristianos, un público desencanto. ¿No se había esperado que, una vez acabado el Concilio, amanecería un sol esplendoroso para la historia de la Iglesia? "Vino, en cambio -decía el Papa en una homilía-, un día de nubes, de tormenta, de tinieblas, de búsqueda afanosa y de incertidumbres" (149). Y, por si fuera poco, -continuaba- "algo preternatural apareció en el mundo, con la intención de turbar y sofocar los frutos del Concilio Ecuménico". Mientras tanto, el Padre rezaba y tomaba prudentes medidas para que el Opus Dei se mantuviera fiel a la doctrina de Cristo e incontaminado de los males que amenazaban a una buena parte del Pueblo de Dios.
* * *
El confusionismo doctrinal en que se había caído era prueba, más que evidente, de la necesidad de que los cristianos adquiriesen una formación religiosa sólida y científica. A ojos del Gran Canciller de la Universidad de Navarra era preciso erigir, cuanto antes, la Facultad de Teología, integrada con los demás Departamentos y Facultades existentes, porque
Un hombre que carezca de formación religiosa no está completamente formado. Por eso la religión debe estar presente en la Universidad; y ha de enseñarse a un nivel superior, científico, de buena teología. Una Universidad de la que la religión esté ausente, es una Universidad incompleta: porque ignora una dimensión fundamental de la persona humana, que no excluye -sino que exige- las demás dimensiones (150).
La urgencia del Gran Canciller por inaugurar una Facultad de Teología se iba convirtiendo en pesadilla. Todo esfuerzo tropezaba con indefinibles obstáculos que demoraban sus propósitos. Más de un año llevaba así. Por entonces todos los obispos de España estaban al cabo de la calle acerca de quién era la persona que con su influjo e informes se oponía al deseo, repetidamente expresado a la Santa Sede, de erigir una Facultad de Teología en Pamplona (151). Al escribir a Mons. Dell'Acqua, el Fundador apunta, muy veladamente, al causante de las obstrucciones: una determinada persona cuyo comportamiento no parece razonable (152).
En vista, pues, de que las respuestas de la Sagrada Congregación no acababan de ser definitivas, antes bien, alargaban las gestiones, exigiendo información suplementaria o poniendo nuevas condiciones a cumplir, el Gran Canciller pensó en otra solución. ¿Por qué no obtener una autorización ad experimentum, y poder comenzar así los cursos de estudios teológicos? Solución provisional, desde luego, pero que no significaba la renuncia a conseguir cuanto antes una Facultad. Don Álvaro, siguiendo las indicaciones del Padre, en carta del 31 de marzo de 1967, proponía a Mons. Garrone la erección ad experimentum (153). Pasados dos meses sin recibir contestación, volvió a insistir sobre el asunto, porque se acercaban las vacaciones de verano y había que hacer imprescindibles preparativos (154).
Llegó, por fin, la ansiada respuesta de la Sagrada Congregación, en carta del 19 de junio, firmada por el Cardenal Pizzardo. Estaba muy sabiamente redactada y, sin pronunciarse resolutivamente sobre el fondo de la cuestión, dejaba entreabierta la puerta para comenzar los cursos de Teología y, en el momento oportuno, estudiar la posible erección canónica de la Facultad. Pero, a renglón seguido de estas explicaciones, venía una frase un tanto sibilina: "Hay que añadir que delicadas circunstancias de incidencia local nos aconsejan no pronunciarnos siquiera sobre el comienzo oficial de la Facultad" (155). De todos modos, a la discreción del Gran Canciller se dejaba la conveniencia, o no, de comenzar los cursos, premisa indispensable para una ulterior erección de la Facultad de Teología.
Pronto descubrió el Fundador el sentido de aquellas misteriosas líneas sobre "delicadas circunstancias de incidencia local", que hacían referencia a los manejos calumniosos a sus espaldas. En efecto, unos cuantos sacerdotes de la diócesis habían acusado ante la Santa Sede al Arzobispo de Pamplona por haber cedido, sin consultar al Cabildo, unos bienes de la Iglesia a la Universidad de Navarra. En carta de don Álvaro del Portillo al Cardenal Garrone, en agosto de 1967, se deshace la falsedad de la doble acusación al Prelado y a las autoridades universitarias: "me permito el notificarle una vez más -escribe don Álvaro- que jamás se ha pedido ni recibido para la Universidad de Navarra ni una peseta ni un metro cuadrado de terreno del Excelentísimo Arzobispo de Pamplona" (156).
Todo hacía presumir que se había removido el último obstáculo de tan accidentada historia; pero no fue así. Para abreviar diremos que el decreto de erección canónica de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra no vino a manos del Gran Canciller hasta el 13 de noviembre de 1969 (157).

4. El último romántico

Las dificultades que halló la Obra en la década de los años sesenta no provenían tan sólo de la oposición de una persona determinada, o de un grupo en particular. El Fundador se dio de cara con resistencias de todo tipo, como frecuentemente ocurre a cualquier institución de empuje histórico. (Al hablar de resistencias y contradicciones, conviene no perder de vista la buena acogida que el mensaje del Opus Dei tuvo en el mundo, y la rápida expansión de sus obras de apostolado en gran número de países). Pero sería prolijo referir por menudo esos obstáculos. Unos quedan ya esbozados, por lo dicho con motivo de las turbulencias del Concilio. Otros, en cambio, surgieron por fuertes presiones en el campo político. De manera que el Fundador hubo de andar atento a las nuevas intrigas, hechas de rumores y falsedades, que, de tiempo en tiempo, se urdían en torno a la Obra. Estas campañas difamatorias, que tuvieron su origen en España, se corrieron pronto a otros países. Sin embargo, tan acostumbrado estaba a ellas el Fundador que las contradicciones, más que robarle la paz, le robaban tiempo, sin quitarle la alegría. Detrás de los ataques a la Obra acostumbraba ver la mano de Dios, que se servía de los sucesos como herramienta de pulimiento espiritual. Por eso, en medio de una de aquellas campañas escribía con todo sosiego a sus hijos:
Nunca hemos dejado de ver la intervención de la Providencia Divina cuando se suceden periódicamente, con una frecuencia que deja ver la mano poco limpia de algunos santos varones y de sus corifeos, esas oleadas de cieno…
Bendigo a Dios: porque cuando el Nilo se salía de madre, volvía pronto a su cauce -todo vuelve victoriosamente a su cauce- y los campos anegados se quedaban secos y llenos de fecundidad (158).
Su empeño no era una pelea a brazo partido con quienes le insultaban. Era pelea de amor y siembra de paz y alegría:
En todo el mundo -continúa escribiendo-, nos rodea la oración, el cariño y la ayuda material de millones de corazones. Y Pedro -¡Pedro!- nos mira con particular amor.
Adelante: piadosos, trabajadores, estudiosos, apostólicos sin discriminaciones, poned amor donde no haya amor. Así, la Santísima Virgen, Nuestra Madre, seguirá sonriendo al mirar este mar libre sin orillas, que es la Obra de su Hijo -el Opus Dei- y podremos sembrar paz y alegría entre todos los hombres, también entre los que no desean tener el corazón grande -¡pobres!-, poniendo por Jesús en marcha de polo a polo esta labor exclusivamente sobrenatural, espiritual, apostólica (159).
Si alzamos ahora la vista por encima de las circunstancias históricas, que son siempre pasajeras, ¿no resultaba inevitable que se repitiese lo antes sucedido; es decir, que la novedad de espíritu del Opus Dei y sus bríos apostólicos chocaran con esquemas rígidamente tradicionales? El mensaje del Opus Dei llevaba consigo el empeño de buscar la santificación de las actividades familiares, profesionales y cívicas -incluidas las de carácter político-, y esto supuso una auténtica renovación de mentalidad entre los cristianos. Mayormente si se tiene en cuenta la situación política de España, que a continuación expondremos.
En aquellos irremediables choques, en aquellas campañas denigratorias, no faltaban a veces el apasionamiento, el partidismo o la mala fe. A fin de cuentas, miserias humanas que todo fiel cristiano ha de soportar con caridad. En tales casos el consejo del Fundador era éste: comprender que no nos comprendan (160). Postura liberal y generosa, pronta a disculpar equivocaciones, y a revestirse de los sentimientos de Cristo, tanto para tratar a quienes son hermanos nuestros como a los enemigos de la Iglesia, que pretenden encerrar de nuevo a los cristianos en las catacumbas.
No saquemos las cosas de quicio -explicaba el Fundador-: es lógico que los enemigos de Dios y de su Iglesia no nos quieran. Y es lógico también que, a pesar de todo, nosotros les queramos: caritas mea cum omnibus vobis in Christo Iesu! (161).
Unas veces de boca y otras por escrito el Fundador no se cansaba de hablar a sus hijos de libertad. Y, ¿por qué les hablaba tanto de libertad? ¿No sería por el ambiente enrarecido que respiraban en España, después de tan largos años de dictadura? Sin embargo, las insistencias de Mons. Escrivá no contemplaban exclusivamente el escenario de actualidad de éste o aquel país. Su doctrina tenía hondura fundacional; y de ahí el machacar y machacar el tema:
No me cansaré de repetir, hijos míos -decía en 1954-, que una de las más evidentes características del espíritu del Opus Dei es su amor a la libertad y a la comprensión: en lo humano, quiero dejaros como herencia el amor a la libertad y el buen humor (162).
Mantenía muy en alto la bandera de la libertad y gustaba llamarse el último romántico, y enamorado de la libertad (163). Por ella suspiraba, porque sin ella no puede expresarse el amor. Agradecía a Dios, de todo corazón, el que le hubiese dejado correr la gran aventura de la libertad (164). Enseñaba esa libertad a sus hijos tan pronto venían a la Obra. Hacía con ellos como los patos: los patos dejan que sus pequeños se muevan con independencia, vigilándoles discretamente, con el fin de que aprendan a administrar su libertad: para que naden cuanto antes por su cuenta (165).
Como un romántico enamorado quería morir. Y así murió. Su vida fue una continua lucha por la libertad de espíritu, porque solamente esa libertad personal hace al hombre capaz de merecer u ofender, de perdonar o de guardar resentimiento, de odiar o de amar (166). Además, ese don precioso de la libertad, que tantas veces exaltó el Fundador, resultaba tan necesario que allí donde no existía libertad se asfixiaban los apostolados del Opus Dei. Y es que la libertad y la consiguiente responsabilidad son como el contrasello de la actividad laical, también en el apostolado (167).
La libertad, como característica esencial del espíritu del Opus Dei, estaba implícita, desde 1928, en lo que sería forma de vida y apostolado de sus miembros. Contenido esclarecido, por gracia fundacional, el 7 de agosto de 1931, cuando aquel joven sacerdote, en el momento de alzar la Sagrada Hostia en la misa, comprendió que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas (168), añade. Pero preparar el camino de la exaltación de Cristo en todo quehacer humano exigía, previamente, borrar falsas concepciones en la actuación apostólica de la gran mayoría de los católicos.
Es frecuente -escribía en 1932-, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación (169).
Por otro lado, como contrapartida al deber propio de todo ciudadano, el Fundador defendía enérgicamente el derecho de los católicos a intervenir activamente en la vida pública. Y a quienes se dedicaban específicamente a labores de partido político, de administración o de gobierno, les advertía y recalcaba que lo hacían a título personal. Este principio estaba ya fijado desde los comienzos. Así, por ejemplo, en 1932 escribía don Josemaría que en política cada miembro de la Obra era personalmente libre y, por consiguiente, responsable único de su actuación: Nunca los Directores de la Obra pueden imponer un criterio político o profesional -temporal, en una palabra-, a sus hermanos (170), señalaba con energía.
A quienes habían escogido la política como vocación profesional van dirigidas las siguientes palabras:
Como todos los demás miembros de la Obra en sus ocupaciones temporales, al actuar en ese campo, lo hacéis sin hacer valer vuestra condición de católicos ni de miembros del Opus Dei, sin serviros de la Iglesia ni de la Obra: porque sabéis que no podéis mezclar ni a la Iglesia de Dios, ni a la Obra, en cosas contingentes […].
Los que os encontráis con vocación para la política, trabajad sin miedo y considerad que, si no lo hacéis, pecaréis de omisión. Trabajad con seriedad profesional, ateniéndoos a las exigencias técnicas de esa labor vuestra: con la mira puesta en el servicio cristiano a todas las gentes de vuestro país, y pensando en la concordia de todas las naciones (171).
El Opus Dei quedaba, pues, al margen de la política: Libertad, hijos míos. No esperéis jamás que la Obra os dé consignas temporales (172). Y, no satisfecho con éstas, y otras muchas advertencias, tomó medidas prácticas. Dispuso, por ejemplo, que el Opus Dei, como tal, no tuviera nunca revistas, diarios ni publicaciones propias, salvo el Boletín Oficial de la Prelatura (Romana). Todo para que no sucediese lo que tantas veces sucede en los países y en los partidos políticos: que veinte audaces se imponen a toda una multitud (173).
* * *
El derecho de opción y actuación política de que debe gozar todo ciudadano no siempre fue respetado, como sucedió en la España de entonces. La dictadura militar de Franco tenía sus orígenes en la guerra civil española (1936-1939); y se prolongó durante el periodo de la Segunda Guerra mundial. Estaba el régimen montado sobre una vieja ideología totalitaria y de partido único. Cuando en 1957 Franco hubo de renovar el gobierno, buscó una mayor representación de fuerzas políticas ajenas a la Falange, partido único dentro de un sistema que funcionaba sin oposición de ningún tipo. También se apoyó en personas técnicamente expertas en diversas materias. Objeto del cambio fue el poner remedio a la crisis que padecía la nación, abandonando los principios de autarquía económica por los que hasta entonces se había guiado. De modo que la principal tarea del nuevo equipo de gobierno era salvar al país de la bancarrota, estableciendo medidas de austeridad para pasar, más adelante, a la liberalización comercial. Esa operación económica estaba pilotada por el Ministro de Comercio, Alberto Ullastres, y por el de Hacienda, Mariano Navarro Rubio. Ambos eran miembros del Opus Dei. El nuevo gobierno fijó un plan de Estabilización, al que siguió el Plan de Desarrollo, con la consiguiente expansión de la economía (174).
Mientras tanto se habían sucedido dos importantes cambios de gobierno: el de julio de 1962 y el de julio de 1965. En ellos entraron católicos, pertenecientes algunos a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y a la Acción Católica. También fueron nombrados, por sus condiciones personales y valía profesional, Gregorio López Bravo, como Ministro de Industria; y Laureano López Rodó, como Comisario del Plan de Desarrollo (175). Los dos eran miembros del Opus Dei. No habían accedido a dichos cargos por pertenecer a un partido o grupo político, sino a título personal. De ahí que se les conociese como "tecnócratas". Hubo también otros. El influjo de liberalización que ejercieron, en el pueblo y en las instituciones, fue grande y, como veremos, provocó también fuertes reacciones en otros sectores de la vida pública.
La situación económica mejoró grandemente y con su reanimación coincide el despertar de otros graves problemas latentes en la nación: la aspiración ciudadana a una mayor libertad, las reivindicaciones obreras contra el sistema sindical, controlado por la Falange; en fin, una cuestión fundamental para el país: el de la sucesión, que tenía, a su vez, una doble interrogante: ¿cómo acabaría la dictadura? y ¿quién sería el sucesor de Franco? Preguntas nada fáciles de responder, porque, a partir de 1960, las condiciones internas del régimen eran extremamente complejas desde todos los puntos de vista: religioso, cultural, laboral y político (176).
Pero, en líneas generales, y dentro del autoritarismo dictatorial, el gobierno de Franco resultaba flexible, pragmático y oportunista. Eran varias las opciones políticas permitidas o toleradas por el régimen. Por eso, aun acatando la autoridad suprema del Jefe del Estado, se producían frecuentes enfrentamientos entre diversas agrupaciones políticas. Franco permitía ese juego interno de fricciones que, en última instancia, favorecía su papel de árbitro indiscutido. Sorteaba los problemas sin resolverlos. Difería las decisiones. Daba tiempo al tiempo, más allá de lo prudente. La designación de don Juan Carlos de Borbón como sucesor en la Jefatura del Estado, a título de rey -por citar un caso-, se hizo por ley de 22-VII-1969, a los treinta años de acabada la guerra civil.
La entrada en los gobiernos de Franco, a partir de 1957, de miembros del Opus Dei -al igual que otros ministros, por sus condiciones personales, como se ha dicho-, fue ocasión de tiranteces y revuelos en la vida política española, por las falsas acusaciones que contra ellos se hicieron. (Digamos de pasada que, ya desde el primer momento, preveía el Fundador los disgustos que tal hecho le iba a costar. Adoptó, pues, una postura clara y contundente. Cuentan varios testigos que, al enterarse del nombramiento de Alberto Ullastres como ministro, un Cardenal se creyó obligado a felicitar al Fundador con tan fausto motivo. Ni tiempo tuvo de proponer sus plácemes. Monseñor Escrivá de Balaguer le atajó con ademán decisivo: A mí no me va ni me viene -le dijo-; no me importa; me da igual que sea ministro o barrendero, lo único que me interesa es que se haga santo en su trabajo (177).
Estos nuevos Ministros, miembros del Opus Dei, no estaban afiliados a ningún grupo o asociación política. "No son de unos ni de otros", comentaban algunos, con intenciones no del todo benévolas, sin sospechar que ésa era la pura verdad. Pero quienes, en España o en el extranjero, trabajaban afanosamente por precipitar la caída del régimen, no acogieron con simpatía la presencia de los Ministros pertenecientes al Opus Dei, a pesar de sus tendencias liberales y de su valía. Los enemigos del franquismo pensaban que, salvando al país de la ruina económica, alargaban la duración de la dictadura. Ya antes de la década de los años sesenta siempre hubo en el gobierno, además de los militares, gente de diversa procedencia. Como, por ejemplo, los Ministros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, que se presentaban oficialmente como católicos (178). También había carteras ministeriales reservadas a los falangistas, cuyo nacionalismo exagerado había suscitado ataques a la Obra años atrás. Su mentalidad exclusivista, hecha a la norma de un régimen totalitario, no admitía mayores libertades de asociación sindical, tal como los nuevos Ministros trataban de conseguir en la vida pública y en los Sindicatos obreros. No entendían que cada miembro del Opus Dei pudiese actuar libre y personalmente. No concebían que ninguno de ellos representaran políticamente al Opus Dei. A esta institución y a su Fundador achacaban cuanto de criticable creían hallar en la actuación de los Ministros, mezclando de paso a la Iglesia en banderías políticas (179).
Eran muchas las visitas que recibía el Fundador, tanto de autoridades civiles como de autoridades eclesiásticas. Todos tenían preguntas que hacerle. ¿Por qué no asumía el Opus Dei una postura política definida, para saber a qué atenerse? ¿Por qué no daba a sus hijos consignas u orientaciones en este campo? Y el Fundador no se cansaba de repetir que
la actuación política -con la intensidad que vean oportuna-, la hacen los miembros del Opus Dei libérrimamente y, por tanto, con personal responsabilidad, según les dicte su conciencia de ciudadano cristiano, sin tolerar que impliquen a nadie en las decisiones que legítimamente cada uno ha sabido tomar (180).
Recibía presiones de todas partes, instándole a que obligase a los miembros del Opus Dei a retirarse del gobierno y de la política activa. Pero no estaba en sus manos -les decía- el mermar o coaccionar la libertad de cualquier hijo suyo. En cuanto al pronunciarse con autoridad sobre un régimen político desde el punto de vista doctrinal, no le correspondía a él sino a la Santa Sede o a los Obispos del país de que se tratase (181). Mandar a sus hijos retirarse de ese gobierno, o de cualquier otro no rechazado por la autoridad eclesiástica, hubiera significado traicionar el espíritu del Opus Dei.
Hacia 1960, en una fuerte campaña que se desató en varios países contra la Obra, uno de los directores de la Comisión Regional de España recuerda haberle oído esta frase, de apariencia tan simple, aunque detrás de ella se esconde un sinfín de penalidades: hijo mío, me quitarían muchos problemas si esos hermanos tuyos no fueran ministros, pero si yo insinuase eso no respetaría su libertad y destrozaría la Obra (182).
A ojos de Mons. Escrivá, la situación de España era semejante a la de una persona que ha sufrido un grave golpe. Si se ha roto un brazo habrá que recomponer la fractura, y tal vez enyesarlo; pero, tan pronto suelde el hueso, está de más la escayola. Así las dictaduras, que deben ser remedios excepcionales y pasajeros, con la intención de que, una vez recobrado el enfermo, vuelva a hacer vida normal (183).
Sin embargo, pasaba el tiempo y el régimen perduraba. En vista de que se alargaba el período de excepción y que la presencia de ministros pertenecientes al Opus Dei en los gobiernos de Franco suscitaba constantes malentendidos en la actuación política, el Fundador, que residía en Roma desde 1946, procuró refugiarse en el silencio. No asistía a los actos públicos organizados por las autoridades civiles, de cualquier país que fuese, ni tampoco a las recepciones de las embajadas en Roma. Declinaba las invitaciones, pues se le hacían a título de Presidente General del Opus Dei. Quería mostrar así, de manera patente, que la Obra nada tenía que ver con gobiernos ni con países determinados (184).
Vinieron luego los años del Concilio Vaticano en los que no aceptó puesto alguno en las Comisiones de trabajo, pero invitaba con frecuencia a Villa Tevere a muchos de los Padres conciliares. Por humildad, y por pudor espiritual, sufría cuando la gente le trataba como a un santo, como trataría a San Roque (185). Por igual razón, en cuanto de él dependía, hacía lo posible por no organizar ceremonias multitudinarias, o por no estar siempre presente en los actos de recepción de los muchos títulos que por entonces se le concedieron en España. Evocando el pasado, daba gracias a sus hijos porque con su fidelidad y su cariño -les escribía textualmente en 1966- habéis suavizado mi necesario destierro voluntario de más de veinte años. Hablo de destierro, porque lo es; y no pocas veces he de rechazar la psicosis del exilado, aunque tenga un gran afecto por Italia y especialmente por Roma. Y continuaba:
Necesario he dicho que es este destierro. Y lo es, por razones sobrenaturales: lo exigía positivamente la universalidad de la Obra -que nació católica y debía manifestarse, a todos, romana-; y negativamente también había la necesidad urgente de evitar una implicación política -a lo que se llegaba rápidamente con mi ausencia-, a la vez que sería más fácil para todos manifestar claramente la libertad, de que mis hijos gozan, obrando cada uno según le dicte su recta conciencia, en todas las cosas temporales (186).
A un hombre de exuberante vitalidad interior, con sobrante energía física, siempre dispuesto -por razones apostólicas- a patear las ciudades y visitar a sus hijos, le debía costar mucho la quietud; y más aún el encierro. La calificación con que bautiza a sus años de Roma (clausura monjil) (187), o a sus épocas de trabajo estival en Elorrio o Il Trebbio (lugares recónditos), nos hacen ver cuáles eran sus sentimientos.
Ni sus prolongadas ausencias de España ni sus silencios en Roma mantuvieron tranquilos a ciertos sectores, que se exasperaban, sin motivo alguno, en virtud de su propio fanatismo. El tratamiento injusto que se daba al Fundador de la Obra, o las calumnias que le dedicaban algunos periódicos no le quitaban la paz, no le importaban gran cosa. Pero llegó un momento en que los ataques contra la Obra se volvieron contra la Iglesia; y el Fundador, por salir en su defensa, cambió aquella su vieja táctica de soportar en silencio las injurias. Esto ocurrió en los primeros meses de 1964, cuando se desencadenó en Holanda una durísima campaña contra el Opus Dei, con repercusiones internacionales. ¿El motivo? Que la princesa Irene, una hija de la reina de Holanda, se había convertido al catolicismo; un sacerdote del Opus Dei había sido instrumento de Dios para su conversión.
El Padre, para borrar tristezas y temores en sus hijos de Holanda, les escribía repitiéndoles el programa que tan buen resultado le había dado en su vida:
Cuando el Señor permite que se desahoguen, con tantas cosas calumniosas, esos grupos de fanáticos, es señal de que vosotros y yo hemos de saber callar, rezar, trabajar, sonreír… y esperar. No deis importancia a esas insensateces: quered de veras a todas esas almas. Caritas mea cum omnibus vobis in Christo Iesu! (188).
De la gravedad y vileza de dicha campaña da idea la carta que el 27 de marzo de 1964 enviaba el Fundador a Mons. Jan Van Dodewaard, Obispo de Haarlem, para felicitarle la Pascua de Resurrección:
Continúan llegándome publicaciones de esa querida Nación, en la que se nos llena de injurias, de falsas interpretaciones y de calumnias, tan descomunales que, a pesar de ser casi un anciano sacerdote, no había podido jamás imaginármelas, ni siquiera de lejos. Pero no se preocupe, Excelencia, porque esto me hace amar aún más a Holanda y a todos los holandeses (189).
A los pocos días hubo de contestar por escrito a Carrero Blanco, brazo derecho de Franco. Se trata de unas breves palabras de cortesía:
Me dieron verdadera alegría tus líneas y renovaron mi psicosis de desterrado por el servicio de Dios. Espero que Él quiera disponer las cosas, para que pueda alguna vez estar despacio en España, sin la preocupación de que el viaje me hace faltar a la pobreza, porque pueda hacer buena labor sacerdotal (190).
Carta afectuosa y lacónica que, leída entre líneas, está llena de reservas para quien sepa interpretar rectamente la labor sacerdotal y la psicosis de desterrado de quien la firma, el 3 de abril de 1964.
Esta breve carta cierra una época, porque después del corto período de unas semanas el Fundador dio un leve, pero importante, giro a su modo de enfocar sobrenaturalmente las contradicciones. Un examen cuidadoso del contenido y estilo de su correspondencia nos muestra en qué consiste ese cambio de comportamiento. Un primer indicio aparece en la carta a sus hijos de Inglaterra -del 10 de mayo de 1964-, en la que hace una serie de consideraciones de las que él mismo se sorprende (Perdonadme esa consideración innecesaria, que acabo de hacer. Y en la postdata: ¡Ya veis que hoy mi pluma está llena de consideraciones!). En realidad, al escribir a sus hijos tiene el pensamiento en otro asunto, relacionado con la falta de comprensión de algunos católicos para con sus hermanos en la fe:
A veces, puede sucedernos -cosa que tristemente se ve, con motivo o con ocasión del Concilio- que somos comprensivos y condescendientes con los que no tienen nuestra fe (y esto va bien: es nuestro espíritu desde 1928) y, en cambio, no lo somos tanto con nuestros hermanos (y esto no iría bien: hay que evitar que pueda suceder) (191).
Y más adelante:
Me voy haciendo viejo. Si queréis, diré que voy dejando de ser joven. Quizá sea la razón que me hace considerar tristes experiencias del mundo, que no podrán remediarse hasta que se pueda hablar claro, acabado el Concilio (192).
Importante era el asunto cuando en otra carta de ese mismo día se apresura a referir al Consiliario de España un suceso reciente, que le lleva a "hablar claro".
voy a contarte ahora que se me ha avivado la devoción, que en mí es vieja, a Santa Catalina de Siena: porque supo amar filialmente al Papa, porque supo servir sacrificadamente a la Santa Iglesia de Dios y… porque supo heroicamente hablar.
Estoy pensando en declararla internamente Patrona (intercesora) celestial de nuestros apostolados de la opinión pública ¡Ya veremos! (193).
El caso es que, en su acostumbrado programa de conducta a la hora de la contradicción (callar, rezar, trabajar y sonreír), sustituyó la recomendación del silencio por la proclamación de la verdad, asumiendo la defensa del honor de Dios, de su Iglesia y del Romano Pontífice. Y luego la puso inmediatamente en práctica.
Este cambio de comportamiento, valiente y caritativo a la vez, responde al propósito firme del Fundador de no tolerar infamias contra Dios y sus servidores. Caso distinto eran las injurias hechas a él personalmente, que estaba dispuesto a seguir aguantando como antes.
La decisión de hablar claro se refleja en la correspondencia de aquellos días. En efecto, el 23 de mayo de 1964 escribía a S.A.R. Don Francisco Javier de Borbón-Parma:
Alteza,
He recibido sus afectuosas líneas y, con mucho gusto, voy a ponerle esta carta, para decirle que no debe V. A. darme las gracias porque no he hecho otra cosa que cumplir con mi deber de sacerdote, que me hace servir a todas las almas sin tener presente ninguna otra consideración, y menos si es temporal o política -como he dicho de viva voz a V. A.-, cosa bien lejana de nuestra Obra, que es sólo y exclusivamente espiritual y apostólica […].
Siento de veras esos inmerecidos ataques que, en Holanda, hacen a la Princesa; a nosotros, contra nosotros -sin ningún motivo razonable- hay en ese país, que yo amo, una continuada campaña de calumnias groseras y de insultos inauditos, que ofrecemos a Dios con alegría por aquellas buenas almas y por nuestra santificación. Omnia in bonum! (194).
Pero lo cortés no quita lo valiente. A la carta acompañaba una nota, también para D. Francisco Javier de Borbón-Parma, también con fecha 23 de mayo. Decía así:
Me llama poderosamente la atención, aunque soy muy amigo de la libertad política y muy respetuoso con lo que piensan todos, que en la reunión de Montejurra no haya habido más que unas cuantas pancartas en las que se insultaba a unos hijos míos que, en uso de su libertad, piensan honradamente como les da la gana. Sobre todo, cuando en España son tantas las personas que no coinciden con los carlistas. Renuevo mi maravilla, y no puedo entender esa predilección. Respeto, sin embargo, la libertad disgustosa de esos señores de Montejurra, y no presento ninguna queja.
Sin embargo, llegó a mis manos una hoja que se llama "Boina Roja" -sin pie de imprenta, pero con contenido carlista-, n. 89, año 12, con un artículo titulado "A los españoles", y firmado por "Unos excombatientes", en donde se ataca calumniosamente a la Obra. No lo puedo tolerar: y me avergüenza que personas que pertenecen a la llamada Comunión carlista se presten a difamaciones de este estilo. Espero que, como es de justicia cristiana, los jefes de la organización evitarán sucesos como el que lamento. Si estos hechos se repiten, tendré que tomar mis determinaciones, ya que no se trata de una infamia contra mí, que estoy siempre dispuesto a soportar en silencio, sino de una infamia contra Dios Nuestro Señor y los que, consagrándole sus vidas, le sirven (195).
* * *
Inspirado en la audacia de santa Catalina, y movido por un deber de conciencia, el Fundador intentó luego explicar claramente a Pablo VI la compleja situación religioso-política de España, aunque tocaba también otros puntos. En lugar de presentarlo como un documento informativo, prefirió darle la forma de carta. De este modo podía permitirse el empleo de un estilo suelto y familiar. El tono resulta apropiado para la confidencia, y la carta (fechada en junio de 1964) es larga. El autor se inclina por hacer historia contemporánea, también para poner al Papa al corriente de diversos y delicados asuntos que nadie ha querido tocar y que afectan a la vida de la Iglesia. Se trata -confiesa el Fundador en las primeras líneas- de abrir una vez más el corazón al Santo Padre, de contarle cosas que nunca antes de ahora he puesto por escrito, consciente de que con esta carta sirvo fielmente a la Iglesia de Dios y al Sumo Pontífice (196).
Entre otras muchas cosas, surca dicha carta, de arriba abajo, la historia de España desde 1900 hasta nuestros días: caída de la Monarquía; venida de la República en 1931, con los incendios de iglesias, expulsión de los Jesuitas, leyes contra la enseñanza religiosa… Luego se extiende narrando la guerra civil, el martirio de sacerdotes y religiosos, destrucción sistemática de la Religión, crímenes, crueldades y la historia de los primeros miembros de la Obra, expuestos al martirio…; y después la paz.
Un reflorecer religioso, y el recuerdo de las tristes cosas del pasado, hacen que hoy no se piense seriamente en el futuro y que, de hecho, en España todo dependa de la vida de un hombre que, de buena fe, también él está persuadido de ser providencial (197). Sin embargo, junto con esa luz de Iglesia resurgida, el cuadro religioso español muestra zonas de densa oscuridad, con falta de doctrina, exceso de pietismo, exageraciones en el culto público, demasía de noticias religiosas en radio y televisión… Y ahora llega a uno de los puntos cruciales del escrito:
En la actualidad, dada la edad de Franco, las circunstancias comienzan a ser graves, si no se arbitran las medidas que lleven a una evolución, y mejor si es rápida, evitando así el caer en una nueva revolución, que originaría otras persecuciones religiosas, en las que tomarían parte -como sucedió en los años 1936-1939- los comunistas de todo el mundo y los que, sin ser comunistas, son enemigos manifiestos de la Iglesia Católica (198).
Esa evolución es posible realizarla, sin comprometer a la Santa Sede; pero para ello, la Jerarquía en España ha de preparar la mentalidad de los católicos, para que intervengan libremente en las cuestiones del Estado. Se me podrá preguntar qué he hecho yo en este sentido, escribe el Fundador:
En mi pequeñez he buscado siempre el no ser necesario: formar gente que, bien preparada doctrinalmente, pudiera trabajar mejor que yo. Me he esforzado en trabajar, porque sé que el trabajo es oración; y en rezar, porque es el fundamento de toda acción (199).
El resto de la carta está abundantemente sazonada de anécdotas, y de cada una de ellas se puede extraer una provechosa lección.
Quería el Fundador que también sus hijos se comprometieran en esta actitud de defensa de la Iglesia, de su doctrina y de sus instituciones. De forma que, llevado del amor a la verdad, preparó una Carta para los miembros del Opus Dei fechada el 15 de agosto de 1964. Porque para cumplir nuestra misión de dar doctrina, para realizar esa inmensa catequesis que es la Obra de Dios, necesitamos ser portadores de la verdad y hombres llenos de la caridad de Jesucristo (200).
Hijas e hijos míos -les escribe-, conocéis bien la historia de la Iglesia y sabéis cómo el Señor se suele servir de almas sencillas y fuertes, para hacer llegar su querer en momentos de confusión o de modorra de la vida cristiana. A mí me enamora la fortaleza de una Santa Catalina, que dice verdades a las más altas personas, con un amor encendido y una claridad diáfana (201).
Con claridad diáfana pone el Fundador al descubierto las lacras de la hora actual, que no son otra cosa que manifestaciones de la humana miseria. Cuando la Iglesia llama a sus hijos a renovarse interiormente y producir abundantes frutos de santidad, los hombres desvirtuamos esa llamada con nuestros hechos personales, nacidos de nuestra poquedad:
Organiza la humanidad mucho ruido, y lo que debería llevar a un íntimo diálogo de reconciliación con Dios, con crecimiento en santidad, lo desfiguramos los hombres, haciendo difícil al pobre, al pueblo sencillo, a los nuevos pastores de Belén, reconocer prontamente la voz del Mesías, la imagen del Mesías, en medio del griterío de nuestras miserias (202).
* * *
En noviembre de 1964, con ocasión de un viaje a Pamplona, en breves y estudiadas líneas, dirigidas a Franco, deja constancia de su visita a España. Es un gesto cortés, pero expresivo, de su táctica de mantenerse a respetuosa distancia de las autoridades políticas:
Excelencia,
al pisar tierra española, con ocasión de presidir el acto de concesión de dos doctorados honoris causa a dos Rectores de la Universidad, en la de Navarra, cumplo con el grato deber de presentar a V. E. mi respetuoso saludo.
No dejo cada día de rezar por nuestra amadísima España y por todos los españoles, especialmente por V. E., con los suyos, y por todos los que tienen el deber de gobernar nuestra Patria (203).
Las relaciones entre Mons. Escrivá y Franco quedaron ancladas en el sobrentendido de que el sacerdote se clasificaba entre los súbditos en voluntario destierro. Hasta el punto de que cuando, dos años más tarde, tiene que visitar de nuevo la Universidad de Navarra, el Fundador vuelve a repetir el gesto, utilizando casi las mismas palabras. Lo cual evoca, sin querer, una leve ironía:
Excelencia: al poner el pie en esta tierra bendita de Navarra, considero gustoso mi primer deber enviar a V.E. un saludo lleno de respeto y afecto, puesto que no me va a ser posible ir a Madrid (204).
El período que media entre carta y carta, del otoño de 1964 al otoño de 1966, son años de continuas campañas difamatorias contra el Opus Dei por parte de algunos. Por eso, si alguna advertencia tenía que hacer el Fundador a sus hijos era la de que no debían mantener cerrada la boca:
Debéis siempre estar alerta -les avisaba-: vigilate et orate!, siempre serenos, con la alegría, la paz y la valentía del que está en la rectitud. No podemos callar, porque esta Madre nuestra es y será -aunque pasen los años- menor de edad: y necesita que sus hijos la defiendan veritatem facientes in caritate: yo he escrito al Santo Padre tres veces, y una cuarta hoy, porque es necesario quitarse el cieno de encima. He de decir que el Papa tiene mucho cariño, y lo demuestra (205).
Y una semana más tarde les repetía lo dicho:
Ahora es preciso que no os olvidéis del consejo evangélico: vigilate et orate! No podemos tolerar más la calumnia, ni la insinuación venenosa: y, de cada cien casos, los cien tienen su origen en esa España mía queridísima. ¡Basta! (206).
A partir de la mencionada carta de junio de 1964, informándole sobre la situación político-religiosa en España, Mons. Escrivá procuró enviar periódicamente a la Secretaría de Estado noticias que pudieran ser de utilidad. La correspondencia entre el Cardenal Dell'Acqua y el Fundador es abundante; y la amistad entre ambos, fraternal. Un centenar de cartas se conservan, escritas por el Fundador y dirigidas a la Secretaría de Estado; y todas ellas manifiestan un profundo afecto y devoción al Romano Pontífice.
Pido excusas a Vuestra Excelencia -escribe en una ocasión-, si le cuento estas cosas sin pudor alguno: pero, ante Dios y ante el Papa, quiero ser siempre sincero y espontáneo como un niño. Al mismo tiempo, querría poder ofrecer continuamente al Santo Padre motivos abundantes de consuelo y alegría.
Recuerdo que, en 1946, el entonces Sustituto de Su Santidad, Mons. Montini, tuvo la delicadeza de decirme una vez que le daba mucho gusto oírme hablar del Opus Dei, porque de ordinario no Le llegan más que malas noticias de las cosas que no van bien en este mundo. Por eso es grande la pena que siento cuando entre las noticias que le envío -porque me parece que pueden ser realmente útiles- las hay que no son demasiado consoladoras (207).
Efectivamente, no todas las noticias que enviaba al Papa le resultarían agradables. Tales eran los tiempos que se vivían. Se había comprometido a no guardar silencio si ello afectaba a la Iglesia o a la Obra. En varias ocasiones tuvo que coger la pluma, pues hasta Roma llegaban las salpicaduras de ciertas campañas de prensa, francesa y española (208). Entonces exponía al Papa la realidad objetiva de los hechos, la falsedad de las acusaciones y el origen de los ataques. Como era natural, estos desagradables sucesos, aunque no le quitaban la paz interior, algo le afectaban. Contemplados desde arriba eran un cúmulo de bajezas, pequeñas y rastreras:
Me dio pena leer aquella mordacidad obscena, que enviaron anónimamente desde España. Es inevitable que el demonio no esté contento: cuando va bien para los corderos, no va bien a los lobos. Quemé el papelucho. Estad tranquilos, porque vuestro trabajo y el de vuestros hermanos -el Opus Dei- llega al cielo en olor de suavidad (209).
Habiendo establecido como cuestión de principio que el Opus Dei no poseería nunca prensa propia, ¿cómo hacer frente a la maledicencia difundida por los enemigos de Dios y de su Iglesia? El Fundador ya había pensado el modo: conceder entrevistas a corresponsales de diversas naciones y periódicos. La primera de ellas la concedió a un corresponsal de Le Figaro, y apareció publicada en mayo de 1966 (210). Su táctica de combate doctrinal era muy simple: cantar claramente la verdad, repitiendo incansablemente que en el Opus Dei todos obran con completa libertad personal, sin que la diversidad en el actuar o en el opinar constituya ningún problema para la Obra, porque la diversidad que existe y existirá siempre entre los miembros del Opus Dei es, por el contrario, una manifestación de buen espíritu, de vida limpia, de respeto a la opinión legítima de cada uno (211).
Contemplando ahora los acontecimientos en su debida perspectiva no parece sino que la Obra, por querer de Dios, tenía que pasar esta prueba. El caso es que, con motivo de unas elecciones sindicales en España, aparecieron comentarios y artículos que trataban de evitar que aquello degenerara en farsa. Los autores de algunos de esos artículos eran personas del Opus Dei, que defendían una mayor libertad sindical. Lo cual produjo una violenta reacción de la prensa de Falange (cadena de periódicos del régimen, llamada Prensa del Movimiento, y algún diario de mayor tirada, como Pueblo). Mons. Escrivá intervino en el asunto, no por el daño que esos periódicos podían causar a su persona ante la opinión pública sino porque el alboroto estaba montado sobre calumnias y representaba, por lo tanto, una ofensa a Dios (212). Por indicación del Padre, el Consiliario de España, Florencio Sánchez Bella, se encargó de visitar a los altos jefes de Falange y de Sindicatos para protestar contra tan injusta campaña. No habiendo obtenido ningún resultado, repitió de nuevo la protesta en el mes de octubre ante el Ministro Secretario General del Movimiento, también sin éxito (213).
Así fue conociendo el Fundador los sucios entresijos de aquella organizada campaña, los cuales le traían, irremediablemente, a la memoria, el "patio de Monipodio", cabeza de una cofradía de ladrones y truhanes, lugar frecuentado por los pícaros del hampa de Sevilla, según lo describe Cervantes (214). Supo de gente que, acaso sin escrúpulo, vendería la conciencia y la pluma; personas que no digieren lo espiritual y, aunque les metas en la cabeza y en el corazón el vino de las bodas de Caná, es inútil, porque lo convertirán inmediatamente en vinagre.
El comprador y los vendedores, igual que aquellos que retrata Cervantes, pícaros al fin todos, son capaces de apalear a una mujer, que no puede defenderse, o de lanzar pellas de miseria contra un sacerdote, que no debe defenderse: porque está obligado a manifestar su mansedumbre. Es la de esa gente una manifestación de cobarde bellaquería, que hay que perdonar y -no faltaba más- que perdonamos (215).
Pero el sacerdote sí que sabía defenderse, y se despachó a su gusto con una carta clara, contundente y muy caritativa, dirigida a José Solís Ruiz, Ministro Secretario General del Movimiento:
Roma, 28 de octubre 1966
Muy estimado amigo:
Hasta aquí me llega el rumor de la campaña que, contra el Opus Dei, hace tan injustamente la prensa de la Falange, dependiente de V. E.
Una vez más repito que los socios de la Obra -cada uno de ellos- son personalmente libérrimos, como si no pertenecieran al Opus Dei, en todas las cosas temporales y en las teológicas que no son de fe, que la Iglesia deja a la libre disputa de los hombres. Por tanto, no tiene sentido sacar a relucir la pertenencia de una determinada persona a la Obra, cuando se trate de cuestiones políticas, profesionales, sociales, etc.; como no sería razonable, hablando de las actividades públicas de V. E., traer a cuento a su mujer o a sus hijos, a su familia.
Con ese modo de proceder equivocado se comportan las publicaciones que reciben inspiración de su Ministerio: y así no logran más que ofender a Dios, confundiendo lo espiritual con lo terreno, cuando es evidente que los Directores del Opus Dei nada pueden hacer para cohibir la legítima y completa libertad personal de los socios, que nunca ocultan -de otra parte- que cada uno de ellos se hace plenamente responsable de sus propios actos y, en consecuencia, que la pluralidad de opiniones entre los miembros de la Obra es y será siempre una manifestación más de su libertad y una prueba más de su buen espíritu, que les lleva a respetar los pareceres de los demás.
Al atacar o defender el pensamiento o la actuación pública de otro ciudadano, tengan la rectitud -que es de justicia- de no hacer referencia, desde ningún punto de vista, al Opus Dei: esta familia espiritual no interviene ni puede intervenir nunca en opciones políticas o terrenas en ningún campo, porque sus fines son exclusivamente espirituales.
Espero que habrá comprendido mi sorpresa, tanto ante el anuncio de esa campaña difamatoria como al verla realizándose: estoy seguro de que se dará cuenta del desatino que cometen y de las responsabilidades que en conciencia adquieren ante el juicio de Dios, por el desacierto que supone denigrar a una institución que no influye -ni puede influir- en el uso que, como ciudadanos, hacen de su libertad personal sin rehuir la personal responsabilidad, los miembros que la forman, repartidos en los cinco continentes.
Le ruego que ponga un final a esa campaña contra el Opus Dei, puesto que el Opus Dei no es responsable de nada. Si no, pensaré que no me ha entendido; y quedará claro que V. E. no es capaz de comprender ni de respetar la libertad, qua libertate Christus nos liberavit, la libertad cristiana de los demás ciudadanos.
Peleen ustedes en buena hora, aunque yo no soy amigo de las peleas, pero no mezclen injustamente en esas luchas lo que está por encima de las pasiones humanas.
Aprovecho esta ocasión para abrazarle y bendecirle, con los suyos,
in Domino (216).
El Fundador era verdaderamente un "romántico", que luchaba por la libertad sin meterse en política (217). Porque si bien la política es arte de gobierno, con muchas posibilidades y muy variada inspiración, no hay que olvidar que es también puerta de acceso al poder. Para Mons. Escrivá, el respeto a la libertad humana era la mejor garantía de la unidad interna de la Obra; mientras que la ambición de poder llevaría derechamente a su desintegración. Tal es la condición común del hombre: una perenne tentación de imponer la propia voluntad a sus conciudadanos. Razones en las que, aparte las sobrenaturales, se apoyaba el Fundador para afirmar que un Opus Dei metido en política es un fantasma que no ha existido, que no existe y que nunca podrá existir: la Obra, si sucediera ese caso imposible, inmediatamente se disolvería (218).

5. El marquesado de Peralta

La correspondencia del Fundador con grandes personajes de la política es muy escasa. A media docena de cartas se reduce la mantenida con D. Francisco Franco, Jefe del Estado; y poco más abundantes son las cartas a personas de la Casa Real española. Con Franco guardó siempre una respetuosa distancia; y, en el caso de Don Juan de Borbón, Jefe de la Casa Real de España, una cortés y afectuosa imparcialidad política (219). La primera vez en que, dejando a un lado el protocolo, se dirige a Don Juan llanamente, con intimidad y deferencia, es en carta del 21 de noviembre de 1966.
Señor -le dice-,
acabo de leer su cariñosa carta del 15 del corriente, que me ha dado tanta alegría. ¡Cómo me gustaría poder ver despacio a Vuestra Majestad, y charlar! ¿No piensa venir a Roma?
Ya sabe que rezo todos los días por la Augusta Persona de mi Rey y por toda la Real Familia: con esto, no hago más que continuar personalmente con los ideales de lealtad que aprendí de mi padre, q.e.p.d.
Pero mi oficio -nunca lo olvido- no es hacer política, sino defender la legítima libertad cristiana de opción temporal, que han de tener todos y cada uno de los hombres. Bien sé que V. M. tiene el mismo pensamiento: vencer no basta, hay que convencer con la conducta y con la doctrina.
Los actos de Londres salieron muy bien: la reina estuvo encantada y encantadora.
Permita, Señor, que le dé un abrazo muy fuerte, aunque no sea protocolario, antes de quedar suyo afmo. Cap. in Domino
Josemescrivá de B. (220).
El vínculo de simpatía entre el Fundador y Don Juan está sustentado por la lealtad que su padre, don José Escrivá, profesó siempre a la Corona y a los reyes de España. Desde muy pequeño, Josemaría había oído narrar en casa historias del linaje de sus padres. El ilustre abolengo de familia, los servicios al Rey y los altos ideales patrióticos quedaron fielmente grabados en su memoria. Aquellos ideales echaron raíces en el alma tierna de Josemaría, todavía niño y a punto de entrar en la adolescencia. De aquellos felices episodios de sus antepasados lo único que sobrevivió fue la devoción al padre y la fidelidad a las ideas inculcadas en el hogar. La simpatía hacia don Juan, manifestada privadamente en momentos azarosos para la Corona de España, no constituye, por lo tanto, una decisión nacida del razonamiento político o de intereses personales. Es, más bien, asunto ligado a recuerdos y tradiciones de familia; y deseo de honrar interiormente la memoria de don José (221).
Como perdida entre la correspondencia del Fundador hay también otra anécdota de devoción filial, en donde vibra su corazón con los recuerdos. Va en una carta dirigida a su hermano Santiago, el 20 de marzo, viernes de Dolores, de 1964. He aquí el párrafo en cuestión:
Me da alegría escribir hoy, en la fiesta de nuestra Madre, q.e.p.d., porque estos hijos míos han querido que no se dejara de celebrar, en todo el mundo en nuestras casas, el santo de la Abuela y, por devoción a la Ssma. Virgen y por cariño a mamá, han obtenido de la Santa Sede que para nosotros no fuera suprimida esta festividad. No imagináis cuánta alegría tengo. Que pidáis por mí, para que sea bueno, fiel y alegre siempre (222).
Doña Dolores -la "Abuela"-, así como "tía Carmen", habían entrado en la historia del Opus Dei por sus merecimientos y sacrificios. El cariño de los primeros miembros de la Obra a la familia de los Escrivá era, más que afecto generoso y espontáneo, gratitud sobrenatural. En el hogar de los Abuelos había sido puesto el Fundador, por querer de la divina Providencia. De ahí arrancaba su disposición de entrega. La historia, hasta la fecha del 20 de junio de 1957 en que Carmen Escrivá de Balaguer muere en Roma, va puntualmente referida. Para el hermano menor esta muerte representa una nueva orfandad. Trance dolorosísimo para Santiago, a quien el Fundador invitó a vivir por un tiempo con algunos miembros del Opus Dei, para hacerle más llevadera la soledad. Pero los sucesos se desencadenaron rápidamente.
En efecto, en septiembre de ese año de 1957 estaba ya fijada la fecha de la petición de mano de la señorita Gloria ("Yoya", en familia) García-Herrero (223). Don Josemaría, como cabeza de familia, salía de Roma el 21 de enero de 1958 para pedir a Yoya por esposa de su hermano (224). El 7 de abril se celebró la boda. No se hallaba presente a la ceremonia don Josemaría. Nada extraño. Quiso ofrecer al Señor ese sacrificio. Era norma suya. Tampoco asistía a actos masivos, ni a primeras misas de sus hijos sacerdotes.
En Roma se estableció el matrimonio. Allí trabajó Santiago hasta 1961, en que regresó a España para establecerse definitivamente en Madrid. Dios bendijo a la pareja con abundante prole. Nueve hijos llegaron a tener. El Fundador seguía de cerca nacimientos y bautizos, y el desarrollo físico y espiritual de los pequeños. Los conocía por las fotos, si es que no tenía ocasión de verlos cuando residían en Roma o iban por allí. Los padres preparaban a los pequeños en la doctrina cristiana y siempre se buscaba una fecha en que coincidiesen con don Josemaría, para que el tío pudiese darles la Primera Comunión (225). Nunca olvidaba felicitar a su cuñada Yoya o a su hermano Santiago con motivo de aniversarios o fiestas familiares. También los pequeños ponían unas letras a su tío, contándole sus aventuras, quiénes eran sus amigos, y si los Reyes Magos les habían traído los juguetes que pidieron… Y el tío, aparte de las líneas habituales, alguna que otra vez les escribía personalmente, sobre todo si había asuntos "graves" que tratar:
Roma, 29-III-68
Querida Mariajosé: como hoy me dedico a contestar cartas importantes, también voy a contestar a la tuya.
¡Vaya tarta imponente, la que me enviaste, bien dibujada por ti, el día de nuestro Santo! Lástima que no se pudiera comer: otra vez será más gustosa, aunque no sea tan grande.
Tengo muchas ganas de verte: ya me contarás entonces lo que rezas, lo que estudias, las amigas simpáticas que tienes… y tantas cosas más.
Te abraza y te bendice tu tío
Josemaría (226).
Todos los días encomendaba a la familia, padres y sobrinos, en la Santa Misa, junto con los parientes de todos sus hijos en el Opus Dei, y con los bienhechores de la Obra, y con quienes procuraban no serlo. Le hubiera dado gran alegría encontrarse rodeado de todos sus sobrinos, escribe en una ocasión (227). Pero jamás pensó en hacer un viaje especial para verlos; muchos más hijos tenía esparcidos por el mundo a los que no había podido visitar nunca.
Por lo que sabemos del nacimiento de su hermano Santiago en Logroño, la nueva familia era fruto de la fe mostrada por Josemaría, de muchacho, en el momento de comunicar a su padre que quería hacerse sacerdote. Y ante el cadáver de don José, en presencia de la madre, de la hermana y del pequeño Santiago, don Josemaría había prometido no abandonar nunca a la familia y cuidar de ellos como si fuera el padre. Y ¿no es admirable que cuarenta años después estuviera todavía piadosamente despierta esa obligación en la memoria de don Josemaría? El 15 de julio de 1968, a punto de salir de Roma, escribía a Yoya y Santiago:
Deseo que paséis un verano feliz en la paz del Señor, y una fiesta del apóstol Santiago llena de alegría. Así lo pediré, y lo pido diariamente, en la Santa Misa (228).
A continuación aconsejaba a su hermano Santiago que se pusiera en manos de un buen médico para seguir un régimen de adelgazamiento (229).
Pero el punto realmente importante, del que se escapa una contenida queja, viene a párrafo seguido:
No te oculto que me haces sufrir, también porque nunca recibo una letra tuya; ni ahora, que me ayudaría tanto, en el momento en el que -por esos pequeños- estoy cumpliendo un deber que me cuesta no poca molestia (230).
Leyendo estas líneas da la impresión de que, por debajo de ellas, corre una triste noticia. Como si el Fundador esperara que, de un momento a otro, cayese sobre sus espaldas una penosísima carga. Pocos días antes, la Comisión Permanente del Consejo de Estado había dado parecer jurídico a una solicitud presentada por don Josemaría Escrivá de Balaguer -de acuerdo con su hermano-, meses atrás. Luego, el 12 de julio, deliberó sobre ello el Consejo de Ministros. A propuesta del Ministro de Justicia, el Jefe de Estado firmó, el 24 de julio, un decreto que textualmente dice:
"Accediendo a lo solicitado por don José María Escrivá de Balaguer y Albás, de conformidad con lo prevenido en la Ley […]. Vengo en rehabilitar a su favor, sin perjuicio de tercero de mejor derecho, el título de Marqués, con la denominación de Peralta, para sí y sus sucesores legítimos, previo pago del impuesto especial y demás requisitos complementarios" (231).
El interesado, como era usual, agradeció por carta al Jefe del Estado la rehabilitación del título a su favor. Carta en la que llaman a gritos la atención varios particulares. ¿Por qué no hay en ella (salvo un decreto referido en siglas) el más leve indicio del asunto de que se trata? Y, lo que no es menos sorprendente, ¿por qué el favorecido se dedica con empeño a explicar que más que ejercitar un derecho ha cumplido un durísimo deber? Ésta es la carta:
Roma, 3 de agosto de 1968
Excelencia,
tengo mucho gusto en agradecer la bondad que ha tenido con mi gente, al firmar el Decreto 1851/1968, de 24 de julio.
Pienso que, a la vez, tengo la obligación de manifestar a V.E. que realmente, más que ejercitar un derecho, he cumplido con un deber que me ha sido durísimo, y que se ha suavizado gracias a la noble comprensión de V.E.
Me es muy grato quedar de V.E. afmo. Cap. in Domino
Josemescrivá de B. (232).
* * *
A poco de terminar la guerra civil corría ya, en ambientes eclesiásticos y entre gente universitaria, la fama de santidad de don Josemaría. Para sus hijos era algo más: un santo fundador cuyo apostolado se iría dilatando al compás de la historia, hasta llenar el mundo. Eran pocos los seguidores de aquel santo sacerdote, aunque plenamente conscientes de la magnitud de la empresa que tenían por delante. Bien es verdad que se hallaban en los comienzos, pero quienes habían vivido con el Fundador antes de la guerra se sentían responsables de la conservación y transmisión a la posteridad de sus enseñanzas, de los relatos de las gracias fundacionales (de las que llegaron a conocer, que no eran todas, ni mucho menos) y de los documentos y papeles que constituyen testimonio biográfico. Entre todas aquellas noticias había anécdotas sobre el hogar y los parientes; recuerdos del paso de la familia por Barbastro, Logroño, Zaragoza y Madrid; y relatos referentes a la primera llamada del Padre, a la vocación sacerdotal y a la fundación del Opus Dei. De los avatares de la guerra se salvó el famoso baúl, atestado de papeles y recuerdos, cuya custodia había encomendado el Fundador por unos años a la Abuela.
Después, siendo ya don Álvaro del Portillo Secretario General del Opus Dei, se fueron recogiendo, en una segunda etapa, documentos que sirviesen el día de mañana para completar la biografía del Fundador. Hacia 1962, movidos por la piedad filial, y pensando en quienes vendrían detrás, trataron de hacer la genealogía de la familia (233). Recorrieron los archivos parroquiales de la comarca, obteniendo copias de partidas de nacimientos y matrimonios. No hubiera sido lógico que, sabiendo la talla histórica del Fundador y lo que representaba su figura, sus hijos se hubieran despreocupado de hacerse con los documentos concernientes a su persona (234). En la búsqueda aparecieron lazos de parentesco con personajes de la nobleza aragonesa, en línea directa, lo que hacía presumir el derecho de los Escrivá de Balaguer a algunos títulos nobiliarios (235).
En 1965 don Álvaro decidió que se investigase tal posibilidad, reconstruyendo el árbol genealógico, a condición de que ello no supusiera ninguna carga económica para la Obra (236). Una vez completado el árbol, un experto genealogista del Reino de Aragón certificó que, efectivamente, a don Josemaría pertenecían por derecho dos títulos: la Baronía de San Felipe, por entrambas líneas, y el Marquesado de Peralta por línea materna (237). Cuando llegó el momento de decir al Fundador que tenía derecho a dos títulos, y que el asunto había sido confirmado por un profesional ajeno a la Obra y de reconocido prestigio en la materia, el interesado rehusó el solicitarlos, prohibiendo terminantemente a sus hijos que se ocuparan de ello. Nadie se atrevió a insistir. Los motivos eran obvios, porque, ¿cómo se compaginaba, en su caso particular, el Deo omnis gloria con el lucimiento del título? Además, el adorno personal de un marquesado difícilmente caía bajo el lema por el que se había guiado toda la vida: el ocultarse y desaparecer. Y, a fin de cuentas, ¿de qué le valía?
Lo sorprendente de esta historia es que, al decirle que tenía derecho a dos títulos nobiliarios, la noticia no le causó la más mínima sorpresa. Probablemente lo sabía ya por tradición oral, porque también conocía entronques familiares de épocas más remotas, como, por ejemplo, los parentescos con san José de Calasanz o con el hereje Miguel Servet.
Por de pronto quedó suspendida la tarea de investigación, porque don Josemaría no tenía interés alguno en pedir el reconocimiento. Pero corrió un tiempo prudencial y sus hijos -entre ellos don Álvaro y Pedro Casciaro- volvieron sobre el tema, presentándole el asunto, no como cuestión de capricho sino como deber de justicia (238). La rehabilitación, con vistas a una transferencia de los títulos a su hermano Santiago, sería una manera de compensar los muchos sacrificios y hasta ayudas económicas de los Escrivá al Opus Dei. Tenía pendiente una deuda de gratitud y, para satisfacerla en justicia, no podía invocar su desprendimiento de honores humanos. Además, como primogénito de la familia solamente a él correspondía el derecho de reclamación (239).
Los nombramientos o distinciones hasta entonces otorgados no los había solicitado el Fundador (240). Eran honores académicos o tratamientos que aceptó, más que nada, por no desairar a quienes con tanto afecto querían honrarle. En cambio, el caso de la rehabilitación de los títulos nobiliarios era diferente, puesto que tenía que reclamarlos personalmente. Eso repugnaba a su natural, nada aficionado a privilegios y excepciones.
Verdad es que los honores nunca afectaron su comportamiento y costumbres. No eran raras las ocasiones, por ejemplo, en que un Cardenal, un obispo o alguna otra alta autoridad civil se dirigía a él, llamándole Excelencia. Don Josemaría, invariablemente, cortaba el vuelo ceremonioso del título y aclaraba: llámame don Josemaría, don Escrivá, Padre, pero déjese de esos tratamientos, que no me interesan (241).
Varias veces estuvo el Fundador a punto de ser promovido al episcopado para una diócesis española. Cuando en 1960 corrían fundados rumores sobre su nombramiento, se fue al Cardenal Tardini para decirle que no aspiraba a ningún título ni cargo, ni dentro ni fuera de la Iglesia. No aceptaría ni siquiera la mitra de Toledo, con la púrpura, aunque me la ofrecieran insistentemente, fueron sus palabras textuales (242).
Algunas de las decoraciones que recibió eran el premio civil a la acción social o benéfica de obras corporativas del Opus Dei. El Fundador no se atribuía entonces ningún mérito a sí mismo sino a la gracia de Dios y al trabajo de sus hijas o de sus hijos. Por lo que solía repetir un dicho italiano: il sangue del soldato fa grande il capitano (243).
Mucho debía pesar en su ánimo la gratitud filial cuando se decidió a reexaminar el caso, que era harto desagradable en sus consecuencias. En efecto, tan pronto recabara un título nobiliario, sus contradictores echarían a vuelo las campanas; y no con buen propósito, como es de imaginar. Se reactivarían campañas de prensa, que no estaban apagadas, y las calumnias, las habladurías, las críticas, las maledicencias y las caricaturas, que todo ello era previsible esperar.
El Fundador, como siempre, llevó el problema a la oración. Habló después con sus dos Custodes; y pidió más oraciones para que el Señor le iluminase. Luego solicitó consejo de personas prudentes: eminentes eclesiásticos, cardenales de la Curia, prelados virtuosos (Cardenales Dell'Acqua, Antoniutti, Larraona, Marella…; prelados españoles: Cardenal José María Bueno Monreal, Mons. Casimiro Morcillo, Mons. Abilio del Campo, Mons. Enrique Delgado…) (244).
Decisivo fue el parecer del Cardenal Larraona, quien le informó que reclamar el título no era sólo un derecho sino que, como Fundador del Opus Dei, estaba obligado a hacerlo. ¿No había enseñado siempre a sus hijos a cumplir con las obligaciones civiles y ejercitar todos los derechos ciudadanos? Si siendo el Fundador renunciaba a un derecho que todos estaban acordes en atribuirle, ¿qué harían los que viniesen detrás? Ante este argumento el Fundador tuvo que rendirse (245). Se encontraba, como quien dice, entre la espada y la pared. Por un lado, expuesto a la incomprensión de un gesto para él obligatorio, pero que las gentes juzgarían frívolo y vanidoso. Por otra parte, confirmar ejemplarmente ante sus hijos cuál era el espíritu genuino del Opus Dei, mostrando así, una vez más, que el camino de santificación pasa por la Cruz.
Muy a pesar suyo se dispuso a ejercitar lo que, con eufemismo, califica de deber antipático (246). En realidad, constituía un acto heroico fabricado de piedad filial, justicia, humildad y fortaleza. Porque el tratamiento honorífico ni le era agradable ni pensaba disfrutarlo. En cuanto a las consecuencias, ¿qué podía esperar sino molestias y mortificaciones? Asumió personalmente toda la responsabilidad en este asunto; y, para asegurarse de que no perjudicaría a la Obra, impuso a sus hijos la condición de que las expensas no recayesen sobre ella (247).
Las gestiones administrativas fueron rápidas. La instancia pidiendo el reconocimiento del título de Marqués de Peralta se presentó en el Ministerio de justicia el 15 de enero de 1968. Diez días depués, adelantándose a lo que le venía encima, don Josemaría escribió al Consiliario de España una sustanciosa carta explicativa:
Roma, 25 de enero, 1968.
Querido Florencio: que Jesús me guarde a esos hijos de España.
En esta vida y no pocas veces, a pesar de mi flaqueza y de mis miserias, me ha dado el Señor fuerzas para saber cumplir serenamente con deberes más bien antipáticos.
Hoy, después de considerarlo despacio delante de Dios y de pedir los oportunos consejos, comienzo a cumplir con uno, que solamente es antipático -para mí- por las circunstancias personales mías: para cualquier otra persona, sería cosa gustosa y sin quiebras.
Desde la altura de mis sesenta y seis años, vienen a mi recuerdo mis padres, que tanto hubieron de sufrir -estoy seguro- porque el Señor tenía que prepararme como instrumento -bien inepto soy- y ahora estoy persuadido de que es la primera vez que, en cosas de este mundo, guardo el dulcísimo precepto del Decálogo. Hasta ahora, pido perdón porque no os he dado buen ejemplo, mi gente me sirvió de medio para sacar adelante la Obra: también Carmen y, de algún modo, Santiago.
Me ha movido también, en el caso actual, a obrar como obro, no sólo lo que parece claramente nuestro buen derecho, sino la posibilidad de ayudar a los hijos de mi hermano.
De otra parte observo rectamente el espíritu de la Obra: ser iguales a los demás. Esto me hacía notar un Cardenal de Curia, la semana pasada: con la manera de ser del Opus Dei, decía, su conducta es consecuente y razonable.
Ayer os hice decir, por medio de Álvaro, cuando hablasteis por teléfono, que no me importan los comentarios -que no harían, si se tratase de otra persona cualquiera, de otro ciudadano español-, y os ruego que, si dicen o escriben algo molesto, que sea lo que sea será injusto, hagáis oídos sordos.
De todas formas, si prudentemente se puede evitar que los haya, mejor sería evitarlos, aunque a última hora da igual.
Ya os he abierto mi conciencia: es, de mi parte, una obligación razonable y sobrenatural.
Un abrazo muy grande. Contento, de tanta labor de almas que hacéis en esa queridísima tierra nuestra.
Os quiere y os bendice vuestro Padre
Mariano (248).
Pasado el plazo legal de tres meses sin que nadie impugnase la petición del título, se presentó -el 26 de abril de 1968- la documentación pertinente (249). El decreto de 24 de julio reconoce al solicitante el título de Marqués de Peralta; y el Despacho de rehabilitación lleva fecha de 5 de noviembre de 1968 (250).
No falló el Fundador en sus previsiones. Hubo críticas, gritería y rasgaduras de vestimenta. A todo esto, el Padre no abrió la boca ni hizo siquiera mención del título (251). Al correr de los meses el alboroto se fue apaciguando y, pasado un tiempo prudencial, don Josemaría, como había decidido desde el principio, hizo cesión de su título al hermano (252).
A los treinta años de dictadura se proclamó, por fin, en España la Ley de Sucesión (17-VII-1969), por la que se designa sucesor en la Jefatura del Estado, a título de rey, a don Juan Carlos de Borbón y Borbón. El Padre, sin hacer uso del título, escribió una carta a D. Juan Carlos de Borbón, corroborando la dirigida en 1966 a su padre, D. Juan de Borbón. En la carta remacha la postura del Opus Dei, ajena a todo partidismo y a toda actividad política. En dicha carta confirma, asimismo, la libre decisión personal de cada uno de sus miembros en cuestiones temporales:
Roma, 16 septiembre 1969
Alteza,
aprovecho gustosamente la ocasión de poder enviarle a mano estas letras, para presentarle mi personal adhesión a la Dinastía, como la tuvieron siempre mis antepasados -por línea paterna y materna-, desde el reinado de Felipe V.
Tanto su Augusto Padre D. Juan como V. A. me han manifestado, desde hace tantos años, su amistad a la que constantemente he procurado siempre corresponder. Pero, al mismo tiempo, les he hecho tener en cuenta la realidad -clara e indudable- de que el Opus Dei es una asociación de exclusiva finalidad apostólica y espiritual, que deja a cada uno de sus miembros completamente libres en todas las cosas temporales, como si no pertenecieran a la Obra.
Por eso estoy seguro de que V. A. habrá visto con toda naturalidad que sólo unos pocos socios del Opus Dei en España -y no como socios de la Obra, sino como libres ciudadanos- se hayan manifestado partidarios de V. A. en estos últimos tiempos. Los demás socios o son indiferentes, en ese concreto problema político, o se muestran contrarios.
Yo he sabido estas noticias por motivos externos, ya que dentro de la Obra los temas temporales no pueden tocarse. Inmediatamente pensé en aprovechar la primera oportunidad de hacer llegar a V. A. el conocimiento objetivo de estas cuestiones. Y ésa es la razón principal de escribirle hoy, a la vez que me da alegría decirle que pido al Señor que le ayude y le ilumine, de modo que V. A. pueda ganarse la libre voluntad de todos los españoles.
Con grandes deseos de verle, reza cada día por V. A. R., por la Princesa Sofía y por los Infantes, y queda de V. A.
devmo. Cap. in Domino
Josemescrivá de B. (253).

6. "De hecho, no somos un Instituto Secular"

En mayo de 1962, en carta dirigida a miembros con encargo de gobierno y formación, el Fundador explicaba la situación jurídica del Opus Dei. Su voz adquiría tono de cuita. Adivino -les decía- vuestro desasosiego, porque veis en peligro la barca donde un día nos hemos embarcado con Cristo (254). Así era. Algunos sentían incertidumbre ante el futuro; otros, cierta desilusión al ver que la llamada divina que habían recibido corría el riesgo de ser desvirtuada. Pero no les ocultaba el Fundador sus temores. Al contrario, les advertía seriamente de la gravedad del momento histórico que atravesaban:
El cielo azul y límpido que lucía sobre nuestro apostolado el 24 de febrero de 1947, cuando recibimos el Decretum laudis, y creíamos, ingenuamente quizá, que no nos iban a perjudicar las concesiones que hubimos de hacer para lograr el reconocimiento jurídico, se ha ido cubriendo poco a poco de nubes.
Hoy, al cabo de tan pocos años -desde 1947 a 1962, cuando escribo esta carta-, ya se puede decir que navegamos bajo un nublado tormentoso (255).
Con la promulgación de la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, del 2 de febrero de 1947, se dio vida a los Institutos Seculares. Tres años más tarde, en 1950, el Fundador solicitó de la Santa Sede la aprobación definitiva del Opus Dei. Gracias a ella pudo extenderse universalmente la labor apostólica. Pero la evolución interpretativa de las normas por las que se regían los Institutos Seculares, y el acceso de sociedades y movimientos apostólicos heterogéneos, desdibujó la naturaleza jurídica de las nuevas instituciones. De tal manera que la "secularidad", que era el criterio propio y distintivo de estas entidades, frente a las Órdenes, Congregaciones y demás Sociedades religiosas, se convirtió en concepto amplísimo e indeterminado. Con lo cual dicho criterio se hizo ambiguo y confuso, y su esencia quedó desvirtuada.
Era consciente el Fundador de que, por entonces, no tenía otra opción que la de insertarse en la normativa común a los Institutos Seculares. Muy a su pesar, en algunas materias hubo de conceder, sin ceder; pero siempre dejaba claramente fijado en los documentos presentados a la Curia cuál era el genuino espíritu del Opus Dei. Sin embargo, la falsa idea de que el Opus Dei era un eslabón más en la evolución del estado religioso comenzó a extenderse, contribuyendo no poco a ello el que los Institutos Seculares dependieran de la Sagrada Congregación de Religiosos (256). Por su naturaleza y espiritualidad componían una amplísima gama de entidades que se extendían desde los simples movimientos apostólicos hasta instituciones propiamente religiosas. La consecuencia inmediata de semejante situación histórica fue la tendencia a aplicar e interpretar la normativa propia y exclusiva de los Institutos Seculares de acuerdo con una mentalidad acomodada a las Congregaciones religiosas. Y, en cuanto a la unidad institucional de los miembros del Opus Dei -sacerdotes y laicos, hombres y mujeres- a punto estuvo la Obra de ser seccionada en 1951, si Dios no lo hubiera impedido (257).
Con todo, el peligro inminente era que los Institutos Seculares llevaban camino de ser asimilados a las Congregaciones y demás institutos religiosos (258). Peligro que -como señalaba el Fundador en 1952- era ya, por desgracia, una evidente realidad (259). Era preciso, por tanto, tomar medidas de urgencia, antes de que la situación empeorase. ¿Qué podía hacer para defender su carisma en medio de semejante desbarajuste? En primer lugar, rezar. Y, en segundo lugar, manifestar de modo privado, y luego públicamente, que el Opus Dei -para el que había aceptado, en 1949 y en 1950, el camino menos inadecuado- no respondía ya, en absoluto, a la configuración jurídica que de hecho y, en no pocos casos, de derecho, se venía dando a los Institutos Seculares.
Comenzó, pues, a insistir en tan avanzada idea, de palabra y por escrito:
De hecho no somos un Instituto Secular, ni en lo sucesivo se nos puede aplicar ese nombre: el significado actual del término difiere mucho del sentido genuino, que se le atribuía cuando la Santa Sede usó esas palabras por primera vez, al concedernos el Decretum laudis en el año 1947 (260).
Estas palabras las recogió en una carta a sus hijos, fechada el 2 de octubre de 1958, en la que, con ocasión del trigésimo aniversario de la fundación del Opus Dei, sintetizó sus reflexiones acerca del desajuste entre la naturaleza, espíritu y apostolado del Opus Dei y su configuración jurídica como Instituto secular.
Y para evitar todo posible equívoco, en cuanto a la secularidad del Opus Dei, cambió buena parte de la nomenclatura interna, sustituyéndola por vocablos de neto sabor laical: como, por ejemplo, "Directores" en lugar de "Superiores". Además, con objeto de precaver todo posible confusionismo sobre las notas específicas de la vocación al Opus Dei, reafirmó la prohibición de la asistencia de sus miembros a los congresos o asambleas de los que se dice que están en estado de perfección (261). Con conocimiento y permiso de la Santa Sede, naturalmente. Y, sobre todo, hizo rezar. Rezar con todos sus hijos, constantemente; ofreciendo a Dios el trabajo profesional; y celebrando, y mandando celebrar miles de misas, en tanto no se arreglase esa anómala situación (262).
El Cardenal Roncalli había sido elegido Papa en 1958 con el nombre de Juan XXIII. Penetraron en la Iglesia vientos de renovación; y el Fundador se sintió invitado a plantear la cuestión institucional. Pero antes de presentar al Papa la posible revisión del estatuto jurídico del Opus Dei dentro del marco del derecho vigente, elevó una consulta oficiosa al Cardenal Tardini, Secretario de Estado. Para ello preparó una nota tanteando la viabilidad de su petición. Este Appunto lleva fecha del 19 de marzo de 1960 (263). En sus primeras líneas expone audazmente los motivos de la petición. Hace historia desde el 2 de octubre de 1928, cuando vio el Opus Dei como una institución cuyos miembros ni serían religiosos ni equiparados en modo alguno a los religiosos. No le faltaba al Fundador afecto a los religiosos; los amaba y veneraba con todas sus fuerzas. Pero la naturaleza del apostolado que el Opus Dei tendría que realizar en medio del mundo se haría con laicos que ejercieran en la sociedad civil su trabajo profesional (264).
En el cuerpo de la propuesta solicitaba que el Opus Dei dejase de depender de la Sagrada Congregación de Religiosos y pasase a la Congregación Consistorial (265). Se crearía una Prelatura nullius, con un exiguo territorio propio en el que incardinar a los sacerdotes de la Prelatura y se confirmarían por la Santa Sede los Estatutos ya aprobados y debidamente retocados, junto con todos los rescriptos y declaraciones pontificias posteriores respecto al Opus Dei (266).
Esta consulta, sobre una posible revisión constitucional del Opus Dei, acabó prematuramente en manos del Secretario de Estado. Don Álvaro refiere el suceso. Por encargo del Padre, fue un día a llevar toda la documentación al Cardenal Tardini. Estaba en la sala de espera cuando se presentó allí el Cardenal Valeri, prefecto de la Sagrada Congregación de Religiosos, de la que dependían los Institutos Seculares. Por deferencia tenía que dejar pasar antes al purpurado y puesto que, de todos modos, estaría pronto informado de la consulta, prefirió hablarle de ello mientras esperaban. No comprendía el Cardenal Valeri las razones que le exponía don Álvaro y, desde un principio, se opuso de plano a que el Opus Dei pasara a depender de otra Congregación. Cuando le tocó el turno y fue recibido por Tardini, cuenta don Álvaro que, al recoger la documentación, le dijo el Cardenal: "Questo non lo guardo neppure, è inutile" (267). No se trataba de negativa momentánea. Poco más adelante, en audiencia del 27 de junio de 1960, el Secretario de Estado manifestó al Fundador, una vez más, que no era tiempo oportuno para hacer una petición formal al Santo Padre en ese sentido. Según su criterio personal era mejor dejar que las cosas siguieran su curso, porque quedaba todavía un largo trecho por andar. "Siamo ancora molto lontani", le dijo el Cardenal (268).
Esta negativa no desarmó al Fundador. Era grande su fe y pensaba que, en cualquier caso, había sembrado una semilla que daría su fruto el día de mañana. Después, meses más tarde, escribió una nueva carta a sus hijos con todo lo que le bullía dentro del alma.
¿Qué es lo que pedía?; ¿qué quería? Pedimos -decía a sus hijos-, el triste privilegio de poder respirar (269). La intención firme de no cejar, hasta que el Opus Dei discurriera por el cauce jurídico apropiado, estaba muy viva en el pecho del Fundador, que de continuo andaba solicitando oración y sacrificios. Entre tanto corría el tiempo. En junio de 1961 falleció el Cardenal Tardini. Y poco después, el Cardenal Ciriaci, que conocía el problema de la situación jurídica del Opus Dei, aseguró a Mons. Escrivá que estaba en condiciones de llevar el asunto adelante, planteando la cuestión ante el Romano Pontífice (270). Vistas las insistencias del Cardenal, no le pareció bien a don Josemaría desatender esa voz, aunque la consideraba, como él decía, contraria a los dictámenes de mi cabeza (271).
Todo se hizo con rapidez. El 7 de enero de 1962 el Fundador escribía al Cardenal Cicognani, Secretario de Estado, para que entregara a Juan XXIII una carta adjunta. En dicho documento se pedía formalmente la revisión del estatuto jurídico del Opus Dei; y se sugerían dos posibilidades, a fin de aclarar definitivamente el carácter secular del Instituto (272). O bien, erigir el Instituto en Prelatura nullius; o bien, confiar al Presidente del Opus Dei una Prelatura nullius.
Pero, pasaban los días y la petición no parecía llevar camino de resolverse (273). Como era habitual, Mons. Escrivá acudió a la Virgen. El 16 de abril hizo una romería a la Madonna di Pompei, con una intención clara: para que se resuelva definitivamente la cristalización jurídica del Opus Dei; así se lee en una nota para archivar, en la que expresaba su indestructible esperanza de que todo llegaría a buen término:
Con mucha fe en Dios Nuestro Señor, y en la protección de Nuestra Madre Santa María, espero que -ahora o más adelante- se encontrará la fórmula -sea la que de momento vemos u otra- para que yo me pueda presentar tranquilo ante el juicio del Señor, porque habré podido cumplir su Santa Voluntad (274).
Pronto le vino una contestación negativa. Por carta del 20 de mayo de 1962, el Secretario de Estado le comunicaba que "la propuesta de erigir el Opus Dei como Prelatura nullius no puede aceptarse ya que está lejos de ofrecer una solución; y presenta, por el contrario, dificultades jurídicas y prácticas casi insuperables" (275).
El Fundador, consciente de su deber de transmitir a las generaciones venideras un Opus Dei estructurado y configurado con plena fidelidad al querer divino, recibió esta negativa con dolor. La aceptó, sin embargo, con serenidad y con plena adhesión al Romano Pontífice, sabiendo que, por un camino o por otro, la solución acabaría llegando (276).
* * *
El 3 de junio de 1963 fallece Juan XXIII y le sucede Pablo VI. El 2 de octubre el Fundador dirige un escrito al Santo Padre proponiendo completar el texto de los Estatutos sancionados en 1950 con las anotaciones y cambios posteriormente introducidos y aprobados. Ligeras modificaciones que no alteraban la configuración jurídica de la Obra, aunque esclarecían algunos puntos de carácter ascético o apostólico (277).
El 24 de enero de 1964 tiene el Fundador una audiencia con Pablo VI, en el curso de la cual el Papa se interesa por el estado de la cuestión institucional; y, al agradecer a Su Santidad la concesión de la audiencia, el Fundador le confirma, por escrito de 14 de febrero, lo que entonces le había dicho de viva voz: No tenemos prisa: sin embargo es grande nuestra esperanza en el definitivo encuadramiento (278).
Este no tenemos prisa es ya un estribillo que resuena, aquí y allá, por entre los documentos de la época:
No tenemos prisa -escribe en nota reservada a la Augusta Persona del Santo Padre-, porque estamos seguros de que la Santa Iglesia no dejará de darnos finalmente la solución jurídica adecuada (279).
Y a Mons. Dell'Acqua:
No tengo prisa, aunque me apremia pensar que, en cualquier momento, el Señor podrá decirme: redde rationem villicationis tuae. Creo, sin embargo, que acabado el Concilio quizás pueda estudiarse nuestra cuestión (280).
En la larga y fatigosa búsqueda de una solución jurídica, para canalizar la abundante corriente de los apostolados del Opus Dei, el Fundador había consumido gran parte de sus mejores energías físicas y espirituales. Había obtenido de la Santa Sede la aprobación definitiva del Opus Dei; pero le faltaba la configuración jurídica apropiada, una vestidura hecha a la medida de la realidad teológica y pastoral del Opus Dei; y no cesó en su afán de hallarla. De manera que su repetido no tengo prisa es eco de las circunstancias que no veía favorables. Detrás de él se esconde una santa impaciencia, una serena e incansable tozudez por andar el último trecho del itinerario jurídico del Opus Dei. En realidad es Dios quien no tiene prisa, y quien se saldrá con la suya. En Dios se apoya el Fundador, con la seguridad de que sacará adelante su Obra, como lo ha venido haciendo desde 1928.
Conociendo el temperamento, y el paso ligero del Fundador, que nunca se quedaba cruzado de brazos, ese no tengo prisa, en que tanto insiste, difícilmente es aplicable a su conducta. En efecto, en diferentes ocasiones y escritos de esos meses, al exponer la cuestión pendiente, habla como quien sufre una angustia de conciencia (281), porque en su resolución ve comprometida la salvación de su alma (282), aunque espera que, ahora o más adelante, se halle la fórmula de la cristalización jurídica del Opus Dei, para poderse presentar tranquilo ante el juicio del Señor (283).
La fallida propuesta, hecha a instancias del Cardenal Ciriaci, cortó de momento los pasos para resolver definitivamente el problema institucional. Dominado el ánimo por las dificultades con que acababa de tropezarse, a finales de mayo de 1962 el Fundador escribió una carta dirigida a quienes ocupaban cargos de dirección en el Opus Dei, exponiéndoles el asunto. Y la comienza implorando la misericordia de Dios, y recitando esperanzadamente con el salmista:
"No me rechaces, Señor, en el tiempo de mi vejez; […] Dios mío, me has adoctrinado desde la juventud: hasta mi vejez y mi decrepitud, Señor, no me desampares" (284).
Repasaba en la oración toda su vida, recordando cómo el Señor, desde su primera juventud, le había llevado de la mano; y prosigue diciendo a sus hijos:
También ahora, cuando estoy entrando en la última etapa de mi vida, y ya voy siendo, mejor, soy viejo, aunque vosotros penséis -por la vitalidad que veis en mí- que soy muy joven, siento que mi Padre Dios no me dejará de su mano, para que tampoco me falte la paz y la alegría, cuando veo acercarse la posibilidad de que se presenten problemas e incomprensiones para la Obra en el crepúsculo de mi vida (285).
Por entonces aparece en sus escritos un sentimiento que denomina "vejez", que no es producto de la senectud ni del cansancio sino de la reiterada consideración de la fugacidad del tiempo: Me voy haciendo viejo. Si queréis, diré voy dejando de ser joven (286).
Y, en otra ocasión, escribe: Pienso siempre que he llegado a viejo (287). Más frecuente era pensarlo que no decirlo, como él mismo refiere en carta a los de España:
Ojalá no se olviden de rezar por este pecador.
Iba a decir viejo pecador, pero no lo he dicho. Y no lo he dicho por dos razones: porque el Santo Padre -quizá porque tiene cinco años más que yo- me dijo sonriente, en la última audiencia: "non deve dire più che è un vecchio!" y porque, pensando bien las cosas, ahora no soy joven y no necesito -por tanto- hacer aquella cuenta… de miles de años, que he venido haciendo desde hace tanto tiempo. Haré, en lo sucesivo, una suma optimista hasta cierto punto, contando solamente la época de mi vida en la que he tratado de servir a Dios Nuestro Señor en su Opus Dei: no llego a los treinta y siete años. Y esto, porque tengo manga ancha: que sea verdad, por el Amor que he querido poner en esos días de esos años, unas veces tan largos y otras veces tan cortos.
Rezad, rezad por mí: que se me hace de noche, y soy aún joven en el servicio de las almas (288).
La anécdota a que se hace referencia tuvo lugar el 10 de octubre de 1964, durante la segunda audiencia privada con Pablo VI. Con grandísimo afecto trató entonces el Papa de aliviar la opresora carga de conciencia que traía el Fundador, que no era otra que el tema candente de la estructura jurídica que reclamaba la naturaleza de la Obra. El Papa le confirmó que, una vez acabados los trabajos del Concilio, podía verse el camino para una solución jurídica definitiva (289). El Fundador estaba dispuesto a esperar sin prisa.

7. El Congreso General Especial (1969-1970)

Habían transcurrido años desde aquella primera e inolvidable audiencia en la que Pablo VI acogió a don Josemaría con los brazos abiertos. Aquel mismo día (24 de enero de 1964) insistía a sus hijos que perseverasen en oración:
Seguid rezando por esa intención especial, de la que he hablado al Papa: ¡que deis la lata a Dios Nuestro Señor, para que tenga presente esta intención tan grande! Sólo nos mueve servir mejor a la Iglesia y a la humanidad entera, fortalecer el espíritu de la Obra, asegurar nuestra entrega, y dar mayor eficacia a nuestro apostolado. Os pido que recéis mucho por la intención grande, por la que suelo ofrecer la Misa todos los días (290).
Tenían que rezar por esa "intención grande", porque el camino estaba sembrado de dificultades. De algunas se enteró casualmente, como sucedió el 5 de mayo de 1964, cuando Mons. Paul Philippe, entonces Secretario de la Congregación para los Religiosos, fue invitado a almorzar en la Sede Central del Opus Dei. En esa ocasión el Fundador le comentó largamente un escrito sobre la naturaleza y espíritu del Opus Dei, exponiendo las insalvables dificultades con que tropezaba a causa del status jurídico propio de los Institutos Seculares. Y tan pronto como acabó de hablar, intervino espontáneamente Mons. Philippe: "¡Qué lástima! Hace poco tuve que dar mi parecer sobre algunas materias referentes al Opus Dei y veo que me equivoqué por entero, que no interpreté bien lo que ahora entiendo perfectamente, después de esta conversación" (291).
Estas breves palabras bastaron para confirmar al Fundador, una vez más, que sería sumamente oportuno explicar a expertos y consultores cuáles eran las dificultades que encontraba para mejor servir a la Iglesia.
Pablo VI concedió a don Josemaría una nueva audiencia el 10 de octubre de 1964. Entrevista que tuvo lugar en una atmósfera de caluroso afecto. En ella el Papa le dio a entender que "los Decretos del Vaticano II -ya en pleno desarrollo- podrían quizá proporcionar, en el futuro, elementos válidos para resolver el problema institucional del Opus Dei" (292). Convinieron, pues, en esperar a que acabase el Concilio para estudiar a fondo la tan deseada solución jurídica, que no debía ser una forma jurídica exclusiva para la Obra, ni tener tampoco carácter de privilegio, como manifestó el Fundador (293).
El Concilio Vaticano II terminó sus sesiones el 8 de diciembre de 1965. Se recogía en sus documentos la llamada universal a la santidad que vino a traer Jesucristo, y la misión y dignidad de los laicos, puntos en los que Mons. Escrivá de Balaguer se cuenta entre los precursores de la doctrina del Concilio. Se había adelantado no sólo en las consideraciones teóricas sino también en el fenómeno vivo y pastoral que es el Opus Dei. En esta línea renovadora, y como prolongación de las estructuras jurisdiccionales necesarias a la acción apostólica de los laicos, se abrieron nuevas perspectivas en el régimen de la Iglesia. Efectivamente, entre los documentos sancionados al clausurarse el Concilio estaba el decreto Presbyterorum Ordinis (7-XII-65), que recomendaba la constitución de peculiares diócesis o prelaturas personales para el servicio y atención de obras pastorales que por sus especiales condiciones así lo requieran (294).
El Fundador veía por fin acercarse la tan deseada solución jurídica. Ansiaba volver a los comienzos, cuando la Obra, desnuda de ropaje jurídico, no presentaba las anomalías canónicas que se vio obligado a aceptar. Llegaba el momento de desandar el camino tomado en 1947 y dejar la configuración de Instituto Secular.
Al año siguiente de la clausura del Concilio, Pablo VI promulgó el Motu proprio Ecclesiae Sanctae (6-VIII-1966), con normas para la ejecución de los decretos del Concilio, determinando con mayor precisión la figura de las Prelaturas personales (295). La alegría experimentada por don Josemaría, al saber que tenía casi al alcance de la mano la solución institucional apropiada para el Opus Dei, se tiñó de dolor en vista de la suerte que estaban corriendo la Iglesia y las almas. Un mal llamado "espíritu del Concilio" había provocado el desconcierto doctrinal en el Pueblo de Dios, dañando costumbres y creencias. Por entonces, en carta del 2 de marzo de 1967, el Fundador manifestaba su estado de ánimo a Mons. Dell'Acqua, ante la crisis que estaba padeciendo la Iglesia, y su perplejidad por la desconfianza, tan poco comprensible, que seguía encontrando respecto a su persona en algunos ambientes eclesiásticos (296).
Recorrió varios santuarios de la Virgen en romería de desagravio y de petición por la Iglesia, por el Papa y por la Obra. Visitó Lourdes, en Francia; Sonsoles, el Pilar y la Merced, en España; Einsiedeln, en Suiza; y Loreto, en Italia. En la primavera de 1969 le llegaron rumores de que se había constituido en la Curia romana una comisión que, al parecer, pretendía introducir modificaciones en los Estatutos del Opus Dei, sin consultar al Fundador (297).
Don Josemaría se daba perfectamente cuenta del peligro que corría si se modificaban los Estatutos, falseando la naturaleza del Opus Dei. Todo le movía a actuar con rapidez, para impedir que siguiera adelante aquel plan. Pero, ¿a quién dirigirse para exponer sus quejas?
Pronto tomó una decisión. Se dejó guiar por el espíritu del Opus Dei. Puso por delante los medios sobrenaturales: oración y mortificación; y luego los humanos: discurrir con la cabeza y emplear a fondo la voluntad. Fue el suyo un acto de amor de Dios, prolongado y heroico. Vivió, punto por punto, al pie de la letra, el primer mandamiento: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente" (298).
En una meditación que dirigía a sus hijos, en la fiesta de la Epifanía de 1970, les exponía en breves palabras cuál era el procedimiento: Tú, Señor, nos has dado la inteligencia para que discurramos con ella y te sirvamos mejor. Tenemos obligación de poner de nuestra parte todo lo posible: la insistencia, la tozudez, la perseverancia en nuestra oración (299). Así, en tensión de servicio, contemplando serenamente los acontecimientos, se comprometió a defender por todos los medios a su alcance la herencia divina del 2 de octubre de 1928. ¡Tranquilos, tranquilos! -decía a sus hijos- no podrán nada, Señor […]. Estoy seguro (300).
* * *
El motu proprio Ecclesiae Sanctae, de agosto de 1966, recomendaba a los Institutos Religiosos y Seculares ponerse al día, de acuerdo con el Magisterio del Concilio Vaticano II y el espíritu de sus fundadores. En un primer momento don Josemaría no consideró oportuno seguir esta ruta de revisión constitucional. Pero, en vista de las circunstancias, vio allí un camino para detener una posible actuación de la reciente Comisión ya mencionada. No había tiempo que perder. Inmediatamente, por carta del 20 de mayo de 1969, dirigida al Cardenal Antoniutti, solicitó celebrar una asamblea: deseamos proceder ahora a la renovación y adaptación de nuestro actual derecho particular y solicitamos a la vez autorización para que el periodo de tiempo establecido para dicha reunión se compute a partir de la fecha del día de hoy (301). La respuesta afirmativa, a dicha petición es del 11 de junio (302). Dos semanas más tarde (25-VI-1969) el Fundador convocó un Congreso General Especial para el 1 de septiembre de 1969.
Era deseo del Padre que todas las Regiones estuvieran representadas en el Congreso, para poner de manifiesto la unidad de la Obra y la colegialidad de su gobierno. Con este propósito fueron convocadas ciento noventa y dos personas (ochenta y siete varones y ciento cinco mujeres), de procedencia, edad y condiciones muy variadas (303).
El trabajo, que duró dos semanas, se llevó a cabo en asambleas paralelas, una de hombres y otra de mujeres, cada una de ellas dividida en cuatro Comisiones. En total, las propuestas presentadas ascendían a ciento setenta y siete. La clausura de las sesiones de los varones tuvo lugar el 15 de septiembre; y las de mujeres, al día siguiente. Como declaró el Fundador, en septiembre de 1970 se celebraría la segunda parte del Congreso. Las propuestas y enmiendas sometidas al Congreso hacían patente la unidad de miras de todos los asistentes. Quiso, sin embargo, el Fundador que todos en la Obra participaran, aun cuando fuese indirectamente, en las decisiones que en 1970 tomarían los congresistas. Para llevar a cabo este intento tendrían lugar, en los meses siguientes, unas Semanas de Trabajo, con el fin de estudiar propuestas o iniciativas de las diversas Regiones, que se enviarían luego a Roma, para someter sus conclusiones al Congreso (304). De momento, como expone el Fundador a la Santa Sede, por carta del 22 de octubre de 1969, se consideró oportuno limitarse a elaborar criterios generales (305).
Esos criterios eran los mismos que el Fundador venía repitiendo, incansablemente, a lo largo del itinerario jurídico del Opus Dei. A saber: que la configuración canónica de Instituto Secular -muy apropiada para otras instituciones de la Iglesia- resultaba inadecuada a la realidad sociológica, espiritual y pastoral del Opus Dei; que al momento de su aprobación, y con objeto de que gozara de un régimen de carácter universal, se había forzado su naturaleza, incluyéndole entre los Institutos de perfección; que el ordenamiento canónico vigente no respondía a una característica esencial del Opus Dei, cual es la secularidad propia de los fieles corrientes y de los sacerdotes diocesanos; y que, como resultado de todo ello, el Congreso había expresado el deseo de salir del marco jurídico de los Institutos de perfección. De ahí que el Congreso haya tomado nota, con hondo sentimiento de gratitud y esperanza, de que después del Concilio Vaticano II pueden existir, dentro del ordenamiento de la Iglesia, formas canónicas con régimen de carácter universal, que no requieren la profesión de los consejos evangélicos por parte de quienes integran esas personas morales (306). Y la carta aclaraba enseguida a qué forma canónica quería referirse, remitiendo expresamente al Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 10 y al motu proprio Ecclesiae Sanctae, n. 4. Es decir, a los documentos en los que se habla de las Prelaturas personales.
El plan trazado mentalmente por el Fundador para el desarrollo del Congreso en dos partes -una en septiembre de 1969 y otra en el mismo mes de 1970- tenía por objeto evitar la posible intervención de quienes pretendían reformar el Opus Dei sin contar con don Josemaría. De modo que, mientras se desarrollara el Congreso, se llevaría a cabo la revisión del Derecho particular del Opus Dei de acuerdo con la autoridad eclesiástica y la normativa del Concilio Vaticano II. Permitía también el llevar a cabo una movilización general de la Obra, con la libre consulta a sus más de 50.000 miembros, unidos y perseverantes en oración y propósitos.
El día mismo de la clausura de la primera parte del Congreso, don Josemaría, después de honda meditación, dio un paso delicadísimo, inesperado y de maravillosa audacia. En carta fechada el 16 de septiembre, dirigida a Pablo VI, imploraba de la Paternal Bondad de Su Santidad no interrumpir el ejercicio del derecho que le concedía el motu proprio Ecclesiae Sanctae para proseguir la tarea de adaptación jurídica, según las directrices del Vaticano II. Y continuaba:
si esta esperanza filial se viese frustrada y se pensara interrumpir prematuramente el legítimo y pacífico ejercicio de tal derecho (del que disfrutan, por otra parte, todos los Institutos dependientes de la Santa Sede), por motivos que me son desconocidos, todavía me atrevo a rogar a Vuestra Santidad que acoja y valore benévolamente las razones aducidas en el adjunto Appunto. Documento que, en mi intención, no pretende hacer otra cosa que exponer humilde, filial y sinceramente las preocupaciones que afligen mi ánimo (307).
Junto con esta carta iba otra de la misma fecha (16-IX-1969), también dirigida a Pablo VI, que servía de introducción a una nota con larguísima exposición de los hechos. Todo ello concluía en un Recurso formal ante la Santa Sede sobre las actividades de una Comisión especial encargada de decidir por su cuenta sobre el futuro canónico del Opus Dei (308). He aquí la carta:
Beatísimo Padre:
Ante la eventualidad de que una Comisión especial de la Santa Sede tome decisiones respecto al Opus Dei, sin que nosotros estemos al corriente de los motivos y sin que se nos haya pedido el parecer, después de haberlo considerado largamente en la presencia de Nuestro Señor, y pensando en la salvación eterna de mi alma, y también en la de muchos millares de socios y asociadas del Opus Dei, cuya vocación se vería comprometida, no quiero que el juicio de la Historia me acuse de no haber puesto cuanto estaba en mis manos para salvaguardar la configuración genuina del Opus Dei. Así, pues, respetuosamente expongo a Vuestra Santidad el ruego de tomar benévolamente en consideración el Appunto adjunto (309).
Hecho este preámbulo, la relación entra paulatina y sosegadamente en el asunto. Con estas palabras comienza la Nota:
Como de años atrás me viene sucediendo, siempre soy el último de Roma en enterarse de las noticias y dichos que circulan sobre la Curia Romana. También ahora, de regreso a Roma para presidir la primera parte de nuestro Congreso General, me han contado rumores que, al parecer, circulan ya desde hace tres o cuatro meses. Según lo que se dice, ha sido creada una Comisión Especial con el encargo de juzgar al Opus Dei, (a propósito de unas no muy precisas acusaciones), y de introducir modificaciones en las Constituciones de la Obra. Esta Comisión sería secreta y tomaría sus decisiones sin consultarnos (310).
A manera de introducción nos advierte el Fundador que, tratándose de materia tan extremadamente grave, no se ha contentado con recoger los rumores que circulan por Roma sino que ha analizado a fondo el asunto. Porque siempre que de los intereses de la Iglesia se trata procura hablar y escribir con sencillez y en la presencia de Dios. Y si el estilo es claro y preciso, el tono es firme y exigente.
Entre otras cosas, el Fundador se pregunta por el motivo de revisar el Derecho del Opus Dei, cuando nadie lo ha pedido y Su Santidad había manifestado, por el contrario, la conveniencia de diferir esta cuestión.
En la Conclusión de la Nota se solicita que no se estudie ni se tomen decisiones sobre la situación jurídica del Opus Dei, ya que nadie las ha pedido. Pero, si fuese necesario estudiar su configuración canónica, pide que no se lleve a cabo por esa Comisión. De manera que se proceda en toda justicia y que, por parte del Opus Dei, se permita replicar a posibles críticas, o aclarar eventuales errores e interpretaciones desviadas. Finalmente cierra el escrito con estas palabras:
Declaro, por último, que si me he expresado con mi acostumbrada sinceridad, lo he hecho por mi amor a la Santa Iglesia de Dios, por mi amor y mi lealtad al Sumo Pontífice, por mi deseo de servir a las almas -especialmente a aquellas que el Señor me ha confiado y que están esparcidas por todo el mundo-, y porque quiero salvar también mi alma. Y todo esto lo he hecho después de haber rezado largamente y con perseverancia, de haber pedido ayuda a la Madre de Dios, y de ponerme en presencia de Nuestro Señor, dándome perfectamente cuenta de mi responsabilidad personal.
Roma, 16 de septiembre de 1969 (311).
Era entonces Secretario de Estado de Su Santidad el Cardenal Jean Villot, que el 9 de octubre concedió una audiencia al Fundador, y le comunicó que la Comisión especial tenía una finalidad muy limitada: la de examinar las Constituciones de los Institutos Seculares formados por sacerdotes. En el curso de la entrevista el Cardenal le hizo también entender que algunas expresiones de su escrito habían desagradado al Santo Padre, al que le dolía la reclamación de derechos (312). Tal vez el Cardenal, por falta de dominio en el idioma italiano, o por querer resumir en dos palabras una conversación, interpretó con desacierto el pensamiento del Papa. El caso es que la frase causó inmenso dolor al Fundador, el cual, con mucha paz, replicó al Cardenal:
Eminencia, transmita de mi parte al Santo Padre que no soy ni Lutero, ni Savonarola; que yo acepto con toda mi alma lo que decida el Santo Padre, y que escribiré una carta para confirmar mi auténtica disponibilidad en las manos del Romano Pontífice, al servicio de la Iglesia (313).
Efectivamente, dos días más tarde, el 11 de octubre de 1969, escribía a Pablo VI agradeciéndole la información recibida a través del Secretario de Estado sobre la Comisión especial. Manifestaba luego un hondo dolor por la pena que pudiera haber causado con su escrito, pues su título de honra y servicio había ido siempre presidido por su lealtad de buen hijo de la Iglesia, fiel al Santo Padre hasta la muerte (314). Acto seguido pide perdón muy sinceramente; pero vuelve enseguida al asunto. En manos de Su Santidad -dice- pone su anhelo para que se resuelva de modo definitivo la cuestión institucional. Por eso desea hacer antes, en el Congreso General, un estudio acabado, que refleje la auténtica realidad de la vida y fisonomía espiritual del Opus Dei, con objeto de poder luego abandonarse serenamente al buen juicio de las personas que la iluminada prudencia de Su Santidad designe para el estudio de nuestra situación jurídica (315).
No queriendo dejar ningún cabo suelto, el Fundador se entrevistó con Mons. Benelli, Sustituto de la Secretaría de Estado para Asuntos Ordinarios, el 14 de octubre. La conversación fue afectuosa y cordial; y ambas partes aprovecharon la ocasión para exponer, con lealtad y sinceridad cristianas, sus respectivas informaciones e impresiones (316).
El Fundador hizo lo posible por tener un nuevo encuentro con Mons. Benelli, para tratar con calma de los argumentos que nos interesan, le escribe en carta del 29 de octubre (317). Señal evidente de que no habían llegado a aclarar todos los aspectos del asunto.
* * *
En los últimos meses de 1969 y en los primeros de 1970 se celebraron las Semanas de Trabajo, en que se dio a conocer a los miembros de la Obra lo estudiado en la primera parte del Congreso. A saber: la necesidad de obtener una configuración jurídica apropiada a su contenido espiritual y fines fundacionales. Con gran amplitud de miras, el Fundador -como va indicado- invitó a colaborar en esta labor también a los más jóvenes de la Obra, e incluso a Cooperadores y a personas que participaban en las labores apostólicas. De suerte que intervinieron más de 50.000 personas, de setenta y siete países. En total se presentaron 54.781 comunicaciones escritas, que, como propuestas, fueron enviadas a Roma, pasando ulteriormente a las Comisiones del Congreso General de 1970 (318).
El primero de abril de 1970 buscó de nuevo el Padre la intercesión de la Virgen. Como los romeros de siglos pasados, inició un viaje penitente a varios santuarios de España y Portugal. En Madrid, antes de empezar su peregrinación, le dieron una agradable sorpresa. A Diego de León habían trasladado, de momento, la imagen de Nuestra Señora de Torreciudad, que acababan de reparar en un taller madrileño. La única vez que se habían encontrado cara a cara fue en 1904, cuando, siendo niño el Fundador, sus padres le llevaron de Barbastro a la ermita de Torreciudad para ofrecerle a la Virgen, a raíz de su curación. El Fundador pidió perdón en voz alta por tan largo retraso. Sesenta y seis años hacía desde entonces:
¡Perdóname, Madre mía! Desde los dos años hasta los sesenta y ocho. ¡Qué poca cosa soy! Pero te quiero mucho, con toda mi alma. Me da mucha alegría venir a besarte y me da mucha alegría pensar en los miles de almas que te han venerado y han venido a decirte que te quieren, y en los miles de almas que vendrán.
Antes no me daba cuenta, pero ahora me pareces preciosa, ¡guapísima!, y siento la necesidad de decirte que te quiero. Perdóname, pero eres tan Madre que, al verte, en vez de agradecer tu cariño y tu protección, he comenzado por pedir: ya me entiendes. Y ahora te digo otra vez que te quiero con toda mi alma (319).
Se fue luego a Zaragoza, a visitar el Pilar, donde rezaba, siendo seminarista, por el cumplimiento de un barrunto -Domina, ut sit!-, sin saber a ciencia cierta lo que solicitaba.
El martes, 7 de abril, salía de allí para el norte, hacia el Pirineo. A la vista del paisaje se agolpaban en su memoria recuerdos de niñez. Camino de Barbastro desfilaban pueblos, campos y reliquias de la historia: el viejo castillo de Montearagón, sede que fue de reyes; Siétamo, pueblo donde se cambiaba a principio de siglo el tiro de caballos de la diligencia que enlazaba Barbastro con Huesca; el monasterio de El Pueyo, en lo alto de una colina, que los de Barbastro compraron en los años de la desamortización, con el propósito de devolverlo a la Iglesia… No quiso el Padre detenerse en Barbastro. Le urgía cumplir su promesa de romero.
Un kilómetro antes de llegar a la ermita habían colocado un mojón en la carretera, que estaba sin asfaltar, con grava y cantos (320). Se quitó el Padre zapatos y calcetines. Inició el rezo del rosario. Comenzaba entonces a lloviznar. Casi una hora caminó con el pequeño grupo de gente que le acompañaba, rezando el rosario. Luego de descansar en la ermita, el Padre se acercó a la explanada donde se llevaban a cabo las obras del futuro santuario. Aquello era un desmonte, con un gran hoyo excavado a mucha profundidad, donde iría la cripta y cuarenta confesonarios, que el Padre bendijo con viva fe (321).
Volvió el Padre a Madrid y, a los pocos días -el 13 de abril- salió en coche para Fátima. Junto a la carretera, antes de llegar a la explanada del santuario, le esperaba un buen grupo de sus hijos portugueses. Como en Torreciudad, se descalzó para ir rezando a pie hasta la capilla de la Virgen. Pasó un buen rato, y el Padre seguía descalzo. Alguien quiso evitar que caminara por lugares donde el suelo tenía grava:
¡Pues vaya una cosa! -protestaba-. ¡Que me he descalzado! Eso lo hace el último campesino, y se viene kilómetros y kilómetros, sin darle importancia. Yo he recorrido unos metros nada más, ¡una vergüenza! (322).
Había ido a Fátima a rezar a la Virgen, seguro de que, en su omnipotencia suplicante, la Señora escucharía sus peticiones. Le pedía por la Iglesia, para que la librase de sus enemigos, y por la Obra. Su visita a Fátima era también de agradecimiento. Por lo demás, se encontraba seguro y optimista; hoy, aquí, con más optimismo que nunca, les afirmaba.
La visita se le hizo corta; pero su oración había sido larga, como explicaba a sus hijos al tiempo de despedirse:
He procurado meter, en mis raticos de charla con la Virgen, viviéndolos en silencio, todo lo que llevo dentro, todo lo que he rezado en estos meses, y todo lo que mis hijos habrán rezado (323).
* * *
Regresó a Roma el 20 de abril. Pero no podía contener una fuerza interior, que le impelía a proseguir el peregrinar mariano. Era como una atracción impetuosa que reclamaba su presencia a la vera de Nuestra Señora. El primero de mayo decidió cruzar el Atlántico y presentarse en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en México. Si mayores eran las dificultades, mayor aún la muestra de su amor.
El 15 de mayo de 1970, acompañado de don Álvaro y don Javier, tomó tierra en México. A esas horas estaba cerrado el santuario. A Pedro Casciaro, a quien había enviado veinte años antes a México, y a los demás que salieron a esperarle al aeropuerto aquella noche, les recordaba su programa de viaje: He venido a ver a la Virgen de Guadalupe, y de paso a veros a vosotros (324).
Su primer encuentro con la Virgen en la basílica fue de entusiasmo contemplativo. Hora y media se pasó de rodillas, absorto, encandilado, con los ojos clavados en la imagen. La piedad de los fieles, que entraban y salían del templo, algunos hincados de rodillas, todos con la mirada suplicante, refrescaba la historia del indio Juan Diego. A principios de diciembre de 1531, yendo de camino, oyó el indio una voz dulce que en lengua nahuatl le preguntaba adónde iba. Y vio una Señora envuelta en resplandores que le decía que se levantara allí mismo un templo, pues quería derramar desde ese santuario sus clemencias sobre las gentes recién salidas del paganismo. Cuenta también la historia cómo el Obispo de México, fray Juan de Zumárraga, dio largas al indio; y cuando de nuevo volvió con el mensaje, le pidió pruebas. Por tercera vez se apareció la Señora a Juan Diego, e hizo florecer milagrosamente un rosal, poniendo una brazada de rosas en la tilma del indio. Al presentarse al Obispo y abrir la manta, cayeron al suelo las rosas. Su fragancia llenó la habitación, y en el tejido de la tilma apareció estampada la imagen que en el santuario se venera.
Desde una tribuna del templo, a la altura de la imagen y resguardado de miradas curiosas, hizo el Padre su novena. Humildemente mostró sus manos vacías:
No me encuentro virtudes. Señora, si tu Hijo hubiera encontrado un trapo más sucio que yo, no sería yo el Fundador del Opus Dei (325).
Hubo de acogerse al título de hijo de una Madre misericordiosa, porque no tenía mejores credenciales. Acudía a la Virgen con audacia, como un niño pedigüeño, como un niño pequeño, que está persuadido de que tienen que escucharle (326).
Pedía el Padre, junto con todos sus hijos, en nombre de todos los fieles del Opus Dei. Pedimos como un niño pequeño -decía al Señor-, como una familia pequeña, y quiero que la Obra sea siempre así: una pequeña familia muy unida, aunque estemos extendidos por todas partes. Y te pedimos exigiendo, sirviéndonos de la intercesión de tu Madre, sabiendo que tienes que escucharnos (327).
Su oración era insistente, llena de audacia y sencillez filial:
Madre, venimos a Ti; Tú nos tienes que escuchar. Pedimos cosas que son para servir mejor a la Iglesia, para conservar mejor el espíritu de la Obra. ¡No puedes dejar de oírnos! Tú quieres que todo lo que desea tu Hijo se cumpla, y tu Hijo quiere que seamos santos, que hagamos el Opus Dei ¡Nos tienes que escuchar! (328).
Perseveraba el Padre en su oración; exigente, confiado, importunando o implorando, para que, por intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe, saliese de una vez aquella intención especial que moldearía jurídicamente la Obra conforme a su realidad teológica. Ésa era la causa de su venida a México:
Te hemos venido a pedir, junto a tu Madre, que acabes nuestro camino, como una coronación de la llamada que hemos recibido (329).
Después, acabada la novena, se ocupó de la segunda parte del programa, de sus hijos: Hijos míos -les decía-, a México no he venido a enseñar, sino a aprender. Pero enseñó; y enseñó mucho, a grupos numerosos de personas, dentro y fuera de la capital. La tarde del 3 de junio estuvo en el valle de Amilpas, en el Estado de Morelos, donde se había reconstruido una vasta iglesia de estilo barroco colonial en una finca llamada Montefalco, con una casa de retiros y otras obras apostólicas promovidas por miembros del Opus Dei, tales como un centro agropecuario y unas escuelas para campesinas. Los trabajadores de los contornos llegaron en muchedumbre a oír hablar al Padre, que les predicaba maravillas:
¡Nadie es más que otro, ninguno! ¡Todos somos iguales! Cada uno de nosotros valemos lo mismo, valemos la sangre de Cristo. Fijaos qué maravilla. Porque no hay razas, no hay lenguas; no hay más que una raza: la raza de los hijos de Dios (330).
Las gentes de Montefalco no se perdían palabra, porque les entraban hasta el fondo del sentimiento:
Mirad la cara bellísima, magnífica, que dejó Santa María entre las manos de Juan Diego, en su ayate. Ya lo veis que tiene trazos indios y trazos españoles. Porque sólo hay la raza de los hijos de Dios (331).
Regresó a la capital, donde le esperaba más trabajo. Después, del 9 al 17 de junio estuvo en Jaltepec, junto a la laguna de Chapala. Un día en que había dirigido la palabra a un grupo de sacerdotes, se retiró fatigado a una habitación, donde reposó unos momentos. Había en el cuarto un cuadro de la Virgen de Guadalupe dando una rosa a Juan Diego. Al contemplarlo se le encendió el deseo al Padre; y la persona que le acompañaba, el Lic. Alberto Pacheco, Notario, oyó estas palabras: Así querría morir: mirando a la Santísima Virgen, y que Ella me dé una flor (332).
El 22 de junio, víspera de su salida de México, fue a despedirse de la Virgen de Guadalupe. El santuario estaba abarrotado de gente, fieles del Opus Dei y personas que cooperaban en los apostolados de la Obra. Salió emocionado y con la seguridad de que la Señora había escuchado su oración, ya antes, el 24 de mayo, al acabar la novena.
* * *
El 30 de agosto de 1970 se reanudaron en Roma las tareas del Congreso General Especial. En la sesión inaugural el Fundador recalcó la finalidad de esas reuniones, para vivir de perfecto acuerdo con el espíritu querido por Dios; de manera que la espiritualidad, la vida y el modo apostólico de la Obra encuentren una adecuada y definitiva configuración jurídica en el derecho de la Iglesia (333).
La labor de las Comisiones consistió, principalmente, en el examen de las comunicaciones que las Asambleas Regionales habían enviado a Roma al acabar las Semanas de Trabajo. Pero la revisión del derecho particular de la Obra requería la colaboración de especialistas, razón por la que se aprobó crear una Comisión Técnica. La clausura de las sesiones plenarias del Congreso tuvo lugar el 14 de septiembre; pero el Congreso General Especial continuaba abierto y sus conclusiones servirían "para fundamentar y encauzar el trabajo ejecutivo de la Comisión Técnica" (334).
La primera de las conclusiones, votada y aprobada por unanimidad, decía textualmente: "Ruegan al Fundador y Presidente General de la Obra que, en el momento y forma que él considere más oportunos, renueve ante la Santa Sede su humilde y esperanzada petición para que se resuelva definitivamente el problema institucional del Opus Dei" (335).
Entre los papeles y notas sueltas del Fundador, de años anteriores, aparece una breve frase, de ancho sentido. Dice así: corres más con la cabeza que con los pies (336). Acaso puede entenderse como un consejo para no obrar con precipitación o también como llamada para poner de acuerdo el pensamiento con las obras. La verdad es que bien pudiera aplicarse a la situación en que quedaba la revisión institucional del Opus Dei. Después de años de espera, las cosas parecían a punto de acabarse, salvo algún ligero retoque sin mayor importancia. Así, pues, ateniéndose a la conclusión primera del Congreso General Especial, que dejaba a su buen criterio la elección de tiempo y modo de actuar, el Fundador juzgó más prudente esperar mejores tiempos.
Lo cierto es que el camino fundacional, comenzado en 1928, estaba ya totalmente recorrido, aunque no llegase a pisar la meta. El Fundador moriría sin ver al Opus Dei erigido en Prelatura personal, pero con la certeza de que lo sería.