El Fundador del Opus Dei
Época de Barbastro (1902-1915)
1. La ascendencia familiar
2. "Aquellos blancos días de mi niñez"
3. La primera Comunión
4. Desventuras de un hogar
Josemaría Escrivá de Balaguer nació en Barbastro (Aragón) el 9 de enero de 1902; y murió en Roma el 26 de junio de 1975.
Pocas semanas antes de su muerte, tratando de dar el justo enfoque a su existencia, manifestaba un hondo sentido de la Providencia divina al decir: El Señor me ha hecho ver cómo me ha llevado de la mano (1). Entre los años que van de 1902 a 1975 hay, para él, una fecha culminante: el 2 de octubre de 1928, día de la fundación del Opus Dei. Este hecho sobrenatural marcó su vida de tal manera que, en cualquier referencia autobiográfica, se refleja la conciencia imborrable de una misión personal. Así, al describir su venida al mundo:
Dios Nuestro Señor fue preparando las cosas para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo.
Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe (2).
Nació Josemaría a última hora de un día de invierno, hacia las diez de la noche. Por esta razón, un tanto humorísticamente, calificaba sus primeros momentos como pasos de "noctámbulo", pues había comenzado a vivir teniendo toda una noche por delante. Aunque en ese dicho apuntaba, más bien, una velada alusión a la larga noche de oscuridades que, durante años, envolvió su misión espiritual (3).
Al día siguiente, 10 de enero, se le inscribió en el Registro Civil, donde quedó asentado, entre otros datos,
"Que dicho niño nació a las veintidós del día de ayer en el domicilio de sus padres, calle Mayor, nº 26.
Que es hijo legítimo de D. José Escrivá, comerciante, de 33 años, y de Dª Dolores Albás, de 23 años, naturales de Fonz y Barbastro respectivamente.
Que es nieto por línea paterna, de D. José Escrivá, difunto, y de Dª Constancia Cerzán [sic], naturales de Peralta de la Sal y Fonz respectivamente.
Y por línea materna, de D. Pascual Albás, difunto, y de Dª Florencia Blanc, naturales de Barbastro.
Y que el expresado niño ha de ser inscrito con los nombres de José María, Julián, Mariano" (4).
Días más tarde, el 13 de enero, fiesta litúrgica de la octava de la Epifanía, en que se conmemoraba el Bautismo del Señor, el Regente de la Vicaría de la catedral de Barbastro impuso al niño, en la pila bautismal, los nombres que figuraban ya en el Registro Civil: José, por ser el del padre y del abuelo; María, por devoción a la Virgen; Julián, por caer en el Santoral del día; y Mariano, en atención al padrino de bautizo (5).
Andando los años, Josemaría mostró un hondo agradecimiento al sacerdote que le confirió este sacramento. El regente se llamaba Ángel Malo -nombre no fácil de olvidar- y su memoria pasaría a diario a los mementos de las misas que don Josemaría celebró durante medio siglo (6). Iguales sentimientos de gratitud tuvo para con sus padrinos de bautizo.
En cuanto a la pila bautismal de la catedral de Barbastro, de noble y hermosa factura, es uno de los objetos artísticos descritos en el Liber de Gestis del Cabildo, año de 1635 (7). De muy poco le valieron, sin embargo, antigüedad y belleza. En 1936, al pasar por allí la furia iconoclasta, fue quebrada en varios pedazos y arrojada al río. En esa pila habían recibido las aguas del bautismo millares de cristianos, entre ellos la madre de Josemaría. En aquella pila de la catedral vio de niño bautizar a sus hermanitas más pequeñas. Sus restos eran dignos de respetuosa consideración. De modo que, cuando en 1957 el Obispo y el Cabildo catedralicio le regalaron los fragmentos salvados de la destrucción, mandó enviarlos a Roma para recomponerlos y darles un puesto honroso:
Acaban de llegar a Roma -escribirá en 1959- los restos de la fuente bautismal de la Catedral de Barbastro, que Vuestra Excelencia y el Excelentísimo Cabildo han tenido a bien regalar al Opus Dei, y no puedo dejar de agradecer al Señor Obispo -como lo haré también directamente al Cabildo- esa delicadeza, que tanto me ha conmovido.
Esas piedras venerables de nuestra Santa Iglesia Catedral, bien restauradas aquí en Italia por estos hijos míos, ocuparán un puesto de honor en la Casa Generalicia.
Gracias de nuevo, Excelencia, por esa amabilidad que siempre recordaremos con profundo reconocimiento (8).
No fue la pila bautismal la única víctima de la barbarie marxista. Mayores males padeció el Registro Civil de Barbastro. Por esas mismas fechas quedaron reducidos a ceniza documentos y archivo. La inscripción de nacimiento allí existente no es, pues, la original de 1902 sino una copia certificada en 1912 (9). Dicho sea de paso, la citada copia contiene algunos leves errores de nombres y lugares. Poco se le daba de ello al padre de Josemaría, a no ser por una inexactitud ortográfica que tocaba en lo vivo la raíz de su parentela. Don José, hombre pacífico si los hay, no estaba dispuesto a sobrellevar pacientemente agravios a su apellido.
El caso es que en algunos documentos el nombre "Escrivá" aparece trastocado en "Escribá" (10). Esta inocente desconsideración ortográfica no era muy de extrañar, puesto que en castellano no existe diferencia fonética ente la b y la v. Lo malo era que, al pronunciar el nombre con acento grave, es decir, sin cargar el acento en la última sílaba, sugería de inmediato algo muy distinto: el nada elogioso pareado evangélico de "escribas y fariseos".
De chanza ligera puede calificarse la broma de los compañeros del colegio, que sacaban a Josemaría los colores a la cara con lo de "escribas y fariseos" (11). Tampoco se libraba de las pullas su hermana Carmen. Hasta que un día el padre, indignado, salió en defensa del apellido, exigiendo a Josemaría que no tolerase jamás desafueros de esa clase. Advertencia que le quedó bien grabada al hijo, que tuvo que emprender batalla contra la b. En una nota sobre su vida interior, de mayo o junio de 1935, dice refiriéndose a la estudiada particularidad de su firma:
-Comencé alrededor de 1928, exagerando la V de mi apellido, sencillamente para que no me pusieran Escrivá con b. Y en nota posterior recuerda: fue mi padre (que está en el Cielo) quien me mandó que no tolerara la b en el apellido: me dijo algo de nuestra ascendencia… Oct. 1939 (12).
De tales faltas gramaticales no estaba exento el Regente que le bautizó en la catedral. La equivocación en la inscripción de su bautismo no la descubrió hasta 1960, según se lee en carta de respuesta a una persona que le envió fotocopia de su acta de bautismo:
Me dio alegría la fotocopia del acta de bautismo, pero me ha hecho ver que el buen Mosén Ángel Malo equivocó el apellido Escrivá, poniéndolo con b. ¿No sería posible -¡si cabe!- poner una nota marginal, rectificando? (13).
Semejantes lamentaciones dan a entender que la defensa del apellido fue campaña de larga duración; y este rasgo de lealtad familiar revela, por otra parte, una honda compenetración entre padre e hijo.
Pero, ¿quiénes eran los Escrivá y de dónde provenía la ascendencia? Procedentes de Narbona, sus antepasados habían cruzado los Pirineos, ya entrado el siglo XII, para asentarse en la región catalana de Balaguer, en la comarca de Lérida lindante con el Alto Aragón. La rama de los Escrivá que permanecieron en la región agregó a su apellido el toponímico "de Balaguer", mientras que otra parte del linaje bajó a establecerse en Valencia, luego que Jaime I el Conquistador tomara la ciudad, en 1238 (14). Josemaría Escrivá, descendiente de la parte catalana, en 1940 solicitó y obtuvo la vinculación "Escrivá de Balaguer" como primer apellido, para distinguirlo de las demás ramas familiares (15). En Balaguer había nacido, en 1796, su bisabuelo: José María Escrivá Manonelles, que estudió Medicina y se estableció y casó en Perarrúa con Victoriana Zaydín y Sarrado. Seis hijos tuvo el matrimonio. Uno de ellos se ordenó sacerdote; y el segundo, José Escrivá Zaydín, casó en 1854 con Constancia Corzán Manzana, natural de Fonz, uniendo nombres ilustres de los linajes del Ribagorza con los del Somontano aragonés. Seis fueron también los hijos de este matrimonio: el menor, José, fue el padre de nuestro Josemaría (16).
Don José Escrivá Zaydín, que nunca supo de su nieto, pues murió en 1894, ejerció a intervalos cargos de autoridad local, teniendo que capear los vaivenes e infortunios del siglo. A saber, agrias luchas ideológicas y de partido, varias guerras carlistas y, en más de una ocasión, descaradas persecuciones a la Iglesia. De guiarnos por las anécdotas que de él nos han llegado, debió ser un hombre muy conservador en sus costumbres y arraigado al pueblo donde se había establecido, porque en Fonz, solar de la madre, permaneció toda la familia. Todos a excepción del hijo menor, el padre de Josemaría (17).
Tal vez la crisis que sufrieron los campos del Alto Aragón hacia 1887 le obligase a ganarse la vida fuera de Fonz. Las persistentes sequías, las crudas heladas y, para remate de desdichas, la filoxera en los viñedos, empujaron a muchos a abandonar las tierras. Consta que, ya antes de 1892, el joven José se había establecido en Barbastro, a poca distancia de Fonz (18). Vivía en la calle Río Ancho, en una casa propiedad de don Cirilo Latorre, en cuyo piso bajo se hallaba el comercio de tejidos "Cirilo Latorre", más conocido por el pueblo como "Casa Servando". A poco de morir el padre, el joven José se unió con Jerónimo Mur y con Juan Juncosa para crear una sociedad denominada "Sucesores de Cirilo Latorre". Y luego, cuando en 1902 se retiró el Sr. Mur, los otros dos socios constituyeron la nueva sociedad "Juncosa y Escrivá" (19).
* * *
Doña Dolores Albás y Blanc, madre de Josemaría, pertenecía a una familia originaria de Aínsa, capital del Sobrarbe, a medio camino entre Barbastro y las cumbres del Pirineo. En el siglo XVIII los Albás habían adquirido carta de nobleza rural en la comarca. Pero no se establecieron en Barbastro hasta bien entrado el siglo XIX, cuando en 1830 un tal Manuel Albás Linés casa con Simona Navarro y Santías (20). De este matrimonio nacieron cuatro hijos. Los dos mayores -Pascual y Juan- contrajeron matrimonio, el mismo día, con dos hermanas: Florencia y Dolores Blanc. Muy bien se llevaban entre sí las dos parejas, porque ambos matrimonios ocuparon pisos vecinos en la misma casa (número 20 de Vía Romero), a la que pronto, en consideración a la abundante prole que la poblaba, se conoció como "casa de los chicos" (21).
La pareja Pascual y Florencia tenía ya doce hijos (aunque solamente nueve de ellos sobrevivieron), cuando en 1877 Florencia dio a luz dos hijas gemelas. A las niñas se las bautizó con los nombres de Dolores y María de la Concepción. Esta última murió a los dos días de nacer. La otra niña, fue con el tiempo la madre de Josemaría. Y cuando éste, ya sacerdote, tuviese que hacer públicamente hincapié en el gran beneficio espiritual que representa un pronto inicio a la vida cristiana en virtud del sacramento del bautismo, citaba el caso de sus padres: que fueron bautizados el mismo día en que nacieron, habiendo nacido sanos (22). Así consta, ciertamente, en las actas de bautismo. De la madre se dice: "bauticé solemnemente una niña que nació a las dos de la tarde del mismo día (23 de marzo de 1877)"; y en la del padre se lee: "bauticé solemnemente un niño nacido a la doce del mismo (día 15 de octubre de 1867)" (23).
Como se ve, la familia era numerosa y sus costumbres cristianas. De manera que no es sorprendente que, al tiempo de ser recibido en el seno de la Santa Madre Iglesia, el niño Josemaría contase con tres tíos sacerdotes: mosén Teodoro, un hermano de don José; y Vicente y Carlos, hermanos de doña Dolores. Además tenía, por parte de madre, dos tías religiosas: Cruz y Pascuala. Todo esto sin entrar en la investigación de la media y lejana parentela (24).
Estando en Burgos durante la guerra civil española, un 10 de enero de 1938 presentaron al Fundador a un cura párroco de Madrid, el cual, inmediatamente se adelantó gozoso a manifestar a don Josemaría que era amigo de Carlitos, Alfredo y José, tres sacerdotes parientes de la madre (25). Anécdota que recogería con un obiter dictum: se ve que la familia de mi madre tiene conocidos hasta en Siberia (26). Es una manera de hablar, una simple referencia a los abundantes parientes de la madre. Don Carlos, don Alfredo y don José eran tres sacerdotes emparentados con aquellas dos parejas de hermanos que recibieron la bendición nupcial el mismo día.
El 19 de septiembre de 1898 contrajo matrimonio don José Escrivá -"soltero, natural de Fonz, vecino de Barbastro, comerciante"- con doña Dolores Albás -"soltera, natural y vecina de Barbastro"-. Tenían los novios treinta y veintiún años de edad, respectivamente. El casamiento se celebró en la capilla del Santo Cristo de los Milagros, en la catedral, y ofició don Alfredo Sevil, tío de la contrayente, Vicario General del Arzobispo de Valladolid, y uno de los conocidos hasta en Siberia (27).
El Santo Cristo de los Milagros era una hermosa talla medieval, que se encontraba en una capilla adosada al recinto catedralicio, pues se había construido, en 1714, sobre uno de los torreones de las antiguas defensas. Esta fusión de la catedral con la muralla, frecuente en otras muchas ciudades-fortaleza del medioevo, era símbolo conforme con la historia de sus pobladores.
La epopeya de Barbastro comenzó al levantarse los indígenas contra los romanos, a la muerte de Julio César. A este episodio siguió el asalto de la población por la legión de Sexto Pompeyo. Vinieron luego, imparables y sucesivas oleadas de invasores: visigodos, francos y musulmanes. Creció Barbastro y, en el siglo XI, se convirtió en una plaza, importante y bien fortificada, del reino moro de Zaragoza. "Ciudadela de la comarca" la apellida un historiador árabe. Ciudad rica y populosa, con buenas huertas y mejores murallas. En 1064 pusieron cerco los cristianos a esa fortaleza, cuña que alargaba el poder moro hasta los valles del Pirineo. El Papa Alejandro II proclamó la Cruzada, a la que acudieron tropas de Italia y de Borgoña. A ellas se juntaron, cerca de Barbastro, los guerreros normandos, a las órdenes del duque de Aquitania, las mesnadas del Obispo de Vich y las gentes de Cataluña capitaneadas por el conde de Urgel (28). En el mes de agosto de ese año irrumpieron en la plaza las fuerzas cristianas, para ser desalojadas al año siguiente, tras breve asedio, por Moctádir, rey moro de Zaragoza. En la efímera victoria de los cristianos encontró motivos la leyenda para entonar, muy lejos de la verdad histórica, un heroico cantar de gesta: Le siège de Barbastre (29).
La ciudad fue definitivamente reconquistada en 1100 por Pedro I de Aragón, que le concedió fuero. Su mezquita mayor se convirtió en catedral, trasladándose a ella la vieja sede episcopal de Roda. En la catedral de Barbastro se forjó la unión de Aragón y Cataluña, por enlace de doña Petronila, hija del rey Ramiro "el Monje", con Ramón Berenguer IV de Cataluña. Tuvo Barbastro rango de ciudad infanzona y fue sede de las Cortes convocadas en 1196. Poco duró su gloria. Las ciudades del Alto Aragón fueron sombra del pasado, al desplazarse hacia el sur las fronteras militares y comerciales. Zurita, el historiador aragonés, refiere que, a partir de la toma de Barbastro, los rudos montañeses del norte "hacían a los moros la guerra, no como antes, que iban por ciertos pasos, sino con una furia y corrida increíble" (30).
Luego vino el paso del tiempo. Los muros y torreones, que antaño ciñeron los dos viejos castillos barbastrenses, fueron derruidos en 1710 por el duque de la Atalaya. Y, como va dicho, sobre uno de ellos se construyó la capilla donde se casaron los padres de Josemaría. Se terraplenó el foso, facilitando el ensanche urbanístico y se desmocharon los baluartes. Vivieron sus ciudadanos siglos de paz, muy de tarde en tarde perturbada; pero clavada en el corazón de Barbastro hubo siempre una espina de inquietudes históricas.
Cuando el Rey Pedro I, después de la toma de Barbastro, creó allí una sede episcopal, rival de la vecina Huesca, se originaron interminables conflictos eclesiásticos. En 1500, para reafirmar su independencia de la diócesis de Huesca, construyeron una catedral de nueva planta, insistiendo con tozudez en sus pretensiones, para conseguir por fin, a instancias y presiones del rey Felipe II, que el Papa Pío V erigiese, por bula de 1571, la sede episcopal de Barbastro. Pero cuando la diócesis "se mecía tranquila a la sombra de sus gloriosos recuerdos y tradiciones" -se lamenta un historiador del pasado siglo-, en virtud del Concordato de 1851 entre España y la Santa Sede, fue agregada otra vez a la de Huesca, y la catedral penosamente reducida a la categoría de colegiata (31).
Toda la ciudad se dolió del hecho como de un agravio, lo cual contribuyó a crear cierto entendimiento entre la autoridad eclesiástica y la población civil de Barbastro. Gracias a la tenacidad de sus gestores, se mantuvo en suspenso la aplicación de esa medida concordataria. Más tarde, de acuerdo con la Santa Sede, se estableció, por Real Decreto de 1896, una Administración Apostólica para la diócesis (32).
* * *
Don José y doña Dolores, recién casados, se fueron a vivir a una casa de la calle Mayor, enfrente del noble edificio de los Argensola. El piso que ocupaban era amplio. Algunos de sus balcones daban a la esquina de la plaza contigua, en el centro mismo de la ciudad, no lejos de la calle Ricardos, en la que tenía su negocio la razón social "Sucesores de Cirilo Latorre".
En la fiesta de Nuestra Señora del Carmen -16 de julio de 1899- les vino una hija al joven matrimonio. Le pusieron los nombres de: María del Carmen, Constancia, Florencia. Los dos últimos como las abuelas. En la partida de bautismo de la hija, los padres aparecen como "vecinos y comerciantes" de Barbastro (33). Término que no desdice de su distinguida condición social, observa con cierto pundonor la baronesa de Valdeolivos, porque "los comerciantes, en aquel tiempo en Barbastro, constituían la aristocracia del pueblo". Y, por lo que se refiere al matrimonio, añade que su situación económica era "buena y desahogada", siendo "muy estimados en la población" (34).
Don José, espíritu un tanto emprendedor y muy metódico, a los pocos años de establecerse en Barbastro tenía una red de relaciones comerciales por toda la comarca, aunque su centro de operaciones continuó en la calle Ricardos. Era Barbastro cabeza de partido, plaza comercial de muchos pueblos a la redonda, y contaba con más de siete mil habitantes. Por su buen emplazamiento geográfico, entre Huesca y Lérida, capitales de provincia, y su enlace ferroviario con la línea Barcelona-Zaragoza, resultaba centro obligado de compras y tratos en toda la región. Sus ferias periódicas de ganado y productos agrícolas mantenían activo dicho tráfico.
A los ocho años de permanente residencia, la estampa de don José Escrivá estaba ya fundida en el ambiente social de Barbastro. Era familiar en la iglesia, en la calle y en el casino. Tan sólo llamaba la atención por su aspecto elegante. De lejos se echaba de ver su cuidado en el vestir, discreto y sin exageraciones. Usaba bombín y poseía una pequeña colección de bastones de paseo. Era un caballero cortés, risueño y bondadoso, aunque no demasiado expansivo, y ligeramente parco de palabra. Siempre mostró rectitud con los subalternos, generosidad con los necesitados y piedad para con Dios. Su tiempo se repartía entre el negocio y el hogar (35).
Negocio y familia marchaban prósperamente. Al entrar el año 1902 tuvieron otro hijo. Al niño, que acababa de nacer el 9 de enero, se le puso el nombre del padre. (Años más tarde unió sus dos primeros nombres de pila para formar el de Josemaría, por devoción conjunta a San José y a la Santísima Virgen) (36).
Con un nuevo crío en el hogar, doña Dolores ("Lola" para los de la familia), tuvo algo más en que ocuparse; también la niñera. La señora de la casa, casi diez años más joven que su marido, era de mediana estatura, maneras gentiles y serena belleza. Estaba adornada de un natural señorío y se mostraba suelta y sencilla en la conversación. Al decir de quienes la trataron, destacaba por la "paciencia y el buen carácter" (37), acaso heredados de su madre Florencia, que supo educar la numerosa prole, de la que fue penúltimo eslabón doña Lola.
Tras el porfiado tira y afloja entre las sedes episcopales, y restablecida la paz por Real Decreto, en 1898 -año del casamiento de los padres de Josemaría-, se hizo cargo de la diócesis don Juan Antonio Ruano y Martín, primer Obispo Administrador Apostólico de Barbastro. El nuevo prelado se encontró con muchas cosas pendientes, por lo que, a grandes barridas, fue poniendo al día los asuntos eclesiásticos. Con amplio criterio, y siguiendo una práctica tradicional y legítima en las iglesias hispánicas desde la Edad Media, el 23 de abril de 1902 administró la Confirmación a todos los pequeños de la ciudad (38). Forman los confirmandos dos nutridos grupos: 130 niños y 127 niñas. En el acta de esa Confirmación colectiva se consignan, por orden alfabético, los nombres de los pequeños; y la lista llena seis folios. En el grupo de los niños aparece Josemaría, que por entonces tenía tres meses, y, entre las niñas, su hermana Carmen, que no llegaba a los tres años (39).
Rondaba el pequeño los dos años cuando sus padres estimaron que había llegado la hora de dejar testimonio histórico de su niñez. Pero, al tratar de hacerle una foto desnudo, para el álbum de familia, cogió tan estrepitosa llorera y lanzó tales berridos que hubo que desistir de la operación. Doña Lola, con resignación y paciencia, le volvió a vestir la camisa y, con cara de si lloro o no lloro, entre un puchero y una sonrisa, se despachó la consabida foto para la posteridad (40).
También por ese entonces, a causa de una grave enfermedad, estuvo a punto de morir. Quizás se tratase de una infección aguda. Familiares y conocidos recordaban detalladamente el suceso, y cómo el niño había sido desahuciado por los médicos, que "veían ya el desenlace fatal, inevitable e inmediato" (41). La noche anterior al inesperado suceso el doctor Ignacio Camps Valdovinos, médico de cabecera de la familia, acudió a visitar al niño. Era un experimentado galeno, con buen ojo clínico, pero por aquel tiempo no era posible atajar el curso virulento de la infección. Ante la gravedad del caso también se había presentado en casa de los Escrivá otro médico amigo de la familia, el homeópata don Santiago Gómez Lafarga. Y llegó un momento en que el doctor Camps hubo de decir a don José: - "Mira, Pepe, de esta noche no pasa".
Con mucha fe venían los padres pidiendo a Dios la curación del hijo. Doña Dolores comenzó, con gran confianza, una novena a Nuestra Señora del Sagrado Corazón; y el matrimonio prometió a la Virgen llevar al pequeño en peregrinación a la imagen que se veneraba en la ermita de Torreciudad, en caso de sanarle.
A la mañana siguiente, temprano, el Dr. Camps se fue a visitar de nuevo a la familia, para participar en su dolor, pues daba al niño por muerto. "¿A qué hora ha muerto el niño?", fue su primera pregunta al entrar. Y don José, con alegría, le contestó que no sólo no había muerto sino que estaba completamente curado. Pasó el médico a la habitación y vio en la cuna al niño, agarrado a los barrotes y dando brincos saludables.
Cumplieron los padres la promesa. A lomo de caballería y por sendas de herradura hicieron cuatro leguas largas. Doña Lola llevaba al hijo en brazos. Sentada en silla, a la amazona, pasó miedo con el traqueteo, por entre riscos y abruptos barrancos, que caían sobre el río Cinca. En lo alto estaba la ermita de Torreciudad y, a los pies de la Virgen, ofrecieron al niño en acción de gracias (42).
Recordando años más tarde este episodio, doña Dolores repitió más de una vez al hijo: - "Hijo mío, para algo grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo" (43). Por su parte, Josemaría dejó testimonio por escrito, en 1930, de su convicción de haber sido curado por la Santísima Virgen: ¡Señora y Madre mía! Tú me diste la gracia de la vocación; me salvaste la vida, siendo niño; me has oído ¡muchas veces!… (44).
De la enfermedad no le quedó rastro alguno. Gozaba de estupenda salud. Era "la envidia de todas las madres de Barbastro", acostumbradas a ver al niño, sentado en el balcón y con las piernas colgándole por entre los barrotes, mientras saludaba gozoso a los transeúntes desde lo alto (45).
Fuerte y despierto, poseía el chiquillo una gran capacidad de observación, gracias a la cual retuvo en su memoria hechos muy tempranos. Entre esos primeros recuerdos están las oraciones aprendidas de labios de la madre y que, con la ayuda de don José o doña Dolores, recitaba al levantarse o al acostarse. Oraciones ingenuas, cortitas e infantiles, al Niño Jesús, a la Virgen o al Ángel de la Guarda:
"Ángel de mi guarda, dulce compañía,
no me desampares ni de noche ni de día.
Si me desamparas, ¿qué será de mí?
Ángel de mi Guarda, ruega a Dios por mí" (46).
Algunas aprendidas también de las abuelas:
"Tuyo soy, para ti nací: ¿qué quieres, Jesús, de mí?" (47).
Más adelante recitaría el niño el "Bendita sea tu pureza" y el ofrecimiento a la Virgen:
"Oh Señora mía, oh Madre mía, yo me entrego enteramente a Vos, y en prueba de mi filial afecto os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón. En una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, oh Madre de bondad, guardadme y defendedme como cosa y posesión vuestra" (48).
Durante toda su vida se sintió reconocido a sus padres por esas oraciones, que quedaron grabadas en su mente y en su corazón. Las recitó con frecuencia y recurrió a ellas en momentos de sequedad espiritual (49).
No había alcanzado aún plenamente el uso de razón cuando gustaba de acompañar el rezo familiar del rosario, o ir con los padres a misa, o asistir a la sabatina de San Bartolomé, un oratorio al lado de su casa, donde bajaban los Escrivá todos los sábados a rezar la Salve (50). Sus recuerdos estaban especialmente ligados a las fiestas hogareñas de Navidad, en que junto con Carmen ayudaba al padre a montar el nacimiento, cantando en familia villancicos populares. Se acordaba, sobre todo, de uno que decía: "Madre en la puerta hay un Niño". La letra de la canción tenía un estribillo en que el Niño Jesús repetía: -"Yo bajé a la tierra para padecer". Desde la cuna a la sepultura le acompañó la canción. Cuando yo tenía unos tres años -contaba en familia-, mi madre me cantaba esta canción, me tomaba en sus brazos, y yo me adormecía muy a gusto (51). En sus últimos años, al oírlo cantar durante las Navidades, se conmovía, absorbiendo todos sus sentidos en oración.
* * *
Vivía doña Lola enteramente dedicada al hogar. Junto con el marido, centró sus esfuerzos en la educación de Carmen y Josemaría, creando un ambiente familiar al que luego se agregaron los hijos que más tarde les envió el Señor. El ama de casa era mujer de carácter y mucho sentido común. Y cuando el hijo, que como todos los niños tenía sus pequeños antojos y manías, se empeñaba en no comer algo, sin perder la calma le decía: - "¿No quieres tomar de esto?, pues no lo tomes"; y no le servían otra cosa (52).
Un día le pusieron delante un plato que no le gustaba y, previendo que detrás venía el ayuno, lo estrelló enfadado contra la pared, que estaba empapelada. No se cambió el papel. Durante varios meses quedó allí la mancha, para que el pequeño se empapase bien con el recordatorio de su rabieta (53).
Las finas dotes pedagógicas de la madre iban a veces acompañadas de dichos proverbiales o de frases con moraleja. A la tendencia al descuido, al dejar la ropa tirada o las cosas revueltas, oponía una sabia advertencia: "los demás no están para ordenar lo que desordenamos nosotros". No abusaba nunca del servicio doméstico ni tenía en desdoro servir a los demás. "¡No se me caerán los anillos!" solía decir, y su ejemplo era una suave y continua invitación para sus hijos. También les precavía de los juicios temerarios con una de aquellas frases suyas: "no hay palabra mal dicha, sino mal entendida"; para que nunca se escandalizasen de nadie por malicia (54).
Con los años, en las consideraciones de Josemaría sobre el comportamiento humano, aparecerían, aquí o allí, algunas palabras sapienciales oídas a doña Dolores.
De pequeño -nos cuenta- había dos cosas que me molestaban mucho: besar a las señoras amigas de mi madre, que venían de visita, y ponerme trajes nuevos.
Cuando vestía un traje nuevo, me escondía debajo de la cama y me negaba a salir a la calle, tozudo…; y mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos ligeros golpes en el suelo, delicadamente, y entonces salía: por miedo al bastón, no por otra cosa.
Luego, mi madre con cariño me decía: Josemaría, vergüenza sólo para pecar. Muchos años después me he dado cuenta de que había en aquellas palabras una razón muy profunda (55).
En favor del hijo hay que decir que sobrados motivos había para que el besuqueo de aquellas buenas señoras a veces se le hiciera insoportable, sobre todo el de una pariente lejana de su abuela, persona de edad a la que apuntaban unos pelos en el bigote, que raspaban la cara del niño, al besarle. La madre se hacía cargo, indudablemente, de las molestias que causaban a Josemaría, al que estrujaban dejándole manchada toda la cara de polvos y colorete. Cuando avisaban la presencia de una visita, antes de salir al recibidor, doña Dolores decía al hijo con un guiño de picardía: "fulanita vendrá estucada y no la podemos hacer reír, porque se descascarilla" (56).
Los pequeños jamás vieron reñir entre sí a los padres. En el hogar había afecto, respeto y buen trato para con el servicio, que era como parte de la familia. Cuando alguna de las muchachas de la casa iba a casarse, el matrimonio la proveía de un ajuar de bodas, como si de su propia hija se tratase (57).
Los padres eran muy madrugadores, a pesar de acostarse después que el resto de la casa. Por la mañana, don José salía para el trabajo con extrema puntualidad, de forma que siempre se sabía dónde estaba y cuándo volvería. El pequeño esperaba con impaciencia e ilusión el regreso de don José. Otras veces corría a su encuentro; al terminar la jornada iba a la tienda de la calle Ricardos y se entretenía en contar las monedas de la caja, mientras su padre aprovechaba para explicarle las nociones elementales del sumar y restar. Y de camino hacia casa, en la época del otoño, don José compraba castañas asadas y se las echaba en el bolsillo del gabán. Entonces Josemaría, de puntillas, metía la manita en busca de la fruta para encontrarse con un tierno apretón de la mano del padre (58).
Las gentes de Barbastro les vieron durante muchos años pasear juntos. Esa íntima relación de confianza y amistad que existió entre padre e hijo se debía a la solicitud de don José, que cultivaba en Josemaría la generosidad y la sinceridad. Nunca le pegó. Solamente una vez se le escapó un cariñoso cachete, ante la tozudez del niño, que se resistía a sentarse en una silla alta en el comedor, porque él quería ser como los mayores (59).
Le invitaba el padre a que abriese el corazón y le contase sus preocupaciones, con objeto de ayudar al pequeño a vencer arrebatos impulsivos de su naciente carácter o a sacrificar gustos y caprichos. Don José le escuchaba sin apresuramientos y satisfacía las preguntas propias de la curiosidad infantil ante la vida. Al hijo le agradaba ver que el padre se mostrara disponible para ser consultado y que, si le hacía una pregunta, le tomase siempre en serio (60).
El matrimonio enseñó a sus hijos a practicar la caridad con hechos y sin ostentación. Unas veces prestando consuelo espiritual; otras, añadiendo una limosna. Existía por entonces, en muchos pueblos y villas de España, la costumbre de dar limosna un día fijo a la semana, en las casas de las familias pudientes. Por lo que refiere un sobrino de la familia, los Escrivá siguieron esa costumbre: Don José, dice Pascual Albás, "era muy limosnero; todos los sábados se formaba una gran cola de pobres que iban a buscar su limosna, para todos había siempre algo" (61). Al pequeño Josemaría se le quedó borrosamente impresa la imagen de una gitana que no acudía los sábados, como los demás pobres. La veía de tarde en tarde penetrar en la casa con llaneza, a petición de la madre. La gitana, como envuelta en el misterio, se encerraba a charlar con doña Dolores donde no pudieran interrumpirlas, en el dormitorio de la señora, allí donde no tenían acceso ni los parientes más próximos. Nunca comprendió el pequeño las razones de estas excepcionales visitas. En cuanto a la gitana, que se llamaba Teresa, sólo de manera muy imprecisa supo que era mujer que se sacrificaba por los de su sangre, y que venía a consultar alguna secreta pena (62).
Representaba un vivo placer para el niño repartir, entre los mendigos que pedían limosna a la puerta de la catedral, las monedas que le daba don José cuando la familia asistía a misa los domingos y días de fiesta (63). Al acercarse a la catedral, que imponía por su austera mole de piedra, Josemaría se apresuraba, compasivo, a socorrer a un pobre lisiado apostado a la entrada. Luego, una vez dentro, con la luz tamizada por los altos ventanales, su mirada escalaba por los haces de las esbeltas columnillas para perderse en la enramada de nervaturas que trenzan las bóvedas. Al pasar ante una de las capillas laterales, una imagen yacente de la Virgen retenía su curiosidad. Su vista fascinaba dulcemente al niño. Por la fiesta de la Asunción se exponía dicha imagen a la veneración de los fieles, pues representaba la Dormición de Nuestra Señora.
Un cuarto de siglo más tarde, en 1931, al llegar esa fiesta del 15 de agosto, brincarán en su corazón recuerdos emotivos de la niñez:
Día de la Asunción de nuestra Señora - 1931: […]. Realmente, gozo, pareciéndome estar presente… con la Trinidad beatísima, con los Ángeles recibiendo a su Reina, con los Santos todos, que aclaman a la Madre y Señora.
Y recuerdo aquellos blancos días de mi niñez: la catedral, tan fea al exterior y tan hermosa por dentro… como el corazón de aquella tierra, bueno, cristiano y leal, oculto tras la brusquedad del carácter baturro.
Luego, en medio de una capilla lateral, se alzaba el túmulo donde la imagen yacente de Nuestra Señora descansaba… Pasaba el pueblo, con respeto, besando los pies a la Virgen de la Cama…
Mi madre, papá, mis hermanos y yo íbamos siempre juntos a oír Misa. Mi padre nos entregaba la limosna, que llevábamos gozosos, al hombre cojo, que estaba arrimado al palacio episcopal. Después me adelantaba a tomar agua bendita, para darla a los míos. La Santa Misa. Luego, todos los domingos, en la capilla del Santo Cristo de los Milagros rezábamos un Credo. Y, el día de la Asunción -como he dicho-, era cosa obligada adorar (así decíamos) a la Virgen de la Catedral (64).
* * *
En el hogar paterno -dice de sí don Josemaría- trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí, más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a un colegio de religiosas, y desde los siete a uno de religiosos (65).
El parvulario de las Hijas de la Caridad, donde estuvo de 1905 a 1908, constaba de una sola aula con graderío. En la parte baja se entretenía a los pequeñuelos con juegos y canciones, y se les enseñaba el silabario. Mientras que en el fondo, en la parte de las gradas, a diferentes alturas, las monjas formaban grupos separados con los niños un poquito mayores, explicándoles el Catecismo, la Historia Sagrada y dándoles nociones de Ciencias Naturales, también llamadas, con nombre menos pretencioso, "lecciones de cosas". Josemaría destacó en el parvulario. No tanto por sus méritos, cuanto porque sus padres le habían dado anticipadamente en casa clases de Catecismo y Aritmética, y le enseñaron a leer. Pero fue una monja quien le inició en los primeros procesos de la escritura (66).
De aquellos años de parvulario le quedó prendido en la memoria un doloroso suceso de su primer período de infancia, de cuando cumplía los tres años. Esta retentiva precoz, aunque no prodigiosa, se debía en gran parte a la impresión causada por la intensidad de los sentimientos o por cualquier choque demasiado brusco con la realidad. No era una impresión a ciegas sino que la sensibilidad del niño, realmente extraordinaria, despertaba en su alma el esfuerzo por comprender el significado y consecuencias de los hechos.
Ocurrió un día que a la niñera, que iba a recogerle a la salida del parvulario para llevarle a casa, le dijeron que Josemaría había pegado a una niña, lo cual no era cierto. Sin embargo, recibió una fuerte reprimenda. Aquella injusta acusación le dolió en el alma. Por esta vía entendió el sentido de la justicia, de forma que, de allí en adelante, le quedó impreso el no juzgar antes de haber oído al acusado (67).
La monjas tenían tan buena opinión del chiquillo que, en junio de 1908, en que acabó su estancia en el parvulario, le propusieron como candidato a un concurso de Premios a la virtud. Este concurso formaba parte de un programa de actos con los que el Obispo Administrador Apostólico de Barbastro, don Isidro Badía y Sarradell, pensaba celebrar en la diócesis los 50 años de la ordenación sacerdotal de su Santidad Pío X (68). Se nombró un jurado para la adjudicación de los premios. El premio a que aspiraban los parvularios, que consistía "en treinta pesetas para objetos", se prometía "al niño de cada una de las escuelas de instrucción primaria de esta ciudad que sea modelo de los demás por su aplicación y buen comportamiento".
El 4 de octubre de 1908 tuvo lugar la velada literario-musical y la distribución de diplomas a los concursantes por el Sr. Obispo. Varios niños fueron premiados en el concurso de las virtudes infantiles: uno de la escuela municipal de párvulos, dos del Colegio de los Escolapios, y Josemaría como párvulo del Colegio de las Hijas de la Caridad. Terminada la velada se envió un telegrama a Roma, reiterando al Papa, con motivo del Jubileo, el testimonio del amor filial de toda la diócesis.
Enseguida llegó a Barbastro la respuesta:
"Roma, 6.
Administrador Apostólico.
El Padre Santo, agradecido filial homenaje con motivo de su Jubileo, bendice con efusión a V.S., a las autoridades, clero y fieles de Barbastro. Cardenal Merry del Val" (69).
En octubre de 1908 Josemaría era alumno de los Escolapios. El colegio de los PP. Escolapios de Barbastro fue el primero que estos religiosos abrieron en España (70). Su fundador, san José de Calasanz, había nacido en el mismo pueblo en que vivió el abuelo paterno de Josemaría, en Peralta de la Sal, a 20 kilómetros de Barbastro. La entrada del colegio estaba no lejos de la casa de los Escrivá.
A los dos días de recibir el telegrama del Cardenal Merry del Val, el Obispo de Barbastro comenzó una visita pastoral a la diócesis. Ya desde el mes anterior se venía recordando en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, en la catedral, la conveniencia de que se confesaran los adultos y todos los niños que estuvieran en disposición de hacerlo, para lucrar así las indulgencias de la visita pastoral. Fue en ese curso 1908-1909, en que el niño asistía a la "Escuela de Párvulos" de los Escolapios, cuando doña Dolores preparó personalmente al hijo para la primera confesión. Luego le llevó a su confesor, el padre Enrique Labrador (71). Seis o siete años tenía Josemaría cuando su madre le acompañó hasta la iglesia.
Solían entonces confesarse los hombres por delante del confesonario y las mujeres, por la rejilla lateral. El buen escolapio recibió al niño, que al arrodillarse desapareció por detrás de la portezuela. Tuvo que abrirla para que se arrodillase dentro. Comenzó el penitente a desgranar sus pecados, y el padre Labrador le escuchaba con una sonrisa. Por un momento el niño se descorazonó pensando que no le tomaba en serio, como hacía, en cambio, don José. Al fin, el confesor le hizo una breve recomendación y le impuso la penitencia.
Esa primera confesión le dio una gran paz de espíritu. Volvió corriendo a casa, para anunciar que tenía que cumplir la penitencia. Su madre se ofreció a ayudarle.
No -se negó el pequeño-, esa penitencia la cumplo yo solo. Me ha dicho el Padre que me deis un huevo frito (72).
* * *
Tenía dos hermanas menores que él: María Asunción, nacida el 15 de agosto de 1905 y María de los Dolores, que nació el 10 de febrero de 1907. Una tercera, María del Rosario, vino al mundo el 2 de octubre de 1909 (73).
Con cinco hijos, la madre había adquirido experiencia para manejar a la chiquillería. Dada su condición social tenía buen servicio doméstico. Además de la cocinera y de una doncella para la limpieza de la casa, contaba con una niñera y un mozo que, por temporadas, les echaba una mano en faenas impropias de mujeres. A doña Dolores, mujer muy hacendosa, siempre se la veía poniendo orden en la casa, pues poseía mucho sentido práctico. Cuando los niños volvían del colegio, a veces con sus amigos, les tenía destinado para sus juegos un cuarto, al que llamaban la leonera (74). En su trato usaba discretamente la flexibilidad o, por el contrario, se mostraba inflexible, según los casos. A veces los pequeños alborotaban en la mesa los días de fiesta, cuando se servía pollo. Todos parecían ponerse de acuerdo para reclamar una pata. Doña Dolores, sin perturbarse, comenzaba a multiplicar patas al pollo: tres, cuatro, seis; cuantas fueran necesarias. Sin embargo, no toleraba antojos, ni que los niños se metiesen en la cocina a comer fuera de hora. La cocina era para los niños una permanente tentación. En cambio, doña Dolores sólo entraba allí excepcionalmente, para ver cómo iban las cosas o para preparar un plato extraordinario. Y extraordinarios eran los "crespillos", que aparecían el día de su santo o en muy contadas ocasiones familiares (75). Era un postre al alcance de cualquier fortuna y no tenía otro secreto culinario que el saberlo presentar en su punto: unas hojas de espinaca rebozadas en un batido de harina y huevo; se pasaban luego por la sartén con un poco de aceite hirviendo y, calentitas y espolvoreadas de azúcar, se servían a la mesa. En la casa de los Escrivá siempre se saludó con ilusión el día de los "crespillos".
Había también otra razón por la que el niño merodeaba cerca de la cocina, aparte de los dulces o las patatas fritas. Las chicas de servicio le contaban dichos e historietas. Sobre todo María, la cocinera. Sabía ésta un cuento de ladrones, sin tragedias ni violencias. Uno, y nada más que uno. Pero lo contaba de manera magistral y el pequeño nunca se cansaba de oírlo repetir (76). Escuchando a María comenzaron a despuntar sus dotes de narrador.
Algunas tardes, al regresar Carmen con sus amigas de colegio, se encerraban a jugar en la leonera. Doña Dolores, condescendiente con sus aficiones, las entretenía o les daba algunas prendas viejas para jugar. "Frecuentemente -refiere Esperanza Corrales- nos quedábamos a merendar y recuerdo que nos daban pan con chocolate y naranjas" (77).
Si Josemaría no había salido con sus amigos, se pasaba por la leonera para divertir a las niñas. "Le gustaba entretenernos -cuenta la baronesa de Valdeolivos-. Muchas veces íbamos a su casa y nos sacaba sus juguetes: tenía muchos rompecabezas" (78). También tenía soldados de plomo, y bolos, y un caballo grande de cartón con ruedas en el que montaba a las niñas por turno, mientras las paseaba por la habitación tirando al caballo del ronzal. Y si las niñas alborotaban, el propietario de la caballería ponía paz con unos buenos tirones de trenzas.
"Pero lo que más le gustaba cuando estaba con nosotras -recuerda Adriana, hermana de Esperanza- era sentarse en una mecedora del salón y contarnos cuentos -normalmente de miedo, para asustarnos- que inventaba él mismo. Tenía viva la imaginación y nosotras -estarían Chon y Lolita, sus hermanas, que eran tres y cinco año menores que Josemaría- le escuchábamos atentamente y un poco asustadas" (79).
* * *
De 1908 a 1912, en que comienza sus estudios de bachillerato, Josemaría preparó la "enseñanza primaria". Según las disposiciones vigentes la jornada escolar era de seis horas de clase, tres por la mañana y tres por la tarde. Para el hijo de los Escrivá el horario se prolongaba. Por las tardes hacía los deberes bajo la supervisión de un profesor, para su mejor aprovechamiento. Curso tras curso estudiaban los alumnos las mismas asignaturas, aunque cada año con mayor amplitud. El currículo de materias era un combinado enciclopédico de ingredientes dispares, que abarcaba desde las Nociones de Higiene y los Rudimentos de Derecho hasta el Canto o el Dibujo (80).
La enseñanza específica y sobresaliente del colegio era la escritura, arte en el que los Escolapios tenían fama justificada. La "letra escolapia" era una gallarda letra española, alta, gruesa y sin adornos o rasgos extravagantes (81). Conseguir maestría requería mucha aplicación. Los principiantes emborronaban hojas y más hojas de papel. Los renglones se les iban en curvas caprichosas, como el perfil de una cordillera. Se manchaban los dedos al hundir el palillero en los pocillos de tinta. Luego venía el maestro, corrigiendo a los niños. Les mostraba cómo empuñar la pluma y, para que siguiesen horizontalmente los renglones, les ponía debajo del papel una falsilla, cuyas rayas se transparentaban, rectilíneas y paralelas.
Con los años esos recuerdos suscitarían en la mente de Josemaría metáforas sobrenaturales. En su omnipotencia Dios no precisa de falsilla ni de palillero, porque así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe (82).
Josemaría adquirió pronto un estilo caligráfico fácilmente reconocible a todo lo largo de su vida. Su personalidad se muestra en los trazos enérgicos, amplios y sencillos, que hacen inconfundible su escritura, desde una época temprana de colegial. En sus rasgos se revela un temperamento decidido, franco y generoso.
De pequeño -refería su hermana Carmen- "cuidaba mucho de no lesionar los derechos de los demás: prefería perder a que un compañero suyo saliera perjudicado" (83). Pues bien, algo parecido menciona un compañero de colegio cuando dice que "no era pendenciero, y cedía fácilmente antes de reñir" (84). Lo cual no significa que Josemaría tuviese un carácter encogido, según se deduce de su pelea con otro colegial, apodado "Patas puercas". Por razones que nadie detalla, se sacudieron de lo lindo hasta quedar ambos enteramente satisfechos. En todo caso, Josemaría aprendió que la violencia es arma que jamás convence al contrario, por lo que renunció a su empleo, de allí en adelante (85).
Su tendencia a ser generoso con sus compañeros revela una incipiente magnanimidad, que iba unida a su mucha delicadeza en el trato, como lo confirma lo excepcional de la pelea con "Patas puercas". Bueno es traer aquí la anécdota de cuando unos chiquillos de Barbastro clavaron un murciélago en la pared y despiadadamente lo apedrearon. A Josemaría, al que la sensibilidad de su naturaleza impedía tomar parte en diversión tan cruel, se le quedó grabado el recuerdo de aquel suceso (86).
También recordaba que, yendo tranquilamente por la calle, en dos ocasiones se le acercó por detrás un perro y le mordió, sin previo aviso y sin que hubiese sido provocado el animal. Soportó valientemente el dolor y fue a casa de su tía Mercedes a que le curasen, preocupado por no dar un disgusto a su madre (87). Con sucesos de este género se le fue curtiendo el carácter para aguantar mayores inconvenientes morales o físicos, aunque nunca consiguió vencer su natural resistencia a estrenar traje o llamar la atención de cualquier otro modo. Ya no se agazapaba debajo de la cama, como hacía antes, de pequeño. Ahora adoptaba otra táctica. Si los alumnos de la clase tenían que hacerse una foto en grupo, por ejemplo, se les avisaba para que ese día viniesen todos bien trajeados. Josemaría ni aludía a ello en casa. Después, al enviar la foto a los padres, a doña Dolores la cogía de sorpresa. No era necesario hacer averiguaciones. Se echaba de ver que todas las madres se habían preocupado de que sus hijos fueran bien arreglados; el suyo era el único que no llevaba traje de fiesta.
"Josemaría -le decía su madre-, pero ¿es que quieres que te compremos los trajes viejos?" (88).
En el hogar de los Escrivá, a pesar de vivir con holgura, se economizaba, sacando partido a cosas que para otros resultarían inservibles. Allí reinaba el orden. Si un niño rompía un jarrón u otro objeto valioso, enseguida se pegaban los trozos o se mandaba a recomponer con lañas. En la casa había varios relojes, y todos marcaban la misma hora. Don José, sin ser maniático, amaba la puntualidad, porque nunca se sabe a dónde se va a parar con el desorden. Sabiduría que el ama de casa resumía con un dicho popular cuando, al recoger las cosas de la costura, amonestaba a su hija Carmen: "Con los hilos que se tiran, el demonio hace una soga" (89).
Su padre fue siempre su mejor amigo. A él acudía el niño en busca de aclaración a problemas o dificultades, sabiendo de antemano que la respuesta de don José sería satisfactoria. Así llegó a comprender el que le tuviesen corto de dinero y que, al mismo tiempo, respetasen en casa las decisiones que tomaba. Ni le abrían la correspondencia con los amigos ni le vigilaban a escondidas. Y esa confianza con que le trataron los padres contribuyó no poco a hacerle dueño y responsable de sus actos.
Por don José supo de la "cuestión social": de las relaciones entre obreros y empresarios, de las asociaciones para defensa de los intereses comunes de los trabajadores y del debatido tema de la justa retribución a los asalariados (90). De hecho no se presentaban conflictos sociales en Barbastro. En la comarca no existían grandes industrias ni población proletaria; tampoco latifundios. La pequeña burguesía, los terratenientes que se dedicaban a las labores del campo y los comerciantes locales compartían pacíficamente el pan y las buenas costumbres con sus empleados y colonos.
Aun cuando el pueblo, siguiendo las tradiciones multiseculares, se mantenía practicante y piadoso en materias de religión, todo el país estaba fragmentado por luchas ideológicas. Barbastro no era ajeno a esta desunión que existía en toda España. La diversidad se reflejaba en las tertulias de sus varios círculos y casinos: "La Unión", "El Porvenir", "El Siglo Nuevo" o "La Amistad". De este último era socio don José. La prensa regional se correspondía con la corriente de opiniones de los contertulios. Los periódicos que leían eran: "La Cruz del Sobrarbe", "La Época", "El País", "El Eco del Vero" y "El Cruzado Aragonés" (91).
Los católicos españoles muy difícilmente se pondrían de acuerdo para resolver la "cuestión social". El Papa León XIII, en la encíclica Rerum Novarum (15-V-1891) había sentado doctrinalmente los principios éticos del orden económico, despertando la conciencia de los fieles. Lo cierto es que el programa de renovación social se emprendió con bastante retraso, y fue el ejemplo de otros países el que arrastró a los españoles (92). En el período que media entre 1902 y 1915, las gentes de Barbastro, y de manera destacada don José Escrivá, trataron de poner remedio a la cuestión. Fundaron un periódico en 1903: "El Cruzado Aragonés"; crearon el "Salón de Buenas Lecturas" (1907) y mantuvieron un "Centro Católico Barbastrense" (1909), cuya finalidad era "promover la defensa y realización del orden social y de la civilización cristiana, según las enseñanzas de la Iglesia" (93). Todos estos proyectos, sin duda alguna, rebosaban buena voluntad, pero la gran batalla se estaba librando en ambientes intelectuales más elevados, esto es, en las instituciones de enseñanza universitaria y en los campos científicos. Los católicos sufrirían pronto las consecuencias de una desidia intelectual arrastrada durante siglos.
Don José tenía a su cargo a los dependientes de "Juncosa y Escrivá" y a los del obrador de chocolate anejo al comercio de tejidos. Era buen patrono. Retribuía a sus obreros con justicia y atendía también a sus necesidades espirituales. Todos los años costeaba de su bolsillo unas conferencias cuaresmales para sus empleados. Organizaba el horario de trabajo para que pudieran asistir esos días y, por delicadeza, para que no se sintieran coaccionados por su presencia, se abstenía de acudir a esos actos religiosos (94).
* * *
En España no solían hacer los niños la Primera Comunión hasta haber cumplido los doce o trece años, costumbre seguida también en otros muchos países. Fue en virtud de un decreto de san Pío X, en 1910, cuando se rebajó esa edad al momento en que se alcanzase el uso de razón, alrededor de los siete años (95). La fecha de la disposición coincidía con los preparativos para el Congreso Eucarístico Internacional que iba a celebrarse en Madrid en junio de 1911. Por ello se hizo en todas las parroquias de España una intensa labor catequética, con la idea de que se acercasen a recibir la Sagrada Eucaristía el mayor número posible de niños.
Un religioso escolapio, el padre Manuel Laborda de la Virgen del Carmen -el "padre Manolé", como le llamaban con afectuosa jovialidad los alumnos-, se ocupó de preparar a Josemaría. Y, en tanto llegara el tan esperado día de la Primera Comunión, le enseñó al niño una oración que mantenía vivo su deseo: -"Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos" (96). Oración que, desde entonces, recitó con mucha frecuencia.
La víspera del día señalado se llamó al peluquero para que le arreglase el peinado; pero al ir a cogerle un mechón de pelo con las tenacillas ardiendo, para hacerle un bucle, le produjo una quemadura en la cabeza. Aguantó el niño sin quejarse, para evitar una regañina al peluquero y no causar un disgusto. Más adelante terminaría descubriendo su madre la cicatriz de la quemadura (97). Y desde entonces, en los días de fiesta, el Señor anunciaría su presencia a Josemaría con el dulce criterio del dolor o de la contradicción, como una caricia (98).
Hizo la Primera Comunión el 23 de abril de 1912, justamente a los diez años de haber sido confirmado. Era la fiesta de san Jorge, patrono de Aragón y Cataluña, y día tradicional para la ceremonia, que tuvo lugar en la iglesia del colegio de los Escolapios. En el momento de recibir la Sagrada Comunión pidió por sus padres y hermanas, suplicando a Jesús que le concediese la gracia de no perderlo nunca.
Siempre recordó con fervoroso candor los aniversarios de esa fecha, en que el Señor, como decía: quiso venir a hacerse el dueño de mi corazón (99).
Se desplazó a Huesca, capital de la provincia, para hacer el examen de ingreso en el bachillerato el 11 de junio de 1912 (100).
Al regresar de Huesca se encontró enferma a su hermana Lolita. Había cumplido la niña cinco primaveras. Era la más pequeña de la casa, porque otra de las hermanas, Rosario, había muerto dos años antes, el 11 de julio de 1910, cuando contaba sólo nueve meses. Y, en la víspera del segundo aniversario de la muerte de su hermana, Lolita se marchó a hacerle compañía (101). De manera que en la casa se hizo ahora un triste hueco. Josemaría quedó entre sus dos hermanas: Carmen, la mayor, y Chon (Asunción). Los padres aceptaron serenamente la desgracia, sin rebeldías ni desplantes contra Dios. La mortandad infantil era alta en aquellas épocas, pero no por eso menos dolorosa para las familias.
Como solían hacer todos los veranos, los Escrivá se fueron a descansar a Fonz, pueblo cercano, a la otra margen del río Cinca, como a tres leguas y pico de Barbastro. Plantado encima de un collado, la iglesia arriba y el caserío desparramándose por la ladera, tenía el pueblo algún que otro viejo escudo en casas de rancio sabor solariego. Allí vivía la abuela Constancia con dos de sus hijos, Josefa y mosén Teodoro. La aparición de su tercer hijo, acompañado de la nuera y los nietos de Barbastro, era siempre motivo de alegría.
En aquellas jornadas estivales la curiosidad infantil de Josemaría, nunca del todo satisfecha, se extasiaba ante la naturaleza. Absorbía paisajes y escenas llenas de color y movimiento, mientras relegaba a la memoria el proceso íntimo de esas sorpresas diarias. Después, pasados los años, a la hora de sacar enseñanzas sobre vida interior, los recuerdos fluirán cálidos y nítidos:
He gozado, en mis temporadas de verano, cuando era chico, viendo hacer el pan. Entonces no pretendía sacar consecuencias sobrenaturales: me interesaba porque las sirvientas me traían un gallo, hecho con aquella masa. Ahora recuerdo con alegría toda la ceremonia: era un verdadero rito preparar bien la levadura -una pella de pasta fermentada, proveniente de la hornada anterior-, que se agregaba al agua y a la harina cernida. Hecha la mezcla y amasada, la cubrían con una manta y, así abrigada, la dejaban reposar hasta que se hinchaba a no poder más. Luego, metida a trozos en el horno, salía aquel pan bueno, lleno de ojos, maravilloso. Porque la levadura estaba bien conservada y preparada, se dejaba deshacer -desaparecer- en medio de aquella cantidad, de aquella muchedumbre, que le debía la calidad y la importancia.
Que se llene de alegría nuestro corazón pensando en ser eso: levadura que hace fermentar la masa (102).
Hacía excursiones a la montaña, a la sierra de Buñero, en cuyas estribaciones se encuentra Fonz; o más arriba aún, por los valles que subían hacia el Pirineo:
Se quedaron muy grabadas en mi cabeza de niño aquellas señales que, en las montañas de mi tierra, colocaban a los bordes de los caminos; me llamaron la atención unos palos altos, ordinariamente pintados de rojo. Me explicaron entonces que, cuando cae la nieve, y cubre senderos, sementeras y pastos, bosques, peñas y barrancos, esas estacas sobresalen como un punto de referencia seguro, para que todo el mundo sepa siempre por dónde va la ruta.
En la vida interior, sucede algo parecido. Hay primaveras y veranos, pero también llegan los inviernos, días sin sol, y noches huérfanas de luna. No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter (103).
A los sucesos cotidianos, a las faenas caseras o campesinas, a las costumbres del pueblo, sobreañadiría después "consecuencias sobrenaturales". En su manera de retener poéticamente la vida diaria reviven dulzuras o sufrimientos espirituales:
Yo recuerdo que, en la tierra mía, cuando llegaba la temporada de la siega, y no existían aún estas modernas máquinas agrícolas, cargaban con esfuerzo a lomos de mulo o de pobres borriquitos las gavillas de mies. Y llegaba un momento en la jornada, al mediodía, en que acudían las mujeres, las hijas, las hermanas…, tocada graciosamente la cabeza con un pañuelo para que el sol no quemara su piel, más delicada que la de los hombres, y llevaban vino fresco… Aquella bebida refocilaba a los hombres ya cansados, les animaba, les fortalecía… Así te veo, Madre bendita, que, cuando luchamos por servir a Dios, vienes a animarnos a lo largo de esta jornada… A través de tus manos, nos llegan todas las gracias (104).
En fin, en sus parábolas y comentarios evangélicos se captan imágenes en que se conservan, frescos, lejanos recuerdos de la infancia:
Recuerdo haber visto, de niño, a los pastores envueltos en sus zamarras de piel, en los días crudos del invierno del Pirineo, cuando la nieve todo lo cubre, bajar por las cañadas de esa tierra mía, con aquellos perros fidelísimos y aquel borrico cargado con todos los enseres, que culminaban en unos calderos, donde preparaban la comida para ellos, y los potingues, que ponían sobre las heridas de sus ovejas.
Si alguna se había descalabrado -como dicen allí-, si alguna se había roto una pata, se reproducía la vieja estampa: la llevaban sobre sus hombros. También he visto cómo el pastor -pastores toscos, que parece que no reúnen condiciones para la ternura- lleva entre sus brazos amorosamente un cordero recién nacido (105).
De esa atenta observación de cosas y personas extrajo todo tipo de lecciones: la aparente necedad de sembrar una semilla, que se entierra y se pierde a la vista; la labor constante, imprescindible, del borrico que da vueltas y más vueltas a la noria; o la deuda espiritual que contrajo con su abuela Constancia. Viéndola de continuo con el rosario en las manos llegó más fácilmente a entender que todos nuestros esfuerzos han de basarse en la oración incesante (106).
* * *
Ese otoño de 1912 comenzó Josemaría sus estudios de bachiller. El horario oficial de las clases era de nueve a doce; y, por la tarde, de dos a cinco. Pero por las mañanas entraban una hora antes, para asistir a misa en la iglesia del colegio. Vestían los colegiales un abrigo de color azul marino con botones de metal, y llevaban una gorra con visera de charol.
El programa del primer año del bachillerato comprendía Lengua Castellana, Geografía, Nociones de Aritmética y Geometría, y Religión. Cuando llegó la hora de examinarse en el Instituto de Huesca, las calificaciones que obtuvo fueron excepcionales (107).
Maduró el carácter del muchacho, que iba haciéndose menos hablador y más reflexivo. Todo parece indicar que fue durante ese curso de 1912-1913, luego de haber perdido a sus dos hermanitas, cuando tuvo un gesto sorprendente. Una tarde estaban sus hermanas -Carmen y Chon- en la leonera, entretenidas con otras amigas. Jugaban a hacer castillos con las cartas de una baraja.
"Terminamos uno -refiere la baronesa de Valdeolivos-, y Josemaría con la mano nos lo tiró. Nos quedamos medio llorando.
-¿Por qué haces eso, Josemaría?
Y muy serio nos contestó: -Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira" (108).
Posiblemente, pensamientos largo tiempo reprimidos reventaron, al fin, con violencia. Despuntó así una nueva luz en su mente: Dios es dueño de las almas y dispone de ellas al margen de nuestros proyectos personales.
Al acabar el verano Chon cayó gravemente enferma. Tenía ocho años. Uno de esos días en que se esperaba el desenlace de la enfermedad, "jugando conmigo y otros niños -habla de nuevo la baronesa de Valdeolivos-, nos dijo:
-Voy a ver cómo está mi hermana.
Preguntó por ella y su madre le contestó: "Asunción ya está bien, ya está en el cielo"" (109).
Era el 6 de octubre de 1913. No querían los padres que Carmen y Josemaría entrasen en la alcoba donde se velaba a la pequeña Chon, amortajada. En un descuido consiguió entrar el muchacho para rezar y despedirse de su hermanita. Por primera vez veía Josemaría un cadáver (110).
Mucho reflexionó sobre todo ello: la inocencia de las niñas; su desaparición escalonada de menor a mayor; la inquietante cercanía de las tres muertes. Revolvió largamente en su imaginación los pormenores del caso. De seguir el curso natural de las muertes, tras la reciente partida de Chon, él sería el próximo en morir. Y no se recataba de manifestarlo abiertamente: - El año próximo me toca a mí, decía (111). Entonces, doña Dolores, para darle sosiego, le recordaba cómo la Virgen le había librado de pequeño y cómo le llevaron en peregrinación a Torreciudad. - "No te preocupes, que yo te he ofrecido a la Virgen y Ella cuidará de ti", terminaba asegurándole. Josemaría cesó de repetir lo de su próxima muerte, por la confianza que le inspiraban las palabras de su madre y por el sufrimiento que le causaba con tan funestos presagios. El año académico de 1913-1914 fue un sedante para su alma, una breve pausa ante las tribulaciones que se avecinaban. Se metió de lleno en los estudios.
Los escolapios eran muy piadosos y bien preparados. Josemaría sintió por ellos un sincero afecto. Admiraba su paciencia. Y, lo mismo que conservó en sus oídos la musiquilla al recitar el silabario o las plegarias en el parvulario de las monjas, de aquel curso 1913-1914 le quedó bien grabada la tonadilla del qui-quae-quod latino (112). Su asignatura preferida, sin embargo, eran las Matemáticas, en las que obtuvo Premio todos los años. La exactitud, la disciplina mental, la lógica de las deducciones, el modo de razonar, ordenado y preciso, le atraían. Se llevaba bien con el profesor. Era el mejor alumno de la clase. Pero el maestro no contaba con la fogosidad de carácter del muchacho, que estallaba impetuosamente ante la más leve injusticia. Un día le sacó a la pizarra para preguntarle sobre materias anteriormente explicadas, aunque la pregunta que le hizo no era de las ya tratadas en clase. Insistió el profesor. Se indignó el alumno y, arrojando violentamente contra la pizarra el borrador, se dio media vuelta y, de camino para su banco, protestaba en voz alta: Esa pregunta no la ha explicado (113).
No acabó ahí la historia. Porque algunos días después, -refiere- iba yo con mi padre, por la calle, y vino a nuestro encuentro ese mismo fraile. Pensé: ¡adiós!, ahora se lo cuenta a mi padre… Efectivamente, se detuvo, le comentó una cosa amable… y se despidió sin decir nada. Le quedé tan agradecido por su silencio, que todos los días rezo por él (114).
A final de curso se desplazó a Lérida con sus compañeros de colegio para presentarse a examen en el Instituto. En esas circunstancias, lejos del colegio, sin vigilancia, no era raro que surgiesen entre sus condiscípulos conversaciones inconvenientes. Josemaría procuraba atajarlas, o se apartaba a rezar el rosario en reparación. Más de una noche le cogió el sueño repasando las cuentas del rosario (115).
El resultado de los exámenes fue brillante. "Juventud", el semanario de Barbastro, se hizo eco de las notas obtenidas por Josemaría (116).
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Considerada a bulto, la ruina económica de los Escrivá aparece como una nueva desdicha en la serie ininterrumpida de desgracias familiares. "En unos pocos años -resume una persona que presenció los hechos-, pasarían de una situación económica desahogada a la quiebra del negocio que les sostenía. Y en aquellos mismos años irían falleciendo, una tras otra, las tres niñas que habían nacido después de Josemaría" (117).
Posteriormente, descubriría éste la clave sobrenatural y el significado íntimo de aquellos sucesos, que caían, espesos como un aguacero, sobre toda la familia:
Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para darme a mí, que era el clavo -perdón, Señor-, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna. Yo sentí el zarpazo de mis pequeños colegas; porque los niños no tienen corazón o no tienen cabeza, o quizá carecen de cabeza y de corazón… (118).
Carmen y su hermano no se enteraron de la crisis en que se hallaba el negocio del padre hasta que don José y doña Dolores se lo dieron a entender. El matrimonio no quería hacer partícipes a los hijos, de golpe y porrazo, en sus sufrimientos. Les retrasaron la noticia por un tiempo; corto, porque fue imposible ocultar la inminente ruina del negocio de don José. Todo se desarrolló en el breve trecho entre dos otoños: el de 1913, en que muere Chon, y las semanas finales de 1914, en que se produce definitivamente la quiebra de "Juncosa y Escrivá".
Durante ese año sobrevino, en toda la región, una recesión económica que causó cierres y liquidaciones de muchas empresas mercantiles, como le sucedió a Mauricio Albás, uno de los hermanos de doña Dolores. Pero el caso de la quiebra de "Juncosa y Escrivá" fue diferente (119).
Primero hubo incumplimiento de compromisos por parte de Jerónimo Mur, antiguo socio de don José, que "sufrió un gran quebranto económico, debido, según he oído a mis padres -explica Martín Sambeat-, a que el socio del comercio no se portó como buen socio". Y, haciéndose eco de los rumores que circulaban por Barbastro, Adriana Corrales refiere que "los amigos consideraban que era la última consecuencia de una mala pasada hecha a aquel hombre bueno que era don José Escrivá" (120).
En pocos meses las adversidades fueron desmantelando lo que de superfluo bienestar pudiera existir en el hogar de Josemaría. El proceso era visible y precipitado. Las amigas de Carmen lo describen. Al principio, dice una de ellas, "tuvieron que desprenderse de muchas cosas" (121). A poco de morir Chon despidieron a la niñera. Luego tuvieron que prescindir de la cocinera, y más tarde de la doncella de servicio. Carmen ayudaba a la madre en las tareas domésticas; y se acomodaron a las estrecheces sin una queja. Comparados con los sufrimientos morales y las humillaciones que tenían que soportar, los inconvenientes de la pobreza material representaban muy poca cosa. Explicó el matrimonio a sus hijos cómo era preciso aceptar con gozo la nueva situación económica, permitida por el Señor. Y un día, teniendo reunida a toda la familia, don José les mostró cómo debían comportarse ante la pobreza: "Debemos ver todo con sentido de responsabilidad, porque no hay que alargar el brazo más que la manga y, por otra parte, hay que llevar con decoro esta pobreza, aunque sea humillante, viviéndola sin que la noten los extraños y sin darla a conocer" (122).
Lo sorprendente del caso no consistía en la entereza mostrada por don José, ni en el espíritu de sacrificio de los Escrivá para encajar serenamente un revés de fortuna. A fin de cuentas, la quiebra del negocio venía, en parte, impuesta, por las circunstancias y por la crisis general económica del país. Lo que realmente asombró a parientes y extraños fue la heroica decisión tomada por don José, quien, perdido el negocio -nos dice el hijo-, había podido quedar en una posición brillante para aquellos tiempos, si no hubiera sido un cristiano y un caballero (123).
Esa cristiana caballerosidad se fundaba en que perdonó, desde un primer momento y con la mejor voluntad, a los causantes de la ruina. Rezó por ellos y no sacó el tema a relucir, para evitar que naciese rencor en la familia contra esas personas. Además, una vez decretada la quiebra por sentencia judicial, y como el patrimonio social resultaba insuficiente para compensar a los acreedores, consultó sobre si existía obligación, en justicia estricta, de resarcirlos con sus bienes particulares. Claramente le contestaron que no estaba moralmente obligado a ello (124). A pesar de lo cual el caballero se acogió a su personal entendimiento de la justicia; y "liquidó todo lo que tenía para pagar a los acreedores" (125).
Dispuso, pues, de sus bienes. Vendió la casa. Satisfizo todas sus deudas, y quedó arruinado. Pero no hasta el extremo de no tener qué comer o no tener dónde caerse muerto; expresiones que los amigos de Josemaría oirían en sus casas, tomando al pie de la letra su sentido, como indica una anécdota que relata la baronesa de Valdeolivos: -"Recuerdo frases que oía, y que se me quedaban grabadas, por eso me extrañó ver una tarde a Josemaría merendando pan con jamón. Le dije a mi madre:
- Mamá, ¿por qué dicen que los Escrivá están tan mal? Josemaría ha merendado hoy muy bien.
Mi madre me hizo ver que, efectivamente, tan mal, tan mal como para no poder merendar no estaban…" (126).
Enseguida surgieron incomprensiones y críticas por parte de algunos parientes de doña Dolores, que consideraban una ingenuidad el comportamiento de su marido. ¿A qué venía ese rasgo romántico y liberal de desprenderse de unos bienes que necesitaba la familia?
Josemaría, comenta Pascual Albás, "tuvo que sufrir bastante, pues su familia pasó por trances difíciles y dolorosos; algunos de los tíos se distanciaron a fin de no tener que ayudarles" (127). Uno de estos era don Carlos Albás, hermano de doña Dolores, que propalaba la conducta de su cuñado como una gran necedad: "Pepe ha sido un tonto -decía-, podía haber conservado una buena posición económica y, por el contrario, se ha reducido a la miseria" (128).
Las desdichas, sin embargo, unieron más estrechamente a los Escrivá. Hijos y esposa se sentían orgullosos de la noble decisión tomada por el cabeza de familia. Tan cristiano proceder suscitaba en Josemaría sentimientos de admiración, que le harían exclamar, a muchos años de distancia:
Tengo un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y creo que tiene un cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana (129).
Por otro lado, sentía una fuerte rebelión interior, por lo dura que resultaba la prueba y por las dolorosas humillaciones que le salieron al paso. De manera que, más adelante, pediría perdón al Señor, confesando su resistencia a aceptar la situación del hogar: me rebelaba ante la situación de entonces. Me sentía humillado. Pido perdón (130).
Consideró y reconsideró los designios de la Providencia, que echaba por tierra los proyectos de los hombres y que, sin miramientos, enviaba la ruina económica, y otros pesares, a los fieles cristianos. Solamente la fe viva y ejemplar de los padres mantuvo al hijo por encima de las contradicciones.
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Durante 1914, meses antes de que se dictase la sentencia de quiebra, andaba preocupado don José con el futuro de la familia. La condición económica de los Escrivá había descendido a límites incompatibles con su antigua condición social y, aunque de puertas adentro estaban preparados a vivir en la estrechez, las circunstancias les impedían continuar como antes. Barbastro era una pequeña ciudad en la que difícilmente se podría rehacer un negocio a raíz de la quiebra. Don José no contaba con ahorros o fortuna que le avalara. El convivir con la incomprensión, o el darse de cara con quienes habían abusado de su confianza llevándoles a la ruina, era cosa muy dura para su dignidad de caballero. De forma que, después de consultar el caso con su mujer, trató de abrir nuevos horizontes a la familia, pensando principalmente en el futuro de los hijos (131).
No le fue difícil conseguir trabajo en otro lugar. Tenía muchos amigos y conocidos entre los comerciantes del ramo textil. Además, la honradez de don José era de dominio público; y la pérdida de sus bienes, resultado de una encomiable generosidad. Por lo que pronto se puso de acuerdo con el propietario de un negocio de tejidos en Logroño, don Antonio Garrigosa y Borrell. El puesto que éste le ofreció, aun siendo de confianza en cuanto a la gestión de la empresa y relaciones con la clientela, estaba muy lejos de la condición de socio (132). En los primeros meses de 1915 don José se fue a trabajar a Logroño.
Por primera vez vivieron separados los padres. Doña Dolores se quedaría en Barbastro con los hijos, hasta que éstos acabasen el curso en los colegios. El infortunio económico había dejado marca implacable en aquella sufrida mujer: "Yo recuerdo muy bien a doña Lola en los últimos tiempos que estuvo en Barbastro, ya sin servicio, haciendo trabajos domésticos -cuenta Adriana Corrales-: la veo planchando, sentada en una sillita baja. Nosotras creíamos entonces que no estaba bien de salud y que tenía mal el corazón" (133). El mal que padecía doña Dolores nada tenía que ver con una enfermedad cardíaca.