El Fundador del Opus Dei
Guerra y Revolución: en espera de ser evacuados
1. Los frutos del odio
2. Fugitivo en busca de refugio
3. En el Sanatorio del Dr. Suils
4. Asilo en el Consulado de Honduras
5. "El cuento de la buena pipa"
6. "Los días peores de esta temporada"
7. "El negocio del abuelo"
Los factores que rigen la vida española de 1936 a 1939, años de guerra civil, son de carácter tan trágico que, para interpretar debidamente los sucesos de ese periodo, se requiere una mínima y previa comprensión del entramado político en que se desarrollan. Dentro de ese marco circunstancial resalta, con grandiosidad heroica, y a la vez humilde, la figura del Fundador del Opus Dei. Sin embargo, un enfoque desviado de la realidad histórica haría ininteligible el alcance y razón de su conducta. Más aún si se tiene en cuenta que un factor clave de la tragedia española fue de índole religiosa. Guerras civiles no han faltado en España, pero un aspecto peculiar de la de 1936 es que se desencadenó en el país una de las persecuciones religiosas más enconadas y sangrientas registradas en veinte siglos de Cristianismo (1). En el breve espacio de meses corrió la sangre mártir de una docena de Obispos y más de seis millares de sacerdotes y religiosos. Ese simple dato -impresionante, desnudo y objetivo- ilumina tétricamente la escena. Y es muy improbable que el lector pueda captar con rectitud, y en todo su significado, la conducta del Fundador si prescinde de estos sucesos. Por otra parte, también le resultará un tanto incomprensible el comportamiento del sacerdote si no penetra anticipadamente en la raíz cristiana de las motivaciones que le llevaron a perdonar de todo corazón a los culpables, desagraviar al Señor por los crímenes cometidos y aprender, para el futuro, la lección de la historia.
En julio de 1936 existía por todo el país, sin excepción de campos ni ciudades, una enorme tensión, hecha de reivindicaciones sociales, del quebranto de la economía nacional, del desprestigio de la acción de gobierno y de frustrados sentimientos regionalistas. Todo ello en medio de huelgas continuas, hambre, desórdenes, y agitadores revolucionarios que azuzaban a las masas y favorecían de rechazo las posturas contrarrevolucionarias partidarias de medidas de fuerza. El régimen, al borde del colapso, se tambaleaba al choque de los extremismos, mientras una conjura militar preparaba un golpe de Estado para restablecer los fundamentos de la perdida autoridad de la República. ¿Cómo fue posible llegar a tal extremo? (2)
No es preciso remontarse a las centurias pasadas, a las guerras civiles del siglo XIX, al retraso histórico en establecer los principios democráticos en las instituciones políticas (3), o achacar la gravedad del conflicto al carácter belicoso del español. Cuando cayó la Monarquía y se estableció la República en 1931, media España saludó su advenimiento con regocijo y esperanza. Se inauguraba una nueva etapa, que podía haber rectificado errores e implantado un régimen democrático, justo y representativo. Pero, desde que se constituyó un Gobierno provisional hasta que se hubo elaborado la nueva Constitución, los gobernantes y los diputados de las Cortes Constituyentes imprimieron al nuevo régimen un estilo frecuentemente radical, difícilmente aceptable para buena parte de los españoles (4).
La historia de la segunda República española, entre el periodo que va de su instauración en 1931 hasta el comienzo de la guerra civil en 1936, es sumamente agitada. Fácilmente pueden distinguirse varias etapas: un primer periodo constituyente, al que sigue un bienio de reformas radicales en lo referente a la Iglesia, el Ejército, la educación y las cuestiones regional, agraria y laboral (5). El descontento generado por la actuación de los gobiernos cuajó en un minoritario y mal organizado pronunciamiento militar de signo monárquico, que fracasó en Sevilla en el verano de 1932. No fue ni el primero ni el único intento de cambiar el curso de los acontecimientos por la fuerza. La vida política española, teñida ya de radicalismo, se hacía cada vez más violenta. Vienen luego las elecciones generales, en noviembre de 1933, y la Cámara cambia de color político. La anterior mayoría, dominada por socialistas y republicanos de izquierda, es sustituida por otra, formada por la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) y los partidos radical, liberal-demócrata y agrario (6). Los representantes de la CEDA, el partido más numeroso de la nueva mayoría, aceptando el postulado de la indiferencia de la forma de gobierno -Monarquía o República- se proclamaban conservadores y defensores de los ideales católicos. El nuevo bienio -1934-1935- se caracteriza por una política que trata de modificar los extremismos del período precedente. Esta nueva etapa también se pretendió truncar mediante una acción de fuerza, esta vez más intensa, mejor preparada y de mayor alcance que la de 1932: fue el intento revolucionario izquierdista de 1934, que fracasó en Madrid y Cataluña y triunfó en Asturias, donde se vivió una sangrienta revolución (7), que hizo necesario acudir al ejército para dominarla y restaurar el orden constitucional (8).
A partir de la revolución de octubre de 1934, se aceleró el desgarramiento de toda la nación. Sectores de derechas e izquierdas se inclinaron hacia los extremismos políticos, sin posible componenda. De manera que, al faltar el entendimiento entre los moderados de uno y otro bando, no se pudo contener la marcha decidida hacia un enfrentamiento, fuera de los cauces democráticos.
En febrero de 1936, las fuerzas políticas de derechas e izquierdas (estas últimas unidas bajo el programa del Frente Popular) acudieron a las urnas de las elecciones generales, buscando muchos de los integrantes de uno y otro bando, más que el poder democrático, la potencia política para aplastar definitivamente al enemigo. Las fuerzas de izquierda ganaron ajustadamente unas elecciones que por desgracia tampoco sirvieron para pacificar los ánimos. Al contrario, con una izquierda cada vez más dividida, el enconamiento entre los antagonistas políticos continuó su escalada hasta precipitar al país, sin que se encontrara remedio, por la vía del desorden. La convivencia estaba rota (9).
El odio entre los adversarios no era puramente político. Cabe rastrear sus raíces en un tormentoso proceso, que corre a lo largo del siglo XIX y contrapone el tradicionalismo conservador al liberalismo progresista. A ello habría que añadir la resistencia de muchos capitalistas y propietarios a resolver urgentes problemas de justicia laboral, agudizando viejas tensiones sociales, mientras la propaganda demagógica incitaba a la lucha armada del proletariado. El fermento del odio se infiltró en el alma de los ciudadanos, anegándola de rencor y violencia. Otras causas próximas del conflicto fueron los errores cometidos por los gobiernos republicanos. Por ejemplo, las reformas de Azaña, que afectaron principalmente al Ejército y a la Iglesia. El primero de estos estamentos fue humillado innecesariamente, alejando a muchos militares de la causa republicana, poniéndoles ante la tentación conspiratoria y golpista. En cuanto a la Iglesia, las medidas profundamente laicistas respondían a una ideología sectaria, sin tener en cuenta que la mayoría de la población la formaban católicos practicantes (10). Otros errores, como algún caso de soborno y de cohecho entre algunos gobernantes del segundo bienio, miembros del Partido Radical, la falta de sensibilidad social o de sentido de la oportunidad en otros, el radicalismo generalizado en la política europea de esos años y la crisis de las democracias, contribuyeron a desprestigiar todavía más el régimen y a confirmar a los violentos en su recurso a una solución radical y traumática (11).
Finalmente, no faltó el detonador, un grave suceso que precipitó la decisión de algunos que dudaban (12), y el entendimiento entre los Carlistas y el General Mola, Director de la insurrección: el asesinato de José Calvo Sotelo, uno de los líderes monárquicos de la oposición parlamentaria, el 13 de julio de 1936. Lo llevaron a cabo fuerzas de Orden Público, en represalia por el también reciente asesinato del teniente de la Guardia de Asalto José Castillo. A los pocos días se produjo el estallido de las sublevaciones (13).
Las primeras fuerzas que se sublevaron fueron las guarniciones militares de las plazas africanas (14), a última hora del 17 de julio. Al gobierno no le cogió de sorpresa la conjura militar, pero creyó poder dominar la rebelión ya que los puestos clave del Ejército estaban en manos de generales afectos al ejecutivo. A las veinticuatro horas la situación era bastante confusa, pues algunas guarniciones se iban sumando a los rebeldes, mientras los partidos de izquierda y las organizaciones sindicales obreras exigían del gobierno que se armara a las milicias del pueblo (15). En la noche crítica del 18 al 19 de julio el Presidente de la República buscó una solución transitoria a la nueva situación. El gobierno de Casares Quiroga fue sustituido por el de Martínez Barrio, con ministros más moderados, con el fin de atraerse a los generales de esa misma tendencia. Enseguida, ese nuevo gobierno sufrió, lo mismo que el anterior, la presión de los partidos y sindicales obreras para armar a las milicias socialistas y comunistas (16). Las autoridades se resistieron a dar armas a los afiliados a los sindicatos, aunque ya en la madrugada del 19 de julio, miles de obreros circulaban por Madrid armados con los fusiles que les habían entregado horas antes en algunos cuarteles. Pero en el Cuartel de la Montaña, a pesar de las órdenes contradictorias recibidas, se negaron terminantemente a entregar las armas del depósito a las milicias revolucionarias.
* * *
El domingo, 19 de julio, estaba el Padre con los suyos trabajando en la nueva Residencia de Ferraz 16. Desde sus balcones podían observar un creciente ir y venir de guardias y curiosos por delante de la casa. Esa parte de la calle de Ferraz no tenía edificios enfrente, sino un ensanche con vistas a la explanada del Cuartel de la Montaña, que estaba a doscientos pasos de la Residencia (17). A últimas horas de la tarde llegaba hasta allí la bulla de las milicias populares que, puño en alto, recorrían, con armas y banderas, el centro de la capital. Hacia las diez de la noche el Padre envió a casa a quienes vivían con sus familias en Madrid, encargándoles que le telefoneasen al llegar, para su tranquilidad (18). Isidoro Zorzano y José María González Barredo se quedaron con él aquella noche (19).
Entretanto, el cuartel permanecía cerrado tras sus altos muros, en amenazador silencio. Por la noche se oyeron a deshoras tiroteos intermitentes. Y, apenas amaneció, comenzó a notarse cierta actividad por los alrededores. Se hacían los preparativos para la toma del cuartel, que fueron precedidos de fuerte cañoneo. Los sitiados respondían a su vez con fusiles y ametralladoras (20). Las balas perdidas rebotaban contra la fachada de la residencia y astillaban los balcones, obligando al Padre y a los suyos a refugiarse en el sótano de la casa. A media mañana se produjo el asalto. El patio del cuartel quedó sembrado de cadáveres. Las masas de milicianos que irrumpieron en el cuartel salían armadas con fusiles, vociferando y exaltadas.
El Padre, que de meses atrás venía oyendo hablar de asesinatos de curas y monjas, y de incendios y asaltos y horrores (21), vio llegado el momento en que llevar sotana era tentar a la divina Providencia. Más que imprudente, resultaba temerario. Dejó, pues, la sotana en su cuarto y se puso un mono azul de trabajo, que utilizaban esos días al hacer arreglos (22). Era pasado el mediodía cuando el Padre, Isidoro y José María González Barredo rezaron a la Santísima Virgen, se encomendaron a los Ángeles Custodios y, separadamente, salieron por la puerta de atrás. Con las prisas olvidó el sacerdote cubrirse la cabeza, cuya amplia tonsura delataba de lejos su condición clerical. Atravesó así entre grupos de milicianos que, excitados por el reciente combate, no le prestaron la menor atención.
Llegó a casa de su madre, que vivía no lejos de la Residencia. Habló por teléfono con Juan Jiménez Vargas y se cercioró de que todos sus hijos se encontraban sanos y salvos. Al sacerdote, por vez primera sin breviario, porque lo había dejado en la Residencia, le sobraba tiempo. Encendió la radio. Continuaban dando noticias, confusas y alarmantes, y la noche se presentaba larga y calurosa. Rezó rosario tras rosario. El piso estaba en lo alto de una casa de la calle Doctor Cárceles, al extremo opuesto de su cruce con la de Ferraz. Por tejados y terrazas se oían los pasos precipitados de los milicianos persiguiendo a los francotiradores, que disparaban desde las azoteas.
Don Josemaría pensó en comenzar un diario; con concisión telegráfica, porque no estaba para historias. El lunes, 20 de julio, hizo la primera anotación de aquella jornada:
Lunes, 20 -Preocupación por todos, especialmente por Ricardo. -Rezamos a la Santísima Virgen y a los Custodios. -Cerca de la una, hago la señal de la Cruz y salgo el primero. -Llego a casa de mi madre. -Hablo por teléfono con Juan. -Noticias radio. -Todos llegaron bien. -Mala noche, calor. -Tres partes del Rosario. -Sin breviario. -Las milicias en la azotea (23).
En sumarias pinceladas nos revela las impresiones de su alma ante los acontecimientos y la preocupación por la suerte de sus hijos, en especial por Ricardo Fernández Vallespín, a quien los sucesos le cogieron en Valencia. Ese 20 de julio, lunes, don Josemaría había dicho misa en la Residencia, sin sospechar que no volvería a celebrarla por largo tiempo. Por la cadencia de las notas de ese breve diario, que no pasó del sábado, 25 de julio, sabemos dónde tenía su pensamiento y su corazón: Martes, 21. -Sin Misa; Miércoles, 22 -Sin celebrar; Jueves 23 -Comuniones espirituales. ¡Sin Misa!; Viernes, 24 -¡Sin Misa!
El jueves encontró un misal en la casa y empezó a decir a diario, por devoción, misas secas. (Reproduciendo las ceremonias de la Santa Misa, seguía atenta y devotamente todas las oraciones litúrgicas, salvo la Consagración, por carecer de pan y vino para consagrar; y, cuando llegaba a la Comunión, hacía una comunión espiritual) (24).
Aquella semana fue inquietante. Toda España vivía horas de trágica incertidumbre. No resultaba fácil reconstruir la situación del país. Ninguna información, de la prensa o de la radio, era de fiar. Don Josemaría llamó por teléfono a la funeraria que había enfrente de Santa Isabel. Así se enteró el martes de que habían quemado la iglesia. Con la noticia le vino de golpe a la memoria lo sucedido cuatro o cinco años atrás, cómo al salir un día de Santa Isabel se posesionó de su mente la sugerencia divina de que aquella iglesia sería quemada (25). Tristemente, el convento de Santa Isabel no era la excepción; otras iglesias ardían ya por Madrid y el resto habían sido incautadas, según noticias que trajo de la calle Juan Jiménez Vargas. En apunte correspondiente al miércoles, 22 de julio, se lee: Dicen que cogen presos a los sacerdotes.
Sin mucho esfuerzo, y teniendo ante la vista el recuerdo reciente de las escenas del Cuartel de la Montaña, don Josemaría revivía mentalmente los peligros a que estaban expuestos los ministros del Señor. Esa misma semana, como si hubiesen tocado a rebato, empezó la caza implacable de sacerdotes y religiosos, para arrojarlos a la cárcel o llevarlos al martirio. Quedaron desiertos conventos y casas parroquiales (26). No existía más salvación que el escondite. En los pisos debajo del de doña Dolores había refugiados una monja y un agustino (27). Don Josemaría redobló la oración y la expiación, como compendia en una línea de su diario: Oración: Señor, Santísima Virgen, San José, Custodios, Santiago.
Buscando por el piso encontró un Eucologio Romano, con el que pudo rezar el oficio de difuntos. Empezaron, todos en familia, una novena a la Virgen del Pilar. Y, en vista de que hacía un calor horroroso, don Josemaría emprendió la lucha ascética con la sed: No beber agua por todos, especialmente por los nuestros, anotó el miércoles. A lo que no se resignaba el Padre era a pasar sin noticias de sus hijos. Hizo, pues, que Juan enviase unas tarjetas a Valencia, para tranquilizar a Ricardo Fernández Vallespín y a Rafael Calvo Serer, y saber de ellos.
Quería don Josemaría irse a vivir de nuevo a Ferraz, pero Juan, que venía andando todos los días desde su casa a la de doña Dolores, le hizo ver el peligro a que se exponía al tener que atravesar los muchos controles de los revolucionarios. El caso es que tampoco podía trabajar, porque los papeles y documentos de la Obra los tenía guardados en un baúl, allí, en el piso de Doctor Cárceles; pero estaban bajo llave, y ésta la había dejado en la Residencia de Ferraz. El jueves, Juan e Isidoro se encargaron de ir a la Residencia y trajeron al Padre las llaves, una cartera y la cédula personal, que era el único documento de identidad que tenía (28). El sacerdote estaba preparado para enfrentarse con lo imprevisible, si es que llegaba la hora de tener que abandonar precipitadamente el piso de su madre; y se dejaba crecer el bigote para no ser reconocido.
Llegó el sábado, 25 de julio, última fecha de las anotaciones del diario. Ni el gobierno republicano ni los rebeldes sabían aún de qué lado iba a inclinarse la balanza. La suerte estaba indecisa. Metidos en una inextricable refriega, con la geografía del país caprichosamente partida y repartida entre fuerzas enemigas, la nación se debatía en los umbrales de una guerra civil. También los ánimos de todo español se hallaban conflictiva y sentimentalmente escindidos.
Radio Madrid era una incesante granizada de noticias servidas al público por el gobierno, anunciando el fracaso del alzamiento militar, la rendición de los rebeldes, el bombardeo y destrucción de quienes resistían a las victoriosas fuerzas republicanas. Para apartar la mente de su madre de catástrofes y desastres, don Josemaría procuraba entretenerla jugando al tresillo o haciendo que escuchara Radio Sevilla (29). La charla del general Queipo de Llano, que propalaba la entrada inminente en Madrid de las fuerzas rebeldes que marchaban para liberar la capital, era, aunque engañosa, una gota de optimismo (30). Por esas fechas no se pensaba todavía en una guerra civil sino en un golpe de estado militar y en la represión de los brotes revolucionarios.
En la mañana del sábado, 25 de julio, acababa de entrar Juan en el vestíbulo de la Residencia de Ferraz en busca de unos papeles cuando irrumpió en el piso una patrulla de anarquistas, entre los que se contaban el chófer y el cocinero del anterior dueño de la casa, el conde del Real. Probablemente ignoraban los milicianos quiénes eran los nuevos inquilinos. Inspeccionaron el piso. En el cuarto que había ocupado el Padre descubrieron una sotana, un sombrero y otros objetos, como unos cilicios y unas disciplinas ensangrentadas, que anunciaban a gritos que allí vivía un cura. A las preguntas de los que efectuaban el registro, Juan contestaba como podía, con vaguedades, para salir del paso, dando a entender que aquello era de unos estudiantes de Medicina (los milicianos habían visto ya unas calaveras y unos esqueletos en la sala de estudio), que el dueño era un extranjero y que el capellán no solía ir por allí (31).
Sin más averiguaciones, declararon incautado el edificio en nombre de la C.N.T. (Confederación Nacional del Trabajo, un sindicato anarquista) y se fueron al domicilio de Juan a continuar el registro, que había de resultar aún más peligroso que el de la Academia, porque en su dormitorio tenía Juan en un baúl un fichero con las direcciones de los estudiantes que iban por la Residencia, aparte de otros documentos cuya posesión equivalía a sentencia de muerte (32). El registro del cuarto fue minucioso, pero, inexplicablemente, los milicianos no tropezaron con el baúl, que al abrir el armario quedaba oculto tras las puertas. De todos modos, al terminar, invitaron a Juan a que les acompañase. Aquello, en la jerga del terror, significaba que le iban a "dar el paseo" o, en otras palabras, que lo llevaban a fusilar. Cosa que estaba a la orden del día y dentro de las atribuciones de las patrullas. Intervino entonces dramáticamente la madre y, sin saberse por qué, el jefe de los anarquistas, pistola en mano, cambió repentinamente de parecer, mientras explicaba: - "Nosotros no matamos a nadie. Los que matan son los socialistas. Llevamos esto -decía señalando la pistola- sólo por profilaxis… ¡Que se quede!" (33).
Esa misma tarde comentaban entre sí Juan y Álvaro del Portillo los sucesos de los últimos días, preguntándose cómo iría a terminar todo eso. "Si triunfa la revolución comunista -se decían-, aquí no se podrá seguir y tendremos que planear una Residencia en el extranjero" (34). Ambos tenían muy presente el compromiso de seguir haciendo la Obra si faltase el Fundador. Uno y otro se reafirmaban en aquella sabida consideración: La Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice (35). Basados en tan sencilla lógica, mantenían la firme y esperanzada convicción de que al Padre no le pasaría nada (36). De hecho, todos los miembros de la Obra durante los años de persecución religiosa escaparon repetidas veces de modo milagroso -o, si se quiere, de manera inverosímil e inexplicable- de entre las manos de sus perseguidores.
Don Josemaría, además de las gracias fundacionales, poseía una cualidad humana que le venía facilitando desde tiempo atrás el enfrentamiento con una situación histórica adversa, desempeñando con audacia y naturalidad las actividades apostólicas propias de su misión. El Señor, indudablemente, había dotado a aquel joven sacerdote de una paz interior y hasta de una valentía física inconcebible, dadas las circunstancias en que desempeñó su ministerio. Por lo que tiene de excepcional, y como para confirmar aquella dádiva, narra en sus catalinas una de las poquísimas ocasiones en que no pudo dominar el miedo. Era, como dice, un miedo fisiológico, pueril, a estar de noche a oscuras en la iglesia. Esto ocurría en 1930, en el Patronato de Enfermos. Un miedo tonto, pero que no podía remediar, y que le impedía acercarse al Sagrario. Hasta que una noche -escribe-, al volver de la Academia tuve una moción interior: "ve, sin miedo": "ya no tendrás miedo". No es que oyera esas palabras: las sentí, ésas o muy parecidas; desde luego ese concepto. Fui a la iglesia oscura. Sola la luz del Sagrario. Hasta el Sagrario. Apoyada la frente en el Altar. No he vuelto a sentir más miedo (37).
Libre desde entonces de las raíces del miedo, pasión que llega a torcer los juicios y la voluntad, don Josemaría pudo entregarse de lleno a sus actividades, no sin estar expuesto a burlas, injurias y pedradas. La figura de aquel sacerdote arrebujado en su manteo era muy conocida en algunos suburbios y despoblados de las afueras de Madrid, a donde iba a visitar enfermos o dar la catequesis. Y, de todas formas, don Josemaría necesitaba una buena dosis de audacia y valentía para continuar ejerciendo sus funciones ministeriales como si no hubiese cambiado el ambiente de la calle.
Aun hallándose libre de ese tipo de miedo que paraliza la acción, en los meses que siguieron a la instauración de la República hubo de superar también el odio con el que se daba de cara en todas partes. ¡Dios mío! -se preguntaba-, ¿por qué ese odio a los tuyos? (38). La mirada serena del sacerdote, que había hecho el propósito de apedrear con avemarías a quienes proferían groserías e indecencias contra él -devolviendo amor por odio-, purificaba sus sentimientos. Antes se indignaba. Ahora, al oír esas palabras innobles, se me estremecen las entrañas (39), se lee en una catalina de septiembre de 1931.
Ese mismo año, pocas semanas más adelante, confirmó un propósito sacerdotal que mantuvo vigente hasta el final de sus días: yo sólo debo hablar de Dios (40). Pero, metido como estaba en un programa divino, que tenía que desarrollar en medio del mundo, don Josemaría sufría en silencio los encontronazos callejeros de cada jornada. Inmerso en la realidad social, por encima y al margen de ideologías políticas, el Fundador cumplió su misión de 1931 a 1936 envuelto en una atmósfera de tormenta y de odio creciente. Le había tocado vivir una sucesión de situaciones dramáticas que parecían llegar ahora al paroxismo de la sinrazón. Era como si el país entero, con el estallido de aquel polvorín de aversiones en que se había convertido, se sumiera sin remedio en un abismo de maldad. Para colmo de desgracia, sus ansias de apóstol estaban rodeadas de compatriotas que, por diversas razones o atizados por la propaganda, pensaban que la solución de los problemas pasaba por destruir antes la Iglesia de Cristo.
La Obra de Dios -había escrito el Fundador- no la ha imaginado un hombre, para resolver la situación lamentable de la Iglesia en España desde 1931 (41). Reservó, pues, sus energías para cumplir fielmente ese otro designio, más grande, universal y para siempre, del que se había hecho cargo el 2 de octubre de 1928.
Doña Dolores, deseosa de paz, vaticinaba en familia que el día de la fiesta de Santiago, patrón de España, todo habría vuelto a la normalidad. El diario recogió la invocación al Apóstol: Sábado, 25. -¡Santiago y cierra España! (42).
Al entrar el mes de agosto la situación era revuelta y confusa por toda España. Continuaba la lucha en pueblos y regiones y era clara la escisión de los mandos militares a la hora de la insurrección. Lo que los militares alzados pensaron como una rápida toma del poder por parte del Ejército se había convertido ahora en una lucha sangrienta, con carácter, a la vez, revolucionario y de guerra civil. En efecto, la conspiración militar fracasó en muchos sitios. El mando lo ejercían, en su mayoría, personas partidarias del gobierno republicano, especialmente en Madrid y Barcelona, donde se encontraban los principales efectivos del ejército. Pero, por otro lado, en las grandes regiones rurales de Galicia, León, Castilla, Navarra y Aragón, la población se sumó con entusiasmo al alzamiento. El resultado fue imprevisible. En la zona republicana el poder, teóricamente en manos del gobierno, pasó de hecho a los comités de milicias revolucionarias de los partidos y sindicatos locales. Mientras en la zona que se llamaría nacional, las fuerzas de pueblos y capitales vinieron a encuadrarse bajo la autoridad de las jefaturas militares de los insurrectos.
Conforme pasaban los días, se perdían las ilusiones de una pronta terminación del conflicto, que prometía alargarse hasta el final del verano. Por todo Madrid se hacían registros domiciliares en busca de personas sospechosas. Generalmente estos registros perseguían pistas sacadas de ficheros políticos u obtenidas por delación. Las más terribles eran las presentadas a las milicias por los vecinos o los porteros de las casas (43), pues conocían los movimientos y paradero de sus inquilinos. En el piso debajo del de Doña Dolores había una comunista, la cocinera; mujer nada de fiar y, probablemente, sabedora de que vivía escondido un cura en el otro piso. Teniendo esto en cuenta, el sacerdote estaba precavido y dispuesto a emprender la fuga en cualquier momento del día o de la noche. Y, por si fueran pocas las dificultades, carecía de documentación sindical o política, que, naturalmente, era la única válida en los controles de los milicianos. Doña Dolores le había dado el anillo de casado que usó antaño don José, con la intención de que pensaran que no era soltero. Para el hijo, llevar ese anillo fue como heredar una santa reliquia de su padre (44).
A las dos semanas de estar encerrado en el piso, aparecieron por el barrio las patrullas de registro. Sería probablemente el 8 de agosto cuando sucedió lo que temían. A primera hora de la mañana el portero avisó, alarmado, que era inminente un registro. Sin aguardar un segundo aviso, el sacerdote se lanzó a la calle dispuesto a recorrer una larga vía dolorosa. Empezaba a cumplirse el presentimiento que tuvo de que, a partir de agosto de 1936, el Señor le reservaba una cruz. Así lo había dejado escrito en sus Apuntes, semanas antes, sin imaginar su cumplimiento: ¡víctima!, en una Cruz sin espectáculo (45).
Ese día, 8 de agosto, anduvo vagando de una parte a otra de Madrid, expuesto a caer en manos de cualquier piquete de milicianos que le llevase a la cárcel. Luego, a última hora, se fue a dormir a una pensión de la calle Menéndez y Pelayo, donde se alojaba José María Albareda, un joven profesor que había conocido en la Residencia de Ferraz y que el jueves, 23 de julio, había visitado al Padre en Doctor Cárceles, acompañando a Juan y a Isidoro Zorzano.
Al día siguiente, como tenía convenido anteriormente, se marchó a casa de Manolo Sainz de los Terreros, que vivía en la calle Sagasta, 31 (46). (Manolo era aquel joven que comenzó la dirección espiritual con el Padre en junio de 1933 en la casa de Martínez Campos, mostrándole su alma, "sin dejar un solo hueco"). Era mediodía cuando don Josemaría logró subir al piso sin que lo advirtiese el portero. Esa misma tarde se presentó también allí Juan Jiménez Vargas. La familia de Manolo se hallaba de vacaciones y éste vivía solo con Martina, una anciana sirvienta, sorda y calmosa. Los dos nuevos huéspedes hubieron de permanecer en absoluta clandestinidad, a todos los efectos, sin que supiesen nada de ellos los demás vecinos y menos aún el portero, responsable, ante el comité político de las casas, de la entrada o salida de residentes. Así, pues, habían de moverse con cautela y sigilo, para no levantar sospechas. Manolo o Martina hacían la compra, dejando entrever a terceros que aquella era comida para dos personas, aun cuando fuesen cuatro bocas a la hora del reparto. Manolo, hombre decidido e impetuoso, no era sujeto que se amilanase fácilmente; pero desde que a finales de julio se habían llevado a su hermano a la cárcel la casa estaba fichada. Por entonces los registros comenzaban a ser metódicos. A los dos días de vivir allí el Padre con Manolo, volvieron a presentarse los milicianos en otro de los pisos, donde anteriormente habían detenido al conde de Leyva (47).
Con don Josemaría, entró también el orden en aquella casa. Se hizo un horario fijando las prácticas de piedad, y las horas de trabajo y de comidas. Lo que más preocupaba al Padre era el no tener noticias de sus hijos. Es de imaginar, por tanto, su enorme alegría cuando a mediados de agosto Manolo recogió en la antigua residencia de Ferraz varias cartas que le entregó el portero, entre ellas una de Pedro Casciaro. Y, poco más tarde, el día 25, le llegó una carta de Ricardo dirigida a Isidoro desde Valencia, anunciando que se encontraba muy bien. El Padre, por medio de Isidoro y de Manolo, se comunicaba esa temporada con los de Madrid y con doña Dolores, aunque ésta prefería no saber con certeza dónde paraba su hijo (48).
A poco de abandonar don Josemaría la casa de su madre se produjeron los temidos registros. No uno sino varios; llevándose detenidas a algunas personas de la familia en la que estaba empleada la sirvienta comunista. En otra ocasión, entraron los milicianos y recorrieron todas las viviendas, menos la de doña Dolores. Rompieron incluso el precinto que en la puerta contigua se había colocado por orden de la Embajada inglesa, ya que la dueña, de nacionalidad británica, había dejado España al estallar la revolución (49). Temblaban doña Dolores y sus hijos, en silencio expectante, cada vez que oían a los milicianos subir ruidosamente por la escalera; pero jamás se les ocurrió, aunque parezca extraño, registrar la vivienda de los Escrivá.
En el piso de Doctor Cárceles, quedaba un baúl repleto de papeles privados y documentos relacionados con la Academia y las labores apostólicas. Don Josemaría había puesto su entera confianza en manos de Dios y de doña Dolores, que "conservaba la llave y no la soltaba por nada del mundo" (50). Pero, Carmen y Santiago, ante el temor de que hubiera allí anotaciones que comprometieran a terceras personas, exigieron la llave a su madre. Efectivamente, entre los papeles encontraron un cuaderno con nombres, direcciones y teléfonos, y juzgaron prudente quemarlo.
Dispuesto a revolver, Santiago topó, sin duda, con algunos escritos espirituales de mucho sabor, de los que da noticia: "entonces fue -nos dice- cuando leí el diario que Josemaría había llevado durante muchos años. Recuerdo los cuadernos de hule negro". Se trataba, claro está, de los Apuntes íntimos del Fundador (51). Aquel baúl, puesto allí bajo el amparo de la Providencia y la vigilancia amorosa de doña Dolores, contenía una importante porción del espíritu y de la todavía breve historia de la Obra. En Doctor Cárceles comenzó el baúl una larga odisea que duró toda la guerra, incólume a desplazamientos y registros.
(Tres años más tarde, como quien se topa con un viejo conocido, anotaba el Fundador: ¡Madrid!, día 13 de Abril de 1939: a la vuelta de casi tres años, reanudo mis Catalinas en este cuaderno que quedó sin terminar, en julio del 36. Jesús ha querido, de modo poco ordinario, que se conserve nuestro archivo. Y se ha servido de mi madre y de Carmen como instrumentos) (52).
En el piso de Sagasta vivía el Padre muy aislado, sin otra compañía que la de Juan, pues Manolo imponía a los huéspedes su decisión de mantener a toda costa el incógnito, y no recibir visitas. Un día, suspendiendo tan excesiva reserva, Manolo les presentó a dos refugiados del piso de abajo, pero sin revelar a éstos el carácter sacerdotal de don Josemaría. Aunque no fue necesario que lo hiciese. Vista la familiaridad con que don Josemaría trataba los temas religiosos, le identificaron prontamente, que es lo que el sacerdote pretendía, por si necesitaban de su ministerio. Uno de ellos -Pedro Mª Rivas, abogado madrileño entonces, y más tarde, religioso- refiere que "se le veía en aquellos días de la guerra con gran paciencia y mucha paz de espíritu" (53).
Gustaban los visitantes de la conversación de don Josemaría, por lo que frecuentemente subían al piso de Manolo a charlar con él. En caso de alarma los huéspedes tenían muy ensayados los pasos a dar. En cuanto se oía un timbrazo a la puerta los refugiados se retiraban hacia la escalera de servicio. Mientras tanto, Martina se preparaba a abrir, cachazudamente, sin prisas. Valiéndose de su sordera, retenía a los visitantes, sin dejar a nadie pasar de la puerta. Si era gente de peligro, la señal convenida era levantar mucho la voz, de manera que los visitantes se identificaran, dando tiempo a los huéspedes para ganar la escalera de servicio y subir a las buhardillas.
El 28 de agosto Manolo trajo a casa un primo suyo, llamado Juan Manuel. El domingo, día 30, le pusieron, por la mañana, al corriente de las precauciones tomadas en caso de registro. Hicieron un ensayo, sin prever cuán oportuno resultaría. Pocas horas más tarde, cuando estaba Manolo fuera de casa y Martina preparando la comida, se oyeron grandes voces por la escalera, y a poco sonó el timbre. Se retiraron cautelosamente los tres -el Padre, Juan y Juan Manuel- hacia la escalera de servicio mientras Martina, con calma, se dirigía a la puerta. Los milicianos intentaban entrar diciendo que iban a hacer un registro, y Martina los retenía gritando, muy en su papel de sorda: - "Aquí no hay nadie. Soy sorda. No oigo nada".
Por la escalera de servicio subieron los tres a las buhardillas y entraron en la primera que hallaron abierta. Aquello era un espacio reducido que hacía de desván y carbonera. Andaban agachados porque la altura no daba para tenerse de pie. A primeras horas de la tarde el calor se hacía asfixiante. Sentados entre polvo, telarañas y carbonilla, se mantenían inmóviles en espera del desenlace. Cualquier ruido podía delatarles y, si eran descubiertos, lo más probable era que los fusilasen (54). Varias horas llevaban de espera, cuando oyeron que estaban ya registrando en el piso inmediatamente debajo de la buhardilla. El Padre, en la duda de si Juan Manuel, que llevaba escasamente dos días con ellos, se había enterado o no de que era un sacerdote, le dijo: - Soy sacerdote. Y luego, dirigiéndose a ambos, a Juan y a Juan Manuel: - Estamos en momentos difíciles, si queréis, haced un acto de contrición y yo os doy la absolución (55).
Recibió Juan Manuel la absolución. Instante que dominó todos sus recuerdos de aquella época: - "No he podido olvidar mi encuentro con don Josemaría -confiesa-, ya que todos pensamos que eran los últimos momentos de nuestra vida […]. Supuso mucha valentía decirme que era sacerdote ya que yo podía haberle traicionado y, en caso de que hubieran entrado, podía haber intentado salvar mi vida, delatándolo" (56).
Apenas recibida la absolución, preguntaba Juan al Padre:
-Y si nos cogen, ¿qué ocurrirá?
-Pues, hijo mío, que nos vamos derechos al Cielo.
(Aquí, en sus memorias, hace Juan una importante digresión sobre la imprecisa cualidad de su miedo, aclarando que no era, específicamente, el temor a ser fusilado, sino que experimentaba una sensación incierta, que no le robaba la paz. "Con el Padre allí estaba seguro de que no había nada que temer, y para contribuir al ambiente de seguridad -nos explica- a las tres de la tarde me dormí un rato") (57).
Mientras, entregado a tan altruistas propósitos, dormía a pierna suelta, los milicianos registraban concienzudamente la casa: de arriba abajo y de abajo a arriba. Tan a fondo, que no tuvieron tiempo de llegar a las últimas buhardillas. Hacia las nueve de la noche cesaron, por fin, los ruidos. Cautelosamente bajaron los tres por la escalera y llamaron a la puerta de servicio del cuarto piso, izquierda, casa de los condes de Leyva. Les abrieron. Venían sudorosos, sedientos y tiznados de polvo y carbonilla. Pidieron un vaso de agua. Allí les contaron que Manolo había vuelto a casa en pleno registro y se lo habían llevado detenido, cerrando el piso con llave.
Les ofrecieron unas camisas del conde, que estaba en la cárcel, mientras les lavaban las suyas. Generosamente les invitaron a quedarse en el piso, pues era de esperar que por un tiempo no hubiera nuevos registros. Se equivocaron. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, ya estaban de nuevo los milicianos sobre la pista, continuando meticulosamente el suspendido registro de la víspera. Entraron en el piso de al lado, el cuarto derecha, y en el de abajo. "A ratos -cuenta Mercedes, hija del conde de Leyva- pasábamos un miedo horroroso, pero el Padre -de todas formas- conservaba el buen humor, haciéndonos reír muchísimo, aunque pensaba mucho en los suyos" (58). En una de esas ocasiones de peligro la condesa (59) propuso rezar el Rosario. Rápidamente intervino el Padre: Lo llevaré yo, que soy sacerdote (60). En vista de la persistencia en los registros de aquella zona, se vieron obligados a cambiar de refugio (61). Dos de las chicas de servicio de la condesa fueron a ver a José María González Barredo, para que buscase al Padre dónde esconderse. El único posible refugio que halló éste fue la casa de los Herrero Fontana, cuyos dos hijos conocían a don Josemaría y se dirigían espiritualmente con él. Vivía esta familia en un entresuelo de la plaza de Herradores, número 4.
Aquella operación de traslado, que se prometía segura, les llevó a meterse en la boca del lobo. Una noche se vieron cercados, de improviso, por patrullas de policías y milicianos, que obligaron a los porteros a abrir los portales de todas las casas, para hacer una redada registrando todos los pisos de la plaza, con gran escándalo y alboroto nocturno. Inexplicablemente, el portero de la casa número 4 no se dio por enterado. Y, más extraño aún, ni siquiera intentaron los milicianos forzar la puerta de aquella casa.
Para Juan aquél era uno más de los muchos casos que mostraban "que el Padre tenía una protección especial, uno más de los episodios que protagonizaban los Ángeles Custodios" (62). Frente a eso, poco podían hacer las patrullas de registro. "Así, ni milicianos, ni nada", pensaba Juan Jiménez Vargas, cada vez que se libraba de la muerte. Como contrapartida, aquel joven sacerdote se veía obligado a ir de casa en casa, mendigando un refugio, sin saber dónde y cómo le recibirían. Porque el miedo a tener escondido a un sacerdote, exponiéndose quienes le acogiesen, a la cárcel o al martirio, hacía que muchos buenos cristianos le cerrasen las puertas. La peregrinación en busca de escondite "era algo muy duro, porque no era sólo sensación de abandono físico", era como sentirse completamente desamparado (63).
Afortunadamente, en medio de aquella prueba, don Josemaría se sentía acompañado por su Dios. Llevaba por dentro, muy hondo, el gozo y la paz; al tiempo que por fuera le azotaban la inseguridad y el desamparo. De modo indecible cabían en él, a un mismo tiempo, elementos contrarios, porque sobre la paz de su alma pesaba la angustia de la incertidumbre; y el frío de la soledad cubría el calor de su optimismo. En la búsqueda de refugio el Señor le hacía tomar sobre sí, envolviendo su vida afectiva, una dolorosa sensación de abandono: la de todos los que no tenían hogar, la de los miserables sin cobijo, la de los perseguidos sin escondite; la de los miembros de la Obra en peligro: unos fugitivos, otros aislados, algunos en la cárcel.
Resultaron infructuosas las gestiones hechas en casas de amigos y conocidos, mientras una hija de los condes de Leyva trataba de que le admitieran en la Embajada de Cuba. Al cabo, un día, cansado y sin refugio, el sacerdote fue a dar en casa de don Álvaro González Valdés, padre de José María González Barredo, en la calle de Caracas, 13.
El terror revolucionario continuaba su escalada. De los ficheros de todo tipo de asociaciones -políticas, culturales, deportivas o religiosas-, y de las denuncias de vecinos, colegas, porteros o enemigos particulares, se obtenían largas listas de gentes a quienes perseguir (64). Por ese motivo, los cambios de escondite de los perseguidos se llevaban a veces con tal sigilo y rapidez, que pasaba tiempo antes de que la familia tuviera noticias del nuevo refugio.
Éste era el caso de Álvaro del Portillo, que había conseguido refugiarse con uno de sus hermanos en una casa situada en un callejón al que se accedía desde la calle de Serrano y cuyo dueño era amigo de la familia. Un mes llevaba escondido cuando se le ocurrió -a principios de septiembre- ir a las oficinas de la Jefatura de Puentes y Cimentaciones, donde trabajaba antes de la guerra, a cobrar sueldos atrasados. Ya con unos billetes en el bolsillo, decidió tomarse una cerveza en "La Mezquita", un bar de la plaza Alonso Martínez, sin cuidarse de que, sentado en un velador de la acera, podían pedirle una documentación de que carecía. Providencialmente no fue la policía sino don Álvaro González Valdés quien se le acercó y le dijo: - "¡Gracias a Dios que le encuentro! ¿Sabe quién está en mi casa? ¡El Padre! Me ha pedido que le dejase descansar un momento, porque no puede más, no se tiene en pie. Pero resulta que el portero no es de confianza, y si se ha dado cuenta estamos todos en peligro" (65).
Aquello tenía fácil arreglo. Fueron inmediatamente a la calle de Caracas y Álvaro se llevó al Padre consigo. A los pocos días se les agregó Juan Jiménez Vargas. En ese escondite vecino a la calle de Serrano, pasaron tranquilamente el resto del mes de septiembre. La casa estaba en un callejón pegado a unas dependencias de la Dirección General de Seguridad. El dueño había puesto en un balcón un papel con la bandera argentina, por lo que pudiese valer. Nunca estaba de más cualquier intento. La comunicación con el exterior y los encargos los hacía la cocinera de los antiguos ocupantes, una mujer entrada en años y que no se mordía la lengua; y Selesio, el chófer, que aparecía por allí de vez en cuando.
El Padre dirigía las meditaciones y celebraba con los suyos las "misas secas"; y para llenar las horas, porque no tenían libros que leer, se entretenían charlando, evitando caer en el ocio o en la inactividad. Pared por medio del chalet funcionaba la emisora de radio de la Dirección General de Seguridad, transmitiendo a todas horas mensajes a la policía.
Llevaba ya el Padre tres semanas en el chalet, en compañía de Álvaro, de Juan y de Pepe del Portillo. En el relativo sosiego de su escondite les cogió el primero de octubre, víspera del octavo aniversario de la fundación de la Obra. Esperaba el Padre un favor del Cielo, una de esas "dedadas de miel" con que Dios solía endulzar su afán apostólico, enviándole alguna nueva vocación. Esta vez soñaba con gran ilusión cuál sería la sorpresa que el Señor les tenía preparada: Álvaro, hijo mío, mañana es 2 de octubre; ¿qué caricia nos tendrá reservada el Señor? (66).
Muy pronto lo supo. Esa misma mañana llegó Ramón, otro hermano de Álvaro, con noticias alarmantes. Peligraban todos. Los milicianos podían presentarse allí de un momento a otro. Ya habían registrado el domicilio de los propietarios del chalet donde se encontraban y asesinado a seis personas de esa familia, entre ellos un sacerdote. Ahora venían rastreando los domicilios de parientes y conocidos. Era preciso abandonar ese refugio. La bandera argentina no era impedimento que frenase a los milicianos. Antes de partir, el Padre les dio la absolución y sintió henchírsele de gozo el alma al pensar en el martirio. Al mismo tiempo tuvo la sensación de que se le desvanecían los ánimos, de que el cuerpo se desmadejaba y, con la flojera, las piernas le temblaban de miedo (67).
El regalo esperado del Señor fue el envío de luces para que el sacerdote comprendiera, de manera tangible, que toda su fortaleza era prestada. La gracia que esperaba para el 2 de octubre se le concedía la víspera.
Pronto se repuso y comenzaron a buscar otro escondite. El Padre llamó por teléfono a José María González Barredo y quedaron en verse en el paseo de la Castellana, una arteria principal que corta Madrid de norte a sur, no lejos del chalet. Según habían convenido, salió a la calle y, después de un cierto tiempo, regresó al chalet. Venía tan acongojado que, ya en el umbral de la puerta, rompió en sollozos: Pero, Padre, ¿por qué llora?, le preguntó Álvaro.
En el rato que permaneció fuera de casa se había tropezado con una persona, que le informó del asesinato de don Lino Vea-Murguía, aquel sacerdote que visitaba con él los hospitales y atendía a las mujeres de la Obra. También le dieron pormenores del martirio de aquel otro sacerdote, don Pedro Poveda, amigo suyo, cuya muerte ya conocía (68).
Explicó luego el Padre por qué había vuelto tan pronto. Efectivamente, se vio con José María González Barredo en el lugar convenido del paseo de la Castellana. Gozoso de haber hallado solución al apuro, extrajo Barredo del bolsillo de su chaleco una pequeña llave y se la entregó a don Josemaría. La casa en cuestión pertenecía a unos amigos que se encontraban fuera de Madrid. El portero, además, era persona de confianza. Todo estaba resuelto. ¿Es que había reparos que poner?
El Padre le escuchaba atentamente, como haciéndose cargo de la situación:
- Pero, solo y en casa ajena, ¿qué voy a decir si se presenta una visita o llaman por teléfono?
- No se preocupe. Hay allí una sirvienta, una mujer que es también de toda confianza, y que podrá atenderle en lo que necesite.
- Y, ¿qué edad tiene esa mujer?
- Pues, veintidós o veintitrés años. Entonces sacó la llave, que ya se había metido en el bolsillo, y le hizo esta consideración:
- Hijo mío, ¿no te das cuenta de que soy sacerdote y de que, con la guerra y la persecución, está todo el mundo con los nervios rotos? No puedo ni quiero quedarme encerrado con una mujer joven, día y noche. Tengo un compromiso con Dios, que está por encima de todo. Preferiría morir antes que ofender a Dios, antes que faltar a este compromiso de Amor.
Después, por vía de ilustración, para que se hiciese cargo, le insistía:
- ¿Ves esta llave que me has dado? Pues va a ir a parar a aquella alcantarilla.
Dicho y hecho. Se acercó al agujero y la tiró (69).
El 2 de octubre, muy temprano, alzaron el vuelo de aquel escondite. Justamente a tiempo, porque enseguida aparecieron los milicianos a registrar el chalet. El Padre, acompañado de Álvaro, se había ido a casa de Juan.
Sin documentación, a la buena de Dios, recomenzaron una vez más el peregrinar. Y se les ocurrió volver a la plaza de Herradores, donde vivía Joaquín Herrero Fontana con su hermana, más la madre, doña Mariana, y la abuela, ambas viudas. Aquellas mujeres le conocían como huésped de semanas anteriores. El Padre pasó las horas de ese dos de octubre recogido en oración y pidiendo a Dios por sus hijos. Todo marchaba bien. Hasta que el miedo fue incubando, aceleradamente, una idea obsesiva en el cerebro de la abuela. La buena señora dio en la manía de repetir: - ¡Un cura en casa! Nos matarán a todos. ¡Un cura en casa! Nos matarán a todos (70).
No era un desatino. La obsesión senil de la abuela tenía sus fundamentos de cordura. La hija y la nieta trataron de calmarla. Todo fue en vano. En tales condiciones no hubo más remedio que pensar en un rápido traslado del sacerdote.
El día 3 se hallaban el Padre, Álvaro y José María González Barredo cansados y abatidos, sentados en el bordillo de la acera de la glorieta de Cuatro Caminos, cuando a Barredo le vino una idea salvadora. ¿Por qué no ir a visitar a Eugenio Sellés, un joven profesor de la Facultad de Farmacia que conocía al Padre de la Residencia de Ferraz, y no había vacilado en ofrecerles generosamente su casa? Vivía Sellés con su mujer en la Colonia Albéniz, en Chamartín. Estaban al final del trayecto del tranvía de Ciudad Jardín. Luego había que atravesar un descampado, donde por las noches venían las patrullas con grupos de presos para fusilar. Éste fue el recorrido que el Padre hizo con Álvaro y José María al caer la tarde del día siguiente, dando un rodeo para evitar los controles en que se pedía la documentación. José María, luego de estar un rato en casa de los Sellés regresó a Madrid (71).
Mucho aprendió esos días el joven matrimonio de la discreción, buen humor y simpatía de sus dos huéspedes. Todas las noches, de rodillas los cuatro, rezaban el rosario. A los Sellés les quedó impresa, sobre todo, la serena confianza del sacerdote, "que hacía que se comportara con abandono absoluto en el Señor, sin ninguna tensión, como si no pasara nada especial" (72).
Seguían haciendo gestiones en busca de un refugio estable para el Padre. Y el martes, 6 de octubre, Joaquín Herrero Fontana se presentó a última hora en casa de Juan para informarle que todo estaba ya arreglado. Tanto Juan como Joaquín llevaban varios días tratando de ingresar a don Josemaría en una clínica psiquiátrica. Juan lo había intentado en la Colonia del Parque Metropolitano; sin éxito. Joaquín, que trabajaba en el Hospital de Urgencia, fue más afortunado. Como tenía documentación para moverse libremente por Madrid, localizó y habló con Ángel Suils, colega y paisano suyo, de Logroño (73). El Dr. Suils dirigía un Sanatorio de enfermos mentales. Se le puso al tanto de quién era el "enfermo" y quedó concertado su ingreso en la Clínica para el día siguiente.
En la tarde del martes el Padre y Álvaro dejaron la casa de los Sellés. Álvaro fue en busca de otro refugio y el Padre pasó la noche en casa de Joaquín (74). A las diez de la mañana del 7 de octubre se presentaron ambos en casa de Juan. Allí les recogió un coche de los que prestaban servicio en el Hospital de Urgencia, conducido por un miliciano. Colocaron al paciente en el asiento de atrás, solo. Delante, junto al miliciano, se sentó Joaquín, quien relata las incidencias del traslado: - "Dije al conductor que la persona que iba detrás era un enfermo mental, no peligroso pero sí con grandes manías. Lo llevaban al sanatorio para su tratamiento. El Padre iba hablando solo, y de vez en cuando decía que él era el Dr. Marañón. El conductor protestaba: "Si está tan loco, más vale pegarle un par de tiros y no perder el tiempo"" (75).
De la expeditiva sugerencia del miliciano podemos presumir cuáles serían sus sentimientos, de enterarse que el "loco" era un ministro del Señor.
Llevaba el Padre un traje azul oscuro con jersey gris y camisa, pero sin corbata. A quienes le habían conocido meses antes les sorprendía su extremada delgadez, su bigote y el pelo al rape. Tan recortado, que cuando el pasado mes de agosto fue al peluquero, éste, como satisfecho de su faena, y echando tal vez una ojeada a la alianza matrimonial que perteneció al difunto don José, le comentó: ¡Vaya, no va a conocerle su señora! (76). El ajuar del recién ingresado era pobre y escaso: un viejo abrigo, caritativamente cedido por la madre de los Herrero Fontana en previsión de los próximos fríos, y variada ropa interior, prendas sueltas que provenían de distintos dueños (77).
La clínica donde le internaron era un chalet en la periferia de Madrid, zona a medio urbanizar, con extensos solares y terrenos baldíos. El edificio, de construcción reciente y con jardín, constaba de tres pisos: un semisótano donde estaban los enfermos mentales graves y otras dos plantas para los enfermos en observación. En el papel impreso de la clínica se leía:
Sanatorio Psiquiátrico de la Ciudad Lineal
Casa de Reposo y Salud
Enfermedades mentales, nerviosos, toxicómanos
Tratamientos modernos
Médico Director:
Doctor D. Ángel Suils
Arturo Soria, 492 Teléf. 51188 Ciudad Lineal (Madrid)
Junto a la Carretera de Aragón (78)
El doctor Suils estaba, en esos momentos, fuera de la clínica. Entrevistó al enfermo su ayudante, el doctor Turrientes, que, sin andarse con rodeos, dijo a don Josemaría: "Bueno, mire, yo sé que Vd. es sacerdote, pero aquí debe ir con cuidado en hablar de estas cosas" (79). El recién ingresado guardó un prudente silencio, sin prometer cosa alguna. Dejó de repetir que era el doctor Marañón y simuló, por su cuenta y riesgo, una afonía histérica. Esta cauta prevención le permitía estudiar, sin compromiso por su parte, el ambiente del nuevo refugio.
Don Josemaría, que ocupaba una habitación en la planta encima del semisótano, debió sentir terriblemente el aislamiento de los primeros días. El martes 13 de octubre, escribe Juan en su diario: "Cuando iba a salir de casa telefonea el médico de guardia del sanatorio. El Padre está bien. Podemos ir a verle si queremos […]. La madre de Herrero (no estaba él en su casa) dice que es un disparate visitar al Padre. Se comprende que esté intranquilo sin saber nada de nosotros, pero hay que aguantarse. Tiene razón, aunque pienso lo que estará rezando el Padre. Completamente aislado. También a nosotros nos gustaría verle, pero no vamos a crear nuevas complicaciones por bobadas afectivas. Por eso fui a casa de Suils esta tarde. Le he dicho que el Padre no se ocupe de nadie. Como si no estuviéramos en Madrid. Ni teléfono ni nada. Únicamente si hay peligro para él que me avisen a mi casa. Me cuenta que simuló una afasia histérica. Ahora ya habla algo, muy poco para no dar lugar a sospechas" (80).
Juan Jiménez Vargas, curtido por el peligro, entendía a su modo las "bobadas afectivas". Durante esos últimos días no hacía otra cosa que desvivirse por servir a los demás de la Obra. Visitó a Álvaro, que intentaba refugiarse en la Embajada de Méjico. Se preocupó por saber cómo andaba Chiqui. Estuvo con José María González Barredo, y con Isidoro y con Vicente Rodríguez Casado, otro miembro de la Obra que no podía salir de casa, por el peligro de ser encarcelado. En fin, estaba haciendo por el Padre lo que éste no se imaginaba: el que pudiera decir misa (81).
En esos primeros meses de terror la persecución religiosa fue despiadada. Los sacerdotes no encarcelados o asesinados, andaban escondidos. Las iglesias, quemadas o destinadas a usos profanos. Las sacristías, desmanteladas. Se volvía a la Iglesia de las catacumbas. Sabedora de las tribulaciones y angustias por las que atravesaban los católicos españoles, la Santa Sede concedió la facultad de celebrar "el Santo Sacrificio sin ara, sin ornamentos sagrados y usando, en vez de cáliz, un vaso de vidrio decente" (82). Estas disposiciones, sobre el culto en la Iglesia de la clandestinidad, tardaron algunas semanas en llegar al conocimiento de los fieles de la zona republicana.
Sin conocer al personal ni el régimen del sanatorio, era sumamente arriesgado intentar que el Padre dijera allí misa, sin haber preparado antes las cosas. Eugenio Sellés, que no vivía demasiado lejos del sanatorio, ofreció su casa para celebrar la misa. La operación, sin embargo, no se llevó a cabo.
Las últimas líneas del diario de Juan Jiménez Vargas, donde se habla de este asunto, respiran optimismo: "Es algo encantador la imprudencia de Sellés. En su casa no, pero en el sanatorio creo que sí se podrá. Claro que sin que se lo imagine nadie. Se llevarían un disgusto en casa de Joaquín. Su madre, ayer me decía que se acuerda siempre de mí porque me estoy jugando la vida (!!!) andando tanto por la calle. La contesté que debo tener 7 vidas como los gatos y todavía tengo de sobra porque entre todos los médicos (?) y los golpes que he padecido durante 23 años no han conseguido gastar más de 4 ó 5" (83).
Esto escribía el 15 de octubre por la noche; y es la última anotación del diario. Porque una mañana, decidido el plan de sacar al Padre para que dijese misa en casa de Eugenio Sellés, "precisamente cuando estaba esperando a Isidoro para marcharnos al manicomio -recuerda Juan-, se presentó una patrulla en San Bernardo y me detuvieron" (84). (En la calle de San Bernardo vivía Juan con sus padres).
* * *
Cuando María Luisa Polanco, enfermera del sanatorio del doctor Suils, recompone sus memorias, se sorprende de conservar una imagen muy nítida del sacerdote; es uno de los residentes que mejor recuerda. Pero, a casi medio siglo de distancia, la estampa que la enfermera retiene de la clínica psiquiátrica está suavemente coloreada por la nostalgia del pasado: "un pequeño chalet muy bonito, rodeado de jardín" (85). Por el jardín, en los fríos y soleados días de fin de otoño veía pasear a don Josemaría, envuelto en una manta y conversando con algún otro refugiado.
El sanatorio no tenía, ciertamente, el aspecto hosco y sombrío de los manicomios generales de la época, en que los enfermos soportaban sus miserias entre rejas. Tampoco era un lugar de holganza y despreocupación, como el rótulo: "Casa de Reposo y Salud", pudiera hacer suponer, con su título higiénico y bondadoso. Jurídicamente, el sanatorio funcionaba como sociedad colectivista en comandita, aprobada por el Sindicato Médico de Madrid y su Provincia. Aunque dirigido por "el compañero Ángel Suils", el sanatorio -certifican las autoridades de aquellos días-, "está controlado por el personal del mismo, afecto todo él a la Unión General de Trabajadores" (el Sindicato socialista).
La "Casa de Reposo y Salud", de ser una "explotación capitalista" había pasado a constituir una sociedad de trabajadores, cuyo preámbulo de estatutos constitutivos rezaba así: "Los abajo firmantes, antiguos trabajadores de la "CASA DE REPOSO Y SALUD" de la calle Arturo Soria, 492 (Ciudad Lineal), deciden formar una Sociedad de acuerdo con los estatutos de la Unión General de Trabajadores para explotar su trabajo de curación de enfermos mentales, nerviosos y toxicómanos, que hasta ahora, han venido haciendo en el citado lugar, en forma de industria que ha quedado abandonada por su propietario José Irús Lahoz, actualmente en el extranjero. Además de los estatutos de la U.G.T., han de regir los destinos de la Sociedad, los siguientes artículos: […]" (86).
La plantilla de personal fijo la componían dos médicos, tres enfermeras, un administrador, un par de loqueros (encargados de custodiar a los dementes), una cocinera y una lavandera. En cuanto a la significación política, las enfermeras eran de variada coloración. Dos de ellas comunistas y capaces de delatar a un sacerdote. La tercera, María Luisa Polanco, persona de confianza del doctor Suils, era, por el contrario, falangista. Su hermano, también falangista, había sido asesinado en Bilbao y ella se encontraba en el sanatorio, por ser conocida de Suils, como refugiada. Uno de los loqueros, al menos, era furibundo comunista. Y, por lo que respecta al administrador de la clínica, tan sólo sabemos que aquella sociedad colectivista no estaba exenta de los terribles registros revolucionarios. En una de las pasadas de los milicianos en busca de "facciosos" en la "Casa de Reposo y Salud", se llevaron por delante a Florentino, el administrador. "No te molestes en cambiarte de ropa, camarada, sólo te tendremos diez minutos para que hagas declaración en Bellas Artes y vuelves en el mismo coche", le advirtieron (87). Lo menos que puede decirse es que no cumplieron su promesa. Ni a pie ni en coche. Jamás se volvió a saber de Florentino.
El personal sanitario tenía a su cargo una veintena de pacientes. Los más graves vivían en el semisótano. La condición de los enfermos mentales allí recluidos movía a compasión, era sumamente triste, cuando no trágica.
Había una anciana -doña Carmen-, cuyo hijo, luego de cometer un crimen pasional, se suicidó. Esta señora pasaba brusca y repentinamente de la más profunda apatía a la más rabiosa exasperación. Otro de aquellos locos sufría continuamente de delirio persecutorio y deambulaba por los corredores y por el jardín, frenético, escupiendo y amenazando a sus invisibles agresores. Pero el caso más celebre y pintoresco era un esquizofrénico grave: don Ítalo ("don Ítalo, ilustre farmacéutico", se le llamaba. A lo que él invariablemente respondía con genuina modestia: "¡culto farmacéutico, que no es lo mismo!"). Un día -cuenta don Josemaría- se acercó a mí, y me espetó a boca de jarro: "Señor: satúrese de ambiente, vaya erguido, deseche esas ideas…, aflójese las gafas… y se pondrá bueno" (88).
En el primero y segundo piso estaban los enfermos "en observación". En su mayoría eran refugiados sanos y cuerdos, que fingían enfermedades nerviosas o desequilibrios psíquicos. Aparte de esos "pacientes en observación", se daban casos especiales, como el de un niño de 6 años, sobrino de uno de los médicos ayudantes. Sus padres habían sido asesinados en Extremadura, y la mujer que le cuidaba consiguió huir con él a Madrid. Tras la pista del huérfano fueron los asesinos, con el siniestro propósito de eliminar al único heredero que quedaba de esa familia de terratenientes, de cuyas fincas se habían apropiado. En fin, no faltaba quien habiendo ingresado como falso enfermo, sometido a una constante tensión de angustia, acabó loco perdido (89).
Ahora que Juan se hallaba encarcelado, fue Isidoro Zorzano quien hizo de enlace y mensajero. Isidoro había nacido en Buenos Aires y estaba provisto de documentación argentina y de un brazalete con los colores nacionales. Esto le permitía circular por Madrid con relativa seguridad. Iba, pues, con cierta frecuencia a visitar al Padre y le llevaba noticias de la familia dispersa. En octubre Vicente Rodríguez Casado se refugió en la Legación de Noruega. Álvaro del Portillo, tras varias semanas en busca de techo que lo amparase, terminó en un local dependiente de la Legación de Finlandia: aunque por poco tiempo, pues el 3 y el 4 de diciembre las milicias asaltaron los anexos bajo pabellón finlandés y fue a parar a la tristemente famosa prisión de San Antón. En esa misma prisión acabó Chiqui (José María Hernández Garnica); mientras que Manolo Sainz de los Terreros y Juan estaban en la cárcel de Porlier (90).
Las detenciones masivas de personas no afectas a los partidos revolucionarios se produjeron con ocasión del avance de las tropas nacionales sobre Madrid. A finales de octubre estaban ya a las mismas puertas de la capital, donde fueron detenidas a principios de noviembre por el ejército republicano, con el refuerzo de las recién llegadas Brigadas Internacionales (91). Desde el jardín del sanatorio se veían los fogonazos de la artillería por la parte de Puerta de Hierro, Ciudad Universitaria y Casa de Campo, con gran regocijo de los enfermos de la clínica de Suils. Don Ítalo, que confundía los cañonazos con las luminarias de una verbena, exclamaba: "Ya están en Madrid los locos. Están metidos en la verbena, en el centro de Madrid. Qué bien estamos aquí, y qué tranquilos" (92). Aquello no fue el preludio de una fiesta sino el anuncio de una horrorosa carnicería. Ante el temor de dejar enemigos a la espalda, las milicias llevaron a cabo en Madrid una sangrienta e infrahumana represión contra la denominada "quinta columna", a retaguardia (93). Las prisiones populares estaban abarrotadas, y durante todo el mes de noviembre se fueron vaciando sistemáticamente. Obedeciendo a consignas revolucionarias, se cargaban de presos los camiones que, de noche, partían hacia el tristemente célebre Paracuellos del Jarama u otros lugares en las cercanías de Madrid, donde se hacían fusilamientos en masa (94).
El distrito de la Ciudad Universitaria, cercano al barrio de Argüelles, dentro del cual estaba comprendida la casa de la calle Doctor Cárceles, hubo de ser evacuado. La familia de los Escrivá se resistía a abandonar la casa, con la esperanza de que las tropas nacionales ocupasen pronto el barrio, que colindaba con el frente de combate. Por este motivo estuvieron durante algunos días incomunicados, sin que Isidoro pudiera aproximarse a esa zona para informar luego al Padre de la situación de los suyos.
Ya muy avanzado el mes de noviembre, doña Dolores se vio obligada a dejar la casa para instalarse en un hotel de la calle Mayor, cerca de la Puerta del Sol. Poco equipaje llevaban: "una maleta con lo imprescindible y el baúl con los papeles de la Obra", cuenta su hijo Santiago (95). Ese baúl -añade Vargas- "se convirtió en una pesadilla" (96). Tan pronto supo la mudanza, Isidoro fue al hotel y se llevó a los Escrivá al piso de don Álvaro González Valdés, padre de José María González Barredo (97). El piso estaba medio vacío, porque su hijo, José María, se había refugiado en el Sanatorio del doctor Suils a comienzos de noviembre, al recrudecerse los registros y detenciones con el avance de las tropas nacionales para liberar Madrid.
Se presentaron los Escrivá en la calle de Caracas 13, con todo su equipaje, que era escaso. Pero el baúl no pasó de la portería. El portero, alarmado a la vista del cofre, no se sabe por qué, pretendió examinarlo. Operación a la que se negaron rotundamente sus propietarios. Se puso terco el portero y no desistía de su empeño. Carmen también se mantuvo firme, y le contestó que, "por principio, no le daba la gana de abrirlo y que antes lo dejaba en el portal; y allí se quedó" (98).
Al final fue Santiago quien pagó la factura de la discordia. El portero se opuso, de manera terminante, a que Santiago viviese en la casa. Tal vez porque imaginaba al muchacho en edad militar y tenía miedo de que, si venían a registrar, se le hiciera responsable de ocultar nuevos inquilinos. En vista de las circunstancias y de cómo se enredaba el asunto (y de que a pocos pasos de la casa había dos checas (99) y el cuartel anarquista de la columna Espartacus, que pocos días antes había asesinado a 50 guardias civiles), Isidoro y doña Dolores acordaron que Santiago se fuese a hacer compañía a su hermano en el sanatorio, donde se le admitió como acompañante de un "enfermo en observación". El doctor Turrientes le recogió en casa y se lo llevó en tranvía a la clínica; el baúl con los papeles le siguió poco más tarde (100).
La tranquilidad en aquella "Casa de Reposo y Salud", como puede imaginarse, era bastante relativa. En una ocasión se presentó allí una patrulla de milicianos. Iban a tiro hecho. Se llevaron al duque de Peñaranda, hermano del duque de Alba (101). Hasta el día siguiente no se enteró el Padre de lo ocurrido. Con pena muy profunda se dirigió enérgicamente al director del Sanatorio para protestar de que no le hubiesen avisado. De ahora en adelante -le dijo- de aquí no se llevan a ninguno sin que yo le confiese antes y le dé la absolución (102).
A pesar de la advertencia que le hizo el doctor Turrientes al llegar al sanatorio, don Josemaría, con su celo sacerdotal, había ido atrayéndose, uno a uno, a los refugiados, después de unos días de tanteo. Resignadamente confiesa el ayudante del doctor Suils el fracaso de sus consejos; "tengo la sensación -dice-, de que hablaba con todo el mundo" (103). No obstante compartir todos los refugiados un mismo peligro, no existía vinculación alguna entre ellos sino la desconfianza creada por el miedo a una delación. Cada uno tenía su historia personal; y cuando abrían el corazón era porque el sacerdote les había revelado antes su condición ministerial. "El ambiente entre los residentes del Sanatorio era de recelo", según refieren los marqueses de Torres de Orán, que muy pronto intimaron con don Josemaría (104).
Dejando a un lado a los dementes, el resto de las personas del sanatorio tenía vida y experiencias muy particulares. Aun el personal clínico, asociado "para explotar su trabajo en la curación de enfermedades mentales", buscaba -como dice la última línea de los estatutos constitutivos- "la colaboración amistosa, en un mismo ideal, hacia el logro de un bienestar material conseguido por el trabajo" (105). Las circunstancias históricas habían embarcado en un mismo navío a gente muy dispar. Suils y Turrientes protegían a los refugiados, como reacción contra la criminalidad imperante en tiempo de guerra. Para otros socios, la fortuna de pasar a ser propietarios de una industria, aunque traficasen con una de las más tristes condiciones del ser humano, les inclinaba a hacer la vista gorda en cuanto a la procedencia del cliente. De esto ya se había percatado Juan Jiménez Vargas cuando el 10 de octubre escribía en su diario: "Estábamos un poco intranquilos con el Sanatorio. Nos parece que tienen demasiada poca vergüenza a la hora de cobrar y esto no da mucha confianza en lo seguro que esté allí. Yo ya sabía esto y me parece una razón para intentarlo, porque se prestarían con tal de cobrar" (106).
Hay que decir, es de justicia, que la comida, todo considerado, no era mala ni escasa. El sitio donde pudo "comer mejor" hasta el fin de la guerra, asegura Santiago; aunque su estómago no era imparcial, porque traía hambres atrasadas del piso de Doctor Cárceles. La comida consistía en un plato único, que variaba a diario: judías, garbanzos, lentejas, arroz; y de postre, naranjas. Este suministro había que agradecerlo a la afiliación sindical de la empresa. A don Ítalo, por el contrario, no le impresionaban los esfuerzos de la cocinera. En los días tranquilos y radiantes podía vérsele paseando por el jardín, abrazado a una maceta sin tierra, que regaba gota a gota, cariñosamente, esperando que brotaran de allí filetes empanados (107).
Con la llegada de José María González Barredo y, poco más tarde, de su hermano Santiago, comenzó en el sanatorio una nueva etapa para don Josemaría. Ocupaban los tres la habitación contigua a la de los marqueses de Torres de Orán. Luego de tomar las debidas precauciones, para evitar sacrilegios, don Josemaría celebraba misa casi a diario. Isidoro le proveía de vino y de formas. Tenía el cuarto un armario grande, sobre una de cuyas baldas decía misa, manteniendo abiertas las puertas. De forma que, si alguien entraba repentinamente, todo quedaba oculto a un primer vistazo. Y, para mayor seguridad, pedía la colaboración de María Luisa: - ¿Quiere usted vigilar en el diván mientras celebro la Santa Misa? -le decía a la enfermera-, y si se acerca alguien llame a la puerta o hable en voz alta (108). Ese pequeño diván estaba estratégicamente colocado en el pasillo entre el cuarto del Padre y el de otra enfermera, comunista. Después de celebrada la misa, repartía la Comunión entre algunos de los refugiados y, por si alguien deseaba confesarse, discretamente hacía ver a otros su condición de sacerdote.
Cuando doña Carmen, la anciana demente a causa del suicidio del hijo, reposaba en sosegada apatía era persona muy cortés y atenta; pero en los arrebatos frenéticos escupía atroces insultos. No perdonaba a nadie, excepto a don Josemaría, a quien trataba cariñosamente de "ancianito". "Don Josemaría es tan bueno -decía- que tiene que ser por lo menos general"; y otras veces: "don José no es don José, es San José" (109).
Tales elogios, como es de suponer, no eran la mejor recomendación a oídos de los loqueros o de las enfermeras frentepopulistas. Una de ellas sospechaba seriamente que se trataba de un cura refugiado. El Padre puso rápido remedio a las sospechas. Cierto día, fingiendo un desvarío, y ahuecando la voz, en tono confidencial, le declaró que él era el doctor Marañón, pero que había que guardar a todo trance el secreto (110).
José María González Barredo, del que nadie parecía sospechar, empezó a crear una cierta preocupación al Padre y a Santiago. Trataba de hacerse pasar por loco, careciendo de dotes para la farándula. Se comportaba de una manera tan extraña, con reincidencias tan exageradamente realistas que, hasta entre dementes, su conducta resultaba llamativa. Encendía las luces a horas inverosímiles y saltaba cien veces por la ventana, del cuarto al jardín y del jardín al cuarto. Afortunadamente, era poca altura y no arriesgaba mucho con una mala caída.
Con los primeros fríos le vinieron al Padre ligeras molestias de carácter reumático. Alguien le prestó una estufilla, que inmediatamente pasó a sus vecinos los marqueses, diciendo que él no la necesitaba (111). Al entrar diciembre, los médicos, en lugar de prescribirle una simple medicación con salicilatos, decidieron someterle a una cura que consistía en inyectarle un preparado de veneno de abeja, entonces muy de moda. Tal vez el doctor Suils pensase despachar dos expedientes por vía de ensayo. De una parte, prevenir ulteriores ataques reumáticos y, por otra, provocar al mismo tiempo una fuerte reacción que convenciese al resto del personal de que se trataba de un auténtico enfermo. Los efectos del veneno fueron "fulminantes y terribles", refiere su hermano (112). Quedó el paciente paralizado y con grandísimos dolores. Difícilmente podía mover la cabeza. Su alimento consistía tan sólo en una bebida de jugo de naranja. Pero a los quince o veinte días de guardar cama se encontraba ya medio repuesto. La verdad es que, aunque débil y muy flaco, salió curado del reuma.
Siguieron apareciendo por aquellos andurriales partidas de milicianos a registrar el sanatorio. Y como el chalet estaba próximo a la carretera de Aragón, por la que pasaban camiones que iban y venían constantemente del frente, si se paraban en las inmediaciones, la tropa bajaba a estirar las piernas, a curiosear o llenar de agua las cantimploras en el sanatorio. Era entonces cuando los dementes cumplían la función de escudos protectores. El director del Sanatorio había dado órdenes para que, en tales situaciones, se sacara a los enfermos del semisótano a pasear libremente por el jardín. Los milicianos, ya sea por considerarlos agresivos, ya porque les inspirasen una lástima repulsiva, se retiraban rápidamente del jardín. De una de esas intervenciones fue protagonista don Ítalo. Al toparse con un grupo de milicianos, uno de los cuales llevaba colgando la caja de la máscara antigás, trató de examinarla:
- "Con todos los respetos y si a bien lo tienen (don Ítalo era muy cortés y delicado en el hablar), ¿podrían explicarme cómo funciona este instrumento de música de viento?", les preguntó (113).
Al fin Isidoro trajo al Padre un documento de identidad que esperaba desde hacía tiempo; una simple hoja en papel impreso, con sello del "Comité-Delegación del Partido Nacionalista Vasco-Madrid", y con el siguiente texto:
"Rogamos a las Autoridades y Milicias de todos los Partidos del Frente Popular respeten para su libre circulación a José Mª Escriba Albas, por ser persona afecta al Régimen. -Madrid 23 de Diciembre de 1936. -Por el Comité [aquí la firma]" (114).
Los nacionalistas vascos no eran precisamente afectos a la ideología del Frente Popular, aunque la esperanza de obtener la autonomía política les mantenía del lado del Gobierno de la República (115). Un papel sin foto del interesado, que no era siquiera afiliado al Partido Nacionalista, poco valor tenía ante las patrullas de control. Pero, al menos, don Josemaría podía parar con él un primer golpe.
Isidoro, noticiero y recadero del Padre, le traía noticias de la calle de Caracas y de las prisiones en que se hallaban sus hijos. Se carteaba con los de la Obra en Valencia y cumplía otras obras de misericordia (116); mientras el Fundador, desde su aislamiento, unido a Dios en el sufrir y en las oraciones, mantenía vinculados a los miembros dispersos de la Obra. De aquel periodo, en que se hacían sacas de las cárceles (117) para los fusilamientos nocturnos, hay anécdotas impresionantes. Todos tenían la seguridad de que el Padre había arrancado a sus hijos de las garras de la muerte, a fuerza de suplicar al Señor. El caso de Chiqui es uno entre muchos. Estaba ya arriba del camión, con los otros prisioneros que iban a fusilar, cuando se oyó una voz que le llamó por su nombre y le mandó bajar. Arrancó el camión hacia la muerte y Chiqui volvió a su celda (118).
Refiriéndose a estos sucesos, cuenta Juan Jiménez Vargas que "hasta fines de 1936 ocurrieron una serie de episodios, en los que se ve que todos nos habíamos salvado, más de una vez, de modo humanamente inexplicable. Algunas de estas cosas sucedieron en las cárceles" (119). En noviembre estaba Juan en la cárcel de Porlier de la que iban vaciando galería tras galería, para fusilar a los presos. El día 26 le tocó a él. Formaron cola los presos y de allí pasaron a un camión, que les esperaba en la calle. Juan quedó aguardando, con tres personas por delante de él, a que se llevasen la segunda expedición. El camión no volvió hasta poco antes del amanecer. Pasó media hora y nadie dio orden de que partiese otra expedición. Es más, dieron por terminada la operación y no volvieron de momento a esa galería.
La oración del Padre fue el escudo de la Obra. De uno u otro modo, todos sus hijos se beneficiaron de esa oración tenaz, incansable y confiada, hecha de intimidad con el Señor.
* * *
La convivencia en el sanatorio había alcanzado un clima de bonanza y equilibrio, que muy pronto se vio perturbado. Corría el mes de enero de 1937 cuando Isidoro, que estaba tramitando la orden de libertad de Juan Jiménez Vargas, consiguió que éste saliese por fin de la cárcel de Porlier. Luego de pasar escondido quince días en casa de sus padres, sin documentación y expuesto a ser detenido de nuevo, fue admitido, gracias a unas gestiones del Padre, en el sanatorio de Suils (120).
Allí coincidió con la llegada de otros dos refugiados: un comandante de Aviación y un falangista de Logroño, llamado Alejandro, de la familia de los Láscaris Comneno (121). La aparición de estos tres nuevos personajes produjo una psicosis de temor y desconfianza. Entre los "pacientes en observación" se hizo un silencio repentino, como en una charca de ranas al menor ruido sospechoso. Quienes corrientemente venían a confesarse o pedir consejo al sacerdote no salían de sus cuartos. Nadie paseaba ya por el jardín. El Dr. Suils, anticipando un registro, invitó con firmeza a Láscaris a abandonar el chalet; y comunicó a José María González Barredo y a Juan que también ellos tenían que marcharse. Por la paz de todos y, en particular, por la seguridad del Padre, se fueron a sus respectivas casas en Madrid. Luego se consumieron las formas consagradas que guardaba don Josemaría en su cuarto para administrar la Comunión cuando no podía decir misa.
Pasaron varios días y, al comprobarse la falsedad de la alarma del registro, resurgió el optimismo entre los "pacientes en observación" y el deambular por el sanatorio en un clima de confianza. Los sucesos, sin embargo, habían hecho sufrir mucho al Padre. Recobrada la calma se fue a ver al director, para informarle de lo que había venido repitiéndose sin cesar en los últimos días: Yo no puedo estar donde han echado a mis hijos (122). Reprendió con buenas palabras su comportamiento, en esa ocasión, y le comunicó que estaba decidido a buscar refugio en otra parte.
Por una de las visitas que le hizo Isidoro, ya en febrero de 1937, se enteró el Padre de que Chiqui (José María Hernández Garnica) había sido trasladado el 5 de ese mes de la cárcel de San Antón de Madrid al penal de San Miguel de los Reyes, en Valencia. Después de meses de silencio, en que se servía de Isidoro para comunicarse con los de la Obra en Valencia, el Padre no pudo más y tomó la pluma para dirigirse directamente a sus hijos de Valencia:
Madrid, 10 de febrero de 1937
Queridos amigos: tenía muchas ganas de escribiros, y, por fin, hoy aprovecho la visita de Isidoro para darle esta carta.
Mi cabeza parece que va mejor: es mucho el tiempo que llevo en este manicomio y, aunque despacio, me consuelo pensando que estoy aquí encerrado para mi bien, por orden de mi Padre, y además nunca olvido que no hay mal que cien años dure.
Mi gran preocupación, en esta soledad, en medio de tantos pobres enfermos como yo, son mis hijos. ¡Cuánto pienso en ellos y en el porvenir espléndido de nuestra familia!
De momento, Chiqui está en el primer plano (si mi corazón supiera distinguir de planos entre mis chicos, todos igualmente queridos): ved si por medio de alguna amiga vuestra podéis atenderle en su actual preocupación.
Este pobre loco os abraza y os quiere
Josemaría
Escribid a Isidoro (123).
* * *
A partir de entonces, las puertas de acceso a la intimidad del Fundador, por algún tiempo entornadas, se abren de par en par al expansionar su alma en la correspondencia con sus hijos. Desde febrero hasta septiembre de 1937, en que sale de su asilo en el Consulado de Honduras, son más de ciento setenta las cartas escritas, desde la clandestinidad, a los miembros del Opus Dei. En esas páginas está condensado el vigoroso ardor de su espíritu. Por entre la estrechez de los renglones se escapan los afectos de su corazón, sosteniendo a sus hijos en la fe y alentando sus esperanzas en el futuro de la empresa divina en que están todos empeñados.
No podía permanecer inactivo por más tiempo el Fundador en la "Casa de Reposo y Salud". La expulsión de dos de los suyos le resultaba un intolerable martirio, y pedía a Dios poder abandonar cuanto antes la clínica. José María González Barredo, por intermedio de un amigo, que a su vez lo era del yerno del cónsul de Honduras, se acogió a la sede del Consulado de ese país. Y, una vez dentro, consiguió que entrasen el Padre y Santiago, su hermano (124).
Y en vísperas del traslado a ese nuevo refugio, el Padre escribió otra vez a los de Valencia:
Muy queridos amigos: Acabo de pasar un rato, en el Manicomio, con mi pobre hermano Josemaría, y, sabiendo cuánto os interesáis por él, casi no voy a hablarte de otro asunto.
Era de esperar que acabara en una Casa de Salud, porque, desde octubre de 1928, estaba completamente loco: ¿sabes lo que dice que es?: Un borrico. Menos mal que no le da por rebuznar, aunque, al cumplir el 9 de enero 35 años, aseguró que eran 35 rebuznos. De humor, se encuentra muy bien: lleno de optimismo, seguro de que su idea fija va a ser inmediatamente -dice- una venturosa realidad. Piensa continuamente en sus hijos, y, chapado a la antigua, -loco- los bendice, a cada uno en particular, varias veces al día. Ahora se le ocurre -sabe que hay una guerra- que su Chiqui, a quien sólo falta un año para ser ingeniero de Minas, podría ponerse bueno y ser compañero de algún arquitecto en los trabajos de Fortificaciones. Al Relojerico (un amigo suyo, que los demás no conocen), le encarga que busque, con muchas recomendaciones, a un médico que cure al enfermo.
Me ha encargado que felicite a Chiqui por su santo (así me dijo él, y así lo pongo), y añadió: y por su fiesta de renovación.
Verdaderamente, el pobre Josemaría está perdido: cada día más chiflado.
Saludos muy cariñosos, y perdonad esta majadería de carta.
Un apretado abrazo de
Mariano
Madrid/12/III/937 (125).
Esta carta contiene parte de la clave que utilizará a causa de la censura. Eliminando los datos que supongan un riesgo para el destinatario -y riesgo grave era la correspondencia con un sacerdote-, deja claro su sentido. La clave es muy simple. Consiste en poner en boca de un ficticio hermano suyo -el loco Josemaría- lo que desea comunicarles. Este desdoblamiento, contemplándose en tercera persona, pertenece a giros estilísticos usados en las Catalinas (126). Y, por asociación de ideas, el tema de la locura -locura a lo divino-, le permite expresarse libre y disparatadamente. De suerte que establece, por paralelo, un doble mundo de referencias, entre la realidad material y corriente respecto a la espiritual y figurativa. Y, al fin, terminará adoptando la chochez del abuelo que le permitirá, con debilidad senil, contar a sus "nietos" toda clase de "niñerías" a lo divino (127).
Sorprende, con todo, el que no tuviese algún tropiezo con la censura de guerra. Evidentemente, nadie se había tomado la molestia de examinar con cuidado la correspondencia de un abuelo que, si no por otra cosa, resultaba sospechoso por su extraña jerigonza. De sobra conocía el Padre los peligros a que se exponía, y Juan Jiménez Vargas se lo recordaba en todo momento, pero su cariño por la familia de la Obra saltaba por encima de todo riesgo. Sus cartas iban bajo la tutela de Nuestra Señora: en esta correspondencia de tiempos de guerra, y más adelante, utilizará el nombre de Mariano, uno de los del bautismo, en señal de devoción a María.
El 14 de marzo dejó el sanatorio, provisto de un testimonio médico que decía: "Madrid 14 de marzo de 1937. Con fecha de hoy sale de este Sanatorio Don José María Escriba Albas. En la actualidad no está curado del todo por lo que se le impide toda clase de trabajo, preocupaciones, viajes y demás clases de actividades.
En el Sanatorio ha estado acompañado de su hermano Santiago de 15 años de edad quien convendrá siguiera acompañándole.
El Director Dr. A. Suils coleg 4245" (128).
Una vez celebrada la Santa Misa y administrada la Comunión, el sacerdote -cuenta la marquesa de las Torres de Orán- les entregó unos pedacitos sueltos de papel de fumar, doblados de modo que pudiesen consumir las Sagradas Formas, que allí había, sin tocarlas, y comulgar así los días después de su marcha (129).
De estar bajo la protección del Dr. Suils pasó a la de D. Pedro Jaime de Matheu Salazar, diplomático salvadoreño, que desempeñó en esa época el cargo de Cónsul General Honorario de la República de Honduras. La residencia consular estaba en el 51 duplicado (luego 53) del Paseo de la Castellana. Aquel edificio prometía, por su aspecto y fachada exterior, unos regalos de los que carecía totalmente por dentro. El vestíbulo de entrada, en el primer piso, aunque amplio, tenía muy poca luz y unos cuantos muebles viejos que le daban aire de abandono. A mano izquierda, por una puerta de cristal emplomado, se entraba a un gran salón desmantelado, que tenía un amplio mirador con vistas al paseo de la Castellana; pero estaba terminantemente prohibido asomarse a la calle. Contiguo a este salón había otra pieza, abarrotada con muebles antiguos o modernos de buena calidad. Era evidente que la familia del cónsul había acumulado allí sus mejores enseres para hacer sitio a los refugiados en las demás habitaciones del piso. Junto al cuarto de paso del vestíbulo había también un amplio cuarto de baño, que era el único de que disponían los asilados (130).
Del otro lado del vestíbulo la disposición era diferente. Un largo corredor, con puertas a ambos lados, daba a otras tantas habitaciones ocupadas por grupos o familias de refugiados. En un principio, cuando llegaron el Padre y su hermano en un coche con bandera hondureña, no había allí habitación disponible. Todas las noches el gran salón, que servía de comedor y tenía una enorme mesa circular, se convertía en "cama redonda", cuando los refugiados sin cuarto desplegaban los colchones debajo de la mesa.
A los tres días de llegar escribió el Padre de nuevo a sus hijos en Valencia, comunicándoles su nuevo refugio:
Vi al pobre Josemaría y me aseguró que ya no está en el manicomio (es su manía de ahora) y que se ha metido en honduras. Está muy contento. El Doctor me deja verle a diario (131).
(Es decir, todos los días celebraba la Santa Misa).
En la última semana de marzo se presentaron a visitarle en el Consulado Carmen y doña Dolores:
Vino a verme la abuelita, y mi hermana también vino antes: supón la alegría -dice a los de Valencia-, después de tanto tiempo sin vernos. ¡Qué será, cuando el pobre loco pueda abrazar a sus hijos! (132).
La impresión que a aquellas dos mujeres produjo el encuentro fue desconcertante, aun dentro de la alegría, porque doña Dolores, en el Consulado, no reconoció al hijo más que por la voz, que era lo único que no había cambiado (133). Tan breve encuentro no sirvió más que para remover su corazón; al gozo de la visita siguió la tristeza de la separación:
¿Sabéis -a la vejez, viruelas- que tengo muchas ganas, muchas, de dar un abrazo a la abuelita, y quizá no va a ser posible? La he visto diez minutos, en nueve meses: y ahora parece que la quiero más, lo mismo que a tía Carmen, porque han defendido muy bien mis cosas y porque, cuando las vi, las encontré muy estropeadas, aviejadas. Además: ¿quién sabe, si no será preciso pedirles algún otro sacrificio? (134).
Esta idea de buscar la colaboración, directa y entregada, de doña Dolores en los apostolados de la Obra se irá abriendo paso rápidamente en su cabeza, porque a la semana siguiente insiste a los de Valencia:
Os pido que os acordéis de la abuelita, porque ella se acuerda mucho de vosotros; y además porque las circunstancias la han metido en medio de sus nietos… ¡y quién sabe si estará dispuesto que les dedique, como yo, el tiempo que le quede de vida! Es para pensarlo despacio (135).
En la entrevista con su madre le pidió que de nuevo quedase como depositaria del famoso baúl, que contenía el archivo de la Obra (136). Unos días antes de salir del sanatorio lo había enviado a la calle de Caracas, indicando a Isidoro que llevase a la abuela todos los papeles y cartas para que en el futuro ella los guardase en el baúl.
Pero llegó un momento en que no cabían en él más papeles. Entonces, doña Dolores fue sacando lana del colchón, remplazándola por papeles. Hasta que vino a suceder -cuenta Santiago, recargando ligeramente las tintas- que "en el colchón en el que dormía mi madre había más papeles que lana" (137). No se dieron registros. Mas, de cuando en cuando, aparecían los milicianos por la casa pidiendo mantas y colchones para el frente. En tales ocasiones la abuela se metía rápidamente en cama simulando una enfermedad.
En el mejor de los casos la vecindad con los milicianos era algo como para echarse a temblar. Frente a la casa tenían el Monasterio de la Visitación, convertido ahora en cuartel de la brigada anarquista "Espartacus", y una checa de la C.N.T.; y, no muy lejos, la checa de la Inspección General de Milicias Populares, con otra dependencia en la calle de Caracas. Por esos días, a poco de refugiarse el Padre en el Consulado de Honduras, sucedió que doña Dolores se vio obligada a abandonar por unas horas el baúl, alejándose de allí, porque en una de las refriegas que se produjeron entre comunistas y anarquistas se corría el peligro de que volasen el polvorín de la brigada "Espartacus". De ser así, se hubiera llevado medio barrio al otro mundo (138).
* * *
Acerca de don Josemaría cuenta la marquesa de las Torres de Orán, haciendo memoria de su estancia en el Sanatorio, que "se le veía entusiasmado con su idea de la Obra. No recuerdo que tratase de otros temas. Tenía gran prisa y urgencia por salir de allí, ya que decía que en aquel lugar no podía trabajar" (139). Con este pensamiento entró en el Consulado; y con este pensamiento continuaba, porque días más tarde escribía desde el refugio a sus hijos: ninguna falta hace en Madrid el pobre, loco y extraño: en otro sitio podrá seguir pegando su locura (140).
Dos soluciones cabían al Fundador para seguir haciendo la Obra. Una de ellas, prácticamente suicida, era lanzarse a la calle con riesgo inminente de su vida. La otra, esperar en el Consulado la hora de ser evacuado, para unirse a sus hijos en la otra zona del país, donde no sufriría persecución como sacerdote. El temperamento del Padre no era lo más a propósito para aguantar el encierro y la inactividad. Le repugnaba profundamente imitar la conducta del legendario capitán Araña, dispuesto a embarcar a sus seguidores en peligrosas aventuras, mientras él se quedaba tranquilamente en tierra. (No era exacta la comparación, ya que el riesgo que corría un sacerdote por la calle era altamente aventurado. Su condición de asilado, además, era producto de las circunstancias y no de su capricho).
El papel de capitán Araña -confiesa a Isidoro- nunca me gustó. Más de una vez -hoy mismo- me viene el pensamiento de salir a la calle. Y pienso, inmediatamente también, puesto en la realidad, que voy a verme, como tú sabes que me he visto algunos días, sin saber dónde dormir, ocultándome igual que un criminal […]. Para mi carácter, esta vida de refugiado es una tortura no pequeña…: sin embargo, no veo otra salida. Paciencia, y, si por fin se evacua, marcharme; si no, esperar encerrado, hasta que pase la tormenta (141).
La dispersión de los miembros de la Obra, y las andanzas y peripecias a que se vieron sometidos todos ellos, sin poder decidir el destino propio, hacía imprescindible una labor de coordinación; más necesaria aún si el Fundador salía algún día de Madrid. Cuál no sería, pues, su sorpresa cuando Isidoro le planteó la conveniencia de solicitar de la Embajada argentina ser evacuado al extranjero, en su calidad de ciudadano nacido en Buenos Aires (142).
Por escrito, para que pudiese meditarlo con reposo y atención, el Padre le expuso los pros y los contras del asunto. En primer lugar, por su condición de extranjero no tendría por qué temer persecuciones, gozando de la libertad de que carecían sus hermanos para atender las necesidades de la Obra. Tampoco debía olvidar que algunos estaban lejos de Madrid. Los de Valencia, ¿no quedarían aislados si él se marchaba al extranjero? En cambio, si permanecía en la capital, podría recibir y orientar a los que pasasen por Madrid, coordinando la correspondencia de todos. En fin, ¿qué peligros podía correr? Ciertamente -razonaba don Josemaría- los mismos que van a pasar las mujeres y los niños de Madrid, los que pasará mi Madre: si los creyera tan terribles, ¿me crees capaz de abandonar a mi Madre y a Carmen? Quizá, quizá un poquito de hambre.
Una vez hechas estas consideraciones, dejaba a Isidoro decidir por su cuenta: Conste que la visión que tengo de este problema tuyo no debe coaccionarte: tú obra con enterísima libertad […]. Si ves las cosas de otra manera, dímelo: yo no quiero sino acertar, hacer lo que a la hora de mi muerte quisiera haber hecho (143).
La decisión que tomó Isidoro -no abandonar su puesto de enlace en la capital-, fue noble y desprendida: No esperaba menos de ti, Isidoro. La solución que has dado a tu asunto es la que nuestro Señor quiere, sin duda alguna -le aseguraba el Fundador- (144).
Todavía no se le había enfriado a Isidoro el recuerdo de la pasada fiesta de San José, 19 de marzo, cuando él y Manolo Sainz de los Terreros, que ya había salido de la cárcel, fueron invitados a comer en la calle de Caracas. Doña Dolores y Carmen querían celebrar, en familia, una fiesta llena de recuerdos para la gente de la Obra. Aquel gesto suponía grandes sacrificios para las dos mujeres, que, probablemente, ayunarían los días siguientes. Allí se fundían simbólicamente las dos familias del Fundador (145).
Entretanto Juan Jiménez Vargas había recibido una orden del Colegio de Médicos para incorporarse como teniente médico a un batallón de la brigada Espartacus. De acuerdo con el Padre trataría de pasarse a la zona nacional tan pronto como llegase al frente del Jarama. Varias veces lo intentó, pero sin voluntad de éxito. Notaba que algo dentro de él ofrecía fuerte resistencia: "me ocurría, casi sin pensarlo -explica- que a la hora de dar el salto no me sentía capaz de pasarme quedándose el Padre en Madrid" (146).
Por esos días esperaban la visita de Ricardo Fernández Vallespín, que venía a Madrid con tres o cuatro días de permiso, pues dependía de las oficinas militares de Fortificaciones en Valencia, donde estaba muy estrechamente vigilado. (Después de estallar la guerra, Ricardo se había afiliado a la U.G.T., sindicato socialista, gracias al aval de un arquitecto comunista de su promoción; y últimamente se le había destinado a dirigir obras de fortificación en el frente de Teruel). La idea era que se acogiese al asilo del Consulado; y para ello, como si fuese pariente del Padre, se le esperaba bajo el nombre de Ricardo Escrivá. Pero cuando llegó a Madrid, y expuso al Padre su plan de pasarse a la zona nacional por el frente de Teruel, dejó a disposición de otro la plaza de "Ricardo Escrivá". Así se produjo un trueque de papeles. Porque Juan, en vez de desertar, volvió a Madrid e ingresó en el Consulado como "Ricardo Escrivá". Mientras que Ricardo se pasó a los pocos días por el frente de Levante a la otra zona España (147).
No recataba el Padre cuál fuese su constante preocupación: En ascuas ando, por no saber noticias de mis hijos de fuera; ¡qué ganas tengo de ver a mis peques! Le aflige, sobre todo, la suerte de Chiqui, preso en Valencia. Cariñosamente insta a los demás para que le cuiden, porque Josemaría no vive si no se le arregla pronto la salud al pequeño (148). Esto es, si no sale pronto de la cárcel.
El Padre estaba con el alma en un hilo, más que por la salud corporal, por si peligraba la otra salud (la del alma y la perseverancia en la vocación). Protegía a los miembros de la Obra con sus oraciones, ofreciéndose en expiación a pagar por ellos al Señor lo que fuera necesario:
¡Vale tanto la salud!, les escribía. Por cierto que Josemaría le ha dicho y le dice todos los días a su Amigo que se cobre en él, y guarde a sus hijos de los peligros de esta catástrofe. Y está seguro de que la perseverancia será unánime (149).
Tenía ante la vista los padecimientos de tanto inocente, de los muchos cristianos que estaban privados de los sacramentos, de los que calladamente sufrían en las cárceles; y la duración de la guerra (nueve meses… son muchos meses, Señor) (150).
Por entonces, a los nueve meses de guerra y revolución, la opinión pública internacional comenzó a tener conocimiento autorizado de las sangrientas atrocidades perpetradas en España. Crímenes que el Papa Pío XI expuso a los cuatro vientos en la encíclica Divini Redemptoris, de 19-III-1937, al condenar los errores y males derivados del marxismo: el azote comunista se ha desencadenado en España -afirmaba- "con una violencia más que furibunda. No es esta o aquella iglesia, este o aquel convento lo que se ha derruido sino que, en cuanto fue posible, se destruyeron todas las iglesias, todos los conventos y toda huella de religión cristiana, aunque estuviese vinculada a los monumentos insignes del arte y de la ciencia. El furor comunista no se ha limitado a matar Obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y de religiosas […] sino que ha hecho un número mucho mayor de víctimas entre toda clase de laicos que, aún hoy día, son asesinados en masa por el hecho de ser buenos cristianos o, al menos, contrarios al ateísmo comunista" (151).
Meses más tarde, cuarenta y ocho Prelados españoles firmaron una carta colectiva sobre la persecución religiosa llevada a cabo en España y la postura oficial de la Jerarquía eclesiástica ante tales hechos. Tiene la carta fecha de 1-VII-1937 y va dirigida a los Obispos del mundo entero: "La Iglesia no ha querido esta guerra ni la buscó […]; quien la acusa de haber provocado esta guerra o de haber conspirado para ella, y aun de no haber hecho cuanto en su mano estuvo para evitarla, desconoce o falsea la realidad" (152).
La revolución marxista se ensañó con la Iglesia, tratando de arrancar de cuajo el cristianismo. "Prueba elocuentísima de que la destrucción de los templos y la matanza de los sacerdotes, en forma totalitaria, fue cosa premeditada, es su número espantoso […], unos 6.000. Se les cazó con perros, se les persiguió a través de los montes; fueron buscados con afán en todo escondrijo. Se les mató sin juicio las más de las veces, sobre la marcha, sin más razón que su oficio social" (153).
El más seguro escondrijo donde ponerse a salvo era el asilo de las Embajadas. Desde las primeras fechas del alzamiento, en que las milicias implantaron el terror en Madrid, las sedes diplomáticas acogieron a centenares de fugitivos; entre ellos un alto porcentaje de sacerdotes y religiosos. Luego, en el otoño de 1936, al recrudecerse la furia persecutoria y comenzar los fusilamientos en masa, no solamente los edificios oficiales de las representaciones diplomáticas, sino también sus anexos y dependencias se vieron abarrotados de refugiados. Y, al cabo de unos meses, era tal el hacinamiento de las gentes en esos locales que, al hacerse patente que la guerra se prolongaría, los embajadores de los diversos países trataron de obtener la evacuación de sus asilados, que pasaban ya de 13.000 en la capital (154).
El 27 de marzo de 1937 el gobierno republicano dictó, por fin, las condiciones generales para la evacuación de los asilados diplomáticos, bajo el compromiso de "no admitir en lo sucesivo, cualesquiera fueren las circunstancias, nuevos refugiados". Los jefes de las distintas representaciones diplomáticas, según lo acordado, habían de solicitar la evacuación por listas cerradas y detalladas, con fotografías de los asilados (155).
El Consulado General de Honduras ofrecía un amparo de segunda clase. No era sede de una misión diplomática sino tan sólo de una oficina consular, en la que vivía don Pedro Jaime de Matheu, cuyo status, a efectos de gestión, no pasaba de Cónsul General Honorario (156). En los meses de febrero y marzo de 1937 habían salido de España expediciones organizadas por las Embajadas de Argentina y México, con centenares de evacuados. Creyó, pues, don Josemaría que el traslado al Consulado de Honduras le abría las puertas para salir de Madrid. Era un pensamiento razonable, pero equivocado, como luego advertiría.
Habían dejado el sanatorio de Suils con la idea de inscribirse en la lista que preparaba el Consulado de Honduras. Después de que don Josemaría, su hermano Santiago y Juan hubieron adelantado el precio del viaje, les dieron los números23, 92 y 35, respectivamente. Pero, pronto debió sospechar el Padre que las gestiones se estancaban, pues en carta a Isidoro del 20 de abril le pide que vaya a saludar al Embajador de Chile y le entregue una nota en la que le notifique que están inscritos en lista de evacuación. Me dicen -explica a Isidoro- que saldrá una expedición cada semana: si nos reclamara el Sr. Embajador, la semana próxima podíamos estar fuera. De lo contrario… ¡cualquiera sabe! (157).
Un poco tarde llegaba el recurso, porque don Aurelio Núñez Morgado, Embajador de Chile, se vio obligado a dejar España esa misma semana a causa de la tirantez de relaciones con el entonces Ministro de Estado español, Álvarez del Vayo (158).
A finales de abril el Fundador estaba convencido de que su partida no se haría esperar: Nada fijo, pero parece inminente. Sin embargo, ocho días más tarde le asaltaron las dudas, pues no parece ver otra solución que las gestiones que haga José María Albareda, aquel joven profesor que había ido por la Residencia de Ferraz: De aquí no salimos nunca, si José Mª no mueve la cuestión de Chile; no sé cuándo se irá Josemaría: quizá pronto, quizá tarde, quizá… nunca (159).
La esperanza de que el Consulado de Honduras fuese un trampolín adecuado para saltar al extranjero resultó fallida. Aquel refugio se convirtió en una ratonera sin salida; quienes no lo abandonaron voluntariamente quedaron allí atrapados hasta el término de la guerra civil. Fácil es decirlo; pero, ¿quién hubiera podido adivinarlo entonces?
A la semana siguiente, primera semana de mayo, andaba don Josemaría dando vueltas en la cabeza a otras posibles soluciones: ¿Chile? ¿Chile o China…, qué más da? Insistamos (160). Insistió Isidoro en la Embajada de Chile, donde le dijeron que sus listas de evacuación estaban cerradas y que era imposible una nueva inscripción, pues se habían enviado ya al gobierno. Cuando se lo comunicaron al Padre, éste no se dio por vencido: Chile: Mirad, les escribía: lo que os han dicho es lo que dicen aquí, para echar a los pelmazos […] Si quieren, lo arreglan: ¡si es su oficio, componer lo más descompuesto! (161).
Las razones diplomáticas no bastaban para desanimar al Padre, que intentó, a continuación, romper brecha por la Embajada de Turquía, no sin antes precaver a sus hijos contra la excusa diplomática de "ya están cerradas las listas". Puso así en marcha un nuevo recurso (162), volviendo a exhortar a sus hijos de Madrid, para que insistieran con tozudez, con ocasión o sin ella. (¿Se acordaba en ese momento de los consejos de San Pablo a Timoteo?):
Hoy no tengo otro tema de que tratar: evacuación, evacuación y evacuación. Insistid, molestad, oportuna e inoportunamente: sed latosos. ¿Qué tenemos que ver nosotros con estas luchas?: es preciso irse de Madrid y de España: ¿está bien patente mi ruego? Ya sé que hacéis lo que podéis -y muy agradecido-, pero es menester que hagáis más de lo que podéis (163).
A mitad de mayo, en su correspondencia, todo son interrogantes sobre la evacuación. Sus despedidas no están sin embargo exentas de cierto humor: Sábado -15-mayo-1937- ¡Del fondo de todas las Honduras! (164). Y cuando, al cerrarse el mes, escribe a Valencia, su carta se halla saturada de un sano escepticismo en cuanto a la evacuación: Es lamentable sentirse extranjeros y evacuados, sin acabar nunca de completarse la evacuación. De nuevo (es el cuento de la buena pipa) parece que vuelve a moverse el asunto de la salida […]. Yo, francamente, si no lo veo, no lo creo (165).
En junio parece renacer la esperanza, y las referencias al asunto de la evacuación en las cartas del Padre son otra vez persistentes y machaconas: Hay que insistir en Chile o en Suiza con el máximo interés y hay que procurar que tengamos los carnets. Poned interés. Aquí no se puede continuar. ¿No nos recibirían en Suiza, o en Turquía o donde sea? (166).
Lo cierto es que, a las veinticuatro horas, se había evaporado toda ilusión: Nuestro gozo en un pozo (167). Tan hundidas estaban las esperanzas, que, a mitad de junio, el Cónsul de Honduras les informó que, por su parte, no haría más gestiones para la evacuación. Con ello ahorraba a sus asilados posibles decepciones. Aunque, más bien, es de sospechar que se trataba de una cortina de humo, ya que el Cónsul no se atrevía a manifestarles la auténtica gravedad de la situación. Se encontraban realmente en un pozo. Además de ser débil y precaria la dudosa competencia de un Cónsul Honorario para negociar con un Ministro del Gobierno de tú a tú, don Pedro Jaime se había atado las manos al confeccionar la lista de asilados enviada oficialmente al gobierno español. En ella figuraba un total de 32 personas, incluidos mujeres y niños. De descubrirse que el número de asilados en el Consulado de Honduras era tres veces mayor, la vida del Cónsul se hubiera complicado. Por lo tanto, era preferible no hacer gestiones y evitar desagradables sorpresas (168).
Poco más adelante, el 29 de junio, con motivo de la fiesta onomástica de don Pedro, los asilados entregaron al Cónsul unos pliegos de firmas, encabezados con estas palabras:
"A S.E. D. Pedro Jaime de Matheu -los refugiados agradecidos-
Madrid 29 de junio de 1937" (169).
En los tres pliegos se recogían 88 nombres; el primero de ellos el de Juan Manuel Sainz de los Terreros, aquél que con Juan Jiménez Vargas recibió la absolución del Padre en una buhardilla.
Mas don Josemaría ni se declaraba vencido ni daba todo por perdido. Enseguida se metió en un nuevo empeño: obtener pasaportes argentinos, aun reconociendo que aquello era el cuento de nunca acabar: ¿Josemaría? -se pregunta retóricamente en una carta a los de Valencia-. Parece que se vuelve a vislumbrar la posibilidad de que salga. Esto es… el cuento de la buena pipa (170).
* * *
Al llegar don Josemaría al Consulado, él y sus acompañantes hicieron vida nómada por una larga temporada, en transhumancia diurna por vestíbulos y pasillos. Y, a la hora de acostarse, acampaban en la sala. Bajo la mesa, que de día era la del comedor, juntaban los colchones y sembraban los alrededores de objetos dispares. ¡Si contemplarais, cada noche, la faena, para convertir el comedor en cama redonda o poco menos! (171).
Aquel salón desmantelado se veía sembrado de tazas, mantas, libros y servilletas; maletas, cuadros, jarras, trapos de limpieza y objetos de aseo. ¿Las sillas? Proceden de diversas familias; las hay hasta de cocina: pero, por la noche, las sacamos al cuarto de baño. ¿El cuarto de baño?… (172). Alrededor de una treintena de personas utilizaban ese cuarto de baño que, por ser el único de que disponían los asilados en ese piso, tenía el uso matutino rigurosamente reglamentado.
Al Padre, Santiago y José María González Barredo acompañaban Álvaro del Portillo, llegado la víspera, y Eduardo Alastrué, que se incorporó al día siguiente. Eduardo, que también formaba parte de la familia dispersa, había estado encarcelado en una checa de la calle Fomento en el mes de noviembre y, cuando iban a matarle, le dejaron en libertad, inexplicablemente (173).
Hasta mediados de mayo no dispusieron de habitación propia. Se les destinó un cuarto al final del corredor, junto a la puerta de la escalera de servicio. Probablemente sirvió en otros tiempos de carbonera. Era angosto y con suelo de baldosas, que desaparecía por la noche al desplegar mantas y colchonetas. De día, convenientemente arrolladas y arrimadas a la pared, las colchonetas servían de asiento. Una estrecha ventana daba a un patio interior, tan sombrío que durante la jornada era menester dejar encendida la bombilla, que colgaba del techo, débil, desnuda y solitaria. En este triste y reducido cuchitril organizó el Padre la vida de los suyos. La descripción que hace del cuarto, para divertimiento de los valencianos, está tocada de humor; pero es exacta y realista:
No se pueden extender los cinco colchones de nuestra propiedad. Con cuatro, queda el pavimento del todo alfombrado. ¿Que os describa el hogar? Cuando está el campamento levantado, en un rincón hay, doblados con las mantas y almohadas dentro, dos colchones, uno sobre otro. Un poquito de espacio. Los dos colchones de José B. y de Álvaro, puestos de la misma manera, y, sobre ellos, muy arrolladita, con un fúnebre paño negro para envolver, una colchoneta de Eduardo. Tocando, el radiador -cinco elementos tísicos-, que sostiene una tabla de cajón: mesa, para las vituallas y para seis tazones, someramente limpios, que lo mismo sirven para un cosido que para un barrido. Una ventana, que da al patio oscuro -oscurísimo-. Debajo de la ventana, un cajón pequeño de embalar, con unos libros y una botella para los banquetes. Encima del cajón, dos pequeñas maletas (sobre una de ellas, que tengo en las rodillas, escribo; después de escribir en cien mil posturas… plenas de gravedad… para los músculos, y completamente ridículas e inestables). Pegadas al cajón, otras dos maletillas, que rozan la pared en ángulo, y sostienen un maletín y una caja de hoja de lata, donde guardamos los chismes de aseo de todos. Pegando a las maletas, la puerta. Aunque estemos en la puerta, no os echo del cuarto (podríais entrar como quisierais: la puerta no se cierra: está estropeada). Falta que admiréis la cuerda, que corta un ángulo de la habitación, y sirve para dejar colgadas cinco toallas; y la hermosa pantalla de legítimo papel de periódico, que este abuelo ha puesto a la bombilla monda y lironda que pende del sucio flexible, en un momento de buen humor. Bueno: y no se os ocurra tocar la llave de la luz, porque luego es un lío para encender: está rota. ¿Más? (174).
Distribuidas por cuartos, a lo largo de aquel pasillo, se alojaban más de treinta personas. (El número de acogidos en el anexo del piso de arriba era de otros sesenta más) (175). Con tan densa población, la convivencia, en la arrastrada monotonía de las horas, se hacía dificultosa. La vida del refugiado carecía de alicientes si no era la esperanza de algo que no terminaba de llegar: la evacuación o el fin de la guerra. En consecuencia, el desaliento iba destemplando los nervios del asilado, hasta sumirle en una profunda apatía. En aquella atmósfera faltaba incluso el vigor necesario para matar el tiempo, que transcurría con inexorable lentitud, dejando en los espíritus la huella duradera del tedio y del vacío. Y si acaso un recuerdo o una palabra despertaban momentáneamente chispazos de interés, encendiendo un destello de odio o de rebelión, pronto se extinguían.
Las relaciones sociales en aquella forzosa convivencia tampoco eran gratas ni tranquilas. Las desavenencias se producían de continuo, como también la explosión en lamentos o las recriminaciones. Carentes de una disciplina de trabajo, todo se les iba -como a un animal enjaulado- en dar vueltas en la cabeza a sus preocupaciones, que siempre eran muchas, hasta el punto de que algunos terminaban desquiciados. Sus conciencias se movían entre niebla. Al final, casi todos quedaban bajo el dominio de una doble obsesión: la del hambre y la del miedo (176).
En un primer momento, el amparo de una sede diplomática significaba haber superado el riesgo de detención o el peligro de muerte. Pero luego, paulatinamente, sobrevenía un asustadizo pensamiento de inseguridad, que atenazaba la imaginación. En el caso de Honduras, no podían olvidar del todo los asilados que no se hallaban bajo el amparo seguro de un pabellón de misión diplomática sino en un Consulado General, por lo que los rumores sobre un posible asalto, y la insuficiente garantía del asilo, les agrandaban el miedo. Sobre todo cuando llegó la noticia del allanamiento del consulado del Perú. El hecho tuvo lugar en la noche del 5 al 6 de mayo de 1937, en que las autoridades de Madrid enviaron fuerzas armadas a los locales del Consulado y se llevaron detenidos a todos los refugiados, en total 300 españoles y 60 peruanos (177).
Este suceso provocó una crisis de pánico colectivo en un grupo de asilados. Imaginaban en peligro su seguridad si don Josemaría, que decía Misa casi todas las mañanas en el vestíbulo de entrada, era denunciado por alguien y se presentaba la policía (178). Tampoco el Cónsul, por lo que nos refiere su hija, se consideraba a salvo: "la gente tenía miedo y le parecía que podían quedar comprometidos, por lo que -desde que mi padre le dijo que era peligroso celebrar la Santa Misa- siempre la celebraba en la habitación que ellos ocupaban" (179).
Por la mañana temprano, cuando todavía no se habían levantado los demás refugiados, el Padre daba la meditación a los suyos. "Sus palabras -recuerda uno de los oyentes-, unas veces serenas, otras impetuosas y emotivas, siempre luminosas, descendían sobre nosotros y parecían posarse en nuestra alma" (180). Comentaba el Evangelio, les hablaba de la persona y vida de Cristo, y se preparaban todos para asistir a misa.
Luego, el sacerdote colgaba de la pared un Crucifijo y extendía los corporales sobre una maleta. Una vez terminada la misa, las Sagradas Formas no consumidas se conservaban en una cartera, que cada día guardaba uno, por turno, para dar de comulgar a otras personas, o entregárselas a Isidoro para que repartiese la Comunión a los miembros de la Obra que estaban fuera del Consulado. En la pobreza de aquel cuartucho se celebraba misa con sabor de catacumba. Al relatarlo a los de Valencia, con sencilla y festiva naturalidad, añade el Padre los ingredientes necesarios para salvar la censura:
Pues, Señor, que D. Manuel me invita a almorzar con la familia. Y vamos. ¿Cómo no, con el hambre que hace? Y resulta que, con estos problemas de evacuación en Madrid, no hay nada de lo que, en otros tiempos se creía necesario. Hoy -por hoy, deduciréis lo de los demás días- no habiendo mesa, se improvisó con un cajón de tablas que debió contener naranjas. Sobre él, una, dos y tres maletas. Después una servilleta, no muy limpia -¡Don Manuel!- y dos más pequeñas de las corrientes. Se empeñó -nos empeñamos- en que presidiera el banquete un retrato del anfitrión, colocado en la pared pulcramente clavado con una aguja. Más tarde, el acabose: a pesar de la escasez, nos ha sobrado pan para unos días. Y estos criotes me han salido como si hubieran pasado por el patio de Monipodio: me han robado la cartera -¡asómbrate!-, aquella carterita africana que me trajo Isidoro, y, para no reñir entre ellos, la guarda cada día uno, con riguroso turno. Y yo me aguanto, igual que si estuviera en la dulce higuera (181).
En el vestíbulo tuvieron por un tiempo reservado el Santísimo (el Amigo), en un mueble cerrado con llave (el cajón del Pan). A finales de abril, don Josemaría, que se encontraba baldado a causa del reuma y no podía ir a hacer las visitas acostumbradas al Señor, se servía de dos niños pequeños para enviar recados al Amigo.
Volvían los niños a dar cuenta de su recado al Señor. ¿Y qué le has dicho? -preguntaba don Josemaría a uno de ellos, que era andaluz. - Que le dé a uzté laz trez cozaz, y laz otraz maz, que le hacen farta, contestaba el pequeño.
El modo de saludar estos niños al Amigo conmovió al sacerdote: Yo no sé quién les ha enseñado la martingala pero, debilidad senil o lo que sea, me entusiasmo cuando veo a esta pareja de chiquitines -¡bien saben que sin comer no hay quién viva!- acercarse al cajón del Pan… ¡y meter un beso, muy apretado y ruidoso, por la cerradura! (182).
Otra medida, surgida de la prudente cautela del Cónsul, fue que éste redujo considerablemente las visitas que Isidoro solía hacer al Consulado. El edificio estaba protegido y controlado por guardias que, en la calle, exigían los documentos de identificación a quienes entraban o salían; pero esto no suponía riesgo para Isidoro, por su nacionalidad argentina. En cuanto a la prohibición del Cónsul, la eludía fácilmente subiendo, no por la escalera principal sino por la de servicio. Llamaba suavemente a la puerta al final del corredor, se le abría, y nadie se enteraba de su visita (183). En otras ocasiones eran los hermanos de Álvaro -Teresa y Carlos, niños de nueve y once años- los que sacaban sin peligro cartas o papeles que luego llevaban a Isidoro (184).
Al desasosiego producido por el temor al asalto o a una denuncia se juntaba el azote del hambre. Los víveres eran escasos y el abastecimiento difícil en una ciudad cercada por las tropas nacionales. En la mayoría de los asilos diplomáticos el hambre se hizo sentir con rigor al implantarse entre la población civil el sistema de racionamiento por cartillas, de las que carecían los refugiados, aunque tenían organizadas sus propias fuentes de abastecimiento (185). El hambre acosaba traidora y calladamente, ofuscando la razón. Con frecuencia el tema de la comida se deslizaba en la conversación de los asilados con obsesiva nostalgia, en forma de recuerdos y anécdotas gastronómicas.
Si se rebusca entre la abundante y larga correspondencia de esos meses de encierro, en que don Josemaría raramente pasaba un día sin escribir, se advierte que el tema del hambre y de la comida lo menciona muy excepcionalmente y, si lo hace, es siempre con una gota de humor.
¿En qué consistía su comida? Escribiendo a los de Valencia, les da noticias suyas y de su hermano:
El peque Santiaguito se ha quedado en los huesos: los míos, aunque otra cosa os digan por ahí, todavía tienen demasiada carne, a pesar de no comer más que dos cazos de arroz al mediodía (estamos de arrós, hasta aquí: lo alto de la coronilla, si se me permite el término, retrógrado, oscurantista y clerical) y, por la noche, otros dos cacitos de sopas de ajo.
No hay mal que cien años dure. Paco: ¿no es verdad que estoy desconocido, hablando hasta de comida? (186).
Y más adelante: Ya nos varían de cuando en cuando el menú. ¡El abuelo, hablando de re culinaria!, como diría un clásico. Pues, sí: el hambre, dije mal, el apetito hace milagros. Ayer, al mediodía, nos dieron arroz con habas: con unas habas de edad respetable, a las que no quisieron quitar sus consistentes calzones… Y, por la noche, cebolla cruda con pedazos de naranja (nos pareció estupenda, pero revolucionaria: ¡qué modo de apresurarse, al día siguiente!), y, en aquellos tazones que ya conocéis, una buena cantidad de un líquido muy líquido, con lejano sabor a canela que se agarraba a la garganta. Nos aseguraron que era chocolate. ¡Se hacen ahora tantos descubrimientos! (187).
El tono festivo en que se dirige a sus hijos valencianos, a fin de entretenerlos y disipar sus preocupaciones, adquiere duros contrastes con el de las cartas a los de Madrid. Éstos estaban perfectamente enterados del hambre que sufrían en el Consulado, donde hasta las migajas de pan recogían.
Alguna petición hizo, sin duda, Isidoro a los del "Levante feliz", como llamaban entonces a las provincias valencianas, alejadas del frente de guerra y con abundancia de víveres, gracias a su fertilidad: ¡Ah!: si mandan algo de Valencia -decía el Padre a Isidoro-, no me olvidéis que aquí tengo cuatro de los nuestros con hambre. A mí, me sobra lo que dan. Pero ellos y Santiago necesitan más […]. ¡Cómo me molesta, aun hablar, cuánto más escribir, de este asunto de manducatoria! (188).
A los dos días, y para que no interpreten su anterior petición como apremiante grito de famélicos, puntualiza: ¿Pan? Nos sobra […]. ¡Ah! Y mucho ojo con enviar nada que vosotros no tengáis. Quiero, exijo, que en primer término os preocupéis de vosotros mismos. Creo que está claro, ¿eh? (189).
De la angustiosa escasez de comestibles da también idea el alborozo con que saluda la llegada de un refuerzo de provisiones, el 5 de mayo: Hoy nos han traído queso y huevos, de parte de mi sobrino Isidoro. Hace unos meses que no habíamos, ni visto, ni olido semejantes manjares (190).
Ante todo, aquel sacerdote se preocupaba de distribuir entre unos y otros los alimentos que conseguían. No se guiaba por el dicho popular: "quien parte y bien reparte se lleva la mejor parte". Al revés, se las arreglaba para dar la impresión de que comía igual que los demás. En realidad, y sin que nadie lo notase, se llevaba la peor parte. Es decir, se aprovechaba de la escasez para apretarse aún más el cinturón. Pero algunos de sus ayunos no lograban pasar inadvertidos. A este propósito cuenta su hermano Santiago que todos los refugiados esperaban la noche del domingo como niños con la ilusión de una golosina. La cena de los domingos era de migas con chocolate; pero "los domingos Josemaría no cenaba nunca" (191). Y, para prevenirse contra los placeres del gusto, continuó en el Consulado con su vieja costumbre de paladear acíbar. El producto era de libre venta y no quería privarse de él. Las circunstancias de la guerra y de las privaciones por las que tenían que pasar no las consideraba el sacerdote como suficientes para eximirle de vivir hasta en los más mínimos detalles el espíritu de penitencia, sino todo lo contrario. De ahí la nota a Isidoro, el 30 de mayo: Envíame un par de reales de acíbar. De seguro que tendrán en la farmacia de Eugenio, o en cualquier droguería. Que sea en polvo (192).
* * *
Entre los innumerables datos y noticias de la copiosa correspondencia del Fundador desde el Consulado hay un hecho particularmente curioso. Algo que llama a veces la atención por su misma ausencia. Algo que era previsible hallar en sus cartas y que el lector, sin embargo, no encuentra. Y consiste en que, por más que se busque entre sus escritos, no aparecen referencias ni comentarios a temas políticos. No se alude a gobiernos, ni a zonas, ni a frentes de combate. Tampoco se mencionan ciudades liberadas u ocupadas, amigos o enemigos, víctimas o culpables. Estos silencios no son por causa de la censura sino por razones de carácter sobrenatural, como queda reflejado en los relatos de quienes compartían el asilo consular. Mientras las conversaciones de los refugiados reincidían en el hambre o en la marcha de la guerra, don Josemaría evitaba hablar de la contienda fratricida que desgarraba a la nación. Los suyos no vibraban con ánimo belicoso. Delante de él no se comentaban las operaciones militares, ni los crímenes a retaguardia. Se olvidaba y se perdonaba.
La presencia bienhechora del sacerdote esparcía serenidad. Su conversación, consoladora y sobrenatural, dejaba en los espíritus huella de dulzura. Hasta el extremo de que se consideraba un regalo del cielo lo que, a ojos humanos, era una maldita consecuencia de la guerra. "¡Ojalá, pensábamos a veces, que aquello durase siempre! -refiere uno de los que estaban al lado del Padre-. Porque, ¿habíamos conocido antes algo mejor que la luz y el calor de aquel rincón? Ésta era la reacción, tan absurda en aquellas circunstancias como lógica según nuestro modo de ver las cosas, a que nos llevaban la paz y la felicidad que gustábamos día a día" (193).
No se retraía el Fundador, si era necesario, de tocar el tema de la guerra -a la que siempre calificó de catástrofe- pero, con espíritu sacerdotal, abría los brazos a las almas de una y otra zona, de uno y otro bando. En la oración del sacerdote al celebrar el Santo Sacrificio estaba presente el océano de sufrimientos de aquella contienda: en los frentes, en las cárceles, en los hospitales, en los hogares, en los refugios.
La postura de don Josemaría no era de frío desapego. Obedecía a una exquisita caridad, dominada por una visión más alta, sobrenatural, de lo que estaba sucediendo en el mundo: "continuamente preocupado -dice el yerno del Cónsul- por lo que estaba pasando, aunque al mismo tiempo, estaba muy por encima de las circunstancias […]. Nunca se pronunció con odio ni con rencor enjuiciando a nadie; por el contrario, solía decir: Esto es una barbaridad: una tragedia. Le dolía lo que estaba sucediendo, pero no en un sentido meramente humano. Y cuando los demás celebrábamos victorias, don Josemaría permanecía callado" (194).
* * *
El cuartucho del Consulado pronto se convirtió en una especie de centro de operaciones. De aquella oficina salían las cartas del Padre llenas de pintorescas descripciones, noticias variadas, encargos, notas espirituales y consejos sobre cuestiones materiales; y relación de penas y alegrías. Era tal su anhelo por saber cosas de sus hijos, y tantos los asuntos que llevaba entre manos, que enseguida adquirió la costumbre de numerar, en ciertas ocasiones, los párrafos de las cartas, según pasaba de uno a otro tema: no por monomanía -les explicaba-, sino para lograr que me contestéis a todo (195).
Uno de aquellos asuntos era el de la reclamación por los bienes y enseres perdidos en la Residencia de Ferraz 16, edificio que había sido requisado por las milicias anarquistas de la C.N.T. el 25 de julio de 1936, cuando sorprendieron allí a Juan Jiménez Vargas.
Se enteró de que el consuegro del Cónsul, a quien los milicianos habían allanado el hotelito donde vivía, había hecho una reclamación oficial por los daños sufridos. E inmediatamente pensó el Padre, ¿por qué no reclamar una indemnización al gobierno en nombre de la sociedad titular de la Residencia de Ferraz: Fomento de Estudios Superiores (FES)? Y con tanto ahínco asumió el caso que parecía que de su resolución dependiera el futuro de todos ellos, cuando todavía estaba por ver si saldrían sanos y salvos del apretado trance de la guerra.
Allí comenzó lo que iba a ser una lucha a brazo partido con obstáculos e impedimentos; y una movilización general de fuerzas y voluntades. El 23 de abril pidió a Isidoro que averiguase en la Embajada argentina los trámites necesarios y los documentos que se debían presentar. La tarde del mismo día le escribe de nuevo, dándole cuenta de su reciente conversación con el consuegro del Cónsul y adjuntando instrucciones para recoger en casa del notario la escritura de la creación de FES y la de compra de la casa de Ferraz (196).
Con las primeras gestiones que hizo Isidoro empezaron a destaparse dificultades (197). Ni el inventario de bienes, ni los documentos de constitución de la sociedad, ni la escritura de compraventa del inmueble estaban en su poder. Habían quedado en la Residencia y no era posible rescatarlos, aun suponiendo que existieran. Se trató, pues, de presentar "Fomento de Estudios Superiores" (FES) como "Sociedad internacional", ya que algunos de sus socios eran extranjeros. Isidoro Zorzano, como súbdito argentino y presidente de "Fomento de Estudios Superiores" elevó una instancia al Embajador de Argentina reclamando indemnización de daños al Estado español. Éstos, según inventario, ascendían a 1.078.900 pts (198).
No había pasado una semana desde que el Padre concibió la idea de la reclamación cuando escribía a Isidoro una carta de apremio, como puede apreciarse por su primer párrafo:
Sábado-1-V-37.
Muy bien, el asunto de tu reclamación, por medio de la Embajada de tu país. Pero ¡hay que darse prisa! Quizá del retraso de uno o dos días dependa el buen éxito del asunto. Además puntualiza con el Sr. Secretario. No me dejes nada en el aire. Que vayan los papeles, cuanto antes (199).
No eran muchas las personas de que disponía el Padre para esta operación. Aparte de los refugiados en el Consulado de Honduras y de Vicente Rodríguez Casado, que se hallaba asilado en la Embajada de Noruega, sólo quedaban tres libres en Madrid. Y otros dos en Valencia, porque Chiqui estaba preso; Rafael Calvo Serer, enfermo en un pueblo de Alicante y Pedro Casciaro, en Torrevieja. Los demás, estaban escondidos o en zona nacional. De una forma u otra, todos fueron movilizados para la operación Residencia, desde el momento en que Isidoro hizo saber a los de Levante que también ellos habían de contribuir, por indicación del Padre, al éxito de la reclamación con sus pesquisas y gestiones. Valencia era ahora la residencia oficial del gobierno, desde que el Consejo de Ministros dejó Madrid al comienzo de noviembre de 1936, y punto en que acabarían las diligencias administrativas que ahora se traían entre manos.
Pedro Casciaro, que no atravesaba en esos días un período de optimismo, sino todo lo contrario, vio complicada su vida al recibir el encargo de alistar a su abuelo en la empresa de la reclamación. En efecto, como súbdito británico que era, a título de una aportación a FES hecha tiempo atrás, podía presentar una instancia ante la Embajada Británica demandando una indemnización (200).
Desde un principio el Padre colocó a todos bajo el imperio de la urgencia y de las prisas, quedando enroscados los dos asuntos que consumían sus energías: la reclamación y la evacuación. Prisa. Hay prisa, para todo: para evacuarnos a nuestro país, y para hacer la reclamación (201).
¿A qué conducía todo aquel derroche de vitalidad en un Estado en plena guerra, cuyos departamentos administrativos se habían trasladado precipitadamente a Valencia dejando en Madrid archivos y oficinas? ¿Qué éxito iba a tener la reclamación por un piso requisado y saqueado por los anarquistas de la C.N.T. y destruido luego por un proyectil? A cualquiera se le alcanzaba que los esfuerzos no prosperarían y que todo aquel caudal de tiempo y gestiones se iría consumiendo en balde.
Remotísima era la esperanza de éxito, y el Padre tenía el suficiente sentido común para verlo así: Se logre algo, o no se logre nada, ¡qué tranquilidad, para todos, haber hecho todo lo posible por defender el patrimonio del FES!, ¿no? (202).
Por de pronto les va enseñando, a paso rápido, cómo sacar adelante y con perseverancia las cosas de Dios y de la Obra: Adelante con el asunto de la casa, a pesar de los baches y barrancos del camino. Puede suceder que el coche vuelque. Entonces, a ponerlo de nuevo sobre sus ruedas, a arreglar lo descompuesto, y a seguir andando como si tal cosa. Siempre contentos: con alegría y paz, que nunca, por nada, me debéis perder (203).
En la adversidad aprenderían el orden y la diligencia, sin dejar las cosas para el cómodo mañana (204): "¡Mañana, mañana!" Y os repito: "¡¡¡Hoy, ahora!!!" Mañana y después son palabras definitivamente abolidas, en nuestro léxico. ¿Estamos? (205).
Un mes de actividad llevaban cuando urge a Isidoro, y con él a los demás a insistir en el asunto de la reclamación: sin impaciencia, pero con perseverancia: un gotear constante, sobre la roca de los obstáculos. ¿Me reciben bien? Bueno. ¿Me reciben mal? Mejor. Seguiré -la gota de agua- visitando con santa desvergüenza, a prueba de sofocones y de humillaciones y de sofiones y de ordinarieces (¡cuánta riqueza!), muy contento y con paz, hasta que se aburran -yo no me he de aburrir, debe ser vuestro propósito-, y acaben por recibirme con agasajo: como a un amigo…, o como a una calamidad inevitable […]. ¡Si supiera hablar claro! Es una confidencia de Don Manuel (206).
Esa "santa desvergüenza", armada de tozudez y dispuesta a recibir humillaciones, no era solamente una táctica humana sino un comportamiento que obedecía a una inspiración del Señor, a una confidencia de Don Manuel:
Hijos: ¿os habíais hecho la ilusión de que es posible andar sin vencer resistencia? Pues, claro, que siempre y en todo hemos de encontrar grandes dificultades unas veces, y otras, pequeñas dificultades. Por cierto que las primeras, de ordinario, se notan menos, porque enardecen: es en las segundas, que producen escozor a nuestra soberbia y nada más, donde Él nos espera. Sí: en esas antesalas; en esas incorrecciones; en aquel oír: "ese individuo"…; en la amabilidad de ayer, que hoy se vuelve descortesía (207).
La energía interior del Padre, que difícilmente se dejaría encerrar en la costra de tedio que sofocaba a tantos refugiados, buscaba dar una nueva y superior dimensión a los esfuerzos, sacudiéndose de encima la ociosidad, para crear así tarea abundante a sus hijos, para despojarles de la soberbia, de la rutina y de las preocupaciones, y para hacer que pusieran en ejercicio las potencias del alma, agarrotadas por las circunstancias del momento. Quería infundirles el Padre moral de victoria y espíritu deportivo para vencer vallas y resistencias. Pero llegaban a puntos de estancamiento. No por falta de tenacidad sino por las barreras propias de la burocracia:
Es naturalísimo que cada uno vaya a su particular conveniencia. Así aprenderéis a vivir… y a ser tozudos. No tengamos la valentía del caracol, que, cuando tropiezan sus cuernos con un obstáculo, los esconde y se oculta enteramente en la cáscara de su egoísmo. Mejor, el empuje, la acometividad y la perseverancia del toro bravo: que hace cisco, con los medios de que cuenta, las vallas que se oponen a su avance. Y, a nosotros, es verdad que no nos faltan -ni nos faltarán- obstáculos y vallas, pero también es verdad que nos sobran medios…, si queremos emplearlos. ¿No? Pues, a ponerlos: los nuestros -¡bueno!- y, a la vez, los de Don Manuel. ¡Ah! Y siempre muy contentos (208).
Aun cuando el Padre felicitara a Isidoro por haber encarrilado la reclamación por medio de la Embajada de la Argentina, la verdad es que se metió en un buen lío. A las tres semanas de gestiones, a pesar de las prisas con que le urgía el Padre y de la obediente docilidad de Isidoro, poco se había adelantado (209).
Como ya había previsto un mes antes el Padre, necesitarían la ayuda de San Nicolás, intercesor ante Dios de los asuntos económicos de la Obra, para que los papeles no se perdieran en el laberinto de los recovecos administrativos de las oficinas del Estado, y aquello resultase una nueva versión del "cuento de la buena pipa…, que nunca se acaba". Don Nicolás tiene la palabra. Nosotros, erre que erre (210).
Los temores de don Josemaría no andaban lejos de la verdad. Documentos y gestiones se estancaban, y San Nicolás de Bari -Dios sabrá por qué- se encariñó con el cuento de la buena pipa.
Y, por lo que hace a la reclamación de don Julio Casciaro, abuelo de Pedro Casciaro, el resultado no fue brillante. El punto débil de su condición de reclamante era, precisamente, su frágil ciudadanía. Tenía este buen señor setenta años de edad y carácter un tanto apático. Su pasaporte británico, expedido en Valencia el 21 de abril de 1937, con las firmas del Cónsul de esa ciudad y el vicecónsul provisional de Alicante, era válido solamente por seis meses, y no renovable en tanto el interesado no demostrase su nacionalidad británica con otros documentos. Baste decir, por no prolongar la historia, que el 9 de junio Isidoro enviaba a Pedro Casciaro todos los documentos anexos a un "escrito entablando reclamación contra el Estado español, por conducto de la Embajada inglesa, del valor de la casa número 16 de la calle de Ferraz de Madrid, y de todos los muebles, enseres, biblioteca, libros, equipo de laboratorio, cuadros, etc. que en ella existían". Entre tanto, se buscaba afanosamente la partida de nacimiento de don Julio en el archivo del Consulado de Cartagena, donde estaba inscrito, y también se consultaron libros y revolvieron papeles en el Consulado General de Valencia; en ambos sin éxito (211).
En vista de que la operación de don Julio Casciaro parecía entrar en vía muerta, los de Madrid, espabilados por la experiencia de las últimas semanas, estaban ya ofreciendo a Isidoro otras iniciativas; a saber: con un socio suizo, con un boliviano que había pasado por la Residencia de Ferraz y con un paraguayo, compañero de Manolo Sainz de los Terreros (212).
La vida en aquel cuarto del Consulado de Honduras discurría tranquila y apacible. Quienes vivían con el Padre se levantaban temprano. Pasaban por turno estricto al cuarto de baño. Luego solía darles el sacerdote la meditación, y celebraba misa. Desayunaban una taza de té. A continuación venía la mañana, llena de trabajo (213).
Don Josemaría, en su papel de abuelo bondadoso, a efectos de sortear la censura, escribía a sus nietos de Madrid y Valencia, rellenando las páginas de sólidos puntos que meditar, entre bobadas y niñerías afectuosas. Después, a media mañana, el cuarto se transformaba en sala de estudio. Estudiaban o leían francés, inglés, alemán. Y el abuelo, con buen humor, para alegrar la lectura de sus hijos valencianos, a los que dirige la carta, simulaba hallarse en medio de un terrible barullo. Lo simulaba aposta, exageradamente, porque lo cierto es que a aquellos inquilinos del fondo del corredor los demás refugiados les conocían por "los del susurro". De allí no escapaba una voz más alta que otra (214).
Nada: que este abuelo no os quería escribir más. Pero hoy, cuando intenté hacer algo de provecho y ya, luego de unos preliminares, iba a meterme a fondo en el primer punto de mi trabajo…, la chiquillería que padecemos, se ha soltado a dar berridos, y no hay paciencia humana que resista, ni cabeza que pueda concentrarse en una labor seria. ¡Ay, mi cuarto, mi cuarto, con mi soledad y con mi silencio! Los viejos necesitamos quietud: el barullo, las risotadas y los alborotos de atolondrados son incompatibles con mis años. Paciencia, ¿verdad? ¡Verdad! Para que nada me falte, me han dado unos metidos a la mesa, y otros a mi esquelética humanidad: trabaja, Mariano. ¡Que trabaje Rita!
[…] Muy monótona mi vida, peques: pero, estoy siempre a cien leguas del lugar físico donde me encuentro, resulta que apenas puedo hablar de monotonía. Charlo lo más que puedo con mi antiguo Amigo. Pienso en mi familia, quizá más de la cuenta. Tengo paz. Estoy con exterior gravedad, pero alegre. Y, con mi alegría, -los años, los recuerdos, el pensamiento de posibles peligros para mis hijos y mis nietos, y por alguna otra razón de disculpable egoísmo-, es raro el día que no lloro más de la cuenta también.
Josemaría, que está más razonable desde que le sacamos del manicomio, me persuade de que a mis criotes les va a venir muy bien, para formarse con un carácter viril, este ambiente penoso de lucha, en que se encuentran los españoles. Además, como extranjeros que son, pueden y deben permanecer extraños para evitarse la contaminación de determinados ambientes: y, bien vacunados, sin dejar nunca las Normas del médico, difícil es que pierdan su salud: que es lo que me interesa.
[…] Cuando me veo, a la vuelta de los años desde que formé hogar, con la familia repartida por ahí, cada día más numerosa, pienso en que necesito tener un corazón más grande que el mundo. Y me excuso de mis ratos de morriña y de pueril bobaliconería (¡los niños y los viejos!…), y querría abrazaros a todos con toda mi alma, como un abuelo pegajoso que soy, para que los golpes, que pudierais recibir, los recibieran las duras espaldas de este escribidor. No es extraño que, teniendo yo tantas deudas personales, me haya permitido salir fiador por todos, en estos tiempos de economía quebrantada. Y espero que se cobrará: ¡con qué alegría, si acepta -que sí-, daré hasta el último centavo!
[…] Que estéis fuertes. Y que no os enfadéis porque el abuelo os abrace con toda su alma
Mariano
Madrid - 30-IV-937 (215).
A la hora del almuerzo iban todos juntos al comedor de la mesa redonda, donde se les servía, por lo general, un poquito de pan y un plato de sopa de arroz que, en ocasiones, venía reforzada con variantes de lentejas o algarrobas (216).
Volvían después a su cuarto para la tertulia. Leían o trabajaban. El Padre solía acompañar un rato a la familia del Cónsul, cuya mujer estaba entonces bastante enferma. Por un tiempo acostumbraba hacer allí la oración de la tarde y las visitas al Santísimo, hasta que decidió no dejar ya reservado al Señor en el mueble de las habitaciones del Cónsul (217).
Después de la cena -unas livianas sopas de pan o verdura cocida, o ensalada cruda-, rezaban el rosario, tenían otra tertulia y acababan desplegando ordenadamente las colchonetas para entregarse al sueño.
Pasar el día junto al Padre era vivir arropado en cariño y seguridad. Jamás le vieron -asegura el yerno del Cónsul- "un gesto de inquietud, o de depresión: era la persona que hacía fácil y amable la convivencia, que no planteaba problemas de ninguna clase, que nunca hizo un comentario menos positivo, ni para el gobierno rojo, ni para el blanco, ni para los bombardeos, ni para las dificultades" (218). Hasta tal punto resultaba gozosa su compañía, aún en medio de semejantes circunstancias, que a uno de la Obra se le escapó espontáneamente lo que todos pensaban: "esto no puede continuar, es demasiada felicidad" (219).
* * *
Al trajín del día por pasillos y vestíbulo, con discusiones y gritos, seguía el silencio de la noche. Aquel piso era, decía el Padre bromeando, una jaula de grillos (220), nada recomendable para su alma, que necesitaba recogimiento.
En medio de la aparente uniformidad de la jornada, la imaginación y el corazón le llevaban a tratar con Dios la situación de sus hijos. Se sentía como forastero de su cuerpo y de sus sentidos. Repasaba mentalmente la condición de cada uno: los presos, los refugiados, los escondidos y los enfermos, y aquéllos de quienes no tenía noticias. Era preciso insistir para que el Amigo los conservase sanos de cuerpo y alma, y para que le diese a él un corazón grande, muy grande, donde cupieran todos.
Y en carta del 1 de mayo vuelve a recordar a los de Valencia la promesa hecha el día anterior por todos los de su familia: Críos -¡pobres críos!-, ahora que sabéis que el abuelito tiene compromiso formal de pagar las deudas familiares, no vayáis a derrochar… (221).
Al leer las cartas, ¿entenderían sus nietos lo de salir fiador por todos, en estos tiempos de economía quebrantada? Por supuesto que entendían el compromiso del sacerdote con el Señor para expiar culpas propias y ajenas, pagando por los incontables pecados que descomponían la nación española; y que estaban dispuestas sus espaldas a encajar los golpes para evitar que pudieran sufrirlos sus nietos. Porque los destinatarios leían con avidez y retenían con gusto las cartas del abuelo, como refiere Pedro Casciaro a Isidoro: "Puedo decir, exagerando un poco, que todas las suyas me las aprendo de memoria, porque aquí, tan alejado de la familia, estoy muy solo y no encuentro más calor que en sus palabras, muy expresivas. Él se queja algunas veces de dificultad en la expresión. ¡Ah! si estuviera dentro de mí… Soy, con perdón del burro, el clásico pollino que lee y que no pronuncia" (222).
Demasiado bien sabían sus hijos en qué consistía el espíritu de penitencia, por habérselo oído al Fundador infinidad de veces; cómo aprovechar las molestias, trabajos y contrariedades de la vida corriente elevándolas al plano sobrenatural, divinizando el dolor y los sufrimientos. Poco antes de estallar la guerra civil había dejado escrito: en la prosa de los mil pequeños detalles diarios, hay poesía más que bastante para sentirse en la Cruz (223).
En agosto de 1936, al tener que abandonar la casa de su madre, se dio de cara por todas las esquinas de Madrid, y en los escondites en que pudo guarecerse, con los mil pequeños detalles diarios -soledad, hambre, persecución, enfermedad- con los que tejer poesía divina. Aunque no eran, realmente, tan prosaicos ni menudos. El desamparo había sido cruel y prolongado. El hambre padecida, mucha. La enfermedad en el sanatorio le había dejado en los huesos; y la persecución no había cesado. Todo ello era señal de la fuerte purificación pasiva a la que estaba sometiéndole el Señor. El Fundador, dócil y generosamente, tomaba esta Cruz a plomo, sin abandonar sus antiguas mortificaciones. Su espíritu de penitencia se orientaba a endulzar la vida del prójimo. Trataba de consolar a los afligidos, de no crear problemas de convivencia, de hacer pequeños servicios a los asilados. Procuraba no hablar de la guerra ni de sí mismo. Reprimía sin quejas el hambre. Dominaba su curiosidad. Sonreía y cultivaba el buen humor, transmitiendo a todos serenidad y alegría. Era cortés. Era puntual y ordenado. Ofrecía a Dios las privaciones y las molestias, que no eran pocas. En fin, de vez en cuando, agregaba unas disciplinas de sangre.
Habitualmente, sin explicarles el motivo, pedía el Padre que le dejasen un rato solo en el cuarto; o aprovechaba el que los demás se encontraban al otro extremo de la casa, en el comedor, para tomar las disciplinas. Un día, sin embargo, tuvo que hacerlo con un testigo presente, porque Álvaro estaba en el cuarto con fiebre, echado en una colchoneta. Cúbrete la cara con la manta, le dijo el Padre. Y comenzaron a oírse los golpes, recios y acompasados. Los contó Álvaro, por curiosidad. Fueron mil, todos con igual fuerza, todos con el mismo ritmo. El suelo -cuenta el testigo- estaba salpicado de sangre, y, antes de que los otros entrasen, ya el Padre lo había limpiado bien (224).
El Señor aceptó su ofrecimiento generoso. No solamente por el bien de los suyos sino también como desagravio por la muchedumbre de crímenes y ofensas cometidos con ocasión de la guerra. El pensar en ello le abrumaba:
Hoy, el abuelo está triste -escribe a sus nietos de Valencia-, alicaído, a pesar de la amabilidad y del cariño de mi gente; y a pesar de la paciencia heroica de mi sobrino Juanito… que no está mandón. Y es que se acuerda de su juventud, y contempla la vida actual: y le entran unas ganas enormes de portarse bien, por los que se portan mal; de hacer el Quijote, desagraviando, sufriendo, enmendando. Y resulta que se le echan a correr el entendimiento y la voluntad (el Amor), y el Amor llega primero. Pero ¡llega tan desvalido, tan sin obras!… El abuelo está triste, porque él no acierta -viejo, sin fuerzas-, si no le ayudan, con su juventud, los nietos de su alma (225).
En carta del 6 de mayo a los de Madrid se le escapa una confidencia aún más amarga: en toda esta temporada, los peores días son los que llevo metido en… ¡semejantes honduras! Desde luego, se está mejor en la cárcel. Ya se sufre, y se ofrece lo sufrido: pero, no es camino (226).
Las horas del día las tenía repletas de ocupaciones. Buena parte de las noches, en cambio, las pasaba en blanco. Pues bien, hace unas noches -cuenta el Padre, esta vez a los de Valencia-, sobre las dos de la mañana o por ahí, se despertó vuestro tío Santiago, que usufructúa con Jeannot y conmigo dos colchones, y me gritó: "¿qué haces, hombre? ¿estás… llorando?" Y después ha tenido la frescura de decir que paso la madrugada dedicado al cante jondo. La verdad: no sé a qué carta quedarme: a lo mejor -¡viejo, viejo, abuelo!- es que canto y lloro. Pero, eso sí, siempre con una alegría muy, muy honda y esperanzada: que no es jonda, ni tiene nada que ver con la ópera flamenca (227). ¿Qué le pasaba al Padre, siempre tan sereno y alegre, tan optimista y animoso?
Diez días más tarde -el 30 de mayo- se desahogaba de nuevo, al final de una larga carta a los de Valencia: ¿Quieres que te diga, Pacorro, lo que le pasa al abuelo? Te lo voy a decir, en parte: preocupaciones muy íntimas, muy… suyas (¡si no tengo nada mío!), en primer término; después, que le han dado donde más le duele, en los nietos. Y eso es casi todo (228).
Como siempre, el Señor daba una en el clavo y ciento en la herradura. El Padre sufría con sus hijos: por falta de noticias, imaginando sus penas. Pero esta confidencia hecha a Paco Botella es muy velada, muy a medias palabras, muy reticente. Realmente, ¿qué preocupaciones le agobiaban? ¿Qué le ocurría?
No era, evidentemente, la primera vez que le sucedía. Porque si recorremos detenidamente sus Apuntes, daremos con una anotación en que se sirve de expresiones similares. Corresponde a la temporada de verano y otoño de 1931, temporada de grandes sufrimientos y grandes mercedes. Los síntomas eran de tribulación y desamparo grandes, con tentaciones de rebeldía y disconformidad con el querer de Dios, y cosas bajas y viles. Y, ¿cuáles eran los motivos? Realmente, los de siempre. Pero es algo personalísimo que, sin quitarme la confianza en mi Dios, me hace sufrir […] y pienso, como en un remedio, en la cariñosa enfermedad fuerte que sé que me enviará, a su tiempo, el Señor (229).
Aquellas preocupaciones muy íntimas, este algo personalísimo que le hace sufrir es la etapa de purificación pasiva con que Dios le despega, hasta la médula de su ser, de todo afecto que no sea el Querer divino. Ya antes había sido arrebatado hasta las cimas de la contemplación mística, hasta mirar de frente el sol (230).
De este periodo de dura purificación pasiva, enviada por Dios al alma, dejó el Fundador unas notas, escritas en el Consulado. En una de ellas, del sábado 8 de mayo de 1937, se lee: Los días peores de esta temporada son los que paso en Honduras. (Son las mismas palabras de la carta del 6 de mayo a los de Madrid). Y continúa: Creo que pocas veces he sufrido tanto como ahora (231).
Todo ello era manifestación de hallarse enclavado en esa Cruz prevista antes de que estallara la guerra civil. Cruz amorosamente aceptada con todos sus sufrimientos físicos y morales; incluida la purgación mística de todo su ser, que fue intensa y periódica, como se verá y explicará en cuanto transcurra otro año de su vida.
* * *
El piso de encima era considerado anexo dependiente del Consulado. Estaba lleno, a más no poder, de refugiados; entre ellos, el padre Recaredo Ventosa y otros sacerdotes de los Sagrados Corazones. Con el padre Ventosa se confesaba semanalmente don Josemaría (232). ¿Cuál no sería el asombro del religioso cuando, a altas horas de la madrugada del domingo 9 de mayo, le despertaron porque venían del piso de abajo a verle con urgencia? Nos lo cuenta el visitante, en una nota de esa fecha:
Domingo, 9-Mayo-1937. -He sufrido esta noche horriblemente. Menos mal, que pude desahogarme, a la una y media o las dos de la mañana con el religioso que hay en el refugio. He pedido, muchas veces, con muchas lágrimas, morir pronto en la gracia del Señor. Es cobardía: este sufrir como cuando más, creo que no es otra cosa sino consecuencia de mi ofrecimiento de víctima al Amor Misericordioso. Morir -oraba-, porque desde arriba podré ayudar, y aquí abajo soy obstáculo y temo por mi salvación. En fin: de otra parte, entiendo que Jesús quiere que viva, sufriendo, y trabaje. Igual da. Fiat (233).
Tan terrible era su angustia que cayó enfermo. No se levantó hasta el sábado, 15 de mayo. Al viernes siguiente escribía esta nota, a todas luces autobiográfica:
En carne viva. Así te encuentras. Todo te hace sufrir, en las potencias y en los sentidos. Y todo te es tentación… -¡Pobre hijo! (234).
Ese tormento interior, esa purgación pasiva, que venía de atrás, duró largo tiempo:
23-domingo-1937: Oración mía de esta noche pasada, ante el temor de no cumplir la Voluntad de Dios, y ante las preocupaciones que siento por mi salvación: "Señor, llévame: desde el otro mundo -desde el purgatorio-, podré hacer más por la Obra y por mis hijos e hijas: Tú promoverás otro instrumento más apto que yo -y más fiel-, para sacar adelante la Obra en la tierra" (235).
En medio de la noche del espíritu captaba por todas sus potencias, merced a una vivísima claridad infusa, su ineptitud como instrumento para hacer la Obra, su indignidad por no haber respondido fielmente a su misión, y su miseria como pecador que merece castigo.
De la batalla que estaba librando en las oscuridades de su alma nos llegan, de una nota del 26 de mayo, otras voces sobrecogedoras:
"Jesús, si no voy a ser el instrumento que deseas, cuanto antes llévame en tu gracia. No temo a la muerte, a pesar de mi vida pecadora, porque me acuerdo de tu Amor: un tifus, una tuberculosis o una pulmonía… o cuatro tiros, ¡qué más da!" (236).
Invadía su ser una suprema congoja y, desnudo ante Dios, con confianza filial, proclamaba la primacía del amor sobre la muerte: No temo a la muerte, a pesar de mi vida pecadora, porque me acuerdo de tu Amor. Pero, junto a ese amor divino pervive, místicamente purificado, el amor a la Obra y el amor de paternidad por sus hijas y por sus hijos. Después terminará declarando, por fin, aquellas preocupaciones muy íntimas, muy… suyas. ¡Qué lejos estaban sus nietos valencianos de adivinar lo que le pasaba al abuelo!: siento dudas y congojas horribles, cuando pienso en mi salvación. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Madre!: ¿vais a consentir que me condene? ¡San José, Padre y Señor! ¡Relojerico! ¡San Pedro! ¡San Pablo! ¡S. Juan! (237).
El abuelo dominaba heroicamente esa feroz batalla de los sentimientos, para no resultar llorón en sus cartas. Guardaba para sí las penas y espinas, y procuraba ser ameno, refiriendo a sus nietos sucesos regocijantes. Un tanto ornamentados, eso sí, o con pinceladas propias de la picaresca o de un sainete popular.
Del abuelo a Perico, vía Paco, para todos sus nietos.
Madrid, miércoles, 26 de mayo, 1937:
(Escribía cuando la luz del día acababa de llevarse esa terrible noche de dudas y congojas horribles, en que temía condenarse. Todavía con el ánimo sacudido por el clamor de la muerte, dispuesto a que le pegaran los milicianos cuatro tiros contra un paredón).
Todavía le quedaba un fondo de donaire para recordar a sus nietos alguna entretenida anécdota de aquella noche de insomnio:
el abuelo duerme poco, (voy a ponerme ridículo), y, en las sombras de la noche, rompió el silencio una campanada honda y vibrante, como de reloj controlado en una catedral: era la una: ¡plááámmm!… Y se escuchó, al momento, la voz plañidera y rota de un ente con faldas: "¡pobresita! ¡¡qué solita va!!" (238).
(El Fundador se pasaba muchas noches en blanco y, hasta el fondo del pasillo, le llegaban los silencios y rumores de los asilados. Uno de esos días oyó dar la una en el reloj del vestíbulo y una voz de mujer que acompañaba la campanada solitaria.)
Aquellas tremendas pruebas interiores no le quitaban la paz. Sus cartas son un derroche de buen humor, "una delicia de Dios", dice Paco Botella; no sin agregar que "a través de las bromas y del ingenio de sus palabras, se adivina un sufrimiento enorme, preocupación por todos" (239).
Nunca supieron sus nietos de aquella terrible purificación que atravesó su alma, aunque sí se dieron cuenta del desgaste de su naturaleza. Con ocasión de una visita hecha al Consulado, acompañado de Manolo Sainz de los Terreros, traza Isidoro una estupenda semblanza del Padre: "Ayer estuve con Manolín a ver al abuelo; como hacía ya meses que no lo veía, este peque lo ha encontrado bastante desmejorado. Efectivamente ha adelgazado muchísimo, no le queda de su expresión antigua más que la viveza de sus ojos, pero sigue con el mismo temple de siempre; sus palabras vivifican, infunden vida; es un verdadero revulsivo -que hace despreciar las pequeñas cosas materiales a las que uno, con las múltiples imperfecciones, aún se aferra. Cuando se sale de hablar con él se encuentra uno más ligero, como si le hubiesen quitado algo que le molestaba. Es necesario extremar el cariño y afecto hacia él, ya que él está continuamente pendiente de sus peques; nos pasa revista mentalmente a cada instante. Nos recuerda sobre todo cuando visita diariamente a nuestro gran protector D. Manuel" (240).
Desde su encierro continuaba el Fundador haciendo la Obra en un intenso trato con el Señor, y mediante un apostolado epistolar para el que no era mayor obstáculo la censura, que se saltaba con ingenio y buen humor. Hay una carta, del 29 de abril de 1937, en la que recuerda, a sus hijos del "Levante feliz", la responsabilidad que tienen de hacer el Opus Dei en caso de que él muriera:
Yo espero -espero- que no tardaré en poder abrazaros. Mientras, no os olvidéis de este pobre viejo y, si el viejo -es ley natural- desfilara, a vosotros os toca continuar, cada día con más ímpetus, el negocio familiar. Te digo, en confidencia, (confidencia de abuelo a nieto) que, al verme propietario de tanto hueso desconocido, me encuentro con magnífica salud: y -será lo que sea- pienso que se alargará por años mi vida, hasta ver en marcha, bien colocada, a toda la chiquillería de mis hijos y mis nietos. Pero, ¡pero!, no te olvides de que -insisto- si desfilo, no debéis abandonar por nada mi negocio, que os llenará de riqueza y bienestar a todos. Casi no sé qué escribo. ¿La vida? ¡Bah!… ¡¡La Vida!!
[…] ¡Criotes! Un negocio veo, para un futuro próximo, tan espléndido, que sería bobo pensar que nadie deje la oportunidad de enriquecerse y ser feliz. ¡Con qué razón aseguran que, al llegar a los setenta, ochenta tengo yo, se acentúa la avaricia! Os querría a todos cubiertos por los rayos del Sol, que haga brillar sobre los míos el oro puro, adquirido, bien adquirido, con el esfuerzo de sacar adelante el patrimonio de mi casa.
Mariano: dices muchas tonterías. Es cierto. Pero, genio y figura hasta la sepultura. He sido ambicioso siempre. Lo he querido todo. Y, además, como no me parece camino torcido, por él pienso empujar a mi gente.
¡Ambición! ¡Bendita ambición! ¡Cuántos obstáculos allanas!… Con sed de alturas, dificilillo es meterse en charcas, que son lo contrario: simas. Si me reservo -¡bendita ambición, nobilísima ambición!- para lo grande -y he nacido para lo grande-, sabré -con los auxilios oportunos- no entretenerme en lo pequeño. Dije. No he dicho despreciar lo pequeño, porque esto sería una barbaridad, ya que lo grande, lo más grande, a fuerza de pequeños esfuerzos se logra.
Y luego les notifica, muy veladamente, el serio compromiso contraído con el Señor para desagraviar por deudas propias y ajenas, implorando protección para su negocio:
No sé si sabrás que me metí, por la familia, que es siempre mi debilidad, en un lío económico: empeñado en pagar todas las deudas. No te digo más. Tú no puedes ignorar que también de deudas andaba yo bueno. Así es que se ha unido el hambre con las ganas de comer. Ahora es cuando me veo realmente viejo, sin fuerzas, y… pachucho en todo. Pero, lo dicho, dicho. No me vuelvo atrás. Compadécete tú -y lo mismo los otros nietos- y ayudadme como podáis. ¡Tendría poca gracia que mis ambiciones acabaran en un "crack", o, por lo menos, en una suspensión de pagos! Tiemblo: cuento -creo- con el esfuerzo y los sacrificios de toda mi gente (241).
Dos meses más tarde, interiormente robustecido por las duras pruebas a que le sometía el Señor, tornaba a la gestión de su empresa -su "negocio"-, con redoblado optimismo: Este abuelo vuestro -les escribía el 24 de junio- ha vuelto a tomar las riendas. ¡Qué noticia! Y os aseguro que con más fuerzas que antes de su enfermedad, aunque ahora pese cuarenta kilos menos (242).
No desanimaban al Fundador las adversidades propias de aquellos días, pues la guerra -les decía-, no sólo no entorpece sino que puede dar más intensidad a muchas empresas, si los que las dirigen no se duermen (243).
El Fundador tenía, ciertamente, muchas ganas de dar otro empujón a su empresa divina, y le quemaba la impaciencia, como escribía a los de Madrid:
En cuanto comience a trabajar -que será pronto- voy a renacer.
Conste que el abuelo está satisfechísimo de todos sus nietos, sin excepción. ¿Está claro? Y piensa que ellos sabrán vivir siempre con optimismo, con alegría, con tozudez, con el convencimiento de que nuestros negocios han de ir necesariamente en auge, y con la íntima persuasión de que todo es para bien (244).
¿Era todo realmente para bien? A mediados de junio se enteró de que Pepe Isasa, uno de los miembros de la Obra en la otra zona de España, había muerto en el frente, en abril. Inmediatamente comunicó Isidoro a los demás el deseo del Fundador: que hicieran sufragios por su alma, rezando las tres partes del rosario y ofreciendo la comunión ("El abuelo me dice: comunica a mis nietos que lleven tres ramos de rosas a la Madre de D. Manuel de parte de Pepe y que si pueden almuercen con este buen amigo") (245).
Para el abuelo, la pérdida de este nieto, fue una "noticia agridulce":
El abuelo casi no sabe deciros nada -escribe a los de Valencia-. Un encargo os hice, que también Ignacio (246) os daría: rosas -tres ramos-, sobre su sepulcro: y que visitarais a D. Manuel. ¡A Don Manuel! ¡Qué agradecido le estoy! Mis lágrimas -no me da vergüenza decir que he llorado- no son protesta, por la muerte de mi nieto queridísimo: la acepto; pero os ruego que, conmigo, recomendéis a mis peques para que no se me vaya ninguno más.
Contentos, ¿eh? ¿No os he contado muchas veces que el abuelo tiene una Casa muy grande, donde le esperan una porción de nietos?
Eso es demasiado cómodo. Es preciso quedarse por aquí -y aún hacerse viejo-, para sacar adelante el negocio -¡magnífico! ¡redondo!- que vuestra familia lleva entre manos, desde hace más de ocho años (247).
Era patente que el negocio del Opus Dei, grande y universal, necesitaba mucha gente. El afán apostólico, incontenible, del Fundador desbordaba, aun recluido, todas las fronteras:
Se me pegaron las locas ansias de mi hermano Josemaría -loco, loco de atar; por algo ha estado en el manicomio- y querría corretear este mundo tan chiquitín, de polo a polo, y derretir todos los hielos, y aplanar todas las montañas, y desterrar todos los odios, y hacer felices a todos los hombres, y lograr que sea un hecho feliz aquel deseo de un rebaño y un pastor.
La cabeza parece que va a rompérseme, como un triquitraque. Y milagro parece que tal no suceda. No caben, en cabeza de hombre (en corazón, sí), tantas cosas grandes. Por eso, ¡quién me diera muchas cabezas y muchos corazones, jóvenes y limpios, para llenarlos de ideas y quereres nobles y exaltados!
Aunque no te lo creas, mocoso: no hace media hora, estaba recosiendo un par de calcetines de uno de mis nietos más brutotes. Lo loco no quita el estar en la tierra (248).
Esos grandes vuelos apostólicos de la imaginación, mientras recosía con habilidad los calcetines de uno de sus hijos, le llevaban el pensamiento lejos, a los miembros de la Obra que se encontraban desperdigados. El servicio de Isidoro, como secretario y encargado del despacho de la correspondencia que salía del Consulado, era inestimable en tales casos. Él la enviaba a sus respectivos destinatarios. Las cartas destinadas para el "Levante feliz" (Del Abuelo a Perico, vía Paco, para todos sus nietos) iban a Valencia, a nombre de Paco Botella; luego se mandaban a Torrevieja, donde por largo tiempo estuvo Pedro Casciaro; más tarde las leía Rafael Calvo Serer, convaleciente en Alcalalí, pueblo de Alicante; y luego se guardaban, una vez que todos -entre ellos Chiqui, que estaba preso en la capital levantina- se habían enterado bien de lo que les decía el Padre.
A don Josemaría se le fundía el corazón en las cartas. Y, en una ocasión, Juan Jiménez Vargas, considerando la manera forzada con que había de expresarse a causa de la censura, comentaba: "¡Qué ridículo parecerá esto, con el tiempo!" El ridículo no existe (249), le replicó el Padre. Las confidencias del abuelo eran, para sus nietos, media vida, un tesoro. "Empezamos a hacer la oración con sus cartas", cuenta Paco Botella. Y, una vez meditadas por todos, "las recogía Pedro y se las llevaba para que quedasen guardadas en buen sitio. Y así fue hasta el final de la guerra. En una caja fuerte de un Banco esperaron estas cartas del Padre" (250).
Gracias a su desprecio del sentido del ridículo, mostraba al desnudo el superlativo cariño que sentía por sus nietos. Tanto que Isidoro, al notificar a los valencianos la inmensa alegría de todos al enterarse que Chiqui ya ha salido de la cárcel, añade de su propia cosecha: "No te puedes dar idea de la preocupación del abuelo; ha estado intranquilísimo, verdaderamente su afecto por los nietos raya en delirio, constituye su mayor obsesión y qué responsabilidad para los peques si no se corresponde en la misma forma" (251). El abuelo leía y releía la correspondencia; y volvía sobre lo escrito por sus nietos, hasta el punto de que Álvaro le preguntaba en broma si se iba a prender las cartas con un alfiler en la solapa, para tenerlas siempre a la vista (252).
Chiqui había salido de la cárcel y fue unos días a reponerse a Alcalalí, donde estaba Rafael Calvo Serer. Ambos recibieron carta desde Madrid un mismo día:
Del abuelo a Chiqui, 27-VII-937
Mi muy querido peque: Por el alegrón que me dieron tus líneas, puedes deducir cuánto sentiría que me escribiera Paco y no lo hicieras tú, al darte de alta en el sanatorio. ¡Cosas de viejo!
Mucho he pensado en ti. Te he hecho más compañía de lo que tú piensas. A Don Ángel le importuné de continuo, para que tuviera con mi nieto los cuidados que yo habría tenido. Y más. Supongo que me habrá atendido, y me seguirá atendiendo. ¡Es muy buen amigo mío!
Posiblemente, pronto (va de veras) irá mi hermano Josemaría, con su hijo Jeannot, a nuestro país. Ya haré que te escriba Ignacio, comunicándotelo.
¿Qué tal lo pasaste con Rafa? Es un criote que, por lo que quiere a sus hermanos -siendo tan chico- me ha ganado el corazón (253).
Y la otra carta a Rafael Calvo Serer:
Del abuelo a Rafa. Salud. 27-VII-937
¡Peque! Ahí van unas letras, para ti sólo.
Tus líneas, aunque se ría Alvarote, me las he leído no sé cuántas veces. Ahora puede suceder que te toque a ti el turno de oír las risas milicianescas de estos criotes, que viven con su abuelo. ¡Más mala gente! Bueno: ya sabes que esto no es verdad: son muy rebuenos mis peques.
El cariño que tienes a tus hermanos -¡ese Chiqui!- me ha llegado al alma. D. Manuel y yo te agradecemos, de veras, todo tu natural buen comportamiento. ¡Menudo abrazo te voy a dar, Rafaelín, cuando te pesque!
Ánimo. Que te pongas bueno, aunque tengas úlcera, hasta derrochar salud. Que, si te es posible, veas al Hijo de Dª María diariamente: es un gran Amigo, ¿no?
Que te acuerdes mucho de la familia (el abuelo no se atreve a decirte que te acuerdes de él), y que adquieras, cada vez más, las características de nuestra sangre.
Todos te abrazan fuertemente, conmigo
Mariano (254).
* * *
Saltaba a la vista que aquella empresa necesitaba mano de obra. Y los pocos trabajadores que tenía, precisaban de cuidados. Esto lo echó de ver el Fundador desde la inmovilidad de su refugio. Como padre de familia, tenía que velar por los suyos o acudir a doña Dolores, para que atendiera a los que andaban sueltos por Madrid, sin hogar y sin una mano femenina para coserles o arreglarles la ropa. Mamá, acuérdate de que eres la abuela de mis hijos (255), le decía por escrito.
También era consciente de que la tempestad de la guerra le había barrido gran parte de las primeras mujeres de la Obra: Creo que me falta un nieto -mi Pepe- y no sé cuántas nietas, reflexionaba con dolor (256). Entre el puñado de mujeres que habían pedido la admisión en el Opus Dei solamente logró localizar a una de ellas, a Hermógenes, encargando a Isidoro que le dijese que, caso de ver ella a las otras, les pidiera oraciones; pero que no les diera su dirección, para evitarles riesgos e intranquilidades (257). En estas circunstancias excepcionales vino, sin embargo, una nueva vocación femenina, tramitada por correo y con censura de guerra.
Lola Fisac tenía un hermano, llamado Miguel, que siendo residente en Ferraz había pedido la admisión en la Obra. Ahora se hallaba escondido en casa de sus padres, en Daimiel, un pueblo de la Mancha. Don Josemaría le enviaba allí las cartas a través de Lola. Fue Miguel quien tomó la iniciativa de proponer a la hermana su posible vocación a la Obra. Y, luego, fue el Padre quien hizo reconsiderar a Lola esa posibilidad (258), insistiendo ante el Señor (Don Manuel, Manolo) para que le concediera la vocación a la Obra, como le escribe en la víspera de la fiesta de la Visitación de Nuestra Señora; agradeciéndole, de paso, los envíos de comida que hacía desde Daimiel:
Del abuelo, para Lola, desde ¡Tegucigalpa!, a 1 de julio, vísperas del santo de mi Madre. -1937.-
Muy querida peque: ¡Si vieras cómo agradezco tus reiteradas atenciones! -Nada, nada: es imposible que Manolo no haga por enamorarte, para cumplirme el deseo, cada día más eficaz, de que formes parte de mi familia.
Cree que lo espero. Y perdóname que te hable con tanta franqueza, ¡son los años…, y el cariño que, por todos vosotros, siento! Perdonado, ¿no? (259).
Pronto accedió el Señor a su deseo, porque dos semanas más tarde le escribía el Fundador: Nada, pequeña: encantado de llamarte nieta (260).
Y al mes siguiente, una vez que Lola tuvo tiempo de reposar su decisión, le escribió de nuevo:
Para mi nieta Lola
Querida peque: el abuelo, con tus obsequios, se va a dar a la gula. No te digo más. ¡Qué ricos, los "sequillos"! Se chupa los dedos… hasta Jeannot, con sus grandes narizotas doctorales.
Don Manuel… Me callo. Nada más una pregunta: ¿cómo va ese enamoramiento? Y otra: ¿de veras, de veras que le prefieres a todos, y quieres -con querer eficaz- formar parte de la familia de este abuelo?
Perdóname, peque: ¡los viejos somos tan preguntones! Además pienso que ya te habrán dicho que Mariano es amiguísimo de que le hagan confidencias: y, en particular, confidencias de Amor.
Supongo que te pondrás colorada, para contestar. Como no lo voy a ver, ¡qué importa! Además tienes un recurso: Decirme: "abuelo, a su pregunta, le respondo que sí". Francamente, Loli, no me cabe en la cabeza que sea que no. Conque…, ya lo sabes: espero que comiencen tus confidencias.
Cuando hablo con Manolo, le recuerdo a tus papás y a toda tu familia. Esto, a diario. Pero, si te nombro a ti, siempre le digo igual: de ti depende exclusivamente hacer realidad nuestras charlas. ¡Ah!, no me olvides que en mi casa hay mucho trabajo, y trabajo duro: de piedra de sillería: es el comienzo, los cimientos. Sin embargo, también hay algo, que no se encuentra en ninguna parte: la alegría y la paz; en una palabra: la felicidad.
Vaya, acabo, por hoy. Cariñosos abrazos a tus papás, y no te olvides de tu abuelo. - Mariano (261).
* * *
Al llegar la hora de acostarse, cuando al fin se calmaba el barullo -en esta soledad, de que gozamos, tan excesivamente acompañada (262), como decía el abuelo-, charlaba éste con Álvaro, tumbado en la colchoneta de al lado, del "negocio familiar". ¿Qué le decía?
Por entre los trazos, amplios y vigorosos, de una carta del abuelo a los de Valencia, corren intercalados, como por un surco, los renglones con letra menuda de Álvaro, hablando del negocio familiar:
"Nos hemos llevado un alegrón enorme con la noticia de Chiqui. ¡Qué ganas de que nos reunamos todos y, todos juntos, durante una temporada, nos desempolvemos bien! Nos vendrá, seguramente, de perillas; y quizá sea -no lo sé- necesario para emprender con bríos nuevos el negocio que el abuelo, con nosotros, tiene entre manos. Por las noches, cuando los demás están aún levantados, el abuelo y yo, tumbados en las colchonetas extendidas, charlamos sobre todas estas cosas de familia.
Verdaderamente que las circunstancias dificultarán el desarrollo del negocio. Todo serán inconvenientes. La cuestión económica, la falta de personal: todo. Sin embargo y a pesar de sus años, el abuelo no se deja llevar nunca del pesimismo. La falta de pesetas le tiene -nos tiene a todos- sin cuidado. Todo está en que se trabaje con mucho ánimo: éste y la mucha fe en el éxito todo lo vencen. Esto dice el pobre viejo. Pero lo que siente mucho -sentimiento compatible con la esperanza que le anima-, es la falta de personal. Contando con todos los de la familia, hay muy pocos, ¡qué no será, por lo tanto, si aún de esos pocos, alguno muere o queda inútil para el negocio! […] Y desde ahora, para cuando se pueda trabajar, tener la decisión firmísima de estar muy unidos al resto de la familia y, sobre todo, a D. Manuel y al pobre abuelo. ¡Bien se lo merece! Es, además, perfectamente lógico. Sin una adhesión ciega a los que, en cualquier asunto, hacen cabeza, es imposible que se llegue a buen resultado. No os quejaréis; que, estando tan lejos, os enteráis de las conversaciones que, ya en las camas, tenemos el abuelo y yo" (263).
Trabajos y responsabilidades eran un saludable remedio para el Fundador, que se olvidaba de sí mismo para vivir el dicho evangélico: "non veni ministrari, sed ministrare", que libremente traducía por: no he venido a dar la lata, sino a aguantarlas (264).
Era responsable de seis bocas con sus correspondientes estómagos (265). Y, a la larga, tuvo que rendirse a la evidencia del hambre; si no por él, al menos por la gente joven que con él convivía. Venciendo su repugnancia a tratar cuestiones de comida, reconoció por fuerza el imperio del hambre en Madrid. Como pobre vergonzante, tímidamente, mendigaba alimento para los suyos. Tal es el tono de una breve nota a Isidoro: Si os fuera posible, os agradeceré que me traigáis algo de comer: porque hace hambre, en estos días. Si no es posible, no os preocupéis. Paciencia. Ya vamos acostumbrándonos (266).
Isidoro, que había recibido la nota anterior por medio de los hermanitos de Álvaro, que la habían sacado del Consulado, le contaba al día siguiente: "De comestibles para poder llevar estamos muy mal, pues ni fruta hay en estos días. Cuando se reciban los embutidos que anuncian de Daimiel los enviaremos […]. El jamón que se acompaña lo ha enviado Pedro. El vino lo dan con cuentagotas" (267). No os preocupen los comestibles, responde a esta nota. Ya apretaremos el cinturón un punto más. Por cierto: voy engordando. Creedlo (268).
El vino que le procuraban era muy escaso; y hubo días en que no pudo celebrar misa porque estaba avinagrado. Eso era peor que cualquier hambre: El abuelo, sería feliz, si tuviera vino, escribía a los de Valencia. No soy borracho, pero como a D. Manuel le gusta, yo quería tenerlo […]. ¡Pobre abuelo, que no tiene vino, para su estómago enfermo! De las mil privaciones, es la que más me cuesta (269).
De Levante o de Daimiel enviaban, de cuando en cuando, comestibles a los de Madrid. Pero, con el rigor de los ayunos y penitencias, el abuelo se iba quedando en los huesos, aunque conllevaba su flaqueza con buen humor y optimismo, definiendo ante los nietos sus tristes carnes como: este cuarto de kilo de mojama, que es vuestro abuelo (270). Sin duda, continuó enflaqueciendo porque Isidoro, que le veía con frecuencia, contaba alarmado a los de Valencia: "ha adelgazado una cosa atroz. Él lo toma a risa: es sólo la sombra de lo que era" (271).
* * *
El 24 de julio de 1937, a los doce meses de haberse incautado los anarquistas de la Residencia de Ferraz (ahora inhabitable, pues tenía un nuevo impacto de proyectil en el tercer piso y otro en el tejado), enviaba Isidoro por escrito al Fundador sus reflexiones sobre el año transcurrido: "Dice Juan, y con razón -admite Isidoro-, que hay que rectificar con hechos las barbaridades que se han cometido en este año pasado. Soy el primero en reconocerlo" (272). Punto de vista con el que estaba plenamente de acuerdo con ambos el Fundador al comentarles: Es que hemos sido, durante un año, demasiado candorosos (273). Las experiencias acumuladas con motivo de la evacuación les confirmaron que estaban en manos de Dios, según escribió ese mismo día a Lola Fisac:
¿La marcha de Josemaría? ¡Quién sabe! Como no lo arregle D. Manuel, que es tan influyente, con el cónsul de su país, va para largo. Ya te dije otra vez, que es el cuento de la buena pipa (274).
También en ello estaba de acuerdo Isidoro, que informaba a Pedro Casciaro sobre este asunto: "unas veces parece que su evacuación se toca con las manos y otras hay que ver las posibilidades con telescopio de gran aumento. Ahora estamos, en una fase telescópica" (275). En suma, habían sido tantos los intentos fallidos en sus tratos con el mundo diplomático que el abuelo, desengañado, estaba dispuesto a abandonar la Legación de Honduras como fuese. Impaciente por ocuparse del negocio -hacer su apostolado-, incluso se fijó un plazo: A fines de mes -a primeros de agosto- será cosa de salir, sin vacilar (276).
Por aquellos días estaban ya en marcha unas gestiones con el fin de obtener un pasaporte argentino para don Josemaría, siendo necesaria la presentación de la correspondiente partida de nacimiento. Como Isidoro acababa de recibir dos partidas, pensaron que, convenientemente retocadas y cambiando los nombres, les servirían al Padre y a Juan para solicitar los pasaportes. El sábado 31 de julio salieron éstos con Isidoro a la calle para hacerse las fotos. Y, al día siguiente, encargaron a Carmen que les confeccionase unos brazaletes con los colores nacionales de la República Argentina, igual que el de Isidoro (277).
También por aquellas fechas consiguió Tomás Alvira, un amigo de José María Albareda, una partida de nacimiento de otro argentino, con la idea de obtener un pasaporte y salir de España como súbdito extranjero; pero, en conversación con Isidoro, decidieron de común acuerdo que mejor sería servirse de esa última partida para proporcionar un pasaporte al Padre. Borraron primero con un líquido los datos personales, pero el papel se arrugó de tal modo, que hubo que pasar por encima una plancha caliente. Luego, con una máquina de escribir del mismo tipo de letra que el de la partida, rellenaron el espacio borrado con los datos de la filiación del Padre y la entregaron en el Consulado. Había que volver, a los tres o cuatro días, a recoger el pasaporte.
Entretanto los líquidos corrosivos habían producido unas acusadoras manchas en el papel; de manera que cuando se presentó allí personalmente el interesado, el Cónsul (o acaso un Secretario de Embajada) le recriminó su acción. Reaccionó prontamente don Josemaría y le replicó: Soy abogado y soy sacerdote. Dadas esas circunstancias, como abogado lo defiendo y justifico, como sacerdote lo bendigo (278). Le dieron excusas, pero no el pasaporte.
Aceptó el sacerdote sin tragedias esta contradicción, a juzgar por lo que escribe a Isidoro: Estoy muy conforme, encantado, -créelo (279). Y acto seguido, a los dos días del fracaso de la borradura, daba un encargo muy concreto a los de Madrid: que todos mareen a D. Manuel; y lo mismo a los de Valencia: que deis la lata a D. Manuel, para que, si conviene, le arreglen la salida, como evacuado, a nuestro país (280).
El terrorismo incontrolado de las milicias revolucionarias, aunque no había desaparecido, había disminuido considerablemente (281). Santiago vivía ahora con su madre y hermana, y circulaba libremente por Madrid, vestido con un mono y provisto de dos carnets, uno de anarquista de la C.N.T. y otro de una academia del Socorro Internacional. También Isidoro había conseguido de su Embajada un certificado de trabajo, imprescindible para poder justificar su permanencia en Madrid.
Otro asunto de vital repercusión, como era el de los comestibles, estaba en parte resuelto, gracias a la generosidad de los de Levante y de Daimiel. Como decía Isidoro, "casi hay que comer por correspondencia" (282). Los paquetes postales o los envíos por cosario eran pequeñas cantidades para muchas bocas, pero algo remediaban.
El 20 de agosto, con el paquete de comestibles, le llegó a Isidoro una carta de Daimiel "Para el abuelo". Era una contestación, breve y teñida de rubor, a las preguntas de dos semanas atrás; y decía así, ni más ni menos: "Abuelo a sus preguntas le respondo que sí, le prefiero de veras sin género de duda a todos y me considero muy feliz de formar parte de su familia. No le olvida su nieta. -Lola" (283).
No podían faltar unas palabras de gratitud por parte del abuelo:
Para Lola
Muy querida peque:
Me alegró de veras tu última carta. Más, desde luego, que el jamón: y eso que el jamón -me lo preguntas y te contesto- es el más rico que hemos comido por estas latitudes. Agradecidísimo. Ahora, te lo cuento en secreto, me toca ponerme colorado a mí: no hay derecho a vivir de gorra, como yo hago. En fin… Don Manuel es buen pagador.
Sin embargo, no quiero abusar: ya has hecho demasiado por este pobre abuelo.
Saluda cariñosamente a los tuyos, y recibe un abrazo de
Mariano
22-VIII-937(284).
A pesar de las muchas tentativas, continuaba sin resolverse la salida de don Josemaría, que decidió dejar el refugio e irse a vivir con su madre, a la calle Caracas, provisto de un certificado de enfermo extendido por el Dr. Suils (285). Pero las cosas se embrollaron. Era preciso estar antes en posesión de un carnet sindical y de un certificado de trabajo para que el "comité de casa", que controlaba las idas, venidas y estancias de los residentes, le autorizase a residir allí (286). El plan de evacuación de Juan, en cambio, marchaba bien enfocado. Pero, al final, también se torció. "Cualquiera se creería -comenta Isidoro- que D. Manuel no desea que se marche, pero a pesar de ello seguimos haciendo gestiones en otros sentidos" (287).
Esa misma semana -era a finales de agosto- apareció Chiqui en Madrid. Y tuvo suerte, el gran pícaro -escribe el abuelo a sus nietos-, porque le di el estupendo desayuno de Don Manuel (288). (Recibió de manos de don Josemaría la Sagrada Comunión).
Aquel constante insistir y buscar remedio, tan pronto fallaba una diligencia, tuvo al fin éxito. Don Josemaría daba vueltas en la cabeza sobre el modo de procurarse documentación a prueba de controles policiales y militares, hasta que terminó ocurriéndosele una nueva idea. Y, ¿si el Cónsul le diera un certificado de trabajo como contable del Consulado? (289).
Tenía sus dudas sobre si accedería a ello D. Pedro Jaime de Matheu; pero consiguió convencerle. En aquel reino del hambre se le nombró nada menos que Intendente y se le proveyó de un documento en el que el Cónsul General de la República de Honduras certificaba lacónicamente: "que José ESCRIBÁ ALBÁS, de 35 años, soltero, está al servicio de esta Cancillería como INTENDENTE" (290).
Debajo de una foto, en traje oscuro y con corbata, viene la "Firma del interesado y huella digital derecho". (El interesado -José Escriba- dejándose llevar de un arranque espontáneo firma: "Josemaría Escrivá". Cuando se dio cuenta de su error era ya demasiado tarde. Y, por primera y última vez en su vida, se vio obligado a corregir la v de "Escrivá" con una b de aparatosa prestancia. Pero, ¿a qué preocuparse de la firma si todos aquellos papeles -los certificados del doctor Suils y del Cónsul- eran más falsos que Judas?)
Gozoso de no ser ya un indocumentado y poder salir a la calle, escribe a los de Daimiel dispuesto a inaugurar las funciones de su cargo; sin olvidar, por encima de todo, que podría llevarles la Sagrada Eucaristía:
31-VIII-937
Querida nieta: te comunico que mi hermano Josemaría ha sido nombrado "Intendente" del Consulado General de Honduras. Naturalmente, tiene a su cargo el aprovisionamiento del Consulado. Y se le ocurre que, si ahí se le proporcionaran, en cantidad, judías, garbanzos, lentejas, aceite, harina, etc., él -Josemaría- emprendería gustoso el viaje a Daimiel (acompañado por D. Manuel) en un coche oficial del Consulado. Ved, pues, si hay posibilidad de comprar, en ésa, las vituallas que indico: y, si es posible, decidme precios y cantidad de cada cosa que se podría adquirir. Si no es cantidad algo notable, S. E. el Sr. Cónsul no se decidirá a que se haga el viaje.
¡Qué alegría, si Josemaría os ve!
Esperando tu contestación, os abraza
Mariano (291).