El Fundador del Opus Dei

"El que ama la Voluntad de Dios"

1. Muerte de la Abuela
2. Aprobación de la Obra como Pía Unión
3. Los sucesos de Barcelona
4. El Opus Dei: actualidad palpitante
5. El trabajo de don Leopoldo como Pastor
6. Visión panorámica
7. Un dicho de santos
8. El bisturí de platino
9. El primer centro de mujeres

1. Muerte de la Abuela

Al Fundador, hecho a contemplar serenamente las adversidades, no le alteraban ni obstáculos ni tropiezos en la carrera de la fundación. Por de pronto, pensaba que Dios y el tiempo los resolverían, si ponía de su parte el esfuerzo necesario. Sabía aguardar y, además, ¿no tenía la Obra siglos por delante? Junto a este confiado abandono en la Providencia, había también en su naturaleza un impetuoso resorte de efectos fulminantes. Tales urgencias le brotaban de su arrebatado amor de Dios y de la acuciante responsabilidad con que vivía, a diario, su misión. Pero, se mire por donde se mire, la armonización de factores tan dispares en su persona no es, por supuesto, operación fácil de explicar.
Desde los primeros años, don Josemaría trabajó con sacerdotes y jóvenes estudiantes, con obreros, con menestrales y artistas, sin que dejara de sentir la necesidad de buscar almas entre las mujeres (1). Y mucho tiempo pasó hasta que vinieron las primeras vocaciones. De forma que, cuando anotó en las Catalinas ese venturoso suceso, con la fecha del día -14 de febrero de 1932-, cayó en la cuenta de que hacía justamente dos años que el Señor le había pedido trabajar también con mujeres. Así, de prisa pero sin prisas, fue saliendo este apostolado.
Don Josemaría, como va dicho, confiaba la dirección espiritual de esas mujeres a algunos sacerdotes del grupo que le seguía, aunque nunca llegaron éstos a captar el espíritu de entrega a Dios en medio del mundo. Por fuerza de las circunstancias -tres años de aislamiento durante la guerra civil-, en sus almas se había operado un fuerte cambio de orientación, en lo concerniente a la vida interior. En aquel azaroso período se interrumpió la formación que habían recibido por parte del Fundador, siendo sustituido el vacío por una espiritualidad muy alejada del carácter secular propio de la Obra. En realidad el fallo, como indica el Fundador, había de achacarse a los sacerdotes encargados de atender a esas vocaciones de mujeres: de tal modo -escribe- que tuve que prescindir de ellas en 1939 (2), por el bien de la Obra y de sus propias almas. Fue, para ser preciso, el 28 de abril cuando comunicó a una de ellas, a Ramona Sánchez, sus proyectos de prescindir inexorablemente de todas las chicas; y de que debían seguir otro camino, religiosas o el matrimonio, encargándole que lo dijese de su parte a las otras (3). Después -cuando ya habían dejado la Obra- ayudó a algunas, a las que quisieron, a entrar en Congregaciones religiosas. Así, don Josemaría se determinó a empezar ex novo.
La consecuencia de aquella renovación fue que una de las dos vertientes de la Obra, la de las mujeres, quedó en blanco, salvo una excepción: Lola Fisac. Lola había pedido la admisión en mayo de 1937, cuando el Fundador estaba refugiado en el Consulado de Honduras. Al salir de su refugio con su flamante nombramiento de Intendente General del Consulado, don Josemaría pensó seriamente en hacer un viaje a Daimiel, el pueblo de la Mancha en que se encontraba Lola. Tenía la intención de llevarle el Santísimo para que comulgasen ella y su hermano, que también estaba escondido en la casa. Pero se precipitaron los acontecimientos y no pudo realizar el viaje hasta que la guerra hubo concluido.
Dos años más tarde vería cumplido su deseo. El 18 de abril de 1939 salió el Padre para Daimiel y durmió en casa de los Fisac, donde se le preparó, lo mejor que pudieron, un dormitorio en el salón de la casa, con un gabinete para trabajar o recibir. En cuanto a la misa, todas las iglesias del pueblo estaban cerradas al culto. Habían sido saqueadas o profanadas. Solamente un sacerdote pudo escapar a la matanza de clérigos y religiosos. Este sacerdote guardaba en su casa un juego de ornamentos y tenía altar portátil. Allí celebró misa don Josemaría, al día siguiente de su llegada, por las intenciones de la familia Fisac.
El 20 de abril tuvo Lola una detenida conversación con el Fundador. Cuando acabó de referir los pormenores de su vida, el Padre, sentado en su escritorio y armado de papel y pluma, fue trazándole un plan de vida. Encabezó una cuartilla con la invocación: Sancta Maria, Spes nostra, Ancilla Domini, ora pro nobis!, y empezó anotando lo referente a la oración: media hora, a hora fija, por la mañana. Siguió luego por la presencia de Dios, dedicando cada día de la semana a una devoción. A continuación: la lectura espiritual, con la Historia de un alma de santa Teresita. Añadió además el rosario y los exámenes diarios: el general sobre las obligaciones con Dios y con el prójimo; y el particular, para vivir mejor la presencia de Dios, y acabar a conciencia el trabajo emprendido. Finalmente: hacer siempre comuniones espirituales y actos de amor y desagravio.
Estas instrucciones por escrito las cerró don Josemaría con una breve recomendación: Vive la Comunión de los Santos; y con un consejo: que no dejase de escribirle a Madrid cada ocho o diez días (4). Ese año de 1939 Lola fue a Madrid en varias ocasiones. La primera, el 22 de mayo, cuando pasó unos días con unas parientes que vivían en la calle de Santa Isabel, frente por frente del Patronato. Durante esa estancia charló de nuevo y se confesó con don Josemaría y comenzó a intimar con Carmen y doña Dolores.
Eran de esperar, lógicamente, las primeras dificultades de aquella mujer, aislada en el pueblo:
Jesús te guarde, le escribía don Josemaría
Quédate tranquila: vas bien.
¡Sobre la nada edifica siempre el Señor! Todos los instrumentos le hacen falta: desde el serrucho del carpintero a las pinzas del cirujano. ¡Qué más da! La gracia está en dejarse emplear.
Frío o fervor: lo interesante es que la voluntad quiera: es -debe ser- para ti indiferente el fervor o el frío.
Te bendigo
Mariano (5).
Cuando de nuevo volvió a Madrid, en la segunda mitad de septiembre, don Josemaría se había trasladado ya de Santa Isabel a la Residencia de Jenner. Lola sintió entonces la alegría, y la tranquilidad de espíritu, de ver algo en marcha, de palpar algo tangible. Una realidad, en fin, que no estaba hecha de promesas evanescentes.
Cuando estuvo por tercera vez en Madrid, poco antes de la Navidad del 1939, se quedó a vivir con doña Dolores en el piso de Jenner. Días inolvidables y gratos, sin más acontecimientos que el trajín del piso, las faenas de servicio doméstico y la compañía de la Abuela.
Los residentes, en vísperas de Navidad, preparaban el "nacimiento" en el piso de arriba y, de tarde en tarde, bajaban a pedir algo a la Abuela. Doña Dolores, recordando viejos tiempos, de cuando el marido ponía el nacimiento ayudado por los críos, les decía aquello que su hijo recogió luego en Camino: Nunca me has parecido más hombre que ahora, que pareces un niño (6).
Lola conoció entonces a Amparo Rodríguez Casado, otra joven que también pertenecía a la Obra y procedía del grupo de muchachas a las que don Josemaría atendió espiritualmente en Burgos. Un día expuso el Fundador a estas dos hijas suyas el panorama apostólico de la Obra, es decir, el que tenía en su cabeza. Se lo describió a grandes rasgos, haciéndoles comprender que no se trataba de castillos en el aire, sino de algo firme y objetivo. Y lo pintó con tal viveza y entusiasmo -dice Lola- que "nos pareció sobrecogedor y precioso. Me asustó un poco" (7).
(En los Apuntes de 1939 hay tremendos huecos de uno, dos y hasta de tres meses entre anotación y anotación. Tan solitarias notas entre tan considerables trechos imponen respeto al lector, porque, indudablemente, se trata de hitos importantes. Así, en una nota de finales de 1939 se lee: Mi preocupación son ellas. Bueno: mi primera preocupación soy yo mismo) (8).
Ese año de 1940 se le hizo muy largo a Lola. Cuando regresó de Madrid al pueblo, con el deseo encendido, pero un tanto preocupada por el panorama exigente que el sacerdote le había hecho entrever, le entró, en medio de la forzada ociosidad, una irritante impaciencia por arrancar, de una vez, en las tareas apostólicas. Urgencias que el Fundador le calmaba por carta:
¡Jesús te guarde!
Esa impaciencia por la labor es agradable a Dios siempre que no te quite la paz. Procura que te sirva de acicate, para buscar la presencia del Señor en todo: y así es seguro que contribuirás a acelerar la hora.
Únete a las intenciones del Padre: no olvides el valor inmenso de la Comunión de los Santos: de este modo no podrás decir nunca que estás sola, puesto que te encontrarás acompañada por tus hermanas y por toda la familia (9).
El Padre no permitía que se apagase el divino entusiasmo en aquella alma. De manera que, alternando prudentemente el reposo con el estímulo, mantenía la llama de la esperanza. Tres semanas más tarde, en el aniversario de la fundación de mujeres, volvía a insistir:
No me pierdas la paz por nada. Es preciso no dejarse llevar de los nervios (10).
Al mes siguiente:
Tranquila. Tranquila, con alegría y paz. Éste es el santo y seña (11).
(Aquel sacerdote, además de mucha paciencia, tenía la vista puesta en lo alto, esperando que el Señor le sacase de apuros, como registra en sus Apuntes:
Miércoles, 8 de mayo de 1940: Se han pasado unos meses sin escribir Catalinas. No es extraño, porque llevo una vida de ajetreo que no da tiempo a nada.
[…] Mi gran preocupación es la parte femenina de la Obra) (12).
De pronto se produce el cambio tan esperado. El 10 de mayo el Padre escribe a Lola anunciándole la llegada a la Obra de nuevas mujeres: Ya te contará Amparito que aumentó la familia. ¡No te digo nada cuando -¡muy pronto!- se tenga la casita… (13). Y el 21 de junio de 1940 anota escuetamente: La rama femenina -laus Deo!- va marchando (14). (Con un paso, al parecer, lento y trabajoso, como si el Señor quisiera probar la fe y la tenacidad del Fundador). La tan deseada "casita" no se abrió hasta el otoño. Era un pequeño piso alquilado de la calle de Castelló, que instalaron las mismas chicas que iban por allí, con los pocos enseres que consiguieron de casa de sus padres. Don Josemaría se puso enseguida a dar clases de formación a ese grupo de mujeres jóvenes. Eso duró poco. Duró hasta el 6 de diciembre, porque, como refiere Lola Fisac, "hubo de levantar pronto el piso: la juventud del Padre y la nuestra, suscitaba curiosidad en el vecindario" (15). Punto sobre el que no transigía el sacerdote.
La razón para dejar el piso, según Lola, eran las posibles habladurías de la vecindad. Y, al decir del Padre, que lo supo por doña Dolores, las chicas de San Rafael, en el "piso que tenían, en vez de hablar de apostolado, se dedicaban a hablar de novios" (16). Al menos algunas. Eso ya era otra historia.
Pero lo peor del caso consistía -y esto lo ignoraba Lola- en que venía lloviendo sobre mojado y que el sacerdote, y su Obra, se hallaban expuestos a que les cogiese el grueso del chaparrón, que no había acabado de descargar. El chaparrón de susurraciones y calumnias que, en el otoño de 1940, estaba cebándose en la honra del Fundador, y se anunciaba borrascoso. Se ha tocado el asunto, pero he aquí, sin recargar demasiado las tintas, una catalina que nos sitúa en el ambiente de aquella temporada:
Día 16 de Septiembre de 1940: Ayer por la mañana estuve con el Vicario General, para tenerle al tanto de estas tribulaciones. Casimiro me animó y me dijo: "Aún vendrá más y quizá sobre el sexto. Pero no te preocupes. De S. Ignacio, entre mil calumnias y con la oposición de prelados y hombres doctos contra la Compañía, llegaron a decir que sacaba las mujerzuelas, con mal fin, de sus casas. No me extrañaría, por tus trabajos sacerdotales, verte algún día en la cárcel. Todo es muy buena señal" (17).
Enseguida se efectuó el traslado, del mobiliario y de las reuniones, del piso de Castelló a una habitación de la casa de Diego de León 14. Era éste un palacete donde hubo que hacer obras. Aparte de la familia de doña Dolores, que había dejado Jenner junto con don Josemaría y Álvaro del Portillo, muy pocos vivían en ese edificio, frío e inhóspito en la temporada de 1940-41, pues no encendían la calefacción. Por las tardes, las mujeres, con separación absoluta, solían reunirse en una habitación de la planta baja para trabajos de costura y confección de ornamentos destinados a los nuevos oratorios. El Padre pasaba algunos ratos con ellas, haciéndoles indicaciones sobre el trabajo profesional que traían entre manos o dándoles criterio sobre el espíritu de la Obra. En aquel cuarto, cuatro mocosas y un pobre cura, como les decía don Josemaría, estaban echando los cimientos de un camino que se encontrarían hecho las que vinieran más tarde (18).
Del 10 de diciembre en adelante, solía dirigirles con frecuencia la meditación, preparando a ese grupo de mujeres para su futura incorporación a la Obra. Pero le ocurrió con ellas algo parecido a lo de ciertos estudiantes antes de la guerra: que, sin previo aviso, desaparecían como por ensalmo.
Doña Dolores y Carmen asistían, muy frecuentemente, a la tertulia de trabajo de las chicas (19). Sobre todo la Abuela, que sabía escuchar y pocas veces intervenía (20).
Vivía la señora en una habitación del primer piso, que daba al chaflán de la calle de Diego de León con la de Lagasca. Tenía el cuarto un amplio mirador de cristalera y una mesa camilla en la que solía hacer su vida de trabajo, siempre dedicada a coser, a hacer punto o a leer. Nunca ociosa. Así la conocieron aquellas primeras mujeres de la Obra que en los años treinta habían ido por Santa Isabel. Así la veía Ramona Sánchez, una de las primeras, que aconsejada por don Josemaría se hizo Hija de la Caridad en 1940: "una gran señora, siempre sonriente y cordial, que pasaba días enteros dedicada a coser tanta ropa, y bastante vieja, de los chicos que ayudaban al Padre" (21). Eran aquellos los tiempos de la Residencia de Jenner; y doña Dolores perseveraba todavía en ese humilde servicio.
En raras ocasiones invitaba don Josemaría a algún amigo o conocido a almorzar en el piso de Jenner. Luego, con más frecuencia, fueron no pocos prelados y otros huéspedes distinguidos los que pasaron por el comedor de Diego de León (22). En tales ocasiones presidía la mesa la Abuela, como señora de la casa; y su nerviosismo, ante los elogios de los Obispos o invitados de rango, se delataba por el rubor de la cara. Tenía el cutis muy blanco y el cabello era todo de plata, de manera que resaltaba aún más su dulce sofoco. "Hoy vienen invitados -decía de antemano a Lola Fisac-. Lo que más siento es que me pongo colorada como si tuviera quince años" (23).
Entre los frecuentes viajes de don Josemaría para predicar fuera de Madrid y sus muchas ocupaciones cuando estaba en la capital, ocurría que pasaban semanas enteras sin que doña Dolores viese a su hijo, aunque vivieran bajo un mismo techo. La señora resolvía su pena con un leve suspiro: "Hoy no he visto a mi hijo, decía a Lola. Aún no le he visto. Tiene tanto que hacer… Nada; no ha venido" (24). A veces era mejor que fuese así, porque en esa temporada de invierno y primavera de 1941 don Josemaría estaba recibiendo golpes muy duros. Al enterarse la Abuela de tanta calumnia y espina, sufría y rezaba, y saludaba al hijo con un compasivo: "Hijo mío, no tienes un día sano" (25). Al menos, la Abuela tuvo el gozo, ya muy al final de su vida, de ver la Obra oficialmente aprobada por el Obispo de Madrid.
Era mujer sana, trabajadora y resistente. Muy pocas veces guardó cama. No se le conocían otros achaques que los del reuma, aunque, indudablemente, quedó muy disminuida de bríos a causa de las penalidades de la guerra (26). Salía muy poco de casa. Tan sólo a misa o a hacer alguna compra. Excepcionalmente, un día de primavera, alrededor del 12 de abril, sus nietos la llevaron de excursión a El Escorial. Al día siguiente tenía fuertes dolores de cabeza y se le declaró una ligera afección de bronquios. Luego le vinieron altas fiebres y la enfermedad siguió su proceso normal. Con todo, los dos médicos que la atendían, Juan Jiménez Vargas y otro colega, no estaban demasiado preocupados por la suerte de la paciente (27).
Por aquel entonces don Josemaría había sido invitado por el Obispo Administrador Apostólico de Lérida, Mons. Manuel Moll, a dar una tanda de ejercicios espirituales a los sacerdotes de la diócesis (28). Como se acercaba la fecha de su partida, consultó a los médicos sobre el estado de su madre. Éstos le tranquilizaron. La evolución de la enfermedad indicaba mejoría. De manera que el 20 de abril el sacerdote se despidió de su madre, rogándole que ofreciese sus molestias por la labor que iba a hacer en ese curso de retiro. Doña Dolores, desde la cama, cuando su hijo salía de la habitación, dejó escapar a media voz un "¡Este hijo!" (29). Como si presintiera la hondura del sacrificio que se le pedía.
A pesar de que Álvaro avisó al Padre por teléfono a Zaragoza que su madre continuaba mejorando, don Josemaría abrigaba una vaga corazonada del sacrificio que, también a él, se le pedía. Tan pronto llegó al seminario de Lérida, se dirigió al Sagrario con esta oración: Señor, cuida de mi madre, puesto que estoy ocupándome de tus sacerdotes (30). Luego, se fue a su cuarto y, todavía con un triste presentimiento, escribió al Vicario General de Madrid:
Acabo de llegar a Lérida, y me remuerde la conciencia, por no haberte dicho que venía a dar una tanda de ejercicios a Sacerdotes. No hubo tiempo material de verte. Sólo hablé con Lahiguera.
Dejé a mi madre, en Madrid, bastante enferma. Pide al Señor, para que, si es su Voluntad, no se me la lleve aún: me parece que Él y yo la necesitamos en la tierra (31).
Veinticuatro horas más tarde, repentinamente, la enfermedad de la Abuela se agravó, con todos los síntomas de pulmonía traumática. Se le llevaron los últimos sacramentos y en la madrugada del 22 de abril entraba en lenta y plácida agonía. Hasta el punto que "la mañana antes de su muerte -cuenta Santiago Escrivá de Balaguer- yo entré en su habitación a despedirme para ir a la universidad, como todos los días" (32).
Agonizaba la Abuela cuando don Josemaría estaba preparando una plática para los sacerdotes en el seminario de Lérida, con la intención de tocar el papel que ha de desempeñar la madre del sacerdote en la vida de su hijo, como él mismo refiere:
A mitad de los ejercicios, a mediodía, les hice una plática: comenté la labor sobrenatural, el oficio inigualable que compete a la madre junto a su hijo sacerdote. Terminé, y quise quedarme recogido un momento en la capilla. Casi inmediatamente vino con la cara demudada el obispo administrador apostólico, que hacía también los ejercicios, y me dijo: don Álvaro le llama por teléfono. Padre, la Abuela ha muerto, oí a Álvaro.
Volví a la capilla, sin una lágrima. Entendí enseguida que el Señor mi Dios había hecho lo que más convenía: y lloré, como llora un niño, rezando en voz alta -estaba solo con Él- aquella larga jaculatoria, que tantas veces os recomiendo: fiat, adimpleatur, laudetur… iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia. Amen. Amen. Desde entonces, siempre he pensado que el Señor quiso de mí ese sacrificio, como muestra externa de mi cariño a los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa intercediendo por esta labor (33).
El gobernador civil de Lérida, Juan Antonio Cremades, conocido de los tiempos de Zaragoza, puso un coche a su disposición. Pero, por una serie de percances, no llegaron a Madrid hasta las cuatro de la madrugada. Entró don Josemaría en el oratorio de Diego de León donde estaban velando los restos mortales de doña Dolores. Después de un llanto reportado y sereno ante el cadáver de su madre, pidió a Álvaro que le ayudase a recitar juntos un Te Deum (34).
Salió fuera del oratorio, y le explicaron, con cierto detalle, la defunción de la Abuela, mientras protestaba en voz baja, filialmente, al Señor: Dios mío, Dios mío ¿qué has hecho? Me vas quitando todo; todo me lo quitas. Yo pensaba que mi madre les hacía mucha falta a estas hijas mías, pero me dejas sin nada ¡sin nada! (35). A continuación se preparó para decir la misa corpore insepulto. A esa misa siguieron otras celebradas por sacerdotes amigos. Por la tarde fue el entierro. Presidían el duelo, al lado de don Josemaría, su hermano Santiago y fray José López Ortiz. Doña Dolores recibió sepultura en el cementerio madrileño de La Almudena (36).
Y el Fundador quedó con la firme convicción sobrenatural de que la muerte de su madre estaba ligada a la labor con los sacerdotes, como deja entender en las cartas de esas fechas:
He agradecido con toda el alma su cariñoso pésame con motivo del fallecimiento de mi madre (q.e.g.e.). Ha sido para mí un golpe duro y, a la vez, muy consolador; porque me ayudó siempre con cariño en mi labor sacerdotal, y ya habrá recibido de Dios nuestro Señor su recompensa (37).
De nuevo se repetía la lección de que, en su vida, Dios le hacía ir por delante de sus hijos. Si no pudo estar presente al morir don José (38), tampoco ahora, al fallecer su madre. De forma que, cuanto más meditaba en estos dos sucesos, más clara sacaba la enseñanza de que también en ese desprendimiento tenía que dar ejemplo. Porque el día de mañana, muchos de sus hijos, en tierras lejanas a causa de la expansión de la Obra, se encontrarían ausentes al morir sus padres.
A los dos días del entierro -refiere José Luis Múzquiz- dirigió una meditación en el oratorio donde se había velado el cadáver. Mirando al Sagrario, como frecuentemente hacía, y aceptando plenamente la voluntad de Dios, oraba así:
Señor, estoy contento de que hayas tenido esta confianza conmigo, pues aunque se procure que mis hijos estén junto a sus padres cuando mueran, no siempre será posible por necesidades del apostolado. Y has querido, Señor, que en esto vaya yo también por delante (39).

2. Aprobación de la Obra como Pía Unión

Los últimos meses de la Abuela en este mundo fueron un tanto agitados. Esto, en sí, nada tiene de particular, pues los infortunios -la Cruz del Señor- visitaban con frecuencia a los Escrivá. Y, en medio de las tribulaciones, don Josemaría, desde que fue cabeza de familia, había seguido siempre, al pie de la letra, el consejo de su difunto padre. Nunca olvidó cómo, siendo él muchacho en Logroño, don José les animaba a apoyarse unos en otros, cerrando filas y resguardándose mutuamente en el seno de la familia. De este modo, capearon las adversidades. Harto había experimentado en vida doña Dolores; pero sus penas y disgustos habían estado siempre celados en la intimidad del hogar, conllevando todos las fatigas de todos.
Sin embargo, en sus últimos días le tocó a la señora el desagradable papel de ver cómo se denigraba públicamente a su hijo Josemaría; y entonces le hacía, en dos palabras, un caritativo balance de la jornada: realmente no tenía un día sano. Tan unidos estaban los Escrivá a la empresa sobrenatural de la Obra, que continuaron viviendo el consejo de don José, apiñados espiritualmente en torno al Fundador. En este sentido, dos días antes de fallecer la Abuela, don Josemaría escribía desde Lérida, dándole a Álvaro un encargo muy concreto para doña Dolores:
Procura que la Abuela ofrezca las molestias de su enfermedad por mis intenciones, que no son otras sino pedir al Señor que nos abrevie estos trabajos -si es su Voluntad-, y que, mientras duren, nos dé alegría y sentido sobrenatural y mucha caridad para llevarlos adelante (40).
¿Qué nuevos trabajos eran ésos? ¿Se refería a los tristes sucesos de Barcelona, aquel invierno de 1940-1941?
* * *
Con la terminación de la guerra civil renacieron por todas partes la vida de piedad y las manifestaciones religiosas. En algunos lugares, con el ímpetu de varios años de fervor reprimido, se rehicieron asociaciones y cofradías. Reflorecieron las Congregaciones Marianas que dirigían los jesuitas en las principales capitales de España. En Barcelona era su director el padre Manuel María Vergés: un jesuita fogoso, gran orador sagrado, corpulento, de buena presencia y voz potente, varón lleno de celo por la buena marcha de la Congregación (41). No se organizaban en la ciudad actos religiosos de importancia sin que, de algún modo, participaran oficialmente los congregantes. Uno de los acontecimientos de mayor relieve era la novena solemne de la Inmaculada, que acababa el 8 de diciembre. En 1940, el padre Vergés anunció que ese año vendría de Madrid el padre Carrillo de Albornoz S.J. a predicarla. Prometía ser un suceso memorable, aunque no insólito, pues en colegios, conventos y parroquias de toda España se celebraba la novena, invitando a predicadores de muchas campanillas.
Los actos tuvieron lugar en la iglesia de la calle de Caspe, vecina a la Curia provincial y a un colegio de la Compañía, donde tenía también su sede la Congregación. Entre la muchedumbre de estudiantes que escuchaban al predicador madrileño estaban Rafael Escolá, que estudiaba ingeniería industrial, y un amigo suyo, Juan Bautista Torelló, más tarde psiquiatra. Grande fue la sorpresa de ambos cuando, la primera noche de la novena, oyeron al padre Carrillo frases sacadas textualmente de Camino (Rafael había pedido la admisión en la Obra dos meses antes y meditaba con ese libro a diario; Juan Bautista, en cambio, aun no perteneciendo a la Obra, se lo sabía casi de memoria).
A juzgar por su primera reacción, no debieron enterarse bien del sentido de las palabras del padre Carrillo, porque en los días siguientes los dos amigos, sin dar más importancia al hecho, llevaban la cuenta de las veces que el predicador citaba Camino desde el púlpito. "¡Hoy han sido siete!… ¡Hoy ocho!", contaba Juan Bautista (42), sin parar mientes en que lo que, realmente, estaba haciendo el predicador era una disección del libro y extraer aquello que, por su contenido, consideraba no conforme con la doctrina cristiana. Era el primer paso para precaver a los jóvenes congregantes contra lo que después se calificaría como "la nueva herejía" que se estaba extendiendo entre la juventud.
(Ni Rafael ni Juan Bautista se percataron de contra quién iban dirigidos los tiros del P. Carrillo. ¿Cómo podían imaginarse que se condenara públicamente un libro que llevaba censura eclesiástica? En estos momentos lo único que les extrañó fue que el predicador no mencionase de dónde provenían las citas, ni el nombre del autor) (43).
Mientras tanto, el Fundador, ajeno a lo que se lanzaba desde el púlpito, y sin pararse ante el corto número de sus seguidores en Barcelona, ni cuán pocos eran los que conocían el espíritu de la Obra, los empujaba con audacia en su apostolado. Estaba seguro de que el Señor no dejaría a sus hijos de la mano, y que les daría gracias especiales para estar a la altura de las circunstancias. Así, pues, a poco de inaugurarse el Palau, un Centro del Opus Dei que carecía aún del mobiliario preciso, les animaba a dar un paso adelante y poner una residencia de estudiantes: ¿Tendremos casa grande en Barcelona, el curso próximo?, les escribía. De vosotros depende (44).
Y, más adelante, les felicitaba la Navidad:
¿Qué tal pasáis estos días de Pascuas? Yo pido a nuestro Jesús que os dé el recio espíritu, lleno de alegría y de juventud, que es propio de nuestra familia.
Leo despacio vuestras cartas y, aunque no lo creáis, las contesto siempre. Preguntádselo a Él.
Os abrazo, os bendigo. Felices Pascuas. Vuestro Padre
Mariano (45).
Pocos domingos más tarde, hacia mediados de enero de 1941, el padre Vergés pronunció, al decir de Santiago Balcells, congregante allí presente, "una homilía que hizo época". Santiago había oído hablar de la Obra, pero no estaba entonces realmente interesado en ella. Sabía, sin embargo, que su hermano Alfonso leía Camino y frecuentaba el Palau, habiendo dado su nombre para la firma del contrato de alquiler del piso, pues de los jóvenes universitarios en contacto con la Obra era el único con la carrera de medicina terminada. Los demás no tenían siquiera la mayoría de edad requerida por la ley (46).
De aquella homilía Santiago Balcells no pudo menos de retener los puntos sustanciales de su contenido, que fue luego muy comentado entre los congregantes.
"Me parece recordar -cuenta- que el P. Vergés comenzó sus palabras diciendo que estaban sucediendo cosas muy graves en la Congregación porque entre nosotros había traidores… Era posible que algunos se hubieran dejado sorprender en su buena fe por la propaganda de una asociación que, sin ninguna aprobación del Papa, ni del Obispo de la Diócesis […], pretendía presentarse con una espiritualidad nueva… y con nuevas virtudes: "la coacción, la intransigencia y la desvergüenza, ¿desde cuándo son esto virtudes?", decía […].
Se ve que esta nueva espiritualidad permite mentir a sus miembros puesto que me consta positivamente que algunos lo son y me lo han negado. Además son unos ilusos porque si con nosotros, que somos sacerdotes y religiosos que además de la tonsura llevamos un hábito y estamos sujetos a un horario y disciplina, ocurre lo que ocurre… y hasta hay alguno que llega a colgar el hábito, ¿qué pasará con unos jóvenes, sin ningún distintivo, con americana y corbata, libres para ir a donde se les antoje? Es prácticamente imposible que perseveren" (47).
Si nos situamos en el ambiente de aquella época, no es extraño que algunos (el P. Carrillo y otros) pensaran -equivocadamente- que predicar la santificación en medio del mundo era peligroso e incluso erróneo, y que obraran decididamente en consecuencia. Como veremos, el Fundador del Opus Dei siempre consideró que quienes, dentro de la Iglesia, se oponían a la Obra de modo tan fuerte, lo hacían pensando que así servían a Dios (putantes obsequium se praestare Deo: Jn 16, 2).
Al detallar aquí algunos sucesos que pertenecen ya a la historia pasada, hay que anotar que para los fieles del Opus Dei que los conocían, fueron motivo de una mayor adhesión a la Voluntad de Dios, sin juzgar mal las intenciones de ninguna persona: también en esto siguieron el ejemplo de don Josemaría. Se reseñan ahora como confirmación de lo que ya previó el Padre: que, con el correr del tiempo, otros, sin elementos para encuadrar la situación de aquellos años, utilizarían esas equivocadas afirmaciones por inercia irresponsable, acrítica; y que no faltarían quienes se movieran con el propósito de atacar a la Iglesia.
Santiago, uno de los pocos allí reunidos que tenía unas leves sospechas de hacia dónde soplaba el discurso del padre Vergés, aguzó el oído. Leyó después el predicador el artículo 28 de las Constituciones de las Congregaciones Marianas, por el que se prohibía a los congregantes "el ingreso en cualquier otra asociación similar o con parecidas finalidades". Ya sabían, pues, a qué atenerse -les advirtió-, porque, como director y responsable que era de sus almas, pensaba obrar en consecuencia. Todavía estaban preguntándose los oyentes a qué se refería, cuando, inesperadamente, el el orador acabó su exhortación diciendo que "sabía quiénes iban por el piso que había en el número 62 de la calle de Balmes, principal derecha; y que todos los que acudiesen a aquel piso, perteneciesen o no a la asociación, ya fuesen simples simpatizantes o miembros de derecho, serían expulsados de la Congregación y borrados del libro de la Virgen" (48).
Aquellas palabras de solemne conminación produjeron una impresión indescriptible. A la salida del acto, algunos abordaron a Santiago Balcells pidiéndole información sobre su hermano Alfonso. Pero, a todo esto, Santiago no se había enterado de lo sucedido a su hermano una hora antes.
Oigamos cómo nos lo cuenta el interesado: "un domingo que asistía al acto semanal de la Congregación, fui llamado por el Padre Director -que lo era el Padre Vergés, S.J.- y sin más preámbulos, me dijo que "quedaba expulsado de la Congregación". Al sorprenderme, sin caer en la cuenta del motivo y preguntar: - "Padre, ¿por qué… ?", me señaló la puerta y únicamente añadió: "quedas expulsado por traidor y por Judas a la Congregación" (49).
A la expulsión de Alfonso Balcells siguieron otras. El padre Vergés creía obrar "en consecuencia", siguiendo las delaciones de los vigilantes apostados, por indicación suya, en un bar de la calle Balmes, enfrente del Palau.
Todos aquellos truenos contra las asociaciones juveniles que se consideraban de carácter erróneo, que venían "a segar en mies ajena", sustrayendo vocaciones religiosas, con el pretexto de que podrían santificarse viviendo en el mundo, provenían del padre Carrillo. Como ya había sucedido en Madrid, a estos juicios doctrinales acompañaban noticias barrocas, inverosímiles, producto seguramente de jóvenes estudiantes un tanto inconscientes, que dejaban volar la imaginación. Se atribuía a la gente de la calle Balmes costumbres increíbles, como el crucificarse en la cruz de palo del oratorio o el retirarse a la soledad de las cumbres para meditar. (Sin duda, esta práctica de montaña se refería a que, en las excursiones que hacían por el campo, rezaban el rosario caminando o bien se paraban a hacer oración en pleno monte) (50).
* * *
En carta del 14 de enero de 1941, aludiendo, someramente, a las penalidades que sufría, con motivo de las maledicencias difundidas contra la Obra, decía el Fundador a un amigo: el Señor sabe poner mieles en el acíbar. Y esto, no obstante haber demasiada gente buena que no entiende o no quiere entender (51). Así que, para defender la verdad ante las informaciones equivocadas, don Leopoldo, el Obispo de Madrid, decidió no demorar por más tiempo el decreto de aprobación de la Obra, como instrumento para apaciguar la tremolina que se había organizado (52).
Visto, pues, que tanto don Josemaría como el fiscal eclesiástico, Bueno Monreal, habían embarrancado en sus intentos de encajar debidamente la figura del Opus Dei dentro de la legislación canónica, recurrieron a un remedio de urgencia, teniendo que aplicar la solución menos inadecuada. Y, dado que los miembros de la Obra no eran religiosos sino fieles corrientes, "el único camino jurídico abierto en la ordenación canónica de entonces era el de las asociaciones de seglares -refiere el Fiscal eclesiástico-. Entre estas asociaciones, también estaba claro que el Opus Dei no podía ser una Orden tercera, ni una Cofradía o Hermandad de Culto; de ahí que sólo quedara la posibilidad de que se constituyera como una Pía Unión" (53).
El Sr. Obispo, después de examinar el Reglamento y demás textos constitucionales del Opus Dei, se los devolvió a don Josemaría en la segunda semana de febrero de 1941, junto con una cuartilla en que se hacían a lápiz unas leves observaciones. Un mes más tarde entregaba el Fundador el texto definitivo junto con la cuartilla en la que don Leopoldo había hecho esas ligeras indicaciones. Al ver aquella cuartilla, el Sr. Obispo, con delicadeza, como para mostrar que él no tenía parte en el carisma fundacional, exclusivamente reservado a don Josemaría, le dijo: "Si ve delante de Dios que no conviene seguir lo que señalé, no se sigue: porque a V. se le ha dado la inspiración para la Obra" (54).
Al día siguiente enviaba don Josemaría una instancia al Obispado, pidiendo la aprobación canónica del Opus Dei como Pía Unión, junto con una carta fechada el 20 de marzo:
Padre: Envío a V. E. Rvma. la instancia, tal como la corrigió. He puesto fecha 14 de Febrero para que el decreto pueda ser con la de San José.
Tendré que marcharme pronto a Barcelona y Valencia; ¡Si pudiera ir con la alegría de la aprobación! (55).
El 24 de marzo, a mediodía, sonaba el teléfono en Diego de León. Lo cogió don Josemaría. Era el Obispo, para anunciarle que, con fecha de San José, había dado el decreto de aprobación del Opus Dei. Lleno de gozo se lo comunicó a doña Dolores, y con ella, Carmen y las tres o cuatro personas que había en aquellos momentos en la casa, se fue al oratorio a recitar un Te Deum.
Las primicias de la noticia las recibieron en el Palau, en texto condensado, porque el telegrama se reducía a dos palabras: Aprobado. Mariano (56).
El 25, don Casimiro Morcillo, Vicario General, entregó los decretos de aprobación a don Josemaría (57). De paso le contó cómo, al acabar de firmar los decretos, llegó casualmente a palacio el Sr. Nuncio, Mons. Cicognani. A don Leopoldo le faltó tiempo para informarle del paso que había dado:
- "Sr. Nuncio, acabamos de aprobar la Obra de don José María Escrivá". - "Sí… sí, escribió un libro de sentencias… Camino", comentó Mons. Cicognani, como tratando de recordar lo que alguien -no se sabe con qué intención- había hecho llegar a sus oídos.
Una vez despachados sus asuntos el visitante, al quedarse solos Vicario y Obispo, preguntó este último: - "¿No cree Vd. que el Sr. Nuncio estaba prevenido en contra de José María?"
- "Ya me dijo Escrivá que querían llevar su libro a Roma, para que lo condenasen -comentó don Casimiro-. ¿Lo habrán intentado?" (58).
Esa misma semana salió don Josemaría a dar una tanda de ejercicios espirituales en Valencia, a las jóvenes de Acción Católica, del 30 de marzo al 5 de abril. El gozo de saber aprobada la Obra se vio aguado al examinar de cerca don Josemaría el decreto. El texto original, que con tanto cariño había preparado don Leopoldo, en consulta con don Josemaría, había sido mutilado. Como bien sospechaba don Leopoldo, el Sr. Nuncio era perfectamente sabedor de los chismes y calumnias que circulaban contra el Opus Dei y aconsejó al Obispo que eliminase cuanto pudiera interpretarse como extremoso, en uno u otro sentido. Temía herir susceptibilidades de terceros o involucrar acaso a la autoridad eclesiástica en polémicas callejeras. Don Leopoldo tuvo, por tanto, que limar el texto, con el resultado de que lo que se intentaba presentar originalmente como documento claro, tajante y elogioso de una institución, de la que se esperaban grandes bienes espirituales para la diócesis y para la Iglesia universal en un próximo futuro, quedó reducido a un documento jurídico laudatorio, pero carente del rigor necesario para aclarar de una vez para siempre la realidad (59).
Pero el Señor, con cariño, sabe poner mieles en el acíbar. De aquella tanda de ejercicios de Alacuás, en Valencia, salieron dos vocaciones de mujeres a la Obra. El Padre reconocía este regalo como otra de las dedadas de miel con que el Señor endulzaba sus sinsabores. Aquellas dos mujeres -se llamaban Encarnita Ortega y Enrica Botella- nunca supieron lo que habían costado al Padre. Ni tampoco que, al día siguiente de terminar los ejercicios espirituales, el 6 de abril, cuando fueron a la Residencia de la calle de Samaniego para que don Josemaría las presentase, pues no se conocían entre sí, el Señor había asegurado al Fundador, esa misma mañana, que el Nuncio no se dejaría ganar por simpatías o antipatías respecto a la Obra. Así lo cuenta en una de sus cartas:
El domingo de Ramos de 1941, en la Misa, después de la Comunión, consideraba el horizonte lleno de obscuridad, con aquella fortaleza -al menos humana- que se ponía en contra, y no tenía enfrente más que mi debilidad, sin que humanamente pudiera contar con otra arma de defensa. Lleno de congoja, hacía presente al Señor cuáles eran las circunstancias del momento. Y la locución interior -sin ruido de palabras, como casi todas las que he tenido en mi vida, pero muy precisa y clara- fue ésta: para que se arreglen las cosas, se tienen que desarreglar; entraréis en la Nunciatura con más facilidad que en el Palacio episcopal. Esto, entonces, parecía un imposible. Al volver a Madrid entregué una nota escrita a Álvaro que se quedó -como yo- pasmado, pero seguro. Los hechos confirmaron el aviso divino, poco después (60).
Cuando regresó a Madrid fue a ver a don Leopoldo, que, satisfecho de haber aprobado canónicamente la Obra, lo proclamaba sin reserva. "Por lo pronto -decía a don Josemaría-, con esta persecución se ha logrado la aprobación de la Obra, ya que ni usted ni yo teníamos prisa" (61).

3. Los sucesos de Barcelona

Con la reciente aprobación dada a la Obra esperaba don Leopoldo ver restañado aquel chorro de críticas -objetivamente calumniosas- contra el Fundador. No fue así. De pronto, se recrudecieron los ataques. Las cosas se enredaban. Empezaba a cumplirse la locución divina de que, para que todo se arreglase, antes tenía que desarreglarse. Y el alboroto se produjo en Barcelona, de manera vehemente.
Acababa don Josemaría de llegar a Lérida para dar la ya mencionada tanda de ejercicios espirituales a los sacerdotes de la diócesis cuando Álvaro del Portillo le comunicó que había estallado una nueva y recia contradicción contra el Opus Dei en Barcelona. Inmediatamente -era el 20 de abril de 1941-, envió por carta las instrucciones sobre el modo de llevar esta tribulación, con el encargo especial de que Álvaro se lo comunicase a los del Palau:
Yo no les escribo: hazlo tú, y diles que estén muy contentos y agradecidos al Señor, y que no se les escape ni una palabra ¡ni un pensamiento! falto de caridad: que estén seguros de que Jesús va a hacer grandes y buenas cosas, para su gloria, en Barcelona, si llevamos esto como Él quiere […].
¿Tienen, en Barcelona, la vida de San Ignacio de Ribadeneyra? Si no la tienen, envíales un ejemplar. Quiero que todos tengáis devoción y amor a San Ignacio y a su bendita Compañía.
Procura que la Abuela ofrezca las molestias de su enfermedad por mis intenciones, que no son otras sino pedir al Señor que nos abrevie estos trabajos -si es su Voluntad-, y que, mientras duren, nos dé alegría y sentido sobrenatural y mucha caridad para llevarlos adelante.
¡Que améis mucho a la Iglesia! Doy permiso a todos, para hacer, con prudencia y pidiendo permiso, alguna penitencia extraordinaria; y, sobre todo, que acudan al Sagrario y a nuestra Virgen Santa María, con mucha y constante oración.
Gaudium cum pace!: con todo lo del mundo, no podremos pagar nunca al Señor esta alegría, que a vosotros y a mí -¡pecador!- nos llega desde el alma hasta el rostro, al ver que somos dignos de padecer por Jesucristo (62).
En estas líneas viene resumida la pauta de conducta señalada a los miembros de la Obra en las nuevas circunstancias (63).
La contradicción principió con visitas de algunos religiosos a los hogares de quienes habían pedido la admisión a la Obra o frecuentado el Palau. Ante padres y parientes esgrimían argumentos que llevaban el peso de su autoridad moral. ¿Cómo sostener, frente a ello, la novedad representada por un grupito de jóvenes estudiantes, sin respaldo público y oficial de la Iglesia? Sumariamente lo expone Rafael Escolá:
"Enseguida visitaron a mi familia para contarles que la Obra era "una herejía muy peligrosa", a nosotros "nos iban embaucando poco a poco", el Padre "era diabólico", se nos prohibía la confesión; por hacer oración nos calificaban de "iluministas", también practicábamos "ritos inventados" […]. Mis hermanos intentaron disuadirme de lo que llamaban una "ofuscación" mía, y todos pasaron años muy malos hasta que, poco a poco, la verdad se fue abriendo paso" (64).
Es un testimonio sobrio y objetivo. Un esbozo trazado a pinceladas de recuerdos, pulimentado por la lejanía de los años. Pero pásanse por alto los padecimientos de la familia durante la reciente guerra civil; y el encarcelamiento de Rafael por los comunistas, todavía un muchacho (65). Y, a última hora, la espeluznante afirmación de que el hijo, arrancado antes a la muerte, iba ahora camino de la eterna condenación.
José Orlandis, otro miembro de la Obra, entonces de paso por Barcelona, porque tenía a su padre convaleciente en un hospital, da actualidad al relato. En carta al Padre, del 21 de mayo de 1941, describe al vivo el comportamiento de la gente de la Obra y las angustias sembradas de rebato en el seno de las familias:
"Viven aquello que escribía Vd. desde Lérida, que prohibía hasta los pensamientos faltos de caridad. Y, al referirse a aquellos Padres de la Compañía que más directamente han actuado contra la Obra -que les han expulsado de la Congregación, que han hecho que se les haya señalado en público como masones o cosa parecida y que, en algunos casos, sus mismas madres y hermanos les lloren como herejes que caminan infaliblemente hacia su perdición-, al referirse a esos Padres, como le decía, hablan de ellos con cariño, que en la voz se ve que no tiene nada de fingido, y disculpan su proceder diciendo que obran movidos por su celo y persuadidos de que lo que hacen está bien hecho.
Y lo que le digo de que los mismos de su familia les tengan por herejes no es una exageración. Rafa Escolá está sufriendo enormemente. "¿Sabes lo que es -me decía ayer- el que en casa mi madre y mis cinco hermanos me miren como un hereje que va hacia su perdición? En todo el día no me quitan los ojos de encima y están tratando de estudiar hasta mis menores movimientos: todo en mí les parece sospechoso; si me vieran triste, dirían: es natural, estás triste porque te das cuenta del mal camino que llevas; como me ven lleno de alegría y paz, encuentran esto mucho peor: ya no tiene remedio -dicen-, no hay esperanzas de que retroceda, el mal ha echado raíces en él y debe ser ya un hereje empedernido; y mi madre no puede hablarme ni verme sin que se le llenen los ojos de lágrimas; y sobre todo se ha interpuesto entre nosotros una especie de hielo…" Y la reacción de Rafa ante el dolor y el sufrimiento es sencillamente admirable: "Soy feliz de poderlo ofrecer a Dios por la Obra, y esto hace que en medio de esas pruebas sienta una alegría muy grande de que el Señor permita que sufra un poco por Él".
Y este mismo espíritu de Rafa es el que tienen todos" (66).
Pronto se añadió, a todo esto, el reparto de hojas en círculos eclesiásticos, panfletos anónimos llenos de acusaciones falsas a la persona del Fundador y a la Obra (67). Al duro golpe que para él suponía la reciente pérdida de la madre, cuando creía que hacía mucha falta a sus hijas espirituales, se añadían nuevos males. Noticias diarias: todas agresivas, todas malas. Eran los días en que se desahogaba con Álvaro del Portillo: hijo mío, ¿desde dónde nos insultarán hoy?, le decía a primera hora de la mañana (68).
En el Fundador, y en último término en Dios, descansaba la fortaleza de la Obra y la tranquilidad de sus hijos. No podía permitirse pesimismos, ni pérdida de la serenidad, ni desmoronamientos físicos. Tenía que darles fe, y alegría, y esperanzas. El 2 de mayo escribía a Rafael Termes, el director del Palau, para confortar a sus hijos de Barcelona:
"+ Jesús bendiga a mis hijos y me los guarde.
Queridísimos: estamos de enhorabuena, porque el Señor nos trata a lo divino.
¿Qué os voy a decir? Que estéis contentos, spe gaudentes!: que padezcáis, llenos de caridad, sin que de vuestra boca salga nunca ni una palabra molesta para nadie, in tribulatione patientes!: que os llenéis de espíritu de oración, orationi instantes!
Hijos: ya se barrunta la aurora, y ¡cuánta cosecha, en esa bendita Barcelona, con el día nuevo!
Sed fieles. Os bendigo. Un abrazo de vuestro Padre
Mariano" (69).
Lo que jubilosamente proclamaba el alma, no lo soportaba el cuerpo. El Fundador sufría, y sufría mucho; porque la procesión andaba por dentro. Sufría hasta el punto de caer enfermo en cama.
Para agradecer la carta de pésame del Obispo Administrador Apostólico de Barcelona por la muerte de doña Dolores, tuvo que hacer un esfuerzo:
Me he levantado de la cama, para escribir esta carta: ¡Sufro mucho!: Y, a la vez, no me cambiaría por el hombre más feliz de la tierra. Llevo trece años así, y el espíritu está pronto, con la gracia de Dios; pero la fisiología, a veces, se me rinde.
Creo que conviene que le diga cómo siento un agradecimiento muy grande hacia nuestro Señor, que conociendo nuestra flaqueza (la mía), si permite que personas tan santas y tan queridas de mi corazón nos maltraten, hace en cambio que unánimemente los Prelados que nos conocen, nos animen y consuelen y defiendan (70).
Malamente anduvo de salud toda esa temporada, aunque procuraba no manifestarlo. También le cogió en cama, dos semanas más tarde, una llamada de don Leopoldo, a quien contestó por escrito en cuanto pudo levantarse:
Mi venerado y muy querido Señor Obispo: Me dicen que llamó V.E. anoche por teléfono. Yo estaba en cama. Ayer me dejó el Señor sin celebrar y sin comunión: toda la mañana anduve con vómitos y un poco de fiebre. Hoy me encuentro bien: son protestas del animalis homo, porque el otro es felicísimo (71).
Y una de esas noches en que las preocupaciones no le dejaban pegar ojo, sintiéndose herido en su honra de sacerdote por tanta injuria, se tiró de la cama. Tenía el oratorio, en Diego de León, pared por medio. Salió del cuarto y, postrándose ante el Sagrario, le dijo al Señor: Jesús, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero? (72). Desde ese momento, podían pisotearle la honra cuanto quisieran. Se hacía cuenta de que ya no la tenía.
Volvió a acostarse. Tranquilo, porque había dejado en manos de Dios lo que de su persona pudieran pensar las gentes. Una duda, sin embargo, quedó tercamente agarrada a su ánimo. Si el decreto de aprobación no había sido instrumento suficiente para amainar la tormenta, ¿no podría, acaso, lavarse públicamente el honor de la Obra, compareciendo él, como Fundador, ante un tribunal eclesiástico que reconociese su ortodoxia? No pudiendo contener por más tiempo su pena, el 4 de mayo de 1941 escribía a don Leopoldo:
A mí no me quedan lágrimas que llorar: el Señor me ha pedido la honra y la madre. Creo que se las he dado con todo mi querer. El cuerpo, a ratos, no puede más; pero de continuo siento, en medio de mi alma, la verdad de aquellas palabras que se leen en el Evangelio de hoy: et gaudium vestrum nemo tollet a vobis!
Señor Obispo: ¿No habrá llegado la hora de que se me juzgue por un tribunal, que deje con claridad meridiana todo este negocio?
El solo pensamiento de que me pueda apartar, ni en un detalle, de lo que la Santa Iglesia Romana ¡mi Madre!, disponga, me deja lleno de amargura.
V.E. Rvma. haga de mí lo que quiera. El Señor me da plenísima seguridad, en lo andado; seguridad que se apoya en que conscientemente nunca hice nada, ni dije, sin contar con la aprobación del Ordinario de cada lugar; y especialmente de mi Sr. Obispo de Madrid o de sus Vicarios Generales (73).
Ese mismo día, domingo, cuando acababa de dirigir la meditación a sus hijos con el Señor expuesto, sonó el teléfono. Se puso al habla; era don Leopoldo. Al anotar a la mañana siguiente esa conversación telefónica, escribió lleno de gozo: He de hacer constar que las palabras del propio Obispo dan mucha alegría, se nota a Dios: hoy me parece que toda esta preocupación no va conmigo: creo que hasta me gusta. Laus Deo! (74).

4. El Opus Dei: actualidad palpitante

Los sucesos de Barcelona tenían sus antecedentes. Muy pronto los ataques contra la Obra se recrudecieron, hallando eco en otras ciudades. Don Josemaría, armado de buena fe, exculpaba la intención de sus promotores. Pero, ¿era posible desmentir los hechos y dichos propalados por el P. Carrillo de Albornoz, y aireados luego por otras personas? El Fundador habló y escribió a algunos religiosos, con la esperanza de que rectificasen su postura. Uno de éstos fue el P. Ángel Basterra S.J., con quien había mantenido relaciones amistosas en tiempo de la República, y uno de los que ahora hacían circular las acusaciones por Bilbao. Cuidando de no provocar nuevas polémicas, le anunció por carta la aprobación canónica de la Obra, con objeto de que reflexionase sobre el triste espectáculo que representaban, en tan insólita coyuntura, algunos de sus hermanos:
Solamente dos afirmaciones -escribe-: que se habla sin conocer las cosas: que nunca han salido de mi boca más que palabras, no de respeto, sino de cariño, para la bendita y amadísima Compañía de Jesús. Y ahora, cuando tanto me hace sufrir el comportamiento de algunos PP., leo despacio la Historia de S. Ignacio de Ribadeneyra, y me aumenta, si cabe, el amor y la veneración a la Compañía y a su gloriosísimo Fundador, y aprendo de la reciedumbre con que Ignacio y los primeros sufrieron persecuciones, calumnias e incomprensiones de religiosos ejemplares.
La luz se hará. Para entonces, yo ya tengo, no el perdón de esas ofensas, sino el cariño y el olvido.
Por lo demás, me da alegría poder comunicarle que la Obra fue canónicamente aprobada, el día 19 de marzo último, fiesta de mi Padre y Señor San José.
Por caridad, Padre mío; por amor a la Iglesia; por el espectáculo triste que se da a tantas almas; porque es de justicia, y por el recuerdo de aquellos días amargos que hicieron pasar a los primeros de esa amadísima Compañía de Jesús; le ruego que, con sus oraciones y su influjo y con el recuerdo de tantas cosas buenas como V. dijo de nuestra labor antes de que llegaran a sus oídos las calumnias, haga lo que esté en su mano para acabar una campaña triste -que se hace desde todos los sitios y de todas las formas, hasta desde el púlpito-, de la que sólo se beneficia el enemigo de las almas. Digo mal: nosotros tenemos una alegría interior tan sobrenatural, que gustosos padeceremos por Jesús y por el servicio de la Iglesia -no es otra cosa nuestra vocación-, y nunca saldrá de Casa ni una palabra de protesta contra esos PP. que son instrumentos de Dios, que quiere tratar su Obra a lo divino, como trató de ordinario todas las nuevas fundaciones.
Pida por este pecador, que le quiere y les seguirá queriendo siempre, y b. s. m.
Josemaría (75).
Desgraciadamente, la confusión había rebasado ya el ámbito reducido de las Congregaciones Marianas y se difundía entre los fieles, también por iglesias y conventos (76). Muchas personas, desorientadas, acudieron en busca de luz y consejo al monasterio de Montserrat, no lejos de Barcelona, punto de referencia de la vida espiritual catalana. Hasta tal punto era precisa la claridad en aquel embrollo, que dom Aurelio María Escarré, Abad Coadjutor de Montserrat, hubo de solicitar información autorizada del Obispo de Madrid, a fin de saber a qué atenerse para orientar a tanta conciencia perturbada por voces contradictorias. No sin cierto eufemismo, calificaba la situación de "actualidad palpitante en extremo".
Unos días antes -el 27 de abril- había recibido la Bendición abacial del Obispo de Pamplona, con el que consultó sobre el Opus Dei. Don Marcelino Olaechea le indicó que escribiera a Madrid, que era donde estaba incardinado el Fundador. Y ésta es su petición a don Leopoldo:
"Paso ahora a pedirle un favor:
De actualidad palpitante en extremo, el asunto "Opus Dei" fundación del Dr. Escrivá, sacerdote de esa su Diócesis, y siendo muchos los que con diferentes y opuestos fines nos han consultado sobre este asunto -muy particularmente en el confesonario- y para que sepamos a qué atenernos en nuestro particular gobierno, desearíamos normas claras y seguras. Como sea que V.E., según nos comunicó el Sr. Obispo de Pamplona cuando estuvo con nosotros, trata este asunto personalmente por radicar en su Diócesis; por esto me atrevo, movido por la necesidad, a recurrir a V.E. en demanda de ellas confiando de su benevolencia atenderá mi súplica" (77).
En medio de todo aquel alboroto, tres congregantes pidieron la admisión en el Opus Dei. Laureano López Rodó en enero de 1941; Juan Bautista Torelló, en marzo; y Jorge Brosa, en abril de ese año. Laureano solicitó por escrito la baja de la Congregación, sin esperar a ser expulsado. Más adelante el padre Vergés visitó a la familia (78).
Mucho sufrió Juan Bautista, congregante expulsado, que tenía dos hermanos jesuitas, una hermana monja, y una madre viuda. Mientras hacía sus estudios universitarios, para sostener económicamente el hogar, trabajaba como profesor de matemáticas en un colegio de la Compañía de Jesús. Tras la expulsión, perdió el puesto (79).
En cuanto a Alfonso Balcells, a cuyo nombre se había alquilado el piso, se le hizo responsable directo de las actividades desarrolladas en el Palau. Como cuenta su hermano Santiago, al padre Vergés no le cabía en la cabeza que, estando la casa a su nombre, no perteneciese él a la Obra. Pero así era.
Aquellos religiosos, pensando que debían acabar con lo que estimaban un grave peligro metieron en juego a las autoridades civiles y, un buen día, Alfonso fue llamado a comparecer ante el Gobernador civil de Barcelona, que lo era Antonio Correa Veglison. Le recibió diciéndole que quería saber qué clase de actividades se tenían en el piso de la calle de Balmes. Era inútil ocultar nada. Estaba al tanto de todo. Conocía bien a los padres de la Compañía y sabía que la Obra era "una secta iluminista o algo parecido". Y si aquello no se aclaraba, terminarían todos en la cárcel (80).
Las razones y explicaciones de Alfonso medio convencieron al Gobernador civil. Sin embargo, continuó sobre aviso, por si aparecía por Barcelona don Josemaría Escrivá (81).
En aquel período de posguerra, en el que se entremezclaban confusa y peligrosamente las creencias religiosas con el ejercicio de las libertades civiles, Alfonso Balcells se vio, otra vez, afectado por el revuelo. En mayo de 1941 el doctor Torrent, compañero suyo de Facultad, le hizo saber que existían gestiones para impedir su acceso a Médico de Guardia del Hospital Clínico, en el concurso oposición que se había convocado. ¿La razón?: que pertenecía a una secta herética. Sin necesidad de hacer más averiguaciones, Alfonso se presentó en el Obispado de Barcelona. Le recibió amablemente don Miguel de los Santos, quien le aconsejó que escribiera a don Leopoldo, explicándole con detalle lo ocurrido (82).
Con fecha 2-VI-1941 le llegó respuesta del Obispo de Madrid, que en pocas líneas le decía: "Dios N.S. le premiará a V. todo; súfralo por Él y por Su Opus, y con mucha caridad y perdón. Ya se hacen gestiones para que no prospere ese atropello. Escribo además a ese Sr. Obispo. Creo que enseguida se calmará el temporal" (83).
(Alfonso no pidió la admisión en la Obra hasta enero de 1943, después de haber terminado sus estudios de postgraduado en Alemania) (84).
* * *
No mejoraban las cosas. Al contrario, seguían desarreglándose. En carta del 2 de mayo de 1941 don Josemaría lo manifestaba con toda sencillez a su Obispo: me duele en el alma la situación durísima -que ya se va alargando excesivamente- de aquellos hijos míos de Cataluña. Escribo estas líneas porque no sé callar nada a mi Señor Obispo y necesito desahogarme filialmente con V.E. Rvma (85).
El Fundador estaba en ascuas por la suerte de sus hijos. Se sentía paternalmente urgido a consolarles. Ciertamente, se hallaba expuesto a ser detenido, si aparecía por Barcelona. Pero también en Madrid le rondaba el peligro de encarcelamiento. (No se conoce bien la causa de estas delaciones anónimas. Como veremos, se trataba de denuncias ante el poder político. Falsas, por supuesto, aunque no por eso menos temibles. Eran los meses en que el Vicario General, don Casimiro Morcillo, le advertía seriamente: "José María, mira que cualquier día te meten en la cárcel") (86).
Era preciso a don Josemaría pasarse por Barcelona para ver a los suyos y hablar con el Sr. Obispo. De acuerdo con don Leopoldo se trazó un plan, con objeto de serenar la situación, que empeoraba día a día. (A mediados de mayo estaba buscando el momento oportuno para desplazarse a Barcelona, pues, con fecha de 19 de ese mes, escribía a don Sebastián Cirac diciéndole: es posible que nos veamos muy pronto (87). Don Sebastián, defensor de la Obra en esta grave ocasión, era aquel canónigo de Cuenca que se encargó de la impresión de Consideraciones espirituales en 1934).
Por de pronto, el Fundador había mandado a los suyos no hacer labor apostólica externa en el Palau y suspender, hasta nueva orden, el trato con estudiantes entre los que el Señor podría llamar al Opus Dei (88). Pero esta prudente medida no produjo resultados visibles. Era preciso ir a la fuente, que no era otra que el padre Carrillo de Albornoz. A este efecto, don Josemaría redactó una carta, que don Leopoldo revisó, sustituyendo dos o tres palabras en las que el Fundador se dejaba vencer por su humildad. El tono -terso, exigente y sobrenatural- invitaba generosamente a hacer las paces, pasando antes por la reflexión. He aquí la sustancia del texto:
Madrid, 20 de Mayo de 1941.
R. P. Ángel Carrillo de Albornoz
MADRID
Muy estimado en el Señor: Le envío estas líneas, llenas de cordialidad y sincero afecto, para poner en su conocimiento cómo atribuyen a V. de modo unánime una campaña de difamación contra el hermano que le escribe y contra sus pobres trabajos sacerdotales, aprobados por la Santa Iglesia.
[…] en esa campaña de difamación se emplean procedimientos que no puede usar un cristiano corriente. Mientras se trató de mi pobre persona, que merece sobradamente toda clase de injurias, callé […]. Pero me creo también en el deber de decirle, delante de Dios Nuestro Señor, que están hiriendo a personas que nada tienen que ver conmigo.
Luego le invita a meditar sobre la "Obra de Dios":
Me han asegurado, por muy distintos conductos, que no cejará V. hasta ver destruido el OPUS DEI. A esto, sólo aquellas palabras de los Hechos: si ex hominibus est consilium hoc aut opus, dissolvetur; si vero ex Deo est, non poteritis dissolvere illud ne forte et Deo repugnare inveniamini.
(Son las palabras suaves y convincentes de Gamaliel en el Sanedrín, cuando los judíos prendieron a los Apóstoles por predicar en nombre de Jesús resucitado: "dejadlos, porque si este designio o esta obra procede de hombres, se disolverá; pero si de Dios procede no podréis acabar con ellos. Mirad no sea que combatáis contra Dios").
P. Carrillo: se hará la luz, y estoy seguro de que hemos de ser buenos amigos: yo no tengo para V. más que una fraternal simpatía y el olvido de todo lo que pueda enturbiar ese afecto.
Entre tanto, sepa que nunca saldrá de nuestra boca ni una palabra contra quienes tan sañudamente nos persiguen; y, con la gracia de Dios, siempre estaremos dispuestos a sufrir llenos de alegría cuanto sea preciso, por Jesucristo y por el servicio de nuestra Madre la Santa Iglesia (eso es nuestra vocación).
queda de V. hermano en Xto., y servidor que le besa la mano
J.M. Escrivá, Pbro. (89).
Con sentido jerárquico, era también rasgo de nobleza, escribió unas líneas al padre Daniel Ruiz, Superior de la Residencia de la calle de Zorrilla, donde vivía el padre Carrillo de Albornoz:
Con todo respeto me dirijo a V.R. -le decía-, con el ruego de que lea la carta adjunta; y, si le parece oportuno, la haga llegar a manos del R. P. Carrillo (90).
Tenía grandes esperanzas de que se haría la luz.
Al día siguiente, miércoles 21 de mayo, llamó por teléfono a la Nunciatura, con objeto de comunicar a Mons. Cicognani que pensaba ir a Barcelona. "Vaya usted con nombre supuesto", le advirtió el Nuncio, pensando en las medidas tomadas por el Gobernador civil (91). Estaría de vuelta en Madrid el día 23 y solicitaba unos minutos para charlar con monseñor. Y así quedó citado don Josemaría para el sábado, día 24, en la Nunciatura.
A las pocas horas salía por avión para Barcelona, con un billete a nombre de don José María Balaguer. Por razones de prudencia se hospedó en casa de don Sebastián Cirac. Se fue luego al Obispado para informar a Mons. Díaz Gómara, e informarse a su vez de la situación local. Citó después a sus hijos en casa de don Sebastián, donde, sentados en torno a la mesa del comedor, les dio el Padre una de esas clases de formación que encendían las almas por una larga temporada. Realmente, la situación no era risueña; pero nosotros, les decía, por ser hijos de Dios, hemos de estar siempre alegres. ¿Aunque nos rompan la cabeza?: Sí, aunque tengamos que ir con la cabeza abierta, porque será señal de que Nuestro Padre Dios quiere que la llevemos abierta (92). Después de charlar, uno a uno, con todos ellos, regresó a Madrid.
El sábado a mediodía se presentó en la Nunciatura. El Sr. Nuncio, le dijo el portero, estaba en esos momentos con el Provincial de los Jesuitas. (Enseguida apareció Mons. Cicognani, que se llevó al visitante a otro salón de espera. No me hubiera molestado nada ese encuentro -pensaba para sí don Josemaría-, porque ni en mi cabeza ni en mi corazón hay nada contra la bendita Compañía de Jesús) (93).
Estaba el Nuncio deseoso de saber sobre la Obra. Don Josemaría le respondió cumplidamente sobre su naturaleza y misión específica: servicio a la Iglesia y santificación en medio del mundo. Le detalló las características de su espiritualidad y la sujeción al Ordinario, suministrándole, por añadidura, abundantes noticias sobre su propia vida, por si no se atrevía a demandarlas.
Continuó luego informando el Fundador: ¿había visto el Sr. Nuncio las hojas anónimas que se repartían en Barcelona contra el Opus Dei? No, no las había visto. Y don Josemaría tuvo que explicárselas. Tampoco conocía Mons. Cicognani los Reglamentos de la Obra. Por la mirada se traslucía el deseo de conocerlos. Don Josemaría prometió enviárselos.
Me despide muy amable. Saqué muy buena impresión, se lee en la nota que acerca de la entrevista hizo el sacerdote (94).
(A medida que sopesaba los datos y los hechos, se iba esclareciendo el entendimiento de la situación por parte del Sr. Nuncio. En una segunda visita que le hizo el Fundador el 10 de junio, para entregarle un ejemplar del Codex del Opus Dei, la conversación se hizo más íntima. Don Josemaría tuvo ocasión de exponer cómo reaccionaba la gente de la Obra ante la calumnia y el insulto, y el modo de vivir la humildad colectiva en servicio de la Iglesia.
Esta mañana pedí hora al Sr. Nuncio, y me citó a la una -escribe a don Leopoldo-. Ha estado amabilísimo. Tengo aún mejor impresión que la otra vez. Entiende perfectamente nuestro camino (95).
Comenzaron a llegar a oídos de Mons. Cicognani más y más noticias del jaleo. Era tema de actualidad en sus conversaciones con los Sres. Obispos. Al Nuncio, nada amigo de altercados, todo aquello le parecía imperdonable, y más tratándose de clérigos. Con ello se iban volviendo las tornas y estaba a punto de cumplirse la locución de que entrarían en la Nunciatura sin impedimento. En carta de mediados de junio de 1941, el Obispo de Pamplona, que había charlado poco antes con Mons. Cicognani, decía: "El Sr. Nuncio está por don Josemaría") (96).
Mientras tanto, las esperanzas puestas en una posible retractación del padre Carrillo de Albornoz se derrumbaron como castillo de naipes. La respuesta del padre Daniel Ruiz prometía nuevas complicaciones:
"Madrid, 23 de Mayo de 1941.
Sr. D. José M. Escrivá, Pbro.
Ciudad
Muy estimado en Jesucristo:
Al regresar de Barcelona recibo su carta de V., fechada el 20 de Mayo, con otra adjunta para el P. Ángel Carrillo de Albornoz. Como deja V. en mi mano la decisión de retener o entregar dicha misiva a su destinatario, me parece oportuno dirigirme directamente a V. expresándole mi criterio en el asunto que se ventila. Como Superior de la Residencia y Director de la Congregación de San Luis, sé muy bien lo que piensa y hace el P. Carrillo de Albornoz, que obra de perfecto acuerdo conmigo.
Me sorprende en extremo que diga V. con tanta naturalidad y convicción, que se ha desatado una campaña violenta contra la Obra de V., cuando para mí es evidente lo contrario: es decir, que existen, por parte de VV., hechos concretos encaminados al desprestigio y difamación de la Compañía de Jesús y, en particular, de las Congregaciones Marianas. Llega uno a sospechar, que se trate además de difamarnos precisamente haciéndonos adversarios, sin serlo, y sin prueba alguna, de la Obra de V.
Me consta que es de todo punto inexacto, que dicho P. Carrillo haya emprendido semejantes campañas. No existe tal campaña; sí hay (y ni esto siquiera por instigación del P. Carrillo) la natural reacción en legítima defensa, no contra una obra aprobada por la Iglesia, sino contra los procedimientos poco nobles, que varios miembros de esa entidad usan en desprestigio de nuestras Congregaciones Marianas y aun de la misma Compañía de Jesús" (97).
No quedaba, pues, sino quemar el último cartucho, acudiendo al Provincial. Pero, antes de que don Josemaría se lanzase a tamaña empresa, don Leopoldo le preparó el terreno convenientemente. El 29 de mayo se entrevistaron en el palacio episcopal el Sr. Obispo y el Provincial, Rev. padre Carlos Gómez Martinho, S.J. Conversaron detenidamente y el Prelado se mostró sincero y enérgico. De todos modos, para que lo dicho no fuesen palabras que se lleva el viento, o estuvieran sujetas a interpretación caprichosa, como algo sabido de oídas, esa misma tarde el Sr. Obispo envió al Provincial una larga carta. Era el escrito una especie de prontuario de lo que habían tratado ambos por la mañana, dando así la oportunidad al padre Gómez Martinho de repasar argumentos o de mostrar la carta a terceras personas.
En ella tocaba el Prelado, de manera sucinta, todos aquellos puntos que habían sido foco de las penosas complicaciones. Transcribimos las frases que, como golpe de herrero en el yunque, reflejan el martilleo de las ideas por parte de don Leopoldo:
"Muy querido P. Provincial:
Conforme a sus deseos, y continuando nuestra gratísima conversación de esta mañana, le escribo estas líneas acerca de la Pía Unión, canónicamente erigida (98) con el título de "Opus Dei" por el benemérito Pbro. D. José María Escrivá.
Es realmente muy triste que personas tan buenas y tan dadas a Dios combatan, claro es que por motivos de celo y arbitrantes se obsequium praestare Deo, a esa Institución que no sólo yo, que la he aprobado, sino todos los Prelados que sé que la conocen la tenemos en la mayor estima […].
Puedo asegurar a V.R. que el Opus es verdaderamente Dei, desde que surgió y en todos sus pasos y trabajos; porque sólo para servir a Dios fue concebida esa Obra, y sólo en santificación de almas y en obras de apostolado se emplea […].
Los miembros del Opus Dei no están, por serlo, en peligro de perder sus almas, ni tienen nada de herejes, ni de masones, ni de iluminados; todo eso se está diciendo no sólo a los que se cree que están en la Obra, sino a muchos que nada tienen que ver con ella, y lo que es más doloroso, a las madres de los alumnos del Opus, o a las de sus miembros, y para ello se utiliza el confesonario; con todo lo cual se están creando situaciones familiares verdaderamente trágicas.
Créame, Padre, que no tienen fundamento tamañas imputaciones; no es verdad que sea una asociación secreta: no sólo ha nacido con la aprobación de la autoridad diocesana, sino que, desde que nació hace 13 años, no da paso de importancia sin pedirla, y sin obtener aprobación […].
Ciertamente, no merece ser atacada por los buenos. Y, sin embargo, la atacan. Sería para asombrarse y entristecerse, si no nos tuviese el Señor tan familiarizados con este fenómeno; ¡cuántas otras obras muy de Dios han corrido igual suerte! […].
Querido P. Provincial, le ruego que por amor de Dios y de la Iglesia me ayude a poner fin a una tempestad de la que sólo el enemigo de nuestras almas saca provecho.
Si desea que le aclare algún punto especial entre tantas acusaciones como se lanzan, dígamelo que con sumo gusto lo haré; considero servicio grande de la Iglesia cuanto pueda hacer en pro del Opus Dei.
Le bendice y a sus santas oraciones se encomienda su affmo. en N.S." (99).
Con estos precedentes, el 31 de mayo don Josemaría fue a verse con el padre Provincial en el Colegio de Areneros. Por espacio de dos horas trataron diversos temas, en especial los referentes a las vocaciones al Opus Dei entre los congregantes. Como a las pocas horas salía de viaje, don Josemaría dejó una breve nota para don Leopoldo sobre el resultado de la entrevista. En dicha carta le decía:
Creo que es el final, gracias a Dios y a mi Señor Obispo, nuestro Padre. ¡Que Él se lo pague! Insistí en que rectifiquen, y me ha prometido hacerlo (100).
Encariñado por esta esperanza, escribía desde Pamplona a los del Palau:
Parece que la tribulación está acabando. Bendigamos a Dios, y estemos dispuestos siempre a lo que Él quiera. In laetitia! (101).
Y a Álvaro del Portillo:
Es preciso pedir a N. Señor, en este mes del Sdo. Corazón, que verdaderamente -si es su Voluntad- sea desde ahora el final de la persecución (102).
De Pamplona fue don Josemaría a Valladolid y, pocos días después, a Valencia. Sus entrevistas con los Sres. Obispos de estas ciudades fueron otros tantos jarros de agua fría. El trece de junio escribe a don Leopoldo y le dice que todos los Sres. Obispos están acordes en pensar que vendrá el ataque por algún otro lado (103).
* * *
Llegó, por fin, a manos del Abad Coadjutor de Montserrat la tan esperada respuesta sobre el asunto de "actualidad palpitante". Dos semanas había tardado: "Muchas gracias por su carta del 9 que recibí ayer 23. No me explico tanto retraso", le dice el Obispo antes de entrar en materia. Realmente, en medio de ese asunto parecía andar el diablo, haciendo de las suyas. Era claro que le escocía de veras el comienzo de las actividades apostólicas del Opus Dei en Barcelona: "Ya sé el revuelo que en Barcelona se ha levantado contra el Opus Dei. Bien se ve la pupa que le hace al enemigo malo. Lo triste es que personas muy dadas a Dios sean el instrumento para el mal", continuaba don Leopoldo.
Podía estar tranquilo el Abad. El Opus Dei no era una disparatada empresa bajo el patrocinio de herejes sino que contaba con la aprobación y bendición eclesiástica. No se trataba, por lo tanto, de una criatura desnaturalizada, como le decía don Leopoldo: "porque el Opus, desde que se fundó en 1928, está tan en manos de la Iglesia que el Ordinario diocesano, es decir o mi Vicario General o yo, sabemos, y cuando es menester dirigimos, todos sus pasos; de suerte que desde sus primeros vagidos hasta sus actuales ayes resuenan en nuestros oídos y… en nuestro corazón. Porque, créame, Rmo. P. Abad, el Opus es verdaderamente Dei, desde su primer idea y en todos sus pasos y trabajos.
El Dr. Escrivá es un sacerdote modelo, escogido por Dios para santificación de muchas almas […]. En una palabra, yo no tengo pero que oponer a ese Opus que, lo repito, es verdaderamente Dei. Y sin embargo, son hoy los buenos quienes lo atacan. Sería para asombrarse si no nos tuviese el Señor acostumbrados a ver ese mismo fenómeno en otras obras muy suyas" (104).
La lectura de esta carta (fechada el 24 de mayo de 1941) suscitó en el Abad un sano interés por conocer mejor el Opus Dei, que para él resultaba una gran novedad. La carta de don Leopoldo no era breve, pero le supo a poco. Refrenando su impaciencia dejó pasar unos días y el 15 de junio tomó de nuevo la pluma. Esta vez con una larga serie de preguntas muy concretas: ¿dónde y cómo se ha originado el Opus Dei?, ¿cuáles son sus fines?; ¿por qué dicen algunos que se halla envuelto en el misterio y sellado en el secreto?; ¿qué hay de cierto en la "orientación iconoclasta" atribuida a sus miembros?; ¿cómo viven éstos?; ¿y la acusación de odio a las Órdenes religiosas?…
Don Leopoldo estaba dispuesto a contestar una por una estas interrogantes, en extensas y satisfactorias parrafadas. Y, con bonachona picardía, comienza la carta: "Rmo. P. Abad: Anoche recibí su estimada carta del 15 y muy gustoso le dedico este ratito para contestar a sus preguntas".
Principia con el "Origen del Opus Dei", y va despachando preguntas, y llenando páginas, para terminar con estas líneas:
"Lo que es admirable es el espíritu con que los miembros del Opus llevan esta grandísima tribulación; conozco sus cartas, porque el Opus Dei me lo manifiesta todo, y me admira y edifica la santa alegría con que sufren por su vocación, a la que el vendaval contrario da más arraigo en sus almas; ni una queja ni una frase de malquerencia tienen para los religiosos que tan rudamente los persiguen; su mayor consuelo es ver que todos los Prelados en cuyo territorio tienen casas estamos con ellos y los animamos y defendemos. Dios habrá de premiar a los que arbitrantes se obsequium praestare Deo han movido esta guerra, y lo único que el Opus Dei desea es que se logren en él los bienes para los que el Señor ha dispuesto esta tribulación. Así será.
Creo, Rmo. P., que he contestado a todos los puntos de su interesante y estimada carta. Si algo más desea de mí, dígamelo sin reparo; y perdone tanta extensión; ya procuraré ser más breve" (105).

5. El trabajo de don Leopoldo como Pastor

Mons. Leopoldo Eijo y Garay, Obispo de Madrid-Alcalá, siempre fue Prelado de puño firme en el gobierno de la diócesis. Aplicó con energía las instrucciones emanadas de la Santa Sede para contener la inmigración a la capital de España de los sacerdotes extradiocesanos. Y, frente a las intromisiones de las autoridades civiles en tiempo de la República, mantuvo una actitud inquebrantable, negándose a reconocer los nombramientos de puestos eclesiásticos por parte del gobierno.
Desde su llegada a Madrid, el joven sacerdote, que había de fundar el Opus Dei, se sintió tocado por la rigurosa disciplina de la diócesis. Como clérigo extradiocesano, la conducta de don Josemaría fue ejemplar. Sus consultas con el Vicario, don Francisco Morán, la puntual renovación de las licencias ministeriales y, ante todo, su ardiente celo apostólico, eran noticias que llegaron a conocimiento de don Leopoldo desde primera hora.
Luego, la estancia en Burgos en 1938 transformó rápidamente aquella mutua estima en amistad cordial. Don Leopoldo, hombre perspicaz y con largos años de gobierno, descubrió, como le había sucedido antes al cardenal Soldevila, la talla excepcional del joven aragonés: audaz y prudente, de incalculable empuje, de mucha finura de alma, obediente y sincero. (Cuando, en 1943, el Obispo de Madrid tenga que enviar a Roma el curriculum del Fundador del Opus Dei, describirá su persona -y traducimos del latín- en estas palabras: "Notas distintivas de su carácter son la energía y la capacidad de organización y gobierno; el pasar oculto y sin ruido; el mostrarse sumamente obediente a la Jerarquía eclesiástica; y señal especialísima de su labor sacerdotal es fomentar, de palabra y por escrito, en público y en privado, el amor a la Santa Madre Iglesia y al Romano Pontífice") (106).
La compenetración de voluntades entre don Josemaría y su Prelado alcanzó ese punto de intimidad y confianza que, sin aminorar el sentimiento jerárquico que los distanciaba, ponía sus almas en un mismo plano de confidencia sobrenatural. El Fundador estaba habituado a no dar un paso en sus actividades apostólicas sin pedir permiso previo a la autoridad competente; y, en todo caso, haciendo más tarde lo que denominaba su rendición de cuentas (107). Obraba con naturalidad, sin ocultar el afecto, y se echaba sin vacilar, sobrenaturalmente, en brazos de su Prelado. El Fundador, de manera particular en tiempo de infortunios, buscaba consuelo donde podía hallarlo: en el Pastor puesto por Dios para gobierno de su grey. Porque don Josemaría era, y se sentía, súbdito por varios motivos. Uno de ellos, por estar incardinado en la diócesis de Madrid.
Mi muy querido señor Obispo: ¡Jesús me lo guarde! -escribía en abril de 1941 desde Valencia-.
No me sufre el corazón estar tanto tiempo sin comunicarme con V.E. ¡Buena le ha caído al Señor Obispo con este hijo! (108).
Tampoco sentía embarazo alguno para desnudar su espíritu y manifestar los más recónditos sentimientos. Más aún, se esforzaba por lograrlo:
Se me vienen tentaciones -confiesa por carta a don Leopoldo- de no enviar a mi Padre esta carta. La mandaré: es menester, sin dudar, que mi Sr. Obispo conozca -he dicho otra vez- hasta la respiración de este pobre hijo suyo (109).
Últimamente, desde 1940, vivían ambos, con desasosiego, los infundios que esporádicamente se oían contra el Opus Dei. Hasta que el sacerdote, en agosto de ese año, acudió a su Obispo, pidiéndole auxilio. Lo pedía suavemente, recordando al Prelado su responsabilidad para con el Opus Dei, que Dios había querido que naciera en su diócesis:
Padre: le encomiendo mucho, y pido a Dios N. Señor que siga mirando V.E. la Obra que Él cargó sobre mis hombros, como cosa de Dios y cosa de usted (110).
Los preparativos de los documentos para la aprobación de la Obra como Pía Unión fue un empeño que terminó embarcando a Prelado y súbdito en la misma nave. De suerte que juntos compartieron la defensa del Opus Dei, mirando celosamente por la honra de Dios.
La primera medida que tomó don Leopoldo fue procurarse información; a ser posible, de primera mano. Don Josemaría, con su generosa tendencia a comprender las razones del prójimo y no aceptar de entrada malas intenciones, se deshacía prestamente de las noticias y papeles que le llegaban, y rechazaba juicios sobre las intenciones. Don Leopoldo le exigió que guardase los papeles, y que le notificase cualquier hecho relacionado con los ataques a la Obra o a su persona. En la primavera de 1941 las cosas se habían vuelto tan agrias que no podían ir ya a la buena de Dios. De lo copioso de las informaciones y de lo reservado de su naturaleza -es decir, de su gravedad- son testimonio algunas cartas de don Josemaría a don Leopoldo. Por ejemplo, una del 14 de mayo:
Padre: Para tener a V. E. Rvma. al tanto de lo que va sucediendo, le envío esta cuartilla, la copia de una hoja que los PP. repartieron en Barcelona con cierta abundancia, entre eclesiásticos… Lahiguera creo que ha traído también otra igual.
Hay unos asuntos que no me parece conveniente tratar por carta, ni por teléfono. Yo sé de sobra cómo anda mi Señor Obispo de tiempo; a pesar de eso, me atrevo a solicitar que, cuando le parezca oportuno a V. E., me conceda un cuarto de hora. ¡Dios se lo pague!
De Valencia no han dicho nada, y tampoco ha venido el que fue ayer en avión. Supongo que no habrá novedad; si no, habrían llamado por teléfono. Comunicaré lo que sea, cuando tenga noticias (111).
Y otra carta del 15 de mayo:
Mi Señor Obispo: Otra vez, molestando. Ya esto parece un parte diario. Pero conviene que siempre pueda decir V. E. Rvma. que de este pobre hijo suyo conoce "hasta la respiración".
Aún, nada de Valencia.
De Barcelona, le envío relación de la última plática del R. P. Vergés; y unos párrafos de una carta, que juzgo interesantes (112).
Al cabo de pocos meses fue tal la acumulación de noticias, rumores y referencias que, con propiedad, puede decirse que tan abundoso follaje no dejaba ver el bosque. Lo cual es una de las razones que aconsejan aligerar el relato y reducirlo a sus líneas principales, si no queremos empantanarnos en el negocio. (El Fundador, a todo aquel enjambre de historias y referencias, lo denominaba, medio en broma, papeles de chismes) (113).
Era el Prelado hombre de fuerte temperamento y, si abrazaba una causa, y la causa era justa, no cejaba. No permitió, por lo tanto, la más ligera habladuría contra el Opus Dei (114), ni menosprecio por su Fundador, de quien hace esta breve y jugosa loa:
"El Sr. Escrivá es sacerdote ejemplar, escogido por Dios para empresas apostólicas, humilde, prudente, abnegado en el trabajo, docilísimo a su Prelado, de inteligencia sobresaliente, de muy sólida formación espiritual y doctrinal" (115).
* * *
En vista de que la aprobación canónica no había servido para acallar la tempestad que corría por Cataluña, don Josemaría apeló a la autoridad del Ordinario. Mons. Díaz Gómara, recién llegado a la diócesis de Barcelona como Administrador Apostólico, trató de calmar ánimos, sin conseguirlo; incluso llegó a ir personalmente a la Universidad de Barcelona -como recuerda, años después, la que fue su perpetua- "a entrevistarse con el Rector y el Decano, sobre los disturbios que en los pasillos armaban contra el Opus Dei, los Luises" (116). El 14 de septiembre Mons. Díaz Gómara escribía a Sebastián Cirac, que estaba en Madrid:
"Mucho siento siga la campaña contra O.D., y más aún que hayan osado lo que me cuentas contra Escrivá y Albareda. La verdad brillará y como me decía días pasados el Obispo de ésa [don Leopoldo] mucho espera el Señor de la Obra cuando tanto la prueba" (117).
En don Leopoldo recayó la gravosa tarea de contestar cartas, recibir llamadas y visitas, esclarecer preguntas, consolar a los afligidos, amonestar a los murmuradores y reconfortar a los agraviados. Y todo ello era, por así decir, accesorio a las obligaciones principales de su gobierno, que se extendían a la reorganización de una diócesis paralizada durante tres años, con mil delicados problemas de personas y bienes eclesiásticos. Trabajo más que suficiente para consumir las energías del Obispo y de sus colaboradores. Porque, a esa tarea de reconstrucción diocesana, juntábanse otras muchas obligaciones nacidas de puestos honoríficos y representativos, sesiones de trabajo, reuniones y ceremonias. De manera que, compelido por la necesidad, don Leopoldo terminó creándose hábitos nocturnos de trabajo. A última hora de la jornada, cuando los demás estaban reposando, la emprendía con los montones de papeles que se acumulaban sobre su mesa. No era raro que a las altas horas de la madrugada estuviera todavía despachando asuntos pendientes (118).
Otra cosa tenía también de común con el Fundador: una gran capacidad de trabajo, salvo que don Josemaría respetaba las horas del sueño, aunque les diese considerables recortes. Desde que había abandonado su honra en manos del Señor dormía maravillosamente. Si acaso le zumbaba cualquier preocupación que le impidiese el sueño, decía: Señor, déjame dormir, que mañana tengo que trabajar por Ti (119).
Sobre don Josemaría gravitaban el Opus Dei con sus apostolados, una inagotable labor de dirección espiritual, y continuos viajes. Era también el tiempo en que llevaba a pulso un servicio generoso al clero de muchas diócesis, mediante las tandas de ejercicios, sin que supiese negarse a las peticiones de los Obispos. De la primavera del 1941 son estas líneas a don Leopoldo:
Voy viendo que debo evitar el trabajo fuera de mi vocación particular, porque el Opus es para agotar de sobra mis pobres actividades. Pero haré lo que V. E. Rvma. me indique (120).
Don Leopoldo le dejaba hacer. No le dispensaba de trabajo tan extenuante. Por lo demás sabía que, aparte del provecho que hiciera a las almas, la presencia y el celo del Fundador eran el más elocuente argumento, entre quienes le conocían, para desechar los equivocados rumores que se oían sobre el Opus Dei.
Pues bien, una noche en que don Josemaría descansaba, dando por olvidadas las incomprensiones con que se encontraba a diario, oyó el teléfono, que estaba junto a la puerta de su habitación. Se levantó. Cogió el aparato y volvió a oír palabras de consuelo que ya conocía.
Era D. Leopoldo, con su voz cálida, pastosa: Simon, Simon, me dijo, ecce Satanas expetivit vos ut cribraret sicut triticum: ego autem rogavi pro te ut non deficiat fides tua, et tu aliquando conversus confirma… filios tuos!; he aquí que Satanás os cribará como al trigo: yo he rogado por ti, para que no te falte la fe, y tú… confirma a tus hijos. Colgó el teléfono.
Me volví a dormir -escribe el Fundador-, sonriendo, más sereno -si cabe- que nunca: alegre, porque el Señor nos zarandeaba como al trigo cuando se criba. Y porque había gentes -muchas, no sólo el Obispo- que rezaban por mí, para que pudiera confirmar en la fortaleza de su vocación a mis hijos.
Nunca me sentí desgraciado en toda esta época, y jamás en mi vida. He pasado de todo: aceptaba la Voluntad de Dios (121).
Las difamaciones suscitadas a poco de ser aprobada la Obra por don Leopoldo, no comprendían solamente ataques contra don Josemaría. Conforme se empeñaba el Prelado en la defensa del Opus Dei más se revolvían contra él las críticas, como demostraban los hechos.
Envío copia de unas cartas -le escribía don Josemaría-, que ayer llegaron de Barcelona. No imagina, Padre mío, cómo siento que quieran salpicar a V. E. Rvma. con el barro que echan sobre el Opus Dei […].
¿Me perdona, Padre, por todas estas molestias que, bien a pesar mío, le ocasionamos?
¡Sufro mucho! Y, a la vez, estoy muy contento y lleno de paz. No me cambio por el hombre más feliz de la tierra. ¡Amo la Santa Voluntad de Dios! (122).
Las salpicaduras se convirtieron, por lo insidiosas y frecuentes, en paletadas de cieno. Corría la voz, de boca en boca o impresa en hojas anónimas, de que el Sr. Obispo de Madrid se había dejado engañar, que Roma desmentiría su actuación, que estaba protegiendo a herejes… Pero don Leopoldo no se acobardaba, y estaba decidido a pelear las peleas del Señor hasta imponer la verdad (123).
En junio de 1941 el Gobierno español llegó a un Acuerdo con la Santa Sede -como va dicho- para el ejercicio de presentación de candidatos, a fin de cubrir las sedes episcopales. Además de las vacantes producidas por martirio durante la guerra, otras sedes, más recientemente, habían quedado vacías (124). Entre ellas, por muerte del cardenal Gomá en 1940, el arzobispado de Toledo. Y tratándose del Primado de España, fue la primera sede a cubrir.
En una ocasión, salía el Fundador de charlar con don Leopoldo, cerca de las once de la noche, cuando se le ocurrió, al momento de despedirse, que el Obispo de Madrid iría, con toda seguridad, en la lista de candidatos y que, tal como estaban las cosas y las influencias, lo más probable es que rechazasen su nombre para el Primado.
- Señor obispo, le dijo: ¡déjeme en la calle, abandóneme! Por lo menos, haga como que me abandona, para recogerme después: porque, si no, se juega la mitra de Toledo.
Don Leopoldo se puso muy serio y le contestó:
- No le abandono, don José María, porque no me juego la mitra de Toledo: ¡me juego el alma!
(Pasó el tiempo -sigue contando el Fundador-, y me dio a entender que, efectivamente, fue excluido para el cargo de Primado de España) (125).
Por encima de los nobles afectos humanos que vinculaban al Prelado con el Fundador, existía, por parte del sacerdote, un inextinguible agradecimiento sobrenatural. Al subir al altar, y en sus oraciones, tenía muy presente a don Leopoldo.
No dejo de encomendar a V. E. varias veces al día -le dice por carta-; y mañana, como otras veces, celebraré la Santa Misa por la persona e intenciones de mi Señor Obispo. Nunca sabré agradecer bastante, aunque le quiera como le quiero, todos los bienes que he recibido de las manos de V. E. (126).
Asimismo, era un gran consuelo para don Josemaría el saberse reafirmado por la robusta lealtad de su Obispo. De ello se hace cargo Mons. Santos Moro cuando escribe al Fundador: "Ya he tenido el gusto de leer la carta magnífica del Sr. Obispo de Madrid al P. Abad de Montserrat, haciendo la apología del Opus Dei. Con tales defensores se suaviza bastante la aspereza de la persecución… Dios sea bendito" (127).
Don Leopoldo fue, sin lugar a dudas, el instrumento providencial que el Señor puso a la vera del Fundador. Y, con él, el apoyo de la Jerarquía eclesiástica. Para don Leopoldo el servicio al Opus Dei era servicio directo a la Iglesia.
El cariño del Fundador y miembros del Opus Dei, así como el apoyo de sus oraciones y mortificación, se lo expresaba don Josemaría en un pequeño regalo que le hizo el día de san Leopoldo: una acuarela de la cabeza de un borriquillo. Animal suave, resistente, trabajador; dócil y humilde cabalgadura del Señor cuando entró triunfalmente en Jerusalén:
+ Padre -escribía el 26-XI-41-: el borriquito quiso llegar hasta V. E. en el día de San Leopoldo. Recíbalo mi Señor Obispo cariñosamente, en gracia a la buena voluntad con que va a ese Palacio Episcopal: será muy dócil…, y va cargado de todo el respetuoso cariño de estos hijos de S. E. Revma. (128).
Esta candorosa faceta de sencillez y sinceridad (a menudo olvidada por quienes consideran punto menos que imposible hermanarla con una heroica y prudente reciedumbre) era parte esencial de la personalidad del Fundador. Por experiencia la conocía don Leopoldo, como lo muestra una anécdota de 1942. El 10 de marzo de ese año fue a visitarle un jefe de Falange, partido entonces en la cumbre del poder. Como resultado de la campaña promovida contra la Obra, venía a consultar al Prelado sobre la sociedad "secreta y masónica" fundada por don Josemaría. Y el Obispo, sorprendido, le decía:
"Creer que don Josemaría Escrivá es capaz de crear una cosa secreta es absurdo; es no conocerle. ¡Si es un hombre abierto, franco, como un niño! Don Josemaría -y por favor, que esto no llegue a sus oídos- es un hombre bueno, es un santo verdadero. ¡Y qué patriota es! Pero, sobre todo es un hombre santo. Estamos acostumbrados a venerar a los santos sólo en los altares y no nos acordamos que fueron hombres y anduvieron como nosotros por la tierra. Don Josemaría Escrivá, no le quepa a Vd. duda, es un santo al que veremos canonizado en los altares" (129).
Para don Leopoldo era un honor, que agradecía, el saberse elegido como instrumento de apoyo del Fundador. Y cuando oraba solía dirigirse al Señor con estas palabras:
"Señor, aunque yo no valga gran cosa cuando llegue ante Ti, por lo menos podré decirte: en estas manos nació el Opus Dei, con estas manos bendije a Josemaría" (130).
Ésas esperaba que fuesen sus "credenciales", la más valiosa y segura recomendación, como él decía, para cuando tuviera que presentarse al juicio de Dios.

6. Visión panorámica

Apenas habían pasado dos semanas desde la visita al Provincial de Toledo, Rev. P. Gómez Martinho, S.J., cuando don Josemaría se vio obligado a echar, una vez más, mano de la pluma. La noticia que tenía que comunicar era desagradable. En unas breves horas de estancia en Valencia se había enterado, por boca de sus hijos y de algunos amigos, de las amenazas, hechas en público y en privado por el P. Segarra, de repetir el espectáculo de Barcelona (131). Decidió comunicarlo al Superior, por si estaba en sus manos parar el golpe.
Muy estimado P. Provincial -le decía-: No imagina con qué alegría recuerdo nuestra entrevista de Areneros. Habiendo amor de Dios y ganas de servir a la Iglesia, sabía yo bien que habría cordialidad y mutua comprensión […].
A algunas personas, PP. de la Compañía leyeron una carta de otro P. de Madrid, que fue la ocasión de comenzar esta triste campaña. ¡Qué agradable a Nuestro Señor, y qué puesto en razón y en justicia y en caridad sería que ese P. se desdijera noblemente! Creo que ahora nadie puede formarse la conciencia para repetir, sin remordimiento, que soy masón, hereje, perverso, loco, etc., etc. Ni para afirmar que el Opus Dei es todo ese montón de injurias que se han dicho de palabra y por escrito (132).
A pesar de todo lo cual, se repitieron en Valencia los procedimientos utilizados en Barcelona. Se produjeron de nuevo las críticas a Camino (133), la denuncia ante las autoridades civiles y las visitas a las familias de los miembros del Opus Dei, para advertir a los padres que sus hijos caminaban rectos hacia el despeñadero de la perdición eterna (134).
El inesperado brote de estas calumnias fue lo que llevó a don Josemaría a suplicar al P. Gómez Martinho que intercediera con el P. Provincial de Aragón, para poner remedio (135). A esas alturas, tanto se había extendido la dura incomprensión por toda España que no le sorprendió demasiado al Fundador recibir un día carta de un convento de Segovia, con ocasión del escándalo.
Enseguida le vino al pensamiento el primer oratorio de Ferraz y el pobre sagrario de madera que pidieron prestado a la Superiora de las monjas de María Reparadora (en el siglo: Antonia Muratori Muller; en religión: María de la Virgen Dolorosa). Y, con fecha del 6 de agosto de 1941, le escribió en los siguientes términos:
R. M. María de la V. Dolorosa
S E G O V I A
Muy respetada y, en Cristo, estimadísima Madre:
Muchas veces la he recordado con cariño, tanto por el afecto que tengo a ese santo Instituto de María Reparadora como por los favores que personalmente debo a Vd. ¡Dios se lo pague!
Me dio su carta alegría… y pena, al ver que hasta ese Convento ha llegado el rumor de la contradicción de los buenos, de la persecución que estamos padeciendo -desde hace más de año y medio- por nuestra vocación, por nuestro Amor a Jesucristo […].
Madre: por amor de Dios, diga a esa Venerable Comunidad que no deje de encomendarnos, para que siempre veamos, a través de personas y sucesos, la mano de Nuestro Padre que está en los cielos; y así padeceremos, como hasta ahora, cum gaudio y pace [sic] lo que Él quiera. ¡Qué alegría da cumplir la santa Voluntad de Dios! (136).
Sospechaba, y temía, don Josemaría que la hoguera prendida en algunos lugares se propagase, adquiriendo proporciones de incendio social. El corazón se lo decía a gritos, aunque no podía imaginarse que el asunto fuese a parar ante las autoridades civiles (137). Ahora, por desgracia, veía sobradamente cumplidos sus temores.
Las acusaciones de herejía, sociedad secreta, masonería blanca, oposición al poder constituido, y otras muchas falsedades, se habían difundido en los sectores civiles y académicos para desprestigiar a la Obra. Especialmente peligrosa fue la acusación presentada ante el Tribunal de Represión de la Masonería, constituido el 10 de septiembre de 1940. A comienzos de julio de 1941 el Tribunal procedió a conocer la causa, a puerta cerrada. Según el ponente, Sr. González Oliveros, se denunciaba a un grupo de personas, dirigidas por el padre Escrivá, de formar una rama masónica con concomitancias de sectas judaicas. El presidente, general Saliquet, se interesó por el género de vida que llevaban los miembros de esa asociación. Entre otras cosas, le dijeron que vivían la castidad. Se extrañó el general, pero le confirmaron que sí, que era un hecho comprobado lo de la castidad de sus miembros. El Presidente entonces decidió que no se hablara más de la denuncia y que se archivara el asunto, pues él jamás comprendería la utilidad de que un masón, para sus fines, tuviera que vivir la castidad. Aserto que compartió el Tribunal en pleno (138).
Aun cuando el procedimiento era secreto y no se informaba siquiera a los acusados, si es que resultaban absueltos, en este caso, excepcionalmente, como para reparar la injusta acusación, varios miembros del tribunal visitaron la Residencia de Jenner. Pidieron a don Josemaría que les enseñase el oratorio, donde, según los denunciantes, levitaba el sacerdote y donde había un friso de signos cabalísticos. Les mostró el Fundador el oratorio y bromeando, pues estaba bastante grueso, les comentaba: sería un milagro de primer orden si me alzase del suelo un solo palmo (139).
Pero las acusaciones políticas continuaban llegando al Fundador de todos lados. Eran los años de la segunda Guerra Mundial, en que la Falange, al menos en la primera fase bélica, tuvo mayor relevancia política y presencia en el Gobierno, y no se recataba de manifestar ostentosamente sus aires y preferencias totalitarias de partido único. Cualquier otro criterio político era considerado como antipatriótico, y sujeto, por tanto, a persecución. Por otra parte, los enemigos de la Iglesia Católica, y quienes estaban en pugna con el régimen franquista, acusaban al Fundador de todo lo contrario. Años después recordaba don Josemaría cómo le tildaban de masón, y también de monárquico, de antimonárquico, de falangista, de carlista, de anticarlista. En plena Guerra Mundial -escribe el sacerdote-, iban las mismas personas -o gentes movidas por ellos- a las Embajadas de los aliados, para decir que yo era germanófilo; y a las representaciones de Alemania e Italia, para decir que yo era anglófilo (140). Estos chismes, utilizados por gentes del Movimiento Nacional, el partido dominado por la Falange, constituían una amenaza latente, que podía estallar en cualquier momento.
En efecto, las calumnias de carácter político fueron recogidas, poco más adelante, en un "Informe Confidencial sobre la Organización Secreta Opus Dei", elaborado por la Delegación de Información de la Falange (141). En dicho informe se decía de los miembros del Opus Dei que:
"En su concepción de vida defienden el internacionalismo, asegurando que para el católico no deben existir fronteras, naciones ni patrias (142). […] Esta organización se opone a los fines del Estado: 1º, por su clandestinidad; 2º, por su carácter internacionalista; 3º, por la intromisión que supone en la vida intelectual y en el orden de ideas propugnado por el Caudillo, y, 4º, por su sectarismo, que obliga al Estado a aparecer como injusto en la provisión de cátedras, becas, etc. […] sus elementos se mueven con apariencias de adhesión al Movimiento y del que sólo esperan su caída, confiados en la eternidad de la Doctrina Católica, escudo de sus turbias ambiciones" (143).
Realmente, la situación de España, escribe el Fundador, no era la más propicia, desde ningún punto de vista, para que una fundación joven y nueva fuera adelante. No estaba el ambiente dispuesto (144). Acudiendo al refranero, decía don Josemaría que no estaba el horno para bollos ni la Magdalena para tafetanes. No se trataba tan sólo de calumnias e injurias verbales. El peligro era muy serio. Un embajador, amigo suyo y persona bien informada, le avisó que ciertos extremistas de la Falange habían decidido eliminarlo (145). Cómico, y alarmante a la vez, dada la estrecha vinculación ideológica existente entre algunos sectores falangistas y el nacionalismo alemán, es lo que se lee en un apartado del Informe Confidencial. Refiriéndose a la Residencia de Jenner se hacía constar que en esta residencia existía un mapa de Alemania cubierto de cerdos; asegurando que no se trataba de un mapa de producción ganadera, sino de representación del pueblo alemán (146).
También se denunciaba en dicho Informe que la gente de la Obra pretendía, además del poder político, hacerse con la enseñanza universitaria, las cátedras y los centros de investigación científica (147). Y así sucedió que, cuando algunos miembros de la Obra se presentaron a las oposiciones públicas para tratar de obtener una cátedra universitaria, chocaron con tales prejuicios, que vinieron a ser injustamente discriminados en las pruebas de examen. Tanto se había extendido la especie de que intentaban copar las cátedras por procedimientos tenebrosos que, aún a la gente amiga le era difícil dejar de creer las calumnias que circulaban públicamente (148). A un sacerdote le explicaba don Josemaría:
Mira: tú sabes cómo el Opus Dei, ajeno en absoluto a toda preocupación de ambiciones terrenas, busca exclusivamente "la perfección cristiana de sus miembros, por la santificación del trabajo ordinario". El Opus Dei es obra sobrenatural que se preocupa solamente de la vida interior de las almas. Por eso, no es posible que le falten contradicciones. Y el Señor ha permitido que padezcamos la persecución de los buenos, que es la mayor contradicción. Y a los buenos se han unido los que no lo son tanto: los que odian a la Santa Iglesia y a la España católica […].
Quienes pertenecen a la Obra saben bien que no pueden agradar a Dios, si no acomodan su vida al decoro social más exquisito y a la moral cristiana más exigente. Puedes, por tanto, rechazar de plano ese montón de inmundicias que les atribuyen, para escalar puestos que no les interesan.
¡Que trabajo con universitarios! Es verdad. ¿Acaso es un delito? Yo entiendo que es servicio señalado a la Patria. Igual pudo el Señor haberme movido a trabajar con analfabetos. Pero falta a la verdad quien se atreva a afirmar que trato de "copar" las Universidades. La Obra no es para formar catedráticos: es para formar santos, en todas las actividades sociales, que no tengan más afán que amar a Jesucristo (y, por tanto, a la Patria) y hacer silenciosamente el bien (149).
Tales sucesos -unos chuscos, otros ridículos, y todos ellos lamentables- se apilaban como montones de basura. Mientras tanto no cesaban de llegar nuevos infundios a oídos de don Josemaría. Aunque para él la mayor molestia era tener que recogerlos puntualmente, obedeciendo órdenes de su Prelado. Así le ocurrió en diciembre de 1941, cuando se encontraba en Valencia, dando ejercicios a las universitarias de Acción Católica en el convento de las Religiosas del Servicio Doméstico. Muy harto debía estar de todo aquello cuando comienza su anotación con esta resignadas palabras: Otra vez tengo que tomar la pluma, para obedecer, anotando chismes y chismerías. ¡Todo sea por Dios! (150).
He aquí el resumen del apunte, en que recoge la conversación mantenida con una de las ejercitantes, la señorita María Teresa Llopis, estudiante de Ciencias Químicas. Esta señorita, según contaba ella misma a don Josemaría, había sido enviada por terceras personas a la tanda de ejercicios espirituales, con el ingrato encargo de espiar al sacerdote. Arrepentida, le comunicó la sucia trampa que le tendían. Según la señorita Llopis, se preparaba un tenebroso enredo, tramado por algunos Concejales del Ayuntamiento de Valencia con el respaldo del Comisario de policía. Y, como para dar veracidad a lo que con tanto aire de misterio contaba a don Josemaría, le suministró alguna información sobre lo que preparaban contra la Residencia de la calle Samaniego:
- ¿Hay un pozo en la casa?, preguntó al sacerdote.
- Sí, hija mía: la casa es muy vieja, y supongo que habrá pozos así en muchas casas de Valencia.
- Pues ahí aseguran que han echado los signos masónicos. Y también aseguran que hay unos pasadizos, siguió afirmando la señorita Llopis.
Yo volví a nuestra casa -termina de anotar el Fundador- y, al escribir esto en la media noche del viernes al sábado, no puedo menos de sonreírme ante lo burdo de las calumnias. Les falta otro dato del local: en esta casa hay ¡siete escaleras! Bonito título para un cuento de miedo: la casa de las siete escaleras (151).
El tono de chanza con que escribe es indicio de que el misterioso relato de la señorita Llopis le salía por una friolera. ¡Eran ya tantos, y tan repetidos, los infundios! Pero, en este caso, se equivocó. Efectivamente, las autoridades municipales, escudándose en una inspección sanitaria intentaban clausurar la Residencia de la calle de Samaniego. Don Josemaría se dio prisa en deshacer el entuerto, mandando estudiar el asunto a un arquitecto del Ayuntamiento de Madrid, para cerciorarse de que todo era pura arbitrariedad.
Es menester evitar el atropello -escribía a su amigo Antonio Rodilla-. Espero, por tanto, de ti -es de mucha gloria de Dios- que visites al alcalde y, si es preciso, al gobernador; y pongas en claro el asunto, logrando que nos dejen en paz, sin obligarnos a dar ni un brochazo de pintura, porque es innecesario a todas luces. Lo que querrían es obligarnos a cerrar la casa, o, por lo menos, interrumpir nuestra labor de almas y sacarnos dinero. No sé si sabes que ya buscaron excusa para ponernos otra multa, que se pagó, aunque no estaba claro el asunto, para evitar molestias. Se ve que les parece poco (152).
El espionaje de los centros de la Obra, y del apostolado que en ellos se hacía, continuó por muchos años. En 1943, esta vez en Madrid, en el centro de Diego de León, se presentó un agente del Servicio de Información de la Falange, enviado a sonsacar noticias con el pretexto de ver cómo estaba organizada la cuestión del abastecimiento. Pronto descubrió el Fundador qué es lo que realmente pretendía el intruso; y le puso de patitas en la puerta de la calle, no sin haber hecho antes amistad con él (153).
Mas, ¿para qué cansar al lector, repitiendo hechos y situaciones que nada van a añadir a lo ya sabido? Esos casos, pintorescos e inverosímiles, servirían para componer un florilegio de anécdotas, sin contribuir a esclarecer en lo más mínimo la vida del Fundador, salvo en méritos, en experiencia y en dolor. Porque la historia de la contradicción no se estancó en los años cuarenta, por más que don Josemaría evitara meterse en peleas y siguiese, a rajatabla, sus santas normas de conducta para tales casos. Hagamos, pues, un prudente y brevísimo sondeo, en longitud y profundidad, cuidando de no enturbiar las aguas:
De una carta del Fundador al P. Roberto Cayuela, S.J., buen amigo suyo, fechada el 13-I-1945, con recientes memorias de la Segunda Guerra mundial:
Muy estimado P.: ya siento tener que escribirle sobre cosas tristes, pero una honda amistad y confianza ha de saber de lo grato y de lo ingrato.
Otra vez, y en distintas ciudades, brota el ataque de varios PP. de la Compañía al Opus Dei […].
No es cosa de comunicarle dichos y dichos. Implícita o explícitamente -que vayan a otros sitios; aquí, ¿a qué?- parecen una inversión del Evangelio; parece como si dijesen: la mies es poca y los operarios muchos. En la mente de un gran general -aquel gran Capitán que se representaba S. Ignacio- caben millones de hombres encauzados en una creciente diversidad de funciones. Y en los planes del Rey universal, Sacerdote eterno, a quien estos días saludamos como dominator Dominus, cabe infinitamente más de lo que cualquier mente humana puede concebir. Hoy se trata no sólo de colonizar lo inculto, sino de intensificar el vigor productivo de lo cultivado; que lo fértil lo sea más; que los operarios piensen que también ellos son mies.
Pero no sé el gesto de locura que haríamos si leyésemos en el periódico que los aviones norteamericanos bombardeaban a los ejércitos ingleses. Ésta es una de las cosas más tristes que pueden pensarse: ¿habrá más relación entre ejércitos aliados de la tierra que entre los que cada día deben oír el amaos los unos a los otros de la cena eucarística? Si entre los unidos a Roma pasan estas cosas, ¿cómo nos dará el Señor la unión de los disidentes? Y estas cosas son docenas y docenas de testimonios, que ya sólo por su número fatigan, pero por su contenido dan honda tristeza.
Ya sabe con qué profunda amistad agradece sus oraciones y queda siempre suyo servidor afectísimo q. b. s. m. (154).
He aquí una carta al P. Carrillo de Albornoz, en la que se percibe un sincero deseo de ofrecer personalmente el perdón a quien promovió la campaña contra la Obra:
Roma, 3 de junio de 1950
Revmo. P. Ángel Carrillo de Albornoz S.J.
L o n d r e s
Mi querido Padre Carrillo: Recibí su cariñosa carta del 15 del pasado, y siento yo también que no se arreglen las cosas para que viniera Vd. por esta casa.
Cuando vuelva a Roma, espero que nos veremos despacio y con frecuencia. Si yo no estuviera, ya conoce a D. Álvaro del Portillo, con quien sé que se entenderá siempre muy bien.
Con sincero afecto, le abraza y pide oraciones para el Opus Dei y para este pecador,
su affmo. a. in Domino (155).
Testigo de visu del momento en que el Padre se enteró de la defección del P. Carrillo es Encarnación Ortega, la cual testimonia: "Presencié el momento en que le dieron la noticia de que el P. Carrillo había abandonado la Compañía de Jesús. El Padre se apenó profundamente. Don Salvador Canals le recordó que era quien había organizado una fuerte calumnia contra la Obra. El Padre le cortó: - Pero es un alma, hijo mío, es un alma. Y estuvo un rato muy triste, indudablemente rezando" (156).

7. Un dicho de santos

Cuenta santa Teresa que hubo una temporada en que padeció fuertes incomprensiones, pues su confesor achacaba a intervención diabólica algunos hechos sobrenaturales que le venían. Y también lo daban igualmente por cierto las buenas gentes del lugar. Fueron grandes los sufrimientos de Teresa, hasta que pasó por allí san Pedro de Alcántara. Al enterarse, cuenta la santa, "húbome grandísima lástima. Díjome que uno de los mayores trabajos de la tierra era el que había padecido, que es contradicción de buenos" (157).
La contradicción soportada por el Fundador fue muy duradera; y su trama harto compleja. Los primeros amargores datan de comienzos de los años treinta. Por esa época anota en sus Apuntes:
En estos días, que yo sepa, frailes de tres institutos distintos se han metido con nosotros. ¿Contradicción de los buenos? Cosas del demonio (158).
Está visto -y sucede más a menudo de lo que uno puede imaginarse- que el demonio se vale de los buenos oficios de algún cristiano para perturbar la santa conciencia del prójimo; si Dios lo permite, naturalmente. Esta idea de que los buenos sirven, en ocasiones, de tropiezo al justo preside una catalina del 14 de septiembre de 1940. Dice así:
Mucha tribulación. Incomprensiones y calumnias. Insidias de los malos y contradicción de los buenos. En gran parte, aunque el motivo sobrenatural sólo Dios lo sabe, la ocasión humana ha sido M. Entiendo que no lleva mala intención (159).
Pero el episodio de la "contradicción de los buenos" no fue suceso pasajero. Tuvo un singular ingrediente; y es que, aparte la vida religiosa de quienes la promovieron, está la índole de quienes la prosiguieron, esparciéndola a los cuatro vientos. Cargado de razón, por lo tanto, don Josemaría comenta que:
Al lado de la contradicción de los buenos, tampoco faltaban -ni faltan- tontos redomados que, con muchas verdades a medias, no pocos errores y bastantes premeditadas calumnias, organizaban, con impertinencia y falta total de sensibilidad humana, el estrépito contra nosotros: y todo venía después pregonado por ignorancia o por estupidez, sin mala fe, por otra gente (160).
Frente a tamaño estrépito, declarado unilateralmente, el Fundador se impuso, a sí y a los suyos, la ley del silencio. Ley que consistía en practicar, ante los ataques, la política de boca cerrada: callar; callar siempre. Ni quejarse ni hacer comentarios. Esperaba que, a medida que corriesen los meses iría bajando la hinchazón de los ánimos y reposando la polvareda del revuelo, hasta que se lo tragase todo el olvido. Confiaba que el tamiz del tiempo, al filtrar aquellos tristes sucesos, los convirtiese en recuerdos insustanciales, lejanos y serenos, sin dejar amargura para nadie (161).
Armado de paciencia, antes de ponerse a describir las tribulaciones pasadas, dejó correr un buen trecho de años. Luego, con prudencia, sin precipitaciones, expuso los sucesos en carta dirigida a sus hijas e hijos. Esto sucedía en 1947. Después revisó por tres veces el texto, suavizando de paso las expresiones. Y, finalmente, dejando correr casi veinte años, la acabó en 1966. Como ya se señaló antes, ésta es la razón de que la carta lleve doble fecha (162).
La lectura de los primeros párrafos de esta carta parece prometedora; y el lector se prepara para un cabal relato histórico:
Se han calmado bastante las aguas, voy a cumplir con la indicación que me ha venido de arriba, de personas que tienen autoridad en la Iglesia, diciéndome que comunique alguna cosa de éstas que he procurado silenciar, aun cuando no he podido evitar del todo que mis hijos las supiesen (163).
Sin embargo, sólo parcialmente cumplió el Fundador su propósito. Porque, más que un relato histórico, la carta resulta ser un esbozo de incidentes fragmentarios y anecdóticos, narrados con desgana, sin atenerse a la cronología, y desprovistos de articulación. Habría que añadir que se esquivan las descripciones con pelos y señales; que se silencian, aposta, los nombres de las personas responsables de la persecución; y que se evita juzgar las intenciones y los motivos. Procuro, comenta su autor, no cargar las tintas del cuadro que os describo, ahorrándoos tantos sucesos inesperados y duros, que parecen arrancados del medioevo (164).
En cualquier caso, no se trata de un relato conforme a un plan expositivo. No falta voluntad y buen propósito de parte del autor. Pero es innegable que se nota un empeño racional para no remover los bajos fondos del asunto. Así, pues, la narración se reduce a un conjunto de impresiones sueltas, a una conversación de familia hecha con retazos de recuerdos y sin disponer, al alcance de la mano, de documentos que consultar (165). Es evidente que el Fundador quería y no quería contar todo este capítulo de la historia de la Obra, porque una carta de familia no es el mejor género literario para hacer historia. Realmente, el impedimento era de otro género. A don Josemaría le repugnaba hablar de sí, aunque fuera en tercera persona. Pero quería obedecer a quien le había ordenado desde el Vaticano hablar de ello a sus hijos. De suerte que, una vez más, choca con su viejo lema -ocultarme y desaparecer- resistiéndose a desnudar su intimidad, que es inseparable de la historia de la Obra durante "la contradicción de los buenos".
Y no es una conjetura traída por los pelos, el que don Josemaría quería nadar y guardar la ropa, puesto que se ve obligado a reconocerlo desde un primer momento: Os escribo, hijos míos, con dificultad. Con dificultad porque me han sugerido que os diga alguna cosa de mi alma (166).
Por su enfoque, primordialmente sobrenatural, lo que el Fundador nos refiere bien pudiera titularse: Tratado de la tribulación; cómo sacar provecho espiritual de las contradicciones, sin perder la paz y la alegría. Porque, eso sí, el lector puede sacar en todo momento provechosas lecciones de alta nobleza espiritual.
* * *
Imposible poner orden en aquella caótica acumulación de hechos y dichos, de murmuraciones y falsedades, que componen la campaña de las calumnias. Así y todo, cabe mostrar, a grandes rasgos y por encima de lo anecdótico, el curso de los acontecimientos. Al principio, hacia 1940, don Josemaría fue objeto de críticas y habladurías aisladas. Era la temporada en que aludía a sus tribulaciones. Poco más adelante, con pruebas irrefutables de que se había montado una campaña contra él y su Obra, no pudo menos de calificarla de contradicción de los buenos, al saber quiénes eran sus promotores. Luego, esa campaña organizada y orquestada desplegó la persecución, una cruel persecución, una persecución perseverante (167).
Al Fundador le costó no poco el usar tan fuerte vocablo. Se resistía a ello por consideración a que los ataques provenían de personas pertenecientes a una institución a la que amaba con toda su alma. Una postura semejante, y por el mismo motivo, había tomado el Abad de Montserrat. Pero, como razonaba don Leopoldo a éste último, ¿qué era sino auténtica persecución la dura y desenfrenada acometida que se estaba llevando a cabo?
"Lo que más me extraña -replicaba el Obispo al Abad- es que diga V.R., viviendo como vive en el crudo ambiente que se le ha creado al Opus Dei en esas tierras, "si puede llamarse persecución la contradicción que experimenta". Dígame si no es persecución, y crudelísima, llamar a esa Obra que V.R. conoce y estima y por la que tan justamente se interesa, masonería, secta herética, hijuela de lo de Bañolas, antro tenebroso que pierde las almas sin remedio; y a sus miembros, iconoclastas e hipnotizados, perseguidores de la Iglesia y del estado religioso, y tantas otras lindezas por el estilo; y mover contra ellos las autoridades civiles y procurar la clausura de sus centros y el encarcelamiento de su fundador y la condenación en Roma; y lo más trágico y doloroso, encizañar por todos los medios desde el confesonario hasta la visita a domicilio a las familias de los que quieren bien al Opus Dei. Si esto no es persecución y durísima, ¿qué lo podrá ser?" (168).
La secuencia histórica de los hechos seguía un curso recto, progresivo e imparable. Primero, tribulaciones dispersas. Luego, contradicciones organizadas; y, finalmente, la persecución desbocada, que bajaba como torrente por despeñadero.
Sucedió, sin embargo, algo increíble. Ya fuese por información deficiente, ya por considerar inconcebible que sus hermanos utilizaran el arma de la calumnia, lo cierto es que el Director de la Congregación de San Luis, de Madrid, dando un viraje desconcertante, hizo causa común con el P. Carrillo de Albornoz, como expresamente corrobora en la ya mencionada carta a don Josemaría, en la que dice que obran "de perfecto acuerdo", y acusa al Fundador de difamar a la Compañía de Jesús (169).
Don Josemaría, dotado de una fina sensibilidad sobrenatural, descubrió muy pronto, por encima de la secuencia humana, el significado último de tan tristes sucesos. En cuanto asomaron por el horizonte de su vida las primeras señales de contradicción, se dio cuenta de que se trataba de una cosa de Dios, de que era una prueba enviada de lo alto. De modo que su interés se centraba en cosechar los bienes para los que el Señor ha dispuesto esta tribulación (170). Con ello el panorama adquiría una perspectiva muy diferente a la del espectador que contempla los hechos de tejas abajo. Los acontecimientos aparecían, a ojos del Fundador, bañados en claridades de luz nueva. Tomaban un sentido transcendente, superior, en dimensiones y categoría. Respondían a un sabio ordenamiento, según los principios rectores de la Providencia.
Frente al entendimiento ramplón de la historia cotidiana, don Josemaría percibía desde lo alto el sistema divino de las cosas. Así, lo que para un observador, sin visión sobrenatural, aparece como inexplicable paradoja, era, para el Fundador, palpable evidencia. Por ejemplo: la coexistencia de la serenidad y la alegría con las ansiedades y aflicciones en medio de la tribulación. Y es que cuando se ama a Dios de veras, cuando el alma se abraza firmemente a su Voluntad, remonta penas y dolores. Quienes insistían en sus propósitos de deshacer el Opus Dei olvidaban algo muy importante, que sensatamente nos recuerda el Fundador:
Olvidan esas personas que las obras de Dios -esta Obra de Dios también-, Dios las hace. En cambio, los monumentos humanos los hace y los deshace el tiempo (171).
Deseaba vivamente don Josemaría que acabase de una vez toda aquella trapisonda. Sabía que, a fin de cuentas, la clave de la Historia está en la Voluntad divina, como escribía a don Leopoldo:
Pido mucho a N. Señor que se acabe aquello, si es su Voluntad. Al añadir esta condicional, implícitamente va en la petición mía el ruego de que sí, que sea la Voluntad de Dios el fin de la persecución de los buenos que venimos padeciendo. De todos modos, FIAT (172).
* * *
Paseaban juntos cierto día don Josemaría y el Vicario General de la diócesis, don Casimiro Morcillo, por las afueras de Madrid cuando, haciendo como que cometía una indiscreción, preguntó el Vicario a su acompañante: ¿Sabes que te han acusado a Roma, quizá como hereje, ante el Santo Oficio? Don Josemaría, al oírlo, se llenó de gozo:
¡Qué contento estoy, Casimiro! porque de Roma, del Papa, no puede venirme más que la luz y el bien, le decía (173).
Esta pura alegría de espíritu era muy a costa de sus energías corporales. Porque para sobreponerse a aquel cúmulo de calumnias, que entorpecían el camino de la Obra hacia Roma, tenía que hacer esfuerzos titánicos. En esa campaña difamatoria se estaba jugando el futuro inmediato del Opus Dei, puesto que la aprobación por Roma era desembocadura obligada en toda institución de la Iglesia que tuviera aspiraciones de alcance universal. Y a su desgaste físico se agregó el peso aplastante de diez tandas de ejercicios espirituales, una detrás de otra, y cada una de ellas de semana completa. Así consumió el verano de 1941 (174). A las puertas del otoño, antes de empezar el nuevo curso, don Josemaría se hallaba tan agotado que fue preciso que se retirase a descansar por unos días a La Granja, un pueblo cerca de Segovia. Allí, acompañado de Ricardo Fernández Vallespín, escribía y paseaba.
La mañana del jueves, 25 de septiembre, se quedó en el hotel. En parte por el tiempo, con nubes grises y llovizna. Sobre todo por la urgencia que sentía de comunicar a Álvaro del Portillo la noticia que le abrasaba el alma:
hoy ofrecí el Santo Sacrificio y todo lo del día por el Soberano Pontífice, por su Persona e intenciones -le escribía-. Por cierto que, luego de la Consagración, sentí impulso interior (segurísimo, a la vez, de que la Obra ha de ser muy amada por el Papa) de hacer algo que me ha costado lágrimas: y, con lágrimas que me quemaban los ojos, mirando a Jesús Eucarístico que estaba sobre los corporales, con el corazón le he dicho de verdad: "Señor, si tú lo quisieras, acepto la injusticia". La injusticia ya imaginas cuál es: la destrucción de toda la labor de Dios.
Sé que le agradé. ¿Cómo me iba a negar a hacer ese acto de unión con su Voluntad, si me lo pedía? Ya otra vez, en 1933 ó 1934, costándome lo que sólo Él sabe, hice otro tanto.
Hijo mío: ¡qué hermosa mies nos prepara el Señor, después que nuestro Santo Padre nos conozca de verdad (no, por calumnia) y nos sepa -tal como somos- sus fidelísimos, y nos bendiga! (175).
Al igual que en 1933, aunque esta vez dentro de la misa, don Josemaría se sintió movido interiormente a ofrecer en holocausto al Señor, con su misión fundacional, todos los apostolados de la Obra. Acababa de hacer la Consagración cuando, de pronto, el Señor le pidió que aceptase, libremente, la destrucción de la Obra, la criatura divina que trabajosamente sorteaba entonces una campaña tremenda de insidias. No se trataba de una vaga posibilidad de entrega sino de una exigencia real y actual. Y, en un arranque heroico de desprendimiento, el sacerdote hizo el sacrificio, en acto de unión con su Voluntad, de algo que le era mucho más precioso que su misma vida.
Ese ofrecimiento era el remate de nueve años de docilidad y absoluta sumisión a la Voluntad de Dios. En efecto, allá, por 1932, había escrito en sus Apuntes: Señor, tu borrico quiere merecer que le llamen el que ama la Voluntad de Dios (176). Muchas obras de amor y de obediencia habían florecido desde entonces en la Cruz. Con esta segunda muestra de amorosa aceptación del Querer divino, el Fundador se había hecho merecedor del título, y el Señor ya no volvió a someterle a esa dura prueba.
Sus sufrimientos culminaban así en la Cruz, que es signo eterno de predilección divina. Bien se lo recordaba Mons. Carmelo Ballester, Obispo de León, cuando, refiriéndose a la campaña organizada contra su persona, le escribía: "el Señor le quiere mucho, puesto que le lleva por el camino real de la Cruz" (177).
Dolor y felicidad se le hacían al sacerdote -humana paradoja- una misma cosa. Lo único que le importaba era hacer la Voluntad divina. Mejor dicho, entregarse con toda su alma a la Voluntad de Dios, ya que los perturbadores sucesos de aquellos años no le apartaban de ella. Al contrario, como diría reflexionando sobre las pasadas injusticias:
nos acercaban a Él; nos crucificaban con Cristo y nos hacían ver -yo lo contemplo ahora con una claridad meridiana- que los padecimientos que experimentamos los hombres son justos (178).
Pero, no nos engañemos. Esa unión con el Querer divino no le venía sin una titánica lucha entre el "hombre viejo", del que habla san Pablo, y el niño renacido de la gracia. La consideración de la filiación divina -el saberse hijo de Dios- era el bálsamo con que ungía las heridas recibidas en aquella dura campaña, según explica por carta a Álvaro del Portillo:
Alvarote: pide mucho y haz pedir mucho por tu Padre: mira que permite Jesús que el enemigo me haga ver la enormidad desorbitada de esa campaña de mentiras increíbles y de calumnias de locos; y el animalis homo se alza, con impulso humano. Por la gracia de Dios, rechazo siempre esas reacciones naturales, que parecen y tal vez son llenas de sentido de rectitud y de justicia; y doy lugar a un "fiat" gozoso y filial (de filiación divina: ¡soy hijo de Dios!), que me llena de paz, de alegría y de olvido (179).
La paz y la alegría era la porción de dulzura que dejaba la Cruz en su alma. Pero la otra porción, que pesaba sobre su ánimo, amargándole los sentimientos, era producto del cansancio que le aplastaba y consumía. En cuanto pudo, se retiró a examinar su alma. Advirtió entonces, con sobresalto, la devastadora operación que se estaba llevando a cabo en su carácter:
Éste es el gran Mediterráneo que he descubierto: soy naturalmente alegre y optimista. Sin embargo, tantos años de lucha y de sufrimientos de todo género me han modificado el carácter, sin yo darme cuenta hasta ahora. Y me cuesta sonreír. Tengo aquella gravedad de ochenta años -que pedía al Señor, a los veintiséis- y mucha amargura.
Esto es objetivo, como objetivo es también que en mi alma rarísima vez he perdido el gaudium cum pace, si acaso por un momento, a pesar de todas las contradicciones interiores y exteriores. Anegado en basura y deshonra, me he sentido feliz: discurría: la honra hace muchos años que se la di a Jesús: si Él no la necesita, ¿yo para qué la quiero?
Pero, divago: tengo frecuentes arranques de malhumor, soy serio, parezco triste. Y Dios no quiere eso, ni ése es el espíritu de la Obra: pongo empeño en que haya alegría en nuestras casas, y la hay. Yo debo ir delante. ¡Buena mortificación, al alcance de la mano, e inadvertida! Si mi Padre Espiritual lo aprueba, haré el examen particular sobre la alegría… ¡que no es una futesa!
Propósito: sonreír, sonreír ¡siempre! por Amor de Jesucristo.
Madrid - Casa de los PP. Paúles (Fz. de la Hoz), noviembre de 1941 (180).
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En doce meses escasos, a contar desde el otoño de 1940, se había extendido tan deprisa la "contradicción de los buenos", y desplegado tal arsenal de medios e influencias, que resultaba milagroso que la Obra sobreviviera. De una conversación con el Obispo de Madrid en enero de 1941, recoge el Fundador estas palabras sobre la campaña dirigida por el P. Carrillo de Albornoz: tiene perfectamente organizada la calumnia -con la mejor buena fe-, por toda España y, según el P. Segarra, la extenderán a Roma (181). Después, entre las mil y una necedades que siguieron, se propalaba que la cuestión terminaría en Roma. Hasta se hizo correr, adelantando el juicio y sentencia, que el Opus Dei había sido ya condenado y su fundador suspendido a divinis (182).
Pero la primera noticia firme por la que se tiene conocimiento de que se estaba preparando la denuncia oficial del Opus Dei ante la Santa Sede es de junio de 1941. Comunica la noticia, no sin cierto sobresalto, don Sebastián Cirac, que escribe desde Barcelona al Obispo de Madrid, para evitar que llegara antes a don Josemaría, con el consiguiente dolor:
"Excelentísimo y querido Señor Obispo:
Me creo en la obligación de comunicar personalmente a V.E. que el P. Provincial S.J. ha llegado estos días de Roma, donde entregó al Rdmo. P. General de la Compañía unas conclusiones contra el Opus Dei. Y dicho P. General se impresionó tanto, que fueron enviadas a las Congregaciones.
La noticia viene de fuente auténtica; ya ha sido comunicada también al Sr. Obispo A.A. de Barcelona por un amigo. Quizás no sea conveniente por ahora que lo sepa Don José Mª. Entre tanto y de acuerdo con el Sr. Obispo de aquí prepararemos la defensa de la verdad, de la justicia y de la virtud, a pesar del mucho trabajo y del poco tiempo, que tengo.
Mande y bendiga V.E. a su affmo. S.S. que B.S.P.A.
Sebastián Cirac" (183).
A vuelta de correo le contesta don Leopoldo:
"Querido Dn. Sebastián:
Al salir de Santos Ejercicios me entregan su carta de V., que no tiene fecha, ni matasellos el sobre, de modo que no sé de cuándo es.
Por ella me entero del triste notición. ¡Qué pena! Pero no hay que apurarse. Dios N.S. sobre todo. Por mí no ha de saberlo el buenísimo Dn. José María, pues aunque sé que reaccionaría a lo santo, sufriría mucho físicamente. Ahora está dando Santos Ejercicios.
No creo que allá hagan cosa alguna sin contar con los Prelados, o preguntarles tan siquiera. Llegado ese momento Dios N.S. nos asistirá.
Esto no quita que V. haga todo cuanto pueda. Dios N.S., que se lo pagará, le ilumine.
Nuestro mayor cuidado se ha de poner en que nada de esto haga daño a las almas; y lo haría, y grande, cualquier cosa que cediese en descrédito de la Santa Compañía de Jesús. La mayor gloria del Opus estará en bendecirla siempre. No hay que confundir las cosas.
Y como el Opus es verdaderamente Dei, Él volverá por lo Suyo y nos hará defenderlo bien.
Creo que lo mejor sería que no tomase vuelos el notición.
Ya me dirá V. cuanto sepa. Se lo agradeceré mucho" (184).
La noticia permaneció reservada. En el verano de 1941 don Josemaría estuvo dando cursos de retiro a universitarios y a sacerdotes, sin poder ocuparse de otros muchos asuntos urgentes (185). Al llegar el mes de septiembre se hallaba tan rendido que sus hijos le pidieron que descansase unos días. Acompañado de Ricardo Fernández Vallespín se fue el 21 de septiembre a La Granja, como ya se ha dicho, hospedándose en el Hotel Europeo. El día 23 fue a visitar a Mons. Luciano Pérez Platero, obispo de Segovia, quien sacó a conversación el tema que nos ocupa. Tenía el obispo, según contó a don Josemaría, un hermano jesuita en Loyola. Por él se había enterado de que en las casas de la Compañía solamente disponían de información parcial, nada favorable sobre el Opus Dei, por lo que difícilmente podían hacerse un juicio objetivo. En esto le preguntó el obispo, como dando una noticia reciente:
- "¿Sabe que han llevado las cosas a Roma? Me lo dijo mi hermano.
- Sé que han ido al Santo Oficio, le contestó don Josemaría. Y no puede imaginar el impulso de alegría, hasta física, que tuve al saberlo: ¡ya nos conoce el Papa, aunque nos conozca mal, a través de calumnias!" (186).
Pronto cayó en la cuenta de que la denuncia mencionada por el hermano de Mons. Pérez Platero era asunto más reciente, y que se trataba de una acusación en toda regla. Por debajo de la noticia, don Josemaría se imaginó lo que de tiempo atrás venía sospechando: que la riada de calumnias procedentes de España terminaría desbordándose por Roma. El "triste notición", que don Leopoldo y don Sebastián Cirac trataban de ocultarle, cayó sobre él de golpe y porrazo. Los dos días siguientes anduvo con el corazón partido (187). Sentía impulsos humanos, movimientos de rebeldía que, con la gracia de Dios y un acto gozoso de filiación divina, lograba reprimir, recobrando la paz y la alegría.
Don Josemaría, al igual que don Leopoldo, fundamentaba su esperanza con argumentos humanos y sobrenaturales. Y andaba sobrado de razón, porque la Curia romana se encargaba, prudentemente, de enfriar acaloramientos y de que reposasen las denuncias, por riguroso turno de espera. Mientras tanto algunos obispos españoles enviaban a Roma, a través del Nuncio, noticias sueltas sobre la verdad de los sucesos. Pero era evidente que los acusadores llevaban la delantera en la información, como lo demuestra el hecho de que el Revmo. Padre General de la Compañía de Jesús hiciera llegar a la Santa Sede una Relación con numerosos anexos (A-M) sobre el Opus Dei. Tan alarmante debió ser la información enviada desde España, que el mismo Padre General, en su carta personal de acompañamiento a dicho envío, consideraba el Opus Dei como "muy peligroso para la Iglesia en España"; prosiguiendo en estos términos: "el que su Excelencia el Obispo de Madrid sostenga y fomente la Obra por todos los medios, no es como para maravillarse. Tampoco me maravilla el que unos cuantos obispos se muestren favorables al fundador Don Escrivá. De hecho, lleva vida sacerdotal íntegra y su libro "Camino" contiene sana doctrina ascética, expuesta de modo atractivo; pero quien conozca la Obra en su conjunto verá que este libro es para los "no iniciados", aun cuando en él haya señales de una secreta tendencia a dominar el mundo con una especie de masonería cristiana; por ejemplo, en el número 911, "¿cuándo veremos nuestro el mundo?"… Y si luego hay quienes digan que el "Opus Dei" es cosa que no tiene mayor importancia, se debe a que la Obra, por su carácter secreto, se manifiesta poco al exterior; o quizá se trate de una hábil maniobra para engañar a la autoridad eclesiástica. Pero es indudable que actualmente ejerce un gran influjo, y que también atrae la atención de la autoridad civil" (188)).

8. El bisturí de platino

Desde un primer momento, don Josemaría tuvo la certeza de que las injurias contra su persona eran, en cierto modo, una prueba permitida por Dios, con el fin de purificarle. Y una de las cosas que le confirmaban en ello era ver la clase de herramienta de que el Señor se servía para marcar su alma en el dolor. Así lo explicaba el Padre; y así lo repetiría después don Álvaro al Obispo de Madrid: "¿Cómo no hemos de mirar y bendecir, como venida de Dios esta tribulación, cuando nos la manda por instrumento tan Suyo como es la santa y amada Compañía de Jesús?" (189).
Empapado de esta sobrenatural consideración, también don Leopoldo veía la batida organizada por algunos religiosos como un lujo que Dios se permitía, y que tendría que pagarles luego con favores: "Dios habrá de premiar -escribía sin segundas intenciones- a los que arbitrantes se obsequium praestare Deo han movido esta guerra" (190).
Saltaba a la vista que el Señor se comportaba magníficamente, con gran esplendidez, derrochando las caricias de la Cruz, demostrando -a poco tacto sobrenatural que se tuviera- que el Opus Dei le era algo muy propio y querido. De ahí que el Fundador sufriera las agresiones sin despegar los labios, como escribía al P. Basterra, en carta ya citada:
Nunca saldrá de Casa ni una palabra de protesta contra esos PP. que son instrumento de Dios, que quiere tratar su Obra a lo divino, como trató de ordinario todas las nuevas fundaciones (191).
Tanto el Fundador como don Leopoldo estaban convencidos de que esas personas, en aquellas circunstancias, prestaban un gran servicio al Opus Dei. (Sin que por ello dejaran de ser responsables de sus actos. Dios puede sacar de los males, bienes). Y no implica esta afirmación la más leve brizna de ironía. Ciertamente, concuerda con el punto de vista histórico, porque la persecución parece ser ley de crecimiento espiritual, salvo raras excepciones. (También la bendita Compañía -comentaba el Fundador al Sr. Obispo de Pamplona- hubo de sufrir que se la acusara, en sus comienzos, de tener secretos y oscuridades) (192). Tampoco era una consideración despreciable desde el punto de vista humano, porque los miembros del Opus Dei tenían el santo orgullo de verse asistidos por Dios, como soldados bisoños que hacían sus primeras armas, sufriendo rudos embates a pesar de ser tan poquita cosa (193):
¡Qué gozo, en medio de la tribulación, ver que, siendo nosotros tan humildes, nos trata el Señor como a los grandes soldados de su Iglesia! (194), exclamaba agradecido don Josemaría.
El Opus Dei, por disposición de la Providencia, estaba siendo sometido a dolorosísima operación quirúrgica, de la que todos sus miembros saldrían renovados, en salud y fortaleza. Para tan cruenta operación el Señor se valía de algunos hombres de Dios, a los que don Josemaría amaba, cada día con mayor finura, y que eran para el Opus Dei -aseguraba-, como un bisturí de platino en las manos de Dios (195). Éste era el sentimiento que inculcaba en sus hijos, cuidando de cultivar en sus almas la devoción y amor a San Ignacio y a su bendita Compañía (196), para que jamás naciese en ellos el más mínimo brote de rencor:
estoy cierto de que cuando, a la vuelta de los años, llegue a vuestras manos este escrito -insistía en 1947-, no tendréis en vuestro corazón -lo mismo que ahora nosotros- más que caridad y disculpa; y amaréis el martillo que nos ha golpeado, para que saliera la estatua bellísima que es la Obra (197).
Semejantes manifestaciones de afecto a la Compañía aparecen, en boca y escritos del Fundador, en múltiples ocasiones, antes y después de tan larga tormenta. Y resulta aún más conmovedora su sinceridad cuando guarda ese cariño en lo secreto de su corazón, como puede comprobarse por una nota manuscrita, fechada el 8 de abril de 1941, en la que se confiesa a sí mismo:
Siento como nadie estos ataques, porque amo a la Compañía de Jesús. Y hoy mismo he celebrado la Santa Misa por la Compañía -como otras veces, desde que nos persiguen-, pidiendo al Señor que cese esta tribulación, si es su Voluntad (198).
Pero, si acaso se nos despierta la curiosidad de saber por qué sufría el Fundador de manera tan singular con aquella campaña difamatoria, es menester una advertencia previa: el "sufrir" no se refería a los padecimientos morales que tocaban a su honra, porque de ésta hacía tiempo que se había despedido (199). Lo que le dolía era el mal ajeno, el daño que estaban causando a la Compañía los métodos empleados por algunas personas procedentes de su mismo seno; y el escándalo público que ello acarreaba. No faltaron jesuitas que trataron de impedir los desmanes de sus hermanos en religión, sin conseguirlo.
Nadie como el Fundador sentía esos ataques, porque la calumnia, venga de donde venga, siempre envilece a quien la emplea. Deja, además, una traza viscosa en cuanto toca. Rastro difícil de limpiar, porque el pueblo, de primera intención, suele pensar que cuando el río suena, agua lleva. Y, una vez extendida la mancha, ¿cómo reparar el daño causado? (200).
Sin atender a las consecuencias, se divulgaron procedimientos de actuación y calumnias que, posiblemente, serían copiadas por otros. Y así sucedió. No pasó mucho tiempo sin que los enemigos de la Iglesia calcasen, una a una, las acusaciones puestas a circular por aquellos religiosos. Y, no fueron solamente los enemigos. Hubo también fieles y clérigos que, siguiendo el ejemplo recibido, se autoconcedieron patente de corso para actuar a su antojo y reavivar la difamación contra el Opus Dei (201).
Mientras descargaba la tormenta, el Fundador, con los suyos, seguía a pie juntillas las normas trazadas desde los primeros acosos:
Callar, callar, trabajar, perdonar, sonreír y rezar: y sufrir con alegría, porque el camino de Dios es sufrir, ponernos en las manos del Señor y no olvidarnos de que Él no pierde batallas (202).
Por fuerza admiraba don Leopoldo la mansedumbre evangélica y la "caridad y amorosa resignación con que los miembros del Opus Dei acogen la persecución y besan las manos que los hieren" (203). Como suele suceder a menudo, de grandes daños Dios saca, a la larga o a la corta, grandes bienes. Las adversidades, en lugar de deshacer la Obra, contribuyeron a unir íntimamente al Padre con sus hijos. Fue el primer fruto, resultado de aquel ofrecer el Fundador sus espaldas para recibir los golpes y proteger así a los suyos. Recordándolo, escribió años después:
Me atrevía a decir con San Pablo a los hijos míos: por tanto, os ruego que no decaigáis de ánimo, en vista de tantas tribulaciones como sufro por vosotros, pues estas tribulaciones son para vuestra gloria; puesto que los golpes, al menos en aquella primera época, eran contra mí (204).
El Padre se representaba al vivo las dolorosas punzadas. Y recordaba haber visto de pequeño cómo las viejas de su tierra, armadas de agujas, pinchaban las brevas, para que madurasen más deprisa y se cargaran de néctar. De igual modo, la persecución había adelantado la mayoría de edad de sus hijos, los había madurado espiritualmente, haciéndolos más eficaces, más pacientes, y más fieles. Esta imagen de su niñez campesina en Fonz le venía con frecuencia a la hora de sobrenaturalizar los padecimientos de los hijos de Dios en esta vida:
En mi tierra -decía extrayendo el sentido divino del dolor-, pinchan la primera florada de higos, que se llenan así de dulzura y sazonan antes. Dios Nuestro Señor, para hacernos más eficaces, nos ha bendecido con la Cruz (205).
Durante largos años tuvo que desmontar mentiras y esclarecer de mil modos la verdad acerca del Opus Dei. Así se fueron "delineando", incisivamente, los rasgos de la Obra. Hasta el punto -escribía el Fundador- de que está ahora como esculpida (206). Asimismo, las contradicciones contribuyeron a poner aún más de manifiesto que la Obra no la hacen los hombres sino Dios (207).
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A mediados de la primavera de 1941 andaba alborotada Barcelona. Al menos muchos hogares católicos; desde luego, todos los círculos eclesiásticos; y no faltaban autoridades en actitud de alerta. Y, como la caída de una piedra en las aguas dormidas de un estanque, la perturbación de Barcelona fue esparciéndose a las diócesis limítrofes, como se comprueba por la anécdota que sigue.
Era entrado el mes de mayo cuando el Prelado de Lérida, Mons. Moll Salord, fue a entrevistarse con el de Gerona. Casualmente había ido leyendo Camino en el viaje, en un ejemplar que le había regalado el autor. Grande debió ser la sorpresa del Sr. Obispo de Gerona al ver entrar al de Lérida trayendo, a vista de todos y sin recato alguno, un libro que acababa de ser denunciado como herético la víspera. Pero leamos la carta de Mons. Moll Salord a don Josemaría:
"Recibí a su tiempo su precioso CAMINO con la amable dedicatoria que quiso estampar en su portada. Lo leí con sumo interés. Mejor, lo leímos juntos Mosén Ángel y yo… camino de Gerona, un buen día de primavera, a donde me enviaba el Señor, sin yo saberlo, para "desfacer entuertos" respecto a V. y a sus libros y sus cosas. Precisamente aquel Prelado el día antes había tenido unas visitas que le pusieron en guardia contra V. y su libro. Yo pude enseñárselo, debidamente censurado y aprobado, y certificar de su persona, que había conocido pocas semanas antes. Algo parecido tuve que hacer en algunos círculos eclesiásticos de Barcelona, donde se le tenía a V. por algo más que sospechoso. Una pena. Pero tengo la persuasión de que todo este ambiente hostil terminará en un ridículo mayúsculo. V. esté siempre con su Prelado y con los Prelados de las Diócesis donde V. piense actuar y lo demás no es sino polvareda vana, que nada tiene de Dios y mucho de miras e ideales humanos.
Tengo dos tandas para sacerdotes los días 13-25 de Octubre. ¿Sería V. tan amable que quisiera venir a darlas? La otra vez nos dejó con la miel en los labios, como suele decirse, sin apenas probarla… ¡Qué cosas tiene a veces el Señor! Mucho he tenido presente aquella interrupción como también, ante el altar, el alma de la persona que la causara.
Muy de corazón le bendice su afmo. s. s. en Cristo
+ Manuel, Obispo A.A." (208).
La divisa eclesiástica de don Josemaría fue siempre una rendida obediencia a la Jerarquía. De manera que al aconsejarle el Obispo de Lérida no separarse nunca de su Prelado, y actuar de acuerdo con los Prelados de las diócesis en que desarrollaba su apostolado, le está dirigiendo, más bien, palabras de aliento. El lema de "nada sin el Obispo" es lo que le daba seguridad en sus empresas, y el poder caminar a salvo aun en ambientes hostiles. La Obra -escribía don Leopoldo al Abad de Montserrat- no está desorientada:
"Sabe muy bien lo que es y a dónde va; no es tan joven que no tenga ya trece años de viva experiencia en ambiente de muy fervorosa meditación; y sobre todo va segura porque va de la mano de los Obispos, bien asida a ella y sin más afán que obedecerles y servir a la Iglesia; su lema y consigna y orden del día de todos los días es ¡Serviam!" (209).
En medio del traqueteo a que estaban sometidos don Josemaría y sus hijos, comenta don Leopoldo, "su mayor consuelo es ver que todos los Prelados en cuyo territorio tienen casas, estamos con ellos, y los animamos y defendemos" (210). En compensación al rechazo que implicaba, en algunos ambientes, la persecución, era de no poco alivio sentir el cariño de los Obispos.
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El 9 de enero de 1939, pocas semanas antes de acabar la guerra, el Fundador dirigió una carta a los suyos, en la que les hablaba de los obstáculos que encontrarían tan pronto recomenzasen la labor. Y especificaba: escasez, deudas, pobreza, desprecio, calumnia, mentira, desagradecimiento, contradicción de los buenos (211). Este detallado anuncio de los acontecimientos que les aguardaban, hecho con dos años de antelación, tanto tiene de predicción sobrenatural como de presagio histórico. Realmente, participa de ambos. En buena parte, era lógico prever que esto sucediera, teniendo en cuenta la naturaleza de los hombres y de las cosas (212). Eran de esperar las incomprensiones y los encontronazos. Pero lo que va más allá de la humana previsión es el rápido, total y azaroso cumplimiento de cada uno de sus puntos.
Los acontecimientos confirmaron cabalmente el pronóstico hecho en Burgos, en 1939, antes de que apareciesen nubes por el horizonte. Es de notar, sin embargo, que todos los puntos mencionados -escasez, deudas, pobreza… persecución de parte de la autoridad- tienen significación precisa, clara y sustantiva. Todos, menos la contradicción de los buenos, dicho de santos, con significado y valor ascético peculiar, como se ha visto.
Es historia repetida en la vida de los santos la de tener que sufrir indecibles padecimientos. Pero el que Dios permita, a veces, que sean precisamente los buenos quienes sirvan de instrumento de tortura para una prueba de amor no es fácil de entender. Éste es el caso particular de la denominada "contradicción de los buenos". Claro que también es sabido que las vías del Señor son inescrutables y que la divina Providencia bien puede sacar luz hasta de los humanos errores. Sin embargo, dejando a un lado los designios ocultos y sobrenaturales, cabe preguntarse por las causas que, a ojos humanos, motivaron la contradicción. ¿Cómo y por qué se produjo la persecución? ¿Cuál fue el resorte que puso en movimiento los ánimos adversos?
Valga, como primera respuesta, el saber que aquella conmoción traía su origen del mensaje predicado por don Josemaría acerca de la llamada universal a la santidad. Ahí está la raíz de las incomprensiones, críticas, suspicacias y ataques a la Obra y a su Fundador. Antes de la guerra civil se murmuraba de don Josemaría que había formado una secta herética, cuyo propósito era buscar la santidad en medio del tráfago mundano. Ahora se repetía la vieja historia. El mensaje era, ciertamente, radical. Aquel joven sacerdote trataba de suscitar en los cristianos una respuesta adecuada a la vocación ínsita en el bautismo; y esa exigencia llevaba derechamente a la santificación, es decir, a vivir la plenitud de la vida cristiana en medio de la calle.
En cierto modo, considerando que el medio histórico-doctrinal había permanecido lánguidamente inmutado durante siglos, el mensaje del Opus Dei constituía una novedad impensada, que irrumpía de manera perturbadora. Para algunos hasta resultaba conflictivo con las costumbres y enseñanzas tradicionales. Por añadidura, muchos consideraban la vocación como término equivalente a consagración religiosa. Así, pues, no es de extrañar que midiesen a los miembros del Opus Dei por el género de vida que es peculiar al estado religioso, y que trataran de aplicarles votos, hábito, vida conventual o manifestaciones peculiares de pobreza. Con el resultado de que, al no encajar en sus moldes mentales ni la doctrina ni la secularidad propias del Opus Dei, nacía en ellos la sorpresa o el escándalo. No faltaron tampoco quienes creyeron deber de conciencia el combatir el desarrollo de las labores apostólicas que traía entre manos don Josemaría.
Las calumnias que corrían -como va dicho- eran de todo tipo. Algunas, ridículos infundios; otras, muy peligrosas acusaciones. Entre ellas la de que el Opus Dei intentaba destruir las instituciones de vida consagrada y que sustraía vocaciones a los religiosos. Así, esas afirmaciones se volvieron armas arrojadizas; y, con tal vehemencia, que no quedó piedra por remover.
No es preciso insistir en que la lista de acusaciones que se alegaban contra la Obra era larga. Pues bien, una de las muchas cosas que se le imputaban era "el odio a las órdenes religiosas", afirmación que, a juicio del Obispo de Madrid, era "una de las más graves calumnias que le han levantado al Opus Dei" (213). Porque lo cierto es que don Josemaría amaba de todo corazón a los religiosos, tenía muchísimos amigos en Órdenes y Congregaciones (214) y seguía dirigiendo tandas de ejercicios espirituales en conventos y monasterios (215).
Sin embargo, temían algunos que "la llamada universal a la santidad no llevaría sino a producir detrimento a los seminarios, noviciados de religiosos, etc., haciendo disminuir el número de vocaciones para el estado clerical o religioso" (216).
Cuando el Fundador da cuenta a don Leopoldo de la entrevista sostenida el 31 de mayo de 1941 con el Provincial de Toledo, le informa en breves palabras: Todo es cuestión de que piensan que van a perder vocaciones (217).
Quince días más tarde, reanudando el tema de la conversación mantenida aquel 31 de mayo, don Josemaría insiste por carta al Provincial: En el fondo, objetivamente, no hay más que un lamentable forcejeo por si éste o aquél se viene a trabajar con nosotros (218).
Y, haciéndose eco de la cuestión, se dolía don Leopoldo al Abad de Montserrat:
"¡Y pensar, Rmo. Padre, que toda la tempestad ha surgido porque dos o tres chicos que querían entrar religiosos han preferido el Opus Dei después de conocerlo!
Es tal y tan enorme la desproporción entre la causa y los efectos, que naturalmente no cabe explicación, y hay que atribuirlo a la providencia del Señor, que para sus fines lo ha dispuesto así" (219).
Con visión ancha y magnánima, entendía el Fundador que la salud general de la Iglesia estaba por encima de las necesidades particulares de la Obra, en esto de las vocaciones, como se desprende de una anotación de 1931. (¡Y esto lo escribía cuando no tenía más que tres personas que le seguían; tres vocaciones a medio hacer!):
Los socios y asociadas no serán egoístas, en el sentido de captar vocaciones para ellos solos (ni en ningún otro). Por el contrario, fomentarán vocaciones para los institutos, órdenes y congregaciones religiosas y Seminarios seculares (220).
En el apostolado y en la dirección espiritual, don Josemaría se atuvo a aquel consejo que tan largamente comentaría en la tanda de ejercicios de junio de 1939: cada caminante siga su camino, es decir, la llamada de Dios. Y, aunque nunca le sobraran personas entregadas al Opus Dei, porque el poner en funcionamiento las labores apostólicas de la Obra exigía cada vez mayor número de ellas, jamás se metió a segar en sembrado ajeno (221). Como director de almas fue extremadamente respetuoso, promoviendo vocaciones en beneficio de todas las instituciones de la Iglesia, sin excepción. Este modo de actuar es propio de la misión de la Obra, y está muy dentro de su espíritu. Y, sin embargo, se le echaba en cara a don Josemaría que robaba vocaciones a los religiosos, cuando su empeño era encauzarlas por el camino señalado por Dios para cada una (222):
bien sabéis -enseña a sus hijos- que es propio de nuestro espíritu ver con alegría que surjan muchas vocaciones para los seminarios y para las familias religiosas. Es más, damos gracias a Dios, porque no pocas de esas vocaciones brotan como fruto de la labor de formación espiritual y doctrinal que llevamos a cabo entre la juventud al encender cristianamente el ambiente que nos rodea, al hacerlo más sobrenatural y más apostólico, se promueve lógicamente, para todas las instituciones de la Iglesia, un mayor número de almas (223).
Cuando Dios llama a alguien a su servicio le llama por su nombre -vocación sobrenatural y personal-; generalmente, para algo muy específico y concediéndole, de paso, las gracias adecuadas. De manera que Dios sabe, antes que los hombres, a dónde dirige sus deseos. Esto es, quizá, uno de los motivos por los que don Josemaría no alcanzó siquiera a imaginarse que la cuestión de las vocaciones llegara a suscitar tamaño revuelo (224). Con la gran polvareda de la incomprensión es de pensar que los promotores no llegaron a darse cuenta de las graves implicaciones que arrastraba consigo el desnaturalizar la vocación a la santidad a que están llamados todos los cristianos.
La grandeza de la vocación está ya en su origen, porque es la voz de Dios que viene a la criatura del más allá del fondo oscuro de los tiempos. Pero, aun así, siendo Dios dueño y señor de las almas, deja, en entera libertad, que éstas respondan a sus amorosos requerimientos.
En medio de estas duras tribulaciones, la prueba de La Granja, del 25 de septiembre de 1941, marca en el alma del Fundador la cota más alta de desprendimiento, y de su actitud de vigilia para llenar con la Voluntad divina el vacío de sí mismo. Esto le daba pleno derecho al título de: el que ama la Voluntad de Dios. La disponibilidad de todo su ser la describe el Obispo de Ávila, Mons. Santos Moro, que tan íntimamente le trató en los años cuarenta, con estas breves palabras: "Vivía pendiente de la Voluntad divina" (225). En la escalada a Dios, don Josemaría había dejado atrás toda la impedimenta y se hallaba en el último tramo:
Escalones: Resignarse con la Voluntad de Dios: Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la Voluntad de Dios: Amar la Voluntad de Dios (226).

9. El primer centro de mujeres

Rezando ante el cadáver amortajado de doña Dolores, consideraba el hijo la pérdida grande que esto suponía para las primeras mujeres que llegaron al Opus Dei (227). Dios sabía más. Se llevó un alma a punto de santidad e hizo de su sacrificio el fructuoso comienzo de la labor apostólica que esperaba el Fundador.
Cuando Paco Botella, que vivía en el piso de Martínez Campos, se enteró de la enfermedad de la Abuela, fue a Diego de León a preguntar cómo se encontraba. Abrió con cuidado la puerta del cuarto y distinguió la cama en la penumbra. La enferma tenía aspecto muy desmejorado y parecía consumida por la fiebre. En esto, doña Dolores volvió el rostro hacia la puerta y, al ver a Paco, le dijo: "Seguro que te ha dicho Carmen que estoy aquí! ¡Oye, Paco!, te voy a dar una buena noticia: tu hermana Enrica ya es nieta mía" (228).
Fue, verdaderamente, grata sorpresa para Paco. Pocas semanas antes había estado en Valencia y hablado con su hermana, por encargo del Padre. Explicó a Enrica la vida y apostolados de la Obra, pero su hermana, sin mayor entusiasmo, le dejó cortado con un comentario de absoluto despego: "Admirable labor", sí. Pero que no contaran con ella (229). Trató Paco de leerle un punto de Camino. Todo fue en vano. Aparte de que Enrica, y el resto de la familia, conocían bien el libro, pues se lo había regalado Paco el año anterior. (El punto en cuestión era aquel que empieza: Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor) (230).
Enrica formaba parte del grupo de chicas valencianas que harían los ejercicios espirituales para jóvenes de Acción Católica en Alacuás, en la semana del 30 de marzo al 5 de abril de 1941. Esos ejercicios se daban en el convento de las Operarias Doctrineras, y los dirigía don Josemaría.
Quizá pensase Enrica que, teniendo un hermano de la Obra y habiendo oído hablar del predicador, era descortesía mostrarse huraña. Decidió, por tanto, acercarse a saludar a don Josemaría. Y ese paso, afortunadamente para ella, supuso un cambio de rumbo en su vida.
- "Padre, mi hermano me ha hablado de la Obra", dijo a título informativo, presentándose voluntariamente a don Josemaría.
- Y yo estoy pidiendo tu vocación, le replicó el sacerdote (231).
Al volver a Madrid le entrarían ganas a don Josemaría de comunicar a Paco la decisión de Enrica. Sobre todo después de la negativa de semanas antes. Pero se contuvo. Dejó pasar unos días y brindó a la Abuela el dar a conocer tan grata noticia a su nieto.
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También hacía los ejercicios espirituales en aquella tanda de Alacuás otra joven. Se llamaba Encarnación Ortega y no sabía bien qué le había movido a encerrarse por unos días en aquel lugar. ¿Tal vez la curiosidad de conocer en persona al predicador, al autor de Camino, libro que tenía fresco en la memoria? Su hermano, que frecuentaba El Cubil, la Residencia de la calle de Samaniego en Valencia, le animó a que, de paso, saludara al Padre. No parecía Encarnita muy decidida a ello, porque ¿qué tenía ella que contarle?
El primer día de los ejercicios, reunidas las ejercitantes en la capilla, esperaban la llegada del sacerdote. Fue entonces -refiere Encarnita-, cuando su alma quedó profundamente removida por la persona del Fundador: "Su recogimiento, lleno de naturalidad, su genuflexión ante el Sagrario y el modo de desentrañarnos la oración preparatoria de la meditación, animándonos a ser conscientes de que el Señor estaba allí, y nos miraba y nos escuchaba, me hicieron olvidar inmediatamente mi deseo de escuchar a un gran orador, y se cambiaron por la necesidad de escuchar a Dios y de ser generosa con Él. Vencí la pereza y, por buena educación, fui a saludar al Padre" (232).
Después de un brevísimo preámbulo, don Josemaría le explicó, en síntesis, qué era la Obra: la búsqueda de la santificación en el trabajo, la vida contemplativa y apostólica en medio de la calle, la filiación divina… También esta joven dio una espantada interior, deslumbrada por lo que estaba exponiendo aquel sacerdote. Era consciente de que se trataba de algo maravilloso; y estaba asustada de que Dios pudiera exigirle todo. Cortó, pues, por lo sano e hizo el propósito de no volver nunca a encontrarse con aquel sacerdote. "A pesar de esta decisión -cuenta- no podía dormir ni casi comer. Veía que Dios necesitaba mujeres valientes para hacer su Obra en la tierra; y, no sabía por qué, yo me había enterado a través de su Fundador… Aquella idea la tenía viva, constantemente" (233).
A partir de entonces, trataba de "poner distancia a la llamada de Dios". Si se encerraba en la habitación, sentía la necesidad del aire libre. Salía entonces a pasear por la huerta de naranjos del convento y aquel pensamiento no se le iba de la cabeza. Todo era inútil. De nada le valía. Tampoco podía protegerse en la capilla de la palabra incisiva del predicador, que, aguda como una saeta, se le clavaba en el cerebro.
Un día, meditando sobre la Pasión del Señor, el sacerdote ponía los sucesos en presente. Describía la escena en el Huerto de los Olivos. La oración de Jesús atravesada por sentimientos de soledad y desamparo; sintiéndose envuelto por las vilezas de los hombres y la horrenda maldad del pecado; bajo el peso angustioso de lo que se le venía encima, hasta el punto de sudar sangre.
Las ejercitantes, llevadas por la palabra del sacerdote, seguían los pasos del Señor, como refiere Encarnita: "Y, a continuación, nos dijo: Todo eso lo ha sufrido por ti. Tú, al menos, ya que no quieres hacer lo que te está pidiendo, ten la valentía de mirar al Sagrario y decirle: eso que me estás pidiendo ¡no me da la gana!
Seguidamente, nos explicó la flagelación, con tanta fuerza, que parecíamos testigos oculares. Y la coronación de espinas. Y la cruz a cuestas. Y cada uno de los sufrimientos de la Pasión… Después de cada uno de ellos, volvía a repetir: todo eso lo ha sufrido por ti. Sé valiente, al menos, y dile que eso que te está pidiendo ¡no te da la gana!
Al terminar la meditación, cuando intenté formular un propósito, alguien me tocó en el hombro y me dijo: te llama Don Josemaría" (234).
No fue necesario que le preguntase nada el sacerdote. Encarnita se adelantó para decirle que estaba dispuesta a todo. El Padre empezó entonces a señalar dificultades. La vida que iba a emprender sería dura. La pobreza, grande. La renuncia a los propios gustos, total; y tenía que estar lista para marchar, tal vez, lejos de la patria; y habría de santificarse en el trabajo, acabando heroicamente hasta los detalles más pequeños de sus tareas cotidianas.
* * *
En la primera semana del mes de agosto de 1940 se hallaba don Josemaría en León, dando una tanda de ejercicios espirituales a los sacerdotes de la diócesis. Su amigo, don Eliodoro, el párroco de San Juan de Renueva, conocía a una joven, Nisa (Narcisa González Guzmán), que solía confesarse con él. Era una chica juvenil, deportista, estudiaba idiomas y le gustaba vestir bien. Tal vez entendiese la Obra, ¿por qué no? El párroco le dijo que el autor de Camino, libro que Nisa leía con gusto, estaba en León. Nisa se animó y don Eliodoro fijó la visita.
Uno de esos días de agosto, a media mañana, cruzaba la joven el patio del palacio episcopal. Subió a las salas del primer piso y, en una de ellas, un cuarto inmenso, esperó con cierto nerviosismo. Enseguida apareció un sacerdote de mediana estatura, más bien alto, y de aspecto cordial. Se dirigió a ella y, de pronto, a quemarropa, le hizo una pregunta que la desconcertó:
- Hija mía, ¿amas mucho a Nuestro Señor?
- "Sí, no sé", contestó Nisa vagamente (235).
Entró luego el sacerdote en materia. En pocas frases, claras y expresivas, le bosquejó la Obra. Mientras le escuchaba atentamente hablar de vida interior y de apostolado, de desprendimiento y de obediencia, Nisa tenía la preocupación de si se había pasado de la raya y estaba demasiado llamativa con su falda blanca de verano y su chaqueta rojo grosella, en aquel severo salón eclesiástico. Inconscientemente insinuó una pregunta sobre el modo de vestir. El sacerdote cogió al vuelo su pensamiento. No tenía por qué preocuparse, le aclaró no sin humor: siempre, naturalmente, que no se vistiese de "mamarracho" (236).
Al final, su reacción no fue muy diferente a la de Enrica o Encarnita, según cuenta. Pero el Padre no se descorazonaba por los silencios ni por las primeras respuestas negativas. Era sobrenaturalmente tozudo y seguía rezando y mortificándose por aquellas mujeres. "La conversación con el Padre -comenta Nisa- me causó una profunda impresión, me parecía una entrega ambiciosa, pero que en ese momento no estaba dispuesta a vivir. Al salir del palacio episcopal pensé: esto es una maravilla, podría ser para mí, pero no me siento con fuerzas […].
Tengo la certeza de que el Padre me encomendaba y me trató como convenía a mi modo de ser: no volvió a decirme nada. Yo seguía leyendo Camino que llegué a aprender casi de memoria. Cada vez que leía uno de sus puntos era algo que me removía, que contribuyó a hacer madurar en mí el Amor de Dios, del que me habló el Padre la primera vez, que me llevó a corresponder a la vocación" (237).
En abril de 1941 fue Nisa a Madrid y pidió al Padre, en Diego de León, ser admitida en el Opus Dei.
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A diez años vista del comienzo de la labor de mujeres, don Josemaría estaba todavía arrancando con el vigor y entusiasmo de los primeros tiempos. De antemano sabía que en el desarrollo de la Obra, por su origen divino, imperaba una lógica muy distinta de la que rige las empresas de los hombres. Y esta lección, que tenía bien aprendida, la aplicaba también a la vocación de las primeras mujeres:
La lógica de Dios, hijas e hijos míos, no coincide muchas veces con la triste y pobre lógica de los hombres. Por eso, encontramos obstáculos, internos y externos, para amar y cumplir la Santísima Voluntad del Señor. Por eso también, las primeras vocaciones -y de cuando en cuando, sucederá esto- han costado sangre, porque no es el discípulo más que el Maestro (238).
En medio del constante e insidioso hostigar de las calumnias, tuvo el Fundador que ocuparse de mil cosas, además del incipiente apostolado de las mujeres. Don Josemaría les transmitió el espíritu del Opus Dei en breves meses, desde agosto de 1941, en que había dado a sus hijas un curso de retiro en Diego de León, hasta la fecha en que pudieron poner un centro para la expansión apostólica. El Padre -incansable, optimista y paternal- procuraba crearles renovadas ilusiones, a la par que sostenía su esperanza. En octubre escribía a las de Madrid:
Jesús me guarde a mis hijas.
Todo lo que vale cuesta. Y el Señor os está haciendo gustar, en esta última temporada, pequeñas contradicciones. Pero, ya estamos tocando la meta (239).
Nisa se volvió a León, esperando que se abriese el Centro. De Madrid le escribían cada ocho días; y alguna vez también el Padre:
Quizá convendrá -le decía don Josemaría en noviembre de 1941- que vengas antes de que esté la casa dispuesta, para ayudar a instalarla; aunque la instalación será muy humilde. Conviene que me digas si podrás venir, por si es preciso avisarte.
Que pidas mucho y hagas pedir: con oración iremos a donde sea preciso ir. Que a esa Virgen del Camino encomiendes el tuyo y el de todos nosotros. Que estés muy contenta (240).
Pasaban los meses sin que apareciese la casa. A don Josemaría le faltaba casa y necesitaba gente, porque eran muy pocas las mujeres en la Obra.
Encontraron, por fin, una vivienda, que pasaron a ocupar en los primeros días de julio de 1942. Era un chalet de la calle de Jorge Manrique, número 19, colonia del Viso. Tenía dos plantas, sótano y jardín. Los cuartos estaban sin muebles y las paredes desnudas. Don Josemaría se hallaba dando una tanda de ejercicios en Segovia, pero no se había olvidado de ellas (241). Y, en cuanto volvió de Segovia, el Fundador se aplicó a grabar en el alma de aquellas mujeres los primeros consejos. A saber: cumplimiento fiel, y con mucho amor, de las normas de piedad y de las obligaciones familiares y profesionales; y visión sobrenatural en todas las cosas; y sinceridad a rajatabla.
Ante la directora de la casa -les enseñaba- habían de reaccionar con altura de miras, confiando en que representaba a Dios, sin pararse a medir sus condiciones y habilidades, su edad o temperamento. No les fuera a suceder lo que al campesino, que se negaba a rezar a uno de los santos de la iglesia de su pueblo, porque había visto tallar su imagen del tronco de un cerezo. ¡Lo he conocido cerezo!, decía excusándose (242).
Habían de ser transparentes. Totalmente sinceras. Salvajemente sinceras; pero no sinceramente salvajes, les advertía. (La sinceridad era una virtud siempre recalcada por el Fundador). A los pocos días llegaron los muebles para el despacho de dirección: un tresillo, una mesa, una estantería… Estaba la mesa por estrenar cuando se volcó un tintero y quedó señalada indeleblemente con un reguero de tinta. Se resistían a dar el disgusto al Padre, pero, con buen criterio, le contaron la novedad.
Ni se nota -comentó don Josemaría, rebajando con optimismo la fealdad de la mancha-. No me importa que estropeéis mesas: ya las arreglaremos. Lo que me importa es que siempre seáis muy sinceras (243).
El Padre estaba pendiente de ellas en todo momento. Las tenía presentes en su oración. Más aún, si cabe, cuando se hallaba lejos. Así, por ejemplo, les escribía desde Pamplona, en el verano de 1942:
Jesús bendiga a mis hijas y me las guarde.
Muchas veces al día os encomiendo. El Señor tiene puestos sus ojos en esa casita, de donde han de salir cosas tan grandes para su gloria (244).
En aquel pequeño centro de mujeres de la calle Jorge Manrique estaba en germen nada menos que la mitad de la Obra. No, ciertamente, en número sino en la esperanza del fruto venidero, como había escrito el Fundador en Camino:
No juzgues por la pequeñez de los comienzos: una vez me hicieron notar que no se distinguen por el tamaño las simientes que darán hierbas anuales de las que van a producir árboles centenarios (245).
Con su fidelidad a la gracia y al espíritu de la Obra de Dios, aquel puñado de mujeres se multiplicaría hasta hacerse árbol frondoso para la Iglesia. De raro en raro, el Fundador, para animar a sus hijas, les mostraba en qué pararía la Obra, a medida que se desarrollase siguiendo el código divino de crecimiento. Lo corriente del Padre era insistir en la grandeza y heroicidad de las cosas pequeñas, de los minúsculos quehaceres ordinarios, hechos con mucho amor. Lo frecuente en el Padre era pedir a los suyos perseverancia para terminar las tareas diarias, aparentemente grises y sin brillo. Pero, en ocasiones, remontaba la imaginación de sus hijas, ampliando las perspectivas, para describirles la universalidad y variedad de los apostolados de la Obra.
Una tarde del mes de noviembre de 1942 apareció por Jorge Manrique y reunió en la biblioteca de la casa a las tres que entonces se encontraban allí. Encarnita Ortega refiere el suceso: "Sobre la mesa extendió un cuadro que exponía las distintas labores que la Sección femenina del Opus Dei iba a realizar en el mundo. Sólo el hecho de seguir al Padre, que nos las explicaba con viveza, casi producía sensación de vértigo: granjas para campesinas; distintas casas de capacitación profesional para la mujer; residencias de universitarias; actividades de la moda; casas de maternidad en distintas ciudades del mundo; bibliotecas circulantes que harían llegar lectura sana y formativa hasta los pueblos más remotos; librerías… Y […], doblando despacio aquel cuadro, dijo: - Ante esto se pueden tener dos reacciones: Una, la de pensar que es algo muy bonito, pero quimérico, irrealizable; y otra, de confianza en el Señor que, si nos ha pedido todo esto, nos ayudará a sacarlo adelante. Espero que tengáis la segunda" (246).
Tales eran los sueños y el futuro. La realidad presente era, en cambio, muy prosaica. Estaba hecha de hambre y fatigas, amasada en la carestía y en la pobreza. Un día, hablando a sus hijas de pobreza, bajó con ellas a la cocina de Jorge Manrique a echar un vistazo a la instalación. Tenían que mirar por su salud, porque caer enfermas, por culpa propia, resultaría, entre otras cosas, una seria falta de pobreza. Y don Josemaría las aleccionaba para que, hasta en la comida, no perdiesen nunca la confianza total en nuestro Padre Dios (247).
El comportamiento propio del Padre era el desaparecer sin llamar la atención, el no dejarse servir y estar siempre pendiente de los demás, el disimular sufrimientos y dificultades con mucho buen humor. Muy leve es, por ejemplo, el rastro de quejas por sus dolores físicos. Parecía caminar de puntillas por la historia, para no despertar sospechas de enfermedad y causar molestias a sus hijos. Los indicios, sin embargo, apuntan a periódicos ataques de reuma, con la llegada de las primeras lluvias o de los primeros fríos. Y así, en carta del 14 de octubre de 1941 a sus hijos de Madrid, les escribe desde Lérida: Sigo tomando los sellos, porque aún me molesta algo el reuma. ¡Vaya carcamal! Pedid mucho por este pobre gordo. Os bendigo. Mariano (248).
En noviembre del siguiente año, 1942, se encontraba dando unos ejercicios en el monasterio del Parral, en Segovia. Le habían asignado una celda pared por medio del Sagrario de la iglesia y, del otro lado, a dos metros escasos de la cama, tenía la sepultura de dos monjes jerónimos. Me han puesto entre la Vida y la muerte, decía a sus hijos; y, como disculpándose de no poder seguir el régimen impuesto por los médicos, escribe: Aquí no puedo seguir el plan: como sólo pan y patata y leche y algo de verdura. No cabe otra cosa, ante la vida de penitencia de estos benditos (249).
Una minuciosa investigación de datos, y algún que otro testimonio de la época, confirma que el reumatismo y demás desórdenes fisiológicos que padecía eran más graves de lo que entonces se pensaba. Y, si le hablaban de sus enfermedades, solía contestar: Algo hay que tener (250). Pero hacía lo posible por disimular los síntomas de sus achaques, sin concederles demasiada importancia.
En el otoño y el invierno de 1942 salía por la mañana temprano de Diego de León para ir a decir misa a Jorge Manrique. Sus hijas, mientras hacían oración en el oratorio antes de la hora de celebrar, dominaban, sin tener que moverse de sus asientos, parte de la calle. La calle de Jorge Manrique era todo cuesta; ya en bajada, si se venía de Serrano; ya en subida, desde la Castellana. Cuando se aproximaba la hora, levantaban la vista, de cuando en cuando, a una de las ventanas, por si veían aparecer al Padre, para no hacerle esperar a la puerta.
Y aparecía don Josemaría, invariablemente arrebujado en su manteo, cojeando a causa del reuma. A medida que se aproximaba a la casa su paso se hacía normal; y, dentro de ella, y celebrando misa, tenía perfecta soltura de movimientos. Luego, al salir y alejarse, cuesta arriba o cuesta abajo, en cuanto se creía fuera de vista, se entregaba de nuevo a la cojera, para mitigar el dolor.
La distancia de Diego de León a Jorge Manrique suponía una regular caminata, en una época en que la zona no estaba urbanizada del todo, y eran ásperos los desmontes. Don Josemaría, no sabemos con qué frecuencia, iba o volvía a pie. Sí consta que también utilizaba el tranvía, porque en algunas ocasiones pedía a sus hijas que le diesen una peseta para regresar a casa (251).