El Fundador del Opus Dei
Camino de Liberación
1. Actividades de un Intendente
2. "El loco que asesinaron"
3. "Don Manuel sabe más"
4. La salida de Madrid
5. Estancia en Barcelona
6. La rosa de Rialp
7. La "Cabaña de San Rafael"
8. El paso de los Pirineos
9. En Andorra
Don Josemaría se echó a la calle pisando fuerte, sin que le preocupara en absoluto que el traje que le había regalado el Cónsul le viniese un tanto holgado. Llevaba camisa limpia y una corbata bien cuidada, lo cual era signo privativo de las escasas personas que desfilaban por las calles de Madrid seguras de sí mismas y amparadas por una buena documentación. Ese tipo de atuendo era propio de diplomáticos extranjeros o distintivo de las autoridades civiles. Con su banderita en la solapa y su acreditación de Intendente de una República americana en el bolsillo, don Josemaría andaba por vez primera, desde hacía un año, relativamente seguro y confiado por su viejo Madrid. Si a ello se añade la palidez de los muchos meses pasados a la sombra, ¿quién iba a reconocer en aquel individuo con aspecto de burócrata famélico al antiguo Rector de Santa Isabel? (1).
Tan pronto se vio fuera del Consulado se dirigió a la casa de Isidoro, donde pudo reunirse con Manolo Sainz de los Terreros, y con Chiqui y Rafael Calvo Serer. Este último había venido con dos días de permiso, exclusivamente para estar con el Padre; y regresó a Valencia para incorporarse a las Brigadas Internacionales, adonde había sido destinado. Chiqui se quedaría unos días en Madrid, antes de reincorporarse al Ejército de Andalucía (2).
La línea de comportamiento adoptada por el Intendente exigía naturalidad y mucha audacia, sin mostrarse jamás apocado en las decisiones. Como primera providencia fue a tomar posesión de un cuarto de alquiler que le había buscado el padre de Eduardo Alastrué (3). Era una habitación en la planta 4ª izquierda de la calle de Ayala, número 67. Acostumbrado como estaba a tener en su habitación una imagen de la Virgen, a la que de cuando en cuando dirigía miradas de cariño, notó que le faltaba esa compañía. En vista de lo cual, se encaminó al centro de Madrid, a una tienda de la plaza del Ángel, en la que pensaba encontrar aquel tipo de mercancía, aunque en el escaparate no se vieran más que marcos y espejos. Cuando pidió una imagen de la Virgen -objeto entonces prohibido y peligroso-, se organizó un pequeño revuelo en la trastienda. Para convencer al dueño de su buena fe, y de que no era un policía disfrazado, le mostró la documentación de Intendente extranjero y, no sin sobresalto, aquellas buenas gentes le sacaron una litografía de una Dolorosa, entregándole, con evidente nerviosismo, aquella imagen clandestina (4).
Al día siguiente, con la recomendación de un amigo de José María González Barredo, se presentó en la Legación de Panamá y pidió, y obtuvo, un certificado a nombre de "Ricardo Escribá", para que lo utilizara Juan Jiménez Vargas, que dos fechas más tarde se fue a vivir con el Padre a la calle de Ayala. Vinculados por supuestos servicios a dos Repúblicas de ultramar, provistos ambos de documentación falsa, se hacían pasar por hermanos (5). Al menos tal era su intención. Juan, utilizando una vieja prescripción de oculista se encargó en un óptico unas gafas negras, que fue a recoger Isidoro. Ése era todo su disfraz.
Pero surgió una dificultad insuperable. Juan no acertaba a tratar con naturalidad a su nuevo pariente. Y, a pesar de que el Padre se empeñó en que le tutease, si de verdad querían pasar como hermanos, no lo consiguió. Tan enraizado estaba ya en Juan el sentimiento de filiación respecto al Padre que el sólo intentarlo era superior a sus fuerzas. No le venían a la boca las debidas formas gramaticales. Por lo demás, todo era posible. No andaban físicamente muy desparejados. Aunque Juan era más bajo y, por naturaleza, enjuto de carnes; así y todo, pesaba dos kilos más que don Josemaría.
En esos primeros días de septiembre se reunía a diario con los de su familia y con la gente de la Obra. Solía comer con doña Dolores. Pero el 4 de septiembre, se fueron todos los de la Obra que circulaban libremente por Madrid al restaurante "Heidelberg". Por 1933 ó 1934 habían comido allí, en alguna fecha señalada. Estaban, pues, reviviendo el pasado. Pocas variaciones se notaban en el local. Alguna más entre el personal de servicio. Y mayores aún en el menú -escaso-, y en el precio: a peseta el plato. (Al escribir dando noticia de esta comida, el Padre no especifica el número de platos. Es de presumir que fueron dos más postre, porque si bien era riguroso con su estómago, no imponía ayunos forzados a sus hijos) (6).
* * *
La carta colectiva del episcopado español sobre la persecución religiosa, fechada el 1 de julio de 1937, y hecha pública en agosto de ese mismo año, tuvo importantes repercusiones en la opinión pública internacional (7). En la zona republicana se hizo lo posible por silenciar denuncias o contrarrestar acusaciones. Su publicación fue beneficiosa, en cuanto sirvió para frenar la persecución desencadenada desde que había estallado la guerra civil (8).
En el gobierno de Negrín, formado en mayo de 1937, figuraba un nacionalista vasco, católico, Manuel Irujo, como ministro de Justicia (9). Irujo trató de convencer al gobierno republicano de los graves daños que ocasionaba a la República aquella despiadada actitud contra la Iglesia. Presentó incluso un proyecto legislativo para restaurar el culto y asegurar la tolerancia religiosa. Sus colegas de gobierno no secundaron el esfuerzo solitario del ministro de Justicia, aunque sí aprovecharon sus gestiones para airear internacionalmente, con propósitos puramente políticos, las medidas propuestas, que, por desgracia, nunca pasaron de meros proyectos. Así es que continuó la hostilidad contra los católicos, ahora más solapada, pero también peligrosa; y la Iglesia seguía reducida a la clandestinidad (10). Los datos de que disponemos muestran que, a esas alturas, habían prácticamente cesado los asesinatos y encarcelamientos de curas y frailes. La caza y captura sistemática de los primeros meses de la contienda había alcanzado su objetivo y se había moderado. El culto católico era clandestino, y la tenencia de libros o imágenes religiosas indicio de desafección. Lo más violento de la tempestad había llevado a muchos eclesiásticos a engrosar las filas de los mártires; y quienes quedaron en este mundo estaban encarcelados, o escondidos desde tiempo atrás, perdidos algunos en las grandes ciudades, donde ejercían heroicamente su ministerio con riesgo de ser detenidos o martirizados. Don Josemaría vino a ser uno de ellos (11).
Sus primeros pasos se encaminaron a obtener noticias de sus hijos. En la Legación de Noruega, en la calle de Abascal, estaba refugiado Vicente Rodríguez Casado. Cuando se presentó allí inesperadamente el Padre, Vicente no le reconoció, hasta que oyó el timbre de su risa. A partir de entonces se entrevistaron casi a diario. Se encontraban en la portería y de allí se iban a charlar al garaje. Bien acomodados dentro de uno de los coches, el Padre daba a su acompañante una meditación (12).
También visitó a la familia de Ricardo Fernández Vallespín, donde le dieron la buena noticia de que había llegado, reenviada, desde Francia, una carta de Ricardo, informando que se hallaba bien. Enseguida fue al encuentro de José María Albareda, en la pensión de la calle Menéndez y Pelayo. Desde los comienzos de la guerra civil este buen amigo había hecho mucho por la Obra, y el Padre encomendaba su vocación de manera muy especial por esos días. A poco de estar allí se presentó Tomás Alvira, un amigo de Albareda, y el sacerdote charló a fondo con ambos (13).
Visitó luego a todas aquellas familias que, generosamente, le habían ofrecido refugio en tiempos más difíciles: a los Leyva y a los Herrero Fontana, con el propósito de ofrecerles, a ellos y a las amistades, su nuevo domicilio y servicios como sacerdote (14). Procuraba don Josemaría no dejar de decir misa ni un solo día, yendo después de casa en casa a llevar la Comunión a quienes lo deseaban. Su hermana Carmen le confeccionó unos pequeños corporales para guardar el Santísimo en una pitillera de metal, que metía dentro de una funda con la bandera de Honduras. Y algunas noches, el sacerdote, sin desnudarse, dormía en oración, con las Sagradas Formas sobre el pecho (15).
Una de las personas a las que veía con frecuencia era a don Ramón del Portillo, el padre de Álvaro, que se hallaba gravemente enfermo. La familia andaba dispersa; algunos en zona nacional. La madre, mexicana de nacimiento, se había acogido a una vivienda, propiedad de la Embajada de México en Madrid. Era mujer de gran entereza, que esperaba la muerte del marido acompañada de dos hijos pequeños, Teresa y Carlos, aquellos niños que iban al Consulado a recoger las cartas del Padre para Isidoro. No toda la gente allí refugiada era de fiar. En previsión de una posible denuncia, tan pronto aparecía por la casa don Josemaría, los niños, para que les oyesen los vecinos, gritaban: ¡que viene el doctor, que viene el doctor! Los pequeños estaban hechos al juego, pero ni ellos ni su hermano Álvaro conocían toda la gravedad del enfermo. Además, sin documentación para poder circular por Madrid, Álvaro no podía arriesgarse a salir del Consulado (16).
Uno de esos días Albareda contó al Padre que un conocido suyo, Díaz Ambrona, estaba refugiado en la Embajada de Cuba, y que su mujer había dado a luz una niña en el "Sanatorio Riesgo", protegido entonces por la Embajada inglesa. El matrimonio buscaba un sacerdote para bautizar a la recién nacida. Albareda les comunicó que don Josemaría estaba dispuesto a ello, y acordaron celebrar el bautizo cierto día a las siete de la tarde. Parecía innecesaria toda advertencia respecto a la discreción. Pero ese mismo día se enteró el sacerdote de que el Sr. Díaz Ambrona, probablemente con la exultación de la paternidad, había invitado también a otras personas, además de los padrinos, olvidando las circunstancias de clandestinidad en que todavía se encontraban. En vista de lo cual, don Josemaría se presentó dos horas antes. Bautizó a la niña y se despidió de los padres, aunque éstos querían retenerle para la fiesta familiar. Como iban a ser evacuados próximamente, ya tendrían ocasión -les dijo- de suplir las ceremonias en una parroquia (17).
El día 8 de septiembre pidió José María Albareda la admisión en la Obra (18). Con algunos amigos de éste, con Tomás Alvira y con otros conocidos que logró localizar en Madrid, se propuso el sacerdote dar un curso de retiro, unos ejercicios espirituales, como aquellos de la Residencia de Ferraz; salvo que no tenían oratorio, ni terraza por la que pasear en los ratos libres, ni seguridad de que no caerían en una redada de la policía, terminando todos en prisión. En carta del 10 de septiembre contaba el Padre a los de Valencia los sucesos de esa primera semana fuera del Consulado:
Madrid/10/sep./37.
Con poquísimas ganas, cojo hoy la pluma. Y no por falta de deseos, sino por sobra de mil pequeñas cosas, que, si me descuido, se traducen en humor de perros.
Álvaro -¡pobre crío!- está pasando ratos muy amargos, porque su padre, que se quedó en Madrid con su mujer (la madre de Álvaro) y los dos pequeños (de nueve y once años), para acompañarle, cuando toda la familia salió de España, su padre -decía- está gravísimamente enfermo, con una tuberculosis a la laringe. Ya supondréis el conflicto. La mamá de Álvaro es muy animosa, pero no es posible que la pobre señora se prive de la compañía de su hijo, en estas circunstancias. Veremos cómo se resuelve esto.
Ricardo y Josemaría viven en un cuartito de una azotea, que han alquilado, -barato, barato-, en el barrio de Salamanca. Josemaría almuerza con la abuela; y Ricardo con mi hijo José Mª Albareda. ¿Desayunar? ¡Bueno! ¿Cenar? ¡Ah! ¿pero es verdad que se cena?
Ahí os mando un auténtico retrato de mi hermano, tal como él es: está naturalísimo, según cuentan.
En estos días, pretende el loco dar unas conferencias, como las que daba en su casa con paseítos por la azotea. Asegura que tendrá escuchándole hasta siete o nueve catedráticos. Allá él. Por mí, le deseo que repita, y aun que tripita.
Yo salgo bastante y me entretengo, en cosas de mi gusto. Como estoy chapado a la antigua sigo mis clásicas costumbres: agua, vino y pan a troche y moche. Además -privilegios de viejo- escucho confidencias y doy consejos, prudentes por el peso de los años, a toda la chiquillería -y hasta a los que no son niños-: ¿mis piernas? Sí: por ahora, sin reuma. No sé cuánto resistirán.
El día ocho vino a verme José Mª Albareda, para pedirme la entrada en nuestra casa: como es un novio formal, y hombre serio y de porvenir, accedí. Decídselo a Dª María, para que ella se interese en estos amores, ¿eh?
Muy agradecido, por vuestros repetidos obsequios, que nos solucionan el conflicto gastronómico del mediodía. Pero el abuelo no quiere que hagáis sacrificios económicos. De seguro, más de lo que podéis habéis hecho. Y no quiero. No quiero -de ningún modo- que os privéis de nada por nosotros. ¿Está claro?
¡Rafa! ¿Qué sabéis de él? ¡Con qué alegría le abracé, y qué pena por su partida! Decidme algo.
No me dice nada Lola. Yo estoy dispuesto a verles, acompañado por D. Manuel. Espero.
Estoy preocupado por Álvaro.
Escribidme mucho. Recibid los tres (¿y los otros nonnatos?) un fuerte abrazo de vuestro abuelo
Mariano
Mi hermano dice que os acordéis de sus ejercicios (19).
A esas alturas, desde que doña Dolores había vaticinado que los graves disturbios nacionales acabarían el 25 de julio, fiesta de Santiago, Patrón de España, llevaban ya más de un año de guerra. Durante el verano de 1937 las tropas nacionales fueron ocupando la costa cantábrica y, una vez conquistado Santander, terminaron por desalojar a las fuerzas republicanas de Asturias, incorporando a su zona toda la franja norte de la península. Con ello perdía el gobierno de Negrín su superioridad en efectivos bélicos, por lo que, igualadas las fuerzas, la guerra prometía ser larga. (Los optimistas seguían opinando que el fin era cercano).
El Fundador repasaba mentalmente los sucesos de los últimos meses. Lo más notorio era que el hambre apretaba a la población madrileña cada vez con mayor ahínco. ¡Qué no habían pasado sus hijos en la cárcel! En la de San Antón estuvieron por unos meses Álvaro y Chiqui. A veces, los milicianos, con muy mala sangre, les daban de comer hasta excrementos humanos (20). Después de haber pasado mil penalidades, Chiqui se encontraba de nuevo en Madrid a principios de septiembre de 1937, morenote y con aspecto inmejorable, gozando de unos días de permiso militar. "Chiqui está estupendamente -escribe Isidoro en tono festivo- incluso engordando, porque es un acaparador; come en el cuartel y después va a su casa para realizar la misma faena; no quiere que de su comida en el cuartel se aproveche nadie" (21).
¿No era de agradecer al Señor el haber localizado a todos sus hijos de la zona republicana? Hasta tenía buenas noticias de Ricardo, que se había pasado ya a los nacionales. Lo que nadie supo, hasta años más tarde, es que Ricardo escapó milagrosamente, cruzando de noche dos frentes, justamente unos días antes de que llegase de Madrid la orden de detenerle por "fascista" (22).
¿Y la lista de muertos, ausentes o asesinados? Rara era la familia que no contaba con alguna desgracia. Así sucedía entre los miembros de la Obra. Pepe Isasa había caído en el frente. Manolo había perdido dos hermanos, uno en la guerra y otro asesinado. El padre y un hermano de Albareda habían sido asesinados en Caspe, donde vivían, al estallar la guerra… (23).
Entre las incomodidades sufridas en el encierro, a don Josemaría le había resultado especialmente desagradable el tener que cohabitar con la suciedad, aunque nunca le faltó agua y jabón, y otros productos, para librarse -como decía, repitiendo a Santa Teresa- de aquella "mala gente": chinches, pulgas y piojos. Por más empeño que pusieran los asilados, los "pipis" (los piojos) se mostraban reacios a desalojar de buen grado el territorio consular. Y si nos paramos a considerar las circunstancias de aquel cuartucho, que antes sirvió de carbonera, los verdaderos intrusos eran los refugiados. (Santiago, vecino de colchoneta del Padre, cuando éste fechaba las cartas a los de Valencia en "Tegucigalpa", le corregía suavemente: "Pipisjagua"). No se arredraban por eso los animalitos. Además de la citada "mala gente", abundaban otros bichos (24).
El cuarto que el Padre compartía con Juan en la pensión de la calle Ayala, con dos colchones en el suelo, era incomparablemente superior. Tenía la gran ventaja de disponer de un baño, sin las molestas apreturas de horario ni la larga clientela matinal del Consulado. Y, aunque las madrugadas de fin de verano se iban haciendo frescas, el sacerdote no dejó nunca el baño de agua fría; y no lo hacía por placer, sino a falta de ducha. Como mortificación, tales inmersiones no eran agradables ni recomendables para un organismo desnutrido (25). Su cuerpo, trabajado por el hambre y el desgaste moral, estaba a punto de recaer en el agotamiento, en el reumatismo o incidir en la diabetes, de la que ya comenzaban a manifestarse algunos síntomas, como era la necesidad de tener que orinar con frecuencia. Posiblemente pasase en silencio algunos ataques de fiebre, pues en una carta de ese verano de 1937 se lee: Madrid es extremado, y se nota la temperatura como nunca. Y -paradoja- a veces, tengo frío y me he de envolver en una manta de cama grande, hasta que reacciono. Cosas del estómago, sin duda (26).
A la hora de comer, don Josemaría se pasaba por la calle Caracas, donde vivían los Escrivá. Y muchas tardes solía sacar a su madre a dar un paseo. Así doña Dolores se fue acostumbrando al rostro demacrado del hijo, a quien no había reconocido cuando semanas atrás le fue a visitar al Consulado. Sufrimientos y privaciones habían dejado su huella en los madrileños, también en doña Dolores, cuyo cabello era ya entrecano. Por su parte, el hijo veía en el rostro de la madre una serena veladura de aflicción, que le traía a la memoria la Dolorosa que había comprado en la plaza del Ángel. Madre e hijo podían hablar ahora, sin recelo, de las angustias y peligros del pasado. Por la mente del sacerdote desfilaban los recuerdos.
Ese pasado, tan cargado de sucesos para ambos, se remontaba tan sólo al 20 de julio de 1936, cuando don Josemaría había llegado a casa de su madre vestido con un mono y sin que lo advirtieran los vecinos. Enseguida habían comenzado los asaltos de iglesias y conventos, y la caza de sacerdotes. No se podía confiar en la servidumbre, pues el vecindario contaba con varias mujeres comunistas; y, según referencia de su hermano Santiago, "alguien de la casa había dicho que en nuestro piso había refugiado un sacerdote y había que matarlo" (27).
Don Josemaría, como sabemos, tuvo que huir precipitadamente días más tarde, al anunciarse un registro, al que siguieron otros posteriormente. En el piso debajo del de doña Dolores, donde vivía un militar retirado, llamado Paniagua, con un hijo cadete que había escapado por milagro del asalto al Cuartel de la Montaña y con otro hijo falangista, los milicianos detuvieron a varias personas de la familia. Pero, increíblemente, a partir de entonces, no habían vuelto a entrar en casa de los Escrivá, ni hecho averiguaciones, aunque la estampa del sacerdote -"inconfundible por andar siempre con sotana"- era muy conocida en todo el barrio (28).
A los pocos días de la huida de don Josemaría -refiere Juan Jiménez Vargas-, los Escrivá pudieron presenciar un tenebroso suceso: "un asesinato en la calle, a primera hora de la noche. Oyeron mucho escándalo y, suponiendo que era una de las patrullas que recorrían las casas, miraron desde el balcón a escondidas, naturalmente, con las persianas cerradas, por las rendijas […]. Vieron unos milicianos corriendo detrás de uno que no pudo escapar, y allí mismo le mataron y quedó el cadáver en la calle" (29).
No eran infrecuentes estos asesinatos callejeros. Dos meses habían transcurrido desde este suceso cuando, en octubre de 1936, nos cuenta Santiago Escrivá, las hermanas de don Norberto, el sacerdote del Patronato de Enfermos, aparecieron en el piso de Doctor Cárceles: "recibimos la visita -testimonia Santiago- de dos hermanas de un sacerdote amigo de Josemaría, D. Norberto, al que ya he aludido. Se presentaron para pedirnos dinero que, según pretendían, se lo debíamos a su hermano. Como no era verdad, la conversación se fue poniendo tensa, hasta el extremo que llegaron a decirle a mi madre -no sé de dónde lo sacarían- que habían visto a Josemaría muerto: colgado de un árbol en la calle. Entonces no me pude aguantar y les dije lo que me pareció que se merecían y las eché a la calle" (30).
Aun concediendo cierto margen de fantasía a aquellas señoritas, la audacia de la noticia y la truculencia de los detalles rebasan toda posibilidad de infundio. Las habladurías de las hermanas de don Norberto no eran pura invención. En este punto estaban mejor informadas que el hermano de don Josemaría. Si no ellas, otros vecinos habían visto el cadáver y oído a los milicianos jactarse de haber ahorcado a un cura. Una noticia de ese relieve no pudo menos que difundirse pronto por el barrio, tanto más cuanto que el cuerpo estuvo expuesto a las miradas de todos los transeúntes.
Posiblemente Carmen y doña Dolores sufrieran por corto tiempo -tal vez días- la angustia de la incertidumbre, pues al producirse este asesinato Josemaría se hallaba refugiado en la calle Sagasta y a veces pasaban algunos días sin saber nada de él. Lo más verosímil, sin embargo, es que a doña Dolores le llegara la noticia de la muerte violenta de su hijo por algún vecino y que madre e hija se la ocultasen a Santiago. El cual, naturalmente, consideró una patraña la historia de las hermanas de don Norberto, pues en octubre don Josemaría estaba refugiado, sano y salvo, en la clínica del doctor Suils (31).
El último en enterarse de que le habían asesinado fue la víctima en cuestión, que el 18 de septiembre de 1937 escribía a sus hijos en Valencia, todavía sin saber a ciencia cierta si había sido fusilado o ahorcado:
Una noticia atrasada: me han dicho -a mí y en mi cara- repetidas veces que a mi hermano Josemaría le encontraron colgado de un árbol, en la Moncloa, según unos; otros, en la calle de Ferraz. Hay quien identificó el cadáver. Otra versión de su muerte: que lo fusilaron (32).
¿Cómo es posible que en las 170 cartas escritas desde el Consulado no se aluda siquiera a esta "noticia atrasada"? La respuesta es muy simple. Hasta entonces no había podido mantener don Josemaría una larga y reposada conversación con su madre. Fue doña Dolores, sin duda, quien le puso al tanto de las diversas versiones que corrían sobre su presunta muerte. Porque no es un tema que casual y caprichosamente acuda a la memoria del sacerdote sino que, para él, en esos días de septiembre de 1937, constituye noticia de sorprendente actualidad, cuyo eco va rebotando en cascada, de párrafo en párrafo, por toda la carta a los de Valencia:
Suponed la cara del abuelo, ante tamañas noticias. Verdaderamente sería de envidiar, para un loco como mi hermano, un final así con el aditamento de la fosa común. ¡Qué más habría deseado el pobre, cuando se vio moribundo, en la habitación lujosa de un sanatorio caro! Digo mal: esta manera de fenecer (normal, sin ruidos, ni espectáculo), como un cochino burgués, está en mejor acuerdo con su vida, su obra y su camino. Morir así -¡oh, Don Manuel!-… pero loco, de mal de Amor.
(Este último pensamiento -la contraposición de una muerte violenta y llamativa, en medio de la calle, con la muerte callada en una cama, como estuvo a punto de sucederle en el sanatorio del Dr. Suils- lo recogería luego en Camino, señalando como más "heroico" que un aparatoso fallecer el morir inadvertido en una buena cama, como un burgués…, pero de mal de Amor) (33).
Y en otro párrafo, de esa misma carta, dedicado a levantar el ánimo de una persona, todavía no recuperada del dolor que le produjo la muerte de su padre, recae de nuevo en el tema de la "noticia atrasada": Yo -¡ríete, hombre!- no me pienso morir: desfilar, solamente desfilar (34).
(Entre los posteriores escritos del Fundador hay otra referencia a ese suceso, en una carta de 1943, dirigida a los miembros del Opus Dei:
Ni antes ni después de 1936 he intervenido directa o indirectamente en la política: si he tenido que esconderme, acosado como un criminal, ha sido sólo por confesar la fe, aun cuando el Señor no me ha considerado digno de la palma del martirio: en una de esas ocasiones, ahorcaron delante de la casa en que vivíamos, a una persona que habían confundido conmigo (35)).
Nunca se supo la identidad de la víctima. Aquel muerto, sin embargo, tuvo mejor trato que el soldado desconocido. Carecía de tumba, pero reposaba en el agradecimiento del Fundador, y siempre hubo para él una llama encendida en su memoria. "Me consta -testimonia Mons. Javier Echevarría- que rezó por esa persona durante toda su vida, mientras pedía perdón al Señor por los que habían cometido el asesinato" (36).
Aquel sacerdote se dio cuenta, una vez más, de que vivía de prestado y de que el Señor había confundido la furia de sus perseguidores, brindando así cierta tranquilidad a los de su familia.
Don Josemaría, que llevaba un año de refugio en refugio, sentía ahora el jubiloso apremio de poner en práctica sus ansias de ayudar a las almas; como atleta al que las circunstancias no han permitido desperezarse en largo tiempo. Sus deseos tuvieron suerte muy diversa. El proyecto de llegarse a Daimiel en un coche diplomático, acompañado de don Manuel (Santísimo Sacramento), para visitar a Miguel Fisac y a su hermana Lola, no pudo realizarse. Lo sintió muy de veras -y es de creer que también lo sentirían los refugiados en el Consulado-. Alguna dificultad imperiosa debió surgir, probablemente con motivo de los permisos de abastecimientos, porque el 19 de septiembre escribe a Daimiel: Muy querida Lola: Paciencia. Don Manuel sabe más. ¡Lástima de viaje frustrado! (37).
Por el contrario, su propósito de dar un retiro espiritual a jóvenes estudiantes y catedráticos se llevó a cabo con éxito. La primera plática la tuvieron el 20 ó 21 de septiembre, por la mañana. Asistían Isidoro Zorzano, José María Albareda, Juan Jiménez Vargas, Manolo Sainz de los Terreros, Tomás Alvira y otro amigo, Ángel Hoyos. Aquellas reuniones de un grupo de hombres jóvenes, ya fuese en casa ya en la calle, por fuerza habían de llamar la atención de la gente o de los porteros encargados del control en las viviendas. Así, pues, el Padre repartió las meditaciones a distintas horas, y en distintos sitios, durante los tres días que duraron aquellos ejercicios espirituales. Unas veces utilizaba la casa de Isidoro, en otras ocasiones la de doña Dolores en la calle Caracas, o las pensiones de Alvira y Albareda, cuyos dueños eran personas de confianza. El sacerdote, después de dar la media hora de meditación matinal, los puntos de examen y hacer algunas indicaciones, salía de la casa. Y los ejercitantes, escalonadamente, se iban a la calle o al parque del Retiro, a continuar sus reflexiones ambulantes, o concentrarse en el rezo del rosario. Por la tarde, en hora y lugar convenidos de antemano, tenían otra meditación.
El último día el Padre celebró la Misa en la pensión donde vivía Tomás Alvira, en la calle General Pardiñas, 28, piso primero C (38). La dueña, doña Matilde Velasco, había preparado cuidadosamente una mesa; y cuando el sacerdote, de paisano y sin ornamento alguno, comenzó a decir Misa, ella no pudo asistir. Su cometido era vigilar, desde el vestíbulo, a quienes subían o bajaban por la escalera, para evitar una desagradable interrupción (39). A pesar de no haber podido asistir a aquella misa, la patrona observó, durante el desayuno que ese día tomaron allí los ejercitantes, algo notable en la conversación y en las maneras del sacerdote. Le impresionó también el prodigioso y callado gesto de sobriedad del Padre, quien, mortificando su hambre, acarició una naranja del desayuno y la dejó allí, elegantemente olvidada sobre la mesa. Cuando alzó los manteles, doña Matilde recogió con veneración la naranja que había tocado el sacerdote. "La naranja -testimonia Juan Jiménez Vargas- todavía la conservaba aquella familia, cuarenta años después" (40).
En los últimos meses de encierro en el Consulado el Padre había mantenido relación con sus hijas, a través de Isidoro. Éste se había entrevistado en varias ocasiones con Hermógenes García, aconsejando a las mujeres de la Obra, por encargo del Padre, que rezasen, pero que no intentaran verle. Todo -como va dicho- con el fin de quitarles preocupaciones. Ahora, con cierta libertad de movimientos, se sentía disponible para sus hijas. Pensó, por tanto, en repetir con ellas los ejercicios espirituales que acababa de dar a los hombres (41).
Recogiendo información de las chicas de la Obra se enteró del paradero de una de ellas, Antonia Sierra, que estaba en Castellón, cerca de Valencia. Como sucedió antaño con María Ignacia, en esta enferma, tuberculosa desde 1933, moribunda, alma de expiación, tenía puesto su tesoro don Josemaría. Y por carta rogó a los de Valencia que la visitaran:
Allá va la dirección de una pobre nieta mía, enferma y pobre y archibuena, tesoro que explota desde hace años el loco que asesinaron: "Antonia Sierra. Sanatorio Hospital. Villafranca del Cid. (Castellón)". Lleva qué sé yo el tiempo, rodando de hospital en hospital. Si pudierais verla, yo muy agradecido. Por lo menos, haced llegar a sus manos quince pesetas, que os envía Ignacio por giro, y, si es posible, algo que pueda comer una tuberculosa pasada. ¡Cómo me alegraría si pudierais darle el consuelo de vuestra visita! (42).
Raro era el día en que no celebraba misa para un grupo de personas, a las que solía predicar. Muchas veces se trataba de comunidades de religiosas. Frente a los miles de sacerdotes asesinados durante la persecución, el número de monjas martirizadas no llegaba a trescientas (43). Encarcelarlas hubiera creado problemas, pues todas las prisiones del país estaban a rebosar. Por eso no era infrecuente que, con conocimiento del vecindario y de la policía, alguna que otra comunidad habitara refugiada en pisos o pensiones. En una ocasión en que don Josemaría se dirigía a visitar a su amigo don Alejandro Guzmán, estando a punto de entrar en la casa, se le acercó una mujer, que cogiéndole por el brazo le alejó de aquel lugar, porque en aquellos momentos los milicianos estaban registrando el edificio (44). Era el número 12 de la calle de Hermosilla, donde se había instalado una comunidad de religiosas Reparadoras. Dos o tres monjas, que no cabían allí, entre ellas la hermana de don Alejandro, vivían en el piso contiguo (45). Más de una vez debió atenderlas espiritualmente don Josemaría, porque un año más tarde -ya en zona nacional- se encontró con dos de ellas en Ávila; y una de las monjas le reconoció enseguida, con un grito de sorpresa: "¡Si es el diplomático!" Don Josemaría, en efecto, cultivaba su aspecto de diplomático con la banderita en la solapa, la corbata bien anudada y una inmensa cartera con el escudo de Honduras, y dentro un trozo de pan duro, por si no podía ir a casa a comer (46).
Algunas de estas congregaciones de monjas, que habían presenciado la barbarie del terrorismo miliciano, vivían aún bajo el imperio del miedo, con los nervios destrozados. Tal era el caso de una comunidad de religiosas Terciarias Capuchinas que en 1936 atendía en Madrid la clínica de "Villa Luz", en la calle del General Oraá. Al comenzar la guerra buscaron refugio en una pensión costeada por un caritativo benefactor. Un año más tarde continuaban allí, con una vida conventual un tanto relajada. "Teníamos miedo, bastante miedo -confiesa sor Ascensión Quiroga, que era una de las refugiadas- y, para disimular nuestra condición de religiosas, nos vestíamos y nos pintábamos de manera que nada nos pudiese delatar. Yo, personalmente, estaba exagerando la nota hasta tal punto que, además de disimular mi estado, me gustaba presumir y arreglarme" (47).
Por una tercera persona supieron de don Josemaría, al que avisaron y se presentó luego en la pensión para fortalecerlas interiormente. Les dio una charla espiritual, a modo de plática. "Fueron tales las ideas y cosas que nos decía -recuerda sor Ascensión-, que quedamos impresionadas, con deseos serios de entregarnos a Jesucristo totalmente, como el día de nuestra profesión religiosa".
Poniéndose por delante, les decía el sacerdote: - Somos cobardes, nos da miedo dar la cara por Dios. "Me impresionó -continúa sor Ascensión- este modo de dirigir la plática: no era una predicación, se trataba de la oración personal de un santo, hecha en voz alta". Desde ese día ya no intentaron "disimular". Desde ese día ya no volvieron a pintarse (48).
Con excepción de estas anécdotas, poco sabemos del servicio ministerial de don Josemaría. Algunas veces, cuando iba a atender a grupos de monjas refugiadas, se hacía acompañar por Juan hasta las cercanías de la casa donde residían (49). Otras personas, en cambio, acudían a visitarle al cuarto de la calle de Ayala. Y casos había, en su incesante callejeo por Madrid, en que el Señor le hacía tropezar con almas necesitadas de socorro. Como sucedió con "aquella religiosa dispersa", a quien, por gracia divina, penetró su pensamiento y ocultas intenciones. De manera que, dolida de su extravío, sintiendo el toque de lo sobrenatural, pidió al sacerdote que la confesase (50).
* * *
El Padre había tenido que templar gaitas en sus cartas desde el Consulado. Hoy recomendando paciencia. Mañana urgiendo un asunto; y siempre levantando el ánimo a sus hijos:
Alma y calma, ¿eh? No perder nunca el control de sí mismo, con la ayuda de D. Manuel, es el espíritu de los de nuestra familia: y, así, siempre tenemos alegría y paz. En este mundo, menos la muerte, todo tiene arreglo: y, a veces, el arreglo es mejor que el asunto sin necesidad de compostura (51).
Ésa era la solución, y no otra: "marear" a don Manuel, pedirle con insistencia:
Puesto que visitáis a mi viejo y entrañable Don Manuel -había escrito a los de Valencia- recordadle -os ruego- tres asuntos que, con él, tengo ya tratados:
1º/ la evacuación, a nuestro país, de mi pobre hermano loco, Josemaría.
2º/ El buen resultado de la reclamación que se ha presentado, por la embajada, ante el Gobierno de la República Española.
3º/ Que influya en el ánimo de la abuela, para que, si conviene, esté dispuesta a un determinado sacrificio, en bien de toda la familia (52).
Aparte el ánimo de doña Dolores, siempre bien dispuesta al sacrificio, todo había salido mal. Todo se torcía. La evacuación y la reclamación estaban resultando el cuento de la buena pipa, que era la historia de nunca acabar. ¿Es que Dios se hacía el sordo? ¿Acaso no sabía don Manuel lo mal que lo estaban pasando?
Hoy, Santiago -escribía a los de Valencia el 25 de julio de 1937-, hace un año justo desde que tuve que evacuar mi casa. Contento, sin embargo. Manolo sabe muy bien lo que lleva entre manos, y espero que nuestras cosas de familia se arreglarán antes, más y mejor de lo que podamos soñar. Claro, que poniendo nosotros los medios (53).
Ponían los medios y se sentían tranquilos, pero el éxito de sus gestiones se desvanecía de la noche a la mañana. A raíz de un plan fallido para irse a vivir con su madre, provisto de un certificado de enfermo extendido por el doctor Suils, escribía, todavía en el Consulado, el 25 de agosto:
¿Que todos los proyectos de volver a su vida de actividad profesional se desbaratan, a pesar del certificado de alta del Dr. Suils? Bien, ¿y qué? Como es aragonés, está en sus trece, y sigue revolviendo Roma con Santiago […]. Confianza. Gracias a D. Manuel, no podemos ¡nunca! dudar del éxito inmediato del negocio que lleva nuestra familia. Desde luego, que habrá inconvenientes: pero los hombres se crecen ante los obstáculos. ¡Hala, hala!: ¡D. y audacia! ¿no? Pues, a vivir, en todo momento, la seguridad del éxito (54).
No sólo había que desechar preocupaciones sino mantener altos la fe, el optimismo y la esperanza, con el viejo lema de la Academia DYA, porque Don Manuel sabe más, dice siempre mi hermano el loco (55). Don Manuel sabe más era, en efecto, la expresión favorita del Fundador en la correspondencia del Consulado. Con esa fe y esa tozudez, ya podían naufragar proyectos y caer rayos. El sacerdote se mantenía impertérrito en sus trece: Don Manuel sabe más. Venga lo que viniere, todo es para bien (56), porque todo viene de las manos de nuestro Padre-Dios.
Aquel sacerdote tenía un principio claro: y es que veía todo con los ojos de la fe. Allí encajaban su docilidad a las inspiraciones de lo alto y su total entrega a la empresa divina de hacer la Obra. En contrapartida, tenía también su punto flaco: que se le reblandecía el corazón y llevaba hasta límites extremos el respeto a la libertad y derechos del prójimo.
Yo… no digo nada -escribe a sus hijos de Madrid-. Tengo costumbre de callar y de decir casi siempre: "Bien, o muy bien". Nadie podrá decir con verdad, al fin de la jornada, que hizo esto o lo otro, no ya por orden, sino ni por insinuación del abuelo. Me limito, cuando creo que debo hablar, a poner claros y terminantes los datos de cada problema: de ningún modo, aunque la vea patente, doy ni daré la solución concreta de cada caso. Otro camino tengo, para influir en las voluntades de mis hijos y nietos, con suavidad y eficacia: fastidiarme y dar la lata a mi viejo Amigo D. Manuel. ¡Ojalá no pierda yo el compás, y sepa dejar hacer libérrimamente a los míos… hasta que llegue la hora de tirar de la cuerda! Que llegará. Desde luego -creo que me conocéis-, a pesar de la flaqueza de mi corazón, nunca seré capaz de sacrificar la vida -ni un minuto de la vida- de nadie, por mi comodidad o por mi consuelo. Y esto, hasta tal extremo, que callaré (ya hablaré con D. Manuel) aunque me parezcan las resoluciones de mis hijos una verdadera catástrofe (57).
Por descontado que, aun en medio de aquellas difíciles circunstancias, el Fundador tenía que hacer la Obra. Pero, ¿era conveniente pasarse a la zona nacional para reunir a los miembros de la Obra que allí estaban y continuar sin trabas la labor apostólica? No queriendo imponer su criterio, consultó con sus hijos, los cuales insistieron en que el Padre debía pasarse al otro lado. La decisión, evidentemente, era cosa suya; y fue objeto de mucha oración y de muchas vacilaciones. Como explica Mons. Álvaro del Portillo: "le dolía la idea de dejar en situación precaria, en la zona roja, a unos cuantos hijos e hijas suyas. Además, en Madrid quedaban también su madre y sus hermanos. El Fundador del Opus Dei estuvo dudando durante bastante tiempo: unas veces veía claro que debía escapar; otras, le parecía que su obligación era quedarse, y afrontar el martirio, si fuera necesario. Por fin, después de mucho rezar, tomó la decisión de evadirse" (58).
Como se ha visto, sus intentos, que no fueron pocos, fracasaron. Andaba libre por Madrid, pero sin ver todavía solución a su salida de la zona roja:
¡Peques! -escribe a Valencia el 18 de septiembre-. El abuelo tiene muchas ganas de abrazaros, pero siempre se le estropea la combinación. Convendrá así. Con todo, ¡quién sabe!, no desespero de que se me cumplan pronto los deseos. En fin…, Don Manuel sabe más (59).
La verdad es que su situación había mejorado. De estar encerrado en la "jaula de grillos" del Consulado a recibir la caricia del sol madrileño iba notable diferencia. Por esas fechas, el año anterior, era un indocumentado en una capital sometida a registros y controles. Entonces una detención equivalía, en el mejor de los casos, al encarcelamiento; y la agravante de ser clérigo invitaba al asesinato. Ahora ejercía su ministerio, con cautela y con peligro.
Don Josemaría había llegado a acumular toda una colección de documentos, de variado contenido, aunque ninguno de absoluta confianza. El más viejo era un papelito del "Comité-Delegación del Partido Nacionalista Vasco", dado en Madrid el 23 de diciembre de 1936, para "su libre circulación", "por ser persona afecta al Régimen" (60).
También conservaba un certificado expedido, a título particular, por un Abogado Procurador de los Tribunales de Madrid, con fecha 15 de marzo de 1937. El abogado en cuestión era Juan José Esteban Romero, antiguo compañero de don Josemaría en el Colegio de los Escolapios de Barbastro, el cual certificaba que "José Mª Escrivá Albás, de esta vecindad, de 35 años de edad, presta servicios en este despacho, durante las horas de oficina del mismo" (61). No estaba de más la aparente redundancia de "las horas de oficina", porque se trataba de un certificado de trabajo. Por supuesto, en aquel Madrid de 1937, en que ya se habían dado disposiciones oficiales, y severas, para que aquellos que no tuviesen trabajo fijo desalojaran la capital, nadie iría muy lejos con un certificado de este tipo. Nadie se iba a tomar tampoco la molestia de averiguar si era cierto lo que allí se decía, porque en el verano de 1937 ya habían decretado las autoridades competentes que los certificados de pasantes de abogado no tenían validez alguna (62).
Tenía asimismo el escrito clínico del doctor Suils, de fecha 14 de marzo de 1937, dado al dejar la Casa de Reposo y Salud. Del paciente se decía que: "En la actualidad no está curado del todo, por lo que se le impide toda clase de trabajo, preocupaciones, viajes y demás clases de actividades" (63). Lo que pedía el doctor Suils era que le dejasen en paz. Pero el riesgo que corría el paciente si esgrimía ese papel era que le evacuasen de la capital a un manicomio del "Levante feliz".
En cuanto al otro certificado médico, también del Dr. Suils, del 22 de agosto de 1937, asegurando que llevaba seis años padeciendo "de una psicosis endógena, que le afecta por temporadas", tanto podía resultar favorable como perjudicial (64). Todo dependía de cómo reaccionase el interlocutor.
Entre ese arsenal de documentos destacaba, sobre todo, el flamante y valioso certificado de Intendente de la Cancillería del "Consulado General de la República de Honduras. América Central", en que se solicitaba a favor del interesado "facilidades en la circulación para el desempeño de sus funciones" (65). No era un nombramiento en regla, pero el papel, de por sí, inspiraba respeto.
No carecía tampoco, del imprescindible respaldo revolucionario. Tenía un Carnet de la Confederación Nacional del Trabajo (C.N.T.), a nombre de José Escribá Albás; número de afiliación: 522; y fecha de ingreso: 9-VI-37, con el sello del "Sindicato Único de Funcionarios Judiciales, Abogados y Funcionarios en General". En la "Hoja anual de cotización mensual" aparecen abonados los meses de junio, julio, agosto y septiembre, a razón de 2 pts. con 25 céntimos por cuota mensual. La "Carta Confederal - 1937" que acompaña el Carnet es la número 908930 (66).
La familia Escrivá, con excepción de doña Dolores, terminó -quién lo iba a decir- provista de documentación del Sindicato anarquista de la C.N.T. Por fuerza de las circunstancias históricas, muchos buenos cristianos se habían visto forzados a alistarse en el ejército, junto con quienes se querían enemigos de la Iglesia, simplemente por residir en la zona republicana (67). También sucedía a la inversa (68). Y vale aquí la fábula que en cierta ocasión contaba don Josemaría a los suyos. Dicen que llegó a Zaragoza un aldeano y fue a visitar la catedral de la Seo. Unos bromistas le advirtieron al entrar que el suelo estaba pavimentado, como un tablero de ajedrez, con grandes losas de mármol: blancas y negras, y que anduviese con mil ojos para ver dónde ponía el pie, con cuidado para no pisar las blancas, porque los guardianes de la catedral tenían órdenes de sacudir con unas varas a quien lo hiciera. El paleto saltaba como un gorrión, de negro en negro. Creyendo que era un loco, se le acercaron los guardianes, persuadiéndole a salir del templo. Pero el otro les contestó muy ufano: - Os fastidiáis, que he caído en negro (69).
La anécdota podía aplicarse a media España. Unos cayeron en blanco y otros en negro, independientemente de sus ideas. Unos tuvieron viento a favor y otros, en contra, según sus preferencias políticas. De cualquier modo, a todos les fue preciso acomodarse, cada uno en el sitio en que le cogió la guerra, que también escindió muchos hogares y separó padres de hijos.
En la primavera de 1937 se desencadenó en la retaguardia republicana una guerra intestina entre diversas fuerzas revolucionarias. La C.N.T. salió de allí muy quebrantada, y fue objeto de una insidiosa persecución por parte de los estalinistas. Fue entonces cuando, por razones de emulación con los sindicatos socialistas o comunistas, los anarquistas abrieron sus filas a nuevos adeptos, sin cuidarse ni de su ideología ni de su procedencia. Circunstancia que aprovecharon quienes pudieron, entre ellos los Escrivá, para acomodarse en la C.N.T., que era la única forma de poder rebullir en el Madrid rojo (70).
Un buen día, a raíz de estos hechos, se presentaron en la calle de Caracas unos milicianos socialistas pidiendo documentación de trabajo. Ni Carmen ni doña Dolores la tenían, por lo que les advirtieron que se preparasen, pues volverían a buscarlas unos días más tarde para llevárselas a Valencia (71). (Las órdenes de evacuar Madrid quienes no pudieran acreditar en la capital un trabajo concreto, se venían llevando a cabo desde enero de 1937). Enterado Isidoro de la urgencia del caso, fue a ver a José María Albareda, que conocía, como también Tomás Alvira, a personas que trabajaban en el Sindicato de la Enseñanza de la C.N.T., en la plaza de Colón, en la casa del Reloj. La mayoría del profesorado y personal de las Escuelas Normales pertenecían al Sindicato de la U.G.T., socialista, mientras que los de la C.N.T. carecían de afiliados y de poder en este sector. Ésta fue la razón por la que un buen número de religiosos y religiosas aprovecharon esas circunstancias para enrolarse, a principios de 1937, en la C.N.T., y obtener un puesto de trabajo. Posteriormente hubo una depuración y algunos acabaron en la cárcel (72).
José María Albareda, que era profesor del Instituto Velázquez de Madrid, se ofreció a llevar el asunto del permiso de trabajo de Carmen en el Sindicato de la C.N.T., pues Carmen tenía título de maestra por la Escuela Normal de Logroño. Todo parecía arreglado cuando se produjo un gran revuelo y cerraron la oficina. La interesada tuvo que volver días más tarde a recoger el documento, acompañada de Isidoro. Un funcionario de mediana edad y aspecto bonachón, posiblemente un religioso encubierto, entregó a Carmen un certificado de mecanógrafa de aquel sindicato, con una seria advertencia: que no se le ocurriera acercarse allí para nada. Por lo visto no lo decía el buen hombre sin ton ni son. "Por fin -escribía Isidoro en junio- se ha resuelto el asunto del certificado de trabajo de Carmen, esta tarde la he acompañado al sindicato y nos lo han entregado, pues ha estado paralizado por haberse pasado el secretario con todos los fondos al otro lado. Corren hoy rumores de que se ha pasado íntegro el batallón Espartacus, del que recordaría Ricardo" (73). Ricardo, esto es, Juan Jiménez Vargas, no podía olvidar su breve servicio como teniente médico de la brigada Espartacus de la C.N.T. en el frente del Jarama; ni aquella fuerza interior, que le retenía cada vez que intentaba dar un salto y desertar a la otra zona. Por lo visto, los rumores sobre la traición de la brigada Espartacus eran parte de la campaña bolchevique para desacreditar políticamente a la C.N.T., de naturaleza anarquista.
Doña Dolores decidió celebrar lo del permiso de trabajo con una merienda en familia: "El domingo nos ha invitado la abuela a tomar té; iremos todos los nietos", escribe Isidoro (74). Ahora que su madre y hermana podrían quedarse en Madrid gracias a ese permiso, don Josemaría sugirió el obtener también los documentos que permitieran a Santiago salir del Consulado y circular libremente por la capital. Si se consiguieron fue por la machacona insistencia de don Josemaría, que, desde el cuartucho de Honduras, siguió de cerca las gestiones. Proceso laberíntico, que comenzó en el mes de mayo y acabó en la segunda mitad de julio.
Ni Carmen ni doña Dolores, por mucho que imaginaran, se daban cuenta de las condiciones del encierro. Por eso, en medio de las diligencias, el Fundador manifiesta sus temores a Isidoro: Tengo unos deseos extraordinarios de que el pequeño esté con la abuela, le dice. Mi madre no se hace cargo de lo que es estar aquí (75).
Primeramente se intentó obtener un carnet de estudiante y matricular al muchacho en el curso de verano de un Instituto. Hacía falta para ello presentar los avales políticos de dos personas con carnet anterior a la revolución, que garantizasen que el ciudadano en cuestión era afecto al Régimen. Pero esos documentos eran fiscalizados por el Sindicato estudiantil, donde todo intento conducía a un peligroso callejón sin salida (76).
Hubo que cambiar de rumbo. Se matriculó al muchacho en unas clases del Socorro Rojo Internacional. Y, una vez que se hubo conseguido, a pecho descubierto, un carnet de la C.N.T., y se halló Santiago en posesión de un certificado del doctor Suils, para burlar al comité que controlaba la casa de la calle de Caracas, se fue a vivir con doña Dolores (77).
El 27 de julio escribía gozosamente el Padre a Pedro Casciaro:
¿Te he dicho que tío Santi vive, desde hace días, con la abuela? Me aseguran que está, no contento, ¡encantado! Pertenece al S.R.I. (Socorro Rojo Internacional) y a la C.N.T. (Sindicato de la Federación Anarquista Ibérica). Lleva un mono -me cuentan- y asiste a las clases que el Socorro Rojo tiene, en una academia (78).
El carnet de la C.N.T. del 9 de junio de 1937 y la Carta Confederal del Padre, número 908930, a nombre de José Escribá Albás, se obtuvieron, al parecer, sin mayores dificultades. Tal vez presentando tan sólo los certificados de trabajo (79). Claro es que a esas alturas un carnet de afiliado a la C.N.T., cuya hoja de cotización empezaba en junio de 1937, es decir, con un año de retraso revolucionario, más bien daba que sospechar en ciertos sectores.
Entre los distintos planes para salir de la zona controlada por el Frente Popular, lo más directo y menos comprometido eran las evacuaciones diplomáticas; pero Dios no lo había querido así. Tampoco pudo procurarse don Josemaría un pasaporte argentino con la partida de nacimiento falsa. ¿De qué le valía, pues, todo su arsenal de documentos si no hallaba escapatoria? Su madre y hermanos tenían resuelto el problema, porque pensaban quedarse a vivir en Madrid. Su intención, en cambio, era salir de la capital y, en ese caso, cualquier desplazamiento exigía el correspondiente salvoconducto.
Se acercaba ya el final de septiembre cuando José María Albareda recibió una carta de Barcelona. Sabía Albareda que algunos de su familia habían escapado a Francia por los Pirineos. La carta era de un sacerdote amigo, don Pascual Galindo, que consiguió dar con la pista de las personas que les ayudaron a cruzar la frontera. Y, con prudencia y disimulo, enviaba a Madrid la información pertinente (80).
Pusieron al Padre en conocimiento de ello. Estudiaron la viabilidad de emprender esa aventura, con todos sus riesgos, y se lanzaron a tratar de obtener salvoconductos y dinero. Y, precisamente ahora, cuando todos estaban conformes con el plan de evasión, empezaron las vacilaciones del Padre. Un día aceptaba ir con Juan y José María Albareda a Barcelona; y, al siguiente, se echaba atrás. El sacerdote se resistía, pensando en los miembros de la Obra que se quedarían en precaria situación, pensando en su madre y hermanos, expuestos a los peligros de la guerra, o en la grave enfermedad del padre de Álvaro del Portillo, que podía morir de un momento a otro. Al final don Josemaría aceptó salir de Madrid, acompañado de todos los que pudieran arreglar su documentación para el viaje (81).
Gracias a la generosidad de amigos, y hasta de gente no muy conocida, se consiguió una buena cantidad de dinero (82). Para tramitar los salvoconductos era preciso presentar el documento de trabajo y un aval político. Hubo, pues, que hacerse con papeles y recurrir a personajes pintorescos, hábiles y astutos en los enredos del papeleo burocrático (83). Las gestiones se hicieron con sentido de urgencia para poder salir cuanto antes de Madrid, a ser posible, en la primera semana de octubre. Pero de nada valían las previsiones. Todo era cuestión de oportunidad, no de organización. En cada caso particular, el problema de dineros y documentos se resolvía como Dios daba a entender.
El 1 de octubre, víspera del noveno aniversario de la fundación del Opus Dei, el Padre escribía a los de Valencia: Mañana cumple ¡nueve años! mi pequeña: ¡cuántas gracias daré todo el día! Chiquitina, pero se ve que crece robusta (84). Y, a continuación, les anunciaba su visita a Valencia, acompañado de Juan, dentro de pocos días.
En las oficinas del Sindicato Regional de Servicios Públicos de la C.N.T., el "compañero José Escribá" se hizo con un aval político para obtener el salvoconducto de viaje en la Dirección General de Seguridad. Decía así: - "Madrid, 5 de octubre de 1937. Al Negociado de Pasaportes de la Dirección General de Seguridad. - Salud: Compañeros: Esperamos autoricéis y concedáis Salvoconducto para trasladarse a Barcelona y regreso en una plazo de 30 días para solventar asuntos de familia al Compañero de esta "Sección de Abogados" Jose Escriba Albas, con el número de carnet -522-. Vuestros y de la Causa. Por el Comité. - El Secretario. Guillermo Zendón" (85). (Lo de "solventar asuntos de familia" era una de las pocas razones verídicas en aquel formidable enredo de documentos, más falsos que Judas, como bien decía don Josemaría) (86).
A partir de esa fecha se aceleraron los preparativos, fijándose el 8 de octubre como día de partida. Juan saldría dos días antes, camino de Valencia, para preparar allí el alojamiento de la gente del grupo. Mientras tanto, don Josemaría hizo un buen número de visitas, obligadas y urgentes, a las personas que atendía. Dio los últimos sacramentos a don Ramón del Portillo, con dolor anticipado de su alma, pues sabía que no iba a estar a su lado a la hora de morir (87). (Refiriéndose al ajetreo de aquellos días, víspera de salida, decía Isidoro, en carta del 9 de octubre, que, bajo el apremio de las circunstancias, todo había sido "muy precipitado, pues era cuestión de oportunidad") (88).
El 6 de octubre por la tarde salió Juan de Madrid en un camión que transportaba cubas de vino, y que le dejó en Tembleque. La capital era entonces una ciudad sitiada, cuyas comunicaciones por carretera y ferrocarril estaban estranguladas en algunas zonas. En Tembleque tomó Juan el tren para Valencia y en la mañana del día 7 se presentó en casa de Paco Botella. Luego visitaron a Eugenio Sellés, que vivía en la calle Eixarchs, 16, en el piso de un colega de la Facultad de Ciencias; y Eugenio se ofreció a alojar allí al Padre (89).
Para Pedro Casciaro y Paco Botella, las jornadas del 7 y 8 de octubre en compañía de Juan Jiménez Vargas fueron de gran expectación. Hablando y hablando se les pasaban las horas (90). Las noticias y aclaraciones a las cartas que venían recibiendo desde Madrid, del Padre y de Isidoro, cubrían todo un año de aislamiento y estupendos sucesos. Valencia era entonces un hervidero de gentes de fuera: funcionarios del Estado, súbditos extranjeros e inmigrantes de toda España. Al revés que Madrid, era una ciudad de paso, por lo que la aparición del grupo que acompañaba al Padre no resultaría extraña o llamativa.
Pedro estaba destinado en la Remonta militar (91), en un cuartel dentro de Valencia; y Paco, en servicios auxiliares del Ejército, con libertad de movimientos y posibilidad de vivir con su familia. Esa noche del 7, Juan se fue con Pedro, "siempre hablando de cosas ocurridas durante nuestra separación. Cerca de las once -dice-, llegamos a la pensión de Pedro. Él quería seguir enterándose de todo; pero nada más rezar las Preces, me quedo en la cama como un tronco, mientras él hace la oración y reza una parte de rosario" (92).
No sabiendo si los de Madrid llegarían por tren o por coche, los tres se pasaron la mañana yendo y viniendo a la estación. Luego decidieron esperar en casa de Paco. Eran las ocho de la tarde cuando sonó el timbre. Entre la emoción de la espera y el aspecto del Padre, desfigurado y de paisano, Pedro y Paco sintieron un extraño nerviosismo hasta que se encontraron en sus brazos. En la calle esperaban los demás y se les distribuyó conforme habían convenido: el Padre y José María Albareda, en casa de Eugenio Sellés; Manolo Sainz de los Terreros y Tomás Alvira, en la pensión de Pedro; y Juan, en casa de Paco (93). Cenaron todos juntos en la "Hospedería del Comercio", una casa de comidas en la que fueron a caer en la vecindad de unos policías a los que el aspecto de Pedro no inspiraba ninguna confianza. Ante el consiguiente susto de todos los comensales, pidieron la documentación solamente a Pedro, que era el único que la llevaba perfectamente en regla (94).
A la mañana siguiente fueron todos a oír misa en casa de Eugenio Sellés. Enterado el Padre de que el portero de la casa era en realidad un sacerdote, y pensando que podía necesitar su ayuda ministerial, mandó que le avisasen. Los dos sacerdotes se confesaron y ayudaron a misa mutuamente (95).
A este sacerdote, con funciones de portero, le llamaban Pepe. Vivía de milagro, porque cuando le llevaban en coche para pegarle un tiro y tirarlo a una cuneta, por el imperdonable delito de ser sacerdote, un comunista convenció a los revolucionarios de que lo dejasen en sus manos, que él lo entregaría en Gobernación Militar. El comunista, un recién afiliado de buena voluntad, que pronto se dio cuenta de los primitivos instintos asesinos de sus camaradas, consiguió ocultarlo después en Valencia como portero (96).
Para evitar sospechas de terceros o de policías, el Padre pidió a Pedro y a Paco que le tuteasen, llamándole Mariano. Pero, al igual que había ocurrido con Juan, no consiguió otra cosa que evitar el uso expreso del "usted". Aprovechó ese día el Padre para hablarles largamente de fidelidad a su vocación, de confianza ilimitada en nuestro Padre Dios. Les expuso sus deseos ardientes de encontrarse en un clima de libertad, para poder hacer apostolado y recoger a todos aquellos jóvenes que habían pasado por la Residencia de Ferraz y ahora se encontraban en la otra zona. También les pidió generosidad para sacrificar algunos proyectos profesionales, ante la urgencia del apostolado con que se iban a encontrar, tan pronto acabase la guerra (97). Y como el tren para Barcelona no salía hasta las once de la noche, aún tuvo tiempo el Padre de escribir a Isidoro, aunque silenciando los momentos de peligro que habían corrido durante el viaje, cuando tuvieron que pasar varios controles. En el Puerto de Contreras los milicianos, efectivamente, les habían pedido la documentación, rodilla en tierra y encañonando el coche con los fusiles (98).
(Justo es hacer mención aquí de los discretos silencios del Fundador. Pero más aún que su discreción resalta el sentido heroico que se desprende de sus cartas, por el sostenido esfuerzo de infundir a diario optimismo, en pugna contra el cansancio y la mediocridad, y a pesar de los disfraces de la expresión. Sus cartas a los de Valencia habían sido, durante meses, no solamente medio de comunicación de noticias sino una risueña limosna para levantar el ánimo de sus hijos. Por supuesto que no siempre lograba divertir con sus dichos y agudezas. En muchas ocasiones tenía que hacer de tripas corazón. Y en algunas, excepcionalmente, su depósito de buen humor se encontraba tan desfondado, que había de confesar su fracaso, como tiempo atrás a los de Valencia: […] Quiero empeñarme en gastaros una broma…, y no me sale: se me queda la garganta seca) (99).
Ese 9 de octubre, gracias a Dios, estaba en vena, cuando escribía a Ignacio, nombre de guerra de Isidoro:
Querido Ignacio: Llegamos estupendamente, a las ocho de la noche. Habíamos salido a la una. Paramos, pasado Tarancón, en el primer pueblo: comimos: jamón y carne, que llevaban José Mª y Tomás, y nuestras galletas y turrón. ¡Ah!: y pan de trigo (sí: hay pan de trigo), más unos tomates en ensalada que pesquisó nuestro compañero zaragozano. Durante el camino, cobramos dos piezas: una perdiz, que se golpeó contra el coche al cruzar la carretera volando a baja altura, y un perro, que ascendido a carnero, se habrán comido, hoy sábado, los madrileños ricos.
Mis nietos, muy majos […].
A todos mis peques y a ti os recordaré, como a Lola y sus hijos, en mis charlas con D. Manuel durante el viaje.
Os abraza
Mariano
Sábado-9-X-37 (100).
A las once de la noche partía el tren para Barcelona. Pedro y Paco despidieron a los viajeros. Si salía bien aquella expedición, organizarían una segunda para los que quedaban en Madrid y Valencia. En el momento de arrancar el tren, recibieron la bendición de viaje. El Padre, con la mano medio oculta sobre el pecho, donde llevaba la cajita metálica con el Santísimo -aquella pitillera con los corporales preparados por Carmen, y la funda con bandera hondureña- hizo el signo de la cruz mientras repetía con leve movimiento de labios: Beata Maria intercedente, bene ambuletis, et Dominus sit in itinere vestro et angeli eius comitentur vobiscum (101). ¿Cuándo volverían a verle? Pedro y Paco se quedaron tristes en el andén. Tristes y alegres, y con la imaginación disparada. "La noche fue de poco dormir para mí", cuenta Paco (102).
Menos durmieron los viajeros. Los coches que componían el tren eran corridos, no tenían compartimentos. Ya al salir de Valencia iban abarrotados. Los asientos de madera estaban rotos y mugrientos. En el pasillo central se hacinaban gentes dispuestas a dormir en el suelo, en su mayor parte milicianos que venían de los frentes con permiso. Se oían con frecuencia blasfemias y palabrotas. El Padre pasó la noche desagraviando al Señor y, ante la posibilidad de un sacrilegio a causa de un registro, decidió, ya de madrugada, consumir las Sagradas Formas, pasándose uno a uno la pitillera en el lavabo del coche, para poder comulgar todos. El domingo 10 de octubre, poco antes del mediodía, entraba el tren en Barcelona. Enseguida puso unas letras a Isidoro para anunciar a los de Madrid su llegada (103).
José María Albareda se fue a vivir a la calle República Argentina, número 60. En esa casa, la viuda de Montagut había acogido a la madre de José María Albareda con sus dos nietos. Una de las hijas de la viuda, ni corta ni perezosa, había puesto un cartel a la puerta de la casa, como si se tratara de una vivienda incautada por la F.A.I., los anarquistas. Al amparo de esta protección todos vivían tranquilos. Hasta se había alojado allí don Pascual Galindo, el sacerdote que envió a Madrid la información para pasar a Francia.
El Padre, con el resto del grupo, se fue al "Centric Hotel", en la Rambla de Estudios, 8. A pesar de la noche de tren pasada en vela, dedicaron la tarde del domingo a pasear por la ciudad, haciendo piernas, por si acaso tenían que salir de un día a otro de Barcelona.
Al día siguiente don Josemaría celebró misa para todos en la casa de la calle República Argentina. Después, doña Pilar, la madre de José María Albareda, les dio los datos con los que encontrar a los intermediarios para el paso de la frontera. Sin perder tiempo siguieron las indicaciones recibidas y fueron a dar a un establecimiento en la Ronda de San Antonio, 84, donde servían comidas y bebidas. Allí preguntaron por Mateo, a secas, que resultó ser el mismo que estaba en el mostrador, un mostrador de mármol blanco, como el de las lecherías. (Más tarde se enteraron de que aquel hombre se llamaba Mateo Molleví Roca, aunque de entrada le bautizaron con el apodo de "Mateo el lechero"). Era una persona de mediana edad, cachazudo y como para inspirar confianza (104).
Después de muchos rodeos para desvanecer sospechas, quedaron en verse al día siguiente. Mateo les explicó entonces que el enlace era un sujeto llamado Vilaró; le encontrarían apostado al día siguiente, miércoles, en la esquina del bar Flora, en la Gran Vía de las Corts. Y el miércoles 13, a la hora convenida, se presentó allí Juan con un periódico partido por la mitad, como contraseña. Pero aquel individuo nunca apareció. Es posible que hubiera encontrado ya otros clientes. Según Mateo, el precio que Vilaró cobraba por persona era de dos mil pesetas (105).
Llevaban tres días en Barcelona y el optimismo del Padre iba en aumento, a juzgar por el tono de las noticias que enviaba sobre el paso a Francia. Hay muy buenas impresiones, comunica de entrada a Isidoro el domingo 10 de octubre. Voy mejorando, pero lentamente, aunque seguro, le escribía en una tarjeta del 12 de octubre, dándole a entender que el plan iba adelante (106). Y el miércoles, día 13, en larga carta a Isidoro, luego de informarle que dentro de pocos días piensa acabar el viaje, aunque puede alargarse un poco, expone su nuevo plan. Era idea del Padre organizar una segunda expedición con todos los miembros de la Obra que estaban refugiados en Madrid. Para ello debían tener en regla la documentación para juntarse en Valencia, tan pronto recibiesen instrucciones de Pedro Casciaro. Luego, previendo su próxima partida de Barcelona, cierra la carta a Isidoro con estas cautelosas líneas, seguro de su marcha:
Quizá me vaya antes de recibir carta suya. Rogaré a una buena amiga que reciba ella la contestación y me la remita. Por tanto, no me escriba al hotel, sino a la dirección que luego le pondré.
Saludos cariñosísimos, y les abraza, con recuerdos a Don Manuel y a su Madre
Mariano
ponga la contestación a
"Cecilia Sánchez.
República Argentina 60.
Barcelona."
Puede V. poner dentro otro sobre abierto, que diga:
"Suplicada
Para Mariano" (107).
La decisión tomada por el Padre ese miércoles, 13 de octubre, imprevista, tuvo sus consecuencias. Porque al tiempo que escribía esta carta a Isidoro, designando a Pedro Casciaro como coordinador de una segunda expedición, envió a Valencia un telegrama, invitando a Pedro a pasarse por Barcelona al objeto de exponerle al detalle su pensamiento y para que conociera personalmente a Mateo y demás intermediarios. Sólo así se explica que ese miércoles por la tarde, Pedro y Paco, alarmados a la vista del telegrama, interpretasen que el deseo del Padre era que Pedro se sumase sin tardanza a la expedición que iba a salir de Barcelona. El telegrama, como es lógico, no daba demasiadas explicaciones. Inmediatamente hizo Pedro los preparativos. Se agenció unos papeles de la Dirección General de la Remonta y rellenó un oficio para procurarse la lista de embarque y coger ese mismo día el tren de las once de la noche para Barcelona (108).
Cuando Juan regresó al "Centric Hotel" con la cara larga, aspecto cansado y el periódico partido por la mitad debajo del brazo, llevaban tres horas esperándole. Contó la historia de su fracaso. El intermediario no había aparecido. (Aparente adversidad, como se verá. Esa expedición de fugitivos fue, muy probablemente, una de las expediciones fallidas).
Así pues, de momento la salida de Barcelona se posponía. Como no andaban sobrados de dineros pensaron en dejar el hotel e irse a la pensión de doña Rafaela, en la Gran Vía Diagonal, 371, donde podían estar al resguardo de denunciantes (109). Efectivamente, el 14 de octubre se fueron todos, menos Albareda, a la pensión de doña Rafaela, viuda de Cornet, mujer ducha en el trato con transeúntes y conocedora de la condición sacerdotal de don Josemaría. Ese mismo día se presentó Pedro Casciaro en Barcelona. El Padre le puso en antecedentes de los intermediarios y del plan de una segunda expedición; y por la noche regresó otra vez por tren a Valencia. Al aparecer en el cuartel le premiaron conforme a sus méritos: dieciséis días de calabozo (110).
La carta del Padre del día 13 causó el consiguiente revuelo cuando Isidoro fue transmitiendo a los demás miembros de la Obra las indicaciones para reunirse en Valencia con Pedro. Pero las gestiones se pararon al recibirse, fechas más tarde, la información que daba Pedro Casciaro desde el calabozo. (En realidad en aquel edificio habilitado para cuartel no existía tal calabozo; tuvieron que acomodar un cuarto especial para el recluso).
Isidoro, en carta del 21 de octubre, tratando de rectificar el malentendido de una inmediata reunión en Valencia, comunica a los de Madrid: "El abuelo llamó a Perico para que fuese a Barcelona. A su regreso a Valencia escribe diciendo que "dentro de 10 ó 12 días estarán en casa de José Ramón, se necesita tener 30 años y disponer de tres libros; por ahora no es la cosa viable, veremos para más adelante" […]. Hasta aquí son frases del abuelo retransmitidas por radio Pedro" (111).
Quedaban, pues, enterados los de Madrid de que, al fallar el intermediario Vilaró, retrasaban la salida de Barcelona; que para ir a casa de José Ramón, debían disponer de 3000 pts. por persona; y que no abandonaran todavía Madrid. (José Ramón Herrero Fontana era el más joven de los hijos del Padre en la Obra. El comienzo de la guerra civil le había cogido en zona nacional. Su madre y hermano quedaban en Madrid, en la plaza de Herradores, donde estuvo refugiado don Josemaría. "La casa de José Ramón", burlando la censura, equivalía a libertad, y a zona nacional).
La docilidad de Pedro, que ante un posible requerimiento por parte de la Obra se había jugado el todo por el todo, no dejó de impresionar al Padre, que se quedó rumiando sus viejas preocupaciones. No en cuanto a la suerte de sus hijos, que sabía en manos de Dios, sino por los riesgos a que se exponían. El caso es que el Señor permitió que le asaltaran de nuevo las dudas y se turbara su alma, otra vez, con el pensamiento de que dejaba cobardemente abandonados en Madrid a quienes más necesitaban de él.
Era el 15 de octubre. Se encontraba solo con Juan en la pensión cuando manifestó a éste, con decisión tajante, que se volvía a Madrid, pero que los demás tenían que seguir el plan previsto. "Fue sin duda el peor momento que he pasado en mi vida -confiesa Juan-, y al cabo de los años lo recuerdo como si no hubiera pasado el tiempo" (112). ¿Qué iba a decir a los demás cuando volviesen a casa?
Media hora más tarde estaba el Padre de vuelta. Sin duda había visto claramente cuál era la voluntad de Dios, y que su deber era continuar la empresa, a pesar de obstáculos y peligros. "Fue impresionante -continúa Juan- la humildad con que me pidió perdón por el mal rato que me había hecho pasar. Entonces no les conté a los demás nada de lo ocurrido" (113).
Gracias a las indicaciones de doña Pilar o de don Pascual Galindo, y a su propia determinación, don Josemaría dio con el paradero de Pou de Foxá, el sacerdote catedrático de Derecho Romano en Zaragoza, fiel amigo y consejero. Ese encuentro fue el bálsamo que necesitaba, como escribe a Isidoro días más tarde:
Barcelona - 20-oct.-1937
Mi buen amigo: He recibido tus letras. Mucho siento la muerte de D. Ramón, aunque la esperaba: haz presente, a esa querida familia, la gran parte que tomo en su pena.
Nos acordamos siempre de todos. Que se cuide la abuela y sus peques. Pronto veremos a José Ramón.
Di a Lola que charlo bastantes ratos con Pou: están bien.
Tardaré bastante en volver a escribir.
¿Recibisteis carta de Periquillo?
Os abraza cariñosamente
Mariano (114).
El Padre celebraba misa casi a diario en la pensión de doña Rafaela; algunas veces, en casa de la familia Albareda, con asistencia de otras personas. Luego guardaba consigo el Santísimo, para dar de comulgar a quienes no habían podido asistir a misa. Esas reuniones clandestinas, en grupo, no estaban exentas de peligro. Doña Rafaela -tal vez por indicación del sacerdote- solía quedarse entonces vigilando en el pasillo, por si llamaban a la puerta (115). (Ya se había servido de esta cautela al decir misa en el sanatorio de Suils o en la pensión de doña Matilde en Madrid).
Mientras se esperaban noticias de "Mateo el lechero", don Josemaría llenaba las horas libres con su creciente dedicación ministerial. Al igual que en Madrid, existía en Barcelona una red clandestina de eclesiásticos que se jugaban la vida administrando los sacramentos a los fieles (116). Pero no siempre era fácil establecer contacto con ellos. Un buen día Tomás Alvira se encontró en la calle con Gayé Monzón, un amigo de Zaragoza, cuya madre vivía en Badalona y no había hallado aún sacerdote con quien confesarse, desde 1936. Fijada una fecha, salieron don Josemaría y Tomás para Badalona, con Gayé Monzón. Bajaron del autobús; y caminando de cara al mar, el sacerdote recitaba en voz alta el "Salve, Regina, Mater misericordiae…"
Al caer la tarde, doña Pilar Monzón se despedía de Tomás, encareciendo que "le había dicho el Padre cosas para su vida espiritual que nunca le habían dicho" (117).
Tomás era hombre de buenas relaciones sociales. A poco de llegar a Barcelona se enteraron por la prensa del nombramiento de Pascual Galbe Loshuertos como magistrado de la Audiencia de Cataluña, en representación de la Generalitat, es decir, de la suprema autoridad catalana. Pascual había sido compañero de Tomás, en el Instituto de Zaragoza, durante todo el bachillerato. También el Padre recordaba a Pascual, que había sido antiguo compañero de la Facultad de Derecho, con fama notoria de ateo. La última vez que se habían visto había sido en Madrid tiempo atrás. Venía Pascual en un tranvía que pasaba a la altura de la Glorieta de San Bernardo, cerca del Hospital de la Princesa y no lejos de la Academia Cicuéndez, cuando he aquí que, al ver al sacerdote, se tiró en marcha para dar un abrazo a su amigo (118). Sin duda, tenía un corazón grande como para no avergonzarse de manifestar así su afecto por un sacerdote en aquellos tiempos, y en plena calle.
Pero las circunstancias habían cambiado a peor; ¿cómo reaccionaría ahora? Tomás, confiado también en su vieja amistad, y de acuerdo con el Padre, se presentó un día en la Audiencia. El magistrado no pudo contener su emoción al ver a su antiguo compañero. A lo largo de la conversación, en el momento oportuno, le informó Tomás de que don Josemaría estaba también en Barcelona y quería verle. - ¡Aquí, no! ¡Aquí, no! -exclamó alarmado-. Mejor que venga a comer a mi casa (119).
Concertada la visita por teléfono, don Josemaría, que, como sabemos, no andaba sobrado de pesetas, compró unos juguetes para los dos chicos de Pascual y, acompañado de Juan, se presentó en casa del magistrado. Al verse se dieron un gran abrazo los dos amigos. La comida fue cordialísima; y una vez acabada, retirados la mujer y los hijos, la conversación se hizo íntima:
- ¡Qué alegría verte, Josemaría! No sabes cuánto he sufrido, porque creí que te habían matado.
Ofreció luego a su amigo la posibilidad de quedarse en Barcelona, ejerciendo como abogado y con documentación que garantizaba su seguridad personal. Le agradeció el sacerdote la oferta, pero no la aceptó:
- No la he ejercido antes, porque me interesaba sólo ser sacerdote, ¿y voy a hacerlo aquí, donde me dais un tiro por el solo hecho de ser cura? (120).
Don Josemaría le explicó que estaba allí para pasarse a la otra zona. Pascual trató entonces de disuadirle, haciéndole reflexionar sobre el rigor de los controles de la zona fronteriza y la rigurosidad de los castigos. A los detenidos en la fuga se les aplicaba la pena de muerte. Viendo que no le convencía se le ofreció incondicionalmente; si tenía la mala fortuna de ser detenido, que no dejara de pasarle aviso.
Abrió Pascual el corazón al amigo. Le confesó su desengaño político. Estaba pasándolo mal. Los anarquistas le habían puesto un guardaespaldas. Más para vigilarle que para protegerle, pues desconfiaban de él. El sacerdote le habló de Dios, tratando de avivar en aquella alma la fe y la esperanza. Se resguardaba el magistrado en los viejos tópicos y prejuicios de quien ha malgastado imprudentemente sus reservas intelectuales. De su optimismo no quedaban ya ni los rescoldos y su esperanza era una luz mortecina. Seguía Pascual manejando los argumentos de antaño.
- Mira, hijo, tú, para decir eso -le interrumpió el sacerdote-, te has leído unos cuatro o cinco libros, que no tenías que haber leído. Pero para tener un mínimo de cultura teológica hay que leer muchas cosas más. Cuando hayas leído todo lo que te hace falta, podrás opinar (121).
Se le saltaron las lágrimas a Pascual… Quedaron en verse otro día en su despacho. Al tiempo de esa segunda entrevista se estaba celebrando en la Audiencia el juicio contra algunos que habían apresado antes de llegar a la frontera con Andorra. Los juzgaron y fueron condenados a muerte. - "Ya ves lo que te espera", le dijo Pascual. Y como el espectáculo no hiciese mella en la decisión del sacerdote, insistió: - "Si te cogen, di que eres hermano mío" (122).
* * *
Desde el día en que Vilaró les había dado el plantón, dependían enteramente de "Mateo el lechero". De vez en cuando, con muchas precauciones, se acercaban en busca de noticias. Mateo, bonachón y tranquilo, les recomendaba calma, mucha paciencia. Llevaban así más de una semana en Barcelona, cuando un día Mateo les indicó la pista de otro de los que andaban metidos en las operaciones de fuga. Se llamaba Rafael Jiménez Delgado. Era un militar provisto de documentación de la Unión General de Trabajadores (U.G.T.), y con la imaginación superpoblada de ideas y proyectos de evasión. Fueron a verle a su casa. Como pudieron comprobar, no le faltaba ingenio ni recursos para la aventura. Los más de sus planes eran irrealizables, cuando no peligrosísimos y descabellados (123).
El 22 de octubre Mateo les dio excelentes noticias. La expedición de salida era ya asunto resuelto, y a muy corto plazo. De un día a otro llegaría a Barcelona un tal Pallarés, compañero del hijo de Mateo, hombre de pelo en pecho. Ante esta firme promesa de Mateo, Juan, por encargo del Padre, se fue a Valencia a fin de traerse consigo a Paco y Pedro Casciaro para que se incorporasen a la expedición (124).
El domingo, 24 de octubre, aparecía en la prensa catalana una alarmante noticia. La vigilancia de la frontera de los Pirineos había sorprendido a una de las expediciones. La Vanguardia de Barcelona destacaba el suceso a grandes titulares: - "Cómo fueron capturados nueve fugitivos. Uno quedó muerto y otros tres heridos". Publicaba luego los pormenores facilitados por el agente de vigilancia Mateo Badía, de la plantilla de Seo de Urgel. Finalmente, cerraba la referencia con un párrafo encomiástico: - "El jefe superior de policía, coronel Burillo, en cuanto tuvo conocimiento del servicio prestado por el agente Mateo Badía, telegrafió al ministro de la Gobernación, proponiéndolo para un ascenso" (125).
(Según el cálculo de fechas de las expediciones que salían hacia la frontera de Andorra, era muy probable que se tratara de la organizada por Vilaró, el que faltó a la entrevista con Juan Jiménez Vargas. La publicación de la "hazaña" del agente Badía muestra que también los enlaces de las expediciones eran gente dura y sabían defenderse. Muchos de ellos eran contrabandistas profesionales y, otros, activistas valientes, como Pallarés).
Al reforzarse la vigilancia en los puestos de frontera desaparecieron como por ensalmo las huellas de los intermediarios y se evaporaron hasta los más leves indicios de organizaciones clandestinas. Y no era por miedo. (Mateo estuvo a punto de caer en manos de la policía; a finales de noviembre pudo huir a Argentina, donde se quedó hasta el final de la guerra. También a finales de diciembre, tratando de salvar a uno de los heridos de su expedición, fue capturado Pallarés, al que poco después fusilaron) (126).
Por fuerza se imponían unos días de espera y preparativos. El Padre y los suyos tenían que entrenarse en previsión de las largas marchas de montaña que les aguardaban. A diario se echaban a la calle, subiendo y bajando las empinadas cuestas de Barcelona, del puerto al Montjuic o del casco viejo al Tibidabo. Los últimos días de octubre hizo muy mal tiempo. Frío y lluvias. Pensando en los fríos y nevadas de montaña compraron unos impermeables y algo de ropa de invierno.
Su otro enemigo físico era el hambre; nada fácil de aplacar, porque no tenían dinero para comer. La última comida digna de tal nombre la habían hecho, muy excepcionalmente, para festejar el día de San Rafael, 24 de octubre; les costó 15 pesetas por persona. Ese día tuvieron también los huéspedes un rumboso gesto con doña Rafaela. Le regalaron, por sugerencia de don Josemaría, un ramo de flores. Fineza que hacía tiempo no había recibido la viuda, y menos por parte de las gentes que allí solían hospedarse (127).
Los dineros escaseaban, aun antes de haber satisfecho los honorarios -vamos a llamarlos así- a los organizadores de la expedición. Cada día de espera suponía una puñalada en los ahorros. Haciendo cálculos vieron que, si les exigían 2.000 pesetas por persona, no les alcanzaba para enrolarse. Ésa era la cantidad señalada por Mateo, pero con una escrupulosa condición adicional: que las 2.000 pesetas tenían que ser de las "buenas". Esto es, en billetes del Banco de España de las series en circulación antes del 18 de julio de 1936, que eran moneda legal en la otra zona. Por tal razón, los "billetes buenos" eran conocidos y codiciados, siendo insólito el toparse con uno de ellos en circulación. Señal evidente de que gran parte de la población en zona republicana esperaba el triunfo de los nacionales o se armaba de prudencia ante el futuro.
Se imponía el buscar dinero cuanto antes; y, además, del bueno. Lo sorprendente es que lo encontraron; y que todo sucedió de modo providencial. En efecto, fue Francisco Gayé, el amigo de Tomás Alvira, hijo de la maestra de Badalona a quien confesó don Josemaría, quien les resolvió la papeleta en buena parte. Era Gayé empleado del Banco Hispano-americano y, ante las presiones y ruegos persuasivos de Tomás, se aventuró a escamotear billetes "buenos", cambiándolos por otros. Actuó con valentía, movido por la fe de Tomás, si bien el control de aquellos billetes se llevaba con estrechísima vigilancia en los bancos (128). (Tomás no era aún de la Obra, pero, por sintonía con los demás, estaba acostumbrándose a que las intervenciones de los Ángeles Custodios, en tiempos tan revueltos, estuvieran a la orden del día) (129).
El 25 de octubre, cuando Juan se presentó de improviso en Valencia, se llevó una sorpresa mayúscula. No sabía nada de la condena de Pedro, a quien faltaba una semana para verse libre. Fue con Paco Botella a visitar al recluso. Allí, sobre la marcha, y por su cuenta y riesgo, decidieron salir hacia Barcelona el mismo día en que pusieran en libertad a Pedro y que Juan se fuese, entre tanto, a Daimiel. En este pueblo de la Mancha estaba escondido Miguel, también de la Obra y hermano de Lola Fisac, como queda dicho. Llevaba más de un año oculto en el desván de casa de sus padres, de modo que la operación de su rescate presentaba algunos riesgos, por carecer de documentación y por falta de ejercicio físico durante los meses de encierro. Lo primero tuvo más fácil remedio, pues se le extendió un permiso con los impresos sellados de la Dirección General de la Remonta que Pedro guardaba en su casa (130).
El 27 de octubre fue Juan a Daimiel y el 30 estaba de vuelta en Valencia con Miguel, que venía pálido como un cadáver. El 31, a las nueve de la mañana, pusieron en libertad a Pedro, no sin una fuerte admonición del Comandante, que le amenazó con un castigo ejemplar en caso de reincidencia. Pedro, con visible compunción, le aseguraba que aquello no se repetiría (131). (Probablemente pensaba no repetir su estancia en el calabozo, porque la deserción estaba fija ya en su voluntad desde su regreso de Barcelona).
El día 2 de noviembre, a las ocho de la mañana, cuando el Padre estaba acabando la misa, se presentaron los cuatro de Valencia en la pensión de doña Rafaela. Luego explicaron sus aventuras y deserciones, y la crecida del río Ebro, que se desbordó en Amposta. La inundación les obligó a pasar allí la noche, teniendo que ir a la mañana siguiente a tomar el enlace ferroviario en la otra ribera. Para evitar sospechas se distribuyó a los nuevos huéspedes; tres de ellos fueron a vivir a una casa de la calle República Argentina que les buscó la viuda de Montagut (132).
Como aconsejaba "Mateo el lechero", no cabía otra solución sino esperar condiciones más favorables. Para complicar y empeorar las cosas, en la última semana de octubre se habían salido de madre los ríos de Cataluña, provocando inundaciones por todas partes. El Padre, en una tarjeta del 30 de octubre, se lo decía muy pacientemente a Isidoro: Mi estimado amigo: - Dos letras de saludo, y decirles que, con las lluvias, he retrasado mi viaje cuatro o seis días (133).
Para alargarlo aún más, el 31 de octubre se produjo el traslado del Gobierno republicano, de Valencia a Barcelona, recrudeciéndose el dispositivo policial por el incremento de la influencia comunista (134). No era infrecuente ver en la prensa notas como la de La Vanguardia del 31 de octubre: "El orden público: Los indocumentados. Por indocumentados han sido detenidos por la Policía unos ochenta individuos que se encontraban en varios cafés, frontones, cabarets, y otros lugares de esparcimiento". Lo más próximo a la indocumentación eran los permisos militares caducados de que venían provistos los valencianos, gracias a los buenos oficios de Pedro; aunque éste, naturalmente, no pudo prever que la estancia en Barcelona hubiera de prolongarse tanto. El siguiente escalón eran los salvoconductos con plazos vencidos. Éste era el caso de los de Madrid, que tampoco se imaginaban que iban a pasar allí un mes de espera.
No hubo, por tanto, más remedio que esmerarse en borrar fechas, sustituyéndolas por otras de mayor actualidad. En esta operación fue inestimable la cooperación de un tío de Tomás Alvira, que trabajaba en la administración de un hospital y tenía allí oficina propia (135). Con una buena disolución de tinta, y con una máquina de escribir del mismo tipo de letra, hicieron los arreglos. Algunos documentos, como el salvoconducto del Padre y el de Tomás, tuvieron fácil enmienda, pues su validez era por treinta días a partir del 5 de octubre. Bastó poner un 2 delante del 5 para prorrogar su validez hasta el 25 de noviembre. Los permisos militares, en cambio, solían darse por muy pocos días, especificando fechas. De suerte que a mediados de noviembre los papeles habían sufrido más de una raspadura. Es obvio advertir que no todos esos documentos hubiesen pasado una exigente inspección de la policía. El Padre, cuando las cosas parecían no tener arreglo humano, recurría indefectiblemente a los Ángeles Custodios y enseñaba a los suyos a hacerlo así. Como dice Juan, alguna de aquellas intervenciones fue más que "espectacular" (136).
A todo esto, Mateo seguía dándoles esperanzas. Estaba organizada ya una nueva expedición. Adelantándose con el deseo, el 6 de noviembre el Padre envió una tarjeta a Isidoro: Supongo que toda la familia estará bien. Aquí están encantados, y, de un momento a otro, saldrá el abuelo a casa de José Ramón, con sus siete nietecillos (137).
La partida del abuelo, de un momento a otro, se retrasó un par de semanas. La guerra de nervios les cogía, además, con el estómago vacío. No tenían cartillas de racionamiento, ni era prudente tratar de conseguirlas. Siempre era posible, por supuesto, comprar víveres en el mercado negro, pero estaban faltos de dinero. Lo único que les sobraba era hambre. Hacían una sola comida al día, y muy escasa. Eran convenientes, así y todo, los ejercicios de marcha para entrenarse; aunque las caminatas, por su consumo de energías, no resultaran muy compatibles con el hambre (138).
Por descontado que también pasaban hambre otras muchas personas. Este dato, en rigor, no servía de consuelo, pero movía a compasión. Al Padre le daban mucha lástima los dos sobrinitos de José María Albareda, que vivían con la abuela Pilar. Cuando el sacerdote desayunaba en un bar, los días que desayunaba, le solían dar una cocción de malta, sucedáneo del café, y un par de galletas saladas, que guardaba para los niños.
- Entretén a esas criaturas, le decía a Pedro.
Y Pedro, armado de papel y lápiz, les preguntaba que querían que les pintase. A los niños no les apetecía otra cosa que lo comestible. Un día les pintó un plato con un par de huevos fritos, a los que añadió, generosamente, unas apetitosas salchichas. Los pequeños daban brincos de alegría. En un aparte hizo el Padre una compasiva reflexión al dibujante:
- ¿Pero no te das cuenta, hijo mío, que es una crueldad mental dibujarles eso a estos niños hambrientos? (139).
Ir por la calle en grupos de cuatro o cinco era peligroso, pues llamaba la atención. Mas el Padre cuidaba de que, con cierta frecuencia, se reuniesen todos en tertulia familiar en alguna de las pensiones en que estaban alojados. Eso constituía un evidente peligro. Por otro lado, sin embargo, era un medio para dar ánimos y evitar que alguno decayera en su vida espiritual o se dejara invadir por la depresión (140). En el Padre residía, indudablemente, el alma y nervio del grupo. No así por lo que miraba a la organización material, en que de modo expreso les anunció que lo suyo era obedecer: "Uno de los primeros días de estancia en Barcelona -refiere Paco Botella- el Padre nos comunicó que, para efectos de la salida de la zona roja, se ponía como un niño en manos de Juan y que estaba decidido a seguir sus indicaciones. En efecto, era frecuente ver que Juan y el Padre hablaban a menudo a solas" (141).
A mediados de noviembre Mateo señaló en firme la fecha de partida. Saldrían de Barcelona el día 19, viernes. Hizo también las indicaciones pertinentes sobre el medio de transporte, las paradas y las contraseñas para darse a conocer a los enlaces. De acuerdo con tales instrucciones se amañaron por última vez los documentos con los añadidos precisos, si es que los papeles permitían esta nueva manipulación. Algunos salvoconductos, como el del Padre, tuvieron fácil arreglo. Bastó añadir a máquina, en el espacio libre, el nuevo destino del viaje (142).
Los preparativos de última hora se hicieron mirando mucho la peseta. Habían comprado alguna que otra cosa para el botiquín de viaje, más seis impermeables, varios pares de alpargatas y unas botas para el Padre. Éste, que iba todavía con chaqueta y corbata, a tono con su cargo de Intendente, tuvo que cambiar muy pronto de indumentaria (143).
Llegó la hora de las despedidas. El Padre envió varias cartas y postales: a Isidoro, al Cónsul de Honduras y dos tarjetas a Lola Fisac. La segunda de ellas decía:
Barcelona - 19-nov.-937
Mi estimada amiga: Cuatro letras, para decirte que hoy sale el abuelo con sus nietas, para casa de José Ramón. Él dice que te escribirá dentro de un mes.
Te abraza
Josemaría (144).
Luego se despidió de "Mateo el lechero", demostrándole su profundo agradecimiento. También doña Rafaela sintió la marcha de sus huéspedes. No olvidaría el miedo que pasaba con sólo imaginarse que podían coger al sacerdote diciendo misa. No pensemos que se trataba de mujer pazguata y timorata, ni falta de memoria, porque a los ochenta y cinco años todavía recordaba al Padre como persona "muy prudente", y fina en el trato social (145). Indudablemente, a doña Rafaela le impresionó el orden y delicadeza que en todo mostraba el sacerdote; pero también algo más, no fácil de explicar: la elegante distinción de su naturaleza. Este modo de ser y comportarse llamaba entonces la atención, entre otras cosas, por lo que tenía de señorío (146). Es digno de mencionar, por ejemplo, el que, después de mucho recorrer Barcelona buscando restaurantes o casas de comida con precios al alcance de su bolsillo, el Padre y los suyos viniesen a parar en dos establecimientos a propósito para comer tranquilos. Uno de ellos era un figón sórdido y mugriento. El otro, un modestísimo local sito en la calle Tallers, 64, con el rótulo: "Bar Restaurant l'Aliga Roja". En este restaurante las mesas tenían mantel, los cubiertos estaban limpios; y los precios, casi a la par con los del figón. Pero todos preferían aquel lugar cochambroso, donde las cantidades eran más abundantes; digamos, ligeramente más abundantes. Todos menos el Padre, a quien la limpieza y la sencillez de "L'Aliga Roja" invitaban a sentirse a gusto. Con todo, haciéndose cargo de la tendencia general, se dejaba arrastrar casi siempre por sus hijos, de muy buena voluntad, al local de los platos copiosos (147).
Juan, como médico del grupo, cargaba con serias responsabilidades. Temía, sobre todo, que la resistencia física de la gente se viniera abajo en las duras etapas de montaña. Le preocupaba particularmente la salud del Padre, porque se había pasado unos días en cama, con altas fiebres, a final de octubre (148). Tampoco Tomás y Manolo estaban repuestos de recientes colitis. José María no tenía especiales problemas, como tampoco Paco y Pedro, que habían hecho vida normal desde que empezó la guerra. En cuanto a Miguel, sus músculos se recobraban rápidamente con las caminatas por Barcelona.
El viernes 19 de noviembre, a la una de la tarde, seis de ellos cogieron el coche de línea que iba a Seo de Urgel. (Manolo Sainz de los Terreros y Tomás Alvira (149) saldrían de Barcelona dos días más tarde, para que el grupo no fuera tan numeroso como para levantar sospechas). El Padre, José María (150) y Juan se colocaron en los asientos de la parte delantera; y, en las filas de atrás: Pedro, Paco y Miguel. Conforme a las instrucciones recibidas, este último grupo, que por su aspecto era de jóvenes en edad militar, y con los documentos en no muy buenas condiciones, se apearon del autobús en la parada de Sanahuja, donde les esperaba un guía. A partir de allí, conforme se aproximaban los viajeros a la frontera, los controles de la policía y de los milicianos se hacían más y más prolijos y rigurosos.
El Padre, Juan y José María bajaron poco más allá del pueblo de Oliana, cerca de un lugar de donde arrancaba la carretera a Peramola (151). Enseguida identificaron, por la contraseña, al enlace, que les seguía a prudente distancia, hasta juntarse con ellos en una desenfilada. Dijo llamarse Antonio Bach, y se le conocía por "Tonillo". Era cartero y funcionario del Ayuntamiento. Hombre decidido y valiente, a quien más de un fugitivo debía la vida. A juzgar por lo que refiere, no tardó mucho en franquearse con él don Josemaría, que vestía una extraña combinación de prendas, aunque ninguna eclesiástica. (Llevaba pantalones de pana de color tabaco, bombachos y sujetos al tobillo; un jersey de lana de color azul marino y cuello alto, que le venía demasiado grande; calzaba botas de suela de goma, de una badana que se reblandeció lastimosamente con las primeras aguas; y se cubría la cabeza con una boina negra) (152). "A poco de empezar a andar -recordaba de viejo Tonillo-, aquel señor de jersey azul ya me había dicho que era sacerdote y rector de la iglesia de Santa Isabel de Madrid. Me lo explicó así, por las buenas, como si le tuviera sin cuidado que se supiera que era sacerdote" (153).
Había cerrado la noche cuando llegaron a Peramola. Dieron un rodeo al pueblo y Tonillo los metió en un pajar, prometiendo que vendría con la del alba a despertarles. Tan pronto se echaron, aquello comenzó a hervir con las carreras, saltos y chillidos de ratas y ratones. Posiblemente Juan y José María, con el cansancio, durmieron como unos benditos. No así el Padre, cuyo pensamiento volvía a los suyos, a los que estaban en Madrid, y a los que se hallaban en los frentes. Y comenzó a hacer oración y a revivir lo que había escrito a Lola Fisac dos días antes: Mucho se acuerda, el pobre viejo, de todos y de cada uno. Con Don Manuel charla despacio a diario, y allí se preocupa de toda la familia (154).
Todavía no clareaba cuando se presentó en el pajar Tonillo con su hijo Paco, un muchacho de unos catorce años, preguntándoles cómo habían pasado la noche. - Hemos tenido compañía, le dijo el Padre. Se alarmó Tonillo, hasta que le explicaron que se trataba del bullicio y correteo de las ratas.
No había noticias de los tres de Sanahuja. Quizá estuvieran descansando después de una noche de marcha. El Padre, para levantar los ánimos, dejó para ellos unas líneas en casa de Tonillo; en la carta les decía:
En los montes de Rialp, a 20 de nov. de 1937.
Os supongo hechos migas, después de la nochecita toledana que habréis llevado. Todo lo que vale cuesta: además, si queréis, ni un paso de los vuestros será infecundo.
En fin: dejémonos de filosofías, y aprovechad bien la paja -nada de comérsela, ¿eh?- y dormid sin hacer caso del tropel de ratas que os saldrán a saludar.
Estamos muy contentos: agradecidísimos a estos buenos amigos de aquí: y lamentando que no hayan venido nuestros buenos amigos de Madrid (José María, Álvaro y los demás).
Comed bien y no os olvidéis de D. Manuel.
Recuerdos de estos dos.
Os abraza
Mariano.
Hasta mañana.
A Paco, el muchacho que os entregará esta nota, a ver si le hacéis un retrato, un dibujo, en el que esté bien majo (155).
Guiados por Paco Bach emprendieron la marcha hacia la masada de Vilaró. A medio camino comenzó a amanecer, cuando ya habían transpuesto varios cerros y no podían ser vistos entre la espesura de los pinos. Pronto llegaron al casal de Vilaró, emplazado en una pequeña elevación del terreno, con amplio campo de visibilidad, de modo que, en caso de que se acercaran guardias o milicianos, daba tiempo a esconderse. El "amo" de la masía, Pere Sala, se alegró cuando el Padre dijo que era sacerdote y que quería celebrar misa. En una de las habitaciones de la casa prepararon una mesa; y de una de las mochilas de la expedición extrajeron lo que cuidadosamente habían dispuesto en Barcelona: las formas, un vasito de cristal que serviría de cáliz, unos pequeños corporales, purificadores, un crucifijo, la botellita de vino de misa y el cuaderno en que habían copiado el canon y algunos textos de misas votivas (156).
Aquel día lo pasó el grupo escondido en el pajar y, por la noche, se retiraron a dormir a la casa de la masía, que estaba al lado. Pero el Padre, que no tenía aún noticia de los valencianos -de Pedro, de Paco y de Miguel-, apenas pegó ojo. Con esta incertidumbre se le volvía a despertar la preocupación por todos los demás de la Obra; hasta que de mañana, muy temprano, les llegó el aviso de que el otro grupo estaba ya en el pajar de Peramola.
Amaneció así el domingo, 21 de noviembre. Demoró el Padre el celebrar, esperando a los de Peramola, que se presentaron en mitad de la misa. Se sentaron después a la mesa con la familia de Pere Sala. Y los recién venidos contaron en el desayuno su aventura, desde que bajaron del autobús en la parada de Sanahuja: la dificultad en dar la contraseña al guía, y cómo a media noche habían perdido el camino. Se extraviaron por culpa del guía, que era extranjero y no conocía bien la comarca, y con el que apenas se entendían, porque no hablaba ni catalán ni castellano. No consiguieron llegar a Peramola hasta la tarde del día siguiente, teniendo que esperar a las afueras del pueblo a que anocheciera, para compartir el pajar con las ratas. Más de veinte horas caminando. Habían leído la nota del Padre; y Pedro hizo un retrato a lápiz a Paco, el hijo de Tonillo… (157).
Con el entorpecimiento propio del cansancio se le difuminaban a Pedro las ideas. A pesar de todo, y de la alegría de hallarse juntos tras las incertidumbres de la víspera, se notaba algo raro en el ambiente, algo casi imperceptible. Sentados a la mesa desayunaban en abundancia: patatas, pimiento, tocino, pan y vino. ¿Qué les faltaba? Lo contará Pedro más adelante, al escribir el diario de lo sucedido esa jornada, y pintar el estado de ánimo del Padre: "Sin embargo estamos todos como extraños: la causa es que el Padre está preocupado, no puede ocultarlo: allá, en Madrid, queda un puñado de gente nuestra que no ha podido salir…" (158). Su pensamiento, como una aguja imantada, iba disparado hacia Madrid.
* * *
Se hallaban en plena Baronía de Rialp. Esta tierra recibía su nombre del río Rialb -el "rivus albus" romano- que recogía por valles y hondonadas las aguas de infinidad de arroyuelos para verterlas en el Segre. Entre estos dos ríos se encontraban Peramola y la masía de Vilaró. El paisaje era montuoso, con sierras de mediana altura, con parajes fragosos, y valles y estribaciones pobladas de pino y encina.
A media tarde se presentó Pere Sala a decirles que tenían que ponerse en camino, pues no estaban del todo fuera de peligro si se quedaban en la masía. De anochecida, luego de haber caminado un cuarto de hora, llegaron a vista de la iglesia de Pallerols. En una suave ladera, entre los árboles, destacaba la silueta de una torre y el cuerpo de una pequeña iglesia o ermita. Tenía la iglesia, adosada a su ábside, una casa rectoral, que por su volumen y altura dominaba la techumbre del templo (159). En los alrededores, y a distintos niveles del terreno, había algunas casas y establos, con apariencia de estar abandonados. La puerta de la casa rectoral no tenía cerradura. Siguiendo los pasos de Pere Sala, subieron los fugitivos por una escalera al primer piso de la vivienda. Era ya de noche y el guía encendió una vela. Estaban en un cuarto amplio y desmantelado, con varias puertas y un balcón que daba al valle. "En Pere" abrió una de las puertas y, a la débil luz de la vela, medio distinguieron en el fondo una pequeña estancia o recinto, con techo bajo y abovedado. Los muros estaban ennegrecidos; tiznado el revoco y el suelo cubierto de paja. No tenía ese estrecho recinto más respiradero que un ventanuco malamente tapado con unas tablas. En la oscuridad, a la luz vacilante de la vela, les dio la impresión de ser un horno (160). Ése era el lugar donde debían dormir aquella noche; sin encender luces y atrancando bien la puerta, como les recomendó el guía.
Luego, otra vez en la sala de la rectoral, sin necesidad de salir al exterior, bajaron tras Pere Sala por unas escaleras a la sacristía, y pasaron a la iglesia. El guía fue mostrando, a quienes quisieron seguirle, las paredes completamente desnudas. Imágenes, retablos y altares, y hasta las campanas, habían sido arrancados y destrozados por los milicianos en 1936 (161). Y, no contentos con destruir, redujeron todo a cenizas. Fuera hicieron con los despojos una pira iconoclasta. Al incierto resplandor de la vela anduvo el Padre buscando un recuerdo que llevarse, con espíritu de reparar tanta barbarie. Y, por más que miró, no encontró nada.
Subieron otra vez a la sala de la casa rectoral por la escalera interior. Se despidió "en Pere", quedando en volverlos a recoger por la mañana. Cenaron el pan con embutido que les habían dado en la masía. Tuvieron después una corta tertulia y rezaron las Preces de la Obra, dejando todo preparado para decir la misa al día siguiente sobre una mesa de la sala, pues lo único que quedaba en la iglesia eran los bancos. Se retiraron al recinto abovedado, apagaron la vela y se echaron sobre la paja a descansar. Juan y el Padre, al fondo de aquel estrechísimo aposento. Muy cerca de ellos, Paco y Pedro; y, ya junto a la puerta de entrada, José María y Miguel (162).
Llevaban un rato acostados cuando Paco oyó al Padre removerse y respirar agitadamente. En esto, Juan se levantó y abrió el ventanuco, para que al Padre le diera un poco de aire fresco. Pero no logró sosegarle. Según refiere Paco Botella: "Del Padre salía, primero un ruido tenue que se hizo doloroso gemido. Luego, era un sollozo suave, que fue en aumento" (163).
Juan hablaba con el Padre en voz muy baja y no se les entendía. Con el cuchicheo Pedro se desveló y preguntó a Paco qué pasaba. Éste se lo dijo a Juan. Pero la respuesta de Juan fue un impresionante silencio. (Sabía que la duda ahogaba de nuevo el espíritu del Padre, y que estaba pasando una tremenda prueba interior).
En esto los sollozos del Padre se hacían cada vez más profundos y su respiración más anhelante. Afinando el oído, en la oscuridad, como sobresaliendo del rumor sofocado de las voces, Pedro oyó con claridad cortante unas palabras de Juan que le aturdieron como un mazazo: - "a Usted le llevamos al otro lado, vivo o muerto" (164). Le resultaba inimaginable que uno de los suyos tratara de ese modo al Padre. Se atemorizó. Aquello era superior a sus fuerzas. Invocó a la Virgen y cayó en profundo sueño, rendido por el cansancio y la violencia de la emoción.
Solamente Juan entrevió que se desencadenaba, de manera aún más terrible, la pasada prueba del 15 de octubre en Barcelona, cuando el Padre salió de casa decidido a coger un tren para Madrid, porque no soportaba el pensamiento de oponerse a la voluntad de Dios, al dejar abandonados a los suyos. Fue toda una noche de aflicción, refiere Paco Botella. "Nunca había visto llorar así a nadie. Y tampoco, desde entonces, he vivido una cosa igual. Era una angustia que estremecía, era una pena hondísima, que le hacía temblar. Duró mucho, hora tras hora, hasta el amanecer. Tuve tiempo para que se me quedase grabado para siempre" (165).
A la lucha consigo mismo sobre qué camino tomar, si el de Madrid o el de Andorra, sucedió una experiencia mística terrible, inefable y purificadora. Como sobrepuesta a la incertidumbre inicial que le aquejaba, sintió que se le estrujaba el alma y que el entendimiento quedaba atormentado. Mientras, el ansia de amor de Dios se debatía en las profundidades de su espíritu, en pugna por salir a flote.
Al término de tan larga noche, aquel sentimiento de ahogo dejó curso libre al de compunción; y el alma, con el vivo anhelo de verse confirmada en la amistad con Dios, sintióse empujada interiormente a plantear, de forma audaz y confiada, la duda que se había declarado antes de la medianoche. Entonces el sacerdote, postrado en su pena, pidió al Señor que le concediese, sin tardanza, un signo tangible de estar haciendo, no su propio querer, sino la Voluntad divina (166).
A la hora del alba se aquietó el Padre y prosiguió en oración insistente, pidiendo, por intercesión de la Virgen, el sosiego de su conciencia, contrita y aquejada todavía por la aprensión de que no cumplía la voluntad de Dios.
Se levantó entre dos luces a abrir el ventanuco. Su rostro, doloridamente sereno, reflejaba el agotamiento, tras toda una noche de pelea, con la amargura aún clavada en el alma. Con él se levantaron algunos. Dijo a Juan que no iba a celebrar misa -le rondaba el pensamiento de estar obrando contra el querer de Dios- y les pidió que recogieran todo de la mesa de la sala. Luego desapareció rápidamente por la escalera que bajaba a la sacristía.
Al cabo de un rato reapareció en la sala, transformado, radiante de alegría. Se le veía feliz. De su rostro había desaparecido toda traza de cansancio. En su mano traía un objeto de madera estofada. Era una rosa.
- Juan, guárdala con cuidado, le dijo.
- Y preparadlo todo, porque voy a celebrar (167).
* * *
Dentro de tan sobrenatural suceso, resulta extremadamente llamativa la manera de registrarlo, u omitirlo, tanto por parte de Juan como del Padre. Testigo principal en aquella noche triste, Juan -sea por humildad, sea por pudor, quizá por temperamento- hace caso omiso de los hechos nocturnos para comenzar así su narración: "A la mañana siguiente, lunes 22, ocurrió un hecho que, para evitar el sensacionalismo y todo conato de interpretación, me parece que se debe contar en muy pocas palabras. […] Salió de la habitación y al parecer bajó a la iglesia. Al cabo de no mucho tiempo volvió. Su preocupación se había disipado. Aunque no hizo comentarios en este sentido, su aspecto era entonces muy alegre. Llevaba una rosa de madera dorada. Todos sacamos la impresión de que aquella rosa tenía un profundo significado sobrenatural, aunque no hizo ninguna aclaración. La conservó con cuidado muy especial y la guardábamos en la mochila junto con lo necesario para celebrar Misa" (168).
Examinando el caso desde la vertiente humana, es explicable que Pedro recurriera al sueño para desaparecer de escena: "Debería deplorar haberme dormido tan profundamente aquella noche -razona consigo mismo- pero, si he de ser sincero, más bien me alegro. Reconozco que cuando he visto acercarse lo sobrenatural extraordinario en la vida de nuestro Padre, he sentido especial temor, me ha traumatizado demasiado" (169).
El Fundador, por humildad, y porque quería apartar a sus hijos de la tentación de soñar en "milagrerías" sin poner el esfuerzo humano para resolver los problemas, no fue tampoco amigo de dar demasiadas noticias sobre la procedencia de aquella rosa de madera: Es una rosa de madera estofada, sin ninguna importancia -decía a un grupo de hijos suyos en 1961-. Allí, cerca del Pirineo catalán, la tuve por vez primera entre las manos. Fue un regalo de la Virgen, por quien nos vienen todas las cosas buenas. ¡Tantas veces la hemos llamado Rosa Mística!… Pero ya no me acuerdo de aquel suceso: sólo tengo memoria para agradecer al Señor su misericordia con la Obra y conmigo (170).
La primera vez que hizo memoria explícita y por escrito de lo ocurrido en Rialp fue en una anotación de los Apuntes íntimos, del 22 de diciembre de 1937. Pero su redacción es tan enrevesada, por la intención de contar un hecho sobrenatural y borrar al mismo tiempo todo protagonismo por parte suya, que el suceso queda despojado de su sustancial integridad, si el lector no está en antecedentes de lo ocurrido (171).
La rosa de madera se conserva ahora en la Curia prelaticia del Opus Dei.
Esa misma mañana se encontraron, después de oír misa, con Manolo y Tomás, que habían salido la víspera de Barcelona. Tonillo les aposentó en su casa, ahorrándoles así una noche con las ratas en el pajar de Peramola. Desayunaron después todos juntos en la masía de Vilaró un plato de patatas fritas, con morcilla del país, regado con un buen porrón de vino tinto. Dieron unos paseos por los alrededores y, por la tarde, el guía condujo a los fugitivos bosque adentro, como a una media hora más allá de la iglesia de Pallerols. Llegaron así a un lugar muy poblado de pinos, cerca de la cumbre de un monte. Había allí un chozo, hecho de troncos y con el suelo ligeramente excavado en la tierra. La techumbre era de ramaje de pino. La "barraca" -como llamaba Pere Sala a esa cabaña- estaba por debajo de una rasante, quedando oculta a la vista desde el valle. Desde arriba, en cambio, se dominaba un extenso panorama hasta el monte Aubens, al norte (172).
El Padre bautizó al campamento: "Cabaña de San Rafael", en honor al Arcángel patrono de la Obra y de los caminantes. Por allí, estaba claro, había pasado antes una expedición y, entre ellos, un sacerdote, como parecía indicarlo un altar hecho de tablas y unos troncos de pino. Lo mejoraron añadiendo un palo vertical de donde colgar el crucifijo.
Al día siguiente, muy de mañana, dijo el Padre misa en ese rústico altar. Por vez primera al aire libre, en sitio grandioso y ameno. Luego, unos bajaron a la masía de Vilaró en busca del desayuno. Otros, a una fuente cercana para traer agua. Junto a la fuente se encontraron al párroco de Peramola, mosén Josep Lozano, que llevaba viviendo quince meses en el bosque, escondido con su hermano en una choza (173).
En tono de broma y para distender los ánimos, el Padre había pregonado ese día asamblea general constituyente, abriéndose la sesión a media mañana, bajo su digna presidencia. Su objeto no era otro que el distribuir encargos y fijar un horario de trabajo y cumplimiento de las normas de piedad.
Por unanimidad se aprobó también el siguiente Reglamento:
Horario.-
Levantar 7
Oración7,1/4
Santa Misa7,3/4
Preces
Desayuno y primera parte del sto. Rosario.
Recogida de leña, paseo etc.
Angelus y 2ª parte12
Comida, Estación al Ssmo., Paseo.
Oración y lectura del diario17
Conferencia19
Cena y 3ª parte del sto. Rosario.
Examen, puntos, retiro22
D.O.G.
Pronto se dieron cuenta del significado de aquel horario, que era nervio de disciplina, defensa contra el ocio y el decaimiento, y medio de reforzar el optimismo (174).
Al horario hay que sumar los encargos particulares de cada uno: limpieza, traída de agua, comida, diario… Pedro aprovechó unos ratos libres para describir con detalle sus aventuras del 19 y 20 de noviembre. Al abrigo del bosque, y después de una comida decente, las veinte horas de extenuante caminar nocturno adquirían un refinado lirismo: "La luna -escribe en el diario-, casi llena, hacía rato que había salido y proyectaba su luz plateada y fría sobre montes y valles, formando perspectivas de una serenidad sublime" (Después torna a la dura experiencia, porque inmediatamente aclara: "Aquí, con la pluma, es muy fácil subir y bajar montes, y atravesar valles; pero, en la realidad, estos conceptos tan literarios no suelen ser tan poéticos") (175).
A esas horas ya sabían en Madrid que el viernes, 19, habían dejado Barcelona. "¡Qué satisfacción tan extraordinaria! Los peques del otro lado pueden recibir los cuidados del abuelo. ¡Cómo les echo de menos!", escribía Isidoro a los del Consulado. Y añadía: "¡Cuánto os echamos de menos! Hemos quedado solamente nueve en este lado y la mayoría separados. ¡Si los que estamos aquí pudiésemos vivir en familia!" (176).
La vida en la cabaña de San Rafael, aunque dorada por el sol y oreada por la brisa de los pinares, estaba llena de incomodidades. Por la noche se hacía sentir intensamente el frío, y no podían encender hogueras. A pesar de limpiezas y barridas, no habían conseguido eliminar los piojos, herencia dejada en la cabaña por los anteriores inquilinos. En cuanto al aseo personal, para lavarse era preciso ir a una charca -de agua limpia- a mitad de camino entre Vilaró y la cabaña. Algunos, y el Padre a la cabeza, se bañaban en esas frígidas aguas. ("Yo no me atreví -confiesa Pedro sin sonrojo-: aquella escena del baño me recordaba a los Mártires de Sebaste") (177). Y, sin embargo, vivían felices. Muy felices.
Por primera vez en muchos meses podían cantar sin temor. En una de las tertulias estrenó voz el Padre. Entre otras cosas cantó un villancico, que recordaba habérselo oído a las monjas de Santa Isabel. Tenía una letra candorosa, y su tonada era extrañamente pegadiza (178).
La comida dejaba mucho que desear. Aunque suficiente para ir tirando, resultaba escasa para gente joven y desnutrida, que tendría que habérselas próximamente con duras etapas de montaña. Solían ir a buscar la comida a la masía de Vilaró o a casa del Ampurdanés, otra masía vecina. El plato, ya se sabía, era butifarra o morcilla frita con abundancia de patatas. Al tercer día, viendo que no mejoraba la pitanza, el Padre cantó cuatro verdades al "Protector" sobre la mezquindad de los alimentos y lo caro que los cobraban. Se enfurruñó En Pere. Luego el Padre remató el discurso con dos palabras de afecto para desenfurruñarle. De resultas, a partir de entonces, mejoró visiblemente la calidad y cantidad de la comida (179).
La naturaleza les protegía por todas partes. Vivían emboscados, en la más genuina acepción de la palabra. Allí estaban seguros, sin miedo a ser sorprendidos por soldados o milicianos. Entre la espesura del bosque, en confabulación con los payeses de las masadas, los refugiados del campamento se movían a sus anchas y no con los apretujones de los asilos diplomáticos. Por muchas que fueran las incomodidades, los emboscados se adaptaban sin mayor esfuerzo a ese género de vida. A juzgar por lo sucedido el martes, 23 de noviembre, en que se encontraron en la fuente con mosén Josep, el cura de Peramola, los del pueblo andaban por el monte como por su casa. Por el cura se enteró el hijo del sacristán de que ya estaba otra vez habitada la "barraca" con nuevos inquilinos. Algo celebraban ese día los emboscados del pueblo, porque a las tres de la tarde el muchacho se presentó en la cabaña de San Rafael, invitándoles a tomar café en una choza cercana. Y allá se marcharon todos, menos el Padre y Pedro. Acompañando al sacristán estaban el sastre y otros personajes de Peramola. Hubo cantos y alegría y, con el café, se repartieron un cigarrillo y una copita por cabeza (180).
El Padre había pedido a En Pere que le presentara a otros sacerdotes emboscados, por si podía serles de utilidad. Pronto comenzó a recibir visitas. El jueves, día 25, resultó jornada movida, desde el amanecer. A las cinco de la mañana, en plena noche, apareció en la cabaña Pere Sala, el "Protector", con la historia de que al día siguiente salía una expedición con guías muy expertos, y que los honorarios que pedían eran de 2.000 pesetas por individuo. En billetes "buenos", naturalmente. El Padre, sin entrar en la cuestión del dinero, le dijo que ya estaban comprometidos con "Mateo el lechero", y que no pensaban cambiar de expedición.
Después, a poco de levantarse llegó a la cabaña mosén Joan, el regente de Pallerols, y estuvo unos momentos con el Padre, que dijo misa con las primeras luces. Luego, a media mañana, fue a visitarles el cura de Peramola, mosén Josep, con el que salieron todos a coger setas. En el bosque abundaban los boletos y los níscalos, y también especies no comestibles. Mosén Josep les enseñó a distinguir las comestibles de las venenosas. Tanta seta recogieron que no pudieron comerlas todas. Las freían al ajo en una sartén, mientras repasaban mentalmente, pero sin nostalgia, el menú de "L'Aliga Roja" de la calle Tallers -el restaurante que prefería el Padre-, en que la mitad de los platos venían guarnecidos de setas: Butifarra amb bolets, 7 pesetas; Filets rovellons, 7 pesetas; Fricandó amb bolets, 3 pesetas…
Pasado el mediodía subió el "Protector" con los alimentos, que trajo en una mula. Esta vez le acompañaba el arcipreste de Pons, que vivía escondido en la masía de Vilaró. Pasearon juntos un buen rato, el Padre y el arcipreste. Entre otras cosas, éste venía a informarles que la expedición, de que les hablara En Pere de madrugada, era un pretexto para sacar más dinero de lo que en un primer momento les habían dicho.
El viernes, antes de levantarse, tuvieron una agradable sorpresa. Se acercó a la cabaña un nuevo visitante, "Mateo el lechero", para anunciarles que la expedición partiría el próximo lunes. (Como Mateo era hombre honrado, fácilmente se adivinaba el lío que se traían entre sí los organizadores en cuanto a fechas y precio). También era extraño que en ese mismo día apareciese En Pere con una buena escudilla rebosante de butifarra y lomo frito. Pero ni el Padre ni Pedro comieron ese viernes en la cabaña sino que bajaron a la masía de Vilaró. Cumplía Pedro el encargo de tomar unos apuntes de la parroquia de Pallerols mientras el Padre, acompañado del arcipreste, examinaba el interior de la iglesia, donde no encontraron el más mínimo resto de las tallas y retablos destrozados por los revolucionarios (181).
Al día siguiente, sábado, por la mañana, les pasaron aviso de que la partida se había adelantado y de que saldrían esa misma tarde. Después de comer hicieron la estación al Santísimo Sacramento, que el Padre llevaba en la pitillera de metal, en el bolsillo de la camisa, debajo del jersey. A medida que avanzaba la tarde fueron asomando, por aquí y por allá, algunos emboscados de los alrededores, que entrarían a formar parte del grupo expedicionario. Al final, se presentó Pallarés, uno de los intermediarios. Este les notificó que los guías exigían ahora, por persona, dos mil pesetas, en lugar de las mil doscientas que se habían convenido. Con esto se armó no pequeña confusión. No había suficiente dinero para todos. Por fortuna apareció "Mateo el lechero". Enterado de la situación por el Padre, Mateo se ofreció a interceder personalmente con los guías. Ya parecía todo arreglado cuando al Padre le traicionó el cariño por sus hijos. Pedro, que, por confidencias de los últimos días, estaba al tanto de qué pie cojeaba el Padre, nos lo cuenta. Como para resolver el conflicto -dice-, "se le ocurre una cosa muy suya y que, según él, facilitaría el apuro: él se va a Barcelona sin dinero; allí pide prestado y regresa a Madrid (Madrid, los nuestros que allí están, y especialmente Álvaro, es su obsesión), esta idea, como es natural, hace coger un berrinche fenomenal a Juan, que hasta suelta tacos mayúsculos y le dice por lo bajo al Padre cosas terribles. Por fin el Padre accede y consiente en ponerse en marcha" (182).
Quienes quedaban emboscados en la Baronía de Rialp se despidieron de aquella expedición, que arriesgaba mucho a cambio de la libertad. Más seguro, pensaban, era el continuar oculto en las "barracas". Pero nunca se sabe cuál es la mejor solución. Faltaban solamente unas semanas para acabar la guerra cuando fusilaron a mosén Josep, que pasó a engrosar a última hora la impresionante lista de sacerdotes muertos en Lérida (183). Al grupo del Padre los acontecimientos -y la Providencia- les llevaron salvos allende la frontera. Una simple demora de días en Madrid y se hubieran encontrado con el estallido de un proyectil en la habitación que alquilaron en la calle de Ayala. Un breve retraso en dejar la pensión de Barcelona, y a esas horas estarían todos en prisión. (Ante la sospecha de que en aquella pensión de la Diagonal se ocultaban algunas personas, entró la policía a hacer un registro. La casa era ya nido sin pájaros, pero doña Rafaela acabó en una checa, de donde salió, por milagro del cielo, un mes más tarde) (184).
Eran las seis, y de noche, cuando dejaron la cabaña de San Rafael. El sacristán de Peramola abría la marcha. Le seguía Mateo. Y los otros se esforzaban por no distanciarse. El de cabeza apretaba el paso. Juan, que iba al lado del Padre notó que éste, de cuando en cuando, se preguntaba a sí mismo, en voz baja, si debía continuar caminando o, por el contrario, volverse atrás. "No veía lo que tenía que hacer -nos explica Juan-, como si de pronto se sintiera abandonado, como si le faltara la ayuda sobrenatural, como si fuera una prueba permitida por Dios, que le exigía un tremendo esfuerzo para imponerse a su preocupación momentánea y seguir a contrapelo. Me entró pánico, pensando que pudiera ser una decisión terminante. Sin vacilar, le cogí del brazo, dispuesto a no dejar que se volviera, y así se lo dije con una crudeza realmente incorrecta. Lo recuerdo con horror, pero fue inevitable, porque yo sabía que su decisión era no seguir y por eso me sentí obligado a actuar" (185).
Pedro Casciaro expone, en el diario de aquellas jornadas, en qué consistía esa incorrecta crudeza: "el Padre insiste en quedarse en Peramola, para regresar a Madrid. Juan va detrás de él, y, en esas ocasiones, le dice cosas como éstas: "A Vd. lo llevamos a Andorra, vivo o muerto". Y es que el Padre pone como argumento que se encuentra tan flojo que se cree incapaz de llegar andando hasta la frontera" (186).
Con el episodio de la rosa de Pallerols don Josemaría había quedado sosegado en el fondo de su conciencia. No contrariaba la voluntad de Dios, es verdad. Pero no por eso dejaba de sentir las inclinaciones vehementes de su corazón de Padre, que quería estar con los suyos, de una y otra zona. Y, puestos a considerar las dificultades, ¿acaso no tendrían más necesidad de él los de la zona republicana? No parecía sino que el Señor trabajaba la entraña de sus sentimientos paternales. De modo que, con claridad de entendimiento, hasta veía en la cariñosa brusquedad de Juan un firme punto de apoyo para continuar adelante y no echarlo todo a rodar. (Paco Botella comenta que "Juan ofrecía una actitud de sumisión absoluta y, a la vez, de decisión enérgica, delante del Padre") (187). Juan, testigo de las recientes pruebas sufridas por el Padre, era consciente de que su papel no era persuadir sino actuar.
Se hizo un alto en la oscuridad. Media hora parados al frío. Juan vomitó la cena. Regresó el guía con unos pares de alpargatas para quienes iban peor calzados. (Los contrabandistas preferían que la gente, no habituada a caminar de noche, llevasen alpargatas de cáñamo, para evitar resbalones y estrepitoso rodar de piedras). Continuaron la marcha por bosques espesos y sendas de mala muerte. Juan sufrió una aparatosa caída, rodando por una ladera. Poco antes de la media noche, el guía les condujo a unas cuevas al pie de El Corb. La entrada era una cavidad medio cegada por piedra y adobe, con una estrecha puerta; y, encima, la pared del monte, cortada a tajo. A los expedicionarios les vino a la mente la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Era honda, ramificada y dividida por muros de piedra. A la luz de una lumbre vieron la suciedad del suelo, el techo ahumado, pesebreras y cocina. Todo daba a entender que en aquella guarida habían pernoctado hombres y bestias.
En lo más profundo les aguardaba un joven de ventitantos años, vestido con traje de pana y abarcas, de aspecto adusto y reservado. Su presentación ante los recién llegados, a modo de saludo, fueron unas frases duras y autoritarias: "Aquí mando yo, y los demás a hacerme caso. Andaremos en fila, de uno en uno, y no hablar, nada de ruidos. Cuando yo tenga que avisar algo, lo diré a los primeros de la fila, y que se lo pasen de unos a otros. Nadie se separará de la fila y nadie se quedará en el camino. Si alguno se pone malo y no puede seguir, se quedará, y si alguno quiere acompañarle, que se quede" (188). (Los intermediarios llamaban a este guía Antonio. Como luego se averiguó, no era ése su verdadero nombre).
Descansaron como pudieron. Un par de horas antes del alba se pusieron otra vez en camino, por veredas empinadas. Cruzaron un barranco y, entre la niebla, varias personas más se agregaron a la fila. Orillaron así, al amanecer, la falda del Sultán de Grameneras, entre espesos bosques de pinos y carrasca, para caer con los primeros rayos del sol naciente en un paraje que llaman la Espluga de las Vacas, en el barranco de la Ribalera. Allí cerca se despeñaba un chorro de agua en cola de caballo.
El Padre se dispuso a decir misa, no sin el temor de que se produjera alguna irreverencia, porque durante la marcha nocturna se habían oído blasfemias. Estaban al pie de un alto acantilado, que les resguardaba del viento y del frío. En aquellos momentos apareció un muchacho. Se llamaba José Boix y venía de casa Juncás, una masía que se entendía con los organizadores. Traía comida para los caminantes. José ayudó de buena gana a preparar un altar colocando una piedra, más o menos plana, encima de unas rocas desprendidas del cortado (189).
Era domingo, 28 de noviembre. El Padre anunció a los circunstantes, poco más de una veintena, que iba a decir misa. Esto despertó la curiosidad de unos y la expectación de otros. Probablemente ninguno de ellos había oído misa desde julio del año anterior. El Padre dijo la misa de rodillas. Paco y Miguel, también de rodillas, a ambos lados del altar, que era muy bajo, sostenían el corporal para que no se volaran las formas, si es que venía un golpe de viento. Algunos de los compañeros de viaje comulgaron con mucha devoción. Entre ellos un joven estudiante que se había juntado al grupo la noche anterior (190).
A José Boix, entonces casi un niño y al tiempo de relatar sus recuerdos hombre hecho y derecho, le extrañó que el sacerdote, nada más llegar, deseara celebrar misa. El muchacho había salido muchas veces de mañana al encuentro de otras expediciones de fugitivos. Sabía que en muchas de ellas iban sacerdotes. "Entre los que pasaron por aquella finca en aquellos años, no hubo ninguno dispuesto a decir misa", nos dice. La unción del sacerdote debió tocarle el alma: "Creo que fui testigo de una acción propia de un sacerdote santo", añade (191).
El joven estudiante catalán, que se había juntado la noche anterior, llevaba un diario de su huida. En sus páginas recogió los momentos que le parecieron más notables de esas jornadas. Al llegar al 28 de noviembre escribe lo siguiente: "Aquí tiene lugar el acto más emocionante del viaje: la Santa Misa. Sobre una roca y arrodillado, casi tendido en el suelo, un sacerdote que viene con nosotros dice la Misa. No la reza como los otros sacerdotes de las iglesias […]. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un santo" (192).
Desayunaron pan y embutido, con algo de vino, y cada uno se acomodó, como Dios le dio a entender, en aquel abrupto terreno, donde no había dos palmos en horizontal. A las tres de la tarde les dieron de comer algo de conejo frito. Poco debió ser, porque tuvieron tiempo de sobra para rezar el rosario y reconocer aquel paraje de rocas hasta las cuatro, "hora -escribe el cronista de turno- en que nos pusimos de nuevo en marcha, mal comidos y mal dormidos" (193).
Las marchas eran nocturnas. Pero, la etapa siguiente, la subida al monte Aubens, resultaba particularmente peligrosa de noche. Era preciso alcanzar la cumbre todavía con luz, por lo que se pusieron en camino a media tarde. La aproximación a la falda del monte se hacía por pendientes no muy pronunciadas, aunque con espesos matorrales. Una hora más tarde alcanzaron el canal de la Llasa, donde fue preciso trepar de frente. Esto era juego de niños para el guía, que escalaba ágilmente las peñas y se asomaba sin vértigo a los precipicios. Empezaba a anochecer y Antonio, el guía, metía prisa a los rezagados. Tomás Alvira, desfallecido, se tumbó. No podía dar un paso más. El guía, fríamente, dio orden de seguir. Había que abandonar a aquel hombre a su suerte si es que querían alcanzar la cima a tiempo. "Lo mejor será que se vuelva, porque si no lo tendremos que dejar por el camino", explicaba Antonio. El Padre habló entonces con él y logró hacerle cambiar de parecer. Luego animó a Tomás: No hagas caso. Tu seguirás con nosotros como los demás, hasta el final. ("Nos encomendábamos constantemente a los Ángeles Custodios", añade Tomás en su relato) (194).
Se les vino encima la noche. En la cumbre, detrás de los riscos de subida, se hallaron con una meseta cubierta de yerba esponjosa, que era una delicia para los pies. El descenso por la otra vertiente lo hicieron por terrenos húmedos, entre bosques de pinos, por las bajadas de arrastre de troncos usadas por los leñadores. Eran frecuentes los resbalones y terminaron sangrándoles las manos al tener que agarrarse a las matas de espino.
En una de las breves paradas de descanso, ya en el valle, desapareció el guía. Poco más tarde reapareció, sin dar información alguna sobre dónde se hallaban. Era ya muy entrada la noche cuando, con muchas precauciones y en grupos de tres o cuatro, atravesaron una carretera (la de Isona), para reunirse poco más allá de un puente (sobre el río Valldarques) y atravesar enseguida, con agua hasta la rodilla, el río Sellent. Les quedaba más de una legua de camino y el guía estaba intranquilo. El Padre no se tenía de pie; pero, cogiendo del brazo a Antonio, le daba conversación para tranquilizarle. Pronto dejaron a la izquierda el pueblo de Montanisell y llegaron, agotados, al último trecho de la etapa, cuando empezaba a clarear. Y ése era el temor del guía, porque el camino a casa Fenollet, donde rendía la jornada, era visible desde el pueblo de Orgañá, donde había apostadas varias unidades de vigilancia (195).
A la fría luz de la amanecida entraron en Fenollet, una casa de campo perdida a mil metros de altura. Estaba al resguardo del monte y tenía amplios corrales para el ganado. Tan pronto llegaron, el Padre distribuyó la comunión a los suyos, consumiendo todas las Formas que se habían traído consigo de la misa en la Ribalera, porque se habían vuelto a oír blasfemias la pasada noche, durante el camino.
Les avisó el guía de que aún quedaban tres días de marcha, sin posibilidad de aprovisionamiento y, luego de darles órdenes de no salir del corral en que se hallaban, desapareció Antonio. Había allí establos y apriscos. Se acomodaron los fugitivos como pudieron, durmiendo toda la mañana entre el rumor de balidos y cacareos, y el tintineo de las esquilas del ganado. Solamente el Padre, que estaba en duermevela, se dio cuenta del peligro que habían corrido cuando, a media mañana, recibieron en la casa la visita de dos milicianos. Preguntaron éstos a la casera si había visto acaso señales de fugitivos. No se alteró la mujer. Les sirvió unos vasos de vino y se marcharon. (Esta noticia no proviene, ciertamente, del cronista del diario, que, según él mismo cuenta, se esforzaba por imaginarse en sueños la blandura de un pajar, que le resultaba "una quimera irrealizable") (196).
A las dos de la tarde, repuestos de la fatiga, se les despertó el hambre. Previendo el trance, la gente de Fenollet había sacrificado un borrego la víspera de la llegada de los expedicionarios. Colocaron éstos las mochilas en los pesebres y, sentados en el suelo, despacharon la comida. El plato fuerte eran judías con cordero. Tan abundantes, tan sabrosas, que el guía de entonces, en conversación con Juan Jiménez Vargas años después, reconoce "que ha olvidado muchas cosas pero que aquella comida la recuerda siempre" (197). (El cronista de turno también elogió el almuerzo con judías. Solamente el Padre, al pasar a máquina el Diario, rebaja los elogios y añade: bien las cobraron) (198).
Entre aquellas caritativas gentes había una monja refugiada. Mientras algunos reposaban la siesta después de comer, las mujeres de la casa cosieron desgarrones y arreglaron la ropa de los fugitivos. Y el Padre, que seguía en vela, viendo el agotamiento de los de su grupo, mandó aligerar las mochilas. En el corral quedó parte de la impedimenta. No por inservible sino por la carga intolerable que suponía al trepar por las laderas de los montes (199).
Para cubrir las necesidades de sustento, hasta alcanzar Andorra, todo lo que pudieron comprar fue un pequeño queso y un trozo de hogaza, y llenar de vino la bota. A poco de anochecer se pusieron en camino. Enfrente de Fenollet se alzaba la montaña de Santa Fe, hacia la que se dirigieron en fila india. Esta ruta de acercamiento a los Pirineos consistía en un constante subir y bajar los montes de la derecha del río Segre, cuyo valle es el corredor natural que, de Norte a Sur, conduce desde las primeras estribaciones de los Pirineos hasta la Baronía de Rialp. En la franja que les tocaba atravesar, a 50 o 60 kilómetros de la línea francesa, estaban los lugares más propicios para emboscarse, por lo que los cruces de un valle a otro se hallaban sumamente vigilados por la milicia de frontera.
Tras una penosa subida de más de una hora, se dejaron caer por la ladera norte de la montaña de Santa Fe. Venía luego la llanada del pueblo de Orgañá; fácil para el caminante y peligrosa para el fugitivo, cuya presencia era señalada, sin posible remedio, por los ladridos de los perros de las masías. Como demasiado bien sabía el guía, los milicianos, al reclamo incesante de los ladridos, habían dispersado a tiros una expedición. De esto hacía pocas semanas.
Cruzado el río de Cabó comenzó la subida al monte Ares, en la sierra de Prada, con 1.500 metros de altitud. El ascenso, de noche, por terreno áspero, quebrado y pino, sin saber dónde se ponía el pie, fue toda una prueba de resistencia física. Al Padre, que apenas había descansado en casa Fenollet, por el agotamiento de la noche anterior, se le oía jadear ansiosamente, con el pulso disparado. Paco y Miguel le ayudaron a subir. A ratos le llevaban casi en volandas, mientras él repetía para sí: "non veni ministrari, sed ministrare" (200). Arriba hicieron un alto. Corría un viento frío y trataron todos de apretarse en torno al Padre, a quien Juan suministró un buen trago del vino azucarado de la bota, para que reaccionara (201). Poco más adelante pudo refugiarse toda la expedición en un corral de ganado, junto al pueblo de Ares.
Al reanudar la marcha, no todos se habían repuesto de la fatiga. José María Albareda había quedado como alelado. Se le había ido la memoria. No tenía conciencia de dónde se encontraba. De pie, con una vaga sonrisa por el rostro tras unos tientos a la bota, se dejaba llevar de la mano como un autómata (202). La fatiga y el ahínco con que taladraban las tinieblas, para adivinar dónde ponían el pie y seguir la sombra del que iba delante, les hacía ver luces y masías por los montes como si sufrieran un espejismo nocturno. Si empezaban a recitar los padrenuestros y avemarías, enseguida perdían la cuenta y las décadas se alargaban arrastrando una cola de veinte o treinta avemarías, martilleadas con la obsesionante tonadilla de aquel villancico de las monjas de Santa Isabel, que habían oído cantar al Padre de camino: "Qué Niño tan bonito / tiene San José. / Cada vez que lo miro, / me pasa no sé qué", cuya música y ritmo, cuenta Pedro Casciaro, por un extraño fenómeno "llegó a formar parte inseparable de nuestra fatigosa respiración" (203).
De pronto, sin saber por qué, se detuvieron los que iban a la cabeza. El guía había desaparecido. Enseguida regresó con uno de los rezagados, que, medio desfallecido, se había tumbado, desistiendo de la empresa. Antonio, temiendo que fuese una treta para denunciarles, o que le descubriese allí una patrulla de vigilancia, le hizo reincorporarse al grueso de la partida a punta de pistola.
Orillaron a última hora un barranco y, al romper el alba, el guía metió a todos en un corral de ganado, perdido en un altiplano de praderas. Era el "cortal del Baridá", a 1.300 metros de altura. Arrecidos por el mucho frío, muertos de sueño, con escasísima comida y una flaca bota de vino, pasaron allí la mañana del martes, 30 de noviembre de 1937 (204).
Oscurecía cuando se presentó el guía en el corral y se pusieron de nuevo en marcha. Todos con un santo temor en los huesos ante la próxima caminata. De las praderías bajaron por una senda al encuentro del torrente de Baridá, en dirección al río Segre. Atravesando bosques tropezaron con troncos de árboles cortados, que, al igual que la noche anterior, ocasionaban caídas y magullamientos.
(Aquí, a la hora de pasar a máquina, en 1938, el manuscrito del Diario del paso de los Pirineos, al Padre se le enternece el alma pensando en aquellas jornadas, en su mucho quebranto físico y en los tumbos y caídas nocturnas por los montes, cuesta arriba, cuesta abajo. "Vamos cogidos unos a otros -escribe el cronista-; y es ésta la única forma de andar". A ello el Padre añade el siguiente comentario: Y es éste el procedimiento que la caridad delicada de esos hijos de mi alma encontró, para llevarme en vilo y evitarme muchas caídas -Juanito, Paco, Miguel-, lo mismo que se lleva al pequeño que intenta dar los primeros pasos: cogido de la ropa) (205).
Ya cerca del Segre se desviaron del torrente y bordearon la falda de la montaña de Creueta. Cruzaron luego el río de Pallerols, aproximándose a la carretera general que va a Seo de Urgel. El enlace de esa carretera con la que baja de Noves de Segre era un punto de extremo peligro. Como informaron a Antonio los de las masías vecinas, se habían visto milicianos vigilando el paso todo el día. Muy sigilosamente atravesaron al otro lado de la carretera y, después de andar una legua, dejando a un lado el pueblecito de Pla de Sant Tirs, siguieron hacia el norte (206).
Queda por decir que en una de las paradas, al bajar del corral del Baridá al valle, el guía se fue a una casa de campo a llenar las botas de vino, y que allí se juntaron a la expedición un pelotón de fugitivos y tres o cuatro hombres con grandes fardos a la espalda. Por el suave olor que emanaba de su carga, en agrio contraste con el que se desprendía de las ropas de los caminantes, era evidente que se trataba de contrabandistas con productos de perfumería. Pero, además de estos inofensivos y aromáticos artículos, traían sus buenas armas.
Eran las altas horas de la madrugada cuando dejaron el curso del Segre para internarse por un riachuelo que les llevaba directamente al norte. El camino era infame. Pasaron varias horas siguiendo el cauce del Arabell, que ése era el nombre del río, ya fuera ya dentro del agua, sin descalzarse. Allí se comprobó qué poca protección prestaban las botas al Padre. Mientras las alpargatas, al salir del cauce y andar en seco, soltaban el agua que las empapaba; las botas, por el contrario, la retenían. Llevarlas puestas era como chapotear en un charco de agua congelada. Cosa nada recomendable para el reuma (207). Una vez alcanzado el pueblo de Arabell abandonaron el río, para gastar sus últimas energías subiendo un monte desde donde se domina, a lo lejos, Seo de Urgel. Al amanecer acamparon al reparo de unas piedras, protegidos por la espesura de los matorrales. Cerca había un caserío, cosa que no preocupó a los guías. La expedición se había reforzado, sin duda, la noche anterior, pues ahora eran ya cerca de cuarenta personas las que allí descansaban.
Clareó el 1 de diciembre, con luz fría y cielos nublados. Los estómagos, con hambre, porque apenas les tocó un bocado de sus míseras provisiones. Los cuerpos, húmedos y ateridos de frío. Y, hostigados por un sueño que no terminaba de imponerse, a causa de la incomodidad, de la fatiga y del hambre, se pasaron todo el día arrebujados en las mantas; tres mantas para ocho.
"En estas jornadas llenas de molestias, cansancio, sueño… y hambre, es muy difícil poder seguir nuestras Normas. Pero se siguen. Si no puede ser dedicar el tiempo acostumbrado, se hace más corto todo; pero se hace" (208). Esto se lee en el Diario. Todos hacían las normas de piedad -los ratos de oración, el rosario, las jaculatorias- de camino, entre tropezones, como mejor podían; y al llegar a los refugios reponían fuerzas para la siguiente etapa. El Padre, de noche, rezaba con todos los suyos. De día rezaba por todos los suyos: los de la partida y sus hijos de ambas zonas. El sueño le rendía a medias. Cuando alguien se desvelaba, le cogía, invariablemente, en duermevela. Así le sorprendió Juan la mañana en que un par de milicianos se presentaron en casa Fenollet. Esto registra el Diario en el corral de Baridá, el martes, 30 de noviembre: "El Padre esta jornada no duerme nada". Y el miércoles, primero de diciembre, vuelve a insistir el cronista: "El Padre no duerme" (209). La vigilia era su más cruel enemigo.
Intentaba vencer el sueño en oración (210). Proseguía tenazmente en oración, mientras le rendía el sueño. Durante las marchas rechazaba la bota de vino azucarado que le ofrecía Juan para darle fuerzas. Todo con el pretexto de que otros lo necesitaban más que él. En las paradas cedía su manta. Y a la hora de repartir el alimento procuraba que tocase más a los otros (211). Es sorprendente que su naturaleza no se hubiera derrumbado antes de llegar a la frontera.
Estaban a las puertas de Andorra y esto encendía un fulgor de esperanza en lo que iba a ser la última etapa. Por lo demás, todo eran inconvenientes. El torpor del ánimo y la falta de fuerzas les impedía reaccionar. Tenían la ropa desgarrada y el calzado deshecho. A media tarde el cielo se puso fosco. Revoloteaban indecisos algunos copos de nieve cuando los guías les avisaron que había que ponerse en camino. Los del grupo del Padre acababan de consumir un minúsculo pedazo de pan, que era la única provisión que les quedaba, y Juan repartió los últimos terrones de azúcar que guardaba, para los desfallecimientos durante la noche.
En dirección norte alcanzaron un monte (Cerro el Tosal), para descender luego al barranco de Civís, (por donde pasa el camino de Sant Joan Fumat a la Farga de Moles). Esa bajada, entre piedra que se desprendía a la pisada, y árboles y matorral tupido, en el que los fugitivos se dejaban la ropa y la piel, debió ser terrible. "No sé cómo será el camino del infierno, pero cuesta imaginarlo peor que esto -escribe el cronista-. Las caídas de los días anteriores son cosa de broma, comparadas con las de hoy" (212).
Aquel paso del barranco de Civís estaba muy vigilado y, por lo que dijeron los guías, unos destacamentos acuartelados en Argolell habían estado patrullando todo el día ese camino. Dos horas esperaron los fugitivos sin poder moverse, apelotonados junto a la orilla del Civís, con el frío calándoles los huesos, antes de reemprender la marcha. Cruzaron luego cautelosamente el río, hacia la media noche, y treparon una montaña que arrancaba de frente, tan vertical que tenían la sensación de ir dejando un precipicio a sus pies. Las tres de la madrugada serían cuando llegaron a la cumbre (collada de la Cabra Morta) y, saliendo de aquel despeñadero de cabras, bajaron a un bosque en las proximidades de Argolell. Se detuvieron allí una media hora interminable, ocultos detrás de los troncos de los árboles. Pasaron cerca de una casa en que se veía una luz encendida, y rompieron entonces a ladrar locamente los perros. Luego, cruzando el arroyo de Argolell, subieron por la ladera que tenían enfrente. La expedición se había deshecho, desbandada con la precipitación de los últimos momentos, al saber que estaban ya en Andorra. Llevaban un buen rato caminando cuando los del grupo del Padre, presintiendo el alba, se pararon a que amaneciese, para poder orientarse. Sentados en el suelo, envueltos en las mantas y apretados unos contra otros, encomendaron a los Ángeles Custodios que apareciese el guía. A los pocos minutos oyeron unos silbidos, y luego otros. Los buscaban. Alrededor de una hoguera estaban calentándose algunos de la expedición, junto con los guías y los contrabandistas, que, en buena camaradería, les ofrecieron un puesto a la lumbre, pan y chorizo. El guía, Antonio, dijo llamarse José Cirera (213).
Los fugitivos allí presentes, antes de despedirse, rezaron juntos la Salve. En grupos separados, sintiendo bajo la pisada la igualdad del suelo, tomaron el camino hacia Sant Juliá de Loria. Iban rezando el rosario cuando llegó a sus oídos el grato tañido de unas campanas, que les produjo, de golpe, esa indescriptible sensación de quien recobra la libertad y se despoja del miedo. Deo gratias!, Deo gratias!, repetía para sí el Padre esa mañana del 2 de diciembre de 1937 (214).
A la entrada del pueblo los gendarmes franceses les detuvieron, registrando sus nombres como "refugiados políticos". Desayunaron en un bar café con leche y queso con pan, blanco, esponjoso, calentito. Pidieron que les abriesen la iglesia -la primera iglesia no profanada que habían visto desde 1936-, e hicieron la visita al Santísimo Sacramento. (No podía don Josemaría decir misa a causa de las normas litúrgicas sobre el ayuno entonces vigentes) (215).
A media mañana se habían instalado ya en el Hotel Palacín de Les Escaldes, a un paso de la capital del Principado, Andorra la Vieja. Por la tarde se fueron todos juntos a Andorra, a poner un telegrama al hermano de José María Albareda, que residía en San Juan de Luz, a ocuparse de los requisitos de vacunación y a hacerse las fotos que les exigían los gendarmes para tramitar el salvoconducto. De repente el corazón le dio un brinco a don Josemaría al ver una sotana en medio de la calle. Mosén Luis Pujol, que caminaba en dirección contraria a la suya, vio a su vez que se le acercaban seis u ocho hombres, muy mal trajeados y con el calzado roto. "Del grupo -refiere- se adelantó una persona que, con los brazos abiertos, me saludó al tiempo que decía: ¡Gracias a Dios que vemos un cura!" (216). Aquel abrazo fue el comienzo de una perdurable amistad entre mosén Luis Pujol y don Josemaría, que aprovechó ese primer encuentro para informarse sobre dónde podía decir misa al día siguiente.
Enviado el telegrama y hechas las otras gestiones, escribió una tarjeta al Cónsul de Honduras, Pedro de Matheu Salazar, que era tanto como notificarlo a todos los suyos en Madrid:
Escaldes (Andorra) - 2-Dic.-937.
Mi estimadísimo amigo: antes de volver al Pacífico, donde veré a José Luis, he querido visitar este simpático Principado de Andorra, ya que, por la situación de España, no me atrevo a llegar hasta Madrid. Mañana saldré, con mi hermano Ricardo y el resto de la familia, para S. Juan de Luz. Póngame a los pies de Mila y Consuelito.
Le abraza
Josemaría (217).
Luego se volvieron al hotel. Cenaron y se fueron a la cama, con la loable intención de rezar el santo rosario antes de dormirse, como les había dicho el Padre haciéndose cargo de que se caían de sueño. ("Creo -escribe el cronista- que nadie llegó a empezarlo. Lo que me extraña es que no nos durmiéramos quitándonos las alpargatas") (218).
Celebró el Padre por la mañana en la iglesia de Les Escaldes, no "a hurtadillas y en secreto", como venía haciendo en Madrid y Barcelona, sino con el decoro que prescribe la liturgia. Fue una misa de largos e inolvidables mementos. Sin cesar venía al pensamiento del celebrante, con la persistencia rítmica del oleaje en las rompientes, la memoria de los que habían quedado atrás. Antes de acercarse al altar pidió que se les encomendara al Señor; y durante la misa, en el memento de vivos, y en el de difuntos, se detuvo largo espacio. (En el de vivos entraba también el Obispo Administrador Apostólico de Vitoria, que celebraba ese día la fiesta de su santo -Francisco Javier-, y a quien envió un telegrama de felicitación) (219).
Llegó el esperado telegrama de San Juan de Luz, enviado la noche anterior y firmado por Pilar, marquesa de Embid, y cuñada de José María Albareda. Decía así: "Jacques Not irá a recogerlos mañana". Toda la tarde estuvieron esperando el coche con impaciencia; pero el coche no apareció. Quien sí apareció fue José Cirera, el guía, que no había podido volverse a España. Veinticuatro horas de retraso y la expedición de fugitivos hubiera fracasado. Fuertes ventiscas de nieve habían cegado los pasos de montaña. En cuanto a las peripecias de la última marcha nocturna, el guía les contó ahora los peligros pasados; y cómo tuvo que cambiar de ruta, porque en uno de los vados que iban a cruzar les esperaban los carabineros.
Ese día el Padre escribió a Isidoro, con cautelosos rodeos ante la censura:
Escaldes (Andorra) - 3-Dic.-1937.
Mi gran amigo: Molesto me encuentro contigo porque no me has contestado a las dos cartas que te escribí: en octubre, desde Praga; y, desde París, a mediados de noviembre, la segunda.
Hoy, aprovechando el haber venido, en excursión deportiva con unos amigos, a este Principado de Andorra, he querido dedicarte esas líneas y rogarte que me escribas a casa de mi primo. Por si no la recuerdas, su dirección es: "Señor Álvarez. Hotel Alexandre. San Juan de Luz. (Francia)". Bastará que encabeces la carta a mi nombre: él me la mandará donde yo me encuentre. ¡Me gusta tanto viajar!
Mi familia, con estupenda salud y siempre contentos.
Cariñosos saludos a tus hermanos. Lo que quieras a la abuela y a los tíos.
Te abraza
Mariano
Hoy o mañana saldré para casa de mi primo (S. Juan de Luz), porque me ha enviado su coche. Muchos abrazos (220).
Puntualmente se refieren en el Diario los sucesos de aquellos días: "Día 4 de Diciembre de 1937 (Sábado). Son las siete de la mañana y está nevando, cuando comienzan nuestras actividades de este día. El paisaje que nos rodea, cubierto de nieve, se nos muestra hoy en un aspecto distinto de su belleza. Los altos picachos, vestidos de blanco, tienen una hermosura más elegante, menos rústica" (221).
Hay un kilómetro desde el hotel a la iglesia de Andorra, donde celebró misa el Padre para los suyos, y a ella asistieron también cinco jóvenes de entre los compañeros de evasión. El Padre va intimando con mosén Luis, quien le invita a desayunar en su casa y le lleva después a visitar a los benedictinos de Montserrat, que están en el Colegio Meritxel.
No cesa de nevar. Se ve que la expedición había cogido milagrosamente la delantera a la nevada. Todo el mundo habla, con insistencia, de que el puerto de En Valira está cerrado y no se puede pasar a Francia. Es un grave contratiempo. ¿Estará esperando el coche al otro lado del puerto?
Dedican la tarde a la correspondencia. Tarjetas en castellano, en francés, en inglés. Se escribía a parientes, amigos y conocidos; para hacerles saber, con exquisita discreción, si es que se hallaban en zona republicana, que ellos estaban fuera. La tarjeta que Tomás Alvira y el Padre enviaron a su amigo Pascual Galbe Loshuertos, fiscal por la Generalitat, era muy breve y no le comprometía: "Un abrazo"; y, firmado: "Josemaría - Tomás" (222).
Aprovecharon para poner al corriente el Diario del paso de los Pirineos. Cada día se encargaba uno de ellos de escribir lo correspondiente a la jornada de turno, cosa que seguían haciendo aún. Pero como durante las marchas nocturnas habían tomado solamente unas notas brevísimas de las peripecias, ahora, con el esfuerzo de todos, tuvieron ocasión de extenderse y completarlas (223).
De resultas de las marchas por terreno escabroso, con las alpargatas destrozadas, Manolo traía llagados los pies y no podía andar. Para desplazarse de Andorra a Les Escaldes, que estaba a un paso, tenía que ir en coche. Y al Padre, que presentaba las manos doloridas y tumefactas, Juan le dio unas fricciones de salicilato, creyendo que era reuma. A los dos días, viendo que aumentaba la hinchazón, observó que las tenía acribilladas de pinchos de los matorrales a los que se iba agarrando al trepar o al resbalarse por el monte. Con infinita paciencia le extrajo hasta treinta puntas de espino (224).
Pasaron cinco días a merced del tiempo. Las esperanzas se les iban y se les venían. El coche enviado por el hermano de José María Albareda no llegaba. Continuaba nevando. El 6 de diciembre amaneció un día esplendoroso. Al mediodía, al bajar al comedor, un señor les anunció que mañana por la tarde todos los refugiados podrían salir en autobús, juntamente con otros de la expedición. Y, a la hora de cenar, volvió a aparecer aquel buen señor para anunciarles que, debido a la enorme cantidad de nieve acumulada en el puerto, no se podría pasar hasta dentro de dos o tres días. El día 7 cesó la nieve y comenzó a lloviznar. Un aldeano que había pasado el puerto les llevó unas cartas escritas en Hospitalet, el pueblo francés donde les esperaría el coche. Se aclaran los malentendidos (225). No era un coche de San Juan de Luz sino un taxista de Hospitalet quien debía haberles recogido. Pero como el taxista retrasó su salida, al día siguiente se encontró con que la nieve había interrumpido el paso por el puerto.
Si el aldeano que trajo las cartas había podido cruzar el puerto, ¿por qué no iban a poder pasarlo ellos en dirección contraria? También pensaron en alquilar un auto-oruga, pero el del refugio de alta montaña no funcionaba. Se consultó a los gendarmes; los cuales insistieron en que el puerto no era practicable. Quizá fuera ésta -pensaron- la ocasión de obtener ayuda del mando. En el Hotel Palacín se alojaban el coronel Boulard y los oficiales destacados por la República Francesa para defender el Principado de posibles incursiones de milicianos españoles. "Monsieur le Colonel" miraba con simpatía a los refugiados políticos, con quienes se encontraba a diario en el comedor. Por lo demás, era hombre de gran humanidad. Medía dos metros de altura y un poco menos de grosor. El coronel, hombre de maneras suaves y corteses, les aconsejó que, en aquellas condiciones, no tratasen de alcanzar la frontera francesa. A partir de aquel momento los amables saludos del militar tuvieron una débil respuesta en el comedor (226).
Como observa el cronista, habían dado la lata y Dios sabría por qué continuaba cerrado el puerto: "Después de haber insistido todo el día (el Padre dice que ineducadamente) nos hemos quedado tranquilos. Estamos ya dispuestos a esperar a que se abra el puerto, ¡pero que sea pronto!
Estamos reunidos en el comedor al lado de la estufa, y nos acordamos de los nuestros que quedan en el calvario de la zona roja. El Padre, cada vez que se acuerda, se entristece mucho. Hay que creer que esta obligada espera será muy conveniente, cuando el Señor así lo ha dispuesto" (227).
Durante esos días el Padre dijo misa en varios sitios: en la capilla del Colegio Meritxel, en la parroquia de Les Escaldes y, el día de la Inmaculada, 8 de diciembre, en el convento de la Sagrada Familia, coincidiendo con la fecha en que renovaban sus votos las monjas. La capilla era pobre y la ceremonia fue sencilla.
La nevada espesa que cubrió de blanco montes, casas y calles, prolongó la forzosa estancia del Padre en Andorra, de donde saldría con el recuerdo de las amenas tertulias en el hogar de mosén Pujol. Un mes más tarde, en sus Apuntes íntimos, en Pamplona, evocará esas veladas: andando junto al río, recordaba nuestras caminatas en Andorra, de la capital a Escaldes, de noche como hoy, luego de la tertulia con el buen Sr. Arcipreste (228).
Mosén Luis Pujol, cura ecónomo-arcipreste de Andorra la Vieja, hizo pronto muy buenas migas con don Josemaría. El primer día que éste dijo misa en la capital -una población de poco más de mil habitantes por aquel entonces-, invitó al cura forastero a visitar su casa. Mosén Luis vivía en la plaza principal, en una casa confortable. Allí tenía su despacho, una pequeña habitación decentemente amueblada con mesa de trabajo, cajoneras y estantería, más un sillón y tres o cuatro sillas. Unos cuadros con escenas religiosas de la vida de San Ignacio y de San Francisco Javier, junto con un crucifijo, adornaban las paredes. Sobre su mesa de despacho siempre había un puñado de cartas que reexpedir, de una a otra zona de España. El cometido del arcipreste, voluntariamente aceptado, consistía en abrirlas, cambiar el sobre y franquearlas de nuevo. Y, en algún caso especial, mantener correspondencia con terceras personas. Pero, a causa de la nevada, el trabajo del ecónomo-arcipreste se había interrumpido esos días (229).
"Hoy -es el 5 de diciembre cuando Pedro escribe esto en el Diario- el Arcipreste no nos recibe en el mencionado cuartito; tras de pasar una sala, con aspecto de comedor, bastante espaciosa, nos introduce en la cocina. El hecho de recibirnos en la cocina, al calor de la chimenea, tiene en Andorra, en casa del Arcipreste, todo el significado que en Palacio pudiera tener tomar la almohada o cubrirse ante el rey" (230).
La hospitalidad de mosén Luis es muy de agradecer, porque, con la tacita de café y la copa de anís servidas amablemente por el ama, mosén les pone al corriente de los últimos sucesos del mundo. Y, en particular, de los del principado de Andorra, como eran la llegada de monsieur le Colonel o la rebeldía de los andorranos, que incitados por el Ministro de Instrucción Pública español, Fernando de los Ríos, negaban al Obispo de Seo de Urgel la prestación de vasallaje (231). (Consistía el tradicional "present" al Obispo en unos capones, otros tantos jamones y doce quesos de oveja, junto con unas mil quinientas pesetas).
Se repitió la invitación al día siguiente. Charlando pasaron todos una tarde agradable. De regreso al hotel por la orilla del río Valira, que bajaba hinchado por las nieves, corría un aire frío que cortaba el aliento.
En la festividad de la Inmaculada el arcipreste invitó a comer a don Josemaría. La conversación entre ellos dos, solos, tendría intimidad, indudablemente. Mosén Pujol le preguntaría sobre el paso de los Pirineos. A Andorra habían llegado multitud de fugitivos con sus historias y sus tragedias a cuestas. Mas, por encima de ningún otro relato, le impresionó a mosén el meditado silencio de don Josemaría: "lo que más me impresionó -testimonia el arcipreste de Andorra- fue oírle, respecto a todo lo pasado en aquellos días por la montaña, […] lo siguiente: - "He sufrido tanto, que he hecho el propósito de no decir ningún sufrimiento". Y así fue, porque ni en aquellos días ni después le oí comentar nada sobre el tormento pasado" (232).
(Sin pretender buscar o adivinar nuevos suplicios, es digno de añadir, puesto que sale al paso, lo que el Padre anotó en Pamplona el 2 de enero de 1938, en un nuevo cuaderno de sus Apuntes íntimos: todavía noté que me molestaban los pies, aunque casi no están ya hinchados: porque no eran sabañones, sino consecuencias de las grandes jornadas para la evasión. Y don Josemaría nada tenía de melindroso ante el dolor) (233).
Por la noche el Padre contó a los suyos el menú con que le regaló el arcipreste: entremeses variados, canalones, cabeza de ternera, chuletas, pastas… El cronista, lleno de admiración, se cree obligado a tomar nota de ello para el Diario; pero se le pasa el mencionar siquiera el apetito del invitado. Después de una temporada de hambre tan larga y tan tremenda como la que había padecido, don Josemaría tenía muy menoscabada la facultad de ingerir alimentos, hasta el punto de no sentir ya ganas de comer (234).
No se sabe cómo, corrió la noticia de que el 10 de diciembre estaría franco el puerto y que por la mañana saldría un autobús en esa dirección a las siete y media. Se levantaron a las seis, oyeron la misa que dijo el Padre en la parroquia de Escaldes y tuvieron tiempo de desayunar y hacer los preparativos del viaje. Unos momentos de nerviosismo; había que pagar la cuenta del hotel: ocho personas durante ocho días, a veinte francos diarios, más el diez por ciento. Total, 1.408 francos. Era preciso regatear, porque con el escaso dinero que les quedaba tenían que hacer frente a toda clase de gastos e imprevistos hasta llegar a España. Tal era su indigencia que ni calzado pudieron comprar en Andorra. Tras súplicas y regateos se dejó la cuenta en 1.300 francos, a satisfacción de los huéspedes y del hotelero. Mientras se llevaba a cabo este arreglo de cuentas, los viajeros se pusieron encima todas las prendas de abrigo que llevaban, arropándose las piernas con papel de periódico, embutido entre los calcetines para protegerse contra el frío (235).
El día era soleado. A las ocho salió un camión con veinticinco personas en asientos improvisados. De nuevo se vieron juntos muchos fugitivos de la expedición de José Cirera, el guía. Al pasar por el caserío de Encamp el motor trepidó con el esfuerzo, y tuvieron que bajar del camión. Después, de otro tirón, llegaron a Soldeu, donde el vehículo se negó rotundamente a seguir adelante. Faltaban catorce kilómetros hasta Pas de la Casa, en la raya fronteriza. Al principio la nieve resultaba grata a la pisada. Era escasa y crujiente. Poco a poco se fueron hundiendo hasta las rodillas; y el agua de la nieve, que empapaba las alpargatas, se iba haciendo pasta líquida con el papel de periódico que protegía los pies. De suerte que al caminar chapoteaban en una masa gélida y desagradable. En Pas de la Casa les esperaba un autobús de catorce plazas, en el que se amontonaron los evadidos españoles. Una brigada francesa había despejado la carretera desde el puerto hasta Hospitalet, donde estaba el control aduanero. Presentaron la documentación y se les concedió permiso para circular por Francia, tan sólo por veinticuatro horas. Así y todo, el Padre estaba decidido a detenerse en Lourdes antes de llegar a Hendaya (236).
Dieron con el taxista contratado por el hermano de Albareda. Tenía un viejo Citröen, grande, pero insuficiente para ocho personas. La lentitud de la policía de frontera en efectuar los trámites de documentación, y la evidente displicencia del chófer, retrasaron la salida. Estaba anocheciendo y caía una niebla fina cuando dejaron Hospitalet. Tiritando de frío, no obstante ir forrados de periódicos y apretujados en el coche, trataron, en vano, de distraer al Padre. Fue éste, en cambio, quien, al pasar por Tarascón, les hizo un divertido comentario sobre el simpático personaje de Daudet, el famoso Tartarín, bravo cazador de leones (237).
Durmieron en el Hotel Central de St. Gaudens y, a la mañana siguiente, 11 de diciembre, se ajustaron otra vez en el Citröen. Llegaron muy temprano a Lourdes. Todo estaba cerrado, excepto la cripta de la basílica. El sacerdote que recibió a don Josemaría en la sacristía, y con el que se entendió en latín, mostró su desconfianza al verle tan mal vestido. Pidió el Padre a Pedro que le ayudase la misa, pues iba a celebrarla por las intenciones de su padre, en difícil situación política y alejado de las prácticas religiosas. Pedro siguió esa misa con emoción, según refiere: "La impresión que siempre dejó en mí esta manifestación de celo sacerdotal y de cariño de nuestro Fundador hacia mi familia ha contribuido seguramente a que otros recuerdos de esa primera Misa suya en Lourdes se hayan desdibujado de mi memoria" (238).
Celebró el Padre en el segundo altar lateral de la derecha de la nave, cerca de la puerta de entrada a la cripta. Después, se sentaron a desayunar en un bar, tranquilamente, como si no tuvieran prisa. Rezaron una parte del Rosario en la Gruta. Aquella visita a Lourdes era en hacimiento de gracias por la gran familia de la Obra, por sus miembros y por los unidos a ella. "Recordaba a todos los que quedaban en zona roja uno por uno, y pensaba uno por uno en todos los que teníamos que localizar en cuanto llegáramos a la otra zona", dice Juan Jiménez Vargas (239).
Llegaron a San Juan de Luz a las seis de la tarde. Allí quedó José María Albareda con su hermano. El resto cruzó, ya anochecido, el puente internacional en Fuenterrabía.