El Fundador del Opus Dei
El Fundador en Roma
1. Segunda etapa romana de don Álvaro
2. Las formas nuevas de vida cristiana
3. Una noche en oración
4. En espera de una solución jurídica
5. Pobreza de veras. Los Institutos Seculares
6. La secularidad y el trabajo profesional
La victoria de los Aliados había traído la paz a Europa en la primavera de 1945, si bien muchos países continuaron su existencia con una fuerte inestabilidad política y luchas internas de violento carácter ideológico. Restablecida la paz, se puso pronto en ejecución el plan Marshall, para la reconstrucción y desarrollo económico de gran parte de la Europa devastada por la guerra. España, que había salido destrozada de la guerra civil, y no pudo rehacerse durante el período de la segunda Guerra Mundial, se vio marginada después por las grandes potencias, y expulsada de los Organismos internacionales. De manera que, abandonada a sus propios recursos económicos, que eran escasísimos (no tenía carburantes, ni materias primas, ni producción agrícola para hacer frente al hambre), difícilmente pudo sobrevivir a un duro cerco internacional. La España de Franco era considerada dictadura de signo totalitario, con una reciente historia de amigables relaciones con los países del Eje. En consecuencia, las Naciones Unidas recomendaron la ruptura con España. Así fue cómo en 1946 vino la retirada de embajadores, con suspensión de relaciones comerciales y diplomáticas, por parte de algunos países, y el cierre de la frontera francesa a los españoles.
Los años de la guerra habían dejado también huellas de otro orden. El Colegio Cardenalicio, que solía consistir de unos setenta miembros, había quedado reducido casi a la mitad. A finales de 1945, Pío XII cubrió los puestos vacantes con treinta y dos cardenales, cuatro de ellos italianos, de manera que, por vez primera en siglos de historia, los cardenales no italianos constituían mayoría en la Iglesia. La fecha de imposición de los capelos cardenalicios tendría lugar el 21 de febrero de 1946 (1).
Por ese tiempo se organizó una peregrinación española a Roma, de forma que coincidiera con la ceremonia de la imposición de capelos. La presidía el Sr. Obispo de Madrid; y los romeros hicieron la travesía, entre Barcelona y Civitavecchia, en el J.J. Sister. El 24 de febrero estaba de vuelta la peregrinación; y don Álvaro y José Orlandis se acercaron al puerto de Barcelona para recibir a don Leopoldo, que les puso al tanto de las últimas noticias e impresiones que traía de Roma (2). Ese mismo día, víspera de embarcarse, redactaba don Álvaro una nota para el Padre al filo de la medianoche. Y se despedía con un "¡Bendíganos! Ya sabe cómo y cuánto le recuerda y cómo ha de pedir por Vd. su hijo Álvaro. El 26, D.m., telegrafiaremos desde Génova" (3).
La travesía por mar fue feliz. No puede decirse lo mismo del viaje de Génova a Roma. Una semana antes había encontrado Salvador Canals un piso en el Corso del Rinascimento, 49; sus balcones y ventanas daban a Piazza Navona. No podía ser más céntrico. Tenía un vestíbulo, salita de estar, amplio comedor y varios dormitorios, aunque uno de ellos estaba atestado con los muebles del anterior inquilino. Apenas tuvo don Álvaro un rato de sosiego, escribió a Madrid una carta de varios pliegos y letra minúscula, comenzando con el relato de su llegada a Roma:
"Roma, 2-III-46.
Muy querido Padre: ahí va la primera carta de esta segunda etapa romana. Escribimos en nuestro piso del Corso del Rinascimento, 49, que providencialmente logró Salvador […]. El viaje de barco, estupendo: salimos a mediodía del 25, con todo el equipaje, y llegamos a Génova el 26 a las 3 de la tarde. Nos esperaban el cónsul y Salvador. A pesar de las protestas del cónsul salimos en un Fiat que iba conducido por su propietario, un conde amigo de Salvador, camino de Roma, a eso de las 6 de la tarde. Pasamos el Bracco sin esperar a la escolta de los carabinieri, para ganar tiempo, provisto el conde de una rivoltella (un revólver: poco podíamos hacer), y no hubo novedad. Cenamos en La Spezia y, aunque nos volvieron a decir que era muy peligroso, continuamos, pensando hacer el camino de noche y llegar a tiempo para ver a los cardenales españoles, que iban a salir de Roma el día 1 a primera hora. Pero empezaron a venir reventones en las cubiertas, se rompieron los dos gatos y, por fin, a 8 Kms. de Pisa hubo otro reventón. Como era de noche, no paraba ningún coche para dejarnos el gato, ni para nada, y cerramos bien para dormir dentro del coche y ver si de día alguno nos daba auxilio: no sabíamos que estábamos tan cerca de Pisa. Y tampoco supimos, hasta el día siguiente, que a un Km. de nosotros los bandoleros desvalijaron un camión, mientras nosotros dormíamos, y se fueron con él, dejando atados a unos árboles a los que lo conducían. De madrugada nos ayudaron por fin, celebré en Pisa -la primera misa en Italia- y seguimos después de habernos arreglado las ruedas. Pero nada: reventones y más reventones y, en vez de llegar el 27 de madrugada a Roma, llegamos el 28, sin poder cenar" (4).
A la descripción del viaje siguen varios pliegos, extensos, en los que se refiere, con lujo de detalles, el cómo y cuándo se obtuvieron las cartas comendaticias de los Cardenales. Según las noticias que les había dado don Leopoldo en Barcelona, la víspera de embarcarse ellos para Génova, los nuevos purpurados dejarían muy pronto Roma. Casi todos tenían las maletas hechas y estaban a punto de partir. No tuvieron dificultades en conseguir las comendaticias de los tres españoles: el de Tarragona, el de Granada y el Primado de Toledo. Luego, continuaron sus diligencias con el resto de los Cardenales que quedaban todavía en Roma. Cerejeira, el de Lisboa, fue el primero que, espontáneamente, antes de pedírsela, se la ofreció: ¡Yo también tengo que darla!, les dijo. No sin que el doctor Corneira, su secretario, se empeñase en que el de Lorenzo Marques, Cardenal Gouveia, hiciera también otra carta. El encuentro de don Álvaro con Ruffini, Cardenal de Palermo, fue muy afectuoso. Cuando se le acercó don Álvaro y le dijo que probablemente no le reconocería, porque la última vez que se saludaron tenía bigote y vestía de paisano, el Cardenal daba grandes muestras de contento e hizo en público grandes elogios de la Obra y de algunos de sus miembros. Había conocido a Albareda y a Barredo. "Ya saben -insistía- que donde esté yo está l'Opera: tienen que venir a Palermo" (5).
Una vez en faena, don Álvaro estaba decidido a seguir pidiendo comendaticias a todos los Cardenales en cuyas diócesis había hecho apostolado alguien de la Obra, aunque se tratase de los humildes comienzos de un investigador o de un estudiante becado en el extranjero. En su segunda jornada de trabajo en Roma escribía al Fundador, a modo de recapitulación: "Es posible que den comendaticias los Card. de Berlín, Colonia, Westminster, Palermo y quizás Milán y N. York, que con los de Toledo, Tarragona, Granada, Sevilla (¡que no ha llegado aún hoy!) y Lisboa son 11 de los 69 de todo el mundo: no está nada mal, aunque nos den calabazas unos cuantos de ellos" (6).
El día 3 de marzo tenía fijadas don Álvaro varias audiencias con algunos de los Cardenales que aún permanecían en Roma. El Cardenal Francis Spellman, de Nueva York, y el de Westminster, Bernard Griffin, que seguramente le hubieran dado la comendaticia, tuvieron que dejar Roma con urgencia. En un ambiente tan internacional, parece ser que el idioma más socorrido entre los eclesiásticos era el italiano, en el que no estaba muy ducho don Álvaro. Pronto se convenció de que era lengua obligada en Roma: "Se ve -escribía al Padre- que no hay más remedio que hablar italiano, para entenderse con toda esta gente: yo procuro hacerlo desde el primer día" (7). Pero cuando el 3 de marzo se presentó, acompañado de Salvador, a la cita con el Vicario General de Colonia, tuvo que echar mano del francés. A pesar de lo cual, al cabo de media hora, el Vicario seguía sin entender por qué su Cardenal había de darle una carta comendaticia. De todos modos, como para mostrarles su buena voluntad, les ofreció pasar un momento a besar el Anillo de su Eminencia. Minuto que, con estupor del Vicario, se alargó, sin que éste pudiera acortarlo. El comienzo de la conversación, ya en el despacho del Cardenal Joseph Frings, fue un amistoso acuerdo sobre el instrumento con que habían de entenderse. El Cardenal no sabía más que alemán, italiano y latín. Dentro de esa terna, don Álvaro le ofreció el latín o su italiano de tres días. El Cardenal Frings, sabiamente, optó por el latín, idioma en el que estuvieron hablando hora y media.
Le explicó don Álvaro la Obra. Y viendo, por las preguntas que le hacía el Cardenal, que iba entendiendo perfectamente, tocó el objeto de su visita: "habemus aliquas Litteras Commendaticias… fere omnium Episcoporum Hispaniae et etiam alicuius Cardinalis Lusitaniae, Italiae…" Al llegar a este punto, Salvador, como para corroborar lo que decía don Álvaro, sacó de la cartera un montón de papeles. Al verlos el Cardenal Frings, puso cara de asombro y se le escapó un sincero: "Sed insatiabiles estis!" (8).
"Le respondí -continúa don Álvaro- que lo normal era llevar para el Decretum Laudis cuatro o seis comendaticias, y por lo tanto la suya ni quitaba ni ponía nada para la materialidad de conseguir el Decreto: pero que, en realidad, la Obra había trabajado en Alemania: que si el Sr. Cardenal Faulhaber estuviera en Roma, indudablemente la hubiera dado y que, sobre todo, "esset nobis gaudium magnum Litteram aliquam alicuius Episcopi Germaniae possidere", etc. (9). El Cardenal, a su entera disposición, preparó la redacción de la carta.
El número de las cartas comendaticias de los Prelados extranjeros tenía un límite, evidentemente. No ocurría así con las de España. El Fundador llevaba años recorriendo las diócesis y entrevistándose periódicamente con muchos Obispos. Don Josemaría, pues, se propuso obtener cartas de todos aquellos con quienes había tenido relación. En algunos casos, la operación requería llevarse a cabo en varias etapas. Primero una conversación, a fondo, con el Prelado en cuestión, sobre la situación jurídica de la Obra. Después, una invitación a redactar una comendaticia. Finalmente, conseguir que la enviase. Gestión ésta nada fácil en ocasiones, porque el Sr. Obispo, ya fuese por enfermedad, viaje, acumulación de trabajo, y quizá confianza amistosa, daba largas demoras, hasta que don Josemaría le refrescaba la memoria o hacía que se lo recordasen. Y, en aquellos otros casos en que no había tenido trato directo con el Sr. Obispo, utilizaba para urgirlo los buenos oficios de amigos o conocidos, como el Obispo de Tuy, el Abad de Montserrat o don Eliodoro Gil (10). Todo esto explica el que, habiendo comenzado la recogida de cartas en el mes de diciembre de 1945, no lograse rematarla hasta junio de 1946.
Don Álvaro había llevado consigo a Roma docena y pico de cartas comendaticias, a las que en el mes de marzo fueron agregándose otras: Jaén, Zamora, Jaca, Ciudad-Rodrigo, Barbastro… (11), más las obtenidas en Roma. Sobre las comendaticias escribía don Josemaría a Mons. López Ortiz el 25 de marzo:
Es una pena no poder vernos y charlar, para que comprendas la conveniencia de que se multipliquen las "comendaticias". Gracias a Dios, las han dado Prelados de Portugal, Italia y todos los españoles que han recibido nuestra petición (12).
Sumaban ya más de treinta las comendaticias de los Obispos españoles cuando los miembros del Opus Dei en Roma hicieron siete copias de las cartas, para entregar, en forma de folleto, a cada uno de los Consultores de la Curia. "¡Son Vds. unos bravos!", comentó uno de ellos (13). En respuesta a lo cual, don Álvaro, en carta del 10 de abril, le dice al Padre: "¡Es pena que no tengamos todas las comendaticias!" (14).
Bien podía pensar el Padre, como el Cardenal Frings, que sus hijos de Roma eran insaciables. Pero, si lo pensaba, no lo dijo. Al revés, apresuróse a conseguir comendaticias de todos aquellos Obispos que no habían dado señales de vida; y escribió enseguida a Mons. López Ortiz, el 14 de abril:
Perdóname esta insistencia. Me urgen de Roma más comendaticias. […] Me convendría saber si esos buenos señores de León, Orense y Guadix han respirado. Con franqueza: no me importa demasiado su negativa, aunque no la deseo. Dime urgentemente lo que haya (15).
Un mes más tarde informaba don Álvaro sobre este asunto: "Con las cartas comendaticias ha resultado un libro de cien páginas, estupendo" (16). Les siguieron llegando cartas comendaticias. Las últimas (de los Sres. Obispos de León, Ibiza, Plasencia y Vich) a mediados de junio (17).
Que el Fundador no estaba del todo conforme con el contenido del Decreto de erección de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz era cosa patente, por cuanto su texto no expresaba con propiedad la genuina naturaleza del Opus Dei. Tampoco respondía al carácter universal del Opus Dei, ni era, por consiguiente, el instrumento adecuado para su desarrollo. De manera que, después de haber conseguido la incardinación de los sacerdotes del Opus Dei en la nueva Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, don Josemaría se creyó obligado en conciencia a exponer las razones por las que ese ropaje jurídico no se ajustaba a la realidad del nuevo fenómeno pastoral que Dios había traído al mundo:
Por estas razones, entre otras -confesaba a sus hijos-, no podemos aceptar en conciencia lo conseguido hasta ahora, como cosa intangible y definitiva. Hay que avanzar y mejorar, hasta lograr un cauce, en el que se asegure con genuinidad lo que Dios quiere de nosotros (18).
Existía también otra razón de peso para dar un paso adelante, aunque no la mencione el Fundador por tratarse de materia harto vidriosa. Pero es obligado decir, porque lo recogen los documentos públicos y solemnes de la Santa Sede, que la contradicción de los buenos no se había extinguido (19). Al contrario, existía el peligro de que se propagase a otros lugares. Don Josemaría, con mucho dolor y delicadeza, informaba de ello a su buen amigo el P. Roberto Cayuela, S.J., por carta fechada en Madrid el 13 de enero de 1945 (20).
De los dichos peyorativos y de las habladurías contra la Obra en España se empezaba a tener conocimiento en Roma. Su mejor contrapartida eran las cartas comendaticias. En ellas se reflejaba la naturaleza universal de la empresa apostólica, que se extendía a gente de todas las condiciones, y de diversos países. Mientras que, por otra parte, los Ordinarios daban fe de la obediente sumisión a la Jerarquía de los miembros del Opus Dei. Además, con su trabajo profesional, específicamente apostólico, prestaban un servicio directo a las iglesias locales. Todo lo cual reforzaba la petición hecha a la Santa Sede para dotar al Opus Dei de un régimen pontificio, en atención a su gobierno, a su naturaleza y a sus fines.
A la segunda semana de su estancia en Roma, don Álvaro, dando por acabadas las gestiones de las cartas comendaticias, se dirigió a la Sagrada Congregación de Religiosos. (No tenía otra vía, no existía otro camino para tratar este asunto jurídico). Con el respaldo de esa impresionante colección de comendaticias, no parecía difícil lograr lo que deseaban. Sin embargo, aquella petición resultó ser la manzana de la discordia. No en cuanto a la sustancia del asunto sino en cuanto al procedimiento, porque surgieron diversidad de pareceres entre los consultores. Para unos, en efecto, la estructura jurídica del Opus Dei podría encauzarse dentro de la normativa del Codex vigente. Otros, en cambio, considerando que el Opus Dei era una forma nueva de apostolado, abogaban por encuadrarlo jurídicamente en la normativa propia de esas formas nuevas. En todo caso, la cuestión de fondo era que, para bien o para mal, no existían tales normas legales (21).
Corría el mes de marzo de 1946 cuando don Álvaro, dejando el asunto en manos de los consultores de la Sagrada Congregación de Religiosos, trató de resolver otro problema: el de la casa. Pronto o tarde, se verían obligados a desalojar el piso que ocupaban, porque no tenían un contrato de arrendamiento. Pero, bien miradas las cosas, se les presentaba una ocasión inmejorable para adquirir una villa o un piso grande en Roma. Los precios estaban por los suelos. También es verdad que el mayor inconveniente para la operación era la falta de dinero.
"Estamos ahora viendo casas -escribe don Álvaro al Padre-. Nos damos caminatas enormes, y así aprovechamos el tiempo mientras se resuelven las instancias pendientes". Y, por lo que se refiere al asunto de la Curia, le dice: "Creo que hasta Pascua, por lo menos, es indispensable la estancia aquí. Desde luego, la cosa sale maravillosamente, pero es preciso que salga rápida y sin modificar nada, y aquí está la cuestión. Hay cosas que han tomado con mucho interés (!) y que están durmiendo el sueño de los justos desde hace dos años" (22). Uno de los consultores -refería don Álvaro- le había comentado que si el Fundador "hubiera estado al corriente del mecanismo canónico de las llamadas formas nuevas, algunos puntos de las Constituciones los habría tocado de otra manera" (23). "De todos modos -seguía contando don Álvaro- hay que dar gracias a Dios: me decían que lo normal es que retoquen todos, o casi todos los artículos, y que aprueben así, retocado" (24).
Tres días antes de que le llegasen estas noticias, el Padre había ya empezado a escribir a sus hijos de Roma una larga carta -aquella famosa carta que comienza el 24 de marzo y acaba el 30 de abril de 1946-, donde se va reflejando el vaivén de la esperanza y la impaciencia creciente del Padre. Hasta entonces daba éste por descontado que las gestiones de don Álvaro serían negocio expedito, y que estaría de vuelta en Madrid al cabo de unas semanas. Pensaba, con razonable optimismo, que las cartas comendaticias que con evidente retraso seguían llegando a sus manos, no estorbarían, para reunirlas después todas en un libro, aunque no hagan falta ya para el decreto (25).
Esto escribía el Padre, con fundada satisfacción, la noche del 24 de marzo de 1946. A la mañana siguiente se volvieron las tornas. Llegó un telegrama de don Álvaro anunciando al Padre una noticia que nada tenía de optimista. En efecto, en la Curia le decían que "era urgente esperar" (26). No bien lo hubo leído el Padre, la demora le puso en guardia: Si las cosas se retrasan -escribe el 26 de marzo- vengo pensando en si convendría que se viniese el curica, para cambiar impresiones una semana, y enseguida volver a Roma (27).
Quizá sea a partir de entonces cuando se enrosca en el ánimo del Padre la sospecha de que las cosas van a mayores, de que se complican (28). No parecía conveniente que don Álvaro, el curica, se ausentase de Roma, porque ya había solicitado audiencia con Pío XII, a través de Mons. Montini. El día fijado era el 3 de abril, miércoles, al mediodía.
Traía don Álvaro unas palabras preparadas en italiano para pedir a Su Santidad que, si le era igual, le hablaría en español. "Pero en cuanto le vi -cuenta- se me fue el santo al cielo, y se lo dije en castellano" (29).
- "¡Sí, cómo no!", le respondió el Santo Padre con acento sudamericano.
Le contó don Álvaro que ya había tenido la alegría de haber sido recibido por Su Santidad en 1943. Estaba en Roma enviado por el Fundador del Opus Dei para solicitar el Decretum laudis, acompañando la petición con cuarenta cartas comendaticias. Habló don Álvaro de la extensión del apostolado y de la situación de la Obra. Le impresionaba al Santo Padre oír que los miembros del Opus Dei ejercían el apostolado entre intelectuales, muchos de ellos profesores de la Universidad oficial, viviendo, como ciudadanos corrientes que eran, en el mundo y buscando allí la santidad de vida.
- "¡Qué alegría!", comentaba el Papa. Y, de pronto, se iluminó su cara aguileña, donde los pesares habían hecho estragos en los últimos años; y, fijando la mirada en don Álvaro, le decía:
- "Ahora le recuerdo perfectamente, como si le estuviese viendo, de uniforme; con condecoraciones y todo. Sí, sí: me acuerdo muy bien" (30).
Continuó don Álvaro exponiendo las dificultades que habían surgido en la Sagrada Congregación de Religiosos (31). Luego, con confianza filial, manifestó al Papa lo que, con toda razón, califica de frescura inaudita por su parte.
"Añadí al Santo Padre -escribe- que nos había recomendado el P. Larraona que encomendásemos mucho al Señor que saliera cuanto antes el Decreto y que, incluso, el Santo Padre, sin pedir él audiencia, le recibiera" (32).
Después le entregó, en nombre del Fundador, un ejemplar de Santo Rosario, de La Abadesa de Las Huelgas y de Camino, todos magníficamente encuadernados en pergamino antiguo, con preciosos hierros, cantos de oro y blasón pontificio. Se apresuró el Papa a desenfundar Camino y leer algunos puntos: - "Parece muy bueno para hacer la meditación: son puntos de meditación", comentó (33). Aprovechó don Álvaro, antes de despedirse, para hablar de Camino, diciendo al Santo Padre cómo él, y todos los miembros de la Obra, habían aprendido del Fundador a ser buenos hijos del Papa.
* * *
¿Qué eran esas formas nuevas de que hablaban los consultores de la Curia? ¿En qué consistía su novedad cuando un experto aventuraba que de estar al corriente de su mecanismo canónico el Fundador hubiera formulado de otro modo algunos puntos del Codex (del Derecho particular del Opus Dei)?
La Iglesia es joven, aun contando siglos, y fecunda. En la historia del último siglo aparecieron en su seno asociaciones de vida cristiana y de apostolado que no respondían al concepto estricto canónico de estados de perfección, ya fuese porque sus socios no emitían los votos públicos o por no hacer vida en común. Estas instituciones, variadas en sus fines y extendidas por muchos países, eran reconocidas por la autoridad diocesana como Pías Uniones, Sodalicios u Órdenes Terceras. Por su misma novedad se las denominaba formas nuevas de vida cristiana, formas nuevas de perfección, o de apostolado, o de vida religiosa; o simplemente formas nuevas (34).
Aquellas instituciones que estaban dotadas de vida común para sus fieles hallaron un lugar en el título XVII del libro II, del Codex de 1917, como sociedades de vida común sin votos. Pero el resto de las formas nuevas, que eran canónicamente atípicas, creaban problemas, en cuanto a la competencia de las Sagradas Congregaciones, por falta de normativa que regulase el caso particular de cada una de ellas. Era, por tanto, urgente colmar ese vacío legislativo. Así, pues, en 1934, Mons. La Puma, entonces Secretario de la Congregación de Religiosos, se decidió en un Congreso jurídico por el reconocimiento de las formas nuevas; y posteriormente, en 1945, se formó una comisión encargada de preparar las normas de procedimiento para su aprobación (35).
Quedó visto cómo en 1943 la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz obtuvo el nihil obstat de la Santa Sede como institución de vida común sin votos, con un flexible entendimiento de la vida en común; especificando que sus socios no eran religiosos. De este modo logró su erección diocesana y una amplia libertad organizativa, según su propio reglamento, y de acuerdo con los cánones del título XVII, libro II del Codex. Ahora, en 1946, a los tres años, el Fundador solicitó, dentro de ese mismo cauce jurídico, un Decretum laudis, que significaba, a todos los efectos, pasar de un régimen diocesano a un régimen pontificio; es decir, universal y unitario. Pretendía, asimismo, el Fundador la aprobación de unos Estatutos que garantizasen la auténtica naturaleza del Opus Dei, de manera que se viera claro que no era una asociación de fieles agregada como simple apéndice a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, sino savia y raíz de donde sale esa Sociedad Sacerdotal. O, en otras palabras, que los sacerdotes que entraban a formar parte de la Sociedad Sacerdotal, procedentes del Opus Dei, no dejaban de pertenecer a éste.
Cuando los consultores de la Sagrada Congregación de Religiosos examinaron el Codex de 1917, advirtieron que el Opus Dei, como fenómeno pastoral, presentaba problemas casi imposibles de resolver dentro del marco jurídico del título XVII del libro II, por mucha flexibilidad de interpretación que se diera a sus cánones. Por otra parte, pensar a esas alturas en reformar el Codex, para dotar de normativa apropiada a una institución naciente, era soñar imposibles. No es de extrañar, por tanto, que un alto personaje de la Curia dijera a don Álvaro que l'Opus Dei era giunto a Roma con un secolo di anticipo: que la Obra había llegado a Roma con un siglo de anticipación, y que la única solución posible era esperar, porque no existía un adecuado cauce legal para lo que la Obra representaba (36).
¿Qué hacer en tal situación sino tomar por la única vía que les quedaba abierta y en la que tendrían tal vez mayor libertad para encajar en una normativa ad hoc? Ese camino era el que se venía preparando, de años atrás, para las formas nuevas. Por desgracia, el sistema legislativo y las normas de procedimiento para su aprobación, en frase de don Álvaro, estaban "durmiendo el sueño de los justos" (37).
* * *
La frescura inaudita de don Álvaro produjo efectos inmediatos. Al lunes siguiente, Su Santidad despachó con el Cardenal Lavitrano, prefecto de la Congregación de Religiosos, encargándole que se hiciera enseguida lo de las formas nuevas. Y cuando el martes fue Salvador Canals a entregar unas copias de las comendaticias al P. Larraona, éste le dijo: - "Están Vds. de enhorabuena. Será la primera Obra que se apruebe" (38). Pero a continuación empezaron a presentarse obstáculos y entorpecimientos. Como decía el P. Larraona al estudiar las Constituciones, "la Obra es una forma típicamente nueva, tiene cosas que podrían pasar perfectamente en el Congreso" y otras que "dañan la vista tal como están, de modo que facilísimamente podrían poner pegas los Cardenales de la Plenaria". (Y entre éstas, el que "en unas Constituciones de una Sociedad Sacerdotal se reglamente una obra femenina") (39).
Los obstáculos y demoras que iban surgiendo mantenían al Padre en vilo. Algo sucedía, allá en el fondo de su alma. Para entenderlo basta considerar un dato peregrino, que no cuadra en absoluto con su modo de ser. En efecto, el 29 de marzo, con escasas y vacilantes noticias del asunto de Roma, escribía a sus hijos: En las manos de Dios estoy; y, a párrafo seguido, aquella enigmática frase: Algo me recuerda esta situación a aquélla, no sé por qué: sí sé por qué (40).
Así queda, en suspenso, con la pluma en el aire, para continuar escribiendo -¡un mes más tarde!-, después de haber recibido carta de don Álvaro (41).
¿Qué se ha hecho del dinamismo del Padre? Es preciso imaginárselo en ascuas y consumido por dentro, mientras viaja sin parar por toda España en busca de cartas comendaticias. Pero no perdió la ecuanimidad. Su respuesta a los problemas suscitados en la Curia romana es toda una lección de abandono en la Providencia y de confianza absoluta en la persona de don Álvaro:
Continúo el 29 de abril. He de salir de viaje y, entre unas cosas y otras, no he podido contestar la carta de Álvaro. No veo inconveniente en las modificaciones que apuntas, aunque parece que sería mejor dejar las cosas como están. La rama femenina no debe desgajarse del tronco. Todos los institutos de varones tienen cofradías, hermandades, pías uniones, etc., femeninas, que dependen de ellos más absolutamente. Pero, si no puede quedar así, por lo menos lograr esa unión y dependencia actuales por privilegio, en cuyo caso quizá podrían prepararse aparte las constituciones propias de la rama femenina del Opus Dei (para eso te mando papeles) y lograr su aprobación. […]
En fin: desde aquí no es fácil hacerse cargo de la postura de esos señores canonistas: sería una pena muy grande desarticular esta Obra de Dios.
Haz notar bien claramente que estas hijas mías no son monjas. No hay por qué equipararlas (42).
Otro dato digno de atención es que ya son cuatro las semanas que median, como un abismo de silencio, entre la carta de don Álvaro del 19 de abril y la siguiente, que lleva fecha del 17 de mayo. Lo que en ambas se refiere no podía menos de aumentar el desasosiego del Padre. Así sería, sin duda, porque don Álvaro le dice que va casi a diario a la Congregación de Religiosos a ver al P. Larraona, que estaba trabajando en la preparación del Decreto con el nuevo procedimiento de aprobación. Cierto es que las cosas de palacio van despacio, pero más lento era el caminar de la Curia romana, a juicio de don Álvaro. La elaboración del material que había de examinar la Comisión de consultores se alargaba indefinidamente (43). Mientras tanto el Fundador miraba el pasar de las semanas y el transcurrir de los meses. Deseos le entraron a don Josemaría de ponerse en camino para Roma, porque empezaba a romperse su paciencia (44).
Sábado, 18 de mayo: Ni ayer, ni hoy ha llegado el avión. Se os ha puesto, los dos días, telegrama. Esperamos que el Sr. Arzobispo podrá salir mañana o, lo más tardar, el lunes. Nada nuevo. ¿Cuándo llegarán las noticias, ¡por fin!, del decretum laudis? (45).
Se trabajaba en Roma sobre los documentos presentados por don Álvaro a la Santa Sede. Habían de seguirse necesariamente los trámites de procedimiento. Primero un detenido examen de los Estatutos. Luego, una vez convocada la Comisión de consultores, se procedía a un estudio conjunto y, si el parecer de la Comisión era favorable, se elevaba la petición al Congreso pleno. Finalmente, se sometía su aprobación al juicio supremo del Romano Pontífice. Pues bien, aún estaban en el umbral de la primera etapa, hasta que a finales de mayo se fijó la reunión de la Comisión de consultores para el sábado, 8 de junio de 1946 ("Iba a ser el sábado 1 -comenta don Álvaro-, pero el día 2 hay referendum y alguno de los consultores tiene que ir fuera de Roma para votar. Todo son pegas, y es natural que sea así") (46).
Al Padre, que de mucho tiempo atrás venía suspirando por el decretum laudis, la noticia de que, por fin, se reunía la Comisión levantó su ánimo: Creo que debería darse un documento solemne -escribe a los de Roma-, precisamente porque se trata del primer caso de una forma nueva (47).
El día 8, a las nueve y media de la mañana, empezó a trabajar la Comisión. Como diría luego su Presidente, el P. Goyeneche, fue la más larga de las que había presidido. Todos sus miembros estaban entusiasmados con el Derecho particular del Opus Dei, lo que ellos llamaban Constituciones del Opus Dei, y decididos a proponer al Congreso plenario la concesión del Decretum laudis (48).
Don Álvaro no se dejó ganar por la exultación de los consultores, que se felicitaban, y le felicitaban por el "éxito de la Comisión", pues estaba convencido de que, al paso que llevaban, su estancia en Roma se prolongaría demasiado. "Como ve -cuenta al Padre- aquí todo se alarga: dice Larraona que la velocidad de lo nuestro es maravillosa, inusitada, y sin embargo, pasan días y días, y nada: si no viese la mano de Dios en todo, sería desesperante, verdaderamente" (49). Se echaba encima el verano y no parecía posible ajustar los plazos de las reuniones, de modo que el Congreso ampliado aprobase los documentos ya examinados favorablemente por la Comisión. Y, ¿cuándo aparecería el decreto tan esperado sobre las formas nuevas, para aprobar el Opus Dei conforme a la nueva normativa? Don Álvaro acusaba el cansancio de tanto visitar, rogar, persuadir y utilizar toda clase de razones de urgencia para romper la explicable lentitud de quienes se ocupaban de este asunto. Más de tres meses llevaba en Roma, en brega incesante.
El lunes, 10 de junio, "después de pensarlo mucho" (50), escribía al Padre: "yo me he desgastado casi en absoluto". Y en esa misma carta: "El único modo de salvar la cosa sería un viaje de Mariano por quince días […]. De venir tenía que ser esta semana o la siguiente" (51).
A esta sincera petición de auxilio, reaccionó inmediatamente el Fundador:
No me hace ninguna gracia el viaje que me indicas como conveniente: nunca he estado en peor disposición física y moral. Sin embargo, decidido a no poner inconvenientes a la voluntad de Dios, he hecho que esta misma mañana preparen mis papeles, por si acaso: si voy, iré como un fardo. Fiat. […]
A pesar de todo, si conviene, no dudes en poner un telegrama urgente: Mariano saldría en el primer avión. Pedid por él (52).
Sin conocer esta reacción del Fundador, el miércoles, 12 de junio, escribía don Álvaro confirmando su anterior opinión: "Es evidente que yo estoy desgastado, para este asunto" (53). Pasa luego a otro tema: la larga audiencia que tuvo el día anterior con Mons. Montini, relatando al pormenor su entusiasmo por la Obra y su interés por la marcha de las gestiones del Decretum laudis, que "tiene que salir enseguida -dijo-, porque toda la Jerarquía nos mira con verdadero cariño" (54). En manos de Mons. Montini, que se lo pasaría luego al Papa, dejó don Álvaro el libro encuadernado de las cartas comendaticias, el Curriculum vitae del Fundador y una fotografía de Su Santidad para que hiciera una bendición autógrafa (55).
Al despedirse de Mons. Montini se olvidó don Álvaro de invitarle a comer, pues había mostrado una afectuosa intimidad y confianza. "Pero cuando me devuelva las Comendaticias -continúa la carta- le contestaré acusando recibo y haciendo la invitación. Lo ideal sería que comiera en casa estando Vd." (56).
(Don Álvaro daba por descontado que el Padre aparecería próximamente en Roma).
Llegaron, por fin, las esperadas cartas de Roma el domingo, 16 de junio (57). Apenas las hubo leído, don Josemaría convocó a quienes formaban parte del Consejo General de la Obra. Se reunieron en el Centro de la calle de Villanueva, en el cuarto de Pedro Casciaro, que se encontraba en cama con fuerte jaqueca. Allí -refiere Francisco Botella- "nos leyó la carta de Álvaro" (58). Porque, antes de decidir nada, quería saber la opinión de los del Consejo (59).
Todos tenían la firme convicción de que don Álvaro no hubiese solicitado, en términos tan tajantes, la ida del Padre a Roma, de no ser absolutamente necesario. Su insistencia ante la Curia tenía ya muy escasa respuesta. Era claro que sus gestiones habían llegado a un punto muerto. No tanto por hallarse -como decía en la carta- desgastado sino porque se hacía preciso tomar decisiones de fondo en materias fundacionales que rebasaban su competencia. Hasta entonces, don Álvaro se orientaba por las respuestas del Fundador a las consultas que por escrito le hacía. Método que no podía mantenerse, por lo delicado de los asuntos y la dificultad de comunicarse. Otra era, sin embargo, la cuestión que preocupaba a los del Consejo: ¿estaba el Fundador en condiciones físicas de soportar la fatiga del viaje y los duros trabajos que le aguardaban en los rigores del verano? Todos ellos sabían que la diabetes diagnosticada en el otoño de 1944, cuando le reventó un ántrax en el cuello, iba de mal en peor. Según la opinión médica de Juan Jiménez Vargas, que seguía de cerca el curso de la enfermedad, "vivía por puro milagro" (60).
No ignoraba don Josemaría que, en lo que se refería a la enfermedad, estaba más en manos de la Providencia que en las de los médicos. Conforme pasaban los meses, y avanzaba la enfermedad, era mayor la incertidumbre sobre su origen, como cuando le rondaban en Burgos aquellos extraños síntomas de tuberculosis y hemorragias de garganta. Nunca he estado en peor disposición física y moral, escribía a don Álvaro el 13 de junio de 1946 (61). Y, ¿no recuerda esta situación lo que sentía en su retiro espiritual en el monasterio de Santo Domingo de Silos, en septiembre de 1938? Me veo -anotaba entonces-, no sólo incapaz de sacar la Obra adelante, sino incapaz de salvarme […]. ¡No lo entiendo! ¿Vendrá la enfermedad que me purifique? (62).
Probablemente está aquí encerrado el sentido de la misteriosa frase de la carta que, semanas atrás, escribía a Roma, recordando la época de Burgos y buscando allí las raíces de un presentimiento: Algo me recuerda esta situación a aquélla, no sé por qué: sí sé por qué (63).
En vista del malestar que experimentaba, fue a consulta médica. El 19 de mayo de 1946 el Dr. R. Ciancas le hizo unos análisis, observando una fuerte glucosuria. Ese mismo día le examinó un prestigioso internista, el Dr. Rof Carballo, el cual confirmó la naturaleza de la diabetes y encargó que se le practicase una curva de glucemia (64).
Según el parecer unánime de los del Consejo, el viaje a Roma resultaba inevitable. Lo comunicaron al Padre, que se lo agradeció y les explicó que había visto claramente en la presencia de Dios la necesidad de ir a la Ciudad Eterna, cualquiera que hubiera sido la decisión tomada por ellos (65).
El lunes se proveyó de credenciales diplomáticas en la Nunciatura (66), y, para evitar imprevistos, fue de nuevo a ver al Dr. Rof Carballo, quien le desaconsejó el desplazamiento a Roma. Reservadamente, el Dr. Rof Carballo hizo saber a Ricardo Fernández Vallespín que, si a pesar de todo, el enfermo emprendía ese viaje, no respondía de su vida, por el grave peligro a que estaba expuesto (67).
No existía servicio aéreo con Italia y, hallándose cerrada la frontera francesa, la única posibilidad de ir a Roma era el servicio marítimo de Barcelona a Génova. José Orlandis acompañaría al Padre en este viaje. A primera hora de la tarde del miércoles, 19 de junio, salieron en coche de Madrid. El automóvil, un pequeño Lancia, lo conducía Miguel Chorniqué. Esa noche la pasaron en un hotel de Zaragoza.
El día siguiente era la festividad del Corpus Christi. Don Josemaría celebró misa en una capilla lateral de la iglesia de Santa Engracia, a la que asistieron los miembros de la Obra que se hallaban en Zaragoza. Y, como de costumbre, fue a rezar ante la Virgen del Pilar, rememorando los años en que llevaba en su corazón la jaculatoria: Domina, ut sit! De camino para Barcelona se llegó al monasterio de Montserrat a suplicar la protección de la Moreneta y saludar al Abad Escarré, con quien tenía ya amistad muy estrecha. Esa noche durmió en el piso de la calle Muntaner, en La Clínica, como se conocía familiarmente el centro (68).
Por la mañana, antes de decir misa, el Padre dirigió la meditación a sus hijos en el oratorio. De su oración se escapaban dulces afectos de congoja. Fue una larga queja filial, sincera y vibrante de fe, buscando la respuesta del Cielo, confiado en que el Señor no podía dejar a sus seguidores en la estacada. ¿Qué será de nosotros?, decía tomando las palabras de boca de San Pedro: "Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus te; quid ergo erit nobis?" (Mt 19, 27):
¿¡Señor -le decía el Padre- Tú has podido permitir que yo de buena fe engañe a tantas almas!? ¡Si todo lo he hecho por tu gloria y sabiendo que es tu Voluntad! ¿Es posible que la Santa Sede diga que llegamos con un siglo de anticipación…? Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus te…! Nunca he tenido más voluntad que la de servirte. ¿¡Resultará entonces que soy un trapacero!? (69).
Y exponía machaconamente al Señor, con amorosas razones, que todo lo habían dejado para seguirle:
¿Qué vas a hacer ahora con nosotros? ¡No puedes dejar abandonados a quienes se han fiado de Ti! (70).
Y, al compás y ritmo de media hora de oración suplicante, pedía la intercesión de Nuestra Señora de la Merced (71).
Esa misma mañana visitaron la iglesia de la Merced, próxima al puerto, para encomendar a la Virgen aquel viaje.
* * *
A las once de la mañana el Padre y José Orlandis estaban en el muelle, para embarcar. Pero tuvieron que volverse a La Clínica, porque una lluvia pertinaz retardaba la carga en el barco de una expedición de plátanos y fruta con destino a Suiza. Poco antes de las seis de la tarde, terminadas las operaciones de carga, pasaje, correo y documentación a bordo, comenzó la maniobra de salida del J.J. Sister, buque motor botado en 1896, de mil toneladas y pico. Cuando salieron a la mar hacía marejadilla y viento fresco, con ligeros chubascos.
No había sido fácil obtener un camarote. El único que consiguieron, a última hora, era uno interior, reducidísimo, con dos literas, una encima de otra, sin más luz que unas débiles bombillas y sin otra ventilación que la de un pequeño aparato ventilador, pues no tenía ojo de buey que permitiera entrar aire fresco de la mar. A la hora de la cena comenzaron las sacudidas del barco, que acusaba el fuerte embate de las olas. El Padre se sentía mal y se echó en la litera baja del camarote (72).
De la lectura del Diario de Navegación parece deducirse que nada de particular ocurrió en la primera singladura del viaje Barcelona a Génova. El Capitán, viejo lobo de mar, cierra la hoja de Acaecimientos de la singladura -que acababa a medianoche- con estas líneas: "A 24.00 finaliza la presente sin novedad. -En la mar a 21-6-46. -El Capitán (firmado)" (73).
La hoja de Acaecimientos del 22 de junio, que empieza a cero horas de la susodicha noche, y que el Capitán cierra ya en el puerto de Génova, es otro cantar. Dice así:
"Comenzamos la presente singladura con viento fresquito del NNW y marejada del mismo, que van aumentando de intensidad poco a poco. A medida que navegamos refresca el viento del NNW duro, que levanta mar muy gruesa, obligando al buque a dar grandes bandazos y embarcando continuos golpes de mar sobre cubierta. Llevamos las escotillas cerradas para evitar que entre el agua en las bodegas, pero no podemos impedir que se moje la fruta que llevamos a popa sobre cubierta, por los continuos golpes de mar que hasta allí llegan" (74).
Si seguimos leyendo el Diario de Navegación entenderemos el motivo por el que el Capitán es más explícito en esta singladura:
"Por todo lo cual hago constar la presente protesta contra cargadores, receptores y todo aquel a que hubiere lugar, por las averías que pueda sufrir la carga durante el viaje, y los daños que causa al buque" (75).
Seguramente las averías fueron de importancia, pues por vez primera y única aparece en el libro un protesto, diligenciado a petición del Capitán por las autoridades judiciales, en Génova, el 24 de junio de 1946 (76).
La otra cara de los sucesos, es decir, tal como fueron sufridos por el pasaje, la da José Orlandis en la carta que envió a los de España desde Roma, el 26 de junio. Le encargó el Padre que escribiera largo y tendido, con todo detalle; y comenzó a redactar la carta al día siguiente de llegar, 24 de junio.
"[…] Después de cenar comenzaron a sentirse unos bandazos alarmantes que nos aconsejaron marchar a toda prisa a la cama. Y en buena hora lo hicimos, pues el jaleo que se organizó fue de órdago. El Padre dice que el diablo metió el rabo en el golfo de León y armó la tempestad más formidable que recuerdo haber sufrido a pesar de ser yo isleño y viejo amigo del Mediterráneo. ¡Y pensar que aquello era el bautismo de agua salada del Padre! Pasamos 10 ó 12 horas de verdadero infierno. El mar nos cogía de costado y el barco pasaba de esta posición [aquí unos dibujitos] a ésta. No se oía más que el estruendo de las vajillas que se destrozaban, los muebles corriendo de un sitio a otro, las señoras gritando […]; y las bombas achicando continuamente el agua, que entraba por todas partes: en primera teníamos el "office" inundado; en segunda, en los camarotes, el agua llegaba a las rodillas, la cubierta era materialmente barrida por las olas, y yo que al amanecer subí al puente a ver qué pasaba, volví pitando al camarote para no ver el espectáculo, siguiendo el conocido ejemplo del avestruz. El Padre pasó horas malísimas y no hacía más que decir: Pepe, me parece que vamos a volver a Madrid convertidos en merluza. ¿Qué te apuestas a que Pedro no vuelve a probar pescado en su vida? Finalmente, hacia las 10 o las 11 de la mañana del sábado amainó el temporal, aunque mar muy movida la tuvimos hasta la misma boca del puerto de Génova" (77).
No pegó ojo el Padre en toda la noche. Con el aire enrarecido del camarote, las náuseas del mareo y el desorden general del barco, no fue posible ponerle la inyección de insulina prescrita por el médico. En la mañana del sábado el temporal se fue calmando y la mar, paulatinamente, pasó a una leve marejada. Cesó de llover y, a primera hora de la tarde, lució el sol y hasta pudo distinguirse a babor la costa francesa. El Padre tomó el único alimento de toda la travesía: un café con leche y unas galletas. Luego salió a respirar en cubierta el aire fresco, tras veinte horas encerrado en las entrañas del barco. Muy cerca de ellos pasó una banda de ballenatos. Espectáculo insólito, al decir de la marinería, el de aquellos surtidores en aguas del Mediterráneo. Estaban tomando el aire cuando, desde el puente, los marineros avistaron una mina a la deriva, por la parte de proa. Probablemente llevaba más de un año flotando entre las olas aquel peligroso recuerdo de la pasada guerra (78).
Entraron en el puerto de Génova con seis horas de retraso. A las once y media de la noche desembarcaron. Hicieron rápidamente las diligencias de policía y aduana, mientras don Álvaro y Salvador Canals les esperaban impacientes. El primer saludo del Padre fueron unas cariñosas palabras a don Álvaro: - Aquí me tienes, ladrón: ¡ya te has salido con la tuya! (79).
Se alojaron en el hotel Columbia, sin poder tomar nada, porque ya habían cerrado el comedor. Por toda cena, con el estómago vacío, el Padre aceptó con apetito un pequeño trozo de queso que traía don Álvaro.
Amaneció el domingo, 23 de junio de 1946. El Padre y don Álvaro dijeron misa a las siete y media en una iglesia cercana, saliendo luego para Roma en un coche alquilado. Comieron en Viareggio y, sin percance, llegaron a vista de Roma. Cuando el Padre divisó, recortada en el horizonte, a la luz del crepúsculo, la cúpula de San Pedro, se conmovió visiblemente y recitó el Credo en voz alta (80). El pensamiento de que estaba en Roma, la realidad de ese momento, tan largamente acariciado, iba calando en su mente y levantaba recuerdos de otros tiempos, más o menos lejanos. No terminaba de creérselo. Estaba en Roma. Se sentía en Roma. Unas veces se veía a sí mismo como forastero; y, otras, como ciudadano que regresa a su patria. Bien considerado, el ya te has salido con la tuya, que dirigía a don Álvaro, era la frase con que se saludaba íntimamente a sí mismo.
Las nueve y media serían cuando llegaron a casa, un piso de la Piazza della Città Leonina, n. 9. Enfrente, a pocos metros, estaba el lienzo de muralla que enlaza el palacio Vaticano con el castillo de Sant'Angelo. Por encima de ese muro corre el pasadizo construido por el Papa Alejandro VI. En caso de hallarse sitiado el Vaticano, sus habitantes podían huir y refugiarse en el castillo. Después de firmados los tratados de Letrán, el Vaticano compró los solares colindantes con los palacios pontificios y construyó casas que alquilaba por su cuenta para asegurarse una buena vecindad. El apartamento que había tomado don Álvaro poco antes de llegar el Padre estaba en la planta más alta del edificio y tenía una galería abierta, a modo de terraza resguardada, que dominaba la plaza de San Pedro, por encima de la columnata del Bernini (81). Muy cerca se veía la ventana iluminada de la biblioteca privada del Papa. Esa vista, sin duda, supuso un nuevo golpe en el corazón del Padre y le robó definitivamente el sueño; mientras los demás se retiraban a dormir, rendidos por el cansancio del viaje, el Padre permanecía en la terraza (82).
Durante el viaje, día de lluvia a todo lo largo de Italia, el Padre había venido rezando por el Papa. Ese 23 de junio experimentaba el acuciante deseo de llegar pronto a la Ciudad Eterna. Por eso se emocionó tanto al divisar, en una revuelta de la vía Aurelia, la cúpula de San Pedro. Cuántos años rondándole la esperanza del videre Petrum. En Camino dejó plasmado ese deseo:
Católico, Apostólico, ¡Romano! -Me gusta que seas muy romano. Y que tengas deseos de hacer tu "romería", "videre Petrum", para ver a Pedro (83).
Al alcance de su vista estaban las ventanas, todavía iluminadas, de los aposentos pontificios. La imaginación excitaba dentro de su pecho aquel hondo afecto, que también grabó en Camino:
Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón (84).
Qué flujo de emociones no sentiría. Tan intensas eran que su espíritu necesitaba espacio para desahogarse. Pasó el tiempo y fueron apagándose las luces en las estancias de palacio.
Con la vecindad física fácilmente renacía aquella arraigada vinculación de antaño, cuando rezaba diariamente una parte del rosario por las intenciones del Romano Pontífice:
Me ponía con la imaginación -nos cuenta en carta fechada en 1932- junto al Santo Padre, cuando el Papa celebraba la Misa; yo no sabía, ni sé, cómo es la capilla del Papa, y, al terminar mi rosario, hacía una comunión espiritual, deseando recibir de sus manos a Jesús Sacramentado (85).
Desde los primeros momentos de la fundación se sintió unido al Vicario de Cristo, en su afán apostólico de congregar las almas en torno a Pedro, para llevarlas a Jesús por medio de María (86).
Unos años más tarde invitará a sus hijos a dar rienda suelta a la imaginación, para captar el hechizo espiritual de aquella noche de junio consumida a la vera del Papa:
Pensad con cuánta confianza recé por el Papa, aquella primera noche romana, en la terraza, contemplando las ventanas de las habitaciones pontificias (87).
No había visto el Fundador a Pío XII; pero, ¿acaso no podía repasar mentalmente los muchos mensajes y bendiciones recibidos a través de terceras personas? Imposible olvidarlos, porque se los había hecho repetir una y otra vez, meditándolos en muchísimas ocasiones.
Le venía prontamente a la memoria el consuelo que le trajo una carta del P. Canal, dominico, al que luego escribiría agradecido:
He releído veinte veces su carta y son muchos los ojos que se nublaron, al oír sus párrafos con la bendición del Santo Padre: para mí han sido dulciora super mel et favum.
Como somos de la Santa Cruz, nunca faltan cruces: por eso, le aseguro que llegó muy providencialmente esa bendición del Padre Santo. Dominus conservet eum!… (88).
A oídos del Santo Padre habían llegado, en los últimos años, noticias directas sobre el espíritu de la Obra y el santo vigor apostólico del Fundador, principalmente por las audiencias concedidas a gente del Opus Dei o a eclesiásticos que conocían bien a don Josemaría (89).
Más reciente aún tenía el Fundador en la memoria la conversación de don Álvaro con el Santo Padre, el 3 de abril de 1946. En una larga carta le contaba don Álvaro pormenores de la audiencia:
"Le recordé que la vez anterior (audiencia del 4 de junio de 1943) me salté las rúbricas y que le había pedido no sólo la Bendición para el Padre, y para toda la Obra, sino que le había rogado que se acordase en sus oraciones de nuestro Padre. El sonrió y dijo: "¿qué quiere Vd.?, ¿que siga pidiendo?" Respondí que desde luego y me contestó que no lo olvidaba y que pedirá todos los días, como lo viene haciendo: y que, además, lo hace con mucha alegría" (90).
* * *
En Roma dominaba el silencio y la ciudad dormía en calma bajo un cielo sembrado de estrellas. Continuaba el Padre absorbido en sus altos pensamientos. ¿Sería verdad que habían llegado con un siglo de anticipación? Y volvió a hacer presa en él una sensación extraña, mezcla de vacilación humana y firmeza sobrenatural. La misma sensación, de penosa incertidumbre y de gozoso abandono en manos de Dios, que había experimentado en Barcelona… Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus te; quid ergo erit nobis? Mira, Señor, todo lo hemos dejado por seguirte; ¿qué será, pues, de nosotros? ¿Es que vas a darnos la espalda?
Con insistencia volvía a reanudar su oración, mientras cruzaba por su mente la historia azarosa de la Obra, que era también la historia de las misericordias divinas (91): la dureza de los comienzos, y la lluvia de gracias, la fidelidad de sus hijos, y la contradicción de los buenos; y los sucesivos pasos jurídicos…, hasta que allí, en Roma, se levantaba un muro, al parecer, insuperable.
Desde la terraza, con los ojos alzados a las habitaciones pontificias -del aposento del Vicario de Cristo sobre la tierra- volvía con insistencia, con tozudez, al meollo de su oración: Ecce nos reliquimus omnia…
Brillaba la luna y resbalaban lentas las constelaciones por el firmamento. El Padre seguía consumiendo la noche en oración incesante, sin retirarse a descansar. Luego vino la suave transición del alba, con un velo de claridades; y pronto rompió el amanecer.
Esa noche de oración marcaba el comienzo de la fundación en Roma.
Una larga conversación con don Álvaro fue suficiente para que el Fundador se hiciese cargo de la situación esbozada en las cartas del 10 y del 12 de junio, por las que se requería su presencia en Roma. Inmediatamente prosiguió el Padre las gestiones. Uno de los primeros pasos fue visitar a Mons. Montini, Sustituto de la Secretaría de Estado de Su Santidad. El 15 de mayo pasado había escrito Montini al Fundador, agradeciéndole las publicaciones que, en su nombre, le entregó don Álvaro, al tiempo que expresaba sobre el papel sus sentimientos para con la Obra:
"Yo he tenido sumo gusto de conocer a la Sociedad Sacerdotal de la S. Cruz y al Opus Dei y, admirando el fin que se proponen en sus trabajos y el espíritu con que los realizan, he dado gracias al Señor por este beneficio que ha hecho a la Iglesia, suscitando almas que cultiven campos tan delicados e importantes. Por eso, aunque sea poco lo que puedo, saben que estoy siempre dispuesto a ayudarles en aquello que me necesitaren" (92).
El primero de julio mantuvo el Fundador un cordialísima entrevista con Mons. Montini, que desde ese momento invitó a otras muchas personalidades de la Curia romana a conocer y tratar a don Josemaría (93). Como recordaría el Padre a sus hijos, Montini fue la primera mano amiga que yo encontré aquí, en Roma (94). Por entonces, había conseguido ya don Álvaro una dedicatoria autógrafa en una fotografía del Papa: "A nuestro amado hijo José María Escrivá de Balaguer, Fundador de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y del Opus Dei, con una bendición especial. 28 de junio de 1946. Pius P.P. XII" (95).
Esos días el calor se hizo agobiante y el Padre lo acusaba tremendamente, aunque, por fortuna, no se resentía su salud general. Por las mañanas se hacía acompañar de don Álvaro, quien le presentaba a diversos personajes de los Dicasterios, secretarios o consultores relacionados con el asunto que le había llevado a Roma. Se le acogía cortésmente. En todas partes encontraba delicadeza en el trato. Tantas muestras de afabilidad y, sobre todo, el gozo de hallarse cerca del Vicario de Cristo habían disipado posibles aprensiones.
Cuando salía con sus hijos a la calle, a estirar las piernas o a echar un vistazo a las tiendas de viejo en busca de muebles para la futura casa de Roma, no eran éstos los que llevaban a rastras al Padre. Al contrario; arrastraba a sus hijos, porque ya estaba soñando con poner dos Centros en Roma. Como había hecho en otras ocasiones, empezó a comprar objetos de decoración por adelantado. Esto era algo más que un gesto simbólico. Era comenzar la nueva casa por algo tangible, poniendo los cimientos anticipados de la buena voluntad. ¿Qué le había sucedido al Padre? Aquel sacerdote, pasajero del J.J. Sister, que se embarcó en Barcelona sacando fuerzas de flaqueza -físicamente como un fardo, e interrogándose sobre el futuro de la Obra y el porvenir de sus hijos- era otro muy distinto desde que pisó Roma. "Al principio -cuenta Orlandis- no hacía más que decir: ¡Aquí está el fardo!, ¡ya os habéis salido con la vuestra! Pero a los dos días de llegar se lanzó a un tren de miedo a arreglar la casa, comprar cosas, preparar el oratorio… que llegábamos todos a la noche completamente hechos polvo; y le decíamos entonces: "¡Y eso que decía que había venido como un fardo!, ¡si no llega a ser así!"" (96).
Lo cierto es que, ante las perspectivas apostólicas, el Padre se había vuelto de pronto un volcán de energía. Sucedió, nada menos, que tomaron vuelo sus antiquísimos sueños de establecer una casa en Roma (97). Aquel dormido ideal era de nuevo llamarada viva al contacto con la Ciudad Eterna. Antes de acabar el mes de junio, es decir, a la semana de llegar a Roma, tenía trazado mentalmente el proyecto que se proponía llevar a cabo, apresurándose a comunicarlo a los directores y directoras en España. De este modo, sin pérdida de tiempo, sería factible preparar los instrumentos y medios necesarios, a fin de que el sueño se convirtiera en realidad.
A sus hijas de la Asesoría Central, órgano de gobierno de las mujeres del Opus Dei, les pedía que pensasen en enviar para finales de septiembre a las futuras casas de Roma tres numerarias y cinco numerarias auxiliares
A aquellas alturas, enviar varias numerarias auxiliares no era fácil, por su corto número. Pero el Padre escribe a sus hijas dándoles un remedio seguro: Para lograr esto último, trabajad durante el verano -como os dije- con el servicio de La Moncloa y el de Abando. Preparad ropa de altar -todo- para dos casas de Roma (98).
Con esa misma fecha -30 de junio de 1946- escribía telegráficamente a sus hijos del Consejo General:
Yo pienso ir a Madrid cuanto antes y volver a Roma. Es necesario -¡Ricardo!- preparar seiscientas mil pesetas, también con toda urgencia. Esto, con nuestros grandes apuros económicos, parece cosa de locos. Sin embargo, es imprescindible adquirir casa aquí.
[…] Tengo un autógrafo del Santo Padre para "el Fundador de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y del Opus Dei". ¡Qué alegrón! Lo besé mil veces. Vivimos a la sombra de San Pedro, junto a la columnata.
Y una postdata:
Que no dejéis la oración y que estéis muy contentos.
Siempre se arregla todo: por dinero no puede fracasar nunca un alma de apóstol: habrá cuartos (99).
Vistas las cosas desde España, anegados en deudas y comenzando esos días en media docena de ciudades españolas, aquella petición no parecía cosa de locos sino que, realmente, era una heroica locura de fe.
También escribió ese día una carta dirigida a sus hermanos en la que se refleja el tono optimista y sobrenatural de su espíritu. Menciona, muy por encima, el viaje por barco, que estuvo a punto de enviarles a hacer compañía a los peces, y resalta la conveniencia de las razones que movieron a don Álvaro a pedirle que fuese a Roma:
Roma, 30 de junio de 1946
Muy queridos Carmen y Santiago: tuvimos una travesía mala, pero todo se compensó cuando vimos, desde el barco, en el muelle de Génova, a Álvaro y Babo que nos esperaban.
Aquí hace mucho calor, pero estoy muy contento: era preciso venir, para hacerse cargo de las cosas.
Vivimos vecinos al Sto. Padre, junto a la plaza de San Pedro. El Papa me ha enviado un autógrafo, que me ha dado alegría por dentro y por fuera. No sé todavía cuándo tendré la audiencia con el Santo Padre. No puedo salir de Roma sin haber sido recibido por Su Santidad. Rezad por el éxito de esa visita que tanto me ilusiona.
Cuando tengamos aquí la casa en marcha -y será muy pronto, si lo pedimos al Señor- será preciso que vengáis a Roma despacio, de romeros.
Un abrazo muy fuerte de vuestro hermano
Josemaría (100).
* * *
La concesión del Decretum laudis al Opus Dei era asunto que se hallaba en la primera fase del procedimiento. A pesar de que los consultores, luego de la sesión del 8 de junio de 1946, se felicitaban y repartían liberalmente las enhorabuenas tras el examen de los Estatutos del Opus Dei (101). Don Álvaro, en cambio, advirtió un gravísimo peligro. Al paso que caminaba la Curia, que era más bien despacioso, no se resolvería el problema que tenían planteado: el dotar urgentemente al Opus Dei de un régimen jurídico universal. Resultaba urgente por varias razones: unas internas, como era el reconocer y tutelar, sin introducir ningún cambio de estado, el carácter de la vida y del apostolado de sus miembros; otras externas, como el facilitar la expansión apostólica en otros países, las relaciones con los Ordinarios, o poner freno a la incomprensión y a los ataques de la contradicción de los buenos, que aún continuaba. Desde la perspectiva de la Curia estas necesidades no parecían tan apremiantes a los consultores, los cuales pensaban aplazar el trabajo para el próximo curso, esto es, dejarlo para el otoño.
Como se ha visto, la normativa jurídica en que había de encuadrarse el Opus Dei estaba por hacer (102). Para esa tarea se había designado al P. Arcadio Larraona, Subsecretario de la Sagrada Congregación de Religiosos. El Fundador consiguió animar al P. Larraona a reanudar el trabajo en plenos calores estivales. Y no sólo animarle con buenas palabras sino acompañarle en la faena. De todos modos, el decretum laudis tardaría en salir a la luz. Todo va bien -escribía a Madrid el 8 de julio-, pero será muy difícil lograrlo antes del curso próximo, y ¡conviene tanto que sea enseguida! (103).
Tan pronto supo que la fecha de su audiencia con el Papa se había fijado para el 16 de julio, se fue a Fiuggi, acompañado de don Álvaro, para trabajar personalmente al lado del P. Larraona. Trataba de echar una mano para que la trama jurídica que estaba tejiendo el P. Larraona no ocasionase perjuicio el día de mañana a la auténtica naturaleza del Opus Dei. Indudablemente, este trabajo tenía carácter fundacional y no podía renunciar a él en modo alguno, pues, como diría más tarde a sus hijos:
En aquella hora tan crítica de la historia de la Obra -estábamos en 1946-, el derecho tenía una particular importancia. Porque un equívoco, una concesión en algo sustancial, podría originar efectos irreparables. Me jugaba el alma, porque no podía adulterar la voluntad de Dios (104).
La tarea que tenía ante sí el P. Larraona era bastante ingrata. Los expedientes de las instituciones que esperaban ser aprobadas como formas nuevas (los futuros Institutos Seculares) cubrían un amplio sector: desde los que deseaban no ser equiparados a los religiosos, a pesar de reunir casi todos los requisitos para su aprobación como congregaciones religiosas; hasta los que deseaban serlo, aun careciendo de ellos (105). El enfoque que en los últimos años se había dado a las formas nuevas, por parte de la Congregación de Religiosos, era el de considerar a estas nuevas instituciones algo así como una tentativa de adaptación o acercamiento al mundo, una nueva modalidad de vida religiosa.
Las formas nuevas venían, por consiguiente, a ser consideradas como los últimos eslabones de una evolución histórica de las Órdenes religiosas. Bajo ese punto de vista, y por complacer a todos, en el proyecto normativo del P. Larraona la solución giraba en torno a una variante del estado de perfección (106). Ahora bien, el estado de perfección, con sus requisitos y modalidad de vida, es lo que define al religioso o a quienes a él se equiparan (107).
Ésta fue la causa de que en las conversaciones sobre el entendimiento de lo que era el Opus Dei comenzase el forcejeo del Fundador, que así define su empeño, para que los miembros de los Institutos Seculares no fueran considerados personas sagradas, como algunos querían, sino fieles corrientes, que eso son; [de ahí] mi afán en que quedara claro que no éramos ni podíamos ser religiosos (108).
Insistía el Fundador en que la nota esencial de la llamada a la santificación y al apostolado en medio del mundo era la secularidad. Y con arreglo al criterio de la secularidad se redactaron los textos de los que nacería la futura Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia. Con ello se logró un pequeño avance. Era un paso adelante, aunque insuficiente, porque no se pudo evitar por completo el que apareciera en sus fundamentos el concepto de estado de perfección. De donde vino a resultar una situación de compromiso. Para obtener el Decretum laudis que había ido a buscar a Roma, el Fundador se vio obligado a ceder en algunos puntos que no correspondían a la naturaleza del Opus Dei.
Hemos aceptado con sacrificio -escribía a sus hijos- un compromiso que no ha sido posible evitar y que no vela, sin embargo, la alegría de haber logrado por fin un cauce jurídico para nuestra vida. Y esperamos que, con la gracia de Dios, los puntos dudosos no lo sean dentro de poco, si se consiguen de la Santa Sede las oportunas declaraciones legales, de modo que no puedan ser mal interpretados.
No había otra salida, sin embargo: o se aceptaba todo, o seguíamos sin un sendero por donde caminar (109).
Al cabo de cuatro días de trabajo intenso, quedaron encarrilados los problemas. Y el 15 de julio se volvió el Padre a Roma, pues la audiencia privada con Su Santidad estaba señalada para el 16. Entrevista llena de anhelos, en la que, por fin, pudo abrir su corazón al Santo Padre y ponerle al corriente del trabajo de los últimos días en Fiuggi. De esa audiencia salió el Fundador con paz y contento redoblados (110). Ya antes, a principios de mes, escribía don Álvaro a los del Consejo General en Madrid, dándoles noticias indirectas sobre la eficacia del Padre, no sin poner un pellizquito de sal: "aunque el Padre decía que yo era un tal y un cual, haciéndole venir, su venida ya ha sido muy fructuosa, y será fructuosísima: era indispensable para poner en marcha todo y llegar estupendamente a todos los objetivos" (111).
El 29 de julio volvió el Padre con los suyos, don Álvaro y Salvador Canals, a Fiuggi, para seguir colaborando con el P. Larraona, a fin de evitar que en los documentos se deslizaran inexactitudes perjudiciales al Opus Dei. Allí se acabó de redactar el proyecto normativo que traía entre manos, del cual saldría la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia (112). Como reconoció el mismo P. Larraona: "se ha hecho en pocos meses la labor que se hubiera terminado dentro de varios años, si se hacía" (113). Entre la multitud de ideas aportadas por el Fundador, para ser incorporadas a ese documento base, está el nombre que se daría a las formas nuevas (114).
Aun engolfado en ese intenso trabajo, el Padre vivía pendiente de toda la Obra, pensando a todas horas en sus hijas y en sus hijos, a los que por carta daba encargos no fáciles de cumplir, como era el hacerse con dinero para adquirir una casa en Roma. Que el Padre no era de los que buscan quien les saque las castañas del fuego, superfluo es recordarlo, porque estaba decidido a ir a Madrid para ocuparse personalmente de esa cuestión, una vez resuelto el Decretum laudis:
Si es necesario -escribe a los del Consejo- (mejor, que no lo fuera), después de la audiencia con el Sto. Padre y de obtener el documento que sabéis, iré yo a Madrid para insistir y salir con la nuestra, es decir, con la de Dios (115).
El Padre, sin hacer literatura, aprovechaba el papel para redactar una larga lista de recomendaciones y consejos de todo tipo, importantes o menudos, a sus hijas y a sus hijos. En Roma recogían por entonces los frutos de una siembra de instancias y peticiones, hechas semanas antes a la Sagrada Penitenciaría. Al Padre le hizo mucha ilusión el que concediesen el privilegio de que también los seglares pudieran purificar los lienzos eucarísticos, pues era ocasión de manifestar la delicadeza con Jesús Sacramentado. Y se apresuró a escribir a uno de los sacerdotes de la Obra, para que se lo comunicase a sus hijas y empezasen a usar del privilegio: ¡Vaya notición!: ya pueden purificar los corporales, purificadores y palias (116).
Quizás esperase de sus hijas unas líneas de agradecimiento:
Que me digan algo -suplica el Padre- de lo que les ha parecido el privilegio de purificar…, porque están más calladas que un pez (117).
Y a continuación hace, por encima, un recuento de los favores concedidos por la Santa Sede:
Nos han concedido, en la Sagrada Penitenciaría, muchas indulgencias. Y además (las esperábamos para siete años) in perpetuum, y por medio de un Breve. Así que estamos de enhorabuena. La Cruz tiene 500 días cada vez que se bese o, mirándola, se diga una jaculatoria. Podéis ganarlas ya desde ahora. En el Breve, se nos concede plenaria en los días de fiestas del Señor y de la Virgen, 2 de Octubre, 14 de Febrero, en la fiesta de S. José, y al hacer la Admisión, Oblación y Fidelidad, en el Opus Dei y en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
Es casi seguro que obtendremos privilegio para celebrar la Santa Misa en la medianoche del 31 de diciembre al 1 de enero, del 13 al 14 de febrero y del 1 al 2 de octubre (118).
El documento pontificio en que se conceden estos favores e indulgencias está fechado el 28 de junio de 1946. Muestra los sentimientos paternales de Su Santidad para con la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei. De forma tácita, se hace también eco de la campaña contra la Cruz de palo de los oratorios de la Obra -en la residencia de Jenner y en el Palau-, tan sañudamente denigrada. (Enseguida dispuso el Fundador que junto a la Cruz de palo se colocase una cartela en que se leía: "La Santidad de Nuestro Señor el Papa Pío XII, por el Breve Apostólico Cum Societatis, de 28 de junio de 1946, se dignó benignamente conceder quinientos días de indulgencia, cada vez que devotamente se bese esta Cruz de palo o, delante de ella, se rece una piadosa jaculatoria") (119).
A medida que avanzaba el verano y apretaban los calores el Padre soñaba con alegría en el clima benigno de la sierra, del que gozaban sus hijos en la finca de Molinoviejo. Aquí -les escribía desde Roma- hace más calor que en Sevilla, y conste que yo no soy andaluz. Me lo tengo ganado a pulso, por haber pensado tanto en Segovia (120).
El trabajo del P. Larraona estaba, prácticamente, acabado. Pero el personal de la Curia romana se había dispersado con las vacaciones. No era prudente precipitar las cosas. La concesión del Decretum laudis quedaba pendiente para el próximo curso (121). En tales circunstancias el Cardenal Lavitrano, Prefecto de la Sagrada Congregación de Religiosos, tuvo un gesto de justicia y de aprecio con el Fundador. Para que no tornase de vacío a España, ni pudiera decir nadie que la petición del Opus Dei había sido denegada, el 13 de agosto de 1946 le otorgó un documento de alabanza de fines de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei (122). En dicho documento se reconoce "la santidad, necesidad y oportunidad del fin y del apostolado" que buscan y ejercen sus miembros; y se alienta a quienes pertenecen a "una Obra tan noble y tan santa", hombres y mujeres, a que continúen viviendo fielmente su vocación (123).
Sin duda -comenta el Fundador-, vieron la necesidad de que poseyéramos enseguida alguna cosa escrita, para defendernos: porque el motivo principal de conseguir alguna aprobación de Roma, aunque de momento no fuera como deseábamos, no ha sido otro más que la realidad de vernos tan duramente perseguidos. Y así, sentirnos amparados para propugnar la verdad objetiva (124).
* * *
A los miembros de la Obra que vivían en Roma no les faltó en qué ocuparse esa primavera de 1946. De la petición de cartas comendaticias pasaron a las visitas a los dignatarios y consultores de la Curia. Además, junto con las gestiones burocráticas, apostolado con amigos, búsqueda de casa y acompañamiento a los visitantes que aparecían por Roma, tenían un particular encargo del Padre. Según se desprende de una carta de don Álvaro, estaban haciendo gestiones con el Abad Suñol para conseguir unas reliquias de santos mártires (125). A vuelta de correo, todavía en marzo de 1946, les animaba el Padre, insistiendo en el asunto:
¡A ver si venís muy ricos de reliquias! Haced lo posible por traer el cuerpo de un mártir (126).
Era grande la devoción del Fundador a las reliquias de los santos. En el oratorio de Diego de León, entre los candeleros de la mesa del altar, había unas arquetas donde guardarlas (127). En el mes de mayo habían conseguido en Roma unas cuantas reliquias, que enseguida mandaron a Madrid. Pero no tenían el cuerpo de mártir que buscaba el Padre. Una persona que se ofreció a ayudarles en Nápoles, continuaba haciendo gestiones. "Si fallan -escribía animosamente don Álvaro-, vamos a Forli, al norte de Italia, junto al Adriático, donde hay un convento con 200 cuerpos de mártires, y el Obispo y los del convento son muy amigos" (128).
A la postre, el 31 de agosto de 1946, cuando el Padre regresó por avión a Madrid, se llevó consigo los cuerpos de dos mártires: el de san Sinfero, que procedía de las catacumbas romanas, y el de santa Mercuriana, niña de diez años. Este cuerpo lo puso en el oratorio de Los Rosales; y la caja con los huesos de san Sinfero, y una vieja lápida de mármol con el nombre, los depositó bajo el altar del oratorio de Villanueva (129).
¿Qué significaron para el Fundador aquellos meses en Roma? El Padre compendiaba los sucesos de la jornada en unas pocas palabras, escritas en su epacta de 1946. He aquí algunas de las anotaciones hechas ese verano:
18 de julio: Estamos empapados de doctrina canónica.
27 de julio: Como siempre, muchas visitas y mucho jaleo, y siempre la mano de Dios.
5 de agosto: Muchas visitas. Mucha oración. (130).
En esto resumía aquella temporada en Roma: mucho trato de gentes, sobre todo eclesiásticos; mucho trabajar el Derecho Canónico; y mucha oración.
* * *
La tarde misma de su llegada a España se fue a la casa de retiros de Molinoviejo, donde el grupo de diáconos de la Obra hacía un curso de formación. A muchos, aquellas cortas semanas que el Padre había pasado fuera de España se les antojaron años. Aguardaban con impaciencia las buenas noticias que les había prometido por carta. Necesitaba el Fundador unos días de descanso; y ningún sitio mejor que aquel en el que pudiera trabajar al lado de sus hijos. La casa, ciertamente, no ofrecía comodidades; pero la finca, sin ser un jardín, era un oasis de verdura en medio de la planicie reseca. Un hermoso pinar ofrecía una extensa mancha de sombra para pasear durante el día. El paisaje era abierto; el lugar, solitario; y las noches serenas y frescas. En las largas tertulias después de la cena el Padre les contaba su travesía a Génova y cómo el diablo metió el rabo en el golfo de León. Describía su llegada a la Ciudad Eterna, las visitas a las personalidades de la Curia, la audiencia con el Papa, sus sudores en defensa del espíritu de la Obra… Las cosas marchaban bien; pero había que tener paciencia y rezar. Consigo traía un decreto de alabanza de fines, que era toda una loa del Opus Dei. También había obtenido algunos privilegios, como era el poder decir misa de medianoche en determinadas fiestas. (No tuvieron que esperar mucho para hacer uso de este privilegio por vez primera. La noche del 13 al 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el Padre celebró allí, en Molinoviejo) (131).
El 29 de septiembre, domingo, se ordenaron de presbíteros los seis que componían la segunda promoción de sacerdotes de la Obra. Adolfo Rodríguez Vidal, que vivía en el centro de la calle Españoleto, y acompañó al Padre la mañana de la ordenación, escribe:
"Madrid 6-octubre-46.
Esta semana que hoy fenece ha sido una semana de emociones, agitación y ajetreo, como te puedes suponer por poca imaginación que tengas.
Empezaron los acontecimientos el 28 por la tarde, con el regreso de Molinoviejo del Padre, Álvaro, José Luis y los seis diáconos […]. El domingo por la mañana, a las diez, fue la ordenación. A la misma hora vino el Padre a celebrar a esta casa. Hubo suertecilla y me quedé yo para ayudarle. Al acabar llegó Juan, de Barcelona, que venía para asistir a la ordenación, pero que al encontrarse en casa al Padre cambió de opinión y se quedó. Estuvo el Padre contándonos cosas, con algo de nervios por parte de todos, hasta que a la una llegaron, con Álvaro y José Luis, los seis nuevos sacerdotes: abrazos, forcejeo para besarles las manos el Padre, alegría y emoción" (132).
El 21 de octubre el Padre se fue a Barcelona a dar gracias a Nuestra Señora de la Merced por la protección dispensada en su primer viaje a Roma y por el fruto conseguido, encomendándole el éxito definitivo de los trabajos y la aprobación pontificia (133).
El 8 de noviembre estaba ya de vuelta en Roma y cuatro días más tarde tuvo una entrevista con Mons. Montini, de la que hizo una breve y ordenada relación, que comienza así:
Roma, 12 de noviembre de 1946.
He visitado a Mons. Montini. Cuando voy al Vaticano y veo cómo y cuánto nos quieren, bendigo mil veces al Señor por lo que hemos sufrido. De seguro que aquella Cruz nos ha llevado a esta resurrección (134).
La segunda audiencia del Fundador con el Papa Pío XII fue concertada por Mons. Montini para el 8 de diciembre. A medida que se acercaba esa fecha se notaba en el Padre una cierta impaciencia. En realidad no era otra cosa que la emoción nacida de la fe, al considerar que iba a entrevistarse con el Vicario de Cristo en la tierra.
En vísperas de esa audiencia vació preocupaciones y cuidados de gobierno en una carta de apretado contenido, dirigida a los del Consejo General de Madrid. La multitud de asuntos que allí toca es indicio de lo que llevaba en la cabeza. El recorrido de materias, personas, sucesos y circunstancias es tan formidablemente exhaustivo, que resulta increíble que pudiera estar pendiente de tanta cosa -grande y chica- como retenía almacenada en su memoria. Mayor asombro causa, sin embargo, pensar que le cabían en el corazón, porque no hay cuestión, por insignificante que parezca, a la que no aplique sus cinco sentidos; ni hace mención de una persona sin que agregue un sentimiento de cariño. Por todo lo cual, fácilmente se ve en qué consistía la carga de gobierno que pesaba sobre sus hombros y cuánta la solicitud que ponía. Todos los problemas del Opus Dei, en cuanto negocio divino y humano, venían, sin remedio, a parar en el Padre, siempre ocupado de la buena marcha de una empresa en creciente volumen de almas y asuntos que, aunque heterogéneos, mantenía simultáneamente vivos en su espíritu.
A través de su estilo -espontáneo, franco y trasparente- podemos contemplar la bullente actividad del alma que lo inspira. He aquí los últimos párrafos de la mencionada carta del 6 de diciembre:
-Está visto que pasaré estas Pascuas en Roma. No nos olvidéis: yo estaré, con el espíritu, en cada casa. Es una pena grandísima que no podamos disponer del dinero, ahora mismo, para vivir de veras en nuestra casa de Roma las primeras Navidades de la Ciudad Eterna. ¡Eterna! Aquí todo es algo eterno. Es menester tener paciencia. Todas nuestras cosas van muy bien, pero con excesiva calma.
-Escribo con una pluma que me pone nervioso. Paciencia también. Pienso en la que ha tenido que derrochar Nuestro Señor, para escribir páginas tan hermosas con este instrumento de basura que soy yo.
Os quiere, os abraza y os bendice vuestro Padre. Mariano (135).
En la fiesta de la Inmaculada Concepción, 8 de diciembre, tuvo lugar la audiencia, en la que informó largamente al Santo Padre acerca del espíritu de la Obra y de sus apostolados (136). Después, tan pronto volvió a casa, escribió a Su Santidad para presentarle el testimonio de la filial e inconmovible adhesión de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y del Opus Dei:
En Vos vemos -manifestaba al Papa- al Vicario de Cristo y por conducto Vuestro oímos la voz del Pastor de los Pastores; por eso anhelamos que quede hoy ante Vuestra Santidad la suprema aspiración de nuestro Instituto: ir con fidelidad y dedicación absolutas a cualquier lugar y empresa donde podamos servir a la Iglesia o donde nos mande su Pastor Supremo (137).
Podemos imaginarnos cómo fue la audiencia por lo que una semana más tarde escribe a don Leopoldo, el Obispo de Madrid. Al hacerle un resumen de la entrevista se muestra expresivo, pero parco de palabras; evidentemente, tocaron asuntos muy íntimos, que la humildad le impide airear:
Me recibió, en Audiencia privada, el Santo Padre: conoce muy bien nuestro Opus Dei y lo ama. No sabe, Padre, cuántos detalles simpáticos tuvo.
Nuestras cosas aquí, muy bien; pero con esa lentitud -iba a decir eternidad- que es, para mí, un remanso. Se aprende. Álvaro, hecho un héroe por esta Curia romana: todo el mundo le conoce y le quiere (138).
Es preciso también leer otra carta de la misma fecha, dirigida al Nuncio en España, Mons. Cayetano Cicognani, para apreciar hasta qué punto ardía en impaciencia, por mucho donaire que el Fundador echase a la calma romana:
Estamos muy contentos en Roma, puesto que todo marcha -y muy bien- aunque no excesivamente deprisa. Pero da mucha alegría esta serenidad: pido al Señor que se me pegue.
El Santo Padre me recibió en Audiencia privada: es increíble el cariño que muestra para nuestro Opus Dei: bien sé yo -y nunca lo olvidaremos- que una buena parte de ese cariño es fruto del que nuestro Señor Nuncio puso en sus informaciones. ¡Dios se lo pague! (139).
Algo se le pegó a don Josemaría de esa particular serenidad que pedía al Señor. Al menos, asimiló el lado positivo de la calma con que procedía la Curia, pudiendo gloriarse, y son palabras suyas, de que: En Roma he aprendido a esperar, que no es poca ciencia (140). A finales de 1946 se hallaba en pleno aprendizaje, porque todavía aguardaba, con relativa paciencia, muchas cosas de la mano de Dios: desde el dichoso Decretum laudis hasta una casa para impulsar la labor desde Roma, a escala universal. Pero, entre una y otra necesidad -el decreto y la casa- estaba otra más inmediata; a saber: la venida de sus hijas a Roma, porque, es imposible -decía- que continuemos como hasta ahora (141). (Llevaban las tareas de la casa una empleada del hogar y otra mujer, que le ayudaba en las faenas domésticas; si bien, ninguna de las dos era persona idónea para el trabajo de administrar un Centro).
El Padre, pues, aguardaba la llegada a Roma de sus hijas con ilusión y paciencia, desquitándose de la espera con sus sueños apostólicos; y contemplando en presente la fecunda cosecha del futuro, como escribía a las de la Asesoría Central:
Os acompaño en todas vuestras preocupaciones; ahora mismo pienso en la vida, alegre y sencilla, de santidad que es nuestro camino: y os veo en las residencias, en la editorial, en Los Rosales. Y aquí, cerrando mis pobres ojos de carne, me pongo a soñar junto a San Pedro, y veo ¡hecho! todo lo que está por hacer, que es tanto y tan hermoso: extendida la labor por el mundo, para servicio de nuestra Madre la Santa Iglesia… Si queréis, si sois fieles, alegres, sinceras, mortificadas, almas de oración, todo será y pronto (142).
Soñaba el Fundador desde la fe, pero sin hacerse doradas fantasías, y recalcando que no vivía en las nubes: no me gusta vivir de la imaginación. ¡Las cuatro patitas en el suelo!, para servir a Dios de veras, bien pendientes de Él por otra parte (143). Con cierto orden y mucho sentido común, en carta del 16 de diciembre hace las advertencias pertinentes a sus hijas: que cojan el avión y avisen por telegrama quiénes llegan; que todas escriban antes a sus familias, comunicándoles la buena noticia de su ida a Roma; cosas que deben traerse y, finalmente, una indicación que retrata el cariño del Padre, que se preocupaba hasta de los detalles más nimios: que las chicas tengan en cuenta que aquí usan bastante el sombrero (144).
Llegaron el día de San Juan, 27 de diciembre de 1946, por la tarde. Venían Encarnita Ortega y Dorita Calvo con tres numerarias auxiliares: Julia Bustillo, Dora del Hoyo y Rosalía López. A poco de aterrizar estaban las cinco en grupo compacto, esperando el equipaje facturado, y rodeadas de bultos de mano, porque carecían de dinero para pagar el exceso de peso. Es de imaginar que tendrían un tanto de complejo, pues se habían visto obligadas a ponerse dos vestidos, más la chaqueta y el abrigo, y venían cargadas con paquetería de comestibles sólidos: tales como turrón de Navidad, jamón y huevos duros. Se sentirían como familia invitada a una boda de gente desconocida, buscando ansiosamente caras familiares. "Estando así -cuenta Encarnita-, las cinco juntas, con el asombro que produce desconocer el país al que se llega, no hablar el idioma y carecer de medios económicos, vimos aparecer a nuestro amadísimo Padre, acompañado de don Álvaro. La alegría fue desbordante, y sentimos el nuevo país como propio" (145).
Salieron en dos coches del aeropuerto de Ciampino; uno de ellos con el equipaje. En el asiento delantero del otro iba el Padre con el conductor. En lugar de dirigirse directamente a casa pasaron cerca del Coloseo y -según recuerda Dorita Calvo-, "inició el Padre con voz muy potente y segura el Credo; parecía como si quisiese transmitirnos la firmeza de su fe" (146), donde tanto cristiano la había refrendado con su sangre.
"La llegada a casa fue emocionante", cuenta Encarnita (147). Sin duda, la compañía del Padre y el agolpamiento de novedades removían hondas sensaciones. Pero enseguida entraron aquellas mujeres en faena. En el diario de Città Leonina (que, por supuesto, nada tiene que ver con la zona de la Administración, que es Centro aparte) escribe escuetamente el cronista, en esa memorable fecha del 27 de diciembre de 1946: "Por fin hoy llega la Administración […]. Poco tiempo después de llegar a casa, la cocina y alrededores habían sufrido un cambio total". Y a renglón seguido: "Hoy hemos cenado como Dios manda" (148).
El cargamento de provisiones que traían de Madrid parecía desmentir lo que una semana antes les había escrito el Padre, que, aunque soñaba, no fantaseaba castillos en el aire:
Las que vienen a Roma van a saber lo que es pobreza de veras; lo que es un frío auténtico, húmedo y sin calefacción; lo que es vivir en casa ajena, hasta que forcemos el Corazón de Jesús… Que se preparen, con entusiasmo y con la alegría habitual, a estas pequeñas cosas encantadoras. No es posible hacer fundación de casas sin contradicciones. Y las que he apuntado son bien pocas (149).
Pronto se acabaron las provisiones y se volvió a la realidad prometida por el Padre, es decir, a las consecuencias propias de la pobreza. Durante 1947, y los años que siguieron, vivieron las estrecheces conforme al espíritu de la Obra: sin rebelarse contra las humillaciones que llevaba consigo el carecer de lo necesario, sin lamentaciones, sonriendo y sin decir siquiera esta boca es mía.
Dorita Calvo hace un breve repaso de la situación: "se carecía de todo: de espacio -ocupábamos medio piso-, se dormía en camas plegables, en el suelo; no había dinero, no podíamos encender la calefacción", etc. (150). Rosalía López completa un tanto el cuadro de la escasez, pero sin excesos ni lamentos: "Pasamos ahí frío y hambre. El oratorio, que era la parte principal del piso, era también muy pobre, y en el resto del edificio no teníamos ni siquiera lo indispensable. Cuando iba un huésped a comer, no teníamos ni sillas ni cubiertos" (151).
Aquel piso de Città Leonina resultaba un excelente instrumento de apostolado. El Padre lo utilizaba para dar a conocer la Obra a muchos dignatarios de la Iglesia: cardenales, obispos, monseñores, consultores y otros miembros de la Curia romana. Se servía del apostolado del almuerzo, de que habla Camino (152). Era necesario. Era el modo más rápido y directo para tratar y conocer a esas personas, acercándolas a la Obra. Funcionaba el piso a pleno rendimiento. Acudían allí con gusto los invitados. La conversación amable, el ambiente grato, el afecto con que se les acogía, la decoración, y hasta la presentación de los platos que se servían a la mesa, ayudaban a entender la vida de los miembros del Opus Dei. Lo que no veían por parte alguna los invitados era la discreta y callada pobreza, que reinaba, sin embargo, en toda la casa.
De una visita guarda memoria Encarnita Ortega: "recuerdo que cuando vino a visitarnos la Marquesa de Mac-Mahón, se quedó maravillada por la casa tan bonita que teníamos… Parecía imposible que aquel piso pudiera causar esa impresión. Pero realmente todo estaba muy cuidado, sin que faltasen unas flores casi siempre cerca de la Virgen; o las persianas entornadas para dar a la habitación una luz especial. Los muchos invitados que tuvimos en aquel rincón romano, se sentían a gusto allí" (153).
Aquella casa tan agradable, que maravillaba a la Marquesa, no era más que parte de un piso realquilado por los vecinos, que ocupaban el resto de las habitaciones. Se trataba de un ático y, por lo tanto, sujeto a las temperaturas extremas: a los calores y a los fríos. Constaba la casa de un vestíbulo amplio y acogedor, que daba entrada a la pieza central que, según la hora del día, hacía de sala de estudio, comedor o cuarto de estar; y por las noches, cuando se desplegaban tres o cuatro colchonetas, de dormitorio. Al lado estaba el cuarto del Padre, único que tenía cama durante el día, y que utilizaban los enfermos.
El cuarto del Padre y la sala de estar daban a una terraza cubierta, aquella en que pasó en oración el Fundador su primera noche en Roma. Don Álvaro vivía en un ensanchamiento del pasillo, donde habían puesto una cama y una silla. La mejor habitación de la casa era el oratorio; no amplio, pero acogedor y sencillo. En la zona de servicio, que estaba en la misma planta, pero absolutamente separada del piso donde vivía el Padre, había un dormitorio para las tres numerarias auxiliares. Las otras dos numerarias durmieron por un tiempo en casa de unos amigos del Padre y, otra temporada, en una residencia (154).
El ámbito por el que se movían los invitados comprendía el vestíbulo de entrada, la sala de estar -que hacía de comedor- y la terracilla con vistas a San Pedro. Al parecer, la gente siempre se despedía muy contenta. El jueves, 23 de enero de 1947, por ejemplo, tuvieron dos invitados a comer; y anota el cronista en el diario de la casa: "han quedado muy satisfechos; todo les parecía estupendo. Y es que ahora se puede invitar a quien sea a comer en casa" (155).
Semejante elogio, tan tímido, tan indirecto, no permite siquiera entrever las condiciones de trabajo de las administradoras y los continuos apuros que pasaban. En primer lugar, porque no disponían de dinero, que es símbolo universal de adquisición y quien carece de él viene, prácticamente, a carecer de todo. El día que llegaron don Álvaro les dio cinco mil liras para hacer frente a los gastos de la casa. Una casa con diez bocas a la mesa, a las que había que sumar las de los frecuentes invitados. Está de más el insistir sobre el poder adquisitivo de aquellas cinco mil liras de entrada, porque la situación corriente era muy otra. De ella nos habla Dorita Calvo: "Nos pasaban a la administración todo el dinero que había en la casa. Cuando nos faltaba, y por no agobiar al Padre, demorábamos todo lo que podíamos el volver a pedir más. Estando en esta situación -sin una lira- llegó el Padre de la calle una tarde y nos pidió algunas liras para pagar un pequeño gasto que tenía que hacer. No le pudimos dar nada" (156).
Muy frecuentemente compraban al fiado. Los efectos de la pasada contienda se notaban en la escasez de alimentos, como los huevos, que las administradoras iban a buscar a los pueblos cercanos a Roma. Las mil combinaciones que se hacían en la cocina, para preparar un menú decente, digno de un invitado ilustre, las echaba por tierra el azar al cortarse la corriente eléctrica o el suministro de gas. Esto creaba situaciones tragicómicas. "Varias veces -cuenta Encarnita-, con invitados a la hora de almorzar, fue preciso hacer la comida en un brasero, porque faltaba el gas. Entonces, Dora del Hoyo, que servía la mesa, procuraba ir despacio, para que contásemos con un poco más de tiempo; y cuando salía del comedor, quitándose los guantes, atizaba el fuego con el soplillo para que la cazuela cociese con mayor fuerza" (157).
Gracias a las administradoras, que en tan difíciles condiciones obraban portentos culinarios, podían agasajar a altos personajes eclesiásticos, tomando ocasión de ello para hablarles del Opus Dei. Pero aquellos invitados tampoco se daban cuenta de la estela de pobreza y ayunos que dejaba tras de sí el apostolado del almuerzo. "Cuando no había visita -testimonia Álvaro del Portillo- nos tocaba pasar mucha hambre, siempre con alegría" (158).
El espíritu de pobreza que el Padre exigía no era el de aguantar estoica y pasivamente la indigencia sino salir alegre y activamente a su encuentro: aprovechando todo bien, administrando con sentido común y visión sobrenatural, porque "no gastar lo necesario puede ser falta de fe" (159), en cuanto es dudar de la divina Providencia. Para un hijo de Dios, pobreza, en todo caso, no es equivalente a roñosería.
"El Padre -cuenta Encarnita Ortega- nos exigía mucho en el modo de vivir la pobreza: aprovechamiento del tiempo; luces apagadas siempre que no fuesen necesarias; compras bien pensadas y en los sitios que ofrecieran mayores ventajas; aprovechamiento de alimentos en la cocina, de restos de telas, de chinchetas, clavos o cualquier material empleado para hacer un arreglo. Comprobábamos cómo aprovechaba su ropa personal: las sotanas, el abrigo -en el que las piezas que lo formaban eran mayores que la tela original-, los papeles en donde escribía; cómo le preocupaba que el sol deteriorase los pocos muebles que teníamos. Todo nos estimulaba a querer aprender a vivir esta virtud detalladamente" (160).
De todos modos, se encontraban todavía en los preámbulos de la pobreza de veras que les había anunciado por carta el Padre, y hacia la cual caminaban deprisa. Pero lo cortés no quita lo valiente. A los pocos días de llegar a Roma se celebraba la Befana, el día de los regalos (161). Sus hijas pensaron mucho qué le regalarían. Por entonces venían sufriendo restricciones de electricidad y apagones inesperados, por lo que se les ocurrió comprar al Padre una palmatoria. Aun así la empresa no fue fácil, pues no les sobraba una triste lira. Y, para redondear el regalo, le hicieron un juego de purificador, corporal y amito (162).
* * *
Despidieron el año 1946 rezando un Te Deum; e iniciaron el 1947 con misa de medianoche, seguros de que si el Señor había sido tan generoso con ellos el año que acababa, más lo sería el nuevo. Aun dándolo por cierto el Padre ardía en impaciencia, que se le escapaba, como el vapor a presión, en todo momento. En la mañana de Año Nuevo de 1947 escribía a los de Madrid:
Las cosas siguen su curso -un curso excesivamente lento, pero aquí son así- y, en la cuestión de la casa, bien poco podemos hacer, mientras no se solucione, como es debido, la cuestión económica, que va por esas tierras de España con el mismo ritmo que si Madrid fuera Roma. Paciencia.
Ayer tuvimos Misa a medianoche. Antes, al acabar el año, rezamos el Te Deum y las oraciones de acción de gracias. Mucho nos dio el Señor en el año último, pero estoy seguro de que, si somos fieles, este año 47 será más fecundo en todos los estilos.
Me gustaría salir de aquí cuanto antes. Sin embargo, hay que estar al pie del cañón, aunque nada más sea haciendo la guardia. También valdrá esto algo delante de Dios… ¡para mi genio! (163).
Sí, realmente, requería mucha fuerza el dominar un carácter que tendía a afrontar los problemas armado de audacia sobrenatural, con rapidez de decisión y sin demoras en la ejecución. Tal era su modo de ser. Es comprensible, por lo tanto, que, en medio de la necesaria burocracia y prudencia de despacho en la Curia, el Padre se sintiese reducido y como maniatado. A duras penas podía contenerse. El ímpetu de la acción le salía espontáneo. En cierta ocasión, conversando con sus hijos, les decía:
Somos cinco y parece, a primera vista, que no hacemos nada. Pero un día, más tarde, los que vengan y hablen de nuestra estancia aquí en Roma, nos mirarán con envidia (164).
Bajo la sensación de una actividad reprimida, el Padre calificaba de aparente inactividad la situación en Città Leonina. No había tal ocio, ni siquiera aparente. El Padre, acompañado siempre de don Álvaro, hacía o recibía visitas, empleando el tiempo libre en redactar documentos, despachar asuntos de gobierno y retocar la redacción de algunos puntos del Catecismo de la Obra: una explicación, en frases breves, del espíritu y del derecho de la Obra. Y todo ese trabajo, sazonado de dolores y molestias.
El 6 de enero amaneció Roma cubierta de nieve. Para calentar el piso tenían un brasero. En el diario de la casa, con fecha 7 de enero, se dice: "Don Álvaro ha estado hoy algo molesto del hígado y con dolor de cabeza". Y líneas abajo: "Poco después de las cinco salimos para comprar unas medicinas para el Padre, y enterarnos del precio de las estufas eléctricas, pues el brasero no da calor suficiente" (165). Al otro día, 8 de enero, acompañado de dos de sus hijos, se echó el Padre a la calle dispuesto a "comprar un horno para la cocina, la estufa y la máquina de coser para la Administración", escribe el cronista (166). A partir de esa fecha, en los restantes días del mes, don Álvaro pasó muchas noches sin dormir, con un persistente dolor de muelas, que le obligó a ir siete veces al dentista. Con todo, se las arreglaba para hacer vida normal y no quejarse; y, como decía el Padre, cuando se queja es porque lo pasa muy mal (167).
Tampoco se quejaba don Josemaría, aunque su estado físico, sin llegar al agotamiento, era de perpetuo cansancio. Esto se debía, mayormente, a que se entregaba en cuerpo y alma al trabajo, con pasión y sin reservas. Cuando venía de la calle y no podía coger el ascensor porque habían cortado la corriente, en aquella época de restricciones, subía los cinco pisos jadeando, y llegaba a casa deshecho (168). Aquí y allá aparecen anotaciones en el diario sobre las dolencias y achaques del Padre, que le obligaban a veces a acostarse temprano y sin cenar, o a pasarse todo un día en su cuarto, encerrado y trabajando (169).
Fue el Cardenal Lavitrano, Prefecto de la Congregación de Religiosos, que padecía también de diabetes, quien aconsejó al Fundador que visitase al profesor Carlo Faelli. Al hacer su historia clínica, el Dr. Faelli le preguntó si había tenido disgustos; y don Álvaro, que le acompañaba, oyó con estupor "que contestaba muy decidido que no, que no había tenido disgustos" (170). El médico, sin insistir, anotó: "es hombre que ha sufrido mucho, aunque afirme que no ha tenido disgustos" (171).
Las contrariedades, evidentemente, mucho tenían que ver con la salud del Padre, como también las fuertes mortificaciones y el esfuerzo por dominar su temperamento. Como contrapartida y compensación estaban las alegrías, de las que no pequeña parte procedían de sus hijas. De las cinco personas de la Obra que trabajaban en aquel piso no podía decir el Fundador, ni de lejos, que llevaban una aparente inactividad. Muy al contrario; le tenían ganado el corazón. De su pluma de Padre no salen más que alabanzas, y las pone sobre las nubes:
Queridísimas -escribe a las de la Asesoría Central-: Ya están aquí, en plena labor, vuestras hermanas. Ha sido una bendición de Dios muy grande, su venida (172).
Y dos semanas más tarde les hace ver que se ocupa de sus problemas, incluida la batería de cocina:
Vuestras hermanas de aquí están encantadas, aunque, por no tener aún casa propia, tienen que ir a la noche a casa de los Pantoli, que son buenísimos.
Hoy les han traído una balanza, que puede pesar hasta diez kilos; y vamos completando, poco a poco, la batería de cocina. Lo que le daría mucha envidia a Nisa es el horno eléctrico; pero que tenga paciencia, y vendrá a hacer sus tartas, que yo no podré probar para no dar gusto a la diabetes. Pienso que alguna excepción se podría hacer, porque el Prof. Faelli asegura que constitucionalmente no soy diabético… y que el azúcar vino por los disgustos: no recuerdo haber tenido nunca ni un disgusto, y, en todo caso, comer un buen trozo de una buena tarta no es para disgustarse (173).
* * *
A mediados de enero de 1947 ya se había puesto nombre a la ley con que se iba a regular el tan esperado Decretum laudis. Fácil es adivinarlo por la manera de dar la noticia el Fundador:
Roma, 17 de Enero, 1947
Que Jesús me guarde y bendiga a mis hijos.
Queridísimos: No imagináis cuántas ocupaciones hay en esta bendita Roma, cómo trabajan vuestros hermanos, y de qué manera doy gracias al Señor por haber venido aquí, donde están cuajando bendiciones del cielo tan grandes: grabad en vuestras cabezas -y en vuestros corazones- estas palabras: "Provida Mater Ecclesia". -No preguntéis. Esperad. (174).
Pero el trabajo de los juristas y las normas de procedimiento se demoraban más de lo que el Fundador quisiera:
Esto se va prolongando más de lo que yo pensaba -escribe el 31 de enero-. Sin embargo, tenemos la seguridad de que dentro de febrero (desde luego, antes de S. José) habremos terminado felizmente nuestro camino canónico. Provida Mater Ecclesia! (175).
Y, de pronto, fechas más adelante, se da uno de cara con esta anotación en las páginas del diario de Città Leonina: "hacia las ocho hicimos la oración con el Padre en el oratorio. Nos habló de perseverancia, de humildad, de ser como la semilla que se entierra bien hondo. ¡Si nos convenciésemos de que precisamente en esta labor humilde y oculta está la fecundidad de nuestro trabajo!" (176). Un tanto sorprendente es el comentario: "Hacía tanto tiempo que el Padre no hacía la oración así, con nosotros. Pero, ¡qué lástima!, cuando se ha terminado la oración no se acuerda uno exactamente de lo que ha dicho" (177). El tono de la meditación del Padre debió de ser desacostumbrado, y tan vibrante, que el cronista se quedó con la sustancia y no con las palabras.
Desde ese día -9 de febrero- hasta el final de mes todo es actividad y movimiento, temores y esperanzas por la suerte del Decretum laudis y la sanción de la Provida Mater Ecclesia. El día 11 don Álvaro estuvo "toda la tarde danzando de una parte a otra" (178). El Congreso pleno, que había de dar su parecer sobre la Provida Mater Ecclesia y el Decretum laudis, se reunió el 13; y el 14 de febrero escribía el Fundador a los de Madrid:
Queridísimos: Muy padrazo fue el Señor con nosotros, ayer. Las cosas, en el "Congresso pieno", que presidió el Sr. Card. Lavitrano, salieron como esperábamos. Laus Deo (179).
A este respiro de optimismo siguen unos días de inquietud. El Padre pide a todos que redoblen sus oraciones esos días. "Nos ha dicho -se lee en el diario- que hay que acordarse mucho, mucho, de los asuntos pendientes, pues el demonio se ha empeñado en meter el cuerno por medio, pero si Dios con nosotros, ¿quién contra nosotros?" (180). A todo esto, se acercaba el 24 de febrero, fecha en que el Cardenal Lavitrano sometería a la aprobación del Papa el Decretum laudis del Opus Dei. Era grande la expectación por parte de todos; y enorme el trabajo para don Álvaro, que estaba con Mons. Bacci dando los últimos retoques estilísticos al latín de la Provida Mater Ecclesia (181). (El Padre y don Álvaro llevaban meses siguiendo de modo activo la preparación de la Provida Mater Ecclesia).
La tensión descargó, por fin, la tarde del 24. Ese día el Padre, con don Álvaro y otros dos de la Obra, fueron a enterarse del resultado de la audiencia del Cardenal Lavitrano. Entró don Álvaro a hablar con él y los demás esperaron en el coche. Al poco tiempo regresó don Álvaro. No le dio tiempo de llegar al coche, porque el Padre salió a su encuentro. Luego, lleno de gozo, dijo a los que esperaban: ya somos de derecho pontificio (182). Y, una vez en marcha el coche, recitó un Te Deum. Describiendo las peripecias de ese 24 de febrero deja correr familiarmente la pluma el cronista del diario:
"Ahora el Padre parecía muy fatigado y, como decía don Álvaro, es lógico, pues ha esperado esto durante veinte años. Además, si para nosotros ha sido una alegría muy grande, con más motivo para él. Es natural que esté fatigado, pues el amar fatiga; y el Padre, como tiene un corazón tan grande, ama mucho […]. Para festejarlo, a la cena nos han dado como postre brazo de gitano" (183).
* * *
El texto normativo que regiría los Institutos Seculares -las formas nuevas aprobadas por la Iglesia- se promulgó como Constitución Apostólica, ya que Pío XII quiso dar a la Provida Mater Ecclesia una sanción pontificia de mayor categoría y solemnidad que no un simple decreto emanado de un Dicasterio de la Curia Romana (184). Esta Ley peculiar de los Institutos Seculares, junto con otros documentos promulgados en 1948 (185), compone el marco legislativo en que se encuadran los mencionados Institutos, a los cuales se define como "sociedades clericales o laicales, cuyos miembros, para adquirir la perfección cristiana y ejercer plenamente el apostolado, profesan en el mundo los consejos evangélicos" (186). La nota fundamental que define esta nueva figura jurídica es, pues: la condición secular de sus miembros, que profesan los consejos evangélicos y ejercitan el apostolado. Considerados desde otro punto de vista, es decir, definidos negativamente, de los Institutos Seculares puede decirse que no son Religiosos (Órdenes o Congregaciones), ni tampoco Sociedades de vida común, tal como las contempla el Codex, pues ni admiten los tres votos públicos de religión ni imponen a sus miembros la vida común o morada bajo un mismo techo (187).
El Decretum laudis, que lleva por título Primum Institutum (primero de los Institutos Seculares aprobado) (188) describe la particular fisonomía jurídica del Opus Dei, estructura, miembros y vida apostólica. En él se define al Opus Dei como Instituto prevalentemente clerical, a causa de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que lo informa totalmente. Y en su parte dispositiva se dice que el Papa Pío XII: "por el presente Decreto, de acuerdo con la Constitución Provida Mater Ecclesia y con las propias Constituciones, que fueron revisadas y aprobadas por la Sagrada Congregación de Religiosos, alaba y recomienda al Opus Dei, junto con la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz como Instituto Secular, bajo la autoridad de un único Superior General, cuyo oficio es ad vitam, y lo declara de derecho pontificio, dejando a salvo la potestad de los Ordinarios, según el tenor de la misma Constitución Apostólica" (189).
La alegría del Fundador fue grande. A las veinticuatro horas de haber obtenido el Decretum laudis escribía a los del Consejo General:
Roma, 25 de febrero, 1947.
Jesús me guarde a mis hijos.
Ayer sancionó el Santo Padre nuestro decretum laudis. ¡Ya somos de derecho pontificio! (190).
Y a las de la Asesoría Central, con igual fecha:
Ya veis que estamos de enhorabuena: somos de derecho pontificio […]. Con estas bendiciones de la Iglesia, iremos superando los obstáculos, que, por otra parte, son inevitables. Ya se remediarán con los años (191).
El Fundador estaba, realmente, de enhorabuena. Había conseguido lo que fue buscando a Roma en 1946: la sanción del Opus Dei como institución de derecho pontificio. Mejor aún, la unidad institucional del Opus Dei, en cuanto fenómeno pastoral, quedaba suficientemente asegurada. En el decreto se aprobaba la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei -con nombre abreviado: Opus Dei- como Instituto Secular de derecho pontificio bajo la autoridad de un Presidente General, en el que se unían una sección de hombres y otra de mujeres. No como partes desvinculadas de un todo -ese todo es el Opus Dei- sino separadas e independientes; aunque "de tal modo que siempre, con una única erección, de hecho, como regla general hay dos centros separados en cada uno de los domicilios del Opus Dei" (192).
Si esto era así, y razón había para felicitarse de ello, ¿por qué el Padre cantaba victoria a medias? ¿Cuáles eran esos obstáculos inevitables, que el tiempo iría remediando? ¿En qué se fundaban sus reservas y temores?
Aquel dicho de que la Obra había llegado a Roma con un siglo de anticipación, y que la única solución posible era esperar, porque no existía un adecuado cauce legal para lo que la Obra representaba (193), no era tan exagerado como a primera vista parece. El Fundador llegó a Roma cuando se preparaba la normativa de las formas nuevas y no tenía otra solución, si quería obtener el Decretum laudis, que embarcarse jurídicamente en la Provida Mater Ecclesia. Ahora bien, la Provida Mater Ecclesia era una red barredera de las formas nuevas, con un mucho de cajón de sastre, adonde habían de refugiarse todo tipo de Institutos Seculares, por lo que se dio a su normativa la amplitud suficiente para que cupiesen todos, tanto los cercanos a las Congregaciones religiosas como los vecinos a las asociaciones de fieles. La figura jurídica de los Institutos Seculares según la Provida Mater Ecclesia quedó perfilada, por tanto, de manera muy amplia y ambigua, como fruto de un compromiso entre el estado religioso y el laical (194).
Durante su estancia en Roma, el Fundador hubo de mantener un prolongado debate en defensa de la secularidad de la Obra, un filial forcejeo, como él explica:
para que los miembros de los Institutos Seculares no fueran considerados personas sagradas, como algunos querían, sino fieles corrientes, que eso son; mi afán en que quedara claro que no éramos ni podíamos ser religiosos; la necesidad de que no se cerrara el paso a ningún trabajo honrado, ni a nuestra actividad en cualquier quehacer humano noble (195).
El Fundador tuvo que seguir una política de tira y afloja, concediendo lo imprescindible, pero manteniéndose firme en lo que era esencial a la naturaleza del Opus Dei (196). De momento el Fundador tenía resueltos sus problemas, pero, de acuerdo con la Provida Mater Ecclesia, el Opus Dei quedaba bajo la dependencia de la Sagrada Congregación de Religiosos, y esta situación -escribía en 1947- hace prever no pocos peligros en el futuro (197).
Tenía que defender su herencia divina; lo cual le obligaba, para evitar confusionismos entre la vida y vocación de los religiosos y la vida y dedicación profesional de los miembros del Opus Dei, a insistir en las notas diferenciales. Tantas veces había explicado el profundo trecho que mediaba entre los laicos y los religiosos, entre los fieles corrientes y las personas consagradas a Dios, que, hasta la comparación con su estilo de vida, le producía reacción inmediata (198).
No terminó el trabajo del Fundador en Roma con la aprobación del Opus Dei como Instituto Secular de derecho pontificio. Aún le quedaban gestiones pendientes, tales como acabar de retocar el Codex de la Obra, de acuerdo con la nueva terminología de la Provida Mater Ecclesia; o el llevar cuanto antes a la imprenta el Catecismo de la Obra, con algunas preguntas reformadas; en fin, el seguir la pista de una casa que habían encontrado días antes. Además, la noticia de la aprobación todavía no era pública y temía el Fundador que causase cierto alboroto. Cosa que veía con disgusto, pues podía interpretarse por la gente como ruidoso triunfalismo, quebrantando su lema de ocultarse y desaparecer. Anticipándose a ello, daba instrucciones a los del Consejo General para que la celebración fuese de puertas adentro:
quiero que de puertas afuera no se meta excesivo ruido: dentro de casa, para agradecerlo al Señor y fortalecer a nuestra gente, todo es poco: acción de gracias y ¡jolgorio!, que en el cielo sonarán campanillas de plata (199).
El hecho es que la noticia seguía su propio curso e iba extendiéndose rápidamente. Mons. Montini le aconsejó que la dejase tomar vuelo y no pusiera trabas a su difusión. Casi he recibido una orden de Mons. Montini para que no me calle, vuelve a escribir a los de Madrid; y dispuso, en consecuencia, que tenían libertad para comunicar a todo el mundo la alegre nueva, sin hacer alardes, pero sin contener la alegría. Y, a efectos internos, mandaba:
Que hagan en todas las casas, una función eucarística, que entonen el Te Deum, y que acaben con una Salve a la Ssma. Virgen, en acción de gracias. Y que se tenga, en todas las casas, una comida extraordinaria y todo el barullo interno que a los Directores locales les parezca prudente (200).
Ahora, que había desaparecido la tirantez ocasionada por varios meses de intenso trabajo, el Padre comenzaba a palpar sus sentimientos, porque no había tenido ni tiempo ni humor para ello. Entre líneas, discretamente, pueden rastrearse dos sentimientos contrarios que luchaban en su ánimo:
Muchas ganas de volver a España, pero muy contento de ser cada día más romano (201).
Es éste un pensamiento del mes de marzo, que, conforme pasan las semanas, se agudiza:
se ha hecho necesario que continúe yo aquí un poco de tiempo más, cosa que me mortifica bastante, aunque estoy muy contento en Roma, y que me da la impresión de un destierro. Paciencia. Otra cosa más que paladear (202).
La estancia del Padre en Roma se alargaba más de lo que había calculado (203), por lo que tuvo que enviar a don Álvaro a España con objeto de poner a los del Consejo General al tanto de la actual situación jurídica de la Obra y para resolver los múltiples asuntos económicos de las sedes materiales. Estaba también por programar la formación de las muchas personas que habían pedido últimamente ser admitidos como miembros del Opus Dei. No eran pocos, por tanto, los encargos que llevaba encima don Álvaro, por lo que el Padre escribió a los del Consejo General haciéndoles ver que tenía trabajo de sobra y que convenía facilitarle los viajes:
Por favor: Álvaro está enfermo y procurará ocultarlo, para que no pongáis obstáculo a sus andanzas; y yo quiero que no le pongáis obstáculo, pero que siga el plan que el prof. Faelli le ha señalado y que no deje inyecciones y medicinas (204).
Llegó a Madrid el 28 de abril. Iba con intención de pasar dos semanas, que se prolongaron porque cayó enfermo de pulmonía. La recuperación de don Álvaro fue lenta, pues el 12 de junio se encontraba todavía malucho, como escribía el Padre (205).
En medio de las contrariedades, que nunca le faltaban, el Fundador recogía por entonces muestras de afecto. Eso eran para él las mercedes concedidas por la Santa Sede; las afectuosísimas atenciones por parte de Cardenales y dignatarios de la Curia; el nombramiento de Prelado doméstico de Su Santidad (que en un principio quiso rechazar); y la designación de don Álvaro como secretario de la Comisión para Institutos Seculares, dentro de la Sagrada Congregación de Religiosos (206), lo cual era una ayuda provisional para defender la secularidad de los fieles de la Obra.
El Señor y su Madre bendita nos hacen recoger, en Roma, grandes manojos de rosas fragantes -ya veis que no exagero-, y no es posible que entre tantas rosas no haya espinas: yo querría que las espinas, voluntariamente buscadas en vuestra vida ordinaria de trabajo, se quedaran por ahora en España… ¿Me entendéis?: es preciso apretar en la vida de sonriente mortificación, de penitencia: para que aquí, por vuestro buen espíritu, sigamos cosechando rosas (207).
El 30 de mayo salió el Padre para España, donde estuvo hasta el 12 de junio, ocupado en asuntos urgentes que no le permitieron ni un día de descanso (208). Al entrar el período de las vacaciones de verano, en que se reduce la actividad de la Curia romana, pudo regresar de nuevo a España, el 25 de julio. Tres meses y medio de viajes y trabajo, pues tuvo que visitar a gran número de Obispos, a quienes había enviado previamente una hoja informativa sobre los Institutos Seculares, figura jurídica de la que poco o nada se conocía en el mundo eclesiástico español (209).
Asistió el Padre a los cursos de formación que tuvieron lugar ese verano en la finca de Molinoviejo. Allí mismo, el año anterior, a finales de septiembre, les había anunciado que en 1947 se renovarían los cargos dentro de la Obra, para vivirlos estrictamente, tal como había establecido en el Codex. Y esta decisión de atenerse puntualmente al Derecho peculiar de la Obra ya la había reafirmado por carta a los del Consejo General, cuando no habían transcurrido aún veinticuatro horas desde la obtención del Decretum laudis (210). Ese verano de 1947 el Fundador comentó a sus hijos el Catecismo de la Obra y les explicó la actual forma jurídica del Opus Dei, de acuerdo con la sanción pontificia.
Transcurría sosegadamente su estancia en España cuando, inesperadamente, tuvo que volver a Roma, donde don Álvaro reclamaba su presencia. Salió de Madrid el 20 de noviembre; y el 4 de diciembre escribía a los del Consejo General:
es preciso que encomendéis el trabajo que me hizo venir, para que logremos, en servicio de nuestra Madre la Iglesia, que se perfile con trazos firmes la figura canónica recién nacida -el Instituto Secular-, porque, si no, se entorpecerá la labor de las almas (211).
De cuando en cuando, en las epístolas o anotaciones del Padre, aparece una simple palabra, una expresión o un sentimiento prendido a determinadas palabras. Hay que estar ojo avizor. Ese perfilar con trazos firmes la figura canónica recién nacida, por ejemplo, nos revela la frágil consistencia jurídica de los Institutos Seculares y los peligros que les acechaban desde su aparición histórica. Pero también es simple metáfora que recuerda otros textos del Fundador, como aquél de pocos meses antes, en que pide a sus hijos cariño y miramiento al tratar las cosas de la Obra:
porque conviene no olvidar -les recordaba- que la Obra es una criatura de Dios, que Él ha puesto en nuestras manos, para que la tratemos con delicadeza sobrenatural y humana, y le demos alma y cuerpo y garbo (212).
Remontándonos aún más, viene a la mente la imagen de la Obra nonnata, en gestación, como nasciturus en el vientre materno (213). Todas estas poéticas consideraciones, ¿no hacen acaso entender, de un solo golpe de vista, la ternura maternal del Fundador, y su denuedo y fiereza, para proteger el crecimiento de una criatura puesta en sus manos por Voluntad divina?
¿Qué ocurría en Roma, como para forzar el regreso del Fundador, sino que se cumplían los temores predichos ante la Provida Mater Ecclesia? En efecto, en su parte introductoria se apuntan los motivos que llevaron a promulgarla: "evitar el peligro de la erección de nuevos Institutos, que no rara vez se fundan imprudentemente y sin maduro examen", ya que las formas nuevas que aspiran a ser Institutos Seculares "se han multiplicado silenciosamente y revisten formas muy variadas y diversas entre sí" (214).
Tales asociaciones, era notorio, se hallaban en plena efervescencia. Al año siguiente de ser promulgada la Provida habían presentado en la Sagrada Congregación de Religiosos más de medio centenar de peticiones de erección (215). Esa inundación de solicitudes desbordaba las previsiones hechas y amenazaba llevarse por delante el cauce jurídico. El remedio de la Curia consistió en crear muros de contención, que no otra cosa eran el Motu proprio Primo feliciter y la Instrucción Cum Sanctissimus, para detener la avalancha (216).
En la Instrucción se aconsejaba a los Ordinarios calmar la impaciencia de los promotores de ese tipo de asociaciones. Las autoridades diocesanas debían poner a prueba tales movimientos de fieles, conduciéndolos con prudencia, sin precipitaciones, paulatinamente, por una escala de peldaños jurídicos -Pías Uniones, Sodalicios, Confraternidades- hasta ver en qué paraban (217).
El otro muro de contención lo establecía el Motu proprio Primo feliciter mandando aplicar estrictamente la normativa propia de los Institutos Seculares, con exclusión de cualquier otra disposición que hiciera referencia al régimen del estado religioso. El motivo era claro: la lex de la Provida venía a llenar un vacío dejado por el Código de Derecho Canónico, y se había promulgado teniendo en cuenta, precisamente, las características de las asociaciones que pretendían ser aprobadas como Institutos Seculares. De hecho, como se ha señalado, el espíritu de muchas de ellas no era sino una variante próxima a la vida de los religiosos.
Cuando se redactó la Provida Mater Ecclesia el Fundador se vio obligado a aceptarla tal como iba. Más adelante, pocos meses después, ante el peligro de una equiparación teórica y práctica de los Institutos Seculares con el estado religioso, se presentó en Roma, dispuesto a dar la batalla en un punto clave: la secularidad. Nos lo cuenta en cuatro palabras, sin detenerse a relatar su intervención en este episodio, mínimo pero trascendental, de la historia eclesiástica:
Después, por iniciativa de Álvaro a través del Sottosegretario de la S. Congregación de Religiosos, se logró hacer el Motu proprio Primo feliciter, para asegurar la secularidad (218).
De secularidad va empapado todo este documento. Esta vez no se hicieron concesiones; y la secularidad está perfilada con trazos firmes, reflejándose de modo especial en los textos referentes a la búsqueda de la santidad y al ejercicio del apostolado (219). El rasgo característico de los Institutos Seculares se resume en una nota: la secularidad. Y esto lo expresa clara y reiteradamente el Primo feliciter: cuando se trate de considerar la naturaleza de estos Institutos -dice-, "no ha de perderse jamás de vista lo que es su característica propia y peculiar; a saber: la secularidad, en la que radica la entera razón de su existencia" (220). (Pero no bastó la barrera de la secularidad para evitar confusionismos. Siempre persistió el riesgo de una interpretación según el camino y vida de los religiosos).
A principios de febrero de 1948 el Fundador daba por terminado su trabajo, como manifestaba a Ricardo Fernández Vallespín:
Espero volver pronto a España: no ha sido estéril mi soggiorno romano. ¡Ya verás qué alegría cuando te cuente!… (221).
Alegría que se traducía, durante toda esa temporada, en la salutación o en la frase de despedida de sus cartas: Gracia de Dios y buen humor (222).
Evidentemente -dice a los del Consejo General-, era como para estar muy contento:
El balance de este viaje es, sin comparación, más favorable aún que el de los otros viajes que he hecho a Roma: ya os contaré: esperad la Instrucción y un Motu proprio (223).
Con aquellos documentos quedaba a salvo la figura canónica de los Institutos Seculares, confirmada sobre la base de la secularidad, que es, en efecto, una característica esencial de los miembros del Opus Dei. En dos brochazos define el Fundador este camino, con una fórmula ascética y apostólica: vida interior contemplativa, unida al propio trabajo profesional, el que sea (224).
Y esta vinculación de la vida interior al trabajo, de la vida del espíritu a las cosas materiales, hecha por amor a Dios, encuadra la participación del cristiano corriente en la tarea redentora del mundo. De ahí que sea inherente al espíritu del Opus Dei el amar apasionadamente el mundo (225), porque del mundo -del siglo que dirían los clásicos- extrae el hombre, mediante el trabajo, materia y ocasión de santificarse (226).
Cuando una persona es llamada por Dios al Opus Dei, no por ello se siente desplazada del sitio que ocupaba hasta entonces en la sociedad. Dios se mete en nuestra vida dándole un sentido nuevo -explica el Fundador- y, sin embargo, en lo exterior nada ha cambiado; el Señor quiere que le sirvamos precisamente donde nos condujo nuestra vocación humana: en nuestro trabajo profesional (227). Gracias al trabajo profesional se asegura la vinculación del cristiano a la sociedad; de forma que ahí -en el lugar, en el estado y en la profesión que tenía antes de venir al Opus Dei- busca su santificación (228). El trabajo es, por tanto, garantía de secularidad, porque enraiza al cristiano en una sociedad determinada, de la que es ciudadano corriente, ni más ni menos que cualquiera de sus amigos, colegas y vecinos.
Casi dos años llevaba ya el Fundador en Roma dando a conocer el Opus Dei, intentando hacerse comprender, explicando a unos y a otros en qué consistía la secularidad, concepto tan fácil de captar por algunos y tan inasequible para otros. Había casos en que de nada le valían argumentos y aclaraciones, hasta que cierto día la Providencia acudió en su ayuda.
Vivía en Barcelona un hombre joven que trabajaba en un despacho comercial de vinos -la empresa Arnó-, que pertenecía a su familia. A la vez era tenor y cantaba ópera en el Liceo de Barcelona. Deseaba ser admitido en la Obra, pero por su edad -que rebasaba ya la de hacer estudios universitarios- y por sus actividades profesionales, se fue demorando la decisión. Estando el Padre en Molinoviejo, en el verano de 1947, se enteró de que, antes de ser admitido, se le había animado a que hiciese la carrera de Derecho. No era necesario; podía pertenecer a la Obra -aclaró el Padre- porque ya tenía un trabajo profesional (229).
Regresó el Padre a Roma y un día recibió una foto de Fernando Linares, que éste era el nombre del cantante, disfrazado con un traje oriental y actuando en escena. Inmediatamente le contestó:
Roma, 26 de febrero, 1948.
Queridísimo: que Jesús te me guarde. Leo tus cartas y veo que eres un bandido morrocotudo. Haremos buenas migas, si eres santo. Conque, a aprovechar el tiempo, ya que te tienes por viejo pellejo. Desde luego, el chinote que mandaste no aparenta demasiados años: no te des importancia, que tienes juventud hasta los ochenta y pico (230).
No desaprovechó don Josemaría lo oportuno de la foto, y supo sacarle buen partido de allí en adelante, según cuenta:
Era mi principal ocupación en aquellos días hacer entender la Obra a las personas que gobiernan la Iglesia Universal; llegó un momento, en el que decidí utilizar un ejemplo que me pareció muy gráfico. Hablando con el Cardenal Lavitrano, le mostré la fotografía de un hermano vuestro, cantante de ópera, mientras estaba actuando en un teatro. Y comenté: ¿se entiende bien ahora que somos gente corriente, que lo nuestro es santificar todas las profesiones, todos los modos de trabajar propios de los hombres que no se apartan del mundo? (231).
Mucho poder tenía a sus ojos el argumento de la secularidad cuando el año anterior se había sobrepuesto a su propia humildad. Ocurrió, efectivamente, que don Álvaro, como Procurador General del Opus Dei, luego de haber consultado con los del Consejo General, solicitó para el Fundador el nombramiento de Prelado Doméstico de Su Santidad. Iniciativa que Mons. Montini hizo propia (232). El nombramiento lleva fecha del 22 de abril de 1947. Montini, que había pagado de su bolsillo la tasa de expedición del título, le envió el diploma de concesión junto con una carta autógrafa diciéndole que eso era "una prueba, nueva y solemne, de la estima y benevolencia del Santo Padre para con el Fundador del Opus Dei" (233). Pero el nuevo Monseñor no estaba dispuesto a aceptar un honor que no había pedido, y que ni siquiera ambicionaba. A punto estuvo de devolver cortésmente el título. Don Álvaro consiguió disuadirle de semejante propósito, haciéndole notar que con ello quedaría más patente la secularidad del Opus Dei, ya que esas distinciones no se conferían a los religiosos (234).
* * *
A la faceta secular del trabajo, a su valor, y al papel que juega en la economía del espíritu, dedicó el Fundador un largo rosario de consideraciones en Carta a sus hijos, el año 1948 (235).
Al trabajar -les escribe- no hacéis una tarea meramente humana, porque el espíritu del Opus Dei es que la convirtáis en obra divina. Con la gracia de Dios, dais a vuestro trabajo profesional en medio del mundo su sentido más hondo y más pleno, al orientarlo hacia la salvación de las almas, al ponerlo en relación con la misión redentora de Cristo (236).
Detrás de este esclarecimiento del sentido sobrenatural del trabajo hay toda una arquitectura teológica y un fenómeno pastoral inédito en la historia, en cuanto a sus dimensiones y alcance espiritual. Porque el trabajo está metido en las raíces mismas del espíritu sobrenatural específico del Opus Dei (237). El tema de la Carta es que el trabajo humano, terreno y secular, hecho por amor, se convierte en Obra de Dios, Opus Dei, operatio Dei, labor sobrenatural (238). Idea que el Fundador venía predicando desde los comienzos de su misión y que tan a duras penas conseguía meter en la prevalente mentalidad de la época. Idea que puso al alcance de los estudiantes universitarios, expresada con sencillez: una hora de estudio es una hora de oración (239). Ahora -diez, quince años más tarde- inaugura este escrito fundacional con una espléndida obertura, tomada de los textos bíblicos:
Cuando la Escritura narra la creación del primer hombre, nos cuenta que tomó Yaveh al hombre y lo puso en el jardín del Edén, ut operaretur, para que trabajara.
Después del pecado, permanece la misma realidad de trabajo, unido -a causa de ese pecado- al dolor, a la fatiga: comerás el pan con el sudor de tu frente, se lee en el Génesis. No es el trabajo algo accidental, sino ley para la vida del hombre (240).
Trabajar es designio divino que rige la armonía del universo, donde todo está ordenado y tiene su hora y puesto, como canta el salmo:
hiciste las tinieblas con las que comienza la noche, en la que corretean todas las fieras de la selva, y los leones rugen con ansias de encontrar la presa, solicitando de Dios el alimento. En cuanto sale el sol, se retiran y se recuestan en sus madrigueras; entonces sale el hombre a su tarea, a su dura faena hasta que llegue la tarde. ¡Cuán numerosas son, oh Yaveh, tus obras! ¡Todas las hiciste con sabiduría! (241).
Y, apenas abrimos el Nuevo Testamento, nos hallamos con Cristo, el Mesías, trabajando en el taller de José:
el ejemplo de Jesús que, ¡durante treinta años!, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio; artesano, dice la Escritura. La tradición añade: carpintero. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación (242).
Por fuerza ha de proclamar el cristiano la potencia del trabajo, por el que participa en la obra creadora, y en el mantenimiento y progreso de la humanidad entera. El trabajo no es, por tanto, una maldición divina, aunque el esfuerzo intenso haga ingrata la tarea. Las fatigas y dolores que la acompañan, proporcionan, sin embargo, una ocasión para sentirnos más cerca de Cristo, que sufrió hambre y cansancio, y tormentos de Pasión. Y, puesto que el trabajo es ley universal, cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino. Los miembros del Opus Dei deben elevar y santificar todas las profesiones, convirtiéndolas en instrumentos de santidad propia y ajena, en ocasión de apostolado (243).
Pero, ¿en virtud de qué prodigio se eleva y transforma la actividad profesional en algo de orden superior? ¿Cuáles son los medios y en qué consiste el proceso de tan estupenda conversión?
Cuando dejamos que Jesús habite en nosotros -escribe el Fundador-, en nuestra vida hay una virtud muy superior a la del legendario rey Midas: él convertía en oro cuanto tocaba; nosotros, de ese trabajo humano, hacemos […] operatio Dei, labor sobrenatural (244).
Santificamos el trabajo si buscamos la unión con Dios al ejecutarlo, manteniendo, en lo posible, un diálogo constante con el Señor; un diálogo que se alimente de las incidencias profesionales de la jornada. Convertimos en oro divino nuestro esfuerzo si trabajamos con perfección -competencia profesional- y rectitud de intención: cara a Dios, sin ambicionar glorias humanas que satisfagan nuestra vanidad. Santificamos el trabajo si vemos en él la posibilidad de servir a todos los hombres por amor a Dios (245).
En el Decretum laudis, al trazar las características del Opus Dei, se recoge esta doctrina sobre la búsqueda de la santidad en el desempeño de la labor profesional, el ejercicio del apostolado por medio de la profesión y el carácter secular de dicho trabajo (246). Con anterioridad, la Santa Sede, como para mostrar la favorable acogida del nuevo camino apostólico inaugurado por los miembros del Opus Dei, les concedió indulgencia plenaria en diversos casos: por la incorporación al Opus Dei, por ejemplo, y en los días de fiesta de los Patronos de la Obra; y también plenaria, mensualmente, si durante ese período de tiempo ofreciesen a diario su trabajo intelectual con una jaculatoria (247).
El Breve apostólico Cum Societatis, de junio de 1946, por el que se concedían esas indulgencias al trabajo intelectual (la mayoría de los miembros del Opus Dei eran entonces estudiantes o ejercían profesiones intelectuales) no llenaba las esperanzas del Padre. ¿Cómo iba a conformarse al considerar la vocación recién estrenada de sus hijas numerarias auxiliares, que empezaban a llegar a la Obra ese verano de 1946, aportando su valioso e imprescindible trabajo, también en las labores domésticas? Y, ¿cómo podía hablar de la santificación universal de todo trabajo honrado si se discriminaban, con indulgencia plenaria, las labores intelectuales de las manuales?
Se solicitó, pues, de la Santa Sede la concesión de indulgencias a los miembros del Opus Dei por su trabajo manual. La respuesta de Pío XII fue el Breve Mirifice de Ecclesia, que subraya que "la razón, la esencia y el fin propio del Opus Dei consiste en adquirir la santidad por medio del trabajo cotidiano" (248). El documento hace especial mención y referencia a las mujeres del Opus Dei y, dentro de ese conjunto, el Pontífice piensa en particular "en quienes se ocupan de los trabajos del hogar y, siguiendo el ejemplo del Señor -que vino a servir y no a ser servido- y de la Santísima Virgen María, Esclava del Señor, llevadas de verdadera humildad, desempeñan alegres las tareas manuales y domésticas, en las que se ocupaba Marta, pero animada en su interior por el espíritu de María" (249). El Breve otorgaba indulgencias -plenarias o parciales, según los casos- a los miembros del Opus Dei si ofrecían a Dios sus trabajos manuales con una breve oración o jaculatoria. Con ello, la Santa Sede ratificaba de nuevo la doctrina y espíritu de la Obra en cuanto al trabajo secular, de cualquier clase que fuese.
Pensad que, en el servicio de Dios, no hay oficio de poca categoría: todos son de mucha importancia -escribía el Fundador-. La categoría del oficio depende de las condiciones personales del que lo ejercita, de la seriedad humana con que lo desempeña, del amor de Dios que ponga en él. Es noble el oficio del campesino, que se santifica cultivando la tierra; y el del profesor universitario, que une la cultura a la fe; y el del artesano, que trabaja en el propio hogar familiar; y el del banquero, que hace fructificar los medios económicos en beneficio de la colectividad; y el del político, que ve en su tarea un servicio al bien de todos; y el del obrero, que ofrece al Señor el esfuerzo de sus manos (250).
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La llamada al Opus Dei es una intervención divina en la que va integrada la vocación humana, que se mueve en el ámbito de la secularidad, que es donde se ejerce la profesión. De manera gráfica lo expresa el Fundador:
Toda la espiritualidad del Opus Dei se apoya, como la puerta en el quicio, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo. Sin vocación profesional, no se puede venir al Opus Dei […], porque nuestra vida puede resumirse diciendo que hemos de santificar la profesión, santificarnos en la profesión, y santificar con la profesión (251).
Por consiguiente, el oficio a que uno se dedique, y todo lo que de él depende y gira en torno, viene a ser la primera condición de la actividad apostólica; esto es, la materia para que se verifique la transformación divina de las relaciones sociales y profesionales. Cuando una persona se siente llamada y se acerca al campo apostólico del Opus Dei, éste la toma tal como viene, sin transplantarla a otro lugar, sin invitarla a cambiar de carrera u ocupación, aceptando los rasgos de su personalidad. Ese oficio, y su mundo laboral, es el campo de su apostolado.
Un hombre sin ilusión profesional no me sirve (252), recalcaba el Fundador. Todos en el Opus Dei participaban en ese afán de trabajo. Y, por lo que cantan los hechos, las numerarias auxiliares tenían de sobra esa ilusión profesional (253).
Hay un hilo que ensarta las ideas de la Carta sobre el trabajo y la espiritualidad del Opus Dei; y es la articulación de lo divino con lo humano, del trabajo con la santificación. No existe oposición entre el trabajo profesional y la vida de entrega a Dios, enseña el Fundador:
al contrario, se ayudan mutuamente. Porque el trabajo profesional os da sentido de responsabilidad, madurez humana y todo un conjunto de virtudes naturales, que vienen a ser fundamento de las sobrenaturales.
Y a su vez la vocación divina os lleva a realizar mejor el trabajo humano, procurando hacer de él obra perfecta: puesto que es lo que tenéis que ofrecer a Dios, y a Dios no se le debe ofrecer lo defectuoso, lo que está mal hecho (254).