El Fundador del Opus Dei
Nuevo impulso apostólico (1944-1946)
1. Después de las ordenaciones
2. "Los Rosales" y la residencia de Zurbarán
3. Espíritu sacerdotal y mentalidad laical
4. Ejercicios de vida y de muerte
5. Viajes por Andalucía y Portugal
Al día siguiente de la primera ordenación de sacerdotes de la Obra, don Josemaría se fue por la mañana al encuentro de don Álvaro del Portillo, que entonces vivía en el centro de la calle Villanueva. Quería recibir de sus manos la absolución. Le preguntó si había oído ya alguna confesión; y, al contestarle que no, le dijo: Pues vas a oír la mía, porque quiero hacer confesión general contigo (1). Con la novedad de administrar el sacramento, en el momento de tener que dar la absolución al penitente, don Álvaro estaba tan fuertemente emocionado que el Padre -así lo narró repetidamente don Josemaría- se vio obligado a ayudarle a recitar la fórmula de la absolución. Desde entonces hasta su muerte, el Fundador tuvo como confesor a este hijo suyo (2). Y era tal su humildad y su transparencia interior, que abría de par en par su alma con don Álvaro, aun fuera de la confesión (3).
A lo largo de la semana fueron celebrándose las Primeras Misas de los recién ordenados. El martes, 27 de junio, la de Chiqui (don José María) en la iglesia de Santa Isabel. Sus padrinos fueron el P. López Ortiz y don José María Bueno Monreal. Tuvo lugar la ceremonia a las nueve y media de la mañana, con la iglesia abarrotada. Acudió en pleno el personal de la "Electra de Madrid", empresa de distribución de energía eléctrica, donde trabajaba el misacantano: consejeros de la Sociedad, ingenieros jefes, ayudantes, empleados, obreros; y, también, profesores y compañeros de la Escuela de Minas (4).
Don Álvaro dijo la misa el miércoles en la capilla del Colegio del Pilar, de los Marianistas. Le asistieron el P. Aguilar, O.P. y el director del colegio. Al igual que en la misa de Santa Isabel, al acabar se dio la Bendición papal, se entonó un Te Deum y hubo un desfile interminable de gentes -parientes, conocidos, amigos- y, como sucedió con Chiqui, muchos ingenieros y profesores de la Escuela de Caminos en el besamanos (5). El jueves, 29 de junio, celebró don José Luis su primera misa en la iglesia del monasterio de la Encarnación. También estuvieron presentes ese día todos los amigos y compañeros del celebrante, de la Escuela de Caminos, y mucho personal de la RENFE -red nacional de ferrocarriles-, en donde trabajaba. Como había hecho el día de las ordenaciones, el Padre no quiso asistir a aquellas Primeras Misas. No daría rienda suelta a su emoción; y reservaría ese gozo para ofrecerlo enteramente al Señor. Humanamente hablando, aquello era un "triunfo" y, en su humildad, se impuso la norma de no aparecer, de allí en adelante, en esta clase de ceremonias. Sus hijos, como fácilmente advirtió don Leopoldo, y otros muchos amigos, sabían el porqué de su ausencia. Pero, ese jueves don Josemaría no desaprovechó la última oportunidad de dar una alegría al nuevo sacerdote. Al acercarse la hora llamó a Ricardo Fernández Vallespín y le dijo: Vamos a la Primera Misa de José Luis (6). Y oyeron la misa confundidos entre la masa de los asistentes (7).
* * *
Meses antes, haciendo un retiro espiritual en febrero de 1944, don Josemaría pensaba quizá en los sacerdotes que vendrían: ¡Qué claro veo que, de un modo particular en la Obra, ser sacerdote es estar de continuo en la Cruz! (8). Y traza en dos palabras el cometido del sacerdote: El sacerdote: santificarse y santificar (9). Ideal elevado, que tratará de explicar con este sencillo razonamiento:
El sacerdote tibio: ése es el gran enemigo de la Obra. De aquí la necesidad absoluta de que los sacerdotes seamos santos (10).
El sacerdote, pues, santifica en el ejercicio de su ministerio: Tu labor, sacerdote, no es sólo salvar almas, sino santificarlas (11). Y, para ello, ha de entregarse a su labor ministerial por entero, sin medias tintas, sin dar lugar a la tibieza, ni al ocio, ni al desánimo. Función del sacerdote es llenar de luz el mundo, predicando a Cristo. Porque el pueblo de Dios, por usar la imagen evangélica, refleja la esplendorosa santidad de sus sacerdotes; y no quiera Dios que caigan en las tinieblas. Y en otra de las fichas del Fundador, refiriéndose al sacerdote, se lee:
Tú eres el sol (lux mundi) y tu pueblo la luna, que refleja la luz que de ti recibe (12).
Con montones de notas de este estilo llenaba sus ficheros el Fundador. Las usaba para predicar a los sacerdotes y, por las ideas que en ellas se recogen, claramente se ve dónde ponía su mira el predicador: santidad, santidad, santidad. Tal era el mensaje que Dios le pedía que recordase al mundo: una llamada a la santidad para todos los cristianos. Inconcebible le resultaba a don Josemaría la figura del sacerdote tibio, con la que su corazón noble y enamorado se había tropezado en ocasiones. ¿Cómo era posible -se preguntaba- que un sacerdote acomodase su vida en un mediocre pasar?
¡He aquí un aspecto deplorable de la condición humana! Pero no era la falta de lógica cosa que le cogiese de sorpresa. Ya por entonces tenía experimentado el increíble funcionamiento de las interioridades del hombre cuando escribe en Camino:
Paradoja: Es más asequible ser santo que sabio, pero es más fácil ser sabio que santo (13).
Una reflexión semejante hallamos en sus Apuntes, aunque no se trata ahora de un pensamiento sino de un suceso del que es protagonista un pícaro personaje de carne y hueso:
Quiero anotar un hecho -se lee en un apunte de mayo de 1931- que es para avergonzar aun a personas que van adelantadas en la virtud, porque demuestra cómo los hombres, por unas pesetas miserables, son capaces de hacer más sacrificios que por servir a Dios: Dos o tres veces había visto en los tranvías a un niño mudo y cojo que, con un papel escrito por él, pedía limosna al público. Daba verdadera compasión: los tranviarios no le cobraban, cosa que agradecía con expresivos ademanes… (14).
Pasó el tiempo, y cierto día se le acercó a don Josemaría una de las señoras que colaboraban en las obras de misericordia del Patronato de Enfermos. Se llamaba Luz Martínez (15). Le habló de unos niños huérfanos y le pidió que hiciese algo por ellos. Dos semanas más tarde le presentaron en el Patronato al mayor de los huérfanos recomendado por doña Luz. Inmediatamente le reconoció el sacerdote:
Era el mudito… ¡con una lengua más suelta! -Lleno de frescura y desparpajo, nos contó el golfillo sus andanzas: sacaba, haciendo el mudo (aprendió, remedando a una vecina que efectivamente lo era) hasta sus dos duros diarios. Tiene señales de una buena herida, que le hicieron en la frente, para que hablara -decía él-, pero, ni en la casa de socorro dijo palabra, ni un ¡ay!…, gemidos de mudo solamente. Otra vez le machacaron el dedo -lo enseñó- con un martillo… ¡no habló! Y muchas veces -afirmó- le clavaron alfileres en la parte más carnosa de su persona… ¡Nunca pudieron hacerle dar un grito! ¡Qué voluntad! ¿La tenemos así para servir a Dios? (16).
Hay quienes dicen que sirven y no sirven para nada, repetía con frecuencia don Josemaría (17). Por fortuna podía estar orgulloso de sus hijos sacerdotes. Alguien, antes de la ordenación, había comentado: "ahora los ordena, y después los matará a trabajo" (18). Al poco tiempo el dicho cobró cuerpo y nació la leyenda de que, efectivamente, los "mataba" a trabajar. Y algo tenía de fundamento, porque el Padre, tan pronto se ordenaron y les vio en condiciones de predicar y ejercer su ministerio, los lanzó a viajar apostólicamente de aquí para allá. En el mes de agosto -cuenta don José Luis Múzquiz- ya estaban predicando el primer curso de retiro, él y don José María Hernández Garnica. Cada tanda semanal tenía más de veinte meditaciones, que pudieron preparar con calma, gracias a la generosidad del Padre, que, lleno de comprensión, les dijo: ahí tenéis mi fichero de meditaciones (19). Ese rasgo de liberalidad, poniendo a disposición de los jóvenes sacerdotes sus fichas y notas personales, no hay maestro que lo haga en este mundo (20). De ese fichero tomaron lo que les pareció, a su gusto y necesidades. Mucho debieron llevarse cuando don Josemaría se vio obligado a recomenzar otro fichero enteramente nuevo (21).
Se levantaron algunas nuevas murmuraciones que agregar a las ya conocidas y resobadas. Corrió la voz de que era un tirano, que reventaba a su gente. Lo que había de cierto era que el Padre estaba decidido a hacer santos a sus hijos, exigiéndoles de modo razonable, pero heroico. Quería que adquiriesen mucha experiencia pastoral. Propósito que no quedó en simple deseo. El cariño que tenía el Padre por sus primeros hijos sacerdotes se manifestaba al empujarlos a ejercitar apasionadamente su ministerio. Bien recordaba don Álvaro del Portillo que, en su primer año de sacerdocio, el Fundador les había hecho predicar más de trece tandas de ejercicios espirituales, de veintidós meditaciones cada una. Más otros tantos días de retiro, e innumerables pláticas; todo esto sin mencionar estadísticas del resto del trabajo: charlas, confesiones, dirección espiritual y tareas de gobierno de la Obra (22).
Más exigente aún, heroicamente exigente, era don Josemaría consigo mismo. De modo que, una vez más, se comprueba que vivía a tenor del espíritu que reflejan sus notas y fichas. Desde que empezó a dirigir cursos de retiro espiritual después de la guerra civil, raro, rarísimo, era el mes en que no hubiera predicado alguna tanda. Uno de los meses en blanco es el de noviembre de 1943. Pero no es preciso molestarse en indagar la causa. Basta leer lo que escribe al Abad de Montserrat, en carta fechada en Sevilla el 17 de diciembre de ese año:
[…] Si no contesté antes a V. R. fue por haber tenido que estar unos cuantos días entre gasas y algodones, a consecuencia de una pequeña operación: y mi único hermano ha estado una temporada luchando entre la vida y la muerte, por una úlcera de duodeno. Gracias a Dios va mejor, aunque se ha quedado casi sin sangre a pesar de las dos transfusiones que le han hecho (23).
Es en los primeros meses de 1944 cuando se advierte que don Josemaría ha disminuido su febril actividad por las distintas diócesis españolas. En enero tuvieron que hacerle otra operación, esta vez de las amígdalas (24). Pero ni el agotamiento ni las enfermedades lograron paralizar sus energías. Era de ver la asombrosa prontitud con que se reponía, como si el ahínco en volver a su interrumpido ministerio le hiciera recobrar aceleradamente la salud. Los ejercicios espirituales que dio a la comunidad de Agustinos en El Escorial, que duraron del 3 al 11 de octubre de 1944, pusieron a prueba su resistencia física. Hallábase en la mitad de ellos cuando el cuello se le hinchó tremendamente y comenzó a supurar por un ántrax de siete bocas. Para protegerse del roce con el alzacuello usaba un pañuelo, que, por ser blanco, destacaba mucho en la oscuridad de la capilla. No quería don Josemaría llamar la atención; y resuelto a continuar predicando hasta el último día, evitaba alarmar al enfermero de los frailes; comportándose de modo que tampoco los ejercitantes se dieron cuenta de su gravedad y de sus altas fiebres. Por breve carta pidió a Madrid unos pañuelos negros que ponerse al cuello:
Enviadme un par de pañuelos negros, para el cuello. Se puede hacer lavar el que incluyo y el que mandé ayer en la bolsa. Urgen.
Di a Ricardo que, cuando venga por aquí, se traiga la máquina para hacer fotos.
Son más de las cuatro y no ha venido mi enfermero. Realmente puedo pasar sin él. Ya me arreglaré (25).
Dos semanas más tarde, el Provincial, P. Carlos Vicuña, luego de recoger pareceres y comentarios de los asistentes, escribía a Álvaro del Portillo:
"Voy a darle una breve impresión de los ejercicios espirituales dados por el P. José Mª Escrivá a los religiosos agustinos del R. Monasterio de El Escorial en este mes de Octubre. Todos coinciden en que superó todas las esperanzas y satisfizo plenamente los deseos de los Superiores; ahora esperamos de Dios que el fruto sea muy abundante. Todos sin excepción (Padres, teólogos, filósofos, hermanos y aspirantes) estaban pendientes de sus labios, sin respirar, como suele decirse; sus conferencias de 30 y 35 minutos les parecían sólo de diez, cautivados por aquel torrente de fervor, entusiasmo, sinceridad y efusión de corazón. "Le sale de dentro, habla así porque tiene vida y fuego interior; es un santo, un apóstol; si le sobrevivimos muchos de nosotros le hemos de ver en los altares…", son las expresiones que he escuchado de los oyentes.
Es muy de notar la rara unanimidad en los elogios, sobre todo tratándose de un auditorio de intelectuales y especialistas en gran proporción. No se ha oído una sola voz menos favorable. Es verdad que venía precedido de una aureola de santo, pero no es menos cierto que, lejos de defraudarla, la ha confirmado.
Estas son las impresiones recogidas en el ambiente de la Comunidad" (26).
No le veía la comunidad arrastrarse hasta su cuarto, para rehacerse un poco, con un leve descanso entre meditación y meditación. Y cuando llegaba la hora de salir de nuevo a predicar, con una calentura que rondaba los cuarenta grados, don Josemaría hacía un esfuerzo sobrehumano. Predicaba con ardor, luchando a brazo partido contra la fiebre, para no dejarse dominar por la calentura (27).
Se le hicieron análisis clínicos; y por los síntomas y malestar que venía sufriendo por algún tiempo (fatiga, furunculosis, sed, cansancio, tendencia a la obesidad) se le diagnosticó una fuerte diabetes.
Es posible que tan heroica actitud pastoral contribuyese a que tomara vuelo la leyenda de que "mataba" a sus sacerdotes. Sabía bien don Josemaría que, con la ordenación, el sacerdote entra al servicio de sus hermanos. Así lo escribía a todos sus hijos dentro de ese primer año de la ordenación:
Todos debéis serviros, hijos míos, unos a otros como pide vuestra fraternidad bien vivida, pero los sacerdotes no deben tolerar que sus hermanos laicos les presten servicios innecesarios. Los sacerdotes somos en la Obra los esclavos de los demás y, siguiendo el ejemplo del Señor -que no vino a ser servido sino a servir: non veni ministrari, sed ministrare-, hemos de saber poner nuestros corazones en el suelo, para que los demás pisen blando. Por eso, dejaros servir sin necesidad por vuestros hermanos seglares, es algo que va contra la esencia del espíritu del Opus Dei.
Necesitamos sacerdotes con nuestro espíritu: que estén bien preparados; que sean alegres, operativos y eficaces; que tengan un ánimo deportivo ante la vida; que se sacrifiquen gustosos por sus hermanos, sin sentirse víctimas; que sepan que todos, en la Obra, los quieren con toda el alma. Hijos míos, rezad mucho para que sean muy alegres, muy santos; para que no piensen en ellos mismos y para que sólo se acuerden de la gloria de Dios y del bien de los demás.
Es necesario que nuestros sacerdotes tengan, en su alma, una disposición fundamental: gastarse por entero en el servicio de sus hermanos, convencidos de que el ministerio al que han sido llamados, dentro del Opus Dei, es un gran honor, pero sobre todo una grave carga; fácil, sin embargo, de llevar, si procuran estar muy unidos al Señor, porque siempre su yugo es suave y su carga ligera: iugum meum suave est, et onus meum leve.
Todos los años suelo escribir en la primera hoja de la epacta que uso: in laetitia, nulla dies sine Cruce!, para animarme a llevar con garbo la carga del Señor, siempre con buen humor -aunque sea a contrapelo tantas veces-, siempre con alegría (28).
Los recién ordenados se prestaban dócilmente a ser modelados por las manos del Fundador, que los traía y los llevaba de un lado para otro. Lo aceptaban de muy buen grado, siempre dispuestos a vivir con alegría los consejos radicales, breves e incisivos que les daba el Padre:
Sed, en primer lugar, sacerdotes. Después, sacerdotes. Y siempre y en todo, sólo sacerdotes.
- Hablad sólo de Dios.
- Cuando seáis llamados por un penitente, dejadlo todo para atenderle (29).
Los sacerdotes salidos de las filas del Opus Dei adquirieron, sin tardanza, un cierto aire de familia. Respetando rasgos personales, se iba imprimiendo en los tres recién ordenados una fisonomía enraizada en el espíritu de la Obra y nutrida del trato constante con el Fundador. El primero en advertir tal parecido fue don Leopoldo. Y, a medida que pasaban los meses, aumentaba la satisfacción del Padre por el rendimiento de los primeros sacerdotes. A cien leguas se echaba de ver que eran hechura suya. Se reconocía en ellos con alegría, sabiendo que aspiraban al ideal de sacerdocio adonde los conducía. Se hacían, sin quejas, a una vida de mucho sacrificio y de mucha actividad apostólica. Tomaban ejemplo del Padre y también se "mataban a trabajar".
Esa actividad apostólica del Padre suele reflejarse en la correspondencia, por eso resulta bastante extraño que las cartas de otoño de 1945 no sumen siquiera una docena. Es posible que algunas se hayan perdido; pero no hasta el punto de no dejar rastro escrito de sus movimientos por la península antes del 19 de enero de 1946. Dos cartas hay de esa fecha. Una para sus hijas de Bilbao, en que les dice: Recibo vuestras cartas, y hago que vuestras hermanas os escriban con frecuencia, ya que ahora no puedo hacerlo yo (30). Y, más adelante, otra pequeña laguna; salvo dos cartas. Ambas fechadas en Granada. Una dirigida a sus hijas del Centro de Abando (Bilbao), en que les dice que acaba de llegar de Sevilla y que pronto irá a Bilbao a verlas (31). La otra para sus hijas del Centro de Los Rosales (Madrid), informándoles de que desearía estar con ellas, pero hay que tener un poco de paciencia, porque el Padre anda estos días por ahí, como un pobre gitano (32).
¿Por qué no podía escribir el Padre? ¿A qué tanto viajar de ciudad en ciudad? ¿Qué hacía por esos mundos de Dios, como un pobre gitano nómada? Una carta de don Álvaro escrita el 3 de febrero en Bilbao, y dirigida a José Orlandis, nos pone sobre la pista del paradero del Fundador: "Anteayer -le dice- llegué a ésta con el Padre, que ha seguido su viaje hacia Asturias y Galicia". Luego le comunica que se ha recibido un telegrama de Salvador Canals, que llegó felizmente a Roma; y continúa don Álvaro: "Creo que tú y yo podremos salir a fines de éste o principios del que viene" (33).
(Salvador Canals y José Orlandis -fieles del Opus Dei- habían vivido tres años en Roma: de noviembre de 1942 a noviembre de 1945; y dieron una mano a don Álvaro en 1943 en las gestiones hechas a fin de obtener el nihil obstat de la Santa Sede para la erección canónica en Madrid de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz).
Por el modo de dar don Álvaro la noticia, se sobrentiende que José Orlandis la esperaba y que la marcha de ambos a Roma respondía a un plan previamente trazado por el Fundador. En efecto, una semana más tarde, el 9 de febrero, don Álvaro escribirá a Roma, a Salvador Canals, anunciándole su próxima llegada: "Yo iré enseguida. Las cartas están a punto: tenemos varias y otras nos las enviarán […]. A ver si antes de quince días estoy ahí. Las cartas serán de Sevilla, Granada, Murcia, Valencia, Barcelona, Vitoria, Santiago, Valladolid, Madrid, y quizá Zaragoza y Coimbra, además de Pamplona, Ávila, Palencia y Salamanca" (34). La naturaleza de estas cartas nos la aclaran las líneas que don Álvaro envía al día siguiente a José Orlandis, que se hallaba en Zaragoza: "Te incluimos unas letras para el Sr. Arzobispo. Se le piden las comendaticias, que ya han dado todos los Señores Obispos a quienes se las han pedido" (35).
Es evidente que el Fundador estaba recorriendo, incansable, toda España, yendo de un lado para otro con objeto de obtener cartas comendaticias de los Prelados españoles. Pero, ¿cuál era ese proyecto llevado con tanta urgencia y avalado por una colección tan impresionante de cartas comendaticias? Un documento redactado de acuerdo con el Sr. Obispo de Madrid-Alcalá, explica dichas gestiones y proyecto. He aquí la traducción de su texto latino:
Beatísimo Padre:
El sacerdote Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, Presidente General de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, humildemente postrado a los pies de Vuestra Santidad, encarecidamente suplica de Su benevolencia se digne conceder el Decretum Laudis (Decreto de Alabanza) y la aprobación de las Constituciones de dicha Sociedad (36).
(Se hace luego mención, en media docena de líneas, de los hitos fundacionales y jurídicos del Opus Dei: fundación en 1928; aprobación como Pía Unión en 1941; erección canónica de la Sociedad en 1943, en la diócesis de Madrid). Y continúa el documento:
Gracias a la ayuda divina, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz ha ido creciendo hasta el punto de que, tanto por el número y selecta calidad de sus socios como por la naturaleza y desarrollo de sus actividades -que llevan a cabo con fruto no solamente en buen número de diócesis sino también en diversas naciones de Europa y América- dicha Sociedad requiere una aprobación que le dé mayor estabilidad y alcance que la que corresponde tan sólo al derecho diocesano (37).
(En su párrafo final se hacía notar la oportunidad y eficacia del apostolado que realiza la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, suficientemente probadas en los 18 años de su labor). El documento está fechado en Madrid, 25 de enero de 1946 (38). En resumidas cuentas, la concesión del Decretum Laudis -sanción pontificia- no significaba otra cosa que la aprobación por la Santa Sede, lo cual permitiría dotar al Opus Dei de un régimen pontificio, adecuado a la expansión apostólica por las diócesis de distintas naciones.
Las cartas comendaticias, que se adjuntarían a la solicitud, eran escritos de recomendación y testimonio de la expansión apostólica del Opus Dei por la mayoría de las diócesis españolas y de algunas naciones de Europa y América. Eran también una muestra de adhesión, por parte de los Obispos, a los deseos del solicitante para obtener un régimen de carácter universal, como convenía a la naturaleza de su apostolado.
* * *
Don Álvaro y José Orlandis se embarcaron en Barcelona en el "J.J. Sister", que rendía viaje en el puerto de Génova, adonde llegaron la tarde del 16 de febrero (39). Allí les esperaba Salvador Canals. A poco de entrar en Roma, don Álvaro escribía al Padre, informándole de la situación y de las gestiones para aprobar la Obra como institución de Derecho pontificio. Mientras tanto, don Josemaría continuaba en España sus incesantes viajes y fatigas. Las comunicaciones entre los dos países -España e Italia- no estaban normalizadas, ni en cuanto al correo ni en cuanto al transporte de personas y mercancías. Con todo, en la festividad de San José recibió telegramas y felicitaciones de muchos sitios: América del Norte y del Sur, Suiza, Portugal, Italia…
Eran las últimas horas del 24 de marzo de 1946 cuando escribía a sus hijos de Roma para ponerlos al corriente de los sucesos en España. Se encontraba por entonces don Josemaría dirigiendo un curso de retiro para universitarias en el centro de la calle Zurbarán de Madrid, según cuenta:
Gracias a Dios, se trabaja: tengo dos círculos de estudios (S. Rafael), con un promedio de dieciocho asistentes en cada uno; y se va a tener otro desde esta semana, tres semanales por tanto. (Os escribo en la noche del 24 de octubre). Además estoy dando la segunda tanda de ejercicios, y ya hay preparada otra (40).
En cuanto a los "curicas", como para confirmar sus impresiones, escribe:
Los curicas trabajan muy bien, y hay labor sobrada para todos. Ellos os contarán. Ahora, hoy, José Luis está en Sevilla, pero Chiqui sirve para todo; verdaderamente casi es imposible y, sin embargo, se atiende el curso de Los Rosales y el trabajo de Madrid (41).
En esta carta, escrita al correr de la pluma, se atropellan las noticias. Muchas son importantes, como las respuestas a las comendaticias que le iban enviando los Obispos españoles; la admisión en la Obra de las primeras numerarias auxiliares; y más todavía las referentes al Papa y a su conocimiento del Opus Dei:
Me escribe el Abad Escarré -cuenta el Fundador- y me da noticias que me consuelan de veras, sobre su entrevista con el Santo Padre, Laus Deo! (42).
Esa noche dejó sin terminar la carta y empalmó al día siguiente con un: Continúo el 25 de marzo, a la noche. No fue notable la contribución del día 25. Solamente ocho o diez líneas, para seguir escribiendo el 26. Pero tampoco fue muy lejos esa jornada; y, párrafos abajo, recomienza tres días más tarde:
29 de marzo: He estado en Zamora, para ver a aquel Sr. Obispo, que también nos hace comendaticias. Hemos ido por la mañana ayer y hemos vuelto a la una de la madrugada de hoy […]
Chiqui está en Bilbao, y José Luis, que ya volvió de Sevilla, se va mañana a La Coruña. Otra vez me quedo solo, aunque por poco tiempo. ¡Cuánta falta hacen más sacerdotes!
No sé qué os parecerá esta carta, escrita a trocitos y llena de olitas así como las que escribía en tiempos desde Burgos. Algo me recuerda esta situación a aquélla, no sé por qué: sí sé por qué (43).
Pero no parece terminar aquí la carta, con la mención de la visita al Obispo de Zamora y el recuerdo de los tiempos de Burgos. Hay a continuación un salto espectacular de treinta días, para recaer de nuevo en secciones y empalmar esquemáticamente a modo de diario:
Continúo el 29 de abril. He de salir de viaje y, entre unas cosas y otras no he podido contestar la carta de Álvaro.
Y hay más: 30 de abril: Acabo de llegar de Valladolid, y esta mañana dejé a Nuestro Señor en el Sagrario: es cosa hermosa, ¡uno más! (44). (Don Josemaría contaba el número de Centros de la Obra por el número de Sagrarios).
Sobrada razón tenía don Josemaría para calificar la carta como escrita a trocitos y llena de olitas, pues cuida de separar con líneas onduladas las apreturas de los renglones. La carta, desde el 25 de marzo, lleva, como va expuesto al pormenor, un curso accidentado y sus páginas invitan a seguir los pasos del Fundador.
Dejando a un lado la génesis de la carta, la lógica curiosidad del lector viene a tropezar, una vez más, con el lema del silencio -ocultarme y desaparecer- que responde a un rasgo esencial del carácter de Josemaría. A la ofensa, a la calumnia o a la contradicción injusta, respondía con la callada; y era un hábil maestro en desviar la atención de quienes trataban de desnudar su alma y analizar su persona. Más de una vez, ya al final de su vida, recordando viejos sucesos de sus cuarenta y tantos años de Fundador, hablaba como por encima, en presencia de sus hijos, sobre las intimidades de su alma:
De bastantes no sabréis nada, porque he procurado que no quedase rastro; pero conoceréis los suficientes para vibrar muchísimo y dar muchas gracias a Dios […].
Desear conocer esos sucesos es muy bueno; pero debéis comprender que, mientras yo viva, no deben hacerse públicos, porque pertenecen a la intimidad de mi alma (45).
¡Los silencios de don Josemaría! Por debajo de las líneas de esa carta del 24 de marzo de 1946, con todas sus noticias y accidentes, se adivina (e indirectamente lo deja traslucir su autor) el ímpetu del carisma fundacional. Actuaba siempre bajo el impulso del Espíritu Santo. De ello tenía conocimiento el Fundador por la efervescencia apostólica que sacudía hasta los tuétanos todo su ser. Era como un aviso de lo alto, ya experimentado anteriormente en Burgos, que preludiaba una época de intensa vibración, en la que sería menester trabajar con toda el alma (46). Y, de algún modo, le rondaba también el presentimiento de que volverían a desencadenarse las purificaciones pasivas, sin que supiese a ciencia cierta lo que le vendría encima esa primavera de 1946.
* * *
Uno de los centros que atendía espiritualmente el Padre con sus primeros hijos sacerdotes era Los Rosales. Pero en sus continuos desplazamientos por las diócesis españolas para predicar a petición de los Obispos echaba algo de menos. Soñaba con disponer de una casa de retiros llevada por sus hijas. Hasta entonces, si quería dar un curso de retiro a mujeres que participaban en los apostolados de la Obra, tenía que hacerlo en el Centro de Jorge Manrique; y, si se trataba de hombres, en el Centro de Diego de León o en la residencia de La Moncloa. A veces, por falta de fechas disponibles, don Josemaría se veía obligado a predicar, a un mismo tiempo, dos cursos de retiro. Una de tales ocasiones se presentó en 1942, en que tuvo que atender, simultáneamente, dos tandas para universitarios, entre el 16 y el 21 de diciembre. Una en Diego de León y otra en la residencia de Jenner (47). Cada uno de los grupos contaba con más de veinte personas, de forma que los asistentes no cabían todos juntos en la misma casa.
Don Josemaría se pasaba buena parte del día yendo y viniendo, de Diego de León a Jenner, y viceversa. Y, por muy rápido que fuese, en cada caminata emplearía un cuarto de hora largo. Diariamente daba, en cada uno de los oratorios, tres meditaciones más una plática; y aún sacaba tiempo para charlar con cada uno de los participantes. Se presentaba en el oratorio con puntualidad, aunque todavía con la agitada respiración de quien ha venido a paso forzado por la calle. Luego, de rodillas ante el Sagrario, decía clara y espaciadamente, y con viva fe, la oración preparatoria para la meditación. Se sentaba. Abría el evangelio y comenzaba la oración sin ahorrarse esfuerzo de voz. Al tercer día estaba ronco; y, al cuarto, afónico. Pero, ni aun con la voz tomada cedía en su vigor (48).
Aquel sacerdote lo mismo se desvivía por una sola alma que por toda una muchedumbre. Prueba de ello es lo ocurrido a Marichu Arellano. Uno de los hermanos de Marichu, Jesús, era de la Obra y vivía en Diego de León. Jesús invitó a su hermana a que no dejase de hablar con don Josemaría cuando pasase por Madrid, pues la familia Arellano residía en Corella (Navarra). Y un buen día de abril de 1944 la muchacha se presentó en Diego de León para ver a su hermano y, de paso, saludar al Padre. Era una visita de pura cortesía, porque no tenía ningún asunto particular que tratar con el sacerdote. He aquí sus impresiones:
"Me llamó la atención su naturalidad y su alegría. El Padre no perdió tiempo y empezó a llamarme por mi nombre. Se interesó por mi viaje y me preguntó por mis proyectos. Le dije que pensaba estar unos días en Madrid para conocer la ciudad, ultimar algunas cosas de compras porque pensaba casarme pronto y hacer Ejercicios Espirituales, aprovechando aquel viaje" (49).
El sacerdote preguntó a Marichu si le dejaba pedir a Dios que la llamase a la Obra. La chica, un tanto desconcertada, reflexionó unos momentos. ¿Qué hacer? Estaba por ver lo de la vocación, pero si de verdad la obtenía… Y asintió: podía pedirla. El sacerdote quedó en avisarla de nuevo porque, precisamente, iba a predicar un curso de retiro en Jorge Manrique.
Cuando se presentó allí Marichu, una de las cosas que le sorprendieron fue que asistieran tan pocas chicas. No pasaban de tres o cuatro. Sólo ella no era aún de la Obra.
"Sólo asistió Marichu Arellano. Fueron cinco días en los que el Padre dio todas las meditaciones, charlas y Bendición con el Santísimo, con la proverbial puntualidad que siempre vivió el Padre para empezar y terminar cada acto cuando el horario lo establecía" (50).
* * *
Un día de noviembre de 1944, el Padre pasó aviso a Nisa y a Mary Tere Echeverría para encontrarse con ellas en Los Rosales. Hacía poco que había hallado la casa, pensando que podía servir como Casa de retiros. Estaba emplazada dentro del pueblo de Villaviciosa de Odón, lugar pequeño y tranquilo, a media hora escasa de coche desde Madrid. Recorrió el Padre la casa, amplia, agradable e independiente, pues tenía jardín y algo de huerta, y eligió la mejor habitación para destinarla a oratorio. Esa misma tarde fue a ver a don Julio, el párroco del pueblo, y le presentó a Nisa, a Mary Tere y a las dos empleadas del hogar que les acompañaban. Ese día tomaron posesión del inmueble (51).
Después vinieron, como siempre, las urgencias pastorales del Padre, que quería tener todo prontamente acabado y en perfecto funcionamiento. Él mismo se ocupó del oratorio, en cuya instalación se utilizaron objetos procedentes de Jenner, almacenados desde que tuvieron que trasladar esa residencia a La Moncloa. De Jenner provenía la arpillera, la tela de saco con que revistieron las paredes; y el friso que remataba el plisado de la tela, con un texto de los Hechos de los Apóstoles (52).
Pronto empezaron las obras de acondicionamiento del inmueble con el fin de utilizarlo para dar cursos de retiro. Por instancia fechada el 29 de octubre de 1944 don Josemaría suplicaba al Obispo que: se digne otorgar el oportuno permiso para fundar esa Casa de Ejercicios en Villaviciosa de Odón (53). Un mes más tarde, con el oratorio ya listo y acabado, elevará otra instancia, solicitando, de esa misma autoridad eclesiástica, que se digne concedernos Oratorio semipúblico con Sagrario en la finca Los Rosales, de Villaviciosa de Odón, mientras se llevan a cabo los preparativos de la Casa de Ejercicios y se construye la capilla definitiva (54).
Posteriormente pensó el Padre que Los Rosales bien podía ser un centro de formación de las mujeres de la Obra. Sentía urgente necesidad de ello, pues el centro de Jorge Manrique resultaba insuficiente para los proyectos apostólicos que el Fundador tenía en la cabeza en 1945 (55). Para don Josemaría no se trataba de una posibilidad sino de una realidad con claridades de presente. Y así, la tarde en que tomaron posesión de Los Rosales, animaba a sus hijas diciéndoles: Ahora estáis sólo dos, pero muy pronto seréis doscientas, dos mil (56).
El primer invierno en Los Rosales se les hizo largo a aquellas mujeres. De tiempo en tiempo algunas de las que allí vivían iban por turnos a descansar o cambiar de ambiente. Y cuenta Marichu Arellano que, en abril de 1945, viendo el Padre la mesa que tenían para comer, que era pequeña, les indicó que sería conveniente poner otra mucho más grande, asegurándoles que ese mismo año la mesa resultaría insuficiente (57).
Las mujeres venían a la Obra con ritmo lento y espaciado. En julio del 45 comenzó en Los Rosales un curso de formación. El Padre les dirigía la meditación de la mañana y, a continuación, celebraba misa. Seguidamente les daba clases o charlas sobre puntos fundamentales del espíritu de la Obra. En esta tarea le ayudaban los primeros sacerdotes, uno de los cuales acompañaba siempre al Padre.
"Nos repetía -recuerda Carmen Gutiérrez Ríos- que nos necesitaba especialmente fieles; que sin serlo, estorbábamos en la Obra y un día nos dijo que, si éramos de verdad fieles, pronto estaríamos extendidas, como en abanico, por el mundo entero. En primer lugar, por todas las provincias de España y a la vez y luego, por Estados Unidos, México, Inglaterra y, a continuación, por el mundo entero.
Cuando el Padre decía estas palabras, sólo teníamos tres Centros: Moncloa, Jorge Manrique y Los Rosales. Soñaba el Padre en voz alta y nos invitaba a soñar: Soñad y os quedaréis cortas" (58).
Estos grandes afanes de expansión apostólica los redondeaba con las menudencias de la vida corriente y ordinaria, como refiere María Teresa: "Una tarde de 1945, me explicaba el Padre que tenía ante Dios la gran responsabilidad de nuestra formación, de transmitirnos íntegro el espíritu de la Obra que Dios le había entregado a él. A los pocos días el Padre preguntó por la Directora. Subí yo al vestíbulo de Los Rosales donde el Padre me esperaba. Con mucha paciencia me preguntó: Hija mía, ¿por qué este bargueño está con estas dos hembrillas en vez de tener una aldaba agradable o una cerradura? Yo le contesté: "No sé, Padre". El Padre me explicó que una Directora debe saber todo lo que hay en una casa, el porqué de cada clavo. A continuación dijo que llamara al herrero del pueblo y que nos pusiese una cerradura en el bargueño. Luego, a la llave le ponéis un cordón con una borla, para que quede más acabado: y todo, por amor de Dios" (59).
La finca de Los Rosales funcionó muy pronto como Centro de Estudios y formación para las mujeres de la Obra. Y en el verano de 1945 empezó también a utilizarse la finca de Molinoviejo para tener un curso de formación de hombres. Era Molinoviejo una muy modesta casa de campo, perdida en medio de un espeso pinar, entre la falda de una montaña y el pueblecito de Ortigosa del Monte (Segovia). Con el tiempo sería Casa de Retiros y Convivencias, pero antes precisaba de grandes reformas.
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El número de centros en Madrid y provincias no daban, ni de lejos, medida aproximada de la expansión de la Obra. Para los apostolados con varones se disponía en Madrid de dos pisos: uno en la calle de Villanueva y otro en la de Españoleto, más una residencia universitaria (La Moncloa), y el Centro de Estudios en Diego de León. Las mujeres, por su parte, contaban con Los Rosales, un centro que se ocupaba de la Administración de la Residencia de La Moncloa -con independencia de ésta- y el de la calle de Jorge Manrique. Para dar más impulso al apostolado con jóvenes universitarias, parecía conveniente dejar Jorge Manrique y trasladarse a sitio más céntrico de Madrid. Don Josemaría encargó a sus hijas que rezasen pidiendo al Señor que la residencia nueva que buscaban estuviera dispuesta para principio del curso académico. En octubre dieron con una casa en la calle Zurbarán. Comenzaron enseguida los trabajos de albañilería, adaptación del inmueble, traslado de los muebles de Jorge Manrique y preparación del oratorio (60). Conforme desalojaban los obreros una zona de la casa, dándola por acabada, inmediatamente se amueblaba, decoraba, y ocupaba. Al fin, se fijó el 8 de diciembre de 1945 como fecha para celebrar la primera misa y dejar al Señor en el sagrario.
La fe, honda y despierta, del Fundador, cuidaba y enseñaba a cuidar la delicadeza de trato con el Santísimo Sacramento, según demuestra lo acaecido esa misma tarde, en que hubo una Exposición Eucarística en el oratorio de la residencia de Zurbarán. Lo cuenta Lola Fisac: "El Padre nos pidió que invitásemos a nuestras amigas y a nuestras familias: rezamos el rosario y luego el Padre nos dio la Bendición solemne con el Santísimo. Estaba el Oratorio completamente lleno. Se empezó a contestar a las oraciones desacompasadamente y sin cuidado. El Padre hizo una pausa y comenzó de nuevo. Pero no se habían dado cuenta y siguieron atropellándose unas a otras. Entonces el Padre, vuelto hacia los asistentes explicó que esa forma de rezar no era buena ni para la tierra ni para el cielo y que así no se podía alabar a Dios, ni conversar con Él. Se arrodilló y volvió a empezar la Estación al Santísimo de nuevo" (61).
Desde esa fecha don Josemaría se entregó en cuerpo y alma, de manera abnegada, a los apostolados que se desarrollaban en la residencia de Zurbarán, como se señala en la petición de oratorio semipúblico (62). Don Josemaría se había encargado personalmente de la instalación del oratorio, superando la escasez de medios y la falta de dinero. La casa parecía puesta, adrede, bajo la protección de la Virgen. En la pared del primer descansillo de la escalera, entre dos ventanales, había mandado colocar un cuadro con loas a Nuestra Señora. De manera que al subir o bajar la escalera, que era paso obligado en la casa, se pudieran leer y repetir esas alabanzas: "Dios te Salve, María, Hija de Dios Padre; Dios te Salve, María, Madre de Dios Hijo; Dios te Salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo, más que Tú sólo Dios" (63).
En el cuarto de Dirección, el único de que se disponía cerca de la puerta de entrada, y donde se recibía a las visitas, había un cuadro de la Virgen. Representaba la Anunciación: la Virgen, de rodillas, con las manos juntas, en oración. (Ese cuadro estaba en el oratorio de Jorge Manrique, como retablo, cuando celebró misa el Padre el 14 de febrero de 1943) (64). El retablo del oratorio de Zurbarán era un cuadro de la Purísima, copia de un Claudio Coello.
Se buscaron residentes y, en cuanto comenzó el curso en la Universidad, fue avisándose a algunas otras chicas para comenzar con ellas las clases de formación. A principios de febrero de 1946, don Josemaría dio su primer círculo de estudios en Zurbarán (65). Una vez hecha la oración introductoria, se sentaba a la cabecera de una mesa de tapete color rosa, a tono con el sofá y las cortinas del salón. Las que asistían se colocaban en torno a la mesa, sobre la que había un atril de madera dorada, en forma de concha, donde ponían los Evangelios. Leía don Josemaría unos versículos, haciéndoles un comentario breve y jugoso. Pasaba luego a hablarles de algún punto de vida interior o de alguna virtud en concreto. Venía a continuación el examen de conciencia y les ayudaba a sacar algún propósito, uno por lo menos. Antes de despedirse les invitaba a traer alguna amiga, caras nuevas con las que ensanchar el grupo. Y cuando, a la semana siguiente, empezaba el círculo, don Josemaría, por sistema, repasaba o hacía repasar el tema últimamente explicado: Así, vuestras amigas -les aclaraba- saben de qué hablamos y se ponen al día (66).
A fuerza de trabajo y oración fueron llegando mujeres al Opus Dei. No fue fácil. Después de ser admitidas en la Obra, el Padre continuaba con gran celo sacerdotal la dirección espiritual de esas chicas. Aumentaban también las clases de formación en el salón rosa; y las meditaciones en el oratorio (67).
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El encuentro con el Padre, en innumerables casos, despertaba aspiraciones nuevas en las almas, abriéndoles horizontes insospechados. Véase un caso: "en mayo de 1946 -refiere Carmen Canals- hice unos días de retiro espiritual en la Residencia universitaria de Zurbarán, 26, que dirigió el Fundador del Opus Dei, al que no conocía" (68). Le impresionaron a Carmen la fuerza de su palabra, su cariño a la Virgen y el modo de preparar a las participantes para la confesión. En dos ocasiones charló con el Padre. La primera vez, un rato muy breve, en el que don Josemaría le preguntó si seguía las meditaciones, si hacía oración y si iba a misa con frecuencia. Cuando por segunda vez acudió al sacerdote fue para pedirle la admisión en la Obra: "le dije que quería ser del Opus Dei. El Padre me dijo que no", añade la interesada (69).
Siguió Carmen frecuentando la residencia por un tiempo y luego dejó de ir. Cuatro años más tarde hizo un curso de retiro en Molinoviejo. "Y me conmovió -dice- volver a escuchar ideas que yo guardaba casi sin darme cuenta en el alma: eran las mismas cosas que yo había escuchado al Padre" (70). Allí renovó su decisión de pertenecer a la Obra, un 12 de marzo de 1950. No pasó mucho tiempo cuando un día se encontró en Los Rosales con el Padre, quien les dio una charla, a todas juntas, en el comedor grande, sobre la virtud de la sinceridad y sobre amor a la Iglesia y al Papa.
Al salir de esa clase, Carmen se acercó para saludarle y decirle que le preocupaba aquella contestación del Padre años atrás, ante su deseo de pertenecer a la Obra. Don Josemaría la tranquilizó y le comentó que, entre sus dos hermanos -que eran del Opus Dei- y su oración, habían arrancado del Señor la llamada que había sentido a su tiempo, tras el primer encuentro (71).
¿Qué extraño don poseía el Padre para dictaminar quién podía ser de la Obra y quién no? Éste era el caso de las hermanas Gutiérrez Ríos. Una de ellas, Lolita, estaba haciendo unos días de retiro espiritual en el centro de Jorge Manrique. La otra hermana, Carmen, fue a recogerla al terminar el retiro. Vio la casa, notó el ambiente de cordialidad que allí reinaba y quedó prendada de algo impalpable que no acertaba a definir. A los pocos días consiguió una entrevista con el Padre, el 6 de abril de 1945. No fue preciso agotar la conversación. Carmen estaba decidida. He aquí su testimonio sobre el caso:
"Mi hermana, que había ido antes que yo por aquella casa para ayudar y en Jorge Manrique había conocido al Padre, después de pasar los años, muchas veces ha comentado con la familia y con las amistades algo que está muy claro: el respeto del Padre a la libertad de todos. El Padre, en aquellos años, le había dicho: Lolita, éstas quieren "pescarte", pero tú no te dejes. Y Lolita añade que, efectivamente, quiere y siempre ha querido mucho a la Obra, al Padre, a todas las personas de la Obra que ha conocido, pero que nunca ha sentido el menor síntoma de vocación a la Obra, aunque colaboró entonces en las labores apostólicas del Opus Dei con cariño y entusiasmo" (72).
Por el contrario, desde el primer momento en que el Padre conoció a Carmen, le dijo que reunía todas las condiciones para emprender el camino del Opus Dei.
Era corriente en el Fundador administrar a un desconocido el consejo oportuno, aun sin previo conocimiento de su situación. Y leía en los corazones de sus hijos. Encarnita refiere con sencillez uno de estos casos, sucedido en 1943, cuando -estando en la Administración de La Moncloa- se le hacía difícil el trabajo.
"El Padre vino de visita con un Sr. Obispo y entró en la cocina, donde yo trabajaba. Traté de estar muy delicada y sonriente y me quedé asombrada cuando el Padre me dijo en voz muy baja al pasar junto a mí:
- ¿Qué te pasa?
Y me dirigió una mirada que infundía aliento. Esas palabras fueron lo suficiente para recomenzar con grandes deseos de fidelidad" (73).
Sus hijas eran jóvenes, y a algunas les faltaba experiencia en las múltiples artes y técnicas de la administración de los centros, Sabía don Josemaría que se irían haciendo, y así se lo decía, infundiéndoles seguridad. El Padre, por el contrario, ya era experto veterano, que había pasado en el puente de mando las zozobras y desventuras de la residencia de Ferraz. Transmitía a sus hijas todos sus conocimientos; y no se alteraba si acaecían los mismos errores que en cualquier familia.
Sus hijos, y sus hijas, cometieron no pocas equivocaciones; pero -obedeciendo a las indicaciones dadas por don Josemaría- hicieron fichas de experiencia, que repasaban periódicamente, para no tropezar de nuevo en la misma piedra. Al cabo de unos años las mujeres de la Obra se movían con soltura. El Padre marchaba siempre por delante, deslumbrándolas con nuevos proyectos y señalándoles nuevas rutas. Los Rosales, por ejemplo, era casa difícil de sostener económicamente. Por temporadas les servía de descanso y, por el verano, tenían allí cursos de formación, como los organizados en 1945. Pensó don Josemaría un remedio en tiempos difíciles de carestía y racionamiento: tal vez se pudiera establecer allí una granja. Siempre contarían con clientela fija en La Moncloa, Zurbarán y Diego de León.
Otra idea, también del Padre, fue el montar un taller de confección de ornamentos sagrados. A diferencia de la granja, esta iniciativa tenía antecedentes. Se remontaba a los tiempos en que Carmen, la Abuela y alguna de aquellas mujeres que se dirigían con don Josemaría, colaboraban en preparar lo necesario para el oratorio de Ferraz (74). Luego, en Burgos, un grupo de chicas, bajo la dirección del sacerdote, trabajaban en el "ropero", haciendo amitos, purificadores, albas y corporales con destino al primer oratorio que se pusiera en Madrid al terminar la guerra (75). Y más tarde, las tertulias en Diego de León, con la Abuela y con Carmen, mientras cosían y preparaban ropa de altar (76). En el comedor verde del primer piso de Los Rosales se instaló finalmente el obrador de costura (77).
Don Josemaría depositó por adelantado su confianza en la pericia de sus hijas. Consistía en un juego completo de casullas para un altar portátil, que llevaría en los viajes, por si era menester. La víspera misma de San José consiguieron terminarlo y enviárselo a Madrid a la mañana siguiente. Le gustaron al Padre las casullas y los demás ornamentos de viaje. Por la tarde, se presentó en Villaviciosa de Odón, a felicitar a sus hijas. Ese día fue de mucha fiesta y gozo para el Fundador, que, como ya quedó dicho, había recibido las cartas de las dos primeras numerarias auxiliares. Además de felicitar a las artistas echó un vistazo a la casa, porque pensaba que sus hijas numerarias auxiliares fuesen cuanto antes a Los Rosales, para comenzar allí su formación (78).
Las semanas que siguieron las dedicó don Josemaría a formar al grupo de hijos suyos que componían la segunda hornada de sacerdotes, porque, apenas ordenados los tres primeros en 1944, el Fundador invitó a otros seis laicos de la Obra a prepararse para el sacerdocio y completar los estudios que venían haciendo con mucha hondura. El profesorado, en buena parte, era el mismo que había dado clase a los primeros (79). De los seis que formaban el grupo, los más antiguos eran Pedro Casciaro y Francisco Botella (80). Todos tenían título universitario; algunos eran profesores.
El 7 de mayo de 1946 recibieron la tonsura y, en días sucesivos, las órdenes menores en el Palacio episcopal, de manos de don Leopoldo (81).
El 2 de junio, domingo, fue el día elegido por don Casimiro Morcillo, Obispo Auxiliar de Madrid, para conferirles el Subdiaconado. Por entonces giraba don Casimiro una visita pastoral a los pueblos de la Sierra de Guadarrama. Había nacido el Prelado en el pueblecito de Chozas de la Sierra (hoy Soto del Real), y deseaba celebrar allí la ceremonia de ordenación, que resultaría para aquellas gentes un acontecimiento señalado e instructivo. Por su parte, el Ayuntamiento del lugar organizó un homenaje al Sr. Obispo. De los balcones colgaban colchas de vistosos colores y mantones de Manila bordados en seda. Después de descubrir el alcalde una lápida de mármol en la Plaza Mayor, se formó la procesión a la iglesia. Iba el Sr. Obispo precedido de los seis ordenandos vestidos con albas, entre acompañamiento de los vecinos del lugar y niños con palmas y ramos verdes. Cuando acabaron las ceremonias, se organizó la procesión de vuelta, con los subdiáconos revestidos de sus ornamentos (82).
Dos semanas más adelante, el 15 de junio de 1946, recibieron el Diaconado de manos de Mons. José López Ortiz, en el oratorio de Diego de León (83). Llevado de su amor a la Eucaristía, pues al jueves siguiente -20 de junio- se celebraría el Corpus Christi, el Padre encargó a Pedro Casciaro hacer urgentemente diseños para unas colgaduras. Se fue luego a Los Rosales a pedir por favor a sus hijas que, con arreglo a los dibujos, confeccionasen tres reposteros, para colgarlos en los balcones de la fachada principal, que daba a la plaza del pueblo, por donde pasaría la procesión del Corpus Christi. Se compró la tela y el material necesario, y a la mañana siguiente ya estaba otra vez el Padre en Los Rosales ayudándoles a recortar las letras y dibujos en el fieltro. En tres días armaron y cosieron las piezas de las colgaduras. Los tres reposteros eran similares. El central, sin embargo, era de mayor tamaño; y, a cuatro bandas, podía leerse la leyenda: Tota pulchra es, Maria (84).
Don Josemaría los vio justamente terminados el día 19 de junio, fecha en que salió, por la tarde, en coche para Zaragoza, camino de Roma, donde ya se encontraba don Álvaro del Portillo (85).
El pueblo de Villaviciosa de Odón se sintió gratamente impresionado por las colgaduras que las mujeres de Los Rosales habían puesto en los balcones para honrar al Señor (86).
Aquellos seis miembros del Opus Dei fueron ordenados sacerdotes tres meses más tarde, el 29 de septiembre de 1946.
* * *
En la temporada comprendida entre la tonsura y el presbiterado, los sacerdotes de la primera promoción del Opus Dei, vestidos de sotana, hubieron de acostumbrarse a la mesura clerical impuesta por la nueva vestimenta. Al cabo de unas semanas estaban habituados por entero a la ropa talar. Mas, quienes les conocían de antiguo y se topaban con ellos de buenas a primeras, quedaban desconcertados. Al asombro seguía un lento reconocimiento; y a éste, una chispa emotiva o de admiración interrogante. Con todo, las reacciones en tales encuentros con sacerdotes recién ordenados eran muy variadas.
Un día Álvaro del Portillo se dio de cara con el Sr. López Franco, antiguo profesor suyo en la Escuela de Ingenieros de Caminos. Todavía iba vestido de paisano cuando le anunció su próxima ordenación.
- Que sea enhora… Se cortó el profesor, y le cayeron dos gruesos lagrimones antes de conseguir reponerse:
- … Perdone Vd., pero me he emocionado. Que sea enhorabuena (87).
Y los obreros de "Electra de Madrid", la empresa en la que trabajaba Chiqui, cuando se enteraron de que iba a ordenarse sacerdote, se sintieron conmovidos por la renuncia que hacía de una vida, a su entender, cómoda y llena de tentadoras promesas:
- ¡Hay que ver don José María. Hacerse sacerdote, con lo bien que vivía! (88).
El Padre, a pesar de tenerlos constantemente a la vista, tampoco se acostumbraba, añorando haberlos visto de laicos. Antes y después de la ordenación sentía como si atenazaran su alma sentimientos contrarios, unos de gozo y otros de pena. Y, con frecuencia, repetía delante de todos lo que dejó escrito, para que los que vinieran detrás meditasen la mucha sustancia que encerraba el tema:
No os quiero ocultar que esta primera ordenación de hermanos vuestros me ha causado a la vez mucha alegría y mucha tristeza. Amo de tal manera la condición laical de nuestra Obra, que sentía hacerlos clérigos con un verdadero dolor. Y, por otra parte, la necesidad del sacerdocio era tan clara que tenía que ser grato a Dios Nuestro Señor que llegaran al altar esos hijos míos (89).
Los nuevos sacerdotes harían con su ministerio un incalculable servicio a todos los fieles del Opus Dei. Pero, al considerar que la ordenación significaba la pérdida de su condición laical, se entristecía. Perder así, de golpe, tres hijos laicos que tanto prometían en su vida civil era un auténtico sacrificio para el Padre. El encontronazo de sentimientos opuestos le producía sabor agridulce. Veía que esas dos clases de sentimientos respondían a ideas compatibles entre sí y esenciales en la vocación al Opus Dei, ya que en la llamada divina se fundían armónicamente el espíritu sacerdotal y el carácter laical, la entraña santificadora del trabajo y su fuerza apostólica.
Pasados varios meses, en los cuales los tres primeros sacerdotes habían ejercido largamente su ministerio y llevado a cabo una intensa labor pastoral, don Josemaría rememoró pasadas tristezas y alegrías, exponiendo en carta del 2 de febrero de 1945 en qué consistían aquellos dos componentes vocacionales: el sacerdotal y el laical:
Una vez que ya han sido ordenados sacerdotes en nuestra Obra, quiero que todos mis hijos, sacerdotes y seglares, grabéis firmemente en vuestra cabeza y en vuestro corazón algo que no puede considerarse en modo alguno como cosa solamente externa, sino que es, por el contrario, el quicio y el fundamento de nuestra vocación divina.
En todo y siempre hemos de tener -tanto los sacerdotes como los seglares- alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical, para que podamos entender y ejercitar en nuestra vida personal aquella libertad de que gozamos en la esfera de la Iglesia y en las cosas temporales, considerándonos a un tiempo ciudadanos de la ciudad de Dios y de la ciudad de los hombres (90).
Ahora bien, ¿en virtud de qué operación se acuña en el alma esa moneda cuyo anverso y reverso tienen, uno de ellos carácter sacerdotal y el otro, laical? Y la respuesta es que, en virtud de la misteriosa operación sobrenatural obrada en el alma al recibir el sacramento del bautismo, todo cristiano participa del sacerdocio de Cristo. En cuanto a la mentalidad laical, por el hecho de vivir en medio del mundo, metido en los asuntos temporales, la existencia del cristiano corriente viene habitualmente configurada por las actividades seculares. Por su parte -escribe el Fundador- los laicos también tienen su ministerio propio:
El estado laical ofrece también un aspecto que le es propio, que viene a ser dentro del Cuerpo Místico de Cristo el ministerio peculiar de los seglares: asumir sus responsabilidades personales en el orden profesional y social, para informar de espíritu cristiano todas las realidades terrenas, a fin de que en todas las cosas Dios sea glorificado por Jesucristo (91).
Esto sabido, ¿en qué consiste el "alma verdaderamente sacerdotal"? ¿Cómo participan los laicos activamente en el sacerdocio de Cristo; cómo hacen "operativo en su alma el sacerdocio real que los fieles reciben con los sacramentos del bautismo y de la confirmación"? (92).
Siempre os he enseñado, hijas e hijos queridísimos -explica el Fundador-, que la raíz y centro de vuestra vida espiritual es el Santo Sacrificio del Altar, en el que Cristo Sacerdote renueva su Sacrificio del Calvario, en adoración, honor, alabanza y acción de gracias a la Trinidad Beatísima.
De este modo, muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno, buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas. Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio por toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumentos de apostolado. Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo, como pide nuestra vocación, y llegaremos a ser almas verdaderamente sacerdotales, haciendo que todo lo nuestro sea una continua alabanza a Dios (93).
Sobre esta doctrina insistirá toda su vida. Fue el tema de sus últimas exhortaciones antes de partir de este mundo. En efecto, el 25 de junio de 1975, al celebrar el Fundador la Santa Misa, hizo un memento particular "por todos los sacerdotes de la Obra, por los numerarios que se van a ordenar dentro de pocos días, y pidió al Señor que todas sus hijas e hijos seglares -todos- tuvieran siempre alma sacerdotal: ansias de corredimir" (94). Ese día, aniversario de la ordenación de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, el Padre volvió a insistir, comentando la intención de su misa: "que había rezado mucho por todos, y concretamente para que calara muy hondo en cada una de sus hijas el alma sacerdotal" (95).
Durante sus retiros anuales don Josemaría solía tomar nota de las inspiraciones recibidas de Dios y hacía relación de sus propósitos, con objeto de facilitar luego el dar cuenta de conciencia a su confesor. Algunos años, sin embargo, no hizo anotaciones; y las de otros, son breves. Dichas relaciones, que comienzan con el retiro de 1932 en el convento de San Juan de la Cruz, en Segovia, se recogen como Apéndices de sus Apuntes íntimos. Las últimas notas de estos Apuntes corresponden al retiro espiritual de febrero de 1944, en la casa de los PP. Paúles de la calle Fernández de la Hoz, en Madrid. A partir de ese momento don Josemaría no tuvo necesidad de preparar dichos informes, pues su confesor era don Álvaro del Portillo, que le acompañaba en todo momento.
La dolorosa "contradicción de los buenos" parecía, engañosamente, haber remitido en intensidad, ya que entre los escritos de 1943 y 1944 apenas se mencionan incidentes de ese género. Muy otros, sin embargo, eran los hechos. En una atenta consulta de la relación correspondiente a los ejercicios espirituales de don Josemaría, en febrero de 1944, encontramos el siguiente propósito:
¡Calma! Calma, para ver las cosas, las personas y los sucesos con ojos de eternidad. El muro que nos cierra el paso -humanamente hablando, es imponente-, en cuanto alzamos los ojos de veras al cielo, ¡qué poca cosa es! (96).
El Fundador, por lo que a continuación refiere, sentía el urgente apremio de recobrar la serenidad y darse ánimos. Desde muy temprano, por la mañana, le perturbaban memorias violentas, que asaltaban tumultuosamente su imaginación, para desvanecerse luego en la neblina del pasado, distrayéndole en el rezo del breviario:
Consideraba, por distracción, mientras rezaba nona esta mañana -nos dice-, las luchas habituales de las sectas contra la Iglesia.
Agradecía a Dios nuestro Señor el consuelo de una bendición del Santo Padre, llena de cariño para la Obra, que el Papa encargó al P. Canal, O.P., que nos transmitiera. Y se agolpaban en mi alma sentimientos amargos, que no me quitan la paz, por el recuerdo de un mamotreto calumnioso, compuesto evidentemente por cierto aprendiz de Judas, algunos masonizantes y quizá algún clérigo, que muestran un odio tremendo contra la Obra y contra este pecador (97).
La memoria se le disparaba y las evocaciones dolorosas le venían en cadena; un recuerdo tiraba de otro, según cuenta:
A esto se unía -también con actualidad-, en el subconsciente, la mala labor que está haciendo en Barcelona cierto religioso (98). (Era éste un viejo sacerdote que, sin motivo alguno -dice el Fundador-, se despacha a su gusto contra la Obra, contra mí especialmente) (99).
Tan revueltos andaban sus pensamientos, que le arrastraron al borde mismo de la congoja. Pero, al posar de nuevo don Josemaría la vista en el breviario, halló la paz y, detrás de ella, halló al Señor:
Todo lo dicho y el conocimiento de la situación del mundo y, concretamente de la situación de España y de los manejos de españoles que odian a la Iglesia de Cristo, me acongojó. Volví al rezo del oficio, y el primer versículo que hube de leer es aquel del salmo 58: "Et tu, Domine, deridebis eos: ad nihilum deduces omnes gentes". Me entró una alegría y una paz, que no son humanas. Seguí con el oficio. Más tarde, de repente recibí una ilustración interior, clara, evidente, llena de certeza: sin palabras, esto: "pero, criatura, ¿no sabes que soy Yo?" Y, al momento, el recuerdo claro de aquel versículo y la convicción de que el Señor, con esas palabras del salmo, ratificaba el "non praevalebunt": que nada han de poder contra la Iglesia: y que nada han de poder contra la Obra, que es instrumento de Dios, para servir a la Iglesia (100).
En medio de aquella turbulenta atmósfera de renovada contradicción no tardaron mucho en salir a la calle las críticas contra don Josemaría, como predicador de ejercicios espirituales en las diócesis españolas. Su fama se había extendido por todo el país. Sus dotes oratorias eran, realmente, excepcionales; y su prestigio parecía invulnerable a cualquier clase de censuras. Era un orador sagrado extraordinario, que transmitía al auditorio su honda vibración interior. La fuerza, la sencillez y la expresión justa mantenían maravillados a quienes le escuchaban, ya fueran eclesiásticos o civiles. De Carlos Bousoño, un joven poeta que tuvo ocasión de conocerle en la Residencia de la Moncloa, contaban los amigos que, cuando asistía a sus meditaciones, rebullía en el oratorio, sin poderse estar quieto, y exclamaba: "¡Es un genio!, ¡un verdadero genio!" (101). (En el fondo, la eficacia de su predicación, como bien sabía don Josemaría, no dependía de su lengua sino que residía en la gracia divina, y en las oraciones y mortificaciones que ofrecía por quienes iban a escucharle).
¿Por dónde pues podrían atacarle? Por donde menos cabía sospechar. Comenzaron a acusarle de predicar "ejercicios de vida" en lugar de los tradicionales "ejercicios de muerte" (102).
Era entonces tradicional que algunos acentuaran la consideración de los novísimos en las meditaciones capitales de los ejercicios. Los temas centrales de la predicación llevaban derechamente a las postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria. De modo que el ejercitante aplicaba a ellas su meditación.
Pero aun siendo archisabido que la muerte acecha al doblar una esquina cualquiera, no por eso gusta la gente de que se lo recuerden con demasiada frecuencia, o que algún desaprensivo les eche de sopetón esa verdad a la cara. Y, ¿cuál será la reacción de los poderosos en semejante coyuntura?
Entre las muchas noticias recogidas en la famosa carta de marzo de 1946 -escrita a trocitos y de composición accidentada- hay unas palabras que acaso se deslicen inadvertidas entre el curso tumultuoso de los sucesos. Y son éstas: Me han encargado -escribe don Josemaría con fecha 26 de marzo- que dé ejercicios al jefe de Jesús (103), durante la Semana de Pasión. Veremos qué sale (104).
El me han encargado es una discreta alusión a la autoridad de don Leopoldo, que preparó los ejercicios espirituales que don Josemaría dio en el palacio de El Pardo a Franco y a su esposa, del 7 al 12 de abril de 1946 (105). Salen a relucir aquellos ejercicios, con ocasión de una anécdota desconectada ya de los sucesos y circunstancias del pasado. En 1946, España vivía una paz muy frágil, amenazada por presiones del exterior. Ante el riesgo de nuevos conflictos, la nación cerró filas, a la defensiva, colocándose al lado de los poderes constituidos, y buena parte de todos los ambientes significativos prodigaba alabanzas y elogios a la figura del Jefe del Estado.
Y sucedió uno de aquellos días que el sacerdote preguntó a Franco:
- ¿Es que no ha pensado nunca, Excelencia, en que puede morirse en cualquier momento?
Pasaron unos días y, charlando don Josemaría con don Leopoldo, salió a relucir la conversación con Franco y don Leopoldo le interrumpió:
- "Usted no hará jamás carrera" (106).
Pero volviendo ahora al hilo del discurso, la reacción más corriente al reflexionar sobre las postrimerías es la de una sacudida inevitable y, tras ella, el desasosiego al comprobar la fugacidad de la vida y lo corto que se hace el placer. Meditación de la que se servían no pocos predicadores con objeto de provocar un sobresalto en el alma, para encaminarla luego dócilmente a la conversión, convencidos de que cuanto más se reavivara el terror a la muerte y al infierno, tanto más fácil sería conseguir la enmienda.
Quienes acusaban a don Josemaría de desviacionismo, en cuanto al recurso de las postrimerías, esto es, de eliminar truculencias y evitar impresiones efectistas, no andaban muy desacertados. Por las notas que tomaron y conservaron toda su vida algunos que asistieron a los cursos de retiro predicados por don Josemaría, se ve que el sacerdote tocaba el tema de los novísimos de manera diáfana y con mucha sobriedad; pero, sobre todo, con notable libertad de espíritu y siempre de modo muy positivo, respetando los moldes tradicionales.
Don Ángel Suquía, que llegaría a ser cardenal arzobispo de Madrid, asistió a los ejercicios dados por don Josemaría en 1939 en el Seminario Diocesano de Vitoria, y describe en cuatro rasgos su "impresión" de aquella tanda. El predicador -dice- es "un hombre sobrenatural en todo". Su característica es ser "hombre de fe". Señala después algunos de los temas desarrollados, entre los que destaca la obediencia a los Superiores, "punto céntrico de sus ejercicios", impregnados del "amor a Cristo que respiraban todas sus frases" (107).
En el clima sobrenatural creado por su palabra y sentimientos, metía don Josemaría aires de novedad, como observaba otro de los ejercitantes, un joven profesor universitario:
"Para mí fue como un nuevo descubrimiento; aunque ya llevaba bastante tiempo dirigiéndome con el Padre, me produjo una gran impresión ver que junto a los temas clásicos y fundamentales de toda meditación cristiana, se incorporaban a la vida sobrenatural las virtudes humanas, la alegría, la amistad, la generosidad, y sobre todo el trabajo como una parte de la vocación cristiana" (108).
Don Josemaría trataba el tema de los novísimos con seriedad; sin pavores ni temor, con mesurada prudencia, de modo que el recuerdo que dejaba en la imaginación de los asistentes era de un sereno equilibrio. Sus palabras, al discurrir sobre la muerte o el juicio de Dios, iban siempre empapadas de esperanza en la vida eterna (109).
Los "ejercicios de muerte", con su obligada secuela de crudas realidades, se basaban en buena parte sobre el hecho ineluctable de que la existencia del hombre se desprende, seca y muerta, del árbol de la vida. Jamás dejó don Josemaría de insistir en esta verdad. En Camino escribe:
¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú (110).
En los ejercicios, don Josemaría enfrentaba imaginativamente al participante con el juicio de Dios, despojándole antes de falaces recursos, para mostrar después el infierno que aguarda a los pecadores no arrepentidos. No escamoteaba estas verdades. No estaba en sus manos rebajar las tintas ni mitigar las consecuencias:
Hay mucha propensión en las almas mundanas a recordar la Misericordia del Señor. -Y así se animan a seguir adelante en sus desvaríos.
Es verdad que Dios Nuestro Señor es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo: y hay un juicio, y Él es el Juez (111).
Hay infierno. -Una afirmación que, para ti, tiene visos de perogrullada. -Te la voy a repetir: ¡hay infierno! (112).
Lo que realmente separaba los "ejercicios de vida" de lo que algunos llamaban "ejercicios de muerte" no era tanto la presentación de la descarnada realidad de las postrimerías como el modo de fundamentarlas. Para don Josemaría eran estímulos que animaban a crecer en amistad con Dios. Su raíz no era el miedo sino el amor filial que nos lleva a nuestro Padre-Dios (113).
Cuando se le acusaba de dar "ejercicios de vida", apartándose de los métodos tradicionales, don Josemaría entraba en cuentas consigo mismo y exclamaba: - ¿Y de qué podría predicar yo sino de esa vida eterna a la que estamos llamados? (114).
Trataba de presentar la muerte sin espantos, con objetividad, como paso obligado por Dios, que espera a los suyos a la otra ribera de la existencia. Rasgaba así el sudario tremebundo con que se suele embozar a la muerte, para mostrarla, en cambio, en su justo sentido y proporción:
No tengas miedo a la muerte. -Acéptala, desde ahora, generosamente…, cuando Dios quiera…, como Dios quiera…, donde Dios quiera. -No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga…, enviada por tu Padre-Dios. -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte! (115).
El buen cristiano, llegada su última hora, ha de revestirse de esperanza, de paz y de alegría. Y cuenta un testigo que en 1942, dando el Padre un curso de retiro a gente joven de la Obra, les recordaba el reciente fallecimiento de Antonio Moreno, uno de los primeros miembros del Opus Dei en Valladolid. Todos presenciaron con estupor que, dirigiéndose al Señor en el sagrario, don Josemaría le decía con confianza: Aquí nos tienes, escoge a los que quieras llevarte (116).
Después de la muerte viene el juicio. El predicador inspiraba entonces en el ejercitante arrepentido aquel rayo de luz con que el Obispo de Ávila, don Santos Moro, consoló a don Josemaría en momentos de tribulación, en 1938, cuando le afligía pensar en la estrecha "cuenta" que le pediría Nuestro Señor:
"No, para ustedes -le escribía el Obispo- no será Juez -en el sentido austero de la palabra- sino simplemente Jesús" (117).
Porque, ¿qué otra cosa viene a ser la muerte sino tránsito a la Vida donde nos espera el Juez con los brazos abiertos, si hemos perseverado en su amistad?
* * *
Hasta aquí lo que es posible conocer acerca del predicador, guiándonos por los testimonios de quienes acudían a sus cursos de retiro, que son centenares. Pero, sólo por sus anotaciones personales sabemos algo de sus más íntimas actividades ascéticas; por ejemplo, los propósitos que hizo en su retiro de febrero de 1944:
Hasta ahora, con frecuencia he tenido un consolador recuerdo de la muerte. Decía: ¿morirse? ¡qué comodidad! En lo sucesivo, siquiera una vez al día me pondré en trance de muerte, para ver con esa luz los sucesos de la jornada. Tengo buena experiencia de la paz que esa consideración produce (118).
Por aquellos días de 1944, le venían en tropel a la memoria los insuperables obstáculos de los comienzos; y por su mente desfilaban soledades y fatigas de cuando intentaba abrirse camino, recién fundado el Opus Dei. Luego, pasados los años de fundador solitario, cuando ya había logrado reunir un puñado de seguidores, Dios le puso a prueba. Él, que es Señor de la vida y de la muerte, se llevó consigo algunos de ellos. De estas muertes se consolaba con el pensamiento de que tenía intercesores en el cielo (119), aunque más de una vez se sintió impulsado a tomar la pluma y consignar por escrito sus tristes reflexiones:
Con ocasión de la muerte de José María y Luis, me entraron -por cobardía- deseos de morir. ¿Por qué no me he de morir yo? Y veía la muerte, a pesar de la carga de mis pecados, como una solución. -Lo rechazo: ya sabes, Dios mío, que la acepto cuando y como quieras (120).
Estaba familiarizado con la muerte, en quien veía una buena amiga que nos facilita el andar nuestro camino (121). Y de su meditación sobre la muerte, durante el retiro espiritual de 1935, es esta cruda consideración:
= Muerte = No la temo. Es mi amiga. Procuraré servirme de ella, con frecuencia, asomándome a mi sepultura: y allí veré, oleré y palparé mi cadáver podrido, de ocho días difunto. Esto, de modo especial, cuando el ímpetu de mi carne me perturbe (122).
Esta resolución quedó confirmada con un propósito hecho en 1944. Todas las noches, hasta la última que pasó en la tierra -refiere Mons. Álvaro del Portillo-, decía: "Señor, acepto la muerte cuando quieras, como quieras, donde quieras. Y después se dormía tranquilo" (123).
* * *
El tono de sana vitalidad, que caracterizaba a don Josemaría como director de ejercicios espirituales, era producto de su elaboración de moldes nuevos. Permitía que fluyeran, libremente, los actos de fe y de esperanza, y el fuego del amor de Dios que llevaba dentro. Pensamientos risueños, que situaban a los asistentes en un contexto afirmativo, en contraposición a la desesperanza:
¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar? (124).
Su grato acento de optimismo frente a la vida, de serenidad ante la muerte, y de esperanza en el más allá, proceden de un continuo ejercitar el alma en la contrición perfecta; derivan de su "dolor de Amor". Concepto que aparece con frecuencia en las páginas de sus Apuntes, como indicio inequívoco de las rutas que sigue en su vida interior:
No olvides -había escrito en Camino- que el Dolor es la piedra de toque del Amor (125).
El auténtico Amor arranca ese ejercicio de compunción que se manifiesta en el aborrecimiento del pecado:
Dolor de Amor. Porque Él es bueno. Porque es tu Amigo, que por ti dio su Vida. Porque todo lo bueno que tienes es suyo. Porque le has ofendido tanto… Porque te ha perdonado… ¡Él!… ¡¡a ti!! Llora, hijo mío, de dolor de Amor (126).
Como todo mortal, experimentaba don Josemaría el peso de la naturaleza caída, se sentía sujeto al agravio del pecado; el cual, por leve que sea, supone un impedimento entre el Señor y el alma enamorada. ¿Qué vehemente impaciencia de liberación no experimentaría el Fundador cuando escribió aquellas, ya comentadas, palabras?:
Querría, Señor, querer, de veras, de una vez para siempre, tener un aborrecimiento inconmensurable de todo lo que huela a sombra de pecado, ni venial. Querría una compunción como la tuvieron quienes más Te hayan sabido agradar (127).
De muy atrás venía pidiendo, por intercesión de Nuestra Señora, el bien preciadísimo de una perfecta contrición:
Es justo, dulce Señora, que me hagas un regalo, prueba de cariño: contrición, compungirme de mis pecados, dolor de Amor… Óyeme, Señora, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano -tenuisti manum dexteram meam!…- y si algo hay ahora en mí que desagrade a mi Padre-Dios, haz que lo vea y entre los dos lo arrancaremos (128).
Esto pedía en 1932, haciendo su retiro en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia. Años después, seguía implorando con insistencia a Nuestra Señora ese dolor de Amor, cuando un día se sintió arrebatado haciendo oración:
Madre mía, Señora: besé el suelo, me persigné -después de gritar nuestro "serviam!"- en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y te recé el "Acordaos"… Me distraje: volví a estar en la oración, y sé que me has oído. ¡Madrecica!: otra vez te invoco, ahora, al escribir en el papel. Tú sabes bien lo que necesito. Antes que nada, dolor de Amor: ¿llorar?… O sin llorar: pero que me duela de veras, que limpiemos bien el alma del borrico de Jesús. Ut iumentum!… (129).
A poco de ordenarse los tres primeros sacerdotes, don Josemaría les dio unas instrucciones, a las que debían atenerse en sus viajes apostólicos. Tales advertencias eran un conciso sumario de los medios y fines sobrenaturales que nunca habían de perder de vista, junto con algunos otros consejos prácticos (130). De acuerdo con aquellas instrucciones de viaje, procuraban saludar cuanto antes al Prelado de la diócesis y charlar con los sacerdotes conocidos del pueblo o ciudad que visitaban.
A lo largo de toda esta historia, se ha visto que gran parte del esfuerzo apostólico del Fundador se dirigía a los jóvenes universitarios. De manera que nada tiene de extraño que las ciudades donde rendían viaje fuesen, en la mayoría de los casos, capitales de provincia con Universidad y con Sede episcopal. Y comprender la razón de estos datos es comenzar a entender algunas de las características apostólicas en los inicios de la expansión del Opus Dei. Es decir: la idea de servicio a las diócesis, por una parte, y, de otro lado, el comienzo del apostolado, principalmente con personas de mayor formación cultural.
El celo apostólico había empujado a don Josemaría, ya desde 1928, a romper brecha con quienes tenía alrededor, que eran gente muy variada: menestrales, obreros y profesionales. Pero, de modo preferente, se dedicaría a los jóvenes estudiantes universitarios, orientando desde un principio sus afanes al apostolado de la inteligencia (131). Además de la promesa de su juventud, resultaban ser más maleables interiormente, y con menos prejuicios. Se mostraban también más generosos. Todo esto había que tenerlo en cuenta, forzosamente, a la hora de predicar un mensaje que chocaba con hábitos e ideas consolidadas durante siglos. De este hecho dejó constancia en Camino: La juventud da todo lo que puede: se da ella misma sin tasa (132).
Las dos características mencionadas -servicio y obediencia a la Jerarquía eclesiástica, y apostolado con gente profesional- aparecen recogidas en los primeros documentos jurídicos referentes al Opus Dei, cuando se señala como uno de los fines específicos de la institución su influjo eficaz entre los intelectuales, que son elementos rectores de toda sociedad (133). Allí se menciona también su servicio a la Iglesia y su filial obediencia a los Obispos.
La labor apostólica en ciudades con Universidad o Escuelas Técnicas de Ingeniería creció a ojos vistas. No se había cumplido aún el primer aniversario de la ordenación de los primeros sacerdotes, cuando era ya patente la solidez de los fundamentos y el rápido desarrollo de la labor por el centro y norte de España. No tanto por el sur, donde no se habían abierto todavía centros de la Obra (134). Don Josemaría decidió, pues, hacer un viaje por Andalucía para hablar detenidamente con los Obispos acerca del Opus Dei. Llevaba don Josemaría el propósito firme de ensanchar el campo de actividades apostólicas instalando dos residencias universitarias, una en Sevilla y otra en Granada; y esperaba impulsar los nacientes apostolados que ya desarrollaban fieles de la Obra en algunos otros lugares del sur de España (135).
Fijaron la salida de Madrid para el martes de la Semana Santa de 1945. Acompañarían al Padre don José Luis Múzquiz, que, como sacerdote, venía haciendo últimamente viajes por aquellas provincias; y Ricardo Fernández Vallespín, arquitecto, y Jesús Alberto Cagigal, para poder tener de inmediato un informe técnico sobre la posible conversión en residencias universitarias de las casas que pensaban visitar. Viajarían en automóvil (136). El conductor, excelente mecánico, era un hombre bondadoso y reposado. Se llamaba Miguel Chorniqué y llevaba por esas fechas dos años conduciendo el coche que utilizaban el Padre y los mayores de la Obra. Ese servicio se hacía imprescindible, a causa de las dificultades e inconvenientes del transporte público, por carretera o ferrocarril. Había que pensar, sobre todo, en las muchas visitas y en los desplazamientos urgentes e ineludibles, impuestos por el desarrollo de la Obra. Se hizo, pues, necesario adquirir un coche. Cuando se contrató a Miguel disponían de uno provisto de gasógeno. (Por aquellos días la gasolina estaba racionada y los automóviles, al menos durante parte de la Segunda Guerra Mundial, se movían gracias a unas calderas instaladas en la parte de atrás del coche, donde se quemaba leña de encina para obtener el gas carburante). Al cabo de unos meses el Padre y su conductor habían corrido juntos, por aquellas destrozadas carreteras españolas, riesgos inverosímiles. Y eran tales y tantos los accidentes de que habían salido ilesos que, de allí en adelante -testimonia Miguel Chorniqué- "tuve el convencimiento de que yendo con el Padre en el coche no pasaba nunca, ni podía pasarnos, nada" (137).
El 27 de marzo de 1945, con un sol espléndido, partieron de mañana por la carretera de Extremadura. Miguel iba al volante del Studebaker. El Padre y don José Luis venían cantando en el coche desde que se alejaron de la capital. Avistaron luego la Sierra de Gredos, con sus cumbres nevadas. En Trujillo -palacios y casas de conquistadores, piedra austera y noble- pararon a comer. Se detuvieron en Mérida. Quería el Padre que los arquitectos estiraran las piernas y viesen las ruinas romanas y el museo arqueológico de la ciudad. De nuevo en el coche, cruzaron las tierras rojas de Barros: viñedos, olivares y campos labrantíos.
Anochecía al llegar a Sevilla. Entre un apretado gentío, que iba o venía de ver las procesiones, cruzó el coche el puente de Triana. Se dirigieron a Casa Seras, donde les esperaban algunos miembros del Opus Dei. En ningún sitio había plazas, por los muchos visitantes de la Semana Santa. Así y todo, consiguieron unas habitaciones en el Hotel Oromana de Alcalá de Guadaira, pueblo vecino a Sevilla. Pero antes de irse a Alcalá se sumaron a la muchedumbre que, de noche, esperaba ver el desfile de una de las procesiones. Pensando en lo sucedido esa noche sevillana de Martes Santo, se le encendería la memoria al Fundador no pocas veces al contemplar una imagen de Santa María.
Traían en procesión un "paso", precedido por doble fila de penitentes encapuchados. Lo llevaban a hombros. La imagen de la Virgen bajo un palio sostenido por varales de plata; a sus pies, un campo de flores y un centenar de cirios, que arrancaban refulgencias de sus joyas. El Padre lo contemplaba todo en silencio.
Estaba allí mirándola, y me puse a hacer oración… Me fui a la luna. Viendo aquella imagen de la Virgen tan preciosa, ni me daba cuenta de que estaba en Sevilla, ni en la calle. Y alguien me tocó así, en el hombro. Me volví y encontré un hombre del pueblo, que me dijo:
-Padre cura, ésta no vale ná; ¡la nuestra es la que vale!
De primera intención casi me pareció una blasfemia. Después pensé: tiene razón; cuando yo enseño retratos de mi madre, aunque me gusten todos, también digo: éste, éste es el bueno (138).
Al día siguiente, miércoles, examinaron algunas casas. Entre ellas la de Monteflorido, sita en la calle de Canalejas, y muy del gusto del Padre. Era céntrica. Estaba en excelentes condiciones para ser habitada. Su arquitectura era alegre y vistosa: a base de ladrillo claro, azulejos y mármol blanco; con ventanas y balcones de reja, y con hermoso patio jardín.
Por la tarde, el Padre y don José Luis fueron a ver al Cardenal Segura, que estuvo con ellos afectuoso y paternal. (Don Pedro Segura tenía una bien ganada reputación, confirmada con hechos, de hombre seco y austero). El jueves continuaron haciendo visitas. Ricardo Fernández Vallespín regresó a Madrid; y el resto de los viajantes salió por la tarde camino de Jerez. Pero antes de partir dio el Padre una clase de formación a un grupo de sevillanos. Fue muy breve y vibrante al comentar el evangelio del día, ameno en la charla e incisivo y exigente en el examen de conciencia.
Tomaron la ruta del sur. Por las calles de los pueblos que cruzaban era frecuente encontrarse ese día con alguna procesión popular y bulliciosa. Al no hallar habitación en los hoteles de Jerez prosiguieron hasta el Puerto de Santa María, donde creían haber dado, por fin, con un sitio tranquilo para descansar esa noche. Así era, efectivamente; hasta que a las dos de la madrugada se oyó por la calle vecina retumbo de tambores y estridencia de cornetas.
El Viernes Santo hizo el Padre varias visitas en Cádiz y, en primer lugar, al Sr. Obispo. Luego, rumbo a Algeciras; a la altura de los cerros de Tarifa se divisaba claramente la línea de la costa africana, al otro lado del Estrecho. Sin parar mientes en la belleza de la marina, el pensamiento del Padre voló al continente africano y se hizo queja en voz alta: ¿Será posible que el Estrecho sea una barrera para el Cristianismo? ¡cuánto hay que hacer! (139).
Algeciras, Estepona, Marbella, Málaga. Justamente al llegar a Málaga se les estropeó el coche. Se vio el Padre con don Manrique, Secretario de Cámara, y con el Sr. Obispo. Visitó luego a un viejo amigo, don José Suárez Faura, y recordaron aquellos difíciles años en Madrid, cuando ambos dependían de la jurisdicción Palatina, extinguida en tiempos de la República. Al volver por la tarde a la catedral don Josemaría entabló conversación con un clérigo conocido. Inmediatamente se arremolinaron otros en derredor, viéndose encerrado en un corro de canónigos, a quienes la curiosidad tenía pendientes de los gestos y palabras del sacerdote forastero. (Como comentaría luego el Padre, observaban con atención, deseosos de ver al bicho) (140).
La avería del Studebaker no era de mayor importancia. Hicieron noche en Antequera. El domingo de Pascua, primero de abril, celebró misa en los Trinitarios de Antequera. A mediodía estaban en Córdoba y, como venían haciendo ciudad tras ciudad, comenzaron el programa de visitas. Por la tarde, al acabar, fueron a las famosas Ermitas de Córdoba, un antiquísimo cenobio situado en la serranía próxima a la ciudad. Al viejo ermitaño que les enseñó el lugar le dio el Padre una limosna y aquél les repartió unas hojas con versos alusivos al sitio. Una de las poesías decía:
¡Muy alta está la cumbre!
¡La Cruz muy alta!
¡Para llegar al Cielo
cuán poco falta! (141).
Muy bien le parecía al Padre esa vida eremítica, que admiraba, al tiempo que dejaba clara la necesidad de buscar la santidad donde el Señor llama a cada uno. Igual puede vivirse -les comentaba- en la Gran Vía de Madrid. A igual distancia se puede estar del cielo en la plaza de la Cibeles que en el pintoresco monte cordobés (142).
En la misma ladera del monte, subidos a una gran peña, el Padre dirigió a don José Luis y a Jesús Alberto la meditación de la tarde. Cuando llegaron al hotel, don Josemaría se hallaba agotado. ¿Por el trajín del día o por un achaque de la diabetes? Difícil es saberlo, porque no se quejaba. Y, caso de preguntarle, es muy posible que su respuesta fuese la acostumbrada: El Padre está bien hasta diez minutos antes de su muerte. El que tiene que saber cómo está, ya lo sabe (143).
El lunes por la mañana, en cuanto terminó el Padre sus visitas, salieron para Jaén. Olivares y más olivares, hasta donde alcanza la vista. En el Palacio episcopal les informaron que el Sr. Obispo se hallaba de viaje. Tomaron la carretera de Granada. Esa noche se hospedaron en un hotel de la Alhambra.
El martes, 3 de abril, celebró misa el Padre en una parroquia cercana al hotel. Aparte la visita al Sr. Arzobispo, Mons. Agustín Parrado, dedicaron el día a recorrer fincas urbanas que pudieran servir, convenientemente adaptadas, como residencia de estudiantes. Continuaron inspeccionando casas por la tarde; "pero al Padre -escribirá don José Luis en el diario de viaje de esos días- le gusta el Carmen de las Maravillas más que ninguna otra cosa. El acceso es malo, pero una vez allí hace verdaderamente honor a su nombre" (144). Don José Luis y Jesús Alberto levantaron rápidamente un plano elemental de la distribución y medidas del interior del carmen, que era relativamente modesto y no estaba en muy buenas condiciones. Lo que sí podía calificarse de maravilloso era la vista, desde lo alto de una torrecilla, sobre la ciudad y la vega del río Genil.
Al igual que en Sevilla, Málaga y Córdoba, tuvo que hacer muchas visitas. A esas alturas, con sus cuarenta y tres años, don Josemaría había presenciado tantas cosas y tratado a tanta gente, que bien podía aplicarse a sí mismo lo que antaño pensaba de los Albás y de los Blanc: que la familia de su madre tenía conocidos hasta en Siberia (145). En el caso del Fundador esto no sonaba a exageración. Para demostrarlo estaba esa larga lista de eclesiásticos, y no eclesiásticos, con los que se iba tropezando por toda Andalucía, en la mayoría de cuyos pueblos y ciudades no había puesto nunca los pies. (La excepción era aquel azaroso viaje desde Burgos a Córdoba, en busca de un alma a la que atender, en abril de 1938). Ahora, en esta su primera visita a Granada, se presentó de improviso en casa de los marqueses de las Torres de Orán, para darles una grata sorpresa. Y, ¿de qué iban a conversar sino de los recuerdos de aquella temporada de 1936-1937, que habían pasado encerrados en la Clínica del doctor Suils? (146).
El día 4 celebró el Padre en la catedral de Almería. No fue posible ver al Sr. Obispo; y continuó viaje a Murcia. El Sr. Obispo de Murcia había caído enfermo. Tampoco pudieron verle. Pasaron por Orihuela. El Sr. Obispo de Orihuela se había ido a Alicante. Allí se encaminaron. Don Josemaría pudo localizar, por fin, a Mons. José García Goldáraz, Obispo de Orihuela, en el convento de los Franciscanos de Alicante.
El 5 de abril regresaron a Madrid por Elda, Almansa, Albacete y Quintanar de la Orden. El Padre, como en el recorrido de días anteriores, enseñaba a sus acompañantes la devoción al Santísimo Sacramento. De cuando en cuando se paraba para visitar una iglesia, haciéndoles notar, desde lejos, las torres de los campanarios para moverles a un acto de amor de Dios.
* * *
Una vez en Madrid, y habiendo realizado los trámites necesarios, se empezaron las obras de adaptación en las casas destinadas a futuras Residencias: en Granada, el Carmen de las Maravillas, nombre que se cambiaría luego por el de Residencia del Albayzín; y en Sevilla, el inmueble de la calle de Canalejas. Entrado el mes de agosto de 1945 tomaron posesión del Albayzín (147). Después fueron llegando los primeros residentes; pero las obras de readaptación iban lentas. La instalación eléctrica, la fontanería, los desagües, y demás servicios, planteaban problemas (148). Y, entre ellos, los de carácter financiero que, como se verá, cada vez se hacían más agudos.
Acababa de regresar el Fundador a Madrid de su tercer viaje a Portugal ese año de 1945 cuando, próxima la apertura del curso académico, don Josemaría envió una instancia al Sr. Arzobispo de Granada, Mons. Agustín Parrado, en carta fechada el 3 de octubre. En su primer párrafo le exponía que uno de los apostolados del Opus Dei era trabajar en la formación religiosa y profesional de los intelectuales, y que se proponía establecer una Residencia de Estudiantes en Granada, (Albayzín), de la que espera conseguir grandes frutos.
Se acompañaba un ejemplar del Reglamento por el que había de regirse la Residencia y, a tenor del canon 1265, se suplicaba del Sr. Arzobispo:
- La Bendición y aprobación de V.E., para esta labor de apostolado en la Residencia de Estudiantes.
- La concesión del Oratorio semipúblico con Sagrario para dicha Residencia (149).
Por carta del 22 de octubre acusaba recibo don Josemaría del documento solicitado, e invitaba al Sr. Arzobispo a decir la primera misa en el oratorio de la Residencia:
Muy querido Señor Arzobispo:
Unas líneas, para agradecer a V. E. Rvma. todas sus bondades. Recibí el documento de concesión de oratorio y Sagrario -¡un Sagrario más!-: sólo falta que sea mi Señor Arzobispo quien deje a nuestro Señor en aquella casita del Albayzín. Eso irá a pedir a V. E., dentro de pocos días, Don José Luis de Múzquiz (150).
Las obras del oratorio se retrasaron más de lo previsto. Transcurrieron cuatro semanas antes de que don José Luis Múzquiz suplicara al Sr. Arzobispo que, puesto que ya estaba dicho Oratorio preparado, se dignara dar las órdenes oportunas a fin de proceder a la erección canónica (151).
El 23 de noviembre de 1945 se comunicaba oficialmente al solicitante que: "Vistos los precedentes instancia e informe, por el presente erigimos canónicamente el Oratorio semipúblico que se solicita, pudiendo tener reservado en el mismo el Ssmo. Sacramento" (152).
La diligencia con que el Fundador se atenía a lo prescrito por los cánones y a lo decretado por la autoridad diocesana es claro exponente de su respeto a la normativa jurídica. Y las gestiones realizadas con ocasión del oratorio de la Residencia del Albayzín valen, ejemplarmente, para el resto de los oratorios. Pero no pararon ahí las instancias a la Curia archiepiscopal, porque el 30 de noviembre don Josemaría eleva dos nuevas peticiones. En una de ellas respetuosamente:
EXPONE que es costumbre laudable del OPUS DEI hacer mensualmente una vela de amor y reparación a Jesús Sacramentado, y a V.E.
SUPLICA se digne otorgar el oportuno permiso para que en todos los oratorios de las casas que la Obra tenga en esa archidiócesis de Granada, se pueda exponer solemnemente el Santísimo Sacramento en la noche del jueves al primer viernes de cada mes (153).
En la segunda instancia, fechada también el 30 de noviembre de 1945,
EXPONE que es costumbre laudable de los Oratorios de las casas donde los socios del OPUS DEI desarrollan su labor apostólica, por amor al Señor muerto en la Cruz, besar la Cruz de Palo que siempre se coloca en los citados Oratorios. Y con el fin de aumentar nuestro amor y nuestra reverencia al Signo de nuestra Redención, a V.E.
SUPLICA se digne conceder indulgencia cada vez que devotamente se besare la Cruz de Palo de los Oratorios de las casas donde los socios del OPUS DEI desarrollan su labor apostólica, en esa archidiócesis, y se rezare alguna jaculatoria (154).
En Sevilla las cosas marcharon más lisamente. El lunes, 10 de diciembre de 1945, hacían los últimos preparativos para recibir al Padre. Llegó en coche, acompañado de don José Luis Múzquiz, antes de comer. Esa misma tarde dirigió la meditación a un grupo de miembros del Opus Dei. Del oratorio salieron todos dispuestos a mejorar y ser muy santos, tal era la virtud de la gracia de Dios, que operaba a través de la palabra de don Josemaría.
El martes 11, después de la meditación de la mañana, el Padre les dijo misa: la primera misa en el oratorio de la Residencia Guadaira. Antes de distribuir la comunión dirigió unas palabras a los asistentes, animándoles a pedir al Señor, como los discípulos de Emaús, que sea nuestra luz y que se quede con nosotros (155).
* * *
Tres veces estuvo don Josemaría en Portugal el año 1945. La primera en febrero, con ocasión de una visita al Sr. Obispo de Tuy, su buen amigo fray José López Ortiz. En un convento de Tuy se encontraba por aquel entonces Sor Lucia, la vidente de Fátima. El Prelado preparó el encuentro de la religiosa con don Josemaría. Entrevista que resultó providencial, pues Sor Lucia insistió y suplicó al Fundador que fuese a Portugal. El viaje estaba entre sus proyectos apostólicos, pero no a la sazón. En aquel momento no tenían siquiera pasaporte. Mas eso no fue obstáculo, porque con una llamada telefónica a Lisboa Sor Lucia obtuvo un permiso de entrada en Portugal para el Padre y sus acompañantes (156).
El viaje que emprendieron el Padre y don Álvaro desde Madrid el 29 de enero, con breves estancias en Ávila, Salamanca, Valladolid, Palencia, León, Astorga y Orense, se alargó impensadamente por tierras portuguesas, a instancias de Sor Lucia. Acompañaron al Padre y a don Álvaro el Obispo de Tuy y su Secretario de Cámara, don Eliodoro Gil Rivera, que no era la primera vez que viajaba con don Josemaría desde el día que perdieron el tren en León, en julio de 1938 (157). Al volante iba Miguel Chorniqué.
El 5 de febrero estaban en Oporto y saludaron al Sr. Obispo, Mons. Agostinho de Jesús Souza. Al día siguiente les invitó a almorzar Mons. José Alves Correia da Silva, Obispo de Leiría. Visitaron después el Santuario de Nuestra Señora de Fátima, que estaban terminando de construir. En Aljustrel, conoció el Padre a varias familias que habían tenido parte en los hechos históricos, y hasta se hizo una foto con la madre de Jacinta, una de las videntes. En Fátima encomendó el Fundador la futura labor apostólica en Portugal y fechó el prólogo a la cuarta edición de Santo Rosario: 6 de febrero de 1945.
El día 7 se entrevistó en Lisboa con el Cardenal Cerejeira, que estuvo muy afectuoso, pero que -al decir del Obispo de Tuy- "no entendió mucho la novedad de la Obra" (158). Don Josemaría quedó con él en hablar más despacio sobre el Opus Dei en una próxima ocasión.
En Coimbra les recibió, a pesar de hallarse enfermo, Mons. Antonio Antunes. Como refiere Mons. López Ortiz, en contraste con su anterior comentario, el Sr. Obispo de Coimbra "fue todo efusión y cariño, y se manifestó muy dispuesto a ayudar. El Padre dispuso que se comenzara allí la labor" (159).
Desde Coimbra hicieron el viaje de vuelta: Oporto, Tuy, Santiago de Compostela, Covadonga, Burgos, Valladolid (160). El 14 de febrero estaban de vuelta en Madrid. A mediados de junio hizo el Fundador un segundo viaje de una semana a Portugal, acompañado de don Álvaro; y un tercero, también con don Álvaro, en la segunda mitad de septiembre de 1945 (161).
En 1946 vivían ya en Coimbra, de modo estable, algunos fieles del Opus Dei; y en cuanto hallaron una vivienda apropiada, el Fundador solicitó del Sr. Obispo, don Antonio Antunes, permiso para tener oratorio con Sagrario.
He agradecido vivamente las dos cartas de Vuestra Excelencia Reverendísima -escribe al Obispo de Coimbra en mayo-, y las noticias que en ellas me da de los doctores españoles que se encuentran en Coimbra. Posteriormente habrá tenido el honor de saludar a Vuestra Excelencia el Profesor de la Universidad de Santiago Dr. López Rodó. Ya habrá tenido conocimiento Vuestra Excelencia de que, gracias a Dios, se ha encontrado en Coimbra una casa en alquiler. Y por esta razón agradeceré mucho que nos facilite el modelo del documento necesario para poder solicitar de Vuestra Excelencia Reverendísima el permiso para Oratorio semipúblico y Sagrario (162).
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El año 1945 fue de mucho movimiento para Miguel Chorniqué. El Padre se pasó todo el año viajando de ciudad en ciudad. El resultado fue una abundante siembra apostólica (163). En uno de sus viajes por el norte de España, avisó desde San Sebastián a sus hijos de Bilbao que al día siguiente, 9 de octubre, estaría con ellos. Le esperaban, desde hacía algún tiempo, con impaciencia. Durante buena parte del verano habían estado trabajando en la instalación de la Residencia de Abando y por aquella fecha ultimaban los preparativos. De modo que, cuando se anunció la visita de don Josemaría, sus hijos sentían la satisfacción de haber hecho a conciencia los encargos y tener todo perfectamente acabado.
Venía el Padre acompañado de Álvaro del Portillo y de Pedro Casciaro. Tan pronto bajó del coche, y "apenas traspuesto el umbral -refiere un testigo-, echó una mirada en derredor y, dirigiéndose a Pedro, le dijo: saca tu agenda y apunta, por favor. En un momento descubrió el Padre quince o veinte cosas que no estaban bien terminadas" (164).
Como todavía andaban de obras, pensó decir la primera misa en el oratorio, pero sin dejar al Señor en el Sagrario. El día señalado fue el 11 de octubre (165). Y precisamente en mitad de la misa, un equipo de fontaneros armó un alboroto considerable con su trabajo. Las ventanas del oratorio daban al patio interior de la casa, cuyas cuatro paredes reforzaban el ruido de golpes y de cantos. Al llegar el momento de dar la comunión, el Padre se volvió a los asistentes y les dirigió unas breves palabras. El ruido que estaban haciendo los obreros no debería causarles distracciones -así entendió las palabras del Padre uno de los presentes-, porque en un ambiente de trabajo y actividad tenían que santificarse: "En medio del bullicio multiforme del mundo en el que estábamos -pues la Obra no nos sacaba de él-, nosotros habíamos de ser contemplativos, conscientes de la presencia de Dios en nuestra alma, como entonces estábamos de la presencia real de Jesucristo en el Sacramento" (166).
A la inauguración de la residencia de Abando siguieron las de Guadaira y el Albayzín; y, a continuación, toda una red apostólica de centros y residencias por todas las capitales universitarias (167). En algunos lugares, para empezar la labor; y, en otros casos, para ampliar el campo apostólico. (El Palau y La Clínica (168) de Barcelona; Rúa Nueva en Santiago; El Rincón de Valladolid; o el centro de la calle de Correo, en el casco viejo de Bilbao, entre otras sedes, no eran residencias universitarias).
Testimonio de los proyectos apostólicos de don Josemaría son las solicitudes enviadas a las autoridades eclesiásticas durante los primeros meses de 1946. El 31 de enero elevó una instancia al Sr. Arzobispo de Zaragoza, en la que exponía su deseo de desarrollar en la capital aragonesa la labor apostólica, como viene haciéndolo en las demás poblaciones universitarias de España, trabajando según sus fines específicos en la formación de intelectuales. Suplicaba, por tanto, que se otorgase la oportuna licencia para abrir una residencia de estudiantes (169).
Con esa misma fecha -31 de enero de 1946- envió sendas solicitudes, en términos semejantes, a los Obispos de Oviedo (170) y Murcia (171). Dos días más tarde hizo la petición al obispo de Coimbra (172); y el 14 de febrero solicitó licencia para comenzar una Residencia en Santiago de Compostela (173). Finalmente, con fecha del 4 de abril de 1946 suplica se le conceda oratorio semipúblico para el Rincón de Valladolid (calle Montero Calvo, 24), mientras se levanta el edificio para Residencia de Estudiantes (174). La suerte que corrieron los mencionados proyectos fue varia. La Residencia Monterols de Barcelona no empezó a funcionar hasta la Navidad de 1948 (175).
La expansión apostólica había pasado en Barcelona por distintas etapas. Dos años se cumplían de los famosos sucesos de 1941 cuando el Padre hizo un viaje a Barcelona y Zaragoza -25 a 28 de mayo de 1943- para dejar por vez primera al Señor en el sagrario del Palau (176). Ese día siguieron sus hijos con emoción muy particular la meditación que les dio en aquel oratorio, donde celebró misa a continuación. Ahora, las palabras de don Josemaría tenían un claro timbre de optimismo sobrenatural: "a este primer sagrario le seguirán pronto unos cuantos más en Barcelona" (177). El Señor, con su gracia, y precisamente por lo mucho que habían tenido que sufrir, multiplicaría los frutos que les reservaba en Barcelona. Era la hora de volver, con audacia, a hacer abiertamente apostolado. Atrás quedaba aquella triste etapa en que, para no echar más leña al fuego, les había aconsejado contener, en 1941, su afán proselitista. Al llegar el otoño ya funcionaba, además del viejo Palau, un piso en la calle de Muntaner, número 444 (178). El siguiente salto de desarrollo en Barcelona fue la inauguración de la Residencia Monterols, para estudiantes, en el curso 1948-1949.
Al impulso apostólico dado por la Obra en España entre 1944 y 1946 hay que agregar el realizado fuera de sus fronteras, aunque las circunstancias históricas no fueran propicias ni antes ni después de la paz de 1945. En esos años habían recorrido diversos países de Europa y América, por razones profesionales, José María Albareda, Francisco Botella, José María González Barredo, José Orlandis, Juan Jiménez Vargas, Rafael Calvo Serer, etc. El Fundador tenía conciencia de que había llegado la hora de la expansión internacional.