El Fundador del Opus Dei
CAP XIV Desarrollo de la Obra
1. Los tres hermanos
2. "Apostolado de los apostolados"
3. El milagro más grande
4. La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz
5. Muerte de Isidoro. Nihil obstat de la Santa Sede
6. Los primeros sacerdotes
La "etapa de transición" a que se ha hecho referencia, cuando doña Dolores y su hija accedieron gustosamente a tomar las riendas de la administración doméstica de los centros de la Obra, no se interrumpió con la muerte de la Abuela. Pero al desaparecer la madre del Fundador se planteó, tácitamente, un reajuste en las relaciones que mantenían entre sí, y respecto a la Obra, los tres hermanos. Aun perteneciendo los tres -Josemaría, Carmen y Santiago- a una misma familia, sus pasadas experiencias y disposiciones eran muy dispares; porque es indudable que toda persona lleva consigo un bagaje intransferible de ambiciones y esperanzas, por mínimo que sea. Como también es verdad que cada uno de los tres -Carmen, Josemaría y Santiago- poseía rasgos peculiares de su modo de ser. En algunos aspectos del carácter coincidían, ya fuese por herencia biológica ya por la educación recibida. Pero sería interesante saber con certeza de dónde habían heredado ese fuerte ramalazo de temperamento, común a los tres, que alguna rara vez asomaba fogosamente, para desaparecer enseguida sin dejar el menor rastro de enfado.
Si repasamos la existencia de cada uno de los tres, veremos que sus vidas no eran paralelas, no obstante pertenecer al mismo hogar. En efecto, la niñez de Santiago muy poco tuvo que ver con la de sus hermanos. A las tres semanas de nacer, su madre cumplía cuarenta y dos años de edad. Nunca conoció el hogar prometedor y venturoso de los primeros tiempos de Barbastro. Cuando vino a este mundo, el hogar de los Escrivá estaba presidido por la Cruz. Era un ambiente feliz, pero quebrado por muchos trances dolorosos. A padres e hijos les sucedió lo que a las almas santas, a quienes Dios va paulatinamente vaciando de sí mismas para llenarlas de su Espíritu. Así también la familia de don José, a la que el Señor, de manera progresiva, acercaba al espíritu de la Obra. Su larga peregrinación histórica, de ciudad en ciudad, y de renuncia en renuncia, había costado incontables sacrificios, que todos guardaban discretamente entre sus más íntimos recuerdos.
Con el transcurso del tiempo, a la hora de dar testimonio -muertos ya Carmen y Josemaría-, Santiago refiere algo que marcó indeleblemente su existencia y que quizás no se atreviera a expresar en vida de sus hermanos:
"Nuestra casa -confiesa- nunca fue una casa normal en el sentido más estricto de la palabra. Yo veo una casa normal como aquella en la que los hijos pueden recibir amigos, invitarles a comer o merendar, etc. Yo no siempre pude hacerlo. Recuerdo que incluso cuando estaba estudiando en la Universidad, si alguien me invitaba, yo no podía corresponder. A mi hermana Carmen le ocurría lo mismo" (1).
Al fallecer don José, la Providencia arregló las cosas para que el hermano mayor, según había prometido ante el cadáver amortajado del padre, hiciera sus veces. Aquella lejanísima y luctuosa Navidad de 1924 fue dura para toda la familia, e inolvidable para Santiago niño. El único extraordinario que pudieron permitirse en la mesa fue un trozo de mazapán que había comprado Carmen; pero resultó que estaba en malas condiciones y hubo que tirarlo. A los pocos días le sobrevino al pequeño otro desengaño. En medio del luto, el niño aguardaba con ilusión un juguete en la fiesta de Reyes. En cambio, recibió un inesperado golpe:
"También tengo grabada en la memoria -recuerda a medio siglo de distancia- la desilusión que me llevé con los Reyes de casa. Me habían dejado una caja y yo estaba entusiasmado creyendo que era un coche, pero, al abrir la caja, resultó ser un par de zapatos" (2).
Vino después un corte pasajero en la vida familiar. En abril de 1927 don Josemaría se fue a Madrid a terminar sus estudios universitarios para obtener el grado de doctor. Doña Dolores esperaba en Fonz noticias del hijo, para irse toda la familia a Madrid. Se contaban con ansiedad las fechas del calendario; y al pequeño Santiago los días se le hacían eternidades, hasta el punto de que la impaciencia encendía ardorosamente su imaginación durante la noche:
"Yo esperaba que Josemaría vendría a vernos, pero no fue así. La ilusión de su venida me llevaba a soñar que le veía llegar montado en un caballo blanco. Sin embargo, no se olvidaba de mí: todas las semanas me enviaba, por correo, tebeos" (3).
A partir de noviembre de 1927, en que la familia se estableció en la capital, don Josemaría no se separó ya más de los suyos; pero pronto, inesperadamente, el sacerdote sería también cabeza de otra nueva familia. Doña Dolores y Carmen cuidaban entonces maternalmente a Santi. "También Josemaría se dedicaba mucho a mí -comenta éste-. Me sacaba de paseo cuando tenía algún rato libre, sobre todo los domingos. A veces me llevaba a merendar al Sotanillo, donde se reunía con muchachos con los que hacía apostolado. Yo no me enteraba mucho de la labor que hacía, pero allí estaba. Más tarde Josemaría ya no pudo dedicarme tanto tiempo porque lo tenía que dedicar a los primeros de la Obra. Para mí aquello fue como una nueva orfandad, ya que Josemaría y Carmen hacían, para mí, el papel de padres" (4).
El presentimiento de haberle llegado algo así como una segunda orfandad no era producto de una sensibilidad antojadiza sino de que, realmente, el corazón paternal de su hermano Josemaría albergaba una nueva familia. Con fino instinto infantil, y una sombra de recelo, Santi definía a los recién llegados como "los chicos de Josemaría". Y sus temores se vieron cumplidos en parte, pues los visitantes al piso de Martínez Campos eran cada vez más numerosos y la despensa de doña Dolores acusaba visiblemente el buen apetito de los invitados.
Muy diferente era la vida de Carmen. Entre otras cosas porque llevaba veinte años a su hermano pequeño y bien podía hacer respecto a él -como dice el mismo Santiago-, el papel de madre. El hogar, la orfandad del pequeño Santi y la viudez de su madre se disputaban las generosas inclinaciones del corazón de Carmen. Por otro lado, no le faltaba, en su mundo de sentimientos femeninos, una ilusoria vena romántica, a pesar de tener la cabeza bien sentada sobre los hombros. Soñaba con viajar, y era muy aficionada a la lectura (5). Descartadas voluntariamente las posibilidades que se le ofrecieron de casarse, Carmen tomó sobre sí el cuidado de la Obra, sin olvidar a los de su familia.
A la muerte de la madre la hija pasaba de los cuarenta. Aquella chica morena y garbosa que fue Carmen en su primera juventud, era ahora una mujer hecha y derecha, con valiosas experiencias en años de guerra y de paz, firme en sus convicciones, tenaz en la realización de sus propósitos y, al igual que sus hermanos, con una notable grandeza de corazón.
Por lo que concierne a la madre, doña Dolores era pieza maestra, hallada después de muchos años, para salvar la "etapa de la transición". Y nada tiene de asombroso, por lo tanto, que el hijo se alarmara al enterarse de su muerte. ¿Cómo recomponer el papel que tan eficazmente llevaba a cabo la Abuela? ¿Quién la reemplazaría en su función para con las mujeres que se acercaban a los apostolados de la Obra? Únicamente el Padre era quien creaba y transmitía el ambiente de hogar donde se realizaba la tarea de formación del grupo de mujeres, que por entonces se sentían llamadas a la Obra. Toda iniciativa partía del Padre; pero éste contaba también con el callado ejemplo de la Abuela, en cuyo hogar de Barbastro se había educado de niño. Al desaparecer doña Dolores, su primer lamento fue una queja espontánea y amorosa:
Dios mío, Dios mío, ¿qué has hecho? Me vas quitando todo; todo me lo quitas (6).
El meditado proyecto de que la Abuela cooperase en la administración material de los centros, ayudando en la labor apostólica, era decisión tomada tiempo atrás. Por su éxito habían ofrecido muchas oraciones y sacrificios los miembros del Opus Dei. Pero no tardó don Josemaría en darse cuenta de que, como siempre, el Señor va por delante, sabe más y mejor. Doña Dolores recibió su premio y Carmen pasó a ocupar el puesto que había dejado vacante la madre.
Y es que, vistas las cosas desde lo alto -porque en la vida del Fundador no cabe otear el horizonte de otro modo-, los acontecimientos, inexplicables a veces según el juicio de los hombres, adquieren perfecto sentido según las disposiciones de la Providencia. Así lo da claramente a entender lo que relatará don Josemaría en 1948, esto es a los siete años de fallecer su madre y haber asumido Carmen todas sus funciones.
En vísperas de salir para Roma, a mediados de mayo de 1948, don Josemaría se encontró con el Nuncio, quien le dijo haber leído en el Osservatore Romano que Carmen había sido recibida en audiencia por el Santo Padre; y añadió, con genuina sorpresa:
- Yo no sabía que tuviera Vd. una hermana.
- Vea, Sr. Nuncio, con qué discreción han trabajado conmigo mi madre, q.e.p.d., y mi hermana (…): sin ellas no parece posible el dar a la Obra esta delicadeza de hogar cristiano, de familia.
Y, tras una pausa, añadió:
- De otra parte vea la gracia que ha derrochado el Señor, para que la calumnia no se cebara aquí, en esos años duros que V. E. Revma. nos ha visto vivir: porque ahora Carmen tiene cuarenta y tantos años, pero tenía sólo veintitantos cuando comenzaron a ayudarme… (7).
Gracias también a la presencia señorial y respetable de Carmen y doña Dolores, el Fundador pudo hacer intenso y abundante apostolado con mujeres. Entre el otoño de 1940 y el de 1942 atendía espiritualmente a muchas madres de familia en el confesonario y a otras personas dispersas por las provincias, en espera de que funcionara el primer centro de mujeres.
En esos años de "la contradicción de los buenos", Carmen, resistente y decidida, se entregó al servicio de la Obra en cuerpo y alma. Parte de dicho servicio consistía en cubrir la vacante dejada por doña Dolores. Carmen desempeñaba sus funciones de ama de casa y de administradora de Diego de León con profundo sentido de responsabilidad. No se concedía treguas. Trabajaba incesantemente; pero sin agobio, sin perder la cabeza, evitando atropellos y sin aturdirse por cualquier ligero contratiempo. Sus obligaciones comprendían infinidad de aspectos. Desde la búsqueda y adiestramiento del personal femenino hasta la enseñanza de la doctrina cristiana a esas empleadas del hogar.
Se le daba muy bien a Carmen la cocina -la verdad sea dicha- y tenía mano experta lo mismo para un frito que para un estofado, para una sopa o para un postre. Pero corrían los tiempos en que a las buenas cocineras se les apagaban los entusiasmos, habida cuenta de la escasez de provisiones, del sistema de cartillas y hasta de la ínfima calidad del carbón, que era la desesperación de las amas de casa. La cocina estaba en el sótano, y Carmen, que vivía en el primer piso, subía y bajaba veinte veces al día la empinada y estrecha escalera interior que comunicaba las diferentes plantas. La limpieza y la lavandería eran otras tantas engorrosas ocupaciones en aquella casa, que pronto pasó, entre unos y otros, de cuarenta residentes. Y, para llenar algún posible rato de ocio, estaban los extraordinarios, las comidas de invitados, la vigilancia de los suministros, las reparaciones, las notas de experiencias, buenas o malas, y el aprendizaje de una de las primeras mujeres de la Obra que Carmen tenía al lado: por esa época, Nisa (8).
Todos estos apostolados, globalmente conocidos como tareas domésticas, eran ineludibles. Luego estaban las ocasiones en que, discretamente, suplía la presencia de la Abuela en las reuniones de labores de aguja y ropero, donde siempre tenía algo que enseñar o alguna anécdota con la que animar la tertulia.
Había, en fin, los quehaceres reservados a la Abuela, como era el lavado de la ropa interior del Padre. Y cuenta un testigo que en Diego de León, "hacia los años 1941 y 1942, algunas veces se "enfadaba" tía Carmen con el Padre cuando aparecían sus camisas manchadas de sangre, como consecuencia de las penitencias duras que hacía, para ir sacando adelante la Sección femenina de la Obra, que estaba entonces a punto de recomenzar con nuevo impulso" (9).
Carmen -"tía Carmen", como se le llamaba- pronto se ganó el cariño de la gente de la Obra, ellos y ellas, viniendo a hacer en todo las veces de la Abuela. Con ocasión de los viajes se introdujo en la Obra la costumbre familiar de traer un pequeño regalo, que consistía en unos caramelos o alguna otra golosina. Era la Abuela quien solía guardar las chucherías en el cajón de una cómoda que tenía en su cuarto. Y cuando venían de visita sus nietos siempre tenía algo que darles, no sin haberse hecho antes un poco de rogar (10).
Tía Carmen reforzó esa tradición familiar a costa de su bolsillo. Se lo reclamaba el corazón, aunque no era dada a expansiones afectuosas. Este disimular las efusiones del ánimo valía también para definir las relaciones que entre sí mantenían los hermanos, ligados por un hondo cariño, pero sin excesivas manifestaciones externas. No era fácil a terceras personas adivinar hasta dónde llegaba el afecto, porque don Josemaría nunca hizo el más pequeño favor a sus hermanos a costa de la Obra. Ni les dedicó tampoco una sola hora del tiempo reservado a la formación de sus hijos espirituales. El celo de don Josemaría por la Obra hizo estallar, en más de una ocasión, el carácter de su hermana; pero al enjugar la última lágrima recobraba la serenidad y se metía de nuevo en faena. A Carmen le ocurría lo que a la Abuela, cuando se quejaba de que había días en que no veía a su hijo a pesar de vivir en la misma casa (11).
Sin embargo, pocos sabían con certeza hasta qué extremos alcanzaba el reconocimiento a los de su sangre. Porque su gratitud era algo más que una graciosa combinación de caridad y justicia. Todo favor recibido, por pequeño que fuese, despertaba en su alma la conciencia de una deuda, que estaba dispuesto a compensar gozosamente. El agradecimiento de don Josemaría iba más allá de una satisfactoria retribución. En su memoria quedaba siempre el recuerdo de una obligación no saldada por entero. Y solía pagar a los bienhechores con oración, mortificación y las intenciones aplicadas de su misa (12).
Porque, ¿a quiénes debía más que a los de su familia de sangre? Amor y gratitud se daban la mano al tiempo de cumplir con el cuarto mandamiento de la ley de Dios, que denominaba el dulcísimo precepto del decálogo (13).
De su estancia en Burgos en 1938 le venía a la memoria uno de sus viajes a los frentes de guerra: el cambio de tren en Miranda de Ebro; la estación de Haro, y luego Logroño, donde al pasar cerca de la tapia del camposanto le dio un vuelco el corazón. En el cementerio de Logroño estaba enterrado su padre (14). Para el Fundador, por razones al margen del simple amor filial, los restos de don José eran auténticas reliquias. E interiormente hizo el propósito de "rescatarlas" algún día. Rescatarlas del olvido y de la lejanía. Rescatarlas para todos los miembros del Opus Dei que, por designio divino, habían contraído una deuda espiritual con aquel cristiano caballero, aun antes de la fundación.
En diversas ocasiones había manifestado la Abuela su deseo de reposar junto al marido, en espera de la resurrección final. Así, pues, apenas se cumplió el primer aniversario del fallecimiento de doña Dolores, don José María Millán, antiguo compañero de Seminario en Logroño, avisó al Fundador que estaban ya hechas las gestiones que éste le había encargado para la exhumación de los restos de su padre. Y el 27 de abril de 1942 salía en auto, con Ricardo Fernández Vallespín al volante, para trasladar desde Logroño los restos de don José Escrivá. Con los permisos necesarios ya en regla, y provistos de una arqueta con caja de cinc, se presentaron en el cementerio el Padre y Ricardo en la mañana del miércoles 29 de abril. Al aproximarse a la sepultura vieron la losa apartada y a los sepultureros extrayendo la tierra. Pronto apareció el ataúd. Con el peso de la tierra habían cedido las tablas, que estaban sueltas y deshechas. Sin dificultad se recogieron los huesos. Soldaron luego la caja de cinc en una dependencia del cementerio y se volvieron enseguida a la capital (15).
La primera persona que encontró don Josemaría al entrar en Diego de León fue a Nisa. Llevaba el Padre su capa corta de paño negro y una arqueta bajo el brazo cuando le dijo en voz queda y tono de satisfacción: Aquí llevo los restos de mi padre, como quien ha cumplido, por fin, una honrosísima obligación (16).
En el oratorio de Diego de León, sobre una mesita cubierta de un paño negro, dejó la arqueta. Allí quedó hasta el día siguiente, excepto unas horas en que tuvo que llevarla a su cuarto y, por no ponerla en el suelo, la colocó encima de su cama (17). El 30 de abril fue enterrada la arqueta con los restos del Abuelo en el cementerio de la Almudena, a los pies de la caja de la Abuela, a lo ancho de la hoya (18).
Pasaron los años y, una vez acabadas las obras de reestructuración en la casa de Diego de León, sede de la Comisión Regional del Opus Dei en España, pudo completar don Josemaría su piadosa tarea. Los restos de ambos Abuelos fueron depositados en la cripta de la casa el 31 de marzo de 1969 (19). Así fue como vinieron a reposar en el sitio que les correspondía, en familia. Por parte del Fundador esto no constituía un acto de discriminación honrosa para con los de su sangre. Sus hijos mayores habían pedido al Padre que así lo hiciera, en justo agradecimiento a todos los bienhechores de la Obra, representados por quienes cooperaron desde la hora más temprana. Entre los bienhechores contaba don Josemaría a todos los padres y hermanos de los fieles del Opus Dei.
Hoy -comentaba el Fundador un día de 1973- cuando vaya a la cripta donde descansan los restos de mis padres, no rezaré sólo por ellos. Mi oración de agradecimiento y de sufragio por esas almas se extenderá a los padres y a los hermanos de todos los que forman el Opus Dei, y naturalmente rezaré por todas las almas del Purgatorio, incluyendo a aquellas que -estoy seguro de que lo hacían con buena intención- no entendieron o pusieron dificultades para mi trabajo o para el trabajo del Opus Dei (20).
* * *
Los primeros y principales acreedores en la tierra a la gratitud del Opus Dei eran, sin ningún género de duda, los Escrivá. Cara a Dios la vida del Fundador se componía de deudas, espirituales y materiales, para con los de su sangre: padres y hermanos. Y, en el trance de poner en marcha las administraciones de los centros de la Obra, las obligaciones contraídas a favor de la madre y hermana eran de mayor cuantía. Nadie lo sabía mejor que el Fundador. Carmen estaba colaborando en los cimientos del "apostolado de los apostolados", y aprendía de su hermano a tratar a las empleadas del hogar.
Cierto día, posiblemente en 1944, a uno de los estudiantes que vivían en Diego de León se le ocurrió una idea que había pasado ya anteriormente por la cabeza de otras muchas personas. Más que curiosidad era extrañeza: ¿por qué Carmen y Santiago no pertenecían al Opus Dei? El joven en cuestión dirigió la pregunta al Padre, que muy bien podía haberle contestado, pero prefirió que fueran los interesados quienes le sacasen de dudas: Esto es asunto suyo; si quieres, pregúntaselo tú, le respondió (21). La respuesta era, sencillamente, que la vocación personal de Carmen y Santiago no consistía en ser miembros de la Obra sino en colaborar del modo que lo venían haciendo.
Eran las dos de la tarde del 13 de octubre de 1941 cuando don Josemaría, invitado por Mons. Moll Salord, llegaba al seminario de Lérida para dar un curso de retiro espiritual a los sacerdotes de la diócesis. A poco de llegar ya sentía una inexplicable morriña, pensando que había dejado atrás, en Madrid, el cariño que le ataba a sus hijos. Tomó, pues, la pluma para contarles las muestras de afecto del Sr. Obispo y la amabilidad de los Superiores del seminario:
¡Dios se lo pague!
A pesar de todo -continúa-, se me va a hacer muy larga la estancia, porque ando con la cabeza llena de cosas que hay que poner en marcha ahí (22).
(Detrás de la nostalgia y de las amabilidades estaba el callado recuerdo de la tanda de ejercicios dada allí, en el seminario, el pasado mes de abril; y cómo hubo de interrumpirla cuando Álvaro del Portillo le dio por teléfono la noticia del fallecimiento de doña Dolores).
El 16 de octubre volvía a escribirles:
Jesús me guarde a mis hijos.
No esperabais ayer que llamara, ¿eh? Como siempre, costó media mañana esperar a que ese teléfono quedara libre. ¿Cuándo ponen el otro? Si lo ponen, dadme el número y se abreviará.
Hace ejercicios el Arcipreste de Fraga, el pueblo de los higos. Ved si convendría encargar una buena cantidad. Aún no saben precio. El año pasado los vendieron a 2 pts. kilo; pero este año dice que quieren venderlos a 5 pts. Ved si conviene, y decidme enseguida lo que sea. Si se encargan, he de decir ya la cantidad. Es venta libre (23).
Suelta a continuación la lista de cosas y encargos que le pasaban por la cabeza y que era urgente poner en marcha: el personal de servicio en la Residencia de Jenner, las casas por instalar, la compra de muebles…
Esta carta -les dice a modo de postdata- parece escrita por Lázaro en colaboración con Marta. ¡Pobre María! (24).
Frase que hay que tomar con una chispita de broma, y no al pie de la letra, porque don Josemaría tenía puesto su corazón y sus cinco sentidos en la tanda que predicaba. Y el montón de preocupaciones que rondaban su pensamiento, aun siendo tan prosaicas como la operación de los higos secos, estaban inspiradas por la gloria de Dios y el cariño paterno por sus hijos (25). Es un hecho tangible y comprobable que en su cabeza cohabitaban toda suerte de proyectos -materiales y espirituales-, bajo el imperio de una única intención sobrenatural. En esas condiciones, ¿tenía acaso sentido distinguir entre vida activa y contemplativa, entre meditación y gestión, entre oración y trabajo? Marta y María no andaban reñidas ni separadas, sino cogidas del brazo, como dos buenas hermanas, porque el amor de ambas, y el de Lázaro, tocaba el corazón de Cristo.
Esto dicho, agreguemos que la frase de la postdata rezuma también seriedad, porque hace referencia a la médula del mensaje que trae al mundo el Opus Dei. A saber: el valor santificador del trabajo hecho cara a Dios, con rectitud de intención. Sobre ello comenta el Fundador:
En su aspecto espiritual o ascético, la formación que nos da la Obra tiende a crear en nuestras almas una disposición habitual, como un instinto, que nos conduce a mantener siempre -a no perder- el punto de mira sobrenatural en todas las actividades. No vivimos una doble vida, sino una unidad de vida, sencilla y fuerte, en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones.
Cuando respondemos generosamente a este espíritu, adquirimos una segunda naturaleza: sin darnos cuenta, estamos todo el día pendientes del Señor y nos sentimos impulsados a meter a Dios en todas las cosas, que, sin Él, nos resultan insípidas. Llega un momento, en el que nos es imposible distinguir dónde acaba la oración y dónde comienza el trabajo, porque nuestro trabajo es también oración, contemplación, vida mística verdadera de unión con Dios -sin rarezas-: endiosamiento (26).
En cuanto don Josemaría regresó a Madrid se ocupó de terminar la instalación del piso de la calle de Villanueva, 15 (después 13), que se había alquilado en el mes de septiembre y adonde fueron a vivir Álvaro e Isidoro Zorzano; y luego de mucho buscar dieron con otro pequeño piso, en el que vivían un grupo de personas que cursaba estudios de doctorado o ya ejercían su profesión. Dicho centro se instaló en una casa de la calle Núñez de Balboa, 116 (27). Ese genérico concepto de "instalación" incluía el problema del servicio doméstico, es decir, la tarea de atender la administración de cada centro. Ocupación que el Fundador había definido esencialmente como apostolado de los apostolados, por su gran repercusión y eficacia en las actividades apostólicas de la Obra.
En 1942, y en los años que siguieron, eran contadísimas las mujeres de la Obra en aquel primer centro de Jorge Manrique. Tan patente era el desigual desarrollo de las dos vertientes apostólicas -la de hombres y la de mujeres- que en el curso de retiro que hizo a solas don Josemaría en noviembre de 1941 se resolvió, animado por una secreta esperanza, a dedicar una buena parte de su actividad sacerdotal a la labor de la Obra con mujeres, que presiento -escribe- ha de tener muy pronto un buen empujón, por el número y por la formación (28). Durante algunos años se enfrentó inevitablemente con la desigualdad numérica de los elementos componentes de la Obra. Y don Josemaría, armado de fe, en lugar de poner freno al creciente progreso de los centros para varones -Diego de León, Jenner, Villanueva, Núñez de Balboa, El Cubil- intentó, como pudo, que sus hijas realizaran, desde Jorge Manrique, la gran tarea que les correspondía en todos los centros de la Obra como apostolado específico.
Sobradamente conocía el Fundador los principios por los que se regía ese apostolado de los apostolados: lo primero, el servicio que se hacía a toda la Obra; detrás vendrían los demás apostolados variadísimos de sus hijas. No era precisa mucha perspicacia para darse cuenta de que aquella situación de desequilibrio entre el número de hombres y el de mujeres invitaba a una cautelosa prudencia. Por eso, la decisión de don Josemaría de seguir adelante con la expansión de la Obra en aquellos momentos, sin detener su desarrollo, fue un acto de plena confianza en Dios.
Se esforzaba el Padre en aclararles que estaban comenzando. Les pedía fe y audacia: Con sólo media docena de mujeres que sé que me seréis fieles, llenaremos el mundo de luces de Dios, de fuego divino. Tened fe en Dios, y un poco de fe en este pobre pecador, les suplicaba (29). Era el inicio de la labor y, precisamente por eso, las primeras debían estar dispuestas a todo. Más adelante, con el desarrollo de los apostolados, sólo se ocuparía profesionalmente de las labores domésticas un pequeño porcentaje de las mujeres de la Obra. Habrá -les decía el Padre- hijas mías Catedráticos, Arquitectos, Periodistas, Médicos… Pero, por de pronto, todas tendrían que encargarse también de la administración de los centros de la Obra en Madrid.
A lo largo de los cursos académicos 1941-1942 y 1942-1943, don Josemaría, con la ayuda de su hermana Carmen, libró la batalla de la formación de las nuevas administradoras de los centros y residencias de la Obra en Madrid, en todo lo referente a las tareas domésticas. Lo peor de todo eran las prisas; y el mayor obstáculo la falta de tiempo. Tuvieron, por tanto, que aprender sobre la marcha.
Tía Carmen se impuso esta obligación con Lola, Nisa, Encarnita y alguna otra. Carmen, vigilante y repartiendo consejos a todas, sin meterse en terrenos que no le incumbían, enseñaba y arrastraba con el ejemplo (30). Y el Padre, con la autoridad que le correspondía, animaba y exhortaba a sus hijas para irlas formando, con mucha paciencia y sin dejar de corregirlas. Tenía don Josemaría excelentes condiciones pedagógicas, aunando, a la vista del caso concreto, la teoría con la práctica. De modo que cada lección era una enseñanza inolvidable. Las lecciones versaban sobre los menesteres y las operaciones más variadas y vulgares. El Padre, siempre en guardia, les enseñaba a ejecutar con la mayor perfección posible, y por amor a Dios, cualquier trabajo, por insignificante que pudiera parecer. Quería que sus hijas aprendieran a ser fieles en lo pequeño, en las tareas corrientes de cada día, porque ése es el camino para santificar toda nuestra existencia, les decía.
Se tomaba el Padre la molestia, por ejemplo, de enseñarles -como enseñaba también a los hombres- a cerrar una puerta con cuidado; es decir, a cerrarla sin golpazo y con amor de Dios. A vista de la persona interesada y con la puerta abierta empuñaba el picaporte, hacía girar luego suavemente la manilla y aproximaba, sin violencia, la hoja de la puerta hasta cerrarla, sin dar golpes. Luego soltaba suavemente la manilla para que encajase debidamente, evitando que entrara al resbalón. De igual forma, la operación inversa (31).
El Padre solía acompañar las lecciones prácticas de alguna palabra amable, de una sonrisa y, por dentro, con oración. (Es muy de sospechar que estos ingredientes pedagógicos procedían de la educación y buenos modales aprendidos en el hogar de Barbastro. Recordó siempre con agrado don Josemaría las lecciones aprendidas de sus padres. Si le pedían algo de niño -traer un objeto, por ejemplo-, y no ponía atención al acercarlo, o mostraba desgana, o lo entregaba precipitadamente, para irse a jugar, el padre o la madre le enseñaban los buenos modales. "Así se entregan los guantes al rey" -le decían-: con una sonrisa, con deferencia, sin precipitarse, con atención) (32).
Así tuvieron que muchos detalles. Encarnita, sin pretender ser exhaustiva, ni mucho menos, hace una lista con un montón de observaciones y variedad de quehaceres:
"Aprendimos el tono humano que debían tener nuestras casas; limpias, puestas con buen gusto y con detalle; evitando la tacañería, pero sin lujos y cuidando las cosas para que duren. Nos dejó muy claro que para el oratorio todo debía, siempre, parecernos poco. Aprendimos que los cuadros debían estar bien colocados; que los muebles no debían rozar las paredes; a cerrar bien las puertas; a poner armonía y gracia, tanto en la colocación de unas flores, como en un adorno que estuviera sobre una mesa o en una vitrina. Nos explicaba cómo, al entrar en una habitación teníamos que ser observadoras y darnos cuenta enseguida de lo que estuviera torcido, estropeado o roto. Todo esto era preciso extremarlo en el cuidado de lo relacionado con el oratorio: colocación de candeleros o del mantel para que fuera igual de largo por cada uno de los lados del altar, que estuviera la persiana baja cuando hubiera luz eléctrica… También nos insistía en que no debía haber más luces encendidas que las necesarias en cada momento.
Nos habló de las flores que se ponían sobre el altar: estarían colocadas directamente allí, entre los candeleros, fuera del mantel, pero siempre sin recipiente con agua que las conserve: así se consumirían plenamente -sin nada que les alargase la vida- para el Señor" (33).
En aquella labor educativa resultaba sorprendente la fecundidad de don Josemaría al formular los principios teórico-prácticos, por los que debían regirse. Eran otras tantas reglas de oro donde se compendiaba algún aspecto concreto del espíritu de la Obra, aplicado a la administración de los centros. Consistían estas reglas en frases fáciles de recordar, o lo suficientemente pintorescas como para que no se cayesen de la memoria. Si escaseaba la comida y sus hijas e hijos se plegaban a las restricciones, el Padre exigía mayor confianza. Dios velaría por sus hijos: Si nosotros no le faltamos -les decía-, Él no nos faltará (34). Pero sin la presunción de que les iban a llover las cosas del cielo, como el maná del desierto: Hay que poner todos los medios humanos, como si no hubiera sobrenaturales, y después una fe tan grande como si las cosas dependieran sólo de Dios (35).
A las mujeres que tenían que dirigir a las empleadas del hogar en sus tareas domésticas, les aconsejaba, si es que querían que todo marchase bien, que fuesen ellas por delante en los servicios desagradables (36). En cuanto al modo de vivir la pobreza, les mostraba dónde y cómo ahorrar: manejar con cuidado los objetos frágiles, reparar cuanto antes los desperfectos, alargar la vida de los instrumentos de servicio. En una palabra, comportarse con dignidad, sin pobretería, pero con sacrificio, haciéndose a la idea de que eran madres de familia numerosa y pobre, conscientes de que la riqueza del Opus Dei es que sepamos vivir pobres (37).
Gustaba el Padre de verlas serenas y optimistas, rindiendo en su trabajo, con orden y eficacia. Y, si querían evitar parones y altibajos, les daba un remedio infalible:
A veces da gusto veros funcionar -decía a sus hijas con orgullo-: marcha bien vuestra vida interior, trabajáis constantemente, hacéis apostolado. Pero de repente hay como un frenazo y reducís la marcha. Y, ¡eso no puede ser! Vuestra vida tiene que tener un ritmo uniforme, como el tic-tac de un reloj. Para conseguirlo, el secreto es cargarla con la cuerda del amor de Dios (38).
En fin, tenían que revestir el cumplimiento de sus faenas con una nota de discreta elegancia, porque la buena Administración ni se ve ni se oye (39).
Ni qué decir tiene que no parecía sencillo poner en práctica un estilo de vida así. Sin embargo, pronto las aprendieron de la mano del Padre en gran medida, pero también gracias a los muchos percances, errores y equivocaciones cometidos. A tales contratiempos, algunas de ellas los denominaban "desastres"; y el Padre, tomándolos por el lado positivo, los calificaba de "experiencias" (40). Pequeños desastres se produjeron, como sucede en todo lugar y, para que no se repitiesen en el futuro, se hacían fichas de experiencias, para ir ganando terreno y no caer dos veces en el mismo hoyo. Grandes desastres tampoco faltaron, sucediendo que el mayor de ellos dio lugar a la mejor de las experiencias.
Discurría plácidamente el curso académico 1942-1943 en la Residencia de Jenner cuando al hijo del dueño se le ocurrió casarse. Esto, naturalmente, no tenía por qué alterar la vida de los estudiantes. Pero el propietario del inmueble, aprovechando tan feliz motivo, presentó demanda judicial de desahucio, alegando que necesitaba los pisos ocupados por la Residencia, que estaban en alquiler, como vivienda para la nueva familia.
La entrevista con el abogado del dueño de la casa hizo ver que, de llevar el asunto a pleito, la sentencia sería desfavorable. Don Josemaría decidió, por tanto, actuar con rapidez, antes de que la situación empeorase. Una mañana temprano, acompañado de Amadeo de Fuenmayor, se fue a ver al propietario. La conversación, cortés, no prometía gran cosa, pues el dueño se aferraba a la ley y no estaba dispuesto a hacer concesiones, a pesar de que se le insistió en los graves inconvenientes que sufrirían medio centenar de personas en pleno curso…
De pronto, don Josemaría cambió de táctica y le dijo en tono diferente:
- …Soy un sacerdote de Jesucristo… Y no puedo consentir que tengan que abandonar la Residencia en pleno curso cincuenta estudiantes cuya alma me ha sido confiada (41).
"A partir de ese momento -refiere Fuenmayor-, cambió enteramente el giro de la entrevista. Y entonces, como si resumiera una larga negociación que hubiera alcanzado un punto final satisfactorio, el Padre añadió con gran autoridad y suma sencillez: O sea que, mañana se reunirán su abogado y el mío y redactarán un documento con las cláusulas siguientes… Y dictó una tras otra las cláusulas, que al día siguiente di a conocer a los dos abogados" (42).
Como garantía del cumplimiento de las condiciones acordadas se entregó un cheque y la Residencia continuó funcionando hasta el verano, que era cuando acababan las clases. Entre tanto, obligados forzosamente a un traslado, don Josemaría vio que con ello se le presentaba la ocasión de ampliar la capacidad de la Residencia. Además, sería la primera Administración completa e independiente, algo así como una administración piloto (43).
Acompañado de tía Carmen, el Padre llevó a las que iban a encargarse de los trabajos de la Administración en la futura Residencia a visitar la tumba de los Abuelos en el cementerio de la Almudena. Ante los restos de doña Dolores pidieron por las necesidades de la nueva empresa, continuación de la de Jenner, a cuyo servicio tan generosamente se había entregado la Abuela (44).
En la avenida de La Moncloa, a un paso de la Ciudad Universitaria, se encontraron dos chalets, que no estaban contiguos, sino a distintos lados de la calle, uno enfrente de otro. Todo el verano estuvieron de obras. La reparación de los daños causados allí durante la guerra y la adaptación de los edificios a su nuevo destino, se alargó varios meses. Cuando en octubre se presentaron cerca de noventa estudiantes, la Residencia no había empezado siquiera la prueba de rodaje. En octubre empezaron los contratiempos.
De la administración se ocupaban Encarnita, Nisa y Amparo Rodríguez Casado, que estaba delicada de salud; y tenían la ayuda y consejos de Carmen, aunque esporádicamente y de lejos, pues atendía Diego de León. Las entradas y salidas de albañiles, pintores y fontaneros ni contribuían al buen orden del servicio ni a mantener limpia la casa. Y la separación de los dos chalets, con la calzada por medio, creaba nuevos problemas y dificultades. El almacén de comestibles, por ejemplo, estaba al otro lado de la calle y a buen trecho de la cocina. Lo mismo sucedía con los cuartos y dormitorios, que se dividían entre los dos chalets.
Como había dicho el Padre meses atrás, la Residencia de la Moncloa sería el escaparate de la Obra, en ella se fijarían quienes no miraban con buenos ojos al Opus Dei, tratando de hallar fallos y defectos. Pero, no por eso alguno debía intranquilizarse ni prestar demasiada atención a los curiosos o a los malintencionados, sino esforzarse en hacer las cosas lo mejor posible, en la presencia de Dios (45). Estaban ya casi en la Navidad y el funcionamiento de la administración de la Residencia era -según el honrado saber y entender de aquellas mujeres- un escaparate de desastres.
Las chapuzas de los albañiles y los arreglos de los fontaneros, hechos deprisa y con malos materiales, propios de la posguerra, hacían interminable la presencia de obreros en la casa. Las instalaciones eran defectuosas; las dificultades de abastecerse, cada vez mayores; y el número de residentes, muy elevado.
Las dificultades fueron minando paulatinamente el optimismo, las energías y la paz interior de las administradoras. De manera que, al acabar el primer trimestre, habían dado al traste con aquel consejo de que nuestra vida debe tener ritmo uniforme, como el tic-tac de un reloj. Además, con el afán de dedicar más horas al trabajo, las robaban al sueño (46).
Hacía algún tiempo que no habían visto al Padre. Las jornadas prenavideñas habían sido de mucha brega, y coincidían con un final de trimestre. Se acumuló el trabajo. Los estudiantes marchaban de vacaciones y reclamaban la ropa de lavandería antes de la fecha fijada. Algunas empleadas del hogar fueron a pasar esos días de fiesta con sus familias. Y, por si era poco, se les echaron encima los preparativos propios de la Navidad.
El 23 de diciembre fue por allí el Padre. Iba a felicitarles, por adelantado, las fiestas; y les traía un regalo de parte de tía Carmen. Llamó a Nisa y a Encarnita, que pronto aparecieron en el comedor. Les enseñó el regalo: una bandeja de madera lacada, con un diseño de pájaros de brillante plumaje. Arrimó don Josemaría una silla de la mesa de al lado y se dispuso a charlar un breve rato con sus hijas. No tenían nada especial que contarle, salvo la desazón por la que atravesaban. Confiada y espontáneamente se desahogaron ambas (47).
El Padre, paciente y sereno, las escuchaba con atención. De cuando en cuando las interrumpía, dándoles ánimo y asegurándoles que aquello no duraría mucho.
- "Además, como tenemos tanto trabajo -le explicó una de ellas-, no tenemos tiempo de hacer la oración y la hacemos trabajando y, prácticamente, sin darnos cuenta de que hablamos con Dios…"
- "Es que Vd. piensa cosas, con la imaginación -intervino tímidamente la otra-, y nos pide imposibles" (48).
De repente aquel sacerdote, fuerte ante las contradicciones, hundió la cabeza entre las manos y rompió en sollozos. Nisa y Encarnita le miraron doloridas y en silencio. Pasó un corto espacio de tiempo. El Padre se serenó, alzó el rostro y, echando mano del regalo que había traído, cortó un trozo del papel que lo envolvía. Tomó luego la pluma y comenzó a escribir:
+
1/ sin servicio
2/ con obreros
3/ sin accesos
4/ sin manteles
5/ sin despensas
6/ sin personal
7/ sin experiencia
8/ sin dividir el trabajo
Al llegar aquí, trazando una raya, como para aislar las dificultades, comenzó a enumerar los remedios:
1/ con mucho amor de Dios
2/ con toda la confianza en Dios y en el Padre
3/ no pensar en los desastres, hasta mañana durante el retiro.
23 dic. 1943 (49).
Luego, con mucha paz y la sonrisa en el rostro, les entregó el papel y les anunció también que les predicaría el retiro y les hizo unas recomendaciones para que celebrasen con una buena cena la Nochebuena, deseándoles una feliz Navidad.
El 24 de diciembre les dio el Padre el prometido retiro espiritual, desbordante de fe y optimismo, seguro de que sus hijas no olvidarían nunca la lección de aquella pasada experiencia, en que había estado a punto de irse al garete la esperanza puesta en el apostolado de las administraciones.
Lloré, hija mía -decía el Padre a Encarnita-, porque no hacíais oración. Y, para una hija de Dios en el Opus Dei, el trabajo más importante, ante el que hay que posponer todo lo demás, es éste: la oración (50).
Esta aventura divina de servicio en la Obra, que es la atención de las administaciones de los centros corrió un no pequeño peligro en el incidente de la Moncloa en la Navidad de 1943. Ese frágil instrumento humano no se hallaba todavía templado por el uso, pero de allí saldría el futuro vigor y la fecundidad del apostolado de los apostolados. Como había prometido el Padre, pronto se puso remedio a la lamentable condición material del servicio en la Residencia. En enero de 1944 se acabaron las obras y se liberó la casa de albañiles. Por esas mismas fechas se dejó también el piso de Núñez de Balboa, lo que permitió concentrar la atención en los otros centros.
El Padre seguía atento al paso y progreso de la Administración. Unas veces mandaba a sus hijas recoger velas, evitando entusiasmos peligrosos, porque "lo mejor es enemigo de lo bueno", según el dicho popular (51). Otras veces, al revés, tenía que espabilarlas, para que no se durmieran sobre los laureles. Todo lo referente a la cocina era cuestión que consideraba de particular importancia, porque un posible mal funcionamiento de la cocina repercutiría desfavorablemente en el apostolado y en la economía de toda la Residencia (52).
Ese prolongado esfuerzo por lograr un aceptable nivel en el servicio de las Administraciones duró años. En buena parte era debido a que no se disponía ni de los medios adecuados ni de la experiencia necesaria. Era evidente que las empleadas del hogar que habían sido contratadas carecían de preparación, las más de las veces, y había que enseñarles desde un principio los rudimentos de las tareas domésticas. Para convertir aquella plantilla de servicio en un equipo eficaz se requería raigambre y profesionalismo y, mejor aún, si el personal se movía por más altos principios. El apostolado de apostolados, en una palabra, acusaba un enorme vacío: se necesitaban mujeres entregadas en cuerpo y alma, profesionalmente, al trabajo específico de administrar los centros del Opus Dei.
Hasta que algunas de las empleadas hicieron de ese trabajo doméstico el medio profesional de su santificación y apostolado en el Opus Dei, pasaron cerca de cuatro años.
Tan feliz etapa también tuvo sus principios en la época de los "desastres". A poco de comenzar el curso, con cerca de un centenar de residentes, un grupo de empleadas vascas regresaron desilusionadas a su tierra. Don Josemaría se fue inmediatamente a ver a la Madre General del Servicio Doméstico (53). No estaba la Superiora, pero expuso el caso a la Madre Carmen Barrasa, que prometió enviar cuanto antes alguna ayuda (54).
Por fortuna acababa de enterarse la religiosa de que Dora, empleada en casa de los duques de Nájera, estaba libre por esos días. Era realmente una chica excepcional y la Madre Barrasa estaba dispuesta, de verdad, a hacer un favor a don Josemaría. Habló con Dora, y tanto le insistió que, aunque no llegó a convencerla, consiguió al menos que se fuese por una corta temporada a la Residencia de la Moncloa.
Con un par de maletas y un buen vestido se presentó en la Moncloa, ante la mirada un tanto sorprendida de Encarnita. Después de decirle que venía de parte de la Madre Barrasa hizo breve mención de su currículo profesional. Tenía 29 años, se llamaba Dora del Hoyo, había nacido en Riaño (León) y trabajado en varias casas particulares; últimamente en la de los duques de Nájera. (Lo que no contó Dora es que si estaba allí era por no dejar mal a la Madre Barrasa; ni que pensaba volver pronto a casa de los Nájera) (55).
En cuanto Dora recorrió la zona de la administración se dio cuenta, sin necesidad de explicaciones, del abundante trabajo y de la escasez de mano de obra que allí reinaban. A la recién llegada le dio mucha pena ver a aquellas mujeres jóvenes, con unas empleadas inexpertas y con faena hasta las cejas. Porque el sueldo era ajustado, los dormitorios del servicio -como era entonces corriente-, comunes; y todo se contaba por centenares: ropa que lavar o comida que preparar y servir. Y todo, ¿para qué?
Inconscientemente, debió retenerla la callada lección de aquellas administradoras azacanadas con alegría y señorío en el trabajo, por servir a estudiantes desconocidos. Y eso es lo que movió a Dora: su compasión; tener un corazón muy grande. En los veranos, durante la época de la recolección, pedía permiso para ir al pueblo, a echar una mano a los de su familia en las faenas agrícolas, mientras la familia donde servía marchaba de veraneo (56).
Al cambiarse de ropa pasó la primera prueba de fuego. Acostumbrada a los uniformes de doncella de casa adinerada y aristocrática, limpios, bien planchados y con encajes, algo muy extraño sintió al embutirse en una bata que no le sentaba nada bien.
"Bueno, hoy me quedo y ayudo lo más que puedo, pero mañana me marcho" pensaba Dora (57). Llegaba el domingo y se iba a ver a la Madre Barrasa para decirle que dejaba aquel empleo. La buena religiosa, que sospechaba las intenciones de Dora, la esquivaba maravillosamente. De manera que dejaba, de una semana a otra, la ocasión de romper.
El pundonor profesional, sin seria preparación, le hacía demorar la resolución de irse definitivamente de esa Residencia. En el fondo Dora era un regalo de Dios, como refiere Encarnita, pasmada por sus saberes y virtudes domésticas: "Dora tenía un corazón de oro y trabajaba divinamente: dominaba la plancha, la tintorería, la costura; limpiaba con extraordinaria perfección; servía la mesa sin el menor fallo; sabía mucho de cocina. Y además su comportamiento era respetuoso, natural, y sabía enseñar a las otras chicas con autoridad pero unida a una gran delicadeza. Es verdad que tenía un carácter fuerte, pero también luchaba por dominarse.
La primera semana que decidimos hacernos cargo de la ropa, Dora propuso almidonar las pecheras de todas las camisas blancas, que era la última moda. Aun sin planchero, organizó el trabajo aprovechando minutos libres: un rato por la tarde y otro por la noche y utilizando las mesas del comedor y la placa de la cocina. Fue enseñando a las demás chicas que no sabían hacerlo y la idea tuvo éxito ruidoso entre los residentes. Se había ido encariñando tanto con la casa, que decidió no marcharse hasta que el curso terminara" (58).
Tan pronto estuvo organizado todo el servicio y funcionando sin mayores problemas la administración de la Residencia, el Padre, que les hacía una visita semanal, animó a sus hijas para que preparasen espiritualmente, más a fondo aún, a las empleadas del hogar, por si Dios, en su bondad, concedía a algunas la posibilidad de seguir esa tarea profesional ya como fieles de la Obra. "Desde aquel momento -cuenta Encarnita- la vocación de Dora ocupó muchas horas de nuestra oración y del trabajo; nuestro Padre la llevaba encomendando más tiempo" (59).
Cuando se instaló en Bilbao la Residencia de Abando, en 1945, allá fueron voluntarias Dora del Hoyo y Concha Andrés. El 18 de marzo de 1946 pidieron ambas por carta al Padre incorporarse al Opus Dei. Las recibió al día siguiente, fiesta de San José; y, según dijo el Padre, "aquellas dos cartas habían sido el mejor regalo de todos los días de su santo" (60).
Cuando Dora y Concha Andrés se presentaron en Madrid, de paso para Los Rosales (61), Concha no pudo menos de contarle al Padre, con sinceridad, su desasosiego. Recibían clases de latín; pero el latín estaba por encima de sus posibilidades, era algo fatal. El Padre, con una sonrisa le devolvió la paz: hija mía, no te preocupes; si no se te da bien, no lo hables (62).
En el verano de 1946 se juntaron en Los Rosales las primeras numerarias auxiliares (63): Dora, Concha, Antonia Peñuela, Rosalía López y Julia Bustillo (64).
Por fin, el Padre se encontraba con el pleno desarrollo de la otra componente de la Obra: ¡las mujeres! Cuántas fatigas y sufrimientos. Aquello era un auténtico milagro: el milagro mayor que ha hecho el Señor en su Obra, y eso que no ha hecho pocos (65).
Toda su vida estuvo viendo aquella última manifestación de su paternidad espiritual con la sorpresa de quien asiste al nacimiento de una vena de agua virgen. Esto le sucedía al leer las cartas de alguna de sus hijas, de escritura vacilante, y los renglones en cuesta:
Me emocionaron -escribía a sus hijas en 1946. Siempre le emocionaron también las cartas de sus hijos campesinos y obreros-. No tengáis envidia, si digo que tengo especial predilección por esas hijas. Más: quiero, pido a Dios que vosotras sintáis la misma afectuosa predilección por esas hermanicas vuestras pequeñas; y que este espíritu se haga tradición y realidad siempre en nuestra Obra (66).
Aquel soñar, desde el 14 de febrero de 1930, era ya una realidad firme y consistente (67).
En la primavera de 1940, en que despertaban por todas partes las ya conocidas incomprensiones, el Fundador tenía la cabeza llena de proyectos que, a fuerza de darles vueltas y más vueltas en su meditación, se encontraban ya maduros. Funcionaban por entonces en Madrid la Residencia de Jenner y el piso de Martínez Campos; el Cubil, en Valencia; el Rincón, en Valladolid; y estaba a punto de instalarse un piso en Barcelona. Esta expansión apostólica se había realizado a los doce meses de salir de una guerra civil, con el escaso plantel de una docena de hombres y sin otros medios que un santo celo apostólico, porque no disponía de dinero. Todo ello a costa de una vida ajetreada y agotadora, viajando sin parar por las diócesis del centro y norte de España para predicar ejercicios espirituales al clero, a petición de los obispos.
En medio de la actividad, y de los frutos obtenidos, el Fundador experimentaba una creciente inquietud de fondo ante el panorama que se abría a su vista. En sus avances había atendido demasiados frentes. Se había desbordado. De manera que resultaba desaconsejable continuar avanzando, pues el conjunto de la Obra podía desarticularse. Vio claramente el peligro, porque en una anotación de mayo de 1940, después de referirse a las muchas novedades apostólicas recientes, y como para quitarse un peso de encima, escribe:
Mi gran preocupación es la parte femenina de la Obra. Después, la "casa de estudios" para los nuestros, y los futuros Sacerdotes. In te, Domine, speravi! (68).
De nuevo insiste en una carta de julio de 1940, dirigida a sus hijos de Madrid. Acabada la carta, a renglón seguido después de la firma, y como si se le hubiera olvidado algo, escribe sin dar más explicaciones: Dos temas capitales: ellas, y los Sacerdotes (69).
Seis años empleó -según queda visto- para resolver el problema fundamental del asentamiento de las mujeres en la estructura viva de la Obra. De otro modo no hubiese podido salir adelante. Porque la presencia de las mujeres, al igual que la de los sacerdotes, era esencial a la vida de la Obra; esto es, a su dinamismo. Recordemos los esfuerzos y zozobras de don Josemaría en los años treinta para formar a las mujeres de la Obra; y la posterior disolución del primer grupo. Algo semejante sucedió con el grupo de sacerdotes de que se rodeó en los años treinta. En ambos casos por la misma razón: porque no asimilaron el espíritu propio del Opus Dei. Pero lo maravilloso es que -tanto en lo que concierne a las mujeres, como a los sacerdotes- la fundación vuelve a su nacimiento, como río que buscara de nuevo su auténtico y primitivo manantial. Como si Dios, después de haber probado a su siervo, presentara al Fundador una página en limpio, para su versión definitiva.
Don Josemaría, pues, volvió sobre sus pasos con la certeza de que éste era el camino por donde debía recomenzar: que los sacerdotes incardinados al Opus Dei deberían salir de dentro, de sus propias filas. No es que, anteriormente, se hubiera equivocado; sino que el Señor tiene sus sendas, inescrutables a los hombres. Y así como le llegaban nuevos miembros a la Obra en las fiestas de Apóstol, o en sus vísperas, para mantener el optimismo de aquel joven fundador:
En los primeros años de la labor acepté la colaboración de unos pocos sacerdotes, que mostraron su deseo de vincularse al Opus Dei de alguna manera. Pronto me hizo ver el Señor con toda claridad que -siendo buenos, y aun buenísimos- no eran ellos los llamados a cumplir aquella misión, que antes he señalado. Por eso, en un documento antiguo, dispuse que por entonces -ya diría hasta cuándo- debían limitarse a la administración de los sacramentos y a las funciones puramente eclesiásticas (70).
En una nota de finales de 1930 -cuando sólo le seguían dos o tres laicos y don Norberto, Capellán Segundo del Patronato de Enfermos-, considerando don Josemaría el modo de vivir los sacerdotes de la Obra, hacía una aclaración fundamental y tajante cara al futuro: los socios sacerdotes -escribe- han de salir de los socios laicos (71). Ya no volverá el Fundador a insistir sobre este punto; pero en 1935, ante la actitud de incomprensión y falta de unidad de algunos del grupo que entonces le seguía, se fue desligando de ellos.
Pasando, pues, revista a su situación personal, lo primero que echó de ver don Josemaría fue que ni el tiempo le alcanzaba ni le bastaban las fuerzas. La tarea pastoral le comía las semanas y los meses. Se percató también de otro obstáculo, si es que así puede llamarse. Aumentaban las peticiones para que diese tandas de ejercicios a sacerdotes y seminaristas; y en su voluntad estaba, al menos, el recortarlas. Pero la verdad es que el corazón le traicionaba. Trabajar y sufrir por sus hermanos en el sacerdocio constituía una de las "pasiones dominantes" en su vida (72). (La pasión dominante por excelencia eran sus hijos, que también necesitaban de atención espiritual. Mas, ¿de dónde sacar tiempo para todos?)
De una carta de abril de 1940, precisamente de la temporada en la que don Josemaría se plantea qué directrices deberá seguir en el desarrollo de la Obra, son estas líneas a don Leopoldo: Me piden ejercicios para el clero de Valencia, Ávila, León y Pamplona. Si pudiera, me negaría. ¡Hago falta en casa! (73).
Lo de "hacer falta en casa" es una petición en toda regla, aunque tácita, para permitirle recortar un tanto su actividad por las diferentes diócesis españolas, y poder ocuparse un poco más de los apostolados de la Obra. (A poco estallaría una turbia campaña infamatoria, por otro nombre "contradicción de los buenos"; y don Leopoldo juzgó más prudente que el Fundador continuase accediendo a las peticiones de los prelados).
De momento, el único remedio en sus manos para abarcar ese exceso de trabajo era apoyarse en los mayores de la Obra a fin de que colaboraran en las labores de formación apostólica y de dirección espiritual (74). Fue por esos mismos meses de 1940 cuando el Fundador, con visión amplia, reunió un día a sus hijos mayores y les anunció que de allí en adelante no daría más círculos de formación a los estudiantes sino que serían ellos los encargados de dárselos (75). También en 1940 celebraron dos "Semanas de Estudio" para los miembros de la Obra; la primera en marzo y la segunda en agosto, aprovechando las vacaciones de los residentes de Jenner en Semana Santa y durante el verano. El Padre les dirigía la meditación a diario, les instruía dándoles criterio apostólico, asistía a las tertulias de descanso o les daba clases sobre el espíritu del Opus Dei. Al mismo tiempo, Álvaro del Portillo, Isidoro Zorzano, Ricardo Fernández Vallespín, Juan Jiménez Vargas, Pedro Casciaro y Paco Botella, dieron charlas sobre diversos aspectos del espíritu de la Obra (76). Pero por muchas medidas que tomase don Josemaría haciendo que los mayores colaborasen en la formación de los más jóvenes, quedaba por resolver el problema de fondo: incorporar sacerdotes a la Obra.
No sabiendo ya de dónde sacar tiempo, decidió cortar por lo sano y manifestó a don Leopoldo que deseaba renunciar al cargo de Rector de Santa Isabel. La respuesta fue negativa. Insistió; y denegó de nuevo don Leopoldo. Durante años tuvo que reñir don Josemaría una porfiada contienda para vencer la cariñosa oposición del Excmo. y Rvmo. Sr. Obispo de Madrid-Alcalá (77).
Era mucho, sin duda, lo que podían ayudarle sus hijos en las labores apostólicas y en la dirección de almas, porque se trataba de un trabajo laical, pero es evidente también que, para realizarlo con plenitud, son necesarios los sacerdotes. Sin sacerdotes, quedaría incompleta la labor iniciada por los socios laicos del Opus Dei, que forzosamente se han de detener cuando llegan a lo que suelo llamar el muro sacramental, a la administración de los sacramentos reservada a los presbíteros (78).
Si queremos ilustrar la situación baste recordar lo que decía el Padre, no sin gracia, a saber: que sus hijos se veían obligados a confesarse con el P. Topete, esto es, con el primero que se topasen (79). En el sacramento de la Penitencia se perdonan los pecados y se imparte asimismo la dirección espiritual; por esta causa, aun gozando de absoluta libertad para buscar confesor, el Padre recomendaba vivamente a los miembros de la Obra que acudiesen a los sacerdotes que conocían bien su espíritu (80).
La necesidad que padecía la Obra no era pasajera sino radical. La Obra entera apetecía sacerdotes nacidos en sus entrañas. Clamaba por ellos en silencio, como la tierra en tiempo de sequía reclama agua del cielo. El contar con algunos de esos sacerdotes en el Opus Dei era esencial para su estructura interna y para su desarrollo. Ellos darían más cohesión a los apostolados de la Obra; y reforzarían la unidad interna del Opus Dei. Sin ellos no podían los laicos realizar con plenitud el apostolado que Dios les pedía. Resumiendo algunas de las causas y los motivos por los que la Obra precisaba de sacerdotes, escribe el Fundador:
Los sacerdotes son también necesarios para la atención espiritual de los miembros de la Obra: para administrar los sacramentos, para colaborar con los Directores laicos en la dirección de las almas, para dar una honda instrucción teológica a los otros socios del Opus Dei y -punto fundamental en la constitución misma de la Obra- para ocupar algunos cargos de gobierno (81).
La primera vez que don Josemaría deja escapar por su pluma el ardoroso deseo de sacerdotes que, como Fundador, llevaba dentro del alma, es quizá la anotación del 1 de julio de 1940, escrita sobre las murallas de Ávila. (Cuando pasaba por la ciudad de Ávila, Mons. Santos Moro le hospedaba en el palacio episcopal, pegado a la muralla; y don Josemaría tenía a gala el datar su correspondencia con un De Ávila, sobre sus murallas) (82).
Por vez primera expresa el Fundador una oración, que es como un arrebatado suspiro de esperanza, dormido entre las páginas de su cuaderno de Apuntes:
Ávila de los Santos, sobre sus murallas, 1 de julio de 1940. Ya estoy otra vez en este palacio episcopal. Hoy comienzo una tanda de ejercicios para sacerdotes. ¡Ojalá saquemos mucho fruto: el primero, yo! […]. ¡Dios mío: enciende el corazón de Álvaro, para que sea un sacerdote santo! (83).
Un suspiro semejante encontramos en otra lejana nota, allá por noviembre de 1930, en que soñando con los fieles de la Obra, de los que saldrán el día de mañana los sacerdotes, anota: ¡Qué primor de hombres de Dios, veo que serán! (84).
De la incertidumbre de los primeros empeños a la esperanza, tangible y cierta, de los tres hijos suyos que se preparaban para el sacerdocio, median nada menos que diez años de oración y mortificación. Y cuatro años más habían de transcurrir hasta su ordenación en 1944 (85). Años y años de ruegos y trabajos insistentes. (Y éstos sí que igualaban los trabajos de Hércules, a lo espiritual). ¿No era justo que el sacerdote reivindicara la paternidad de su oración?:
Recé con confianza e ilusión, durante tantos años, por los hermanos vuestros que se habrían de ordenar y por los que más tarde seguirían su camino; y recé tanto, que puedo afirmar que todos los sacerdotes del Opus Dei son hijos de mi oración (86).
Semejante tensión de alma hay que atribuirla, exclusivamente, al celo interior del Fundador y no a que sus hijos tuviesen que superar ningún tipo de impedimento. Los datos que jalonan la historia de estas primeras llamadas al sacerdocio destacan por su sencillez. En efecto, el Fundador insistió con frecuencia en que el sacerdocio no es como la "coronación" de la vocación a la Obra. Al contrario, por su entera disponibilidad para las tareas apostólicas y por la formación recibida, se puede decir que todos los numerarios reúnen las condiciones necesarias exigidas para el sacerdocio y están dispuestos a recibir la ordenación sacerdotal, si es que el Señor se lo pide y el Padre les invita a servir de ese modo a la Iglesia y en la Obra. Al primero que invitó don Josemaría fue a Álvaro del Portillo, luego de insistirle en su libertad de decisión, estimulando en su alma el deseo de servicio:
Si estás bien dispuesto -le decía-, si lo deseas, y no tienes inconveniente, haré que seas ordenado sacerdote, con plena libertad; y te llamo al sacerdocio no porque tú seas mejor, sino para servir a los demás (87).
Los otros dos que habían de prepararse juntamente con Álvaro del Portillo, eran José María Hernández Garnica (Chiqui) y José Luis Múzquiz. Chiqui era ingeniero de Minas, y los otros dos de Caminos (88).
El Padre velaba por ellos, pues entre las resoluciones tomadas por el sacerdote en noviembre de 1941, está la siguiente anotación:
Orar, sufrir y trabajar sin descanso hasta que sean una realidad en la Obra los Sacerdotes que Jesús quiere en ella. Hablar de este punto con nuestro Señor Obispo de Madrid, mi Padre (89).
El asunto a tratar con el Sr. Obispo era el de los estudios eclesiásticos, que solían hacerse en centros docentes oficiales, generalmente en los seminarios diocesanos o en las universidades pontificias. Dadas las circunstancias de los estudiantes, su edad y carrera civil, se decidió que recibirían las clases de profesores particulares en Diego de León; y era su Director de Estudios don José María Bueno Monreal, que desde 1927 hasta esas fechas fue profesor de Derecho Canónico y de Teología Moral en el Seminario de Madrid (90).
En la primavera de 1942 estaban ya los estudiantes "en muy buenas condiciones para pasar a examen", según el Director de Estudios. En vista de lo cual, don Josemaría anunció a don Leopoldo que se hallaban preparados para las pruebas de las asignaturas del bienio filosófico, sugiriendo que quizá convendría que los chicos solicitasen directamente de V.E. su admisión a exámenes y que V.E. nombrara un tribunal, con independencia del Seminario, para estos exámenes; y sus actas darían fe de los estudios hechos y aprobados (91).
Los examinados se mostraban muy satisfechos del brillante resultado: "meritissimus" en todas las calificaciones, como se apresuró a comunicar don Josemaría al Sr. Obispo (92). Esos tres hijos suyos recibirían la mejor formación posible, pues era deseo del Fundador que abriesen un camino ejemplar a los millares de sacerdotes que vendrían detrás. Y eso por varias razones, que resumía de este modo:
Ya desde que preparé a los primeros sacerdotes de la Obra, exageré -si cabe- su formación filosófica y teológica, por muchas razones: la segunda, por agradar a Dios; la tercera, porque había muchos ojos llenos de cariño puestos en nosotros, y no se podía defraudar a esas almas; la cuarta, porque había gente que no nos quería, y buscaba una ocasión para atacar; después, porque en la vida profesional he exigido siempre a mis hijos la mejor formación, y no iba a ser menos en la formación religiosa. Y la primera razón -puesto que yo me puedo morir de un momento a otro, pensaba-, porque tengo que dar cuenta a Dios de lo que he hecho y deseo ardientemente salvar mi alma (93).
Capítulos atrás ha salido al paso la finura de sentimientos de don Josemaría. Pues bien, en su conducta se daba otro modo de ser generoso. No se limitaba a entregar lo que cualquier otro consideraría suficiente o de estricta justicia. No le bastaba con cumplir. Siempre añadía algo de propina. Tampoco le bastaba con servir buenamente. Al servicio hecho acompañaba un gesto elegante y risueño, sin esperar que se lo agradecieran. En el aspecto espiritual, este modo de comportarse es el que don Josemaría enseñaba a sus hijos. Al realizar una tarea no habían de conformarse con una ejecución pasable y ajustada. Debían hacer todo, aun las cosas más pequeñas, con humana perfección, con holgura de buena voluntad y con amplitud de amor. Así, la adición de una sonrisa, por ejemplo, convertiría la mortificación, o cualquier otra obra hecha a secas, en ascetismo sonriente (94), que es el ascetismo evangélico (95). De igual modo, en el caso de la preparación de los primeros sacerdotes, se esforzó en darles no sólo una buena formación sino la mejor formación posible.
Ese modo de andar por el mundo, reservándose para sí con una sonrisa las asperezas de esta vida, para hacer agradable al prójimo la existencia, nos revela la elegancia sobrenatural del espíritu encarnado por el Fundador. Un sobreañadido de oración y mortificación en todas sus acciones era la forma de integrar, suave y ejemplarmente, en sus hijos el espíritu que habían de vivir. Esta generosidad de su entrega la recogió en los documentos primitivos del Opus Dei bajo la denominación de ascetismo sonriente:
"Los miembros llevan a cabo su vida de apostolado alegres y gozosos, dados a la oración y a la mortificación. Y para que su ascetismo sea, de verdad, un ascetismo sonriente deben cultivar, especialmente, la santa alegría que proviene de la generosidad de una entrega total al servicio de la Iglesia" (96).
Con la aprobación del Sr. Obispo reunió un grupo docente con los más prestigiosos sacerdotes o religiosos que pudo hallar en Madrid. Contaba con dos profesores del Angelicum de Roma, dos profesores del Seminario de Madrid, un catedrático de la Universidad Central… (97).
Quería don Josemaría -refiere Bueno Monreal, el Director de Estudios- que cursaran las asignaturas "con el mismo rigor y altura que habían hecho sus estudios civiles -cada uno de ellos tenía dos doctorados-, y así fueron cursando una por una las disciplinas propias de los estudios seminarísticos" (98). Todo ello refleja su amor a la Iglesia y su mimo para con la Obra. Un amor eficaz de servicio. Un amor ancho, que abrazaba a todos sus hijos, sin excepción. Porque esa esmerada preparación tenían que recibirla todos el día de mañana, sin hacer distinción entre laicos y sacerdotes, ya que no existen en la Obra diferentes clases de miembros, ni los sacerdotes forman un cuerpo aparte (99).
Entre las antiguas fichas sueltas que se conservan del Fundador hay dos pensamientos que mucho tienen que ver con esta materia. Uno de ellos dice:
La formación sacerdotal… ¡eso sí que tiene que ser Opus Dei!
Y la otra: El sacerdocio se recibe en el momento de ordenarse, pero la formación sacerdotal… (100).
La formación es negocio de toda una vida. Porque la vida es progreso; y quien se detiene queda pronto rezagado y terminará arrumbado en la cuneta (101). Lo característico de la formación que pretendía dar el Fundador a sus hijos es que respondiese a la condición secular de los fieles del Opus Dei. Había de ser, por lo tanto, compatible con la ocupación profesional que desempeñaban en la sociedad civil (102). La preparación pastoral para las Sagradas Órdenes la recibieron los tres candidatos directamente del Padre, que se cuidó de irles formando en las virtudes sacerdotales. Y, en lo que se refiere a los estudios, las disciplinas de la Sagrada Teología las cursaron, no en el Seminario sino en el Centro de Estudios Eclesiásticos de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, con sede en Diego de León y constituido formalmente en diciembre de 1943 (103).
* * *
Visto desde el presente, el proceso de desarrollo institucional de la Obra, su itinerario jurídico, semeja un largo recorrido, con mucha curva y revuelta (104). Camino que el Fundador hubo de hacer como Dios le daba a entender; unos trechos a la luz de las inspiraciones divinas, y otros perdiéndose en la oscuridad en cuanto llegaba a un recodo. Pero avanzaba; avanzaba siempre con fe. Esto es, valga la comparación, lo que le estaba sucediendo entonces (105).
A mediados de 1930, cuando el Fundador tanteaba la estructura jurídica de la Obra, pensando, anticipadamente, en la solución que daría a los sacerdotes a ella adscritos, dejó el asunto en manos de la Providencia con un Dios iluminará a su hora (106). A su tiempo, cuando Dios quisiera, obraría el carisma fundacional que, desde un primer momento, tuvo respecto a los sacerdotes. No se le volvió a presentar el problema hasta 1940, en que, tranquilo y con mucha fe, continuó adelante con su idea de ordenar a tres miembros del Opus Dei. Necesitaba mucha fe porque se había metido en un callejón sin salida. Pretendía, nada menos, que los futuros sacerdotes se dedicaran exclusivamente al servicio de la Obra, es decir, a sus específicas actividades apostólicas. Pero esa esperanza próxima de poder disponer enteramente de ellos, una vez ordenados, se estrellaba contra las disposiciones de la ley eclesiástica. En efecto, el código de Derecho Canónico establecía que para la licitud de toda ordenación, y el posterior ejercicio del ministerio sacerdotal, era imprescindible un título de ordenación. Lo del título incluía el modo de garantizar de por vida los medios necesarios para el mantenimiento y decoro que corresponde a la dignidad de todo clérigo (107).
Eran muy diversos los posibles títulos de ordenación. Pero, en resumen, sus últimos efectos eran: bien la adscripción a una religión (Orden, Congregación, etc.), o bien el arraigo en una diócesis -incardinación-, pasando a depender, en mayor o menor grado, del Ordinario del lugar. Dado el carácter secular querido por Dios para el Opus Dei, desechó la primera clase de títulos como completamente inadecuados a la naturaleza de la Obra (108). En cuanto al grupo de títulos propios de los clérigos seculares, que llevaban a la incardinación en una diócesis, tampoco eran una solución. Las actividades apostólicas del Opus Dei rebasaban ya los límites de una diócesis; sus sacerdotes precisarían, por tanto, de libertad de acción y movimiento. Por otra parte, si dependían del Ordinario del lugar -del Obispo de cada diócesis- no podían estar, al mismo tiempo, plenamente disponibles a las necesidades de la Obra (109).
De manera que si don Josemaría quería desanimarse le bastaba con recorrer mentalmente sus propias experiencias: las tremendas dificultades que tuvo que afrontar, trabajando en Madrid mientras aún estuvo incardinado en Zaragoza. La continua renovación de licencias y permisos; y su inestable y azarosa condición de extradiocesano en la capital de España, que le hicieron sentirse, en aquel período de su vida madrileña, "como gallina en corral ajeno" (110).
Como hombre prudente, que no se fía de su propio parecer, don Josemaría consultó sobre la cuestión de los títulos, buscando la opinión de expertos canonistas. En algún momento de optimismo hasta creyó haber dado con la respuesta. Pero examinada de cerca le resultaba inservible (111). Las conferencias con el Sr. Obispo de Madrid sobre este asunto fueron frecuentes. En esas largas sesiones, don Leopoldo y don Josemaría se devanaban los sesos y terminaban siempre con las manos vacías (112).
Finalmente, desistió de seguir buscando soluciones al título, porque el Codex no ofrecía otras que las ya vistas y rechazadas. Mas, para el Fundador, desistir no significaba abandonarse ni dar algo por inalcanzable, sino entregarse con ahínco al trabajo y a la oración. Como si tuviera resuelto el problema, prosiguió con los estudios eclesiásticos de sus tres futuros sacerdotes y su espléndido cuadro de profesores:
Pasaba el tiempo. Rezábamos. Los que iban a ser ordenados por primera vez como sacerdotes de la Obra, estudiaban con gran profundidad, poniendo toda su ilusión. Y un día… (113).
La mañana del 14 de febrero de 1943, don Josemaría salió temprano para decir misa a sus hijas en el oratorio de Jorge Manrique. Siguieron éstas la misa con devoción y recogimiento; y el sacerdote, metido en Dios durante el Santo Sacrificio.
Inmediatamente después de celebrar la misa sacó su agenda de bolsillo y escribió en la hoja del domingo 14 de Febrero, S. Valentín:
En casa de las chicas, en la Sta. Misa: "Societas Sacerdotalis Sanctae Crucis"; y luego hizo un pequeño dibujo (el diseño de un círculo, dentro del cual va una cruz) (114).
Después de la acción de gracias el Padre bajó a la otra planta, pidió una cuartilla y se encerró en un pequeño recibidor mientras sus hijas le esperaban en el vestíbulo.
"A los pocos minutos -refiere Encarnita- apareció de nuevo en el vestíbulo visiblemente emocionado. - Mirad -nos dijo, señalándonos una cuartilla en la que había dibujado una circunferencia y en el centro una cruz de proporciones especiales-; éste será el Sello de la Obra. El Sello, no el escudo -nos aclaró-: el Opus Dei no tiene escudos. Significa -nos dijo a continuación- el mundo y, metida en la entraña del mundo, la Cruz" (115).
Al día siguiente el Padre se fue a El Escorial, no muy lejos de Madrid, donde Álvaro del Portillo, José María Hernández Garnica y José Luis Múzquiz estaban preparando unos exámenes de Teología. No sin gran vergüenza por su parte, se vio obligado a comunicar a Álvaro del Portillo la gracia recibida del Señor el día anterior dentro de la misa: la solución canónica para los sacerdotes de la Obra, el nombre de la sociedad a constituir y hasta el sello (116). Había que preparar rápidamente los documentos necesarios y Álvaro del Portillo sería el encargado de ir a Roma con objeto de obtener la aprobación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que en líneas generales le había mostrado el Señor el 14 de febrero, día de acción de gracias, por ser el aniversario de otra fecha memorable: el 14 de febrero de 1930, día en que el Señor le hizo entender que debía extender el apostolado del Opus Dei a las mujeres.
Celebrando misa el 14 de febrero de 1943 recibió el Fundador un rayo de luz. En medio de su incertidumbre el Señor le movió a crear una sociedad sacerdotal, en la que estuviesen integrados los laicos que se preparaban para recibir la ordenación. De manera que, sin dejar de pertenecer al Opus Dei, quedasen incardinados en ella, ad titulum Societatis. Juntamente con esta solución le vino (117) -ésta es la palabra que emplea- una imagen visual de la Cruz dentro del mundo. Una Cruz que tocaba con sus brazos los extremos del orbe, anunciando y presidiendo el designio redentor de la humanidad (118). Símbolo también del sacerdocio común de todos los fieles; de los del Opus Dei saldrían los sacerdotes, ministros sagrados de Cristo. Es más, en ese simbolismo está inspirado el sello de la Obra: un círculo donde va inscrita una cruz; y también le vino gratuitamente al celebrante el nombre completo de esa nueva realidad: Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
Don Josemaría interpretó el nombre de la Sociedad como que Jesús quería coronar el edificio con su Cruz Santísima (119). No para enarbolar padecimientos sino para proclamar la victoria sobre el dolor y la muerte. Muy pocos meses antes, en octubre de 1942, había escrito, con absoluta convicción, que las contradicciones, soportadas por amor de Dios, traen siempre fecundidad (120). En el gesto gratuito del Señor en el oratorio de Jorge Manrique, al ofrecerle la solución para los futuros sacerdotes, vio don Josemaría el cumplimiento de ese algo que presentía como fruto de las contradicciones que comenzaron en Barcelona en 1941.
Prosiguieron los ataques contra la Obra. Parecía que no cesaban adversidades y humillaciones, y que de la Cruz del Señor se desprendían, continuamente, pequeñas astillas de dolor, que don Josemaría recibía en su alma con gozo. Esas incomprensiones no le asustaban, porque las veía en su "dimensión sobrenatural", como una necesidad de nuestra alma, como una necesidad de nuestra existencia terrena. Tiene que haberlas -decía-, porque para mí un día sin cruz es como un día sin Dios (121).
Los padecimientos morales -contratiempos y calumnias- sirvieron por entonces de forja del carácter, de ejercicio de la paciencia y de purificación de intenciones en los miembros del Opus Dei. Fueron también ensanchamiento de la labor apostólica. A aquellas penas había que sumar los padecimientos físicos. Porque, al igual que en los años treinta, en que don Josemaría iba mendigando el dolor por los hospitales de Madrid para pagar con esa moneda el afianzamiento y desarrollo del Opus Dei, tampoco ahora le faltaban enfermos (122). Consideraba a los enfermos "el tesoro de la Obra"; y su dolor, una "caricia" divina. Desde que ese 14 de febrero coronó el Señor la Obra con la Cruz, razonando con lógica sobrenatural decía el Fundador: como somos de la Santa Cruz, nunca nos faltan cruces (123). Enfermedades, pobreza, injusticia, dolor, eran la sombra redentora que iba dejando la Santa Cruz en la humanidad doliente para purificarla y redimirla. Quien no se pare a meditar esta verdad no podrá penetrar siquiera el umbral del misterio de Cristo Crucificado, que es misterio de la Cruz. Tampoco lo entendía Josemaría de muchacho, hasta que revestido de los sentimientos de Cristo penetró en el entendimiento de la filiación divina para con nuestro Padre Dios.
¿Cómo iba, pues, a faltar a la Obra en esa etapa histórica la oración de los enfermos, que es el dolor? Primero fue Chiqui. Luego vino Isidoro.
José María Hernández Garnica (Chiqui) cayó enfermo en julio de 1940. Las privaciones sufridas durante la guerra, la prisión en Madrid y el duro régimen del penal en Valencia influyeron, probablemente, en su enfermedad. Al mes siguiente comenzaron las preocupaciones. El Padre seguía el curso de su enfermedad, cuando tenía que salir de Madrid. Que se cuide Chiqui, avisaba por carta de principios de agosto (124). Y dos días después: Espero que lo de Chiqui no tenga importancia. ¿Está mejor? (125). Sí que la tuvo. A los pocos días se hallaba entre la vida y la muerte. "No sé si sabrás -comunicaba Isidoro a otro miembro de la Obra dos semanas más tarde- que Chiqui salió muy bien de la operación; le han extraído un riñón; era más de lo que en principio creyeron los médicos, pero ya está perfectamente aunque continúa en el Sanatorio" (126).
Al parecer, tampoco andaba bien Álvaro, puesto que el 23 de agosto le escribe el Padre:
¿Qué tal Chiqui?
Álvaro, ¿has ido a que te vea un médico? ¡Por favor! (127).
Y cuatro días más tarde:
¿Cómo sigue Chiqui?
¿Ha visto el médico a Álvaro? (128).
Todo esto sucedía al tiempo en que don Josemaría preparaba la aprobación diocesana de la Obra como Pía Unión. De manera que cada paso adelante en el camino jurídico que había de recorrer era un auténtico paso de calvario, por los muchos sacrificios que le costaba. Y no viene de más la expresión, puesto que con palabras similares se dirigía al Obispo de Pamplona en aquel otoño de 1940 (129).
Chiqui se recobró pronto e Isidoro comenzó a sentirse mal en 1941 (130). Su vida era callada, laboriosa y fecunda. En 1940 ocupaba Isidoro un pequeño cuarto pegado al oratorio de la Residencia de Jenner. La habitación no podía decirse que fuera suya, porque servía también para otros menesteres. Su ocupación profesional en las oficinas de ferrocarriles le llenaba todo el día y, como administrador general de la Obra, llevaba la contabilidad de la Residencia y demás centros. Cambió de habitación (de Jenner pasó a Diego de León; y de allí al centro de Villanueva), pero fue constante en el trabajo. Así pasó dos años de intenso cansancio, de extrema debilidad y de fuertes dolores, que los médicos pensaron fuesen reumáticos.
No acertaban los doctores en la interpretación de los síntomas, mientras el mal continuaba su carrera implacable. En la segunda mitad de 1942 el progreso de la enfermedad era alarmante; y la preocupación del Padre, creciente. De cuando en cuando aparece esta inquietud paternal en sus cartas con un ¿cómo está Isidoro?, o un ¿qué tal está Isidoro? (131).
Cuando, poco antes de la Navidad de 1942, asistió Isidoro a un curso de retiro espiritual dirigido por el Padre en Diego de León, se encontraba ya muy enfermo. Pensando en ese hijo suyo, al dar un día la meditación sobre la muerte, les decía a todos en el oratorio:
A ti, hijo mío, no te ocurrirá como sucede desgraciadamente, incluso entre personas cristianas: que tratan de ocultarles a los enfermos su gravedad hasta que ya están casi sin conocimiento y no pueden recibir los Sacramentos con plena lucidez. A ti, hijo mío, irá un hermano tuyo y con toda delicadeza, pero con toda claridad, te dirá: Mira, humanamente, los médicos dicen que no tiene solución. Pero vamos a encomendarlo mucho, por si el Señor quiere hacer un milagro. Y también pondremos todos los medios humanos que la ciencia médica tenga a su alcance.
Y entonces tu reacción será, hijo mío: Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi. ¡Iremos a la Casa del Señor! (132).
Empeoró el enfermo en 1943. El menor movimiento le producía una angustiosa sensación de ahogo. Los dolores le impedían el sueño. De madrugada caía rendido en una especie de sopor. Apenas había descansado. Sin embargo, haciendo un esfuerzo heroico se levantaba con puntualidad a la hora acostumbrada. Esto duró poco. Al agravarse el mal, cayó en cama. Sólo entonces, al hacerse más patentes los síntomas, se pudo establecer el diagnóstico (133).
Se trasladó al enfermo de la casa a una clínica. Pero el mal era incurable y los médicos desahuciaron al paciente. La primavera la pasó en el Sanatorio de San Fernando, consciente de la gravedad de su estado. El Padre le visitaba con mucha frecuencia y había dispuesto que sus hijos estableciesen un turno para que siempre se hallase acompañado. Los visitantes estaban pendientes de él para mudarle las sábanas, cambiarle de postura, atenderle durante la comida (para el enfermo era un tormento el tragar cualquier cosa, hasta los mismos líquidos, por el dolor vivísimo que experimentaba al deglutir, y por la inapetencia). Sobre todo los acompañantes le ayudaban a cumplir las normas de piedad. El encargo que les había hecho el Padre era que le tratasen "como se trata una reliquia" (134).
Su confesor era el P. López Ortiz; y la comunión, que recibía a diario, solía dársela don Josemaría. Luis Palos -condiscípulo de la Facultad de Derecho de Zaragoza, y hermano del director del Sanatorio de San Fernando- vio en varias ocasiones pasar por el corredor al sacerdote con el Santísimo. Le impresionó el recogimiento con que llevaba al Señor. "Parecía que lo palpaba. Y no cruzaba palabra con nadie hasta que se quitaba los ornamentos" (135).
* * *
La primera reacción del Fundador aquel 14 de febrero de 1943 fue comunicar la noticia a Álvaro del Portillo. Álvaro era no sólo Secretario General del Opus Dei, sino que, además era, para el Padre, el imprescindible colaborador de su empresa apostólica, y su mano derecha (136). En 1938, estando en Burgos, descubrió que Álvaro estaba muy metido en Dios (137). Después le vino la certeza de que era la roca en que podía apoyarse, y alguna vez le llamaba saxum (138). Dios se lo había puesto delante de los ojos. Era la persona a quien comunicaba muchos de los sucesos sobrenaturales que le acaecían, como la locución de abril de 1941 en Valencia, o la prueba terrible de La Granja, en septiembre de ese mismo año. Si tenía que ausentarse de Madrid, en sus manos dejaba la dirección de la Obra. Le encargaba gestiones delicadas y negocios de conciencia. Hasta el extremo de poder decir a don Leopoldo desde Pamplona:
Como sé que Álvaro del Portillo tiene al tanto de todas nuestras cosas a V.E. Rvma., he procurado contener mis deseos de escribirle (139).
El 15 de febrero don Josemaría se trajo consigo, de El Escorial a Madrid, a Álvaro del Portillo, luego de exponerle la solución al problema del título con que habían de ordenarse los sacerdotes de la Obra. Cómo, sin cambiar su condición secular, los ordenandos procedentes del Opus Dei podían ejercer su ministerio al servicio de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, unida inseparablemente al Opus Dei.
Le había venido una respuesta por inspiración divina. Pero con eso la tarea no estaba resuelta del todo. Era preciso insertar ese hallazgo divino en la vida jurídica eclesiástica. Ahora el problema consistía en cómo vestir una idea desnuda. Ante todo era obligado atenerse al vestuario que ofrecía el Código de Derecho Canónico, es decir, escoger una figura jurídica dentro del rígido y limitado repertorio del Codex de 1917, al objeto de que el Opus Dei quedase estructurado en la normativa vigente. Volvió, por tanto, a repasar los cánones y a verse con sus anteriores consejeros: el Sr. Nuncio; el Sr. Obispo de Madrid; Mons. Calleri, de la Nunciatura; don José María Bueno, profesor del Seminario; su confesor García Lahiguera; y Mons. Lauzurica. Estando, precisamente, con este último redactó una nota, fechada en Vitoria, 28 de febrero de 1943, que introduce con estas palabras:
Es lástima que no haya ido anotando las incidencias de esta última temporada, a propósito de encontrar la fórmula que encaje definitivamente en el Código Canónico la Obra (140).
A la vez, en todo este asunto el Obispo de Madrid tenía una noción clara: la de que la Obra era empresa eminentemente secular y que su Fundador sentía "una gran repugnancia" a convertirla en instituto religioso, pues eso equivaldría a desvirtuar su naturaleza (141).
El origen de la cautela y precauciones con que se movía el Fundador está en el miedo a que se le deslizase, en esta difícil operación jurídica, algo que diese lugar a la más leve deformación de la naturaleza de la Obra. En consecuencia, al ir eliminando las distintas figuras jurídicas que podía adoptar la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, llegó a la conclusión de que, por fuerza, tenía que encuadrarla como sociedad de vida común sin votos, cuya naturaleza especifica el Codex, aclarando que: "no es religión propiamente dicha, ni sus socios se designan en sentido propio con el nombre de religiosos" (142). Permitían estas sociedades una gran variedad de régimen y, por concesión de la Santa Sede, la adscripción estable de sacerdotes.
En último término, la solución consistiría -escribe el Fundador- en transformar un pequeño núcleo de nuestra Obra, formado por los sacerdotes y por algunos laicos en preparación próxima para el sacerdocio, en una sociedad de vida común sin votos, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz (143). Si lo lograba habría resuelto un doble problema: salvaguardar la naturaleza secular de la Obra y, por otro lado, adscribir a los nuevos sacerdotes ad titulum Societatis, garantizando así su plena dedicación ministerial al Opus Dei.
De este modo la incardinación estaba resuelta satisfactoriamente, es verdad; pero a costa de tener que aceptar, a falta de otro remedio, una figura jurídica que no reflejaba limpiamente el rostro auténtico de la secularidad del Opus Dei (144). Era consciente el Fundador de las deficiencias de esa fórmula y de que su respuesta venía forzada por las circunstancias y por los cánones. Porque, a todo esto, ¿dónde quedaba la Pía Unión compuesta de laicos, hombres y mujeres, que constituían la mayor parte del Opus Dei? Para recalcar que los sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz no formaban cuerpo aparte, y tenían unidad de vocación y de vida con el resto de los miembros del Opus Dei, estableció que habían de provenir, necesariamente, de las filas de los laicos y que, una vez ordenados, seguirían prestando servicio exclusivo a sus hermanos. Mientras que el grueso de los laicos, hombres y mujeres, seguirían siendo, como siempre, cristianos corrientes bajo el nombre de Opus Dei, una obra propia, unida e inseparable de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz (145).
* * *
En Roma llevaban ya seis meses de estancia dos miembros de la Obra: José Orlandis y Salvador Canals. Habían ido a Italia por razones profesionales, a ampliar estudios. En ese tiempo habían trabado amistad con todo tipo de profesores y también, por recomendación del Padre, con eminentes personalidades eclesiásticas, para irles dando a conocer el Opus Dei (146). Al entrar el mes de mayo de 1943, el Fundador había elaborado y cimentado jurídicamente la no fácil solución del problema planteado por los sacerdotes y su incardinación. Dos semanas antes de enviar a Álvaro del Portillo a Italia, les escribía:
Jesús bendiga a mis hijos de Roma y me los guarde.
Queridísimos: Ahí va vuestro hermano Álvaro, que os contará despacio muchas cosas. No imagináis la envidia que os tengo: hay en mi corazón hambres de hacer mi romería, para ver a Pedro. Cada vez que me detengo a pensar, me siento, por gracia de Dios, con más amor al Papa, si cabe. Sedme muy romanos. No olvidéis que, en la fisonomía de nuestra familia, el rasgo principal, el aire de familia es el cariño y adhesión -¡servicio!- a la Santa Iglesia, al Santo Padre y a los Obispos -Jerarquía Ordinaria- en comunión con la Santa Sede.
Y, para esto, vida interior: oración, sacrificio, alegría, trabajo. Y, sobre todo, un amor filial a nuestra Madre Santa María (147).
De acuerdo con el Sr. Obispo de Madrid, luego de preparar los documentos pertinentes, se fijó la fecha de partida. El Padre y Pedro Casciaro acompañaron a Álvaro hasta Barcelona; y desde allí el Secretario General continuó viaje a Roma el 25 de mayo. El aparato de "Ala Littoria" en que volaba no tuvo más incidente que verse dentro de una zona de combate, entre aviones ingleses y barcos de guerra italianos, en aguas del Tirreno. Con mucha pericia sortearon la refriega y aterrizaron en Roma.
Venía Álvaro del Portillo provisto de una carta de presentación del Sr. Obispo de Madrid y el día 4 de junio fue recibido en audiencia especial por Su Santidad, Pío XII, que estuvo cariñosísimo para con la Obra (148).
A lo largo del mes de junio, acompañado de José Orlandis, visitó al cardenal La Puma, Prefecto de la Sagrada Congregación de Religiosos, de la que dependían las sociedades de vida común sin votos, a pesar de no ser religiosos. Se vio también con el cardenal Maglione, Secretario de Estado de Pío XII; y con Mons. Ottaviani, asesor del Santo Oficio; y con otros personajes de mayor o menor relieve (149).
Las conversaciones mostraron la buena acogida que tenía el proyecto entre destacados canonistas y la favorable disposición de la Sagrada Congregación de Religiosos, que, en último término, era la autoridad competente para estudiar la solución propuesta, aunque este mismo hecho indicaba de por sí que la solución tenía mucho de provisional. Entre tanto la situación internacional y las comunicaciones de país a país se hacían cada vez más difíciles. Era de esperar que los aliados, una vez vencedores en el norte de África, desembarcasen en Italia, interrumpiendo o complicando las relaciones con la Santa Sede. En vista de ello, y con el deseo de obtener una pronta respuesta de Roma, el Fundador puso en marcha la tramitación oficial sin esperar a que Álvaro del Portillo regresara de Italia. De modo que el 13 de junio solicitó la erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, adjuntando a la petición una descripción general de dicha sociedad (150).
Todo estaba perfectamente calculado por don Josemaría para no perder ni una hora en las gestiones. Álvaro del Portillo regresó de Roma el 21 de junio y notificó al Padre las últimas novedades. Y el 22 de junio de 1943 el Obispo de Madrid se dirigió al cardenal La Puma, Prefecto de la Sagrada Congregación de Religiosos, solicitando el nihil obstat para la erección de la Sociedad.
Isidoro se encontraba entonces en la recta del desenlace, a pocos pasos de la muerte. Paciente y esperanzado, ofrecía sus dolores en una agonía larga y serena. El Padre le administró la Unción de los Enfermos. El cuerpo sufriente de Isidoro se convirtió en un manojo de dolores. Mientras tanto, en el mes de julio se esperaba, con impaciencia, respuesta de Roma:
Toda la labor de los futuros sacerdotes está pendiente de esa solución -recordaba el Fundador a sus hijos-. Pido y hago pedir y ofrecer, por esas gestiones, cuanto puedo.
Hay mucho trabajo: cada día más. La labor inmediata de nuestros primeros Sacerdotes va a ser magnífica. ¡Cómo urgen! (151).
Isidoro no llegó a ver en este mundo la concesión del nihil obstat. Murió el 15 de julio, a media tarde. A pesar del cuidado y afecto con que le habían acompañado día y noche los miembros de la Obra, murió solo, en un momento en que no había nadie con él en el cuarto. El Padre se enteró en el centro de Jorge Manrique, donde estaba dando una meditación a sus hijas. Al día siguiente se le dio sepultura en la tumba donde yacían los restos de los Abuelos; los tres juntos, como unidos por una misma causa. Y sobre la losa se grabaron estas palabras de la liturgia: Vita mutatur, non tollitur, para traer a la memoria que la muerte no es pérdida sino cambio de vida (152).
El Padre había enviado ya a todos los centros de la Obra un telegrama que decía: Isidoro falleció santamente ayer tarde. Aplicad sufragios. Mariano (153).
En esa misma fecha, 16 de julio, el P. Arcadio Larraona, Consultor de la Congregación de Religiosos y buen canonista, envió al Prefecto, cardenal La Puma, un elogiosísimo dictamen sobre el Opus Dei y la conveniencia de erigirlo como Sociedad de derecho diocesano (154). La tramitación siguió los cauces preceptivos y, pasado el verano, la Sagrada Congregación de Religiosos concedió el nihil obstat para la erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, el 11 de octubre de 1943 (155).
La noticia le fue comunicada telegráficamente al Sr. Obispo de Madrid el 18 de octubre. Don Leopoldo se hallaba en Vigo y envió, a su vez, un telegrama de felicitación a don Josemaría, el cual le escribía el 20 de octubre:
Recibí su telegrama: bendíganos de nuevo y bendiga en especial a este hijo suyo pecador que siempre pide por V.E. y besa su Pastoral Anillo (156).
Con la alegría, el Fundador echó las campanas a vuelo, comunicando la noticia de boca y por escrito. Ese nihil obstat, aunque inadecuado, significaba un reconocimiento del trabajo apostólico, una consolidación jurídica de la estructura de gobierno de la Obra y el poner las bases para un futuro régimen interdiocesano y de derecho pontificio. Así lo explica a algunos de sus amigos:
Acaba de llegar de Roma el nihil obstat para toda la Obra, incluyendo la parte sacerdotal, dado por las Sagradas Congregaciones del Santo Oficio y de Religiosos. Con la impositio manuum de la Santa Sede pasamos a participar aún más plenamente del apostolado y de la vida de la Santa Madre Iglesia. Roma locuta est…!
Ayúdeme, querido Padre Abad, a dar gracias al Señor y ruegue a los monjes que también me acompañen en esta acción de gracias (157).
Y en carta a don Baldomero Jiménez Duque, resumía en dos palabras: Queda así resuelto, además, el problema de nuestros Sacerdotes (158).
La erección canónica de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz se hizo por el decreto Quindecim abhinc annos, que don Leopoldo fechó el 8 de diciembre de 1943. Su texto rebosa alabanzas y rezuma ternura para con la Obra. Como para desquitarse de la sequedad y formalismo del decreto por el que, en 1941, aprobaba el Opus Dei como Pía Unión. (Ya queda dicho que, al cruzársele por medio la autoridad moral del Sr. Nuncio, pretendiendo -como éste decía- no lastimar susceptibilidades eclesiásticas, don Leopoldo hubo de ceder a sus presiones, despojando al escrito de loas y adornos) (159).
"Ya desde sus comienzos -se leía en el decreto- fue constante el favor divino para con esta pía Institución. Se hacía patente, de un modo especial, por el número y calidad de los jóvenes -con integridad de virtudes y brillante inteligencia- que a ella acudían. También por los excelentes frutos obtenidos por todas partes. En fin, por el signo de la contradicción, que siempre ha sido como el sello manifiesto de las obras divinas" (160).
Estas últimas palabras eran una clara referencia a la "contradicción de los buenos".
Don Josemaría procedió con decisión y rapidez. Como ya se dijo, a los dos días de la fecha del decreto de erección había comunicado al Sr. Obispo que quedaba constituido ya el Centro de Estudios Eclesiásticos de la Sociedad (161). También con fecha del 10 de diciembre de 1943 iba una propuesta para nombramiento de cargos de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz (162).
Don Josemaría era activo y expedito en todas sus gestiones, como lo demuestra que el oficio con la propuesta de nombramientos del 10 de diciembre vaya en papel impreso de la "Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz", que firme como "Presidente" y que estampe la firma con un sello de caucho de la "Societas + Sacerdotalis + Sanctae + Crucis + Praeses" (163).
En respuesta a la petición, el Sr. Obispo de Madrid comunicaba oficialmente el 12 de diciembre al Presidente de la Sociedad que quedaban nombrados los cargos propuestos (164).
Esa misma semana don Josemaría fue a ver al Sr. Obispo. Charlando en la biblioteca les dieron las once de la noche cuando, de repente, el Prelado le sugirió que renovase su incorporación al Opus Dei. Entonces, cuenta don Josemaría:
Me puse de rodillas -recuerda el sacerdote- y recité, de memoria y a trompicones por la emoción, las palabras que tenemos para la Fidelidad en nuestro Ceremonial (165), en las que no se habla ni de votos, ni de promesas, ni de ninguna otra cosa semejante.
A él le pareció natural, como a mí: sin embargo, era la primera vez que aquel venerable Prelado, ya entrado en años, recibía la incorporación de una persona que había constituido un núcleo de fieles para promover la santidad y el apostolado, sin que mediaran votos ni promesas de ninguna clase (166).
Dentro del natural regocijo producido por el nihil obstat, don Josemaría se mantuvo en prudente reserva y sin sacar las cosas de quicio. Su desarrollado instinto sobrenatural de Fundador, con quince años de experiencia en el negocio, le avisaba que el paso providencial que acababa de dar era sólido, aunque poco tenía externamente de duradero. Este pensamiento era cosa instalada en su mente: antes, durante y después del nihil obstat. Porque no bien hubo salido Álvaro del Portillo para Roma, don Josemaría se puso a escribir una carta a todos sus hijos en la Obra. Y la terminó el 31 de mayo de 1943, cuando el Secretario General estaba aún preparando el plan de gestiones y visitas oficiales. En esa carta, al hablarles de las características del espíritu que habían de vivir, intercala un elocuente inciso, esclareciendo lo que pensaba sobre lo transitorio de las gestiones en curso y las que se harían el día de mañana:
nos entienden y nos quieren los Ordinarios de las diócesis en las que trabajamos; y -sea la que fuese la forma jurídica que, con el tiempo, tome la Obra- la Iglesia, que es nuestra Madre, respetará el modo de ser de sus hijos, porque sabe que con eso sólo pretendemos servirla y agradar a Dios (167).
Más sorprendente aún es otro inciso aclaratorio, esta vez en carta del 14 de febrero de 1944. Dos meses tan sólo llevaba erigida la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, cuando el Fundador escribe a sus hijos:
La solución -necesariamente transitoria, pero valedera por algún tiempo, que será superada en cuanto haya un diverso iter jurídico que lo permita- consiste en […] (168).
Ya sabemos lo que la solución llevaba consigo. Aquí, sin embargo, interesa recalcar que el Fundador consideraba inaceptable, a la larga, dicha solución; y que, a la corta, estaba dispuesto a cambiar de postura en cuanto se le presentase la oportunidad de hacerlo. Claro es que, no lanzándose locamente al vacío, sino teniendo la prudencia de salvaguardar la naturaleza de la Obra (169). La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz se le dio a don Josemaría como solución fundacional, sin esfuerzo por su parte, porque se trataba de un genuino regalo. En cambio, el encajar el conjunto del Opus Dei en el Codex, como sociedad de vida común sin votos, fue una laboriosa gestión humana. Don Josemaría, sin embargo, no se desanimó, distinguiendo en el recorrido histórico de la fundación lo que era de origen sobrenatural, y por tanto intocable, de lo que era transitorio, permitiéndosele contemporizar pero sin ceder en lo sustancial. Que esto sucedió así lo demuestra no solamente la historia posterior sino el que con anterioridad a la Pía Unión, en 1940, el Fundador estaba convencido de que tenía que labrar un cauce jurídico apropiado al apostolado de la Obra y que el hacerlo resultaría tarea ardua, penosa y dura (170).
Semejante actitud de ánimo transparenta una ilimitada confianza en Dios y una enorme capacidad de visión, que se iría desarrollando con el tiempo. Al comienzo de la fundación soñaba por adelantado con lo que sería la Obra en el futuro: un espléndido campo apostólico, una movilización general de los cristianos, sirviendo, cada uno en su sitio, a la misión apostólica de la Iglesia, para poner a Cristo en la cumbre de toda actividad humana. Esta perspectiva dimanaba, de forma espontánea, del mensaje e inspiraciones recibidas en su misión fundacional. Pero, tan pronto se puso a buscar un asentamiento jurídico permanente en la sociedad civil y eclesiástica (sobre todo en esta última), aquel sacerdote, que tenía los cielos abiertos para soñar posibilidades, y al que el Señor iba indicando los hitos de la fundación, se vio obligado a medir y gestionar cada uno de sus pasos. Las cosas, en efecto, no dependían exclusivamente de su voluntad. Mas, en lo que de él dependía, ponía en juego todos los recursos disponibles. Buena prueba de ello era la excelente formación que estaba dando a los tres miembros de la Obra que iban a ordenarse. No ahorró nada de lo que estaba a su alcance. En lo humano pretendía hacer de ellos un pozo de sabiduría eclesiástica; y en lo divino, un dechado de virtudes sacerdotales.
Pero, en medio de ese optimismo y generosidad -y ésta es la consideración que debe subrayarse- se había metido en el callejón sin salida de la incardinación, sin saber cuándo y cómo encontraría una solución al aprieto. De modo que la fundación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz le cogió de sorpresa durante la misa del 14 de febrero de 1943. (También le había sucedido lo propio, inesperadamente, en la misa del 14 de febrero de 1930, cuando el Señor le dio a entender que las mujeres formarían parte de la Obra). Pero, ¿en virtud de qué factor tenía don Josemaría la seguridad de que Dios vendría a visitarle con sus inspiraciones en el momento oportuno? Y, antes de dar una fácil contestación, conviene no olvidar que aquel sacerdote no esperaba cómodamente sentado a que se la abriesen las puertas o se le indicase el camino. Sino que se adelantaba y se comprometía, confiando, con serenidad, y con fe, en que pronto o tarde le vendría respuesta de lo alto, como sucedió con la incardinación de los sacerdotes.
El pensamiento que vamos deshojando significa, nada menos, que el Fundador no marchaba a rastras de las inspiraciones recibidas del cielo sino que procuraba, con esfuerzo, sacar la delantera. Si el Señor intervenía era porque aquel sacerdote había correspondido antes a la gracia, poniendo de su parte iniciativa y sacrificio.
A este excederse con generosidad en el servicio a la Iglesia (que tiene mucho del "ocultarse y desaparecer"), lo definía humorísticamente don Josemaría como un "dar liebre por gato". Esto es, lo contrario del dar "gato por liebre", que consiste en hacer pasar fraudulentamente, como producto valioso, algo que es de más baja calidad (171).
Pues algo parecido sucedió con el Opus Dei después de la erección canónica de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Dejó de ser una Pía Unión para convertirse en "una simple asociación laical de carácter piadoso", cuando la verdad era que los fieles todos en la Obra vivían rigurosamente la misma vocación contemplativa, iguales normas de piedad y las mismas costumbres que sus hermanos de la Sociedad Sacerdotal. La situación en que quedaba el Opus Dei la resume el Fundador, por carta al nuevo Obispo de Barcelona, Mons. Gregorio Modrego:
Aunque no sean estas cosas para ser tratadas por carta, y espero -aquí o en Barcelona- tener la alegría de ver pronto a V. E. y hablar despacio, conviene que le anticipe que el decreto último -el de erección- antes de hacerse público ya llevaba, en todas sus partes, el visto bueno de Roma: el OPUS DEI ha dejado de ser Pía Unión, para pasar a ser una Obra Pía propia de la Sociedad Sacerdotal, con sus dos ramas, masculina y femenina, perfectamente separadas y definidas, y con Estatutos que serán distintos de los de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
De todo esto se habla terminantemente en las Constituciones de la Sociedad Sacerdotal, que han recibido la "appositio manuum" de la Santa Sede.
Conviene también que le diga a V. E. que a la Sagrada Congregación de Religiosos se pidió solamente […] lo que nos ha sido concedido: poder constituirnos en Sociedad de vida común sin votos, y naturalmente por ahora de Derecho Diocesano. Por todas las facilidades que nos han dado, y que le comunicaré de palabra, he de decir a mi Señor Obispo que en Roma nos han atendido con largueza. Digitus Dei est hic.
Por lo que llevo dicho, se ve claro que hemos de distinguir la Sociedad Sacerdotal del Opus. Aquélla, mientras sea de derecho diocesano, estará sujeta a la jurisdicción de los Rvmos. Ordinarios en cuyas diócesis tenga casa. El Opus Dei, al dejar de ser Pía Unión, queda convertido en una simple asociación laical de carácter piadoso, a la manera de las Conferencias de San Vicente, que están sujetas al Ordinario en las cosas de fe y costumbres, como los demás fieles cristianos: solamente puede, por tanto, recibir alabanzas, bendiciones e indulgencias y no necesita aprobación.
De momento creo que he dado cuenta a mi Señor Obispo de la situación canónica de la Obra, y, cuando pueda verle personalmente, tendré mucho gusto en darle más detalles (172).
La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz era una aguja para poder penetrar en la textura eclesiástica y civil. Una aguja divina que llevaba inseparablemente enhebrado el hilo del Opus Dei. Ahora bien, Dios no da puntada en vano. La solución canónica era transitoria, evidentemente, pero la fundación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz perdurará, a través de los cambios posteriores, hasta que el todo del Opus Dei adquiera su estructura definitiva como Prelatura personal (173).
* * *
Los estudios de las disciplinas filosóficas y teológicas, que los tres ordenandos hicieron, fueron rigurosos y sin pausas. Para los primeros exámenes, presentaron una solicitud al Sr. Obispo de Madrid-Alcalá en que cada examinando:
"Expone que creyéndose con vocación sacerdotal y deseando seguir los estudios eclesiásticos, a V.E.
Suplica se digne dar las oportunas órdenes para que pueda pasar a examen de Humanidades y de Filosofía, y poder ser después admitido a los estudios de Sagrada Teología" (174).
Los exámenes de Filosofía se hicieron -como ya se ha dicho- ante tribunal del Seminario Conciliar de Madrid; y los de Teología en el Centro de Estudios Eclesiásticos, constituido a raíz de la erección canónica de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. A medida que los tres candidatos iban pasando los exámenes y se acercaba el fin de sus estudios, el Padre experimentaba una emoción indescriptible, que no conseguía dominar. Hasta que llegó, por fin, el momento en que don Leopoldo sugirió el 25 de junio de 1944 como posible fecha de ordenación de presbíteros. Así se lo dijo a Álvaro del Portillo, para que se lo comunicase a don Josemaría, el cual, por carta del 25 de abril, respondía al Prelado:
Padre: Álvaro me dio el encargo de V. E., sobre la fecha de ordenación de estos primeros. Hablé con los profesores, y no hay inconveniente en que se examinen a primeros de junio de los tratados teológicos que les faltan, llevándolos bien.
Por tanto, muy gustoso en atender filialmente los deseos de mi Señor Obispo, podrán ser ordenados en esa fecha. Convendría, por el papeleo, la ropa, las familias respectivas, etc. señalar concretamente los días de las ordenaciones. Estoy, como siempre, a lo que decida V. E. Y, no me es posible ocultarlo, con una emoción inmensa ante el próximo Sacerdocio de estos hijos de mi alma, y un agradecimiento sin límites al Señor y a mi Padre Don Leopoldo. ¡Que Él le llene de su gracia! (175).
Antes de fijar la fecha para conferir las Órdenes menores y mayores, fue preciso solicitar de la Santa Sede la dispensa de intersticios. Y el viernes, 12 de mayo, don Leopoldo llamó a don Josemaría para decirle: "que entren mañana los Ordenandos en ejercicios de ocho días, porque el sábado día 20 les daré la Primera Tonsura y, con breve intervalo, las demás órdenes hasta el Sacerdocio" (176). Inmediatamente, el 13 de mayo, don Josemaría comenzó a predicarles en El Escorial los ejercicios previos a las Órdenes sagradas (177).
Por lo que se refiere al lado práctico de las enseñanzas, el Padre se reservó las disciplinas de Liturgia y Pastoral, que les fue explicando en charlas y conversaciones a lo largo de varios meses. Era exigente don Josemaría en los gestos, oraciones y decoro litúrgico, inculcando a sus hijos que debían seguir fielmente la menor indicación de las rúbricas. De manera particular las rúbricas de la Santa Misa, que tanto ayudan a acercarse al Señor (178). En la Pastoral el Padre revivía su experiencia ministerial, amplia y variada (adquirida en seminarios y universidades, en parroquias rurales y urbanas, en instituciones benéficas y apostólicas, con religiosos y sacerdotes, en conventos y en la calle, en fin, con gente de toda edad y profesión, practicantes y no practicantes); y les transmitía esa experiencia en consejos breves y claros (179).
Como había prometido don Leopoldo, el 20 de mayo tuvo lugar la ceremonia de tonsura y, a partir de esa fecha, las Órdenes menores. El subdiaconado se lo confirió el Obispo de Pamplona el domingo, 28 de mayo, en el oratorio de Diego de León; y el 3 de junio recibieron de manos de don Casimiro Morcillo, Obispo Auxiliar de la diócesis de Madrid, el diaconado (180).
Los últimos exámenes los tuvieron el 12 de junio y el día 15 don Josemaría pudo certificar al Sr. Obispo que cada uno de los candidatos ya ha efectuado todos los estudios necesarios para recibir la ordenación sacerdotal (181). (Lo más chocante del expediente teológico no es la ininterrumpida lista de "Meritissimi" sino que ese magnífico despliegue de calificaciones acabe con un simple "Benemeritus" en la disciplina de Canto Litúrgico. Ninguno de los tres candidatos consiguió rebasar esa calificación. No es un desdoro. Lo que Dios no da…) (182).
En los días previos a la ordenación de presbíteros le llegaron al Padre las respuestas a la petición hecha poco antes a los obispos españoles, prácticamente a todos ellos, anunciándoles la fecha de ordenación de los tres candidatos y solicitando para los futuros presbíteros facultades ministeriales en sus respectivas diócesis. Todos contestaban accediendo gustosos a la súplica del Padre, que se sentía abrigado por el cariño de la Jerarquía (183).
El sábado, 24 de junio, se fue por la tarde al cementerio del Este, también llamado de la Almudena. Sin esfuerzo revivía escenas de los años treinta. Cuántas veces había llegado allí con lluvia, entre barrizales, o por caminos polvorientos y resecos, para hacer catequesis, atender a enfermos o visitar la sepultura de personas queridas. Ahora iba en peregrinación de acción de gracias y petición de santidad para los nuevos sacerdotes, ante la tumba de los Abuelos y de Isidoro.
Gracias también a ellos, la hora de la primera ordenación de sacerdotes, vislumbrada en la fundación del Opus Dei, era ya próxima realidad. Y aquella renovada esperanza de verse en familia de sacerdotes santos le llevaba a ensoñar sus últimos deseos. Las oraciones que palpitaban en las primeras páginas de sus Apuntes habían sido oídas:
¡El sacerdote de la Obra! ¡¡Cuántas horas llevamos hablando de él!! Es el nervio de la Obra de Dios. ¡Santo! Deberá exagerar la virtud, si cabe en esto la exageración… Porque los socios laicos se mirarán en él como en un espejo, y, sólo apuntando el sacerdote muy alto, se quedarán los demás en el punto medio (184).
El día tan ansiado se avecinaba. Cuando se postró para rezar ante la tumba de los Abuelos y de Isidoro, las emociones le temblaban dentro del pecho. Y ante el significado histórico de esa fecha no pudo contener una carga de eternidad. Le reventaron las lágrimas y lloró de gratitud, pensando en el sacrificio de los muertos (185).
El domingo, 25 de junio de 1944, fue día de gran fiesta. Los ordenandos se despidieron del Padre en Diego de León y se fueron en coche al Palacio Episcopal, en cuya capilla iba a tener lugar la ceremonia. Como era de esperar, el público no cabía en el recinto sagrado y la masa de asistentes, compacta y apretada, rebasaba los espacios vecinos al oratorio. A las diez en punto salió a oficiar don Leopoldo. No bien hubo acabado la misa y se desvistieron los nuevos sacerdotes en la sacristía, la multitud se abalanzó a besar las manos recién consagradas. Muchos, con el beso, depositaban alguna que otra lágrima. Entre los asistentes había gente de la Nunciatura y de Palacio, clérigos de Madrid y de provincias, parientes, amigos y conocidos, gente de la Obra y representantes, en gran número, de Órdenes y Congregaciones: Jerónimos, Dominicos, Escolapios, Agustinos, Marianistas, Paúles… (186).
Mientras tanto, el Fundador había estado celebrando misa, a la misma hora, en el oratorio de Diego de León, ayudado por José María Albareda.
Comió don Leopoldo en Diego de León con los nuevos sacerdotes y algún invitado. Entrada la tarde el Padre le fue presentando a los miembros de la Obra que estaban ese día en Madrid, algunos procedentes de otras ciudades, como Bilbao o Barcelona. El salón azul de la planta baja se abarrotó pronto de gente joven. Duró algún tiempo la ceremonia familiar; porque el Padre describía con gusto los méritos y habilidades de cada uno de sus hijos, y el Sr. Obispo andaba también de muy buen humor ese día, aunque la jornada fue de mucho ajetreo para el Prelado. Sonaba continuamente el teléfono o se presentaba una visita para felicitar a los ordenados o dar la enhorabuena a don Josemaría. Aprovechando, pues, unos momentos en que éste tuvo que ausentarse, el Sr. Obispo despachó lo que sentía, a la vista de aquel bien nutrido grupo de jóvenes.
Les habló del enorme gozo que le había dado ordenar a esa primera promoción de sacerdotes. Recordó las persecuciones sufridas por la Obra en los últimos años, permitidas por el Señor para sacar de todo ello mucho bien, y les confesó que experimentaba una gran alegría y tranquilidad al saber que, a pesar de lo sufrido, no guardaban ningún resentimiento ni se había menoscabado su afecto a quienes fueron instrumento de esa campaña. "¡Cuántas lágrimas han costado a tantas madres esas calumnias con que se os tildaba de herejes y masones!", les decía (187).
Se refirió luego al Padre, a la misión específica recibida de Dios para dirigir la Obra y para formarlos. Él es quien tiene las gracias conducentes a ese fin: "Cuiden Vds. mucho al Padre, que lo necesita y nos hace mucha falta".
Prosiguió hablando de la carga ingente que pesaba sobre las espaldas del Padre, y de su salud, quebrantada por las preocupaciones y desgastada por trabajos y sufrimientos:
"Una prueba de lo cansado que está -bromeó cambiando de tono- es que esta mañana no se ha atrevido a ir a la ordenación por miedo de no poder contener su emoción y que le viésemos llorar como a un abuelito; y como hasta de quedarse solo en casa tenía miedo, llamó a don José María Albareda para que le acompañase…
Aunque también pudo ser -continuó el Obispo en tono grave-, el sacrificio de una cosa muy querida: como voy a disfrutar tanto, me quedo" (188).
Terminó su charla con unas palabras de cariño y les dio su bendición. Salieron a despedir a don Leopoldo y antes de subir al coche el Sr. Obispo quiso hacerse una foto abrazado al Padre.
A media tarde fueron todos al oratorio a hacer la oración, siguiendo las palabras del Padre. Comentaba unas frases de san Pablo que había recogido en una ficha, diez años atrás. Insistía en la oración y en el sacrificio, fundamento de la vida interior; y en la humildad individual y colectiva. (Estas palabras evocaron en muchos, posiblemente, el sacrificio escondido y humilde del Fundador, renunciando a presenciar la ceremonia de ordenación en la capilla de Palacio).
Cuando los más jóvenes que hay aquí peinen canas -o luzcan espléndidas calvas, como algunas que se ven-, y yo, por ley natural, haya desaparecido hace ya mucho tiempo, os preguntarán: ¿y qué os decía el Padre el día de la ordenación de los tres primeros? Y les contestaréis vosotros: pues nos decía: que seáis hombres de oración; hombres de oración y hombres de oración (189).
Después les habló de perseverancia y de Cruz. Anunció que pronto marcharían unos cuantos de la Obra a tierras lejanas y terminó comunicándoles que se había recibido un cablegrama de la Ciudad del Vaticano. En él se decía que el Santo Padre había concedido a los tres nuevos sacerdotes que en su primera misa diesen la bendición papal con indulgencia plenaria a todos los asistentes. Tuvieron bendición solemne con el Santísimo y se cantó un Te Deum.
Continuaron las llamadas, las visitas y la fiesta familiar. Cuando don Josemaría se retiró a última hora, estaba rendido de fatiga por las fuertes emociones.