El Fundador del Opus Dei

De sueños a realidades

1. El regreso a Madrid
2. Camino
3. Las circunstancias políticas
4. La Residencia de Jenner
5. Servir a la Iglesia
6. Expansión por provincias (175)
7. Cómo "encajar" el Opus Dei
8. El cambio de confesor

1. El regreso a Madrid

Conforme corrían las fechas se agrandaba la ilusionada impaciencia del Fundador por volver a Madrid. Desde febrero de 1939 hay en su correspondencia una estremecida alegría, aun a sabiendas de que encontraría la capital en condiciones nada favorables para reemprender su trabajo. Pero la entrada en Madrid era señal definitiva de que la guerra había acabado y de que empezaba una nueva era para la Obra.
Esto se acaba, escribe a Juan Jiménez Vargas. Y el pensamiento, como una cadencia, salta de carta en carta: Esto se acaba: lo otro es para siempre, recalca con visión apostólica a Ricardo Fernández Vallespín. Y comenzará, para nuestra familia, una época de intensa vibración, añade a Juan (1). Esto se acaba -repite a Ricardo- y será menester trabajar con toda el alma (2).
Vinieron días de gozosa expectación, en que don Josemaría traía despierto su anhelo apostólico, al presentir a corta fecha la expansión de la Obra. Soñaba con hallarse dentro de la capital: ¡Madrid!: incógnita que miro con optimismo, porque todo lo mueve mi Padre-Dios, decía a Pedro Casciaro (3). Y, por adelantado, daba vueltas mentalmente a uno de los graves problemas que se le iban a presentar y que tendría que resolver. Se trataba de la colaboración que esperaba por parte de doña Dolores. Así lo manifiesta, al escribir a Paco Botella: Pienso en todos: en los de la zona roja, de modo especialísimo. Cuando escribas a los demás -a todos- di que pidan al Señor que nos conserve a la abuela: veo, con luz meridiana, que la necesitamos (4).
Entre tanto, había llegado noticia de la muerte del Papa Pío XI; y cuando, tres semanas más tarde, en carta del 3 de marzo de 1939, anuncia a Juan Jiménez Vargas la elección de Pío XII, del corazón del Padre se escapa una chispa de esa hoguera universal latente en la entraña del Opus Dei: Papam habemus!: la próxima vez, andaremos por allí cerca tú y yo y otros que me sé (5). (Desde 1931 venía soñando con esa hora, cada vez más cercana: Sueño -se lee en una catalina- con la fundación en Roma -cuando la O. de D. esté bien en marcha- de una Casa que sea como el cerebro de la organización (6)).
Por esos días se había comprometido a dar unos ejercicios espirituales a los seminaristas de la diócesis de Vitoria, pues le engolosinaba pensar en esa labor de almas cuasi-sacerdotales. De manera que le fue preciso exponer al Obispo los motivos que aconsejaban diferir ese curso de retiro espiritual:
1/ La necesidad de estar en Burgos el día de San José, por las razones que V. conoce. Hay bastantes que vienen con un permiso extraordinario de veinticuatro horas, sin tiempo material de llegar a Vergara.
2/ La posibilidad, llena de probabilidades, de que se tome Madrid, mientras yo estuviera dando la tanda de ejercicios.
3/ En el caso de que se tomara Madrid y yo no acudiera en el primer momento, faltaba a mi deber estricto de recuperar Santa Isabel, como Rector que soy de aquel Patronato (cosa que procurarían algunas personas hacer resaltar), y a un doble deber -muy sobrenatural el uno, y el otro de sangre- con la Obra y con mi madre, que me esperan sin dilaciones (7).
Así, lleno de alborozo, pisando imaginativamente la raya de la tierra prometida, envió a los suyos una carta circular que comenzaba con estas palabras:
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María.
Jesús bendiga a mis hijos y me los guarde.
Siento la moción de Dios, para escribiros en estas vísperas de la toma victoriosa de Madrid.
Está próximo el día de volver a nuestro hogar, y es menester que pensemos en la recuperación de nuestras actividades de apostolado (8).
Era, realmente, una carta circular. Hubo que pasársela de mano en mano, de ciudad en ciudad, hasta que todos los destinatarios la leyeron, porque no había copias. La carta era el toque de clarín con que el Padre despertaba la vibración espiritual de sus hijos. Una vez acabada la guerra cobraría nuevo empuje la campaña de la que tantas veces les había hablado: poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas. Se trataba de una movilización universal bajo el estandarte del: Regnare Christum volumus
Quiero que os vayáis preparando -les decía- para la antigua lucha -que es milicia y servicio de la Iglesia Romana, Santa, Una, Católica y Apostólica-, rezando con espíritu de monje y de guerrero, que ésa es la vibración de nuestra llamada, el Salmo de la Realeza de Cristo:
Todos los martes, luego de invocar cada uno a su Santo Ángel Custodio con el ruego de que le acompañe en su oración, besará el rosario, en prueba de Amor a la Señora y para significar que es la oración nuestra arma más eficaz. Y seguidamente recitará el salmo número 2, en latín (9).
Estoy hablando de luchas y de guerra -les advertía-, y, para la guerra, hacen falta soldados. Por lo tanto, era preciso ejercitar el proselitismo:
Nunca ha estado nuestra juventud más noblemente revuelta que ahora. Sería un remordimiento grande dejar sin provecho, sin aumento de nuestra familia, esos ímpetus y esas realidades de sacrificio, que indudablemente se ven -en medio de tantas otras cosas, que callo- en los corazones y en las obras de vuestros compañeros de estudios y de trincheras y posiciones y parapetos.
Sembrad, pues: yo os aseguro, en nombre del Amo de la mies, que habrá cosecha.
Pero, sembrad generosamente… Así, ¡el mundo! (10).
Para el Padre la carta era, indudablemente, un medio de desfogarse, transmitiendo a sus hijos el ardor apostólico que llevaba dentro, que no era poco. La víspera de fecharla, el 23 de marzo de 1939, informaba a Albareda:
Paco te escribirá con detalle: yo, sólo decirte que creo que me voy a marchar pronto camino de Casa, para estar cerquita cuando la puerta se abra. Llevaré la comida que tenemos preparada. Tú habrás de procurar traer el fichero y la máquina de escribir.
Tengo otra carta circular, que no sé cuándo circulará: si vienes aquí, la leerás.
¿Por qué no vienes el domingo próximo? Creo que me iré el lunes (11).
Entre Burgos y Madrid hubo idas y venidas, para tratar los términos de la rendición de las fuerzas republicanas. Don Josemaría seguía de cerca la marcha de los acontecimientos. El lunes 27 de marzo salió hacia Madrid en un camión de aprovisionamiento militar, sentado al lado del conductor. Llevaba la documentación en regla. Iba provisto de un salvoconducto y de permiso eclesiástico. Pasó la noche en Cantalejo, un pueblo a más de cien kilómetros de la capital. Al día siguiente se rindió el ejército republicano. En la mañana del 28 de marzo comenzaron a entrar las tropas en Madrid; y, entre los soldados, don Josemaría, vestido de sotana. La emoción era incontenible. Posiblemente era el primer sacerdote que veían con sotana por la calle desde julio de 1936. La gente se abalanzaba a besarle la mano, y don Josemaría les tendía un crucifijo (12).
Pasó por delante de Ferraz 16 y pudo comprobar el estado lastimoso de aquella Residencia, que nunca llegó a inaugurarse. Después se dirigió al piso de la calle Caracas, para abrazar a su madre y hermanos; y tomó posesión del baúl donde se guardaban los documentos y papeles que componían el archivo de la Obra (13). Pero, antes que su familia de sangre, le interesaba reunir a sus hijos. Enseguida se encontró con Isidoro Zorzano y José María González Barredo, que estaban en Madrid. Luego fueron apareciendo otros; los primeros Ricardo Fernández Vallespín y Álvaro del Portillo, que venían con permiso militar. El 29 de marzo por la mañana se fueron todos a echar un vistazo de reconocimiento a Ferraz 16. Pudieron palpar su lamentable estado. Los estragos producidos por los proyectiles eran más graves de lo que se había imaginado el Padre, cuando el año anterior examinaba la casa con el anteojo de antenas de la batería de Carabanchel. La vivienda había sido saqueada. Las paredes estaban acribilladas por los impactos de los proyectiles. El suelo se encontraba hundido y roto. En realidad, lo único sano y sólido del edificio eran la fachada y las paredes maestras.
Paco Botella, que llegó de Burgos por la tarde, se los encontró en Santa Isabel, a donde habían ido todos a examinar las condiciones en que se hallaba el convento. La iglesia era un triste testimonio de vandalismo incendiario. El 20 de julio de 1936, tan pronto estalló la guerra, los revolucionarios le pegaron fuego. Ardió el suelo; ardieron los bancos, y los retablos; y las llamas consumieron valiosas obras de arte (14).
* * *
Para vosotros no habrá obstáculos insuperables, había escrito poco antes el Fundador a los suyos, sobre todo, cuando de continuo os sentís unidos, por una especial Comunión de los Santos, a todos los que forman vuestra familia sobrenatural (15). Pensamiento que sostenía su optimismo al encararse con la ingrata tarea de recomenzar a partir de las ruinas. Y no es mera casualidad el que, cuando don Josemaría visitó de nuevo Ferraz, el 21 de abril, encontrase un consolador vestigio de aquella fraternidad que allí se vivió. Entre los cascotes del piso, halló el pergamino que había mandado colgar antaño, con el texto evangélico: Mandatum novum do vobis: ut diligatis invicem, sicut dilexi vos, ut et vos diligatis invicem. In hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis, si dilectionem habueritis ad invicem (Jn.13, 34-35) (16).
Al día siguiente de entrar las tropas en Madrid ya se habían reunido en la capital un pequeño grupo de miembros de la Obra y, no teniendo donde alojarse, don Josemaría les invitó a dormir en la rectoral de Santa Isabel. La tarde del 29 de marzo se dedicaron a limpiar ese piso, que se hallaba en mejor estado que el piso destinado a los capellanes, ocupado años atrás por los Escrivá. Aquello había sido oficina de comisarios políticos y el edificio contiguo, el colegio de niñas, había servido de cuartel del arma de Ingenieros. Por todas partes reinaba el desorden: papeles esparcidos, ficheros despanzurrados, mesas y sillas rotas, camas deshechas y armarios abandonados. Aunque no se encontraban en muy buenas condiciones, recogieron algunos enseres para amueblar la casa del rector, con intención de pintarlos o repararlos el día de mañana (17).
Pronto estuvo aquello habitable. Don Josemaría habló con su madre y hermanos, conviniendo en irse todos juntos a Santa Isabel. De hecho en la rectoral comenzó la colaboración directa de Carmen y doña Dolores en la marcha de los centros de la Obra, porque durante algunos meses la rectoral fue la única vivienda que tuvieron en Madrid. El espacio de que disponían era bastante reducido. En un extremo del piso habían preparado una habitación para doña Dolores y su hija. A la otra parte de la entrada a la rectoral se instaló don Josemaría, en un pequeño cuarto con una cama turca. Y en la habitación de al lado, que era bastante más amplia y se conocía como el "rancho grande", colocaron cuatro camas (18).
No tardó en aparecer por Santa Isabel la Madre Priora de las Agustinas, acompañada de una novicia, con intención de ocupar el piso de los capellanes, ya que el resto del convento se hallaba en ruinas a causa del incendio. El Rector les buscó una solución más conveniente para que pudiesen hacer vida de comunidad con el resto de las monjas, que se encontraban entonces fuera de Madrid, mientras reparaban la iglesia y las dependencias quemadas (19). En vista de que el edificio vecino de las monjas de la Asunción no había sufrido daño alguno, esta comunidad cedió temporalmente a las Agustinas algunas habitaciones del colegio de niñas. Arreglo provisional que se mantuvo hasta el mes de agosto, cuando don Josemaría, de acuerdo con el Vicario General de la diócesis de Madrid, don Casimiro Morcillo, cedió voluntariamente a las monjas su vivienda. Según se estipulaba en contrato firmado el 5 de agosto de 1939, entre el Rector del Patronato de Santa Isabel y la Madre Priora, Sor Vicenta María del Sagrario, aquél cedía a la Comunidad de Agustinas Recoletas "el derecho de habitación que le corresponde en la Casa Rectoral, calle de Santa Isabel, nº 48". En el contrato de cesión se establecían, además, ciertas cláusulas para proteger los derechos de futuros Rectores a la vivienda a ellos destinada en Santa Isabel (20).
A la rectoral fueron a parar también los antiguos muebles de la casa de la Abuela. No eran muchos, pero ponían una nota de elegancia familiar en aquel desamparado ambiente, en el que vivieron doña Dolores y sus hijos a partir del 9 de abril. Esa fecha marca el comienzo de lo que Santiago Escrivá de Balaguer denomina "etapa de transición", esto es, el servicio interino que su madre y hermana prestaron en los centros de la Obra, hasta que las mujeres del Opus Dei tomaron el relevo en las tareas de administración doméstica (21). Más acertado sería decir que, tanto en el caso de Carmen como en el de doña Dolores, este compromiso de ayuda apostólica se hizo incondicional y de por vida. Durante la "etapa de transición", la vida de la Abuela, minada por callados sufrimientos, físicos y morales, se fue extinguiendo suavemente, en silencio, sin que le llegase una temporada de descanso. En cuanto a Carmen, su período activo de trabajo se alargó año tras año, y consumió así la flor de su juventud y lo mejor de sus fuerzas, permaneciendo siempre en retén, siempre disponible y sin pregonar su escondido sacrificio.
La limpieza y adecentamiento de la casa rectoral llevó tiempo. No sólo por la mucha suciedad acumulada, sino porque hubo que notificar a las autoridades el hallazgo de un depósito de armas y las horrendas profanaciones de los enterramientos de la cripta, en donde se entremezclaban los cadáveres en impresionante revoltijo. Fue preciso también limpiar el pozo de la huerta, al que habían sido arrojadas algunas personas asesinadas durante la guerra (22).
* * *
Comenzaron luego para don Josemaría jornadas de intensísima actividad. Como había escrito a los suyos en la carta del 9 de enero de 1939, la Obra, empresa sobrenatural, sufrió una paralización en los años de guerra. Una detención, gracias a Dios, "en apariencia", porque la realidad era bien distinta. Ahora se hallaban todos mejor dispuestos para la "recuperación" de las actividades ordinarias de apostolado (23). (La palabra "recuperación" era entonces vocablo muy socorrido, pues la escasez de bienes obligaba a poner en uso los ya desechados por viejos o inservibles. Don Josemaría imprimió a esa palabra un noble sentido de urgencia: el de recobrar un tiempo apostólico aparentemente perdido en años anteriores).
Reanudó, pues, lo interrumpido; recomenzando por sus Apuntes íntimos. La primera catalina, después de la guerra, corresponde al 13 de abril de 1939, y recoge una locución divina:
Me sorprendí, como hace años, diciendo -sin darme cuenta hasta después- "Dei perfecta sunt opera". A la vez me quedó la seguridad plena, sin género de duda, de que ésa es la respuesta de mi Dios a su criatura pecadora, pero amante. ¡Todo lo espero de Él! ¡¡Bendito sea!! (24).
El día anterior había localizado a su antiguo confesor y fue inmediatamente a visitarle: Ayer estuve con el P. Sánchez, en Velázquez 28. ¡Qué alegría demostró! Me dio muchos abrazos, y sigue -se ve- creyendo en la Obra (25).
La siguiente noticia que tenemos de don Josemaría viene en carta de Isidoro a Paco Botella. Es muy sucinta: "El abuelo está ocupado las 24 horas con visitas". (El remitente debía tener el pensamiento poblado de graves preocupaciones domésticas, además de urgentes tareas apostólicas: "Desde que hemos terminado las faenas de la casa -continúa refiriendo Isidoro-, nos dedicamos a la labor que ya teníamos empezada de organizar las cartas. Los fusibles han seguido dándonos guerra; ahora el problema lo constituyen los ratones. ¿Te acuerdas de la forma que atracamos sus viviendas? Pues no ha servido de nada; nos las deshacen diariamente. Nos están criando dos gatos para extirpar esos animalejos") (26).
Gracias al fichero, que habían rehecho casi totalmente en Burgos, pudieron continuar en Madrid la labor de San Rafael. El Padre recibía a los visitantes. Charlaba con ellos. Daba clases de formación a los miembros de la Obra que aparecían en Madrid con permiso militar. Atendía a las comunidades de monjas de Santa Isabel; y no interrumpía su perseverante correspondencia, animando a todos a que le escribieran, como pide a Ricardo Fernández Vallespín:
Querido Ricardo: no sabes cómo te agradeceré que no te empereces, y nos escribas con mucha frecuencia […].
Creo que habremos de bendecir la guerra: ¡mucho espero, para Dios y para España!
He comenzado a trabajar, y estoy contento. Al principio, al volver a Madrid, me pareció que me costaría encajarme. Pero, no: lo mismo que en 1936, gracias a Dios.
Un fuerte abrazo, y te bendice
Mariano (27).
Don Josemaría tenía un modo insólito de contemplar la guerra y las muchas cicatrices que el conflicto bélico había dejado en todos. Llevado de su sobrenatural optimismo, no se paraba a contemplar los desastres que quedaban a sus espaldas sino el hecho positivo de que la guerra, con todas sus pruebas evidentes de dureza y crueldad, había servido para templar las almas. El Fundador miraba adelante, esperanzado, cuando escribía a Chiqui:
Yo te aseguro que, si me cumples el plan de vida que te di, habrás de bendecir la guerra, porque tendrás más experiencia y más reciedumbre para seguir trabajando (28).
A mediados del mes de mayo algunos Prelados concertaron con don Josemaría el que diese tandas de ejercicios espirituales a sacerdotes y religiosas (29). Comenzaría en el mes de junio en Valencia y, siguiendo su costumbre, con antelación de semanas se puso a encomendar al Señor el trabajo, pidiendo oraciones por el provecho espiritual de los ejercitantes, como escribía a Mons. Santos Moro, Obispo de Ávila:
Muy querido Señor Obispo: ¡Jesús me lo guarde!
Este pecador siempre acude al Sr. Obispo con la mano extendida. Padre: tengo pendientes varias tandas de ejercicios, algunas (en Valencia y Madrid) para Sacerdotes,… y necesito sus oraciones y su bendición de Padre y de Pastor.
¡Gracias! Ya sabe cómo le quiere su agradecido
Josemaría (30).
Rafael Calvo Serer y don Antonio Rodilla, que además de Vicario General de la archidiócesis de Valencia era Rector del "Colegio del Beato Juan de Ribera", consiguieron reunir muy pronto un grupo de ejercitantes universitarios. Así, pues, el comienzo del retiro se adelantó al 5 de junio. En esa fecha llegó don Josemaría a Burjasot, pueblo vecino a la capital, donde se encontraba el Colegio. Venía el sacerdote dispuesto a "meterse en harina"; esto es, a dedicarse por entero a su faena espiritual, encomendando al Arcángel San Rafael que sus palabras resultaran eficaces. De paso, llevaba la intención de aprovechar, él también, aquellos días de retiro: Yo aprovecho el fregoteo de estas almas, para refregar la mía: que buena falta le hace (31), decía a sus hijos.
Paseaban los universitarios en pequeños grupos por el jardín del Colegio esperando la llegada de don Josemaría, cuando vieron aparecer un sacerdote joven, sonriente y con aspecto de encontrarse fatigado por un largo viaje. Cuando ya se acercaba, don Antonio Rodilla, que tenía al lado a unos cuantos universitarios, les comentó sin andarse con rodeos: - Este señor hace milagros… (32). Don Josemaría alcanzó a oírle y se aproximó rápidamente para manifestarle, con un gesto de cariño, que no le hacía ninguna gracia el comentario. Pero el Vicario General no hablaba por hablar. Sabía muy bien lo que se decía, pues don Josemaría le había franqueado su alma en Burgos (33).
Recorriendo el Colegio antes de comenzar el retiro, don Josemaría descubrió dentro de la casa un cartelón con esta frase: "Cada caminante, siga su camino". Preguntó por su origen. Al parecer el edificio había sido requisado durante la guerra por el ejército republicano y todavía quedaban algunas señales de su paso. No quiso que lo quitaran: - Dejadlo, me gusta: del enemigo, el consejo (34).
Y esa frase le sirvió de comodín para sus meditaciones. En diversos sentidos hizo de ella glosas y comentarios sobre la vocación cristiana, sobre la fidelidad a la llamada particular de cada uno, y sobre el camino que conduce al ideal que vislumbramos.
Sabiendo que podía encontrar al Padre en Valencia mientras daba sus tandas de retiro espiritual, primero una a los estudiantes y luego otra a los sacerdotes, Álvaro del Portillo le llamó por teléfono antes de lograr un permiso militar y emprender el viaje para verle. Estaba destacado en Olot, en la zona de los Pirineos. No supo, hasta haberlo experimentado, lo accidentado que iba a resultar el viaje. Las tropas republicanas de retirada habían volado los puentes en la zona de Cataluña y en el Ebro, las carreteras estaban machacadas y el servicio de trenes sin normalizar… Tres días tardó Álvaro en llegar a Burjasot. El último día de ejercicios, con gran estupor de los asistentes, entró en el oratorio un alférez de Ingenieros que se dispuso a seguir la meditación en primera fila. Tan atrasado tenía el sueño de las noches anteriores que a los pocos minutos dormía beatíficamente (35). Aquel sueño, ante Dios, venía a ser oración, comentaba el Padre. La oración del cansancio, convertido en deseo de aprovechar lo poco que quedaba ya de aquellos días de retiro espiritual.
Escaso tiempo pasó el alférez en Valencia. A los dos días iba de regreso a Olot, donde se encontraría con una carta del Padre fechada el 6 de junio en Burjasot, esto es, antes de que saliera de Olot hacia Valencia. En dicha carta venía expresada, con claridad transparente, la más audaz afirmación de paternidad espiritual que haya salido nunca de la pluma del Fundador:
Saxum!, le decía a Álvaro: esperan mucho de ti tu Padre del Cielo (Dios) y tu Padre de la tierra y del Cielo (yo) (36).
En muy breves palabras queda cifrada la filiación del cristiano para con nuestro Padre-Dios. Al mismo tiempo, se expresa la transcendencia sobrenatural de la llamada divina al Opus Dei, y la consiguiente paternidad del Fundador para con sus hijos, que va más allá del tiempo y de la muerte.
A los ejercicios espirituales de Burjasot asistieron catorce muchachos. Buena disposición tendrían cuando el Padre, al día siguiente de su llegada, escribe con entusiasmo a los de Madrid:
Muy contento: apretad al Señor, y esto marchará. Lo mismo que tiene que marchar la cuestión de la Casa. ¡No faltaba más! Cada momento es para mí de mayor optimismo (37).
También pedía inmediata ayuda de oraciones a otras personas. Y es que don Josemaría había dado, por fin, con la tan esperada cantera de vocaciones al Opus Dei. ¡Esto marcha!, escribía al terminar los ejercicios en Burjasot. Ayer envió el Señor a otro: cuatro, nuevos, en total. Y de buena pasta. Espero que tendrán perseverancia (38).
No fueron los únicos. Acabados los ejercicios habló con don Josemaría un joven que no había podido hacerlos y que, al conocer la Obra, estaba decidido a que se le admitiera: se empeña en empujar también la puerta (39), refiere el Fundador. Y un mes más tarde la puerta había cedido:
Jesús te me guarde.
¿Qué voy a decirte, sino que sí y que adelante? Pásmate y séle agradecido, al ver que te quiere para cosas tan grandes.
Si perseveráis… ¡son tan sazonados y tan jugosos los frutos de esa encendida tierra valenciana!
Te quiere y te bendice tu Padre
Mariano (40).
José Manuel Casas Torres era, de momento, el último de ese racimo de vocaciones valencianas que habían comenzado en Burjasot con la de Amadeo de Fuenmayor. Don Josemaría, seguro de no haber agotado aquel filón, decidió volver a Valencia, tan pronto le fuera posible, para hacer realidad el interrumpido sueño de 1936 cuando, a punto de comenzar la labor de expansión a provincias, estalló la guerra civil.

2. Camino

A poco de establecerse en Burgos y conectar con los jóvenes militarizados que, de algún modo, recibían su dirección espiritual, don Josemaría echó de ver los muchos obstáculos que impedían atenderlos con regularidad. Se encontraban aislados, en distintos frentes. Los desplazamientos del sacerdote se hacían dificultosos. El transporte resultaba precario. Le faltaba tiempo. Y, en todo caso, había que obtener los salvoconductos reglamentarios. Aún así, no siempre era posible llegar hasta la primera línea.
Tampoco era fácil la correspondencia. Porque si don Josemaría se ausentaba de Burgos, no era raro que al regresar se encontrase con un montón de cartas sobre la mesa. Por lo general sucedía lo contrario; tardaban mucho en llegar las respuestas. Esto suponiendo que las estafetas militares funcionasen con normalidad, porque con frecuencia, a causa de los traslados de las unidades, quedaba interrumpido el servicio de correos.
Cuando el sacerdote escribía a los suyos solía recordarles, indefectiblemente, que cumpliesen las normas de piedad y, ante todo, que no olvidaran el rato diario de oración. La lectura de las hojas mensuales de Noticias ayudaba, a quienes las recibían, a reavivar hábitos quizá olvidados, ofreciéndoles algunos puntos de meditación. Pero este procedimiento apostólico de hacer llegar hasta la línea de combate un soplo de vida interior, para que el soldado elevase la mente a Dios en la trinchera, era insuficiente, por lo esporádico. De modo que don Josemaría pensó poner remedio, haciendo circular entre los suyos las Consideraciones espirituales publicadas en Cuenca en 1934. Su proyecto inicial era reimprimir el libro en formato reducido, para que cupiese en el bolsillo de las guerreras o cazadoras que usaban los militares. Sin embargo, tropezó con dificultades materiales para la impresión, viéndose obligado a posponer por unas semanas la realización de aquella idea (41).
Estaba ya en el Hotel Sabadell cuando emprendió la tarea de ampliar el número de consideraciones, de la edición de 1934. Para ello siguió un método idéntico al empleado en Madrid al elaborar las catalinas. En cuanto le venía a la mente una idea, una sugerencia apostólica o una iluminación, inmediatamente tomaba nota de ello en un trozo de papel, de modo esquemático, con la intención de pasar luego a limpio ese pensamiento. Y cuando, a última hora de la tarde, volvían Pedro y Paco del trabajo, en no pocas ocasiones, al entrar en el cuarto, el Padre les saludaba agitando un manojo de papelitos u octavillas. Después se las leía -eran frases concisas-, y las alargaba, sacando comentarios sustanciosos. Gaiticas llamaba a esas breves notas, en que se encerraba un pensamiento apretado o el esbozo de una anécdota. Eran frases cargadas de sentido; y al desentrañarlas posteriormente, las hacía resonar, como quien saca un prolongado pitido del fuelle hinchado de una gaita (42).
Un día, al regresar del cuartel, los dos militares se encontraron con una sorpresa. Las gaiticas, trabajosamente pasadas a máquina por el Padre, estaban cuidadosamente distribuidas en montoncitos. Las octavillas, ordenadas por materias, cubrían las tres camas del cuarto. Pero todavía hubieron de correr varios meses antes de que el libro estuviera listo para su publicación. La campaña del Ebro, primero, y la campaña de Cataluña después (sin olvidar la escasez de papel en tiempo de guerra y la esperanza de una próxima entrada en Madrid), fueron demorando su posible impresión. Estaba Pedro Casciaro en Calatayud, a comienzos de 1939, cuando recibió una carta de Burgos en que le decía el Padre: Me gustaría que te encargaras tú de la impresión de mi libro: ¿hay ahí imprentas, para eso? Sólo me faltan ochenta Consideraciones: es cosa de días (43). (Todos, al menos los que pasaban por Burgos, estaban enterados de la marcha del libro, pues una semana más tarde, esta vez en carta a José María Albareda, añade esta lacónica postdata: Faltan 27) (44).
Tal precisión sobre el número de las consideraciones que añadía hace sospechar que el autor se había fijado de antemano una meta, que estaba a punto de alcanzar. Se trataba -luego se supo- del 999. Número garboso y arquitectónico, que, obviamente, no estaba escogido al azar. Muy grabado tenía en su mente el símbolo espiritual de los números, que le llevaba a la "teología de las matemáticas" (45). El 9 era el número que le entusiasmaba, según decía. La elección de 999 puntos en Camino no es, por tanto, un mero capricho matemático sino modo de expresar su devoción a la Trinidad Beatísima.
A todo esto, ¿ha dicho algo el autor sobre el título del libro? En uno de sus viajes, en febrero de 1939, don Josemaría se había llevado consigo a Vitoria las páginas mecanografiadas del libro, ya en limpio y debidamente clasificadas, con objeto de enseñárselas al Prelado. A Mons. Lauzurica le entusiasmó su lectura, porque al día siguiente don Josemaría escribía a Pedro Casciaro: ¿Cómo va la cubierta del libro? Urge. Al Sr. Obispo, le gusta: ayer me hablaba de hacer una gran tirada (46).
En vista de la urgencia, esa misma semana envió Pedro el diseño del libro a Burgos; y, después de verlo, le contestaba el Padre: Me gusta la cubierta del libro: te haré unas indicaciones, cuando sepamos el tamaño, para que dibujes la definitiva (47). Naturalmente, Pedro, como buen artista, no quedó satisfecho y se puso enseguida a idear otros dibujos. Abiertamente se lo decía por carta a Paco Botella: "Envío un proyecto de la portada de Consideraciones. No me convence mucho. Por eso haré uno o dos más. Si le parece a Mariano, puede enviarme el nombre "Consideraciones" escrito por él mismo, para ser reproducido en la tapa, ya sea en negro o en rojo" (48). Pasaron luego cinco días sin obtener respuesta, por lo que Pedro volvió a insistir: "Espero la palabra Consideraciones" (49). Esta demanda también cayó en el vacío. Nunca tuvo respuesta. ¿Es que el autor había perdido interés en el libro? ¿Acaso el asunto de su publicación se daba por arrumbado? Y, lo que es más extraño, ¿cómo es que don Josemaría, que nunca dejaba de contestar las cartas, no ponía unas letras a Pedro después de tantas urgencias?
Pero, no. Por lo que hace al libro, su autor no abandonaba la idea de lanzarlo cuanto antes al mundo. Hay constancia escrita de una urgente petición al Obispo de Vitoria, como si la obra estuviera a punto de salir a la calle: ¡que me haga el prólogo, para mi libro, cuanto antes!, apremiaba don Josemaría al Prelado. Pocos días más tarde don Javier envió el prólogo, fechado en la "festividad de San José de 1939", como dando a entender que era un regalo por el santo de don Josemaría. De dicho prólogo son estas frases, que tienen, como se verá, particular interés biográfico: "En estas páginas aletea el espíritu de Dios. Detrás de cada una de sus sentencias hay un santo que ve tu intención y aguarda tus decisiones. Las frases quedan entrecortadas para que tú las completes con tu conducta" (50).
Completo estaba, pues, el libro cuando sobrevino el fin de la guerra. El regreso a Madrid, y obligaciones de más tomo y lomo, dejaron abandonadas las gestiones para su impresión. Pero, ¿no resulta curioso que, en todo el largo proceso de composición, no se haya hecho la más mínima alusión al título de la obra? Es indudable que don Josemaría lo guardaba celosamente "in pectore", porque Mons. Lauzurica, en el prólogo escrito a instancias de don Josemaría, tiene que recurrir a inverosímiles suplencias y perífrasis: "esas líneas penetrantes, esos pensamientos lacónicos", "en estas páginas", en que "las frases quedan entrecortadas", y "detrás de cada una de sus sentencias"… Líneas, pensamientos, páginas, frases, sentencias… ¿de qué libro? Todo está reclamando a voces el título de la obra. Hasta el punto de que el prologuista no puede usar siquiera la palabra "libro", porque, desprovista del título, destruiría la intimidad que trata de suscitar en el lector.
Después de un prolongado silencio de meses, sin tener el menor indicio del título, en una carta del 18 de mayo de 1939 leemos estas líneas dirigidas por el Fundador a su hijo Álvaro:
Saxum! ¡qué blanco veo el camino -largo- que te queda por recorrer! Blanco y lleno, como campo cuajado. ¡Bendita fecundidad de apóstol, más hermosa que todas las hermosuras de la tierra! Saxum! (51).
Y esa palabra "camino", por esa fecha y en semejante contexto, es una lucecita que nos lleva en derechura al título del libro, porque por vez primera en sus escritos el Fundador recala en esa palabra, exornándola de atributos espirituales. En efecto, cuando el 1 de junio pidió el Padre a algunos de sus hijos en Madrid que le ayudasen a confeccionar el índice de las "gaiticas", uno de los que trabajaron en la preparación de dicho índice fue Paco Botella, que pasó un fin de semana en Madrid y que al día siguiente, ya en Burgos, escribía a Pedro Casciaro comunicándole, con aire de novedad y sorpresa, que el libro ya no se llamaría "Consideraciones" sino "Camino" (52).
Don Josemaría fue a Valencia el 5 de junio a dar el curso de retiro espiritual a los universitarios, e inmediatamente entregó el original en la imprenta. Y el día 6 anunciaba a los de Madrid: el libro está en la imprenta (53). Su encuentro, a poco de llegar a Burjasot, con el cartelón de "cada caminante, siga su camino", despertó sus ansias apostólicas. Era, bien lo sabía, algo más que coincidencia; y mandó que lo dejasen en su sitio. Le serviría de perenne recordatorio. La oportunidad del cartel con el título del libro, largamente pensado y muy a última hora decidido, acaparó sus dotes de exégesis y su prodigiosa capacidad de comentarista, señalando de mil modos a los ejercitantes el "camino" por el que podían orientar sus vidas (54).
Con todo, el libro no se acabó de imprimir hasta el 29 de septiembre de 1939 (55).
* * *
El contenido básico de Camino lo constituyen las Consideraciones espirituales, a las que se agregó más de medio millar de puntos, hasta el 999 (56). El trasfondo histórico de Consideraciones son los años 1928-1934, mientras que en Camino esa etapa histórica se prolonga hasta 1939. Sin embargo, ambos períodos están fundidos por una única fuente de inspiración, porque los pensamientos emanan, más que de los sucesos de la vida española, de la vida contemplativa del autor y de las incidencias cotidianas de su labor apostólica.
La fuente principal de las Consideraciones publicadas en 1934 son las Catalinas; a diferencia de Camino, en que muchos de los puntos añadidos en Burgos proceden de la correspondencia con las personas que dirigía espiritualmente. Pero, en ambos casos, ya se trate de aportaciones extraídas de los Apuntes íntimos o de las cartas, a la inspiración personal se incorpora una buena porción de comentarios evangélicos y de reflexiones morales (57). De tal suerte que siempre prevalece lo autobiográfico, reflejándose en las páginas del libro las experiencias íntimas del autor.
Ante los ojos del lector -sin seguir ningún orden cronológico- desfilan personas y escenas vinculadas al joven Fundador. Así, por ejemplo, Somoano, capellán del hospital del Rey, alma de gran finura y sensibilidad:
¡Cómo lloró, al pie del altar, aquel joven Sacerdote santo que mereció martirio, porque se acordaba de un alma que se acercó en pecado mortal a recibir a Cristo! (58).
Así también Luis Gordon, dócil y obediente, que, al tener que limpiar la bacinilla de un enfermo trataba de vencer la natural repugnancia que sentía y decía bajito: ¡Jesús, que haga buena cara! (59).
Y aquella enferma, "carne de cuartel" en su día y una Magdalena a la hora de la muerte, a quien don Josemaría ayudó a morir santamente, recitando con ella la letanía del dolor que abrasa y purifica:
Bendito sea el dolor. -Amado sea el dolor. -Santificado sea el dolor… ¡Glorificado sea el dolor! (60).
Sin embargo, cuando el protagonista es el mismo autor y el suceso va teñido de carácter sobrenatural, estos datos aparecen convenientemente desdibujados o despersonalizados, como ocurre, por ejemplo, con la locución que tuvo el Fundador al dar la comunión a las monjas de Santa Isabel:
Cuentan de un alma que, al decir al Señor en la oración "Jesús, te amo", oyó esta respuesta del cielo: "Obras son amores y no buenas razones" (61).
Casos hay también en que el autor despoja las locuciones o iluminaciones divinas de su carácter original de fenómenos sobrenaturales, y las diluye en el texto; como por ejemplo:
Crécete ante los obstáculos. -La gracia del Señor no te ha de faltar: "inter medium montium pertransibunt aquae!" -¡pasarás a través de los montes! (62).
Muchos de los puntos de Camino son auténticos retazos de su vida. Anécdotas que serán transferidas discretamente en el relato a segunda o tercera persona, para borrar así toda huella autobiográfica. Veamos, a manera de ejemplo, cómo anota el 22 de diciembre de 1937 lo sucedido en la capilla del palacio episcopal en Pamplona:
El Vicario General ha consagrado cálices y patenas. Me quedé un momento solo en la capilla, y puse, para que mi Señor se lo encuentre la primera vez que baje a esos vasos sagrados, un beso en cada cáliz y en cada patena: Eran veinticinco, que regala la Diócesis de Pamplona para el frente (63).
Descripción que pasará al punto correspondiente de Camino, pero resaltando tan sólo el aspecto de la devoción a la Eucaristía:
¡Loco! -Ya te vi -te creías solo en la capilla episcopal- poner en cada cáliz y en cada patena, recién consagrados, un beso: para que se lo encuentre Él, cuando por primera vez "baje" a esos vasos eucarísticos (64).
Mas la distancia que media entre Consideraciones y Camino no es sólo cuestión de fechas y de número, esto es, de un mayor caudal de páginas, como si se tratase del afluente que desemboca en otro río de mayor volumen. Las diferencias, sin duda, consisten en algo más hondo. Ya en la Advertencia preliminar de Consideraciones se declaraba que los apuntes en cuestión habían sido escritos sin pretensiones literarias ni de publicidad. (Esencialmente consistía en una recopilación de pensamientos por temas y capítulos). Pues, bien; en la génesis de Camino hay, desde el primer momento, el propósito manifiesto de componer y publicar un libro. De la primera a la última página, la elaboración de Camino -que nació bajo la idea de engrosar Consideraciones- está presidida por una rigurosa unidad de espíritu e intención.
Conforme avanzaba el año 1938, su autor se percataba más y más de que el material disponible como base -es decir, los 438 puntos de Consideraciones- le invitaba a desarrollar con mayor extensión algunos temas. En la génesis de Camino, con gran amplitud de miras, se aumentó, pues, el número de los apartados y, en consecuencia, se dispuso de un abanico más extenso de materias. Después se reordenó la distribución de epígrafes y contenido. Finalmente, se trató de dar mayor cohesión a los capítulos (65).
Semejante operación requería una disciplina de trabajo más radical de lo que a primera vista pudiese parecer. Ya de entrada, nos plantea el autor la finalidad que persigue: Voy a remover en tus recuerdos, para que se alce algún pensamiento que te hiera: y así mejores tu vida y te metas por caminos de oración y de Amor. Y acabes por ser alma de criterio (66).
Este propósito exige todo un método de renovación intelectual y volitiva. El Obispo de Vitoria señala en qué consiste esta sacudida cuando, con mucha perspicacia, hace notar en el prólogo que las sentencias del libro están como esperando una decisión terminante por parte del lector. Este método de espabilar las conciencias queda reflejado también en el estilo de Camino. Sus páginas abundan en exclamaciones e interrogaciones, en argumentos persuasivos -con cuantiosos datos de sentido común-, en ironías y exhortaciones, en formas imperativas y en puntos suspensivos. Valiente material cuyo cometido, en último término, no es otro que el excitar un cambio interior y una mejora de vida. Por esta razón, la lectura de Camino provoca una sosegada intranquilidad. Comienza con un capítulo sobre "Carácter"; y su primer punto, sin andarse por las ramas, es una invitación a cambiar de ruta y emprender en nuestra existencia algo útil y elevado:
Que tu vida no sea una vida estéril. -Sé útil. -Deja poso. -Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor (67).
En Camino existe, claramente, unidad estructurada. En efecto, entre los nuevos capítulos que vienen a engrosar el libro hay uno titulado "Perseverancia", que es el broche que cierra la obra. Pues bien, salvo una de sus consideraciones, todo este capítulo es de nueva hechura. Y es suficiente examinar los dos últimos pensamientos -el 998 y el 999-, al final del libro, para percatarse de su bien trabada armazón y de que su arquitectura va escalando concienzudamente en espiral, desde la base hasta la cúspide. Todo ello conforme al mencionado método de remoción del hombre interior.
Pero, una vez que el lector ha alcanzado la cumbre de la meditación, era preciso asegurar la firmeza de sus propósitos. Razón por la que se introdujo un nuevo capítulo: el de "Perseverancia", porque
Comenzar es de todos: perseverar, de santos (68).
Y, para rematar dicho capítulo, el autor echó mano de una parábola: la de aquel burro que se encontró dando vueltas a una noria en la vega del Órbigo, en julio de 1938, el día que perdió el tren en la estación de León. En aquella escena campesina se transparentaba -además de la docilidad- el trabajo cotidiano, humilde, monótono y oscuro, hecho de pequeños y repetidos esfuerzos, pero con espléndidos resultados de feracidad y de servicio:
Bendita perseverancia la del borrico de noria! -Siempre al mismo paso. Siempre las mismas vueltas. -Un día y otro: todos iguales.
Sin eso, no habría madurez en los frutos, ni lozanía en el huerto, ni tendría aromas el jardín.
Lleva este pensamiento a tu vida interior (69).
No quedaba sino sustentar esa bendita perseverancia con la decisión, tomada en la primera línea del libro, de que nuestra vida no sea una vida estéril. Y, ¿dónde encontrar ese seguro apoyo si no es en la intimidad con el Señor?:
¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. -Enamórate, y no "le" dejarás (70).
El origen y el proceso de elaboración de cada uno de los puntos del libro nos ilustran sobradamente sobre el objetivo que se persigue: meter al lector por caminos de oración y de Amor, mediante la pensada meditación de sus consideraciones, como se dice en el preámbulo. Camino no es, por consiguiente, un tratado sistemático sino obra de reflexión y consulta, a cuyas páginas puede acudir el lector sin fijarse un orden riguroso de lectura. Lo cual no significa que el libro carezca de concierto. Porque, puestos a examinarlo más de cerca, se echa de ver que cada uno de los apartados de Camino está vertebrado en su interior, y dispuesto para encajar en la arquitectura del conjunto. Tal es el caso del apartado sobre "La voluntad de Dios", por ejemplo. En la edición de 1939 aparecen cambios radicales en la presentación, en el número y hasta en el orden de los pensamientos. Con ello el autor ha buscado, sin duda, facilitar el progreso de la meditación, estableciendo un hilo conductor de las aspiraciones del alma.
En síntesis, los miembros de que consta el capítulo definitivo sobre "La voluntad de Dios" son: una cabecera introductoria; un cuerpo central de variaciones temáticas sobre los pensamientos de la obertura; y, finalmente, unas consideraciones prácticas que desembocan en el siguiente consejo:
Es cuestión de segundos… Piensa antes de comenzar cualquier negocio: ¿Qué quiere Dios de mí en este asunto?
Y, con la gracia divina, ¡hazlo! (71).
Sobre las consideraciones que encabezan el capítulo asienta el autor toda la fuerza de las páginas que siguen. En un primer punto proclama la verdad evangélica:
Ésta es la llave para abrir la puerta y entrar en el Reino de los Cielos: "qui facit voluntatem Patris mei qui in coelis est, ipse intrabit in regnum coelorum" -el que hace la voluntad de mi Padre…, ¡ése entrará! (72).
En el segundo punto, dando un salto inesperado, coloca repentinamente al lector de cara a la administración de su libertad. Y le hace directamente responsable de las repercusiones de su conducta en su propia existencia y en la parcela de la historia donde Dios le espera: De que tú y yo nos portemos como Dios quiere -no lo olvides- dependen muchas cosas grandes (73).
(El texto proviene de una carta del Fundador a uno de los que se dirigían con él en 1938) (74).
La tercera consideración corresponde a una catalina de 1932. En ella se nos descubren las lamentables consecuencias que la protesta, o el rechazo, del designio trazado por Dios acarrea al alma. Dice así:
Nosotros somos piedras, sillares, que se mueven, que sienten, que tienen una libérrima voluntad.
Dios mismo es el cantero que nos quita las esquinas, arreglándonos, modificándonos, según Él desea, a golpe de martillo y de cincel.
No queramos apartarnos, no queramos esquivar su Voluntad, porque, de cualquier modo, no podremos evitar los golpes. -Sufriremos más e inútilmente, y, en lugar de la piedra pulida y dispuesta para edificar, seremos un montón informe de grava que pisarán las gentes con desprecio (75).
(Esta consideración es el remate de un pensamiento, desarrollado en sus Apuntes íntimos, sobre lo que Dios esperaba de los primeros que tuvieran que edificar la Obra:
Si se tratara de levantar una caseta de feria, la cosa era fácil y breve. Hincar cuatro palos en el suelo, unos metros de percalina, clavar las tablas de un cajón…, y ya está. Pero el edificio de la O. de D. es un palacio secular -durará hasta el Fin- y es el Espíritu Santo su arquitecto…
Nosotros somos los sillares que Jesús quiere que se entierren en los cimientos. Sillares, que se mueven, que sienten […]) (76).
De esta manera se ponía el acento sobre diversos ámbitos de la existencia humana. A saber: la vida eterna que nos aguarda en el reino de los Cielos; la noble participación en las tareas históricas; y las tristes consecuencias de una rebeldía contra la invitación hecha por Dios al hombre. Así, apelando a la fe, a la razón, a la imaginación y a los sentimientos, se intenta apalancar la voluntad, comprometiéndola en un camino de mejora.
* * *
Por entre las páginas de Camino asoma, aquí o allá, una sugerencia sensorial o el leve rastro de una anécdota, que ayudan a situar el contexto de las reflexiones. A veces, unas brevísimas pinceladas sirven para evocar todo un paisaje de fondo:
¿Te acuerdas? -Hacíamos tú y yo nuestra oración, cuando caía la tarde. Cerca se escuchaba el rumor del agua. -Y, en la quietud de la ciudad castellana… (77).
Recuerdo de las aguas rumorosas del Arlanzón, por cuyas orillas salía el Padre de paseo con los suyos, o con algún soldado que se acercaba a Burgos con permiso.
Burgos, unido a la memoria de Rodrigo de Vivar, el Mío Cid, el del cantar de gesta, cuya grandeza de héroe se canta a la par de las menudencias caseras y cotidianas, como se dice en Camino:
Las gestas -nuestro Mío Cid- relatan siempre aventuras gigantescas, pero mezcladas con detalles caseros del héroe. Ojalá hagas siempre mucho caso -¡línea recta!- de las cosas pequeñas (78).
En la alcoba del Hotel Sabadell, separada por una leve cortinilla de la habitación común de Pedro Casciaro y Paco Botella, se recluía el sacerdote para tomar disciplinas de sangre. No tenía otro recurso; y cuando en una ocasión se enteraron sus hijos, el Padre justificó su conducta con las palabras recogidas en Camino:
Si han sido testigos de tus debilidades y miserias, ¿qué importa que lo sean de tu penitencia? (79).
(En algunas ocasiones -como sucede en esta consideración sobre la penitencia-, las circunstancias de donde dimana el hecho narrado han sido pudorosamente silenciadas. Es evidente que los detalles personales hubieran subrayado con mayor vigor la doctrina, sacándola de la abstracta generalización. Pero el autor -lo repetimos una vez más- se retrae de todo lo que suponga alarde autobiográfico).
En Camino queda reflejado también el fervor patriótico de Burgos en aquellos días -banderas, uniformes y entusiasmo-, pero recordando que tampoco a Cristo le falta su milicia:
El fervor patriótico -laudable- lleva a muchos hombres a hacer de su vida un "servicio", una "milicia". -No me olvides que Cristo tiene también "milicias" y gente escogida a su "servicio" (80).
* * *
El título Camino, que por tan largo tiempo maduró su autor, es nombre simbólico, denso y cuajado de sentido. En él confluyen la llamada universal a la santidad de vida; el método para seguir fielmente las pisadas de Cristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida; y un programa de dirección espiritual para alcanzar dicha meta. Dentro de ese título va encerrada también la intención del libro:
¿Quieres que te diga todo lo que pienso de "tu camino"? -Pues, mira: que si correspondes a la llamada, trabajarás por Cristo como el que más: que si te haces hombre de oración, tendrás la correspondencia de que hablo antes y buscarás, con hambre de sacrificio, los trabajos más duros…
Y serás feliz aquí y felicísimo luego, en la Vida (81).
Camino es exigente. Hay en sus páginas lugar para lo pequeño, pero no se da cabida en ellas a lo mediocre. En último término, es una llamada a la santidad de vida, clave no sólo de la existencia personal sino, indirectamente, de la historia de la humanidad:
Un secreto. -Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos (82).
Y, si no contiene el libro todo el espíritu del Opus Dei, sí contiene lo esencial del mensaje divino del 2 de octubre de 1928: la llamada universal a la santidad en medio del mundo, el sentido de la filiación divina en Cristo como fundamento de su espiritualidad, y la función santificante y apostólica del trabajo humano. Camino tiene la virtud de poner la santidad, por así decir, al alcance de la mano:
La santidad "grande" está en cumplir los "deberes pequeños" de cada instante (83).
El estilo peculiar del libro, su vigor ascético e intelectual, su alta inspiración, todo ello está ya implícito en las Catalinas y en las cartas. Razón por la que en Camino, como se ha comprobado, predomina lo autobiográfico. No a la manera de memorias pretéritas y ajadas, como pétalos descoloridos de una flor aplastada entre las páginas de un libro. No; de sus consideraciones se desprende el bonus odor Christi que suscita la presencia viva del autor, el cual, al paso de la lectura -unas veces reflexión y otras diálogo- nos lleva de la mano por el camino de su propia vida interior.
Durante toda su vida siguió don Josemaría la invariable costumbre de comenzar sus cartas encomendando al destinatario:
Jesús te me guarde, decía a Pedro Casciaro:
[…] da mucho gusto escribir a un hijo y encabezar la carta con el santo nombre del Señor: Jesús.
He leído tus… desahogos: gaudium cum pace!
Todo se arreglará como deseas. Ten calma. Está alegre. Descansa en Él y en mí. Acabo.
Mi bendición y un abrazo muy fuerte
Mariano (84).
El interesado podía descansar en Dios y en aquel santo sacerdote, seguro de que no le faltaría, desde el mismo encabezamiento de la carta, ni la oración ni la mortificación del Padre, como se nos refiere en Camino:
¡Poder de tu nombre, Señor! -Encabecé mi carta, como suelo: "Jesús te me guarde".
-Y me escriben: "El ¡Jesús te me guarde! de su carta ya me ha servido para librarme de una buena. Que Él les guarde también a todos" (85).
Ahí, precisamente, estriba la eficacia espiritual del libro: en que todas sus páginas han sido sazonadas con mortificaciones y están ungidas de oración. A poco que colaboremos de nuestra parte, su lectura obrará en el interior del alma. Porque sus pensamientos son algo espiritualmente fresco y vital; y no frases momificadas. Bien decía en el prólogo el Obispo de Vitoria: "En estas páginas aletea el espíritu de Dios. Detrás de cada una de sus sentencias hay un santo que ve tu intención y aguarda tus decisiones" (86).
Don Josemaría siempre, siempre, antes de hablar con una persona, la encomendaba a su Ángel custodio. Igualmente hacía al escribir a alguien una carta. Y tengamos por cierto que lo mismo hizo a la hora de preparar Camino, donde puede leerse esta observación autobiográfica:
"No sé cómo emborronar papel hablando de cosas que puedan ser útiles al que recibe la carta. Cuando empiezo, le digo a mi Custodio que si escribo es con el fin de que sirva para algo. Y, aunque no diga más que bobadas, nadie puede quitarme -ni quitarle- el rato que he pasado pidiendo lo que sé que más necesita el alma a quien va dirigida mi carta" (87).
Desde muy temprano, desde 1931, venía arrastrando el Fundador el deseo de escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey (88). Con ese aliento se compuso Camino.
Entre los libros de fuego se cuenta también Santo Rosario, cuya segunda edición salió a la calle en los primeros días de octubre de 1939, recién acabado de imprimir Camino (89).

3. Las circunstancias políticas

Aquella despiadada y cruenta guerra civil había puesto a España al borde de la ruina. Situación que no se normalizó del todo hasta quince años más tarde. Esto por lo que hace a la destrucción de los bienes materiales; porque, en lo que se refiere a pérdidas de otro tipo, no era posible rehabilitar a la nación.
En la hoja mensual de Noticias, de marzo de 1939, don Josemaría señalaba la terminación de la "época transitoria", y la vuelta a la vida estable, con estas palabras: Pasamos del desquiciamiento propio de estos tiempos, al cauce bien trazado que nos conducirá a la conquista definitiva (90). Era éste un lenguaje optimista y espiritual, no un lenguaje político. ¿A quién se le ocultaban la miseria existente y la falta de medios materiales, a la hora de reconstruir la nación? Sin embargo, el tono de la carta circular del 9-I-1939 del Fundador a sus hijos emanaba de firmes convicciones sobrenaturales:
¿Obstáculos? No me preocupan los obstáculos exteriores: con facilidad los venceremos. No veo más que un obstáculo imponente: vuestra falta de filiación y vuestra falta de fraternidad, si alguna vez se dieran en nuestra familia. Todo lo demás (escasez, deudas, pobreza, desprecio, calumnia, mentira, desagradecimiento, contradicción de los buenos, incomprensión y aún persecución de parte de la autoridad), todo, no tiene importancia, cuando se cuenta con Padre y hermanos, unidos plenamente por Cristo, con Cristo y en Cristo. No habrá amarguras, que puedan quitarnos la dulcedumbre de nuestra bendita Caridad (91).
Los desastres de la guerra civil no fueron fáciles de remediar. El potencial humano había sufrido un serio menoscabo. En la memoria de todo español estaban presentes los muertos, los caídos y los asesinados, que sumaban unas 300.000 personas. Y quedaban sin contar presos y exiliados. Por otro lado, puentes y carreteras, casas y fábricas, estaban destruidas o maltrechas. Faltaban vehículos, barcos y maquinaria de todo tipo. Escaseaban los bienes de uso doméstico, la ropa y los víveres. Reorganizar lo desorganizado requería tiempo, mano de obra e importaciones del extranjero. Para colmo de desdichas, las reservas en oro del Banco de España se habían consumido en material bélico o estaban depositadas en otros países. Y, para dar el golpe de gracia, mermó muy considerablemente la producción agrícola. Largos años de sequía sumieron a la nación en las fauces del hambre y prolongaron su mezquino racionamiento hasta 1951 (92).
Por desgracia, el final de la guerra no constituyó un pacífico desenlace de viejos odios. En el aire quedó flotando una nube de rencor y un exacerbado afán de desquite. A las dos semanas de acabar la guerra, en radiomensaje del 16 de abril de 1939, el Papa Pío XII se dirigió a los fieles y a la Jerarquía de España para expresar su "paternal congratulación por el don de la paz y de la victoria". En esa alocución radiofónica apelaba, una y otra vez, a la generosidad y nobleza del espíritu español, del que esperaba que restableciera la vida nacional según "la fe, piedad y civilización católicas. Por eso exhortamos a los Gobernantes y a los Pastores de la Católica España -continuaba diciendo- que iluminen la mente de los engañados, mostrándoles con amor las raíces del materialismo y del laicismo de donde han procedido sus errores y desdichas […]. Y no dudamos que aquellos otros, que como hijos pródigos traten de volver a la casa del Padre, serán acogidos con benevolencia y amor. A vosotros toca, Venerables Hermanos en el Episcopado, aconsejar a los unos y a los otros, que en su política de pacificación todos sigan los principios inculcados por la Iglesia y proclamados con tanta nobleza por el Generalísimo: de justicia para el crimen y de benévola generosidad para con los equivocados" (93).
Los criterios que se aplicaron a los vencidos fueron muy otros. Aparte de la represión militar en tiempo de guerra, en el año 1939 comenzaron a funcionar los tribunales de depuración política. Este aparato represivo constaba de varias leyes: la Ley de responsabilidades políticas del 9 de febrero de 1939, con efectos retroactivos a la revolución de Octubre de 1934; la Ley de depuración de funcionarios del 10 de febrero de 1939 y la Ley del 1 de marzo para la represión de la Masonería y del Comunismo (94).
Muchos ciudadanos permanecieron encarcelados por largos años o redimieron su condena con trabajos forzados. Otros, en fin, fueron sancionados económicamente, o perdieron su empleo, y tuvieron que marchar al exilio. En medio de tales circunstancias, la línea de conducta marcada por don Josemaría fue siempre la del perdón: perdonar y olvidar. Y si en su vida de fugitivo en el Madrid revolucionario desagraviaba generosamente por todos, procurando no clasificar a la gente en buenos y malos, ahora rectificaba los sentimientos de quienes todavía respiraban venganza. En uno de sus viajes, en abril de 1938, yendo de Utrera a Salamanca, se encontró en el tren con un oficial de ánimo rencoroso. El sacerdote nos cuenta la conversación que con él mantuvo:
Un alférez, que ha sufrido extraordinariamente en su familia y en su hacienda, por las persecuciones de los rojos, profetiza sus próximas venganzas. Le digo que he sufrido como él, en los míos y en mi hacienda, pero que deseo que los rojos vivan y se conviertan. Las palabras cristianas chocan, en su alma noble, con aquellos sentimientos de violencia, y se le ve reaccionar.
Me recojo como puedo, y, según mi costumbre, invoco a todos los Custodios (95).
A flor de piel quedaba en algunos un morboso aborrecimiento del enemigo. En cierta ocasión fue a ver a don Josemaría una persona a quien los comunistas habían asesinado a varios parientes en pleno campo, en el cruce de una carretera. Aquella persona quería alzar una gran cruz, precisamente en ese lugar, en memoria de los caídos allí de su familia. No debes hacerlo -le dijo el sacerdote-, porque lo que te mueve es el odio: no será la Cruz de Cristo sino la cruz del diablo (96). No se plantó la cruz y aquella persona supo perdonar. Pero no todos perdonaban. Hacía meses que la guerra había acabado cuando, un día, el sacerdote tuvo que coger un taxi en Madrid. Como era su costumbre, enseguida se puso a charlar con el conductor, a hablarle de Dios, de la santificación del trabajo y de la convivencia, y de olvidar la desgracia por la que había pasado España. El taxista le escuchaba y no abría la boca. Cuando llegó a su destino y se bajó don Josemaría, aquel hombre le preguntó:
- "Oiga, ¿dónde estaba usted durante el tiempo de la guerra?"
- "En Madrid", le contestó el sacerdote.
- "¡Lástima que no le hayan matado!", replicó el taxista.
No dijo una palabra don Josemaría. Ni hizo el más leve gesto de indignación. Antes al contrario, con mucha paz preguntó al taxista:
- "¿Tiene usted hijos?" Y como el otro hiciese un gesto afirmativo, añadió al precio de la carrera una buena propina:
- "Tome, para que compre unos dulces a su mujer y a sus hijos" (97).
España salió de la contienda fuertemente militarizada, con concentración de poderes en la persona del Jefe del Estado, que sería también Jefe del Gobierno, del Ejército y del Movimiento Nacional (98). Reinaba en España un exagerado nacionalismo, en detrimento de las libertades individuales de pensamiento, opinión y asociación. Junto con esta corriente propia de un país autoritario, coexistían las ideologías de otros antiguos partidos: monárquicos, republicanos, tradicionalistas o demócratas. Al régimen político nacido de la guerra civil se le conoció, pasado el tiempo, como "franquismo". Régimen no fácil de definir, pues su cohesión y fuerza interna se basaban en la figura de Franco y en su ejercicio personal y autoritario del poder, sostenido merced a una hábil renovación de gobiernos. La participación periódica de los representantes de diferentes grupos de la vida nacional en el gobierno contribuyó a darle continuidad. Su política tenía un carácter esencialmente pragmático, con especial relieve en los primeros años del régimen; en ellos Franco tuvo que enfrentarse a los peligros de la Segunda Guerra mundial, frente a los que mantuvo la independencia del país (99).
El fervor de los católicos, que habían vivido aquellos años de lucha, dolor y privaciones como una auténtica Cruzada (y así lo reconoció la Jerarquía española), reavivó por todas partes la fe religiosa y el entusiasmo popular (100). Y, al igual que la persecución religiosa fue signo distintivo del régimen republicano, la protección a la Iglesia fue uno de los aspectos característicos de la España de Franco. En los largos años de dictadura franquista hubo períodos de acercamiento y colaboración o de distanciamiento y fricciones entre Iglesia y Estado. Pero siempre dentro de un clima de cordialidad y mayor o menor autonomía, según los tiempos. Apenas acabó la guerra civil empezaron a reconstruirse, con ayuda del Estado, las iglesias y conventos destrozados en los años anteriores. Aumentó la labor pastoral. Volvieron a llenarse los seminarios. Creció el número de católicos practicantes. Pero -y éste es el primer desacuerdo entre Iglesia y Estado-, no fue posible reponer y cubrir enseguida las sedes episcopales vacantes desde la guerra, por asesinato o muerte de los Obispos. De modo que permanecieron vacías en espera de ulterior acuerdo del gobierno con el Vaticano.
Al salir de la guerra, España era una nación que se consideraba oficialmente católica, como también lo eran sus autoridades. En consecuencia el Estado daba por vigente el Concordato del 1851, del que se había desligado la República, aunque sin llegar a denunciarlo oficialmente. En dicho Concordato se reconocía el privilegio de que gozaban los reyes españoles para designar los candidatos a las sedes episcopales. El general Franco, en cuanto Jefe de Estado, pretendió asumir dicho privilegio. Frente a esa postura, la Santa Sede mantuvo el criterio de que el Concordato de 1851 no seguía vigente, por las hondas variaciones de cosas y circunstancias en el correr de un siglo. En realidad, los motivos de que el Papa Pío XII se mostrase adverso a reconocer el derecho de Patronato y presentación de Obispos, provenían de algunos incidentes y choques habidos entre la Iglesia y las autoridades civiles. Tal fue el caso de la prohibición de difundir alguna carta pastoral y la encíclica Mit brennender Sorge, contra el nazismo; así como injerencias civiles en materias eclesiásticas, y el temor de que la posible ratificación del acuerdo cultural hispano-alemán llevase a la implantación en España de una ideología anticristiana. También andaban por medio cuestiones de política interna española, como el recelo por parte del Gobierno español a no poder controlar la cuestión nacionalista -vasca y catalana-; y, del lado de la Iglesia, las dificultades e impedimentos creados en esas regiones a algunas autoridades eclesiásticas en desacuerdo político con Franco (101).
Se iniciaron conversaciones entre España y la Santa Sede y, después de muchas tiranteces, se llegó al Acuerdo del 7 de junio de 1941. Aparte de las disposiciones generales, que incorporaban al texto los primeros artículos del Concordato de 1851, y el compromiso del Gobierno español de no legislar sobre materias mixtas, en dicho Acuerdo se fijaba la fórmula para la presentación de Obispos a las sedes vacantes. La solución se estableció mediante un proceso, iniciado por consultas reservadas entre el Gobierno y el Nuncio, al objeto de elaborar una lista de seis personas idóneas para el cargo. De entre los nombres de esa lista, el Papa elegiría tres candidatos, comunicándolo al Gobierno a través del Nuncio; y el Jefe del Estado, dentro del plazo de treinta días, había de elegir oficialmente a uno de ellos (102).
Por lo que respecta a los nombramientos eclesiásticos hechos por las autoridades de la República años atrás, fue necesario formalizarlos, ya que carecían de la correspondiente colación canónica. Así sucedió con el nombramiento de don Josemaría como Rector del Real Patronato de Santa Isabel. Dicho nombramiento había sido firmado por el Presidente de la República española en 1934 y reconocido de facto por la autoridad eclesiástica (el Obispo de Madrid-Alcalá y el Arzobispo de Zaragoza, como ya se ha visto). Y ahora que la Santa Sede aceptaba el ejercicio de los derechos de Patronato por parte del nuevo Jefe de Estado español, don Leopoldo se dispuso a formalizar el cargo del Rectorado de Santa Isabel, que, de hecho y con su permiso, había venido ejerciendo don Josemaría desde 1934. Así, pues, el 17 de enero de 1942 sometió al Consejo del Patrimonio Nacional -organismo del que dependía entonces el Patronato de Santa Isabel- una terna de nombres, a fin de que el Jefe del Estado escogiera uno de ellos. Don Leopoldo, con la clara intención de que se concediese el puesto a quien venía desempeñándolo -esto es, a don Josemaría-, encabezó la lista de candidatos con estas palabras: "Propongo en primer lugar al ejemplar sacerdote que hoy ocupa el cargo, y que a mi juicio es sumamente recomendable para el mismo" (103). Con fecha 3 de febrero de 1942, don Josemaría fue nombrado Rector, por segunda vez, en virtud de la revisión de cargos efectuada por las nuevas autoridades civiles; con lo cual se remachaba y confirmaba su incardinación en la diócesis de Madrid (104).
* * *
Años atrás había escrito el Fundador que la Obra de Dios no la ha imaginado un hombre para resolver la situación lamentable de la Iglesia en España desde 1931 (105). Tampoco era su misión intervenir en las tensiones ahora existentes entre el catolicismo tradicional español y las nuevas corrientes culturales emergentes. Concentrado en su objetivo, el Fundador se entregó de lleno a una fecunda y callada labor sacerdotal. En primer lugar, como veremos, a la tarea de dar vigor espiritual al clero de las diócesis españolas. Y, luego, a desempeñar con abnegación su ministerio, en una difícil época política. El sacerdote atendía a los necesitados, por encima de consideraciones humanas y partidistas, sin distinción de credo o de posturas ideológicas. Recordaba Mons. Javier Echevarría que, poco después del fallecimiento de una persona que había sido arrinconada y perseguida al terminar la guerra civil, pudo leer una carta de la viuda expresando su agradecimiento a don Josemaría por la compañía que había hecho entonces a su marido. Era, decía la buena mujer, "en los años en que nadie -ni los amigos más íntimos- se habían atrevido a manifestarle afecto, porque se encontraba en la cárcel, con la acusación de pertenecer a la masonería" (106).
El sacerdote había tomado la heroica decisión -y heroico era el llevarla hasta sus últimas consecuencias- de evitar toda etiqueta que significase adhesión a tal o cual sector político. Así, por ejemplo, era costumbre general en aquel tiempo hacer el saludo romano, fascista, de brazo extendido y mano abierta. (La mayoría de la gente lo veía como oposición al saludo comunista de puño cerrado). Don Josemaría nunca hizo ese saludo, por considerarlo expresión de carácter político. Y en las ceremonias oficiales, o cuando se tocaba el himno nacional, permanecía de pie y en actitud de respeto (107).
Con tan laborioso esfuerzo por mantenerse independiente y al margen de todo partidismo, el Fundador no solamente mantenía a la Obra incontaminada, en este aspecto de su universalidad, sino que defendía la libertad cristiana de los que se acercaban a los apostolados del Opus Dei, cada uno con sus sentimientos y convicciones personales en materias políticas, sociales, científicas o patrióticas. Muestra de ese respeto a las opiniones ajenas es la anécdota que refiere Juan Bautista Torelló, un miembro de la Obra. Corría el año 1941, período de caliente exaltación nacionalista entre los de Falange. Eran los días en que los muros y fachadas de Barcelona se llenaron de pintadas patrióticas: "¡Si eres español, habla español!"; y otras por el estilo: "¡Español, habla la lengua del Imperio!". En una larga conversación que tuvo Juan Bautista con don Josemaría, le manifestó que pertenecía a una organización de defensa de la cultura catalana, considerada por la policía como clandestina y antifranquista, pues estaba prohibido el uso del idioma catalán. El Fundador le recordó la libertad de que gozaba en ese aspecto; era problema suyo, y nadie en la Obra le preguntaría sobre ello. Pero, ya que me lo has dicho -añadió el sacerdote-, te quiero dar un consejo. Procura que no te detengan, porque, siendo pocos, no nos podemos permitir el lujo de que uno de nosotros esté en la cárcel (108). No pasaban entonces de media docena los miembros de la Obra en Barcelona.
Por lo que respecta al régimen franquista, el Fundador guardó una actitud de independencia. Estimaba del régimen la restauración de la paz, después de años de anarquía y persecución religiosa, pero no compartía la actitud de quienes intentaban apropiarse del mérito de tanto sacrificio y heroísmo en la defensa de los derechos de la Iglesia y de la persona, o bien lo atribuían a una sola persona, por muy importante que hubiera sido su papel en la guerra civil (109).
Para no verse envuelto en las vicisitudes políticas, ni manejados políticamente los apostolados de la Obra, el Fundador fue sumamente prudente en sus relaciones con las autoridades civiles. Así y todo, hubo gentes que no le permitieron guardar las distancias, por lo que, en cuanto pudo establecerse en Roma, decidió aparecer muy de tarde en tarde por España. Éste ha sido -confiesa- uno de los motivos que me obligaron, desde 1946, a no vivir en España, a la que no he vuelto desde entonces, salvo en muy raras ocasiones y por muy pocos días (110).
* * *
No había aún acabado la guerra civil española, cuando la Alemania de Hitler estaba empeñada en una política de reivindicaciones y anexiones territoriales que llevarían a una guerra europea, luego mundial. Y los españoles vieron con estupor cómo las fuerzas soviéticas y nazis, que pocos meses antes se habían enfrentado en suelo español, pactaban cínicamente el reparto de Polonia. Invadida Polonia en septiembre de 1939, vino después la invasión de otros países. En mayo de 1940 las tropas alemanas ocuparon Bélgica y Holanda para lanzarse sobre Francia, que atravesaron de norte a sur, hasta alcanzar en el mes de junio la frontera española por Hendaya.
El gobierno español adoptó inicialmente una política de neutralidad. En junio de 1940, modificó su postura inicial y pasó a la de "no beligerancia" que, con bandazos, mantuvo hasta 1943, en los años de los espectaculares avances y victorias alemanas. Durante ese periodo, hubo de negociar con sus antiguos aliados del Eje (entrevista de Franco con Hitler en Hendaya: 23 de octubre de 1940; y con Mussolini en Bordighera: 12 de febrero de 1941) y pasó el país por muy serias amenazas, reflejadas en su política exterior. A partir de la primavera de 1943, el gobierno español cambió nuevamente de rumbo y tomó la posición de una estricta neutralidad, deslizándose cada vez más en favor de los Aliados. España, finalmente, no entró en la guerra (111).
Gran parte de la Falange, con varios Ministros en el Gobierno, pretendió desde el primer momento favorecer la causa alemana y arrastrar al país al lado del presumible vencedor. De modo que en los primeros años de guerra Franco hubo de hacer inverosímiles equilibrios sobre la cuerda floja. Después de la ocupación de Francia, las presiones alemanas para cruzar España, tomar Gibraltar y pasar a África fueron tan fuertes que parecía muy difícil resistirlas (y lo mismo volvería a ocurrir a finales de 1942 con motivo del desembarco Aliado en el norte de África). En vista de la gravedad del momento, don Josemaría pensaba en sus hijos, que estaban casi todos en edad militar. Los veía desparramados otra vez por los frentes, y paralizado de nuevo el desarrollo de la Obra. Así, unas semanas antes de la entrevista de Franco con Hitler, el 1 de octubre de 1940, a aquellos de sus hijos que se habían reunido en Madrid en la víspera del décimo segundo aniversario de la fundación de la Obra, les replanteó la pregunta ya hecha antes de la guerra civil: Si yo me muero, ¿continuarás con la Obra? (112).
En 1936 la guerra española había truncado la esperanza de comenzar en París. Ahora, en 1940, la guerra mundial cortaba los planes de salida al extranjero de los jóvenes del Opus Dei, que deseaban estudiar en las Universidades europeas. Con espíritu abierto, católico, ponían como primera patria a España; y, como segunda, al mundo. Y esta generosa apertura, cuyas raíces estaban en el espíritu de la Obra y en el ejemplo de su Fundador, se traducía en una mentalidad de comprensión hacia quienes sostenían opiniones contrarias en cuestiones políticas.
Mientras tanto, la ideología nazi inficionaba rápidamente a la juventud universitaria, que, falta de experiencia y sobrada de ardor juvenil, caía en la intolerancia. Por eso, no entendían algunos que los miembros del Opus Dei se negaran a secundar, colectivamente, las órdenes y consignas emanadas del sector falangista que entonces prevalecía en el poder (113).
Respecto a las opiniones de don Josemaría sobre el nazismo existe una anécdota esclarecedora: en el mes de agosto de 1941 el Padre y la familia Díaz-Ambrona coincidieron en el tren de Madrid-Ávila. Ni el sacerdote ni la familia Díaz-Ambrona se habían visto desde la guerra civil. Al pasar don Josemaría delante del departamento que ocupaba la familia, mirando a una niña que les acompañaba, movido por un impulso instintivo, se dirigió a sus padres y exclamó: "A esa niña la he bautizado yo" (114).
De la conversación sostenida durante el trayecto con el Padre, don Domingo sacó un alto concepto de él. Concretamente le llamó la atención comprobar la exacta información que tenía el Fundador del Opus Dei sobre la situación de la Iglesia y los católicos bajo el régimen de Hitler; y su amor y aprecio por la libertad. En la España de entonces, según recordaba Díaz-Ambrona, no era fácil encontrar personas que se expresasen con tanta claridad. Él acababa de regresar de un viaje a Alemania y había podido captar el miedo de algunos católicos a manifestar sus convicciones religiosas. Esto le había llevado a recelar del nazismo e informarse con mayor detalle de lo que estaba ocurriendo en Alemania. A él, como a la mayoría de los españoles, se le había ocultado hasta ese momento el aspecto negativo del sistema y filosofía nazi, deslumbrado por la propaganda de una Alemania que se presentaba como la fuerza debeladora del comunismo (115). Por el contrario, don Josemaría estaba muy bien informado en esta materia. Hace notar don Domingo que no era fácil encontrar en España, por aquel entonces, a personas que denunciasen con tanta claridad la raíz anticristiana de la filosofía nazi (116).
A partir de 1943 dio un giro la suerte de los beligerantes, y con ello la política española. Los Aliados pasaron a la ofensiva; y los ejércitos del Eje, a la retirada. En la primavera de 1945, estando a punto de firmarse la rendición de la Alemania nazi, la opinión internacional volvía los ojos a la España franquista, recordando la presencia de fuerzas italianas y alemanas durante la guerra civil y la fluctuante neutralidad de los últimos años. Imprevisible era, sobre todo, el resultado de las fuertes presiones que ejercían comunistas y exiliados para saldar viejas cuentas con el régimen dictatorial de Franco (117).
Entre tanto, la labor apostólica del Opus Dei se extendía rápidamente por España, y el Fundador estaba poniendo los cimientos en Italia y Portugal cuando esto sucedía. Ante la gravedad de la situación, y midiendo el retraso que ello significaría para la futura expansión apostólica, el Fundador se recogió a orar. Y en oración vio con claridad que, "pase lo que pase, venga lo que venga", nuestra inconmovible esperanza ha de estar en el Señor. Fue el 19 de abril de 1945, poco antes de acabar la guerra, cuando mandó introducir en las Preces de la Obra la invocación del salmo:
- Dominus illuminatio mea et salus mea: quem timebo?
- Si consistant adversum me castra, non timebit cor meum; si exurgat adversum me proelium, in hoc ego sperabo
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer?
Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no teme; aunque estalle una guerra contra mí, estoy seguro en ella (118).

4. La Residencia de Jenner

Cuando el Fundador andaba repitiendo en 1938, en Burgos, que necesitaba cincuenta hombres que amasen a Jesucristo sobre todas las cosas, su pensamiento se encontraba ya en Madrid. De manera que acabar la guerra y recomenzar en la capital fue todo uno. En la correspondencia de Isidoro, que hacía de altavoz de las preocupaciones del Padre, se perciben los apremiantes deseos de don Josemaría para poner en marcha, cuanto antes, una Residencia que supliera a la de Ferraz. Pero la Obra no contaba aún con aquellos cincuenta hombres y, además, los pocos que la formaban se hallaban fuera de Madrid, con excepción de Isidoro. En efecto, José María González Barredo, aunque asignado como profesor en el Instituto de San Isidro de Madrid, estaba arreglando otros asuntos en el norte de España. José María Albareda viajaba con frecuencia, por motivos profesionales. Álvaro, Vicente y Eduardo se encontraban en Olot (Gerona), militarizados. Chiqui, en San Sebastián. Rafael Calvo Serer, en Valencia. Y los demás, prestando aún servicio, y repartidos por distintos puntos de la Península.
Una carta de Isidoro de finales de abril de 1939 da idea del movimiento de todos ellos:
"En primer lugar ha habido carta de Chiqui; figúrate que ha aparecido nada menos que por S. Sebastián. Juan está pasando con nosotros la semana de permiso pero nos deja ya mañana. Barredo está en Vitoria con Albareda para asuntos profesionales. Ricardo continúa en Alcoy; hasta Paco se nos ha marchado. ¡No hay derecho! Precisamente el abuelo nos recordaba la necesidad de ir pensando en una casa para continuar su negocio pero si sus familiares están ausentes es claro que se retrasará. El abuelo como siempre ocupadísimo y nosotros dedicados a la organización y clasificación de los papeles de esta temporada" (119).
A la falta de gente que ayudase en las gestiones de búsqueda de una casa para montar la Residencia, se agregaba el que por ninguna parte encontraban el dinero necesario. Y no es que don Josemaría se despreocupara buenamente de las pesetas, porque hacía más de un año que las venía mendigando. De la hoja mensual de Noticias de abril de 1938, cuando ya había empezado personalmente la campaña económica, es este grito a todos los conocidos: ¿Hacéis lo posible, para que el señor nos dé los dos millones de pesetas que necesitamos? (120). Isidoro, que era el único totalmente disponible para echar una mano al Fundador en sus tareas, entró a prestar servicio el primero de mayo en los ferrocarriles del Oeste, en la estación de Delicias de Madrid. Con ocho horas diarias de oficina poco tiempo le quedaba para hacerse cargo de otros asuntos. Sobre don Josemaría acabó gravitando todo el peso de la Obra. (Es muy de notar que las cosas se arreglaban de tal manera, que el Fundador se hallaba casi siempre solo cuando más necesitado estaba de colaboradores).
El mes de junio se le presentó con una apretada agenda. En la primera mitad del mes tenía que dar dos tandas de ejercicios espirituales en Valencia; y, en la última semana, dirigir unos ejercicios en Vergara para los ordenados de la diócesis de Vitoria. Apretad al Señor, y esto marchará -decía desde Valencia a los de Madrid-. Lo mismo que tiene que marchar la cuestión de la Casa (121). Pero acababa el mes de junio y no terminaba de aparecer la casa que buscaban. Don Josemaría comenzó a inquietarse como para escribir desde Vergara:
Quizá estoy más en Madrid -y en otros sitios- que en Vergara. Me encuentro, si cabe, un poco arrepentido de haber dejado patas arriba tantas cosas (122).
(Quería decirles que en su pensamiento y en sus oraciones estaba pendiente de la casa y de la gente). Y, de pronto, con sorpresa de todos, parecieron desvanecerse las dificultades. Daba el Padre unos ejercicios a profesores universitarios en Vitoria, cuando vino a sus manos una carta de Isidoro, fechada el primero de julio, que terminaba con una suspirada noticia: "Esperamos que cuando regrese estemos ya instalados en la nueva casa" (123). La casa en cuestión era un inmueble de la calle Jenner, número 6, donde habían alquilado dos pisos de la planta cuarta. Enseguida entraron allí albañiles y pintores. Se acuchillaron los suelos. Se hizo limpieza general en unas cuantas habitaciones, y se procedió al traslado de los muebles de Santa Isabel. Estaban a mediados de julio y en pleno zafarrancho de mudanza cuando, al ver que el Padre daba señales de agotamiento físico, sus hijos le convencieron de que fuese a trabajar y descansar unos días a Ávila. Tan pronto llegó a esa ciudad, escribía a los de Valencia:
Los de Madrid son pocos, para el trabajo de la mudanza. No permitían que les ayudara y, como esperan unas siete tandas de ejercicios todavía (dos para sacerdotes, en Madrid y en Ávila), comprendí que necesitaba descansar algo. Pero… me remuerde la conciencia bastante. (124).
La compañía del Prelado de Ávila, don Santos Moro, y la tranquilidad de la ciudad castellana fueron como una lluvia de paz para el espíritu de don Josemaría.
Ávila de los Santos, día de Sta. María Magdalena, 22 de julio de 1939 -anota en una catalina suelta-: estoy unos días con este santo obispo, descansando. Huí del jaleo del cambio de casa. Parece egoísmo. Quizá lo sea, pero creo que no. Los chicos no me dejaban trabajar como ellos, en la mudanza. Y, de otra parte, estoy muy cansado y me faltan por dar seis o siete tandas de ejercicios.
Muy contento, en este Palacio Episcopal.
Omnes cum Petro ad I. p. M. (125).
Mientras acababan los obreros su trabajo en uno de los pisos, los nuevos inquilinos vivían entre muebles almacenados. Don Josemaría hubiese querido que carpinteros y pintores, y hasta el dueño de la casa, comprendiesen mejor su urgencia. Dispuesto a dar el empujón definitivo a las obras, el 10 de agosto bendijo la casa. Es de suponer que las cosas fuesen luego más deprisa, pero no es ésa la impresión del sacerdote: La casa va despacio, porque los pintores y carpinteros se dan poca prisa. Aún está todo amontonado. Esto retrasa el oratorio, los ejercicios, y todo. ¡Dios sabe más! (126).
Este particular estado de ánimo de don Josemaría, no era tanto producto de la impaciencia como resultado de la fuerte crisis que su alma estaba atravesando. La nueva purificación pasiva comenzó con el descontento consigo mismo. Se sentía desabrido, inquieto, irritable, insatisfecho. Le costaba horrores el no perder el dominio de sus nervios:
12 de agosto de 1939: Lleno de preocupación, porque no ando como debo. Me fastidia todo. Y el enemigo hace lo que puede para que mi mal genio salga a relucir. Estoy muy humillado.
Teniendo en cuenta su temperamento, de seguro que no se trataba de un suave padecer sino de un auténtico reventón interior, contra el que tuvo que debatirse con angustia: Sigo pasando unos días de crisis interior espantosos. No se los deseo a nadie, anota en sus Apuntes (127). Y, como en ocasiones previas, al verse asaltado de terribles pruebas, se le escapaban gritos de auxilio:
Tu scis, Domine, quia amo te! ¡¡Madre!! San José, Padre y Señor; Relojerico: interceded por mí (128).
En agosto llegaron a la Residencia varias solicitudes de plaza para el próximo curso académico. En vista de lo cual, echaron cuentas y decidieron coger otro piso en la planta segunda, en la que podían ir las habitaciones de doña Dolores, Carmen y Santiago; la zona de servicio, el comedor de residentes y el despacho de don Josemaría. Después Isidoro y Pedro se fueron a Albacete a recoger los muebles de la familia Casciaro (de "correctos y distinguidos" los califica Isidoro) y se los llevaron a Jenner (129).
Mientras se ocupaban de ultimar la instalación de la Residencia, don Josemaría marchó a Valencia, donde había dejado en junio media docena de jóvenes que sentían la llamada al Opus Dei. En el mes de agosto los valencianos alquilaron un pisito, que contaba con un par de habitaciones y un pasillo. Era un entresuelo de la calle Samaniego, número 9. Por lo exiguo del refugio lo llamaron "El Cubil". Como estaba previsto, del 10 al 16 de septiembre de 1939, don Josemaría dio en Burjasot una segunda tanda de ejercicios espirituales para los universitarios de Valencia (130). De allí salieron algunas vocaciones más y el Padre les animó a ir pensando en montar una Residencia de estudiantes para el próximo año. Pero había puesto tal fogosidad al dar las meditaciones en aquel curso de retiro que, tan pronto acabó su tarea, le sobrevino un fuerte agotamiento. Al día siguiente, 17 de septiembre, estaba don Josemaría comenzando a celebrar misa en la capilla de la Santísima Trinidad de la catedral de Valencia cuando se sintió indispuesto. Le llevaron a la sacristía y de allí a la calle Samaniego. No era El Cubil el sitio más apropiado, pero el enfermo insistió en ir a casa. En aquel piso no había cama, solamente un camastro de los que se usan en los cuarteles: cuatro tablones montados sobre unos pies de hierro. Tampoco había mantas ni colchón. Don Josemaría pasó unas horas de alta fiebre, arrebujado en unas cortinas viejas y sacudido por los escalofríos (131).
A su vuelta a Madrid se ocupó de terminar el oratorio de la Residencia. Al igual que le había ocurrido en Ferraz 50, anhelaba tener cuanto antes al Señor en el tabernáculo. Como oratorio habían escogido la pieza más digna de la casa, en la cuarta planta, junto a la sala de estar. Recubrieron las paredes, de arriba abajo, con arpillera plegada, para amortiguar ruidos. Un listón de madera, que corría a la altura del techo, llevaba grabada una frase de los Hechos de los Apóstoles: Erant autem perseverantes in doctrina Apostolorum…; y otras palabras de un himno litúrgico: Congregavit nos in unum Christi amor… Las palabras estaban talladas a gubia y pintadas de tinta china roja por los chicos que ayudaban en los preparativos del oratorio; y, entre palabra y palabra, había intercalados tradicionales símbolos cristianos: una cruz, un cesto con pan, la vid, o una paloma.
Cerca de la entrada, adosada a la pared de la derecha, se colocó una cruz de palo teñida de nogalina negra. Y en la pared de la izquierda, junto a un ventanal que daba a la calle, fijaron una ménsula con una imagen de la Virgen. No había más que un solo banco, arrimado a la pared de atrás. En suma, en aquel cuarto, sobrio, sencillo y acogedor, la atención se centraba en el altar.
La mesa del altar y el sagrario se encargaron a un ebanista que vivía en las afueras de Madrid, por la Fuente del Berro, entonces un descampado. No era mal artesano, pero sí lento y apocado de ánimo. Era inútil meterle prisa en el trabajo porque se agobiaba. El sagrario era una caja de madera en forma de arqueta, cubierta con un conopeo. El Padre mandó que forrasen la caja por dentro con una tela de oro, pues resultaba de aspecto frío. La cola que usó el ebanista para pegar la tela dejó un olorcillo persistente y, por indicación del sacerdote, ponían de cuando en cuando unos algodones con un poco de perfume. El altar era sencillo y, según el color litúrgico del día, se revestía con los frontales correspondientes, de los que había un juego en tela de damasco. Los manteles que cubrían el altar colgaban por los lados hasta casi tocar el suelo. En fin, los candeleros, tres a cada lado del crucifijo colocado en medio del altar, se habían hecho con el material más barato que encontraron: barras de metal cromado, cortadas y soldadas en piezas (132). Y no está de más esta prolija descripción, por lo que se verá más adelante.
A primera vista, en el oratorio predominaban las cruces: el crucifijo central, la cruz de palo, las de los pies y secciones de los candeleros, las del friso, más las catorce del via crucis.
Andando los años, contará el Fundador en una de sus cartas:
Habíamos erigido también, en el oratorio -una habitación pequeña, a pesar de ser la mejor de la casa, en la que no teníamos ni bancos ni nada-, el Víacrucis. Y yo les dije a mis hijos: ¡hijos míos, qué valientes somos! Porque hemos puesto muchas cruces: ¿estáis dispuestos a llevarlas todas? (133).
* * *
Doña Dolores y sus hijos -Carmen, Santiago y don Josemaría- se instalaron en la segunda planta de la casa, en el piso de la izquierda, donde estaba también el comedor de los residentes, la cocina y la zona de servicios domésticos. Lo importante era que, después de tantos y tan azarosos cambios de vivienda, volvían a estar juntos, todos en familia. Ciertamente así lo había previsto la Providencia, pero no poca parte tuvo en ello la triste experiencia que don Josemaría sacó del servicio doméstico en los primeros centros de la Obra. Había intentado crear un hogar en la antigua Residencia de estudiantes de Ferraz 50: todos apiñados, con el Padre a la cabeza, en torno al Sagrario. Y, ante las múltiples deficiencias domésticas que impedían vivir un perfecto ambiente de familia, vio, como necesidad ineludible, la presencia de mujeres en la administración de la casa.
En los tiempos de Ferraz acudía en consulta de los problemas domésticos a su madre y a su hermana, pero aquello no era el método. Fue en el refugio del Consulado de Honduras, ponderando sobre la marcha de la empresa sobrenatural, cuando no vio otra solución para el futuro que obtener la colaboración de la Abuela. Desde la clandestinidad urgía, pues, a sus hijos que pidiesen a Dios una positiva respuesta de doña Dolores. La vida en familia, durante las cortas semanas de convivencia en la rectoral de Santa Isabel, había sido una venturosa experiencia. Doña Dolores y Carmen atendían a quienes estaban de paso y venían a charlar con don Josemaría. Ellas se ocupaban de arreglarles la ropa o de prepararles una comida. Fueron unas semanas relámpago. Porque en agosto, las monjas Agustinas de Santa Isabel se instalaron en la rectoral, como había concertado con ellas el Rector, cediéndoles su vivienda. Y, como la cosa más natural del mundo, los Escrivá se trasladaron entonces a la residencia de Jenner.
¿Sabía realmente doña Dolores adónde había ido a instalarse? Don Josemaría, como quien no quiere la cosa, le regaló un libro de la vida de San Juan Bosco, con el laudable propósito de que, siguiendo los pasos de la madre de Don Bosco, colaborase en la Obra.
No pasó mucho tiempo sin que doña Dolores, al tanto de la maniobra, le preguntara:
- "¿Es que quieres que yo haga como la madre de don Bosco? Realmente yo no estoy dispuesta a eso".
- "Pero mamá, si ya lo estás haciendo", trató de persuadirla el hijo. Y doña Dolores, que tenía superada esta prueba, de buena gana se echó a reír: - "Y continuaré haciéndolo con mucho gusto" (134).
Movía a doña Dolores su amor de madre, pronta a no defraudar en nada las esperanzas de don Josemaría; y el haberse encariñado con una empresa que sabía venida de Dios. Había aceptado el título de Abuela; y la existencia de unos nietos reforzaba aquellos otros vínculos de amor humano y sobrenatural. Parecido era el caso de Carmen (135). Pero, de lo que quizá no se percataron a fondo aquellas dos mujeres, sobradas de generosidad, fue del ingente trabajo que se les venía encima.
La Residencia no era un piso familiar, pues vivían encerradas en la zona interior de la casa. A don Josemaría no le veían con mucha frecuencia, a pesar de que su habitación daba al mismo pasillo que las suyas. Verdad es que se pasaba la mitad del tiempo fuera de Madrid y, cuando se hallaba en la capital, no le eran suficientes las veinticuatro horas del día para atender sus obligaciones de Rector, llevar la dirección espiritual de multitud de jóvenes, hombres y mujeres, profesionales y sacerdotes, dar a diario varias clases de formación, y participar algunas noches en la tertulia con los residentes antes de acostarse. Para no interferir en la marcha de la Residencia, Carmen y la Abuela solían ir a misa a una iglesia cercana (136).
Cuando se inauguró el curso 1939-1940 los estudiantes eran una veintena, alguno de ellos antiguo residente de Ferraz. Al año siguiente casi se dobló el número. La transformación llevada a cabo al introducirse años más tarde las máquinas de uso doméstico, para limpieza de suelos, lavado de ropa, frigoríficos, cocinas eléctricas, y otros muchos aparatos electrodomésticos, hacen difícil imaginar lo que supuso para aquellas dos mujeres el cargar de golpe con ese peso. En un principio contaron tan sólo con la ayuda de Eusebia, la empleada del hogar que se trajeron de Santa Isabel. Luego, Carmen tuvo que buscar e ir formando en sus obligaciones al personal femenino que contrataba. Solamente la buena voluntad y el tesón de aquellas dos mujeres explica que salieran triunfantes de la empresa. Porque queda por mencionar la más crítica de las circunstancias: un montón de bocas jóvenes, que esperaban tres comidas abundantes a diario, sin otro recurso que sus cartillas de racionamiento en medio del hambre nacional.
No esperaban recibir paga alguna en premio a sus desvelos. En la Residencia las únicas que cobraban un sueldo eran las empleadas. En Jenner 6 nunca se salió de las deudas, como corrobora el testimonio de un residente. Al presentarse este joven solicitando plaza le pidieron un anticipo, sin decirle, naturalmente, que era para comprar la cama y el colchón en que había de dormir (137).
La presencia de manos femeninas se adivinaba en los detalles de limpieza y adorno de la casa, en la preparación de las comidas, en el planchado de la ropa, en el esmero con que se trataban los objetos de culto y ropa de altar. Todo ello creaba un ambiente de orden y cuidado al que se acomodaba el comportamiento de los residentes: la cortesía, la corrección en el vestir, el respeto del horario, el no perturbar el estudio…
Cuando comenzó el curso académico 1939-1940, el Padre, para poder dar un impulso personal y directo a las actividades apostólicas, descargó parte de su trabajo en Álvaro del Portillo y en Isidoro Zorzano. Al primero lo nombró Secretario General; y al segundo, Administrador General de la Obra (138). La Residencia se llenó pronto de visitantes. Los amigos llevaban a los amigos. Uno de los que acudieron a Jenner a mediados de octubre era un estudiante de Ingeniería, llamado Fernando Valenciano. Don Josemaría le habló inmediatamente de la labor de formación que se hacía en la Residencia. "Me trató con gran cariño -cuenta Fernando- y me dijo que aquélla era mi casa, que podía ir cuando quisiera, que había un oratorio. Y nos despedimos. Fue una visita muy breve. Quedé muy impresionado por la alegría y tono sobrenatural de las palabras, su simpatía y sus dotes humanas" (139). A la semana siguiente le llamaron por teléfono. Le explicaron que a las ocho de la tarde había una clase de formación, que daría don Josemaría. Asistieron ocho o nueve estudiantes. La enseñanza del sacerdote tenía un hondo sentido espiritual; y de manera clara, sencilla, exigente y con buen humor, animaba a los asistentes a poner en práctica lo que habían escuchado. Se trataba de cuestiones muy precisas: oración, vida interior, estudio, santa pureza, fraternidad… Los sábados por la tarde don Josemaría dirigía la meditación en el oratorio, daba la bendición con el Santísimo y se cantaba la Salve (140). Pocas semanas más tarde, el 23 de diciembre, Fernando pedía la admisión en el Opus Dei.
Otros, como José Luis Múzquiz, venían pensándolo de muy atrás. José Luis se había encontrado por vez primera con el Fundador en 1935, cuando estaba terminando su carrera de Ingeniero de Caminos. Asistió a los círculos de formación en la Residencia de Ferraz y el comienzo de la guerra le cogió en viaje de estudios por Europa. En 1938 se volvió a encontrar con don Josemaría en Burgos, adonde acudió en varias ocasiones desde el frente de Guadalajara, en que se hallaba su unidad. En 1939 continuó su dirección espiritual con el sacerdote; primero en Santa Isabel y luego en Jenner. Y por fin, un día de retiro, después de oír la meditación predicada por don Josemaría -cuenta José Luis-, "sin que él me invitara expresamente, le manifesté mi voluntad de ingresar en la Obra. Y él me dijo sencillamente: - Que Dios te bendiga, es cosa del Espíritu Santo. Esto sucedió el 21 de enero de 1940" (141).
La mayor parte de las vocaciones venían, según expresión del Fundador, como por un plano inclinado, por las etapas de un proceso de intensificación de la vida interior, a medida que adquirían el espíritu de la Obra. Tal fue el caso, por ejemplo, de Francisco Ponz, antiguo alumno de José María Albareda en el Instituto de Huesca. En 1939 le había hablado éste de las clases de formación en la Residencia de Jenner. Acudió semanalmente a ellas el estudiante durante el primer semestre del curso. Y, cuando regresó a Madrid después de las vacaciones de Navidad, le invitaron a asistir a un día de retiro espiritual en la Residencia. Era domingo, 21 de enero de 1940. A las ocho de la mañana, por vez primera, oyó una meditación dirigida por don Josemaría. Las palabras le dejaron recuerdo inolvidable de la fecha. A continuación don Josemaría se revistió para celebrar. "El modo de celebrar el Padre la Santa Misa -cuenta Ponz-, el tono sincero y lleno de atención con que rezaba las distintas oraciones, sin la menor afectación, sus genuflexiones y demás rúbricas litúrgicas, me impresionaron muy vivamente: Dios estaba allí, realmente presente" (142).
Ese mismo día Paco Botella, por consejo del Padre, le explicó ampliamente la Obra. Compró Francisco Ponz Camino y, durante una corta temporada, dedicó muchos ratos a su lectura, casi siempre en las horas tranquilas de la jornada, las que preceden al sueño. Llegó así el 10 de febrero, en que de camino hacia la Residencia, "mientras aquel tranvía hacía su recorrido -dice-, resolví no pensármelo más y fiarme del Señor y del Padre, entregándome para siempre a Dios en el Opus Dei" (143). Le recibió el Padre en su despacho de la planta baja de Jenner, una habitación muy pequeña, de unos 3.50 por 3.50 metros, que hacía también de dormitorio. Sobre la mesa, que era muy simple, había un crucifijo de pie. "El Padre, de forma muy paternal y muy sobrenatural, quiso dejarme muy claros algunos puntos […]. Me hizo ver que la llamada que me hacía el Señor era de carácter sobrenatural, cosa de Dios y no de los hombres […]. Ser de la Obra significaba comprometerse a luchar toda la vida para mejorar en las virtudes cristianas, para alcanzar la santidad según el espíritu que Dios le había dado […]. Desde aquel momento me sentí íntima y cordialmente vinculado, de por vida, a mi nueva familia, el Opus Dei" (144).
A medida que llegaban nuevos jóvenes a los apostolados de la Obra, se hacía preciso darles a conocer el espíritu del Opus Dei, para que lo fuesen viviendo. Porque lo más probable sería que, a la larga, como había advertido el Padre a Francisco Ponz el día en que pidió la admisión en la Obra, se les pasase el entusiasmo inicial y tuvieran tentaciones contra el camino que empezaban (145). Para acelerar, pues, la madurez de estas recientes vocaciones organizó en 1940 dos Semanas de intensa formación. Una en Semana Santa y la otra en el verano. En esos períodos, en que los residentes pasaban las vacaciones en sus casas, los miembros de la Obra podían vivir en intimidad familiar. El Padre les dirigía la meditación; les acompañaba en las tertulias, tarde y noche; les daba criterio y les infundía alegre optimismo. Quienes llevaban más tiempo en la Obra se encargaban de las charlas sobre diversos aspectos de vida y costumbres. Tenían también la oportunidad de leer Instrucciones y Cartas del Fundador, o conocer los comentarios del Diario del paso de los Pirineos y otros escritos (146).
La segunda "Semana de Estudios" -más adelante las llamaría el Fundador "Semanas de Trabajo" o Convivencias- tuvo lugar en agosto. Mes de calor insoportable, especialmente para la Abuela, cuyo cuarto daba a poniente y por las tardes se caldeaba como un horno. Doña Dolores (y en esto don Josemaría salía a la madre) toleraba mal los calores, pero pronto dejaría aquel piso. Tan rápidamente crecía la Obra por aquellos días, que el Fundador, que siempre iba muy por delante de lo humanamente previsible y hacedero, soñaba con ampliar los centros. Por enero de 1940, cuando la Residencia de Jenner estaba recién puesta, informaba desde Madrid a sus hijos de Valencia: Aquí andamos también tras de adquirir un palacio, una casa grande. Se necesita, y la tendremos (147). Buscaban asimismo un piso para que en él vivieran quienes tenían ya terminada su carrera y preparaban tesis doctorales, o se dedicaban al ejercicio de su profesión. De este modo Jenner tendría mayor capacidad para recibir estudiantes en el curso 1940-1941.
De cómo iban las gestiones para encontrar casa nos informa Isidoro a finales de julio: "se ha encontrado el piso que se deseaba y esperamos que no se tardará en dar con la casa que también se precisa" (148). Y en agosto se disponían a comenzar las obras de adaptación en la casa que necesitaban, un edificio de la calle Diego de León, esquina a Lagasca, con aspecto de palacete y en buenas condiciones. A esa casa irían a vivir, en noviembre, el Padre, Álvaro del Portillo, la Abuela, Carmen y Santiago, y algunos otros de la Obra, como avanzada de las jóvenes vocaciones que esperaban en años siguientes (149).

5. Servir a la Iglesia

Apenas terminó la guerra civil, don Josemaría se vio metido en una tarea de almas que estaba muy en su corazón. Después de tres años de persecución de la Iglesia, revivía la fe y la generosidad del pueblo cristiano. Los seminarios se llenaban de estudiantes. Las congregaciones religiosas tenían vocaciones en abundancia. Y los Obispos, empezando por los de Valencia y Vitoria, solicitaron de don Josemaría que diera ejercicios a los ordenandos y al clero diocesano. ¿Cómo podía negarse a sus peticiones? Muy pronto, le llamaron de las cuatro esquinas de España: Navarra, Madrid, León, Huesca, Ávila, Lérida… Del verano de 1939 a la Navidad de 1942 predicó hasta veinte tandas de ejercicios espirituales de siete días (150). Era un período crítico del resurgir espiritual de España. "La confianza que tenía en el espíritu sacerdotal de don Josemaría y la seguridad en el bien que su palabra haría a los sacerdotes de Ávila -refiere el Prelado de esa diócesis- me llevó a encargarle, junto con otro sacerdote, de las tandas de Ejercicios espirituales para el clero, que organizamos al terminar la guerra civil. Eran momentos muy importantes para organizar las diócesis, agrupar al clero alrededor de su Obispo y unirlo en auténtica fraternidad. Hacía falta una palabra de orientación y aliento para la vida interior de mis sacerdotes abulenses" (151).
Desde su primera juventud soñó don Josemaría con el ideal del sacerdote. Esperaba que los nuevos seminarios que entonces, hacia 1930, se estaban levantando en España, fuesen semilleros de sacerdotes ejemplares (152). Primero en el Seminario de San Francisco de Paula de Zaragoza, y más tarde en Madrid, había ido repartiendo a manos llenas, entre seminaristas y sacerdotes, el extraordinario espíritu de su vida interior. Aunque -como recuerda don Pedro Cantero- "cuando hablaba a sacerdotes o tenía que dirigirlos, solía decir sencilla y humildemente que era como "vender miel al colmenero", pero la vendía, y con gran provecho de quienes le escuchaban" (153).
En los años de la guerra, la mayoría de los clérigos no habían podido seguir sus estudios en el seminario o, si ya eran sacerdotes, no habían hecho ejercicios espirituales desde comienzo de la guerra. Unos y otros precisaban de guía espiritual, de un parón para reflexionar en la dignidad de su vocación y de su ministerio. Entregado a ese trabajo, no era otro el anhelo de don Josemaría que el de ayudar a los Obispos y meter fuego en el alma de sus hermanos:
Estoy dando una de esas frecuentes tandas de ejercicios para Sacerdotes, que la Jerarquía me encomienda -escribe el 1º de julio de 1940-. ¡Qué alegría siento de servir a la Iglesia! Querría que siempre fuera ése nuestro empeño: servir (154).
Aquellas frecuentes tandas para el clero diocesano estaban acompañadas de charlas, meditaciones y retiros a religiosos y a laicos, a profesionales y a estudiantes, como rememora en uno de los párrafos de esa misma carta:
El día de S. Pedro di un retiro a los universitarios de Acción Católica de Valladolid. El domingo anterior, los universitarios de la Diocesana de Madrid también tuvieron su retiro: se lo di en Chamartín. Y, antes, en Alacuás, pueblecito cercano a la capital, había dado otro día de retiro a los universitarios de Acción Católica de Valencia (155).
Terminados los ejercicios que predicó en 1940, en Ávila, a los sacerdotes, don Josemaría regresó a Madrid, a ocuparse de la gente de la Obra, para terminar el mes de julio con otra tanda de ejercicios a universitarios en la Residencia Orti de la capital y salir luego para León. Don Carmelo Ballester, el Obispo de León, hombre precavido, había solicitado con tres meses de anticipación el que don Josemaría se encargase de predicar esos ejercicios (156).
Don Rufino Aldabalde, con un optimismo que desconocía la apretadísima agenda de las actividades de don Josemaría, le escribía el 7 de junio de 1940 desde el Seminario Conciliar Diocesano de Vitoria:
"Ya veo que estás muy ocupado. Así me gustan los hombres de Dios. Sin tiempo para alentar siquiera. ¿No te parece? Me dices que "casi" todo el verano lo tienes ya ocupado. Y esta vez no te me escapas. Ese "casi" te lo voy a llenar yo.
Este verano que viene tenemos en nuestro Seminario Diocesano SEIS tandas de Ejercicios para Sacerdotes. Cada tanda de unos DOSCIENTOS sacerdotes. […]. Escoge la tanda que tú quieras, pero escoge alguna. ¿Estamos? Ya sabes que el tiempo me urge, y que quisiera tener en mis manos tu afirmativa cuanto antes" (157).
(No consta que pudiese dar ninguna de esas tandas).
En la primera semana de agosto de 1940 se hallaba, pues, en León, y desde allí escribía a sus hijos de Madrid: Tengo, en esta tanda, ciento veinte sacerdotes. Mucha tarea, pero, como son admirables, apenas se nota el cansancio (158). (Bastante debía notarse cuando don Guillermo Marañón, un clérigo de la Curia de Vitoria que había asistido a unos ejercicios espirituales dados por don Josemaría, se permitía advertirle: "Veo que V. ha resuelto prácticamente el problema del movimiento continuo. Muy hermoso me parece que trabaje, cuando tanta falta hay de una labor sacerdotal profunda, como la que V. realiza, pero debe también procurar por su salud, "que no es el todo, pero sirve para todo". Perdone que me meta a darle consejos, pero el afecto que a V. le profeso me mueve a ello y sé que no me lo tomará a mal. ¿Verdad que no se enfadará?") (159).
Algo mucho peor que un simple cansancio es lo que sentía, pues el domingo 4 de agosto de 1940, desde el Palacio Episcopal de León, con la fatiga de varios días de ejercicios, escribe esta anotación: No me encuentro bien, aunque nada manifiesto: me molesta la garganta y siento dolores en la espalda: he tenido que acostarme vestido, durante una media hora (160).
Claramente presintió que se hallaba al borde del agotamiento y que debía dedicar más horas a la formación de sus hijos:
Entiendo que debo negarme, en lo sucesivo, a toda labor ajena a la Obra; a no ser que haya mandato formal de la Jerarquía. Voy recibiendo luces sobre el trabajo inmediato en el Opus Dei, a pesar de ser tantas mis miserias. ¡Qué bueno es Jesús! (161).
Ese domingo, 4 de agosto, escribía también a sus hijos de Madrid unas líneas que corroboran su firmísima decisión de dedicarles más tiempo:
No sé qué deciros: quizá que, en lo sucesivo, procuraré evitar compromisos ajenos a nuestra labor. Aunque este servicio a la Santa Iglesia, en sus Sacerdotes, me encanta, tengo deberes más imperativos con vosotros (162).
Así, combinando heroicamente el servicio a los sacerdotes diocesanos con el servicio a la Iglesia en la Obra, continuó sus trabajos, procurando no disminuir sus actividades como predicador. Todo ello le ocasionó un tremendo desgaste de energías. El cansancio y el asomo de una grave enfermedad dejaban un rastro de síntomas alarmantes. De todos modos escasas son las huellas de sus padecimientos, pues no era hombre que se diese a las quejas. Al salir del curso de retiro espiritual en León, resume: Estoy… ¡más gordo!… y más cansado. Pero muy contento (163). Y, justamente un año más tarde, en agosto de 1941, cuando acababa de dirigir unos ejercicios espirituales a universitarios en Valencia y se disponía a salir para Jaca (Huesca), escribe algo sobre sus males: Mañana, a contrapelo, ¡como casi siempre!, salgo para Jaca […]. Me han hecho muchas diabluras en la boca: hasta rasparme un hueso. Tengo la cara muy hinchada, pero ¡es preciso ir a Jaca!, y voy (164).
Tales condiciones físicas mermaron sus fuerzas, pero no interrumpieron la heroica dedicación a sus hermanos en el sacerdocio. A lo largo de 1941 fue recuperando el peso que perdiera en la guerra civil. Su aspecto era ahora, al menos en apariencia, el de hombre sano y robusto. Aunque solamente en parte, porque sufría intensamente de sed y de cansancio; hubo que extirparle las amígdalas y, por temporadas, le aparecieron brotes de reumatismo poliarticular.
Por lo que se lee en una catalina fechada en Madrid, 21 de junio de 1940, cabe imaginarse el ardor con que predicaba:
En esta temporada, he dado bastantes tandas de ejercicios a Sacerdotes. Me decían: "predica V. con toda el alma… y con todo el cuerpo". - ¡Qué alegría, si fuera eso verdad! (165).
Y esto es lo que refieren los sacerdotes que asistían a sus meditaciones y pláticas: "El Amor se trasparentaba en cada una de sus palabras -dice don Pedro Cantero, Arzobispo de Zaragoza-. Su elocuencia hacía que presentase una imagen fuerte y viva del Señor con palabra matizada, cálida y vibrante. Tenía una enorme fuerza de persuasión, de arrastre, como fruto de la autenticidad de su fe. Sabía captar y transmitir el sentido profundo de las escenas del Evangelio que en sus palabras cobraban toda su actualidad: eran una realidad viva ante la que era necesario reaccionar. Los que le oían se sentían movidos a hacer actos de amor y desagravio, a formular propósitos concretos de mejora de vida. Puede decirse que su palabra salía del corazón y hablaba al corazón" (166).
Su modo de expresarse, manifiesta otro sacerdote, "me pareció el más sencillo, ardiente, convencido e insinuante que hasta entonces había escuchado. Oír hablar a aquel hombre, era ver con claridad y sin esfuerzo alguno que cuanto decía salía de lo más hondo de su ser. Su fe se trasparentaba. Su amor a Cristo le bullía en los ojos. La pureza y santidad de su vida aparecían meridianas. Decía lo que vivía. No era reloj de repetición" (167).
No se limitaba don Josemaría a predicar a los ejercitantes. Procuraba hablar con todos, para poder darles consejos personales, resolver sus problemas o confirmarles en su vocación. Fomentaba la unión entre ellos para que nadie sufriera el frío de la soledad, ni el desprecio o la indiferencia. Algunos años llegaron a pasar por sus manos más de mil sacerdotes, y terminó conociéndolos a fondo; y no sé de ningún mal sacerdote -afirmaba-, porque he tocado el corazón a solas y siempre me ha respondido un sonido de oro puro, de oro limpio (168).
Don Josemaría hacía lo posible por charlar con todos los ejercitantes y, si no se acercaban a su cuarto porque no tenían costumbre de hablar con el predicador, iba en su busca.
Recuerdo que una vez uno no venía. Fui a buscarlo a su habitación, y le dije: bueno, hermano, ¿qué le pasa? No viene… Porque yo he hablado con todos, menos con usted. Y entonces me contó una auténtica tragedia, una calumnia horrible. Y le dije: y los hermanos nuestros que están cerca de usted, ¿no le acompañan? Y me respondió: me acompaño solo. Me dio una pena aquel frío. Yo era joven. Le cogí las manos y se las besé. Se echó a llorar. Pero creo que no se fue solo ya (169).
Muchísimos de aquellos ejercitantes conservaban como un tesoro las notas y transcripciones de sus pláticas y consejos. Las releían y meditaban con frecuencia, hasta en la ancianidad. "A fin de revivir las gracias y volver a ver las cosas iluminadas con la misma clara luz", como declara uno de ellos (170).
Los Obispos recogían el fruto de esta labor sacerdotal y se la agradecían con el alma: "No quiero que pase un solo día más sin repetirle: "gracias, mil y mil gracias" por el bien que ha hecho a nuestros buenos Sacerdotes. Sí, sí, les ha hecho muchísimo bien, de lo que me alegro en el alma. ¡Dios sea bendito!" (171). Así escribía a don Josemaría el Obispo de León, cuando no habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que acabaron allí los ejercicios espirituales (172).
Y don Marcelino, el Obispo de Pamplona, sabiendo cuánto desagradaban al Fundador los elogios que a su persona se hacían, prefirió desahogar sus sentimientos por carta a Álvaro del Portillo, a la sazón Secretario General de la Obra:
"Pamplona a 22 de Noviembre de 1941
Muy querido Álvaro:
Mi queridísimo amigo Don José María, ese tan buen Padre que Dios os ha dado, ha dictado Ejercicios Espirituales a todos los nuevos párrocos de esta bendita Diócesis de Pamplona, cuyo clero es ejemplarísimo. Digo a todos, porque aunque nos falta la última tanda, esperamos que sea también él el que la dicte.
No te doy impresiones particulares; una basta y sobra "ni uno de los ejercitantes ha tenido una palabra que no fuera de gran aprecio y edificación a la labor desarrollada por él".
Que Dios nos lo conserve muchos años, muchos años, para gran gloria de Su santa Iglesia. Vosotros cuidad bien ese tesoro.
Un abrazo
Marcelino" (173).
Los Prelados le quedaban doblemente agradecidos, porque no aceptaba retribución alguna por sus servicios, salvo el alojamiento y la comida. Don Josemaría les explicaba que ésa era su costumbre, aunque no siempre conseguía acallar protestas. En esos casos no le faltaba alguna salida de humor o relataba con gracia una conocida anécdota:
Había un predicador que, en todas las fiestas grandes de los pueblos, iba a tener sermón y enfervorizaba a toda la gente. Era muy elocuente, y además cobraba sólo una peseta. Pero se enteró el prelado, le llamó y le dijo: oiga usted: ¡¿la palabra de Dios a peseta, el Espíritu Santo a peseta?! ¿No le da a usted vergüenza? - No, señor -contestó el sacerdote-, ¡si no vale ni la peseta! (174).

6. Expansión por provincias (175)

Una vez hecho el nombramiento de Álvaro del Portillo como Secretario General del Opus Dei, el Fundador fue descargando en él parte de su trabajo de correspondencia y algunos otros encargos. Paulatinamente empezó el Secretario General a recibir visitas en nombre del Padre, a charlar con los recién venidos a la Obra y a dar consejo cuando don Josemaría se hallaba de viaje. De esta suerte, a la vuelta de pocas semanas, llevaba personalmente la tarea de formación y dirección espiritual de mucha gente en la Obra.
A cambio de ello, el Padre dispuso de más holgura de tiempo, pudiendo acceder a las peticiones que le hacían los Obispos para predicar en sus diócesis. Sobre él recayó, en el espacio que media entre 1939 y 1944, el abrumador trabajo de elevar el nivel espiritual de buena parte del clero español. Y, por más que decidiera frenar esta generosa aportación pastoral, lo cierto es que continuó atendiendo las peticiones de los Prelados. No solamente en beneficio del clero diocesano sino también de diversas Comunidades de religiosos y religiosas, y de los miembros de Acción Católica, a la que "prestó un apoyo decidido, dirigiendo infinidad de cursos de retiro, siempre gratuitamente, y sobre todo siendo el confesor y director espiritual de los seglares que mayor empuje dieron a esta asociación en España" (176).
Su amor a la Obra estaba muy dentro de su amor a la Iglesia, inseparable y seguro. Así, cuando preguntaba a uno de los suyos: - Hijo mío: ¿amas mucho a la Obra?
Enseguida le aclaraba el sentido de esa pregunta: - Ese amor es la seguridad de que amas a Jesucristo y a su Iglesia (177).
En medio de la labor con las almas de sus hermanos en el sacerdocio, el Fundador se sentía muy cerca de Cristo. Se sabía haciendo la voluntad de Dios. Experimentaba tangiblemente ser conducido por el Espíritu Santo. Vuestro Padre toca al Espíritu Santo, decía a sus hijos, declarándoles aquellos sentimientos. ¡Cómo ayuda, cómo empuja, cómo urge! Ayudadme a ser santo (178).
Anticipadamente, aunque no con el relieve y riqueza de la actualidad vivida, había entrevisto don Josemaría el trabajo apostólico que le esperaba al terminar la guerra, según anota en una catalina:
En Burgos, antes de tomar Madrid vi detalles de lo que allí íbamos a encontrar. Es como un sueño, pero despierto. Así supe que daría tandas de ejercicios a Sacerdotes, como ha sucedido (179).
Pues bien, esa información por vía sobrenatural era algo más que un simple anticipo de los acontecimientos. Significaba, en primer lugar, un apoyo al optimismo y esperanzas del Fundador. Suponía, asimismo, una manera divina de refrendar su abandono en las manos del Señor. Solamente así puede entenderse la actitud del sacerdote, que, llevado del Espíritu Santo, se lanzaba a recorrer las diócesis dejando a sus hijos como abandonados. Realmente no era ése el caso. El Padre se acordaba de ellos muchas veces al día. Estaba pendiente de sus necesidades espirituales y mantenía con sus almas una permanente transfusión, en virtud de la Comunión de los Santos. Les escribía con frecuencia. A los que no vivían en Madrid, les visitaba de vez en cuando. En suma, si el Padre estaba tranquilo era porque sabía a las recientes vocaciones en buenas manos, como se desprende de los encargos que hacía a Álvaro del Portillo desde Ávila:
¡Jesús me guarde a mis hijos!
Tengo tu carta delante, Álvaro, y voy a contestarla punto por punto. Rectifica la fecha del cumpleaños de D. Santos Moro, que es el 1º de junio. Escribiré al Sr. Obispo de Barcelona, en su fiesta.
Esos pequeñines -el batallón infantil, les llama Ignacio- son las niñas de mis ojos. Cuando pienso en ellos, veo de modo particularísimo la mano paternal de Dios, que nos bendice. ¡Dedícales todos tus afanes! (180).
Fue en agosto de 1940, dando una tanda de ejercicios espirituales al clero leonés, cuando recibió luces especiales sobre el trabajo inmediato en la Obra (181). Era un aviso claro del Señor sobre el desarrollo del Opus Dei. Intentó, pues, don Josemaría disminuir un tanto sus actividades diocesanas, pero no siempre era factible el cortar compromisos. Y esto explica que en el verano de 1941 se hallase tan atareado como en el anterior. Porque si a veces conseguía negarse a las peticiones de los Obispos era en virtud de la humana limitación de no poder estar presente en dos lugares al mismo tiempo. Entonces no cabía otro recurso que el dar prolijas explicaciones. El 1 de octubre de 1941 contestaba en estos términos al Vicario de la diócesis de Huesca:
Muy estimado señor y amigo: Recibí hoy sus letras, y no sabe cómo agradezco su ofrecimiento. Pero, llevo, en este verano, once tandas de ejercicios; y he recibido una paternal indicación (estoy muy gordo y con poca salud) prohibiéndome aceptar ningún trabajo de predicación hasta que descanse algo después de los ejercicios que he de dar a ese clero de su Diócesis.
No sabe cuánto siento perderme ese triduo, en el que tanta gloria se dará a Cristo Rey. A mí me cuesta, pero obedeciendo sé que a Él le doy gusto (182).
Finalmente no le quedó otro remedio que refugiarse en la autoridad de don Leopoldo, resolución que puso por escrito, para hacerse más fuerza: Debo apartarme de toda labor ajena a la Obra. Para esto, pedir ayuda a mi Padre el Señor Obispo de Madrid; así me escudaré en su autoridad, negándome a dar tandas de ejercicios, etc. (183).
* * *
Una vez en funcionamiento la Residencia de Jenner, don Josemaría animó a los suyos a hacer apostolado en los fines de semana, fuera de Madrid. (Los demás días hacían apostolado con sus compañeros de estudio o de profesión). Fueron salidas esporádicas, pero por la Navidad ya se había consolidado la idea de viajar a las ciudades universitarias cerca de Madrid y a algunas capitales de provincia, para ir conociendo y tratando personas que pudieran recibir la llamada divina a la Obra. En Valencia, con las visitas de don Josemaría en junio y en septiembre de 1939 y los ejercicios espirituales que había dado a sendos grupos de universitarios en Burjasot, la labor estaba iniciada, y en vías de crecimiento. El Padre, naturalmente, no se contentaba con que los valencianos tuviesen un par de habitaciones en El Cubil. Buena prueba de ello era que, apenas acabado de medio instalar aquel paupérrimo entresuelo de la calle Samaniego, donde había pasado un ataque de fiebre en un miserable catre, ya les exigía una nueva meta. Antes de comenzar el curso 1940-1941 debía estar en funcionamiento una Residencia de estudiantes.
Del empuje del Fundador para sacar adelante su "negocio" espiritual son buen indicio las urgencias que despertaba a su alrededor. Medidos y sopesados los medios humanos de que disponía, de dinero y gente, aquella empresa parecía una loca aventura condenada al fracaso. Pero, era tal la seguridad y optimismo que imprimía en sus colaboradores, que nadie se paraba a pensar en posibles fallos. Y, más que caminar deprisa, pudiera decirse que iban al galope. En el verano de 1939 el Fundador había dado a los de Valencia un consejo para su gobierno particular: tres cosas estorban, porque no me las explicaría en vosotros: la duda, la vacilación, la inconstancia (184). El Fundador tenía siempre puesta la confianza en sus hijos, es decir, en su espíritu de oración, de sacrificio y de trabajo. Pero -volvía a urgir a los de Valencia-, sin dejar las cosas para después, ni para mañana. Después y mañana son dos palabras molestas, síntomas de pesimismo y de derrota, que, con esta otra: imposible, hemos borrado definitivamente de nuestro diccionario. ¡Hoy y ahora! (185).
La salida a provincias fue simultánea al trabajo apostólico que se realizaba en Madrid. Los fines de semana eran entonces cortos, porque los sábados por la mañana y por la tarde se trabajaba en todas partes. Por lo tanto, no podían partir de la capital hasta después de comer. Solían coger los trenes de la tarde con destino a Salamanca, Valladolid, Zaragoza, Bilbao o Valencia. Los trenes de aquellos años habían cumplido sobradamente su edad de servicio. Los vagones eran viejos y destartalados. Y las locomotoras resoplaban sin fuerza, por la mala calidad de los carbones. Por esta razón, no era infrecuente que se pasasen la noche viajando.
El domingo lo empleaban en visitas y en charlar con los amigos a quienes habían conocido anteriormente, y a los amigos que éstos, a su vez, les presentaban. A última hora de la tarde del domingo, o ya de noche, regresaban a Madrid, para llegar a casa con las primeras luces del lunes (186).
El Norte de España estaba resultando un pañuelo para aquellos viajantes de fin de semana, que algunas veces se encontraban en las estaciones de enlace -en Venta de Baños, Valladolid o Medina del Campo- con los de otra expedición. En Medina del Campo coincidían algunas veces con los que regresaban de Salamanca, como refiere Paco Botella, que no olvidó aquellas largas esperas en la cantina de la estación, hacia las tres de la madrugada. Pedían algo de beber y así justificaban el sentarse en una de las mesas, a la débil luz de una bombilla, para aprovechar el tiempo estudiando y sin probar un sorbo del vaso que tenían delante (187). (Para poder comulgar a su llegada a Madrid, era necesario entonces comenzar el ayuno desde la medianoche antecedente).
Después de sus visitas a Valencia, don Josemaría decidió romper el fuego por Valladolid. El jueves, 30 de noviembre de 1939, salió en tren acompañado de Álvaro del Portillo y de Ricardo Fernández Vallespín. Eran las cuatro de la tarde, pero no llegaron a Valladolid hasta hora avanzada. De noche, con frío intenso y niebla espesa, cargaron con las maletas hasta encontrar hotel. Se alojaron en el Hotel Español. A la mañana siguiente el Padre dio la meditación a sus acompañantes: Nos encontramos en Valladolid para trabajar por Cristo. Si no nos encontramos con nadie no por eso nos consideraríamos fracasados, les dijo (188).
Evidentemente, estaba seguro de hallarse haciendo el negocio de Dios, y no el suyo. De Madrid traían consigo una lista de nombres y direcciones de estudiantes. Esa misma mañana les pasaron aviso a sus domicilios citándolos para verse por la tarde en el hotel. Don Josemaría habló con todos ellos, entusiasmándoles con su celo apostólico y haciéndoles descubrir ideales de santidad naciente en sus corazones. Tan pendientes estaban de las palabras del sacerdote que ninguno de ellos daba muestras de querer retirarse a última hora de la tarde. Cuando se despidieron, don Josemaría les prometió hacer otros viajes, en los que esperaba que le presentasen a aquellos de sus amigos que pudieran entender el apostolado característico del Opus Dei. El sábado, 2 de diciembre, regresaron de Valladolid.
A veces el Padre no se encontraba bien de salud. Difícil era saberlo, porque no se quejaba. Sufría de dolores reumáticos. Y para evitar los viajes en los trenes de la noche, sin calefacción, y sin poder dar una cabezada, se hicieron con un auto de segunda mano. Era un viejo Citroën, cuyo destino apropiado, en tiempos normales, hubiera sido un cementerio de chatarra. El 26 de diciembre de 1939, con el coche recién arreglado y luego de invocar a San Rafael y a los Ángeles Custodios, el Padre, Álvaro del Portillo y José María Albareda, salieron de Madrid camino de Zaragoza. A los pocos kilómetros, una avería les obligó a volver a la capital. Y el Padre, que ya antes de salir iba con una fuerte fiebre, se metió en la cama (189). Dos días más tarde reemprendió el viaje a Zaragoza; esta vez en tren, acompañado de Álvaro. Pasaron un día en Zaragoza y otro en Barcelona; y los días primeros de año, en Valencia.
Ese mismo mes, el 31 de enero de 1940, el Padre, con Pedro Casciaro y con Ricardo Fernández Vallespín, éste al volante del viejo Citroën, partieron de Madrid para volver a hacer una visita a los de Valencia. Salieron con retraso, y no con mucha confianza en el vehículo, porque, antes de dejar la capital, compraron un cable por si tenían que remolcarles. De salida, el coche se portó estupendamente hasta el kilómetro 70 de la carretera general de Valencia. Luego rehusó ir adelante. Se rompió una pieza cuando intentaban desatornillar otra. Se incendió la gasolina. "El Padre -narra Pedro Casciaro- que venía rezando el Breviario desde la salida, nos animó diciéndonos que había que seguir como se pudiera hasta Valencia, porque empezaba a verse claro que nuestra estancia en aquella ciudad tenía que ser muy eficaz puesto que el demonio empezaba a impedirnos que se realizase" (190).
A los dos días de averías y peripecias consiguieron llegar a Valencia, donde les esperaba un buen grupo de jóvenes. Los obstáculos no amilanaban al Padre, que, como decía a sus hijos, tocaba al Espíritu Santo. Sentía y palpaba el efecto de la gracia y cómo su palabra llevaba a la gente a entregarse por completo a Dios, renunciando de golpe a proyectos acariciados durante años. Todos los testimonios concuerdan en que la santidad transparente del sacerdote atraía de cuajo a las almas. Porque, dócil a las mociones divinas, don Josemaría se dejaba calar por la gracia para ser utilizado por el Señor como instrumento eficaz.
Un día, a orillas del mar, el Fundador vio su esfuerzo apostólico hecho imagen alegórica:
En 1940, en la playa de Valencia -recordaba-, pude ver cómo unos pescadores -recios, robustos- arrastraban la red hasta la arena. Un niño pequeño se había metido entre ellos, y tratando de imitarles, tiraba también de las redes. Era un estorbo: pero observé que la rudeza de aquellos hombres de mar se enternecía, y no apartaban al pequeñín, dejándole en su ilusión de ayudar en el esfuerzo.
Os he contado muchas veces esta anécdota, porque a mí me conmueve pensar que Dios Nuestro Señor nos deja a nosotros también poner la mano en sus obras, y nos mira con ternura, al ver nuestro empeño en colaborar con Él (191).
¿Era lógico que aquellos jóvenes estudiantes, algunos de ellos con la carrera terminada, se entregaran a una empresa de la que no veían nada tangible, excepto la figura del Fundador y de quienes le acompañaban? Frecuentemente, de un par de conversaciones en la habitación de un hotel, o dando un paseo por la ciudad o por el campo, brotaba un cambio radical de vida. Era evidente que el Señor prodigaba su gracia a manos llenas. Consciente de ello, y del carácter excepcional de los tiempos, el Padre colocaba, para hacer cabeza y formar a las primeras vocaciones, a personas muy jóvenes y con escasísimo tiempo en la Obra; pero que "mostraban una madurez de criterio y un sentido sobrenatural que entonces quizá no nos llamaba mucho la atención -cuenta uno de ellos-, pero que era algo verdaderamente prodigioso" (192).
El resultado de los viajes apostólicos era un crecimiento en vocaciones y, en consecuencia, la aparición de nuevos problemas. "¿Aumentará mucho la familia? -se preguntaba Isidoro en la primavera de 1940-. Las impresiones de todos los sitios son formidables. Se precisa, pues, insistir y machacar en lo de la casa; es fundamentalísimo para el desarrollo de la labor. ¿Qué se va a hacer con la familia si no se la puede cobijar? No se puede crear ambiente de hogar sin casa" (193).
Llevaba por entonces el Fundador más de tres meses sin apuntar una sola catalina, cuando se le ocurrió coger la pluma a este efecto:
Miércoles, 8 de mayo de 1940: Se han pasado unos meses sin escribir Catalinas. No es extraño, porque llevo una vida de ajetreo que no da tiempo a nada. Pero lo siento. -¿Novedades? Muchas. Es imposible hacer una selección, para anotarlas. Sólo esto, externo: hay una casa en Valencia, en Valladolid, en Barcelona (la casa de Barcelona todavía no está en marcha, porque no se pudo hacer el contrato de alquiler) y -pronto- en Zaragoza (194).
El mes anterior estaba ya amueblado un piso en Valladolid, al que bautizaron con el nombre de El Rincón. En Valencia se encontró una casa en el número 16 de la calle Samaniego. Se acondicionó durante el verano y en octubre funcionaba como Residencia de estudiantes (195). No hallaron piso en Zaragoza, pero sí en Barcelona, en la calle Balmes, número 62. Le dieron la noticia al Fundador el primero de julio y ese mismo día escribía desde Ávila a Barcelona, con palabras que, a muy corto plazo, resultarían proféticas:
Jesús me guarde a mis hijos.
¡Ya tenemos casa en Barcelona!: no imagináis la alegría que me produjo esa noticia. Ha sido, sin duda, la bendición de ese Señor Obispo -"¡os bendigo con toda mi alma, y bendigo la casa!", dijo nuestro D. Miguel Díaz Gómara, la última vez que estuve yo ahí-, ha sido esta bendición la causa de que vuestros trabajos para encontrar "el Palau" tuvieran éxito. Se va muy seguro, no apartándose jamás -es nuestro espíritu- de la autoridad eclesiástica ordinaria.
Siento que el Palau, silenciosamente, ha de dar mucha gloria a Dios (196).
A mitad del otoño de 1940, esto es, poco más de año y medio después de la entrada en Madrid, el Fundador soñaba con la expansión de la Obra. Contaba con tres centros en provincias y otros tres en Madrid: la Residencia de Jenner, un piso para gente profesional en la calle Martínez Campos y la casa de la calle Diego de León, que funcionaría como Centro de Estudios.

7. Cómo "encajar" el Opus Dei

En julio de 1940 habían alquilado un piso en la calle Martínez Campos, no lejos de la Residencia de Jenner. Allá se fueron a vivir los mayores de la Obra, que formaban un pequeño grupo de intelectuales. Unos con sus estudios de carrera terminados; otros preparándose para la docencia universitaria. En ellos tenía puesta su esperanza don Josemaría para comenzar las actividades que denominaba apostolado de la inteligencia (197). A juzgar por sus esperanzados cálculos y las prisas que les metía en sus trabajos, necesitaba con urgencia de cabezas apostólicas en el campo universitario. ¡Las tesis! Necesito dos docenas de doctores, recordaba con frecuencia el Fundador a los suyos (198).
No bien acabó el verano de 1940, cuando don Josemaría ya había conseguido poner en marcha su acariciado proyecto. La demanda de tesis, para que hubiese doctores con título que se dedicasen a la enseñanza universitaria, no era exigencia extemporánea. Respondía, por el contrario, a uno de sus múltiples planes, animosamente concebidos y sostenidos con tenacidad. Desde que, a poco de instalarse en Madrid, hablaba en las sobremesas de la Residencia de Larra acerca de los intelectuales, estaba más y más convencido del inmenso apostolado que quedaba por hacer en ese campo. Ante los clérigos, compañeros de pensión, el entusiasta y joven sacerdote comparaba la acción de las grandes inteligencias a las aguas bienhechoras que, en la época del deshielo, bajan de las montañas y hacen fructificar los valles. Sin duda, esta idea del apostolado de la inteligencia había prendido en cuantos le escuchaban, ya que Isidoro, al dar noticias a terceros sobre el piso de Martínez Campos, escribe: "Hay varias tesis en perspectiva y se están preparando oposiciones a cátedras; también estos temas tienen que ser motivos de preocupación para todos ya que constituyen uno de los fundamentos del desarrollo de nuestro negocio" (199).
Entre los intelectuales, efectivamente, se hallan las cabezas rectoras de toda sociedad. De manera que cualquier intento serio de recristianizar las estructuras sociales ha de dirigirse a ellos, si es que de verdad se pretende llegar a todos. Así lo dejó dicho y escrito el Fundador en otro lugar, dirigiéndose a los que, andando el tiempo, habían de realizar ese apostolado:
Servir a todos los hombres: tenemos, como campo de nuestro apostolado, a todas las criaturas, de todas las razas y de todas las condiciones sociales. Por eso, para llegar a todos, nos dirigimos primero -en cada ambiente- a los intelectuales, sabiendo que a través de ellos pasa necesariamente cualquier intento de penetración en la sociedad. Porque son los intelectuales los que tienen la visión de conjunto, los que animan todo movimiento que tenga consistencia, los que dan forma y organización al desarrollo cultural, técnico y artístico de la sociedad humana (200).
En repetidas ocasiones, ya fuese en conversaciones privadas, ya predicando a algún grupo de profesionales, don Josemaría enseñaba incansablemente cómo hacer rendir los talentos que el hombre ha recibido de Dios, cómo crearse un noble prestigio santificando el trabajo y santificando a los demás por medio de ese trabajo. Esto es, sin hacer del empeño profesional un escalón para encumbrarse, sino peana donde ensalzar al Señor de todo lo creado. Obrando con libertad en cuanto a la orientación científica y haciéndose siempre responsable de las decisiones tomadas libremente (201). En algunas de estas ideas, oídas de labios del Fundador se inspiraron varios profesionales, entre ellos José María Albareda, para presentar un proyecto de ley del que nació, en noviembre de 1939, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (202).
Mal podría, sin embargo, exigir el Padre que sus hijos se desvivieran para terminar las tesis doctorales si antes no les daba el debido ejemplo, como siempre hacía en los demás terrenos que predicaba. Consciente de lo que significaba ese empeño, en otoño de 1939 acabó sus tareas de investigación en Las Huelgas de Burgos y en otros archivos madrileños. Hazaña nada chica, por los muchos sacrificios que le impuso la falta de tiempo. El 18 de diciembre realizó, por fin, el examen de Grado de Doctor, con un "Estudio histórico canónico de la jurisdicción eclesiástica Nullius dioecesis de la Abadesa de las Huelgas de Burgos", que mereció la calificación de Sobresaliente (203).
Y, por lo que hace a la labor docente, don Josemaría desempeñó el cargo de profesor en unos cursos organizados por el Ministerio de la Gobernación, de los que surgió al año siguiente la Escuela Oficial de Periodismo. Tanto el Director General de Prensa como el Obispo de Madrid poco menos que le forzaron a que se encargase de explicar la asignatura de Ética general y Moral profesional (204). No duró mucho su docencia, porque a finales de 1941 las competencias en materia de Prensa pasaron a depender de la Vicesecretaría de Educación Popular. Con el cambio, se confeccionó un nuevo plan de estudios, que no incluía la asignatura de Ética. En consecuencia, don Josemaría no continuó como docente.
* * *
Con los viajes apostólicos a provincias, realizados los fines de semana, se iba tejiendo, poco a poco, una tupida red apostólica por el Centro y Norte de España. Era patente que don Josemaría quería ver establecida la Obra, cuanto antes, en otros muchos puntos de la nación. No se daba por contento con deseos vagos, antes bien toda su actividad se encaminaba a ejecutar un plan repensado en la oración, un proyecto realista y ambicioso. El grado de celeridad que imprimía al programa de expansión territorial nos lo indica un dato muy objetivo: al iniciarse el año 1940, a los nueve meses de haber entrado en un Madrid desorganizado y deshecho, tenía la Obra actividades arraigadas en Valencia, Valladolid, Barcelona y Zaragoza. Muy poco le faltaba a don Josemaría para completar sus previsiones en tiempo de guerra, pues en carta del 27 de enero de 1940 se lee: Muy pronto vamos a ir a Sevilla, Granada y Santiago. Con esto se habrá cumplido a la letra el plan de trabajo (205).
Por esas fechas ya se había pertrechado de las correspondientes cartas de presentación para las autoridades eclesiásticas de aquellas ciudades. No siempre las misivas eran de tonos graves y solemnes. La firmada por el Obispo de Pamplona el 14 de enero de 1940 y dirigida al Arzobispo de Santiago, refleja algo más que el jovial humor de don Marcelino:
"El Rvdo. Sr. Don José María Escrivá, portador de la presente, es un pícaro que puede con el diablo. Le siguen muchos jóvenes magníficamente dotados, verdaderos apóstoles. Conozco el espíritu que les anima; y me tienen edificado; tanto que me considero como de su casa" (206).
No le va a la zaga la dirigida el 31 de enero por el Obispo de Vitoria al Arzobispo de Granada: "Con estas letras mías se presentará D. José María Escrivá, sacerdote de Cristo y verdadero apóstol en todo el sentido de la palabra, al cual no le digo que le atienda porque pronto caerá en la cuenta de quién es" (207).
Estas líneas, en que lo administrativo se mezcla a lo espontáneo, trazan, en dos brochazos, la personalidad del Fundador a juicio de los Prelados. (De seguro que no se molestaría el sacerdote porque le echasen la flor de "pícaro que puede con el diablo". Porque le bastaba releer sus propias catalinas para tropezar con una en que califica su actuación, por lo que tiene de miras sobrenaturales desligadas de todo respeto humano, como santa y apostólica desvergüenza) (208). La destacada personalidad de don Josemaría adquiría, por otro lado, una creciente fama de santidad a medida que corrían de boca en boca los elogios de los Prelados. Pero esto no significaba, en modo alguno, que cuando don Josemaría les hablaba del Opus Dei y de sus apostolados captasen todos los Obispos el genuino alcance eclesial del Opus Dei (209).
Tal vez don Leopoldo Eijo y Garay, más que ningún otro, se percataba de la inconmensurable novedad eclesiástica que suponía la aparición del Opus Dei en pleno siglo XX. El 2 de septiembre de 1939 el Fundador mantuvo con él una entrevista de cinco horas. Y cinco horas, de un tirón, dan mucho de sí para informar sobre un asunto concreto. En esa conversación, larga y tendida, le expuso don Leopoldo que, a su juicio, había llegado el momento de dar forma jurídica al Opus Dei. Era, pues, de esperar que don Josemaría saliera de la visita dando brincos de alborozo. Pues, no. Lo cogió con relativa frialdad y, al día siguiente, como la cosa más natural del mundo, registró el hecho en una brevísima catalina:
Día 3 de septiembre de 1939: ayer estuve con el Sr. Obispo de Madrid, charlando, cerca de cinco horas. Magnífico. Se ve que Dios lo facilita todo. ¡Lástima que yo sea obstáculo! D. Leopoldo muestra verdadero cariño (210). (El Fundador se creía obstáculo, pues desde el fondo de su humildad juzgaba no estar a la altura de las circunstancias).
Andaba don Josemaría, como siempre, absorbido en sus tareas y olvidado del asunto cuando le llegó un aviso del Vicario General (probablemente la segunda vez que se lo indicaba don Leopoldo), mandándole preparar lo necesario para la aprobación oficial de la Obra. Así, con espíritu de obediencia, recoge la noticia en los Apuntes: Laus Deo! Lo haré. Sin embargo, me parece como si no tuviera prisa (211).
Ciertamente, no se desprende tampoco gran entusiasmo de esta anotación. Pero ahora, ante un segundo aviso, secundado por el parecer de su confesor, el P. Sánchez, don Josemaría no podía desentenderse del asunto. De manera que se puso a preparar el expediente para la aprobación, cayendo entonces en la cuenta de la razón de su anterior desgana, es decir, de aquella especie de desinterés por algo que tomaba como mero trámite administrativo. Don Josemaría consigna sus reflexiones en los Apuntes:
Sólo me explicaba la desgana que venía sintiendo para hacer los reglamentos, que he de llevar al Obispado, como una prueba exterior más de la divinidad de la Obra: si fuera cosa humana, me habría precipitado con apresuramiento a colar esos papeles -ahora que todo es facilidad- y obtener la aprobación oficial. Como es todo cosa de Dios y Él quiere que salga adelante hasta el fin, sobran los apresuramientos. La Obra comenzó el 1928, día de los Santos Ángeles Custodios, y tiene eternidad. ¡Mientras haya hombres viadores, habrá Obra! (212).
Don Josemaría se puso a trabajar y, luego de hacer un índice de materias, distribuyendo el contenido de los documentos en fichas, encargó a algunos de sus hijos -Álvaro, Juan Jiménez Vargas, Ricardo Fernández Vallespín y Chiqui- que se lo ordenasen (213). Muy avanzado estaba el trabajo cuando, a fines de junio de 1940, mostró al Fiscal eclesiástico de la diócesis -don José María Bueno Monreal- los documentos preparados: Reglamento, Régimen, Ordo, Costumbres, Espíritu y Ceremonial de la Obra. Estudiando juntos lo que tenían a la vista, tuvieron ambos que reconocer que no existía ropaje jurídico apropiado para vestir aquella viva realidad eclesial (214). Situación de embarazoso estancamiento, que el Fundador describe en estas pocas palabras: Estamos en el grave problema de encajar el Opus Dei en el Derecho Canónico (215).
El tropiezo a la hora de definir y perfilar jurídicamente la figura del Opus Dei no constituyó sorpresa alguna para don Josemaría. Era algo ya vislumbrado desde los primeros comienzos. Y así, a poco de nacer el Opus Dei, previendo que algún día tendría que ser sometido al examen y aprobación de la autoridad eclesiástica, consideró preciso determinar claramente los campos de acción de sus miembros (216). Aquel joven sacerdote con una misión universal que cumplir era testigo del impetuoso soplo del Espíritu Santo, que echaba abajo, delante de él, las barreras con que teólogos y canonistas venían acotando los diferentes terrenos de apostolado en casi dos milenios de Historia eclesiástica. De manera que don Josemaría, armado de vigor apostólico, se sentía impulsado a escribir, ya en 1930, y como pidiendo disculpas: Comprendo que el fervor, un celo, por la gloria de Dios, como un ciclón, nos lleva a querer estar, por Él y para Él, en todas partes (217).
Desde el principio de la fundación recogía dócilmente las inspiraciones divinas en sus Apuntes, testimonio patente del soplo del Espíritu. Y, cuando las releía, le dejaba asombrado su magnitud de miras, porque del germen universal de la Obra nacían infinitos campos de acción, prometedores y sin fronteras. El Fundador intentaba enmarcarlos en cuadros sinópticos, especificando variedad de apostolados; y llenaba cuartillas:
Cuando repaso estas cuartillas -escribe-, me asusto de ver lo que Dios hace: yo no pensé ¡nunca! en estas Obras que el Señor inspira, tal como van concretándose. Al principio, se ve claramente una idea vaga. Después es Él, Quien ha hecho de aquellas sombras desdibujadas algo preciso, determinado y viable. ¡Él! Para toda su gloria (218).
Con los años, aquellos complejos esquemas, donde se pretendía abarcar apretadamente la misión apostólica, fueron sintetizándose.
Es claro que la novedad del mensaje de la Obra, y el carácter de secularidad que comporta, reclamaban un peculiar régimen jurídico. Cualquiera de sus futuras e imprevisibles realidades apostólicas resultaría incompatible con la pretensión de dictar normas y reglamentos por adelantado, pretendiendo encerrar en la letra el curso desbordado de la vida. De trecho en trecho deja constancia de ello el Fundador en sus Apuntes. Así, por ejemplo, se lee en una catalina:
En este año de 1936 hemos comenzado a vivir la vida de pobreza con más perfección. Se ve lo que tantas veces he dicho: que es inútil hacer reglamentos, porque ha de ser la vida misma de nuestro apostolado la que, a su tiempo, nos irá dando la pauta (219).
Y, precisamente el mismo día en que esto anotaba, daba vueltas en su cabeza a la conveniencia, o no, de pedir la aprobación de la Obra:
Indudablemente -escribe-, todas las apariencias son de que, si pido al Sr. Obispo la primera aprobación eclesiástica de la Obra, me la dará […]. Pero, (es asunto de tanta importancia), hay que madurarlo mucho. La Obra de Dios ha de presentar una forma nueva, y se podría estropear el camino fácilmente (220).
Vino después la guerra civil española. Pasó la guerra y don Josemaría, lanzado a predicar la grandeza del sacerdocio al clero diocesano y las exigencias de la vocación cristiana a los laicos, se vio un día inesperadamente sorprendido por el mandato del Sr. Obispo de Madrid para preparar la aprobación de la Obra. En vano buscaba una solución jurídica. No la hallaba por la simple razón de que no existía. El asunto quedó estancado, mientras corría el calendario.

8. El cambio de confesor

Acababa de instalarse la Residencia de Jenner, cuando ya funcionaba a pleno rendimiento. Era la única sede de que disponía entonces el Opus Dei para su apostolado. En las salas de estudio o de visitas, en el vestíbulo o en el oratorio había siempre algún residente o jóvenes estudiantes invitados a las clases de formación. Las puertas de la Residencia estaban abiertas a todos. El ambiente estudiantil era grato y la gente que iba por allí traía con gusto a sus amigos.
Sin embargo, pronto comenzó a notarse, por parte de algunos, cierta resistencia para asistir a las clases de formación. Empezaron a oírse críticas aisladas, leves e insustanciales. Corría la voz entre algunos círculos de estudiantes, en la Universidad o en las Escuelas Especiales, de que allí se hacían cosas raras, de que el oratorio de Jenner estaba decorado con signos masónicos y cabalísticos, de que se comulgaba con hostias perfumadas, de que había cruces sin Crucificado… (221).
No era la primera vez que don Josemaría se veía expuesto a un caso semejante de esporádicas habladurías (222). Una imaginación suelta, calenturienta y propensa a lo peregrino, era el origen de tan absurdas interpretaciones. No tenían otro fundamento que los símbolos litúrgicos grabados en el friso del oratorio junto con los textos de un himno latino; o la cruz desnuda; o la levísima fragancia que provenía, como sabemos, de la caja del sagrario, a fin de matar el tufo a cola de carpintero. De todos modos, dispuesto a cortar chismes, don Josemaría solicitó del Obispo de Madrid una concesión de indulgencias, que diesen razón explicativa, para quienes no querían verlo, del sentido cristiano de aquella gran cruz del oratorio, negra y solitaria. Y así, por decreto fechado el 28 de marzo de 1940, don Leopoldo concedía cincuenta días de indulgencia -como entonces se estilaba- cada vez que "devotamente besaren la Cruz de Palo de la Residencia de Estudiantes" (223).
No quedó así la cosa. Llegaron después a oídos del Fundador nuevas calumnias contra la Obra, y murmuraciones subidas de tono. Provenían, no de estudiantes, sino de personas maduras y responsables. En un principio don Josemaría se resistió a dar crédito a lo que sus amigos o sus hijos le contaban. Hacía trizas las notas que caían en sus manos. Se negaba a creer que se dieran entre cristianos tales infundios. Antes de la guerra civil, en los años de la Academia DYA y de la Residencia de Ferraz, había vivido ese ambiente calumnioso en el que se le trataba de loco y hereje; y a la Obra, de secta y masonería blanca. Esperaba, por tanto, que estos nuevos rebrotes desapareciesen también ahogados por el silencio. No quería el sacerdote dar mayor importancia al asunto, pero crecía y crecía la murmuración. Unos cuantos estudiantes propalaban ya auténticas alucinaciones, sacando todo de quicio. Decían que, mediante un juego de luces, don Josemaría simulaba la levitación en el oratorio o que hipnotizaba a los asistentes (224).
Pocas notas existen de aquellos primeros meses de 1940. Cuando don Josemaría no las rompía, se las pasaba a don Leopoldo. Después, bien entrada la primavera, llegó una hora en que se le hizo muy arduo negar la evidencia. Quiso, por fin, salir de dudas y terminó comprobando que el corrillo de estudiantes que frecuentaban la Residencia y se escabullían de las clases de formación, y hacían correr chismes entre sus compañeros, pertenecían todos ellos a la Congregación Mariana de Madrid.
La maledicencia, que venía de otros muchos sitios, no acabó ahí. Sentía el sacerdote algo así como una invisible y pegajosa red tendida a sus espaldas. La calumnia hacía también dolorosa mella en su ánimo. Y terminó acudiendo a don Leopoldo en busca de consuelo, para abrirle su corazón y ponerle al tanto de los sucesos:
Madrid - 23-IV-940
Padre: Muchos deseos de hablar despacio con V. E. […].
Envío una nota, que se me traspapeló hace meses, porque, aunque de seguro ya no digo a V. E. Revma. nada nuevo, sigue siendo de actualidad. ¡El enemigo no duerme! […].
Padre: no se olvide de mi gente -¡tan hijos suyos!-, ni del pecador
Josemaría (225).
A causa de los continuos desplazamientos a provincias para dar ejercicios espirituales al clero, don Josemaría no había tenido tiempo, últimamente, de ver a su confesor. Lo explica en una concisa anotación:
22 de mayo de 1940: He confesado hoy con el P. Sánchez, y charlé despacio. Quedamos en que, aunque tarde un mes en hacerlo, por mis viajes, sólo me confiese con él (226).
Conociendo la sinceridad de don Josemaría con su confesor, no hay duda de que, en esa reposada charla que tuvieron, saldrían comentados al pormenor los chismes y calumnias de la última temporada. Y aquí perdemos, por breves semanas, la pista de estos sucesos. Don Josemaría, claramente, prefería olvidar; y no quiso dejar, por lo tanto, rastro alguno de las insidias, salvo un par de referencias sin entrar en detalles (227). Los escasos indicios que asoman, aquí y allá, sobre dicho tema hacen pensar que las susurraciones eran cada vez más enredosas, y afectaban a la Obra y a su persona.
Padre -escribía al Obispo de Madrid-: le encomiendo mucho, y pido a Dios N. Señor que siga mirando V. E. la Obra que Él cargó sobre mis hombros, como cosa de Dios y cosa de usted (228).
Poco más adelante, el 23 de agosto, se fue a Segovia, a hacer un retiro espiritual en el Convento del Carmen Descalzo, donde estaban los restos de San Juan de la Cruz. Le instalaron en la celda 36, en cuya puerta había un letrero que decía: "Pax. Declinabo super eam quasi fluvium pacis. Isai. 66 v. 12". Se aplicó a sí mismo lo de la paz y anotó al día siguiente:
Me hacía mucha falta este retiro. Es menester que el pecador Josemaría se haga santo. Además, en esta última temporada no me han faltado tribulaciones, aunque no haya dicho nada en las Catalinas, y se aclara la visión sobrenatural para llevarlas a gusto.
No voy a hacer apuntes de estos ejercicios (229).
El 28 de agosto regresó a Madrid, donde le esperaban rumores y calumnias frescas. No es necesario indagar la clase y calibre de las tribulaciones que sufría esa temporada. Valga como muestra lo que el 15 de septiembre de 1940 escribía al Obispo de Murcia:
Mi venerado y muy querido Señor Obispo: Pensaba no decir nada del asunto que voy a tratar hasta tener el gusto de ver a V. E. en Barcelona, pero he consultado con D. Casimiro Morcillo y me dice que conviene que ponga en antecedentes a mi Señor Obispo.
Tengo noticias fidedignas de que un Sr. Consiliario de la Juventud de A. C. masculina de Murcia ha dicho a la letra: "que la labor (la que vengo haciendo desde hace doce años, pegadito a mi Ordinario y a los Ordinarios de los lugares donde trabajo) está expuesta a una excomunión del Papa: que él (el Consiliario) está perfectamente enterado de sus alcances, pero que a los Obispos sólo les contamos lo que nos conviene, etc.".
Todo esto es totalmente calumnioso, y de su gravedad juzgará mi Señor Obispo (230).
Por lo demás, no aireaba sus penas. Las guardaba para sí, cargando con ellas en silencio. No deje de encomendarnos -escribía por esas fechas al Obispo de Pamplona-, especialmente a mí, que estoy siempre con la Cruz a cuestas (231).
Es muy probable, aunque no deja de ser mera conjetura, que don Josemaría se resolviese, en cuanto llegase a Madrid, a emprenderla con el asunto de la pesadumbre que llevaba encima al retirarse a Segovia. El hecho es que, a primeros de septiembre, fue a hablar con el Vicario General, don Casimiro Morcillo, antes de visitar a dos o tres personas relacionadas con las calumnias y habladurías. También decidió pedir consejo a su confesor, el P. Sánchez, con relación a cierto jesuita (232). Su intención era poner fin de una vez a las calumnias, y acallar los líos y revuelo suscitados por el diablo en los últimos meses, sirviéndose de personas que acaso no llevasen mala intención, pero que obraban atolondradamente.
En efecto, don Josemaría habló con su confesor acerca del jesuita encargado de la Congregación Mariana, el P. Carrillo de Albornoz (233). Le manifestó que era cosa comprobada que este padre de la Compañía propagaba entre los jóvenes congregantes la especie de que la Obra era una sociedad secreta, herética y de cuño masónico. El confesor le sugirió que tratase el asunto cara a cara con el interesado. Agradeció el consejo don Josemaría e inmediatamente lo puso en práctica. Enseguida se entrevistó con el P. Carrillo de Albornoz. Con franqueza, y abiertamente, le manifestó los hechos y los dichos que se le atribuían, explicándole, lo mejor que pudo, la labor que se hacía en la Residencia de Jenner con los estudiantes. A continuación, don Josemaría le brindó, delicadamente, una honrosa retirada. Le propuso que hicieran algo así como un pacto, para comunicarse mutuamente cualquier crítica peyorativa que llegase a su conocimiento, bien contra la Obra o contra las Congregaciones Marianas (234).
Pero las murmuraciones no provenían exclusivamente del lado religioso. De la noche a la mañana el buen nombre del sacerdote apareció mezclado en intrigas de carácter político, sin saberse a santo de qué. Don Josemaría tuvo que hacer una visita al Ministerio de Gobernación, para dejar clara su postura: yo no me meto ¡ni de lejos! en cosas que no sean sacerdotales: soy sacerdote y sólo sacerdote. -Me mezclaban en asuntos de carácter político y profesional. ¡Dios me libre!, escribe en sus Apuntes (235).
Hecha esta anotación, se dirigió al Vicario General para informarle de las nuevas tribulaciones y, aunque no lo mencione, también iba en busca de consuelo, porque no era inmune al dolor. (La visita al Vicario fue el 15 de septiembre y, al hacer nota de ello en los Apuntes, escribe agradecido: Casimiro me animó) (236).
Luego se fue a Valencia, a poner en marcha la Residencia para estudiantes. Allí pasó del 17 al 23 de septiembre, en que regresó a Madrid. Al día siguiente, acompañado por Álvaro del Portillo, don Josemaría se entrevistó otra vez con el P. Sánchez en la residencia de los jesuitas de la calle de Zorrilla. Entregó entonces a su confesor una copia de los documentos que había de presentar para la aprobación de la Obra. Lo hizo por cuanto la parte ascética, y la vida de piedad en ellos consignada, mucho tenía que ver con su propia vida interior. Quizá, también, como muestra de confianza (237).
Contó luego al P. Sánchez algunas de sus últimas tribulaciones. "Hay quien duda de que esté Vd. en buena relación con la Curia Episcopal", agregó a ello su confesor. No era la noticia, por supuesto, un chisme nuevo, pero le extrañó a don Josemaría el tono dado a las palabras.
Salió después en la charla el tema de la discreción con que los miembros del Opus Dei habían venido haciendo el apostolado desde 1930, en el período de gestación de la Obra y de persecución religiosa. Prudencia vivida también en la dirección espiritual de las nuevas vocaciones, que -por libre decisión personal- no abrían de par en par su alma sino a quienes pudieran aconsejarles con conocimiento de causa, es decir, a quienes conocían la Obra y su espíritu. Perfectamente sabía el P. Sánchez que ese comportamiento era el único camino razonable y prudente en tales circunstancias. Además, él mismo lo había apoyado en todo momento. De ahí la perplejidad de don Josemaría al oírle decir ahora que los asuntos de la vocación a la Obra habían de tratarse, sin la menor traba, con cualquier confesor. ¿Cómo es posible que el jesuita sostuviese ahora una nueva postura cuando, de hecho, desde hacía años, venía aconsejando que los miembros de la Obra se dirigiesen sólo con sacerdotes que la conocieran y amaran?
Con su fina perspicacia de maestro de almas inmediatamente se percató el Fundador de las graves consecuencias a que abocaba este giro de actitud; y le dejó muy pensativo el que su confesor cambió en horas su opinión de años (238).
Tan deprisa rodaban las cosas que don Josemaría se fue derecho en busca del Obispo de Madrid, que estaba descansando en Alhama de Aragón. El 27 de septiembre comieron juntos y después de comer, hasta la hora de salir el tren de vuelta para Zaragoza, repasaron, en larga conversación, los negocios de la Obra:
Ayer estuve en Alhama de Aragón, con mi Sr. Obispo de Madrid -se lee en nota del 28 de septiembre-. ¡Qué Padre tenemos en él! ¡Cómo entiende y vive la Obra de Dios! Le conté las últimas tribulaciones. Le emocionó. Ve a Dios detrás de todo, pero también ve la pequeñez de miras de algunas personas. En resumen me dijo: Que quiere dar el decreto de erección y aprobación de la (sic) Opus Dei, en cuanto vuelva a Madrid (239).
Hablaron de las visitas y entrevistas de las últimas semanas y del P. Carrillo:
Lo de los jesuitas lo entiende como yo -escribe don Josemaría-. Que no hay que confundir a un religioso con la Compañía. El Sr. Obispo, igual que yo, quiere y venera muy de verdad a la Compañía de Jesús (240).
El siguiente encuentro del Fundador con el P. Sánchez tuvo lugar dos semanas más tarde. Como la vez anterior, iba acompañado de Álvaro del Portillo. Sin más rodeos manifestó a su confesor que había observado, con gran pesar por su parte, un cambio radical en su actitud respecto a la Obra. Después de meditarlo mucho había llegado a la conclusión de que, en conciencia, no podía continuar la dirección espiritual, una vez perdida la antigua confianza depositada en su confesor.
El P. Sánchez, un tanto agitado, le declaró entonces, bruscamente, que la Santa Sede jamás aprobaría la Obra, citándole, acto seguido, algún canon, como para confirmarlo. Esta salida imprevista fue un duro golpe para don Josemaría, el cual, sin perder la mesura, le respondió que, puesto que la Obra era de Dios, Él se encargaría de llevarla a buen puerto (241).
Cortada ahí la entrevista, el P. Sánchez le devolvió los papeles sobre la Obra que el Fundador le había dado en el anterior encuentro. En el camino de vuelta a casa le zumbaba a don Josemaría en la cabeza una inquietante cuestión: ¿por qué dudaba ahora del Opus Dei quien tantas veces le había asegurado de su origen divino? Al llegar a Jenner, lo primero que hizo fue comprobar el canon citado por el P. Sánchez, según nota que había tomado Álvaro del Portillo. Se quedó tranquilo. Nada tenía que ver con la aprobación. Pero, al abrir el sobre de los papeles que había devuelto el confesor, apareció dentro una hoja con cinco o seis nombres. Era, precisamente, la lista de los chicos que estaban en relación con el P. Carrillo y frecuentaban la Residencia de Jenner para informar a éste secretamente. ¿Se le había traspapelado la lista al P. Sánchez; o era, por el contrario, un gesto amistoso de intencionada excusa? (242).
Transcurrió, más o menos tranquilo, el mes de octubre. Se acordaba don Josemaría de la despedida de don Leopoldo el día que comieron juntos en Alhama de Aragón:
"Mire, José María: hasta ahora, el Señor quiso que V. tuviera de modelo al buen ladrón, para decir ¡justamente estoy en la cruz! Desde este momento, su único modelo es Jesús en la Cruz, y ¡vengan sufrimientos, sin que haya motivo!" (243).
Ciertamente, el Señor le estaba preparando para las amarguras venideras con unas dedadas de miel, poniéndole anticipadamente en los labios una dulce locución divina:
En esta última temporada -se refiere al mes de octubre de 1940-, ha sido frecuente sorprenderme recitando: "aquae multae non potuerunt extinguere charitatem!" De dos maneras interpreto estas palabras: una, que la muchedumbre de mis pecados pasados no me apartan del Amor de mi Dios; y otra, que las aguas de la persecución que padecemos no interrumpirán la labor que la Obra desarrolla (244).
Sus sentimientos en la tribulación habían recorrido, durante ese año de 1940, una escala muy humana y sobrenatural. Primero, por su resistencia a creer en la maldad de los hombres. Luego, cuando tuvo que aceptar la realidad de los hechos, porque trató de salvar las intenciones. (Entiendo que no lleva mala intención, pero no coge ninguna cosa de nuestro espíritu y todo lo confunde y trabuca, dice excusando a uno de los murmuradores) (245). Y, en último término, ante la evidencia irrefutable, no cabía otra cosa en el corazón del sacerdote que el perdón y el olvido:
Aunque no quiero tocar este punto -escribe sin dar explicación alguna del asunto de que se trata-, sólo decir que cuesta trabajo creer en la buena fe de quienes calumnian sistemáticamente. Les perdono de todo corazón (246).
A mitad de noviembre estaba dando unos ejercicios en el Seminario Mayor de Madrid. Salió un día a visitar al Subsecretario de Gobernación y se encontró a la puerta del ministerio con el P. Carrillo de Albornoz (247) (religioso -dice- que ha promovido esta tribulación última tan prolongada). Entonces, sin rencor, con naturalidad, sin tener que acudir a la caridad, ni a la educación, le saludó dándole la mano:
- Mucho gusto en verle, padre: ¡Dios le bendiga!
(El P. Carrillo ya había roto por entonces el pacto por el que se obligaba a comunicar cualquier crítica, pues en esos días, por informes suyos, se había calificado a don Josemaría de "loco o perverso").
- ¿Se acuerda de que tenemos hecho un medio pacto?, le recordó éste.
- De eso ya hablé ayer noche, a las nueve, con el Sr. Vicario, contestó apresuradamente el P. Carrillo, deshaciéndose de su interlocutor.
Al día siguiente escribía el Fundador desde el Seminario esta catalina, que sería la última anotación por todo un año en sus Apuntes:
Día 15 de noviembre, Madrid: […] Por la tarde, me entró una alegría interior enorme por esa tribulación. Y siento más amor a la bendita Compañía de Jesús, y simpatía y hasta cariño al religioso promotor del jaleo. Además entiendo que este señor es muy simpático y, de seguro, muy buena persona. ¡Que Dios le bendiga y le prospere! -Conté estos detalles, esta mañana, a mi Padre Espiritual José Mª García Lahiguera (248).
* * *
No volvieron a verse el P. Sánchez y don Josemaría hasta el 22 de noviembre de 1948. Por entonces la Santa Sede había concedido el Decretum laudis al Opus Dei y la aprobación pontificia de sus Estatutos. El Fundador hizo un viaje a España y visitó a todos los Superiores de la Compañía de Jesús, menos al de Sevilla, que no quiso recibirle. En Madrid, con permiso del Provincial, fue a ver al P. Sánchez, que se llevó una gran alegría. Hablaron de viejas memorias y terminaron tocando, inevitablemente, el punto irritable. Don Josemaría, que tomó nota de la conversación, nos lo cuenta:
Se ponía contentísimo con los datos de la extensión de la Obra, que le di. Le tenté un poco, diciéndole: "sufrí de veras, padre; y, al ver aquel acoso que me hacían personas tan buenas…, pensé en algún instante: ¿me equivocaré… y no será de Dios… y estaré engañando a las almas?"
Protestó al momento, con calor: "No, no: es de Dios, todo de Dios" (249).
El P. Valentín Sánchez Ruiz murió en Madrid el 30 de noviembre de 1963. En cuanto llegó la noticia a Roma el Fundador celebró la Santa Misa en sufragio de su alma, y escribió al Consiliario del Opus Dei en España. La carta va trazada al hilo de la fuerte impresión causada por la noticia, y está transida de divinas melancolías, porque nada tuvo que ver ese venerable religioso con la Obra, pero sí con mi alma, que no se puede separar del Opus Dei, escribe el Fundador. He aquí sus últimas líneas:
¡Que en paz descanse, porque era bueno y apostólico! A él acudía yo, especialmente cuando el Señor o su Madre Santísima hacían con este pecador alguna de las suyas, y yo, después de asustarme, porque no quería aquello, sentía claro y fuerte y sin palabras, en el fondo del alma: "ne timeas!, que soy Yo". El buen jesuita, al escucharme horas después en cada caso, me decía sonriente y paterno: "esté tranquilo: eso es de Dios".
Perdonad. Soy un pobre hombre. Rezad por mí, para que sea bueno, fiel y alegre. He sentido la necesidad de contarte esto, para que también encomendéis al Señor esa alma, que pienso que le era muy grata (250).