El Fundador del Opus Dei
La época de Burgos (1938-1939)
1. Recomienzan las catalinas
2. Burgos
3. "Viajante de mi Señor Jesucristo"
4. El Hotel Sabadell
5. "Una lección de caridad"
6. Con la pluma en la mano
7. Otoño de 1938
8. Esperando el fin de la guerra
Los Albás -rama materna del Fundador-, a la par que una larga parentela, tenían en su haber el don de gentes. Era indudable que poseían, como rasgo de herencia, un fácil y fecundo trato social. En diversas ocasiones de su agitada existencia le ocurrió a don Josemaría tropezar con la evidencia del hecho; así, por ejemplo, el día mismo de su entrada en zona nacional. Nos lo cuenta en las anotaciones que inauguran un nuevo cuaderno de Apuntes íntimos, cuando, guiado por el instinto histórico, decide recomenzar las suspendidas Catalinas (1):
Pamplona 17 de diciembre de 1937: Hoy, antes de entrar en ejercicios, con las notas que he tomado desde el día 11 de este mes, voy a recomenzar el diario (?): las catalinas (2).
(Aquí echa una ojeada al pasado, para rescatar del olvido los sucesos de su primera semana en zona nacional).
Día 11 de diciembre. Emoción, muy justificada, al pasar el puente internacional. Rezamos fervorosamente, a la vista de la bandera española… […]
Se precisa que den por nosotros una garantía, para poder entrar en la Patria. Llamo, por teléfono, al Sr. Obispo de Vitoria. Don Xavier está en Roma. Lo siento. -Unas señoras, que están en teléfonos, se dan cuenta de mi pequeña contradicción: resultan amigas de la familia de mi madre, me ofrecen la garantía y su casa. Doy las gracias, pero no acepto (3).
Por lo visto, don Josemaría no había agotado sus recursos:
Llamo, seguidamente al Sr. Obispo de Pamplona: calurosa acogida. ¡Qué rebueno es este santo señor Obispo! En seguida pide comunicación telefónica con la Comandancia Militar de Fuenterrabía y nos avala. Me cita, en Zumaya, para mañana; y me dice, con verdadero afecto, que vaya con él a su Palacio (4).
Los del grupo del Padre pasaron la noche en el Hotel Peñón de Fuenterrabía. Por la mañana les dijo misa y, uno tras otro, fueron alzando el vuelo. A José María Albareda le retuvieron los suyos en San Juan de Luz. Manolo se quedó en Fuenterrabía con algunos de su familia. Tomás Alvira se dispuso para irse a Zaragoza. Y todos los demás, que estaban en edad militar, se presentaron a las autoridades en el cuartel de Loyola de San Sebastián. A todo esto, don Josemaría envolvió sus cosas en un periódico, las lió con una cuerda, y dejó el paquete, que era todo su valioso equipaje, al cuidado del conserje del Hotel Peñón, yéndose luego al encuentro del Sr. Obispo en Zumaya, lugar de vacaciones próximo a San Sebastián. Una vez allí, le dijeron que el prelado estaba, a esa hora, en Zarauz, un pueblecito cercano. Allá se fue el sacerdote, con su ropa de excursionista y sus botas de marcha. Al fin, encontró a Mons. Olaechea en casa del marqués de Narros, donde se daba una gran fiesta de hermandad ítalo-española. El Obispo, cuenta, me abraza y agasaja, en medio de toda aquella concurrencia, y me presenta al embajador de Italia. Me invitan al banquete ((5). Por fortuna, en ese punto apareció uno de los que dirigía espiritualmente en Madrid: el Ángel Custodio me trae a Juan José Pradera (que nunca asiste a esta clase de fiestas, y hoy -¡claro!- asistió). Juntos se fueron a charlar y almorzar en un restaurante.
Pasó la tarde en compañía del Obispo. Visitaron el estudio del pintor Zuloaga y, de regreso a San Sebastián, el prelado arrancó a don Josemaría la promesa de que iría a descansar unos días al palacio episcopal de Pamplona. En San Sebastián, las Teresianas le buscaron una pensión; y don Josemaría les dijo misa al día siguiente.
Día 13 de diciembre, anota en los Apuntes: celebro por D. Pedro, encomendándome a él: más que sufragio por su alma (santa, aun sin el martirio) es pedirle su intercesión.
Me ofrecen dinero las Teresianas: yo les pido chismes de aseo, para los míos: comprarán cuatro peines, cuatro tijeras, y jabón (6).
Las Teresianas le regalaron ropa y unos zapatos usados, que permitieron al sacerdote desprenderse de aquellas "botas-lago" del paso de los Pirineos. Bien le vino, porque con zapatos estaba un poco más presentable, y esa semana se anunciaba como de gran actividad social y apostólica. No parecía sino que en el trayecto Fuenterrabía - Irún - San Sebastián se hubieran dado cita las viejas amistades de Madrid. Le bastaron al sacerdote dos visitas para encontrarse a unos parientes de don Alejandro Guzmán, a los Aguilar de Inestrillas (7), a los condes de Mirasol (8), a los Guevara (9), a las Bernaldo de Quirós, a las Vallellano (10), a los Sres. de Cortázar y…, quién lo iba a decir, a María Luisa Guzmán, a la marquesa de los Álamos (11) y a María Machimbarrena, hermana suya. Precisamente el trío de mujeres que le acompañó antaño a entrevistarse con el Subsecretario del Ministerio de Gracia y Justicia, en tiempos de la monarquía, para indagar sobre el puesto que le tenía reservado don José Martínez de Velasco, con miras a obtener un oficio eclesiástico estable en Madrid. De ese grupo formaba también parte Carolina Carvajal, Dama de Palacio y hermana del Conde de Aguilar de Inestrillas. Carolina era la Dama que intercedió en 1931 ante don Pedro Poveda, secretario del Patriarca de las Indias, el cual ofreció a don Josemaría una Capellanía de Honor honoraria. (Rechazada por el interesado) (12).
Decididamente, el mundo era un pañuelo. Y, para terminar de curarle de sorpresas, sucedió que, estando en casa de los Mirasol, una sobrina de Luz Casanova, la Fundadora del Patronato de Enfermos, le declaró de buenas a primeras que tenía vocación para la Obra. Don Josemaría lo tomó con calma (13).
La verdad es que no había pasado los Pirineos para hacer vida de sociedad en el País vasco. Aprovechando las visitas recogía, aquí y allá, datos sobre el paradero de personas conocidas. En conferencia telefónica con Bilbao, localizó a tres residentes de Ferraz: Arancibia, Carlos Aresti y Emiliano Amann. En San Sebastián se encontró con Vicente Urcola y con la familia de Joaquín Vega de Seoane, otros dos chicos de San Rafael (14). Con estos y otros nombres, que fueron saliendo enganchados unos en otros, como las cerezas, don Josemaría recomenzó su fichero apostólico.
En las catalinas del 16 de diciembre se lee:
Sigo mareado, pero procuro que no lo noten […]. Dije misa por D. Víctor Pradera (15): asisten su viuda y su hijo.
Encantado de no recibir estipendios: Señor, ahora sí que soy pobre de solemnidad: tú verás lo que haces con tu borrico (16).
No es preciso advertir que su indumentaria dejaba mucho que desear. Se había hecho unas fotos en San Sebastián y, como él mismo reconocía, tenía pinta de facineroso, con el rostro demacrado y la cabeza embutida en el amplio cuello del jersey azul de los días de Rialp. Pero, hasta la fecha, nadie le había ofrecido una sotana. En tales condiciones tuvo el arranque de renunciar a toda clase de estipendios, que era su única, previsible, fuente de mantenimiento. Abrigaba el deseo de que los sacerdotes de la Obra estuvieran desprendidos de todo, hasta de los recursos ministeriales, como holocausto de pobreza; era un pensamiento que le rondaba de antiguo. Y así, preocupado un día por los dineros -por la falta de dinero-, meditó las palabras del salmo: iacta super Dominum curam tuam et ipse te enutriet (17). Dispuesto a abandonarse en manos del Señor, no se paró en barras y llevó su resolución al extremo; de ello hace memoria en una catalina (18).
El 17 de diciembre salía don Josemaría para Pamplona. De nuevo aparece su Ángel Custodio en las Catalinas: A las cinco y media en punto (hora señalada anoche), me despierta el Relojerico: el despertador, que nos dejaron en la pensión, no tocó (19). El coche de Pradera, en el que iba, sufrió dos parones a causa de la nieve. No debía estar de mal humor el sacerdote cuando, al entrar en tierra navarra, cantaba por lo bajo aquello de:
La Virgen del Puy de Estella,
le dijo a la del Pilar:
- Si tú eres aragonesa,
yo soy navarra… y con sal (20).
A la hora del almuerzo, muerto de frío, llegó al palacio episcopal. De sobremesa le dijo al prelado que venía con la intención de hacer esos días un retiro espiritual. Bien, pero el Sr. Obispo, que no quería que saliese de palacio, le preparó unos libros para las meditaciones o lecturas, y le regaló un ejemplar del Nuevo Testamento, de la edición bilingüe de don Carmelo Ballester (21). Solamente una cosa le preocupaba al Padre de momento, antes de hacer el retiro. ¿Qué era de sus hijos? Juan y Miguel habían sido destinados a Burgos; pero nada sabía de Pedro Casciaro y de Paco Botella, hasta que a media tarde le avisaron por teléfono que ambos se encontraban ya en el cuartel de Pamplona.
Una vez obtenida la dirección de las oficinas de la Vicaría General de la diócesis de Madrid, que temporalmente estaba en Navalcarnero, un pueblo madrileño en zona nacional, escribió a don Francisco:
Pamplona - 17-Diciembre-1937
Excmo. Sr. D. J. Francisco Morán - Navalcarnero
Mi muy querido y venerado Señor Vicario:
Después de mil peripecias, superadas por evidente protección de mi Padre-Dios, pude lograr evadirme del campo rojo […]. Me he acogido al calor de mi gran amigo el Sr. Obispo de Pamplona, y en su Palacio estoy, donde comenzaré mañana -solito- los santos ejercicios.
Si el Sr. Vicario no me dice otra cosa, entenderé que le parece bien que me dedique inmediatamente, cumpliendo la Santa Voluntad de Dios, a trabajar según mi vocación particular en la dirección de las almas que V. E. conoce, y que están repartidas por todo el territorio Nacional. Por cierto: ¡qué heroicos, todos, sin excepciones!
Ruego a mi Sr. Vicario que haga presente a nuestro amadísimo Prelado cómo, en medio de tantas tribulaciones, a diario hemos pedido por S. E. Rvma.
Ya sabe, Padre, que le quiere su affmo. s. y a. q. b. s. m. y le pide su bendición
Josemaría Escrivá (22).
También escribió a Josefa Segovia, de la Institución Teresiana. Era una carta mixta de condolencia y de gozo al evocar en ella a don Pedro Poveda:
[…] no me sufre el corazón más espera, y ahí van estas líneas… de padre y de hermano.
¡Qué alegría, después de la pena de perderlo -muchas lágrimas-, saber que sigue queriéndonos desde el cielo!: precisamente éste fue el tema de una de nuestras últimas conversaciones (23).
El día 18, anotaba: Desde ahora, puestas al día, tendrán más vida estas Catalinas. Y, a continuación, copió en el cuaderno el Plan de ejercicios, para aplicarse diligentemente, esa misma noche, al primer punto del Plan: Pureza de intención y fin de estos ejercicios. Veamos lo que tiene que decir sobre ello:
Muy breve voy a ser, en estas notas de ejercicios. No me lleva a este retiro más que el deseo intensísimo de ser mejor instrumento, en las manos de mi Señor, para hacer realidad su Obra y extenderla por todo el mundo, según Él quiere. El fin inmediato y concreto es doble: 1/ íntimo, de purificación: renovar mi vida interior; y 2/ externo: ver las posibilidades actuales de apostolado de la Obra, y los medios, y los obstáculos (24).
Examinándose, rebuscando interiormente, hubo de reconocer, en la presencia de Dios, que entre tantas y tan abundantes miserias encontraba, sin duda, flaqueza, pequeñez; pero nunca voluntad de ofender a Dios, fríamente (25).
Durante ese retiro hizo oración -oración de niño, con expansiones de niño- y lloró -con llorar de dolor: de dolor de Amor- ante su falta de correspondencia a la gracia. En cuanto hurgaba ligeramente en su conciencia, se alzaban ante su vista fallos y omisiones e, infinitamente más alta, la Misericordia divina; y le venía de nuevo en abundancia el don de lágrimas: […] quedo solo deshecho en lágrimas: ¡tan cerca de Cristo, tantos años, y… tan pecador! La intimidad de Jesús conmigo, su Sacerdote, me arranca sollozos (26).
Si intentaba concentrarse en un punto de la meditación, se le escapaba, entre sollozos, el hilo de las consideraciones: La oración de Cristo: Me salí del tema. Llorar, clamar; clamar y llorar: ésa ha sido mi meditación. ¡Señor: paz! Y ante el ejemplo de los santos se le saltaban fácilmente las lágrimas: Lloré -soy un llorón- leyendo una vida de D. Bosco, que pedí esta mañana al familiar del Sr. Obispo. Sí: quiero ser santo. Aunque esta afirmación, tan difuminada, tan general, me parezca de ordinario una tontería (27).
En fin, tampoco pudo contenerse a la hora de la confesión, cuando vivos sentimientos de dolor de Amor conmovían todo su ser: He confesado con D. Vicente Schiralli y -¿cómo no?- he llorado a moco tendido delante de este santo señor. Llorón, llorón y llorón. Pero ¡benditas lágrimas, don de Dios, que me dan una alegría honda y un goce, un no sé qué, que no sé explicar! (28). Hasta el punto, dice, que me preocupaba este desbordarse de mi ternura en Cristo (29), como un niño. De suerte que no le avergonzaba comportarse como niño candoroso e ingenuo, que comete alguna que otra osadía espiritual.
Cierto día -el 22 de diciembre, para ser exactos- el Vicario había consagrado en la capilla de palacio los cálices que iban a enviarse a los sacerdotes castrenses. Don Josemaría se aseguró de que nadie rondaba por allí: Me quedé un momento solo en la capilla, y puse, para que mi Señor se lo encuentre la primera vez que baje a esos vasos sagrados, un beso en cada cáliz y en cada patena: Eran veinticinco, que regala la Diócesis de Pamplona para el frente (30).
Había nevado. La temperatura era baja ese mes de diciembre en Pamplona. El frío le calaba los huesos. La meditación de la muerte no caldeó sus sentimientos, pero sí la meditación sobre el juicio, la cual le arrancó de nuevo lágrimas y firmísimos propósitos:
Mucha frialdad: al principio, sólo brilló el deseo pueril de que "mi Padre-Dios se ponga contento, cuando me tenga que juzgar". -Después, una fuerte sacudida: "¡Jesús, dime algo!", muchas veces recitada, lleno de pena ante el hielo interior. -Y una invocación a mi Madre del cielo -"¡Mamá!"-, y a los Custodios, y a mis hijos que están gozando de Dios… y, entonces, lágrimas abundantes y clamores… y oración. Propósitos: "ser fiel al horario, en la vida ordinaria", y, si me lo permite el confesor, "dormir sólo cinco horas, menos la noche del jueves al viernes que no dormiré": concretos y pequeños son estos propósitos, pero creo que serán fecundos (31).
(Para mejor apreciar la "pequeñez" de los propósitos, es preciso tener en cuenta que durante esos ejercicios renovó también las antiguas penitencias: en la comida, en el sueño y en todo: lo acostumbrado antes de la revolución. Pensaba para sí que, comparados con los hechos en años anteriores, esos ejercicios no merecían la calificación de fuertes. Unos ejercicios fuertes -asegura- no habría podido hacerlos. Suavizados con la caridad del Señor Obispo de Pamplona, sí. Dios, mi Padre, que siempre dispone las cosas maternalmente) (32).
Don Marcelino Olaechea procuraba hacerle llevadero su retiro espiritual, interviniendo en amable tertulia a las horas de comer. El 20 de diciembre apareció en palacio el Delegado Apostólico, monseñor Hildebrando Antoniutti (33); y cuando, a la hora de la cena, el prelado hizo sentarse a don Josemaría a la diestra del ilustre huésped, todavía llevaba el sacerdote el jersey azul y los pantalones de pana de los Pirineos. (La mera presencia de don Josemaría en tan curiosa indumentaria reclamaba a gritos una sotana. Por eso resulta curioso que, hasta la víspera de la Navidad, no haya en las Catalinas la más leve alusión a ella) (34).
Entre los puntos referentes al trabajo inmediato que se había señalado, para emprender después del retiro, se lee: Debo preocuparme de ver con frecuencia a los nuestros, estar con ellos en discreta relación epistolar (hay censura); y, si se alarga, si se retrasa la toma de Madrid, debo poner una casa -un apeadero- a donde puedan acudir todos, cuando obtengan licencia (35).
La víspera de Navidad se presentó en Pamplona José María Albareda. Traía buenas noticias. En Madrid sabían ya del paso a la zona nacional. Habían recibido las primeras tarjetas enviadas desde Andorra al Cónsul y a Isidoro (Ignacio), el cual, en esa misma fecha, escribió a San Juan de Luz:
"Hoy 7 de diciembre de 1937.
Mi querido amigo José María: Para que esta vez no se queje de mi tardanza en escribirle le contesto a vuelta de correo a esa linda villa donde está pasando sus vacaciones descansando de sus ocupaciones de París.
Todos mis familiares siguen perfectamente; al pequeño Chiqui lo tengo ahora provisionalmente por el sur; no tardará en regresar. A pesar del invierno tan crudo que experimentamos, la abuela y los tíos se encuentran admirablemente. Con mi hermana Lola me escribo con frecuencia; es probable que su primo venga a vivir con nosotros un día de éstos.
¿Cómo siguen sus peques?
Deseando termine felizmente sus vacaciones y con saludos de toda mi familia, le recuerda y abraza su buen amigo.
Ignacio" (36).
La sugerencia que rondaba la mente de don Josemaría en el retiro espiritual, sobre si poner un centro provisional en Burgos, se había convertido ya en propósito firme. La tarde de Navidad comieron con el Padre quienes estaban entonces en Pamplona: José María Albareda, Pedro y Paco, a los que se agregó José Luis Fernández del Amo, un chico de San Rafael destinado al mismo cuartel que Pedro y Paco. Durante la sobremesa, que fue larga, les explicó el Padre que tenían que abrir un centro en Burgos. Allí mismo, de tertulia, se estudió el proyecto del oratorio. Y para que no quedase todo en humo, que flota y se desvanece, José Luis se comprometió a hacer el dibujo del cáliz, que Albareda encargaría luego en una platería de Zaragoza. La idea tomaba cuerpo. El 28 de diciembre continuaban los encargos, como cuenta en una catalina: Compré un ara, en las oficinas del Obispado. -Por la tarde, con Fernández del Amo, estuve en la herrería donde harán los candeleros, la cruz, etc., para el oratorio que se abra en Burgos…, si se abre (37).
Se acercaba el fin de año y don Josemaría se resistía a seguirle el humor a Mons. Olaechea, que, cuando el huésped le habló de marcharse, le había contestado en broma: "treinta años tiene que estar conmigo; ni hablar, de marcharse". Días más tarde insistió de nuevo y el Obispo esgrimió entonces el argumento que venía ocultando, como se deduce de una anotación en los Apuntes: Se enfada: me dice que, si me voy, tengo que volver pronto; y que no quiere que me vaya de aquí sin que me hagan los hábitos -sotana y dulleta- que él me regala (38).
Le tomaron medidas para el traje talar; era el 29 de diciembre.
Día 4 de enero: -Me traen la sotana y la dulleta. Se me ocurrió decir al sastre que no me las hiciera muy apretadas: y floto. Me ha hecho la ropa, para que pueda meter dentro los cuarenta kilos que me faltan (39). También le faltaba el sombrero. El Obispo, sin andarse en contemplaciones, quitó la borlas del suyo y se lo prestó hasta que le llegase el que habían encargado. No dándose por vencido, todavía se empeñó Monseñor en que su huésped permaneciese en palacio hasta el día de su cumpleaños, 9 de enero, en que le prepararía un buen festejo. A estas razones le contestaba invariablemente don Josemaría: El Sr. Obispo está cansado de trabajar; y yo estoy cansado de descansar (40).
Gracias a la diligencia de los amigos que le iban saliendo al paso, aumentaba el número de direcciones en el fichero del sacerdote. Por carta, por telegrama, por teléfono, le saludaban unos y otros: quienes habían pedido la admisión y los que estaban en vías de incorporarse a la Obra poco antes de estallar la guerra civil; y los muchos que habían pasado por la residencia de Ferraz (41). Había sido una búsqueda a fondo. De manera que, antes de acabar el año, había comunicado personalmente con todos sus hijos en zona nacional, según informaba con mucho contento a Ricardo Fernández Vallespín:
Querido Ricardo: Por fin, ¡qué alegría al recibir tu carta!
[…] ¡Cuántas gestiones inútiles, para dar con vosotros! Apenas pasamos la frontera, comenzó la inquisición: y… tú verás: desde el 11 al 31, que llega tu carta, ¡veinte días eternos!
El abuelo dice que da muchas gracias a Dios, porque ya ha localizado a todos los nietos (42).
El poder hablar o escribir a sus hijos, aun con las trabas de la censura, era más que media vida para el Padre. La correspondencia con Isidoro a través de Francia funcionó bien, sin grandes retrasos ni serios percances, habida cuenta, naturalmente, de las circunstancias bélicas. Ello fue de gran consuelo para los de una y otra zona. Sobre este punto, refiriéndose al alivio que suponía el tener noticias de todos, abría el Padre su corazón a uno de los suyos en zona nacional:
[…] Hoy hemos escrito a mis pobres hijos de Madrid, y a la abuela y mis hermanos. De ellos, hemos recibido ya cinco cartas; la última, con fecha 26 de enero. Están perfectamente enterados de las cosas de la familia. ¡Lástima que antes no hubierais vosotros encontrado algún medio de comunicación! Lo más duro, con haber tantas cosas crueles, era no saber nada de vosotros, en aquel infierno rojo. A los nuestros, que no han podido salir de la tiranía marxista, ya les hemos quitado esa pena. Creo que les hemos escrito, desde que nos encontramos libres, más de diez veces (43).
El 7 de enero salió don Josemaría para Vitoria. Allí le acogió con todo cariño Mons. Javier Lauzurica, a la sazón Administrador Apostólico de la diócesis. Charlaron de un asunto de conciencia que traía para consulta y, a la mañana siguiente, partió para Burgos.
En Burgos le esperaban Juan Jiménez Vargas y José María Albareda. Se alojaba Albareda en un modesto hotelito situado a las afueras de la ciudad, en una calle que tomaba el nombre de una pequeña iglesia románica, la de Santa Clara. Aquella pensión respiraba carácter familiar. El comedor tenía una sola mesa, en derredor de la cual se sentaban en santa hermandad todos los huéspedes. Por lo demás, no existían muchos alojamientos para elegir. Del comienzo de la guerra a esta parte, Burgos había duplicado su población, hasta alcanzar los 60.000 habitantes. Los pocos hoteles existentes y todos los nobles edificios de la ciudad castellana habían sido ocupados por autoridades civiles y militares. En Burgos residía el gobierno de la zona nacional y algunos departamentos administrativos. En dicha capital se había establecido asimismo la Junta Central de Culto y Clero de la diócesis de Madrid, aunque la Vicaría General, como se ha dicho, estaba en Navalcarnero, y el Obispo, don Leopoldo Eijo y Garay, solía vivir en Vigo (44). Además, por su posición estratégica y por los enlaces de comunicaciones, Burgos era un buen lugar donde instalar el centro apostólico proyectado por el Fundador.
En seguida se puso el Padre a despachar asuntos. Primero con Juan, que saldría de Burgos para incorporarse a una unidad del frente de Teruel. Juan era, en zona nacional, el hijo a quien veía con las dotes precisas para hacerle participar un poco en la carga y responsabilidades del gobierno de la Obra. (Juanito habla despacio conmigo de cosas de la Obra, anota por entonces el Fundador en los Apuntes) (45).
El 9 de enero, recién llegado a Burgos, cumplía don Josemaría 36 años. Pensando en todos sus hijos, les escribió una larga carta, que empezaba así:
Circular del 9 enero de 1938
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María.
+Jesús bendiga a mis hijos y me los guarde.
El Señor a mí también me guardó de la muerte, que parecía segura más de una vez: y me sacó de la tierra de Egipto, de la tiranía roja -a pesar de mis pecados: por vuestras oraciones, seguramente-, para que siga siendo Cabeza y Padre de sus elegidos, en esta Obra de Dios.
Mis planes son visitaros, uno a uno. Procuraré hacerlos realidad cuanto antes.
Mientras llega esa hora, tan deseada, con esta Carta Circular, os doy luces y aliento, y medios, no sólo para perseverar en nuestro espíritu, sino para santificaros con el ejercicio del discreto, eficaz y varonil apostolado que vivimos, a la manera del que hacían los primeros cristianos: ¡bendita labor de selección y de confidencia!
Como fruto bien cuajado y sabroso de vuestra vida interior, con naturalidad, por la gloria de nuestro Dios -Deo omnis gloria!-, renovad vuestra silenciosa y operativa misión.
No hay imposibles: omnia possum…
¿Olvidaréis nuestros diez años de consoladora experiencia?… ¡Vamos, pues! ¡Dios y audacia! (46)
En tanto llegaba la hora de hablar personalmente con cada uno de sus hijos, les recuerda los fundamentos prácticos de la vida interior, normas de piedad y modo de encauzar el apostolado. Y añade los consejos pertinentes para vencer los obstáculos que surjan en tiempos de guerra: escribirle, estudiar un idioma, hacer un trabajo profesional cualquiera, pasarse por Burgos al disfrutar un permiso… Por descontado, se pone a su entera disposición, que para eso era Padre: Si te hago falta, llámame. –Tienes el derecho y el deber de llamarme. –Y yo, el deber de acudir, por el medio de locomoción más rápido.
Termina la carta con un aviso:
Y, ahora, un asunto importante:
Hace tiempo, se hacía sentir la necesidad de incluir una petición "Pro Patre", en la oración oficial de la Obra. -Desde el 14 de febrero próximo -día de Acción de Gracias, como el 2 de octubre-, se comenzará a rezar, en nuestras Preces, después del "Oremus pro benefactoribus nostris", "Oremus pro Patre", y se dirá:
"Misericordia Domini ab aeterno et usque in aeternum super eum: custodit enim Dominus omnes diligentes se". "La Misericordia del Señor sobre él, siempre: porque el Señor guarda a los que le aman".
Sabed que sois, en frase de San Pablo, mi gozo y mi corona: estoy pendiente de vosotros… ¡sedme fieles!
Os bendice vuestro Padre
Mariano
De San Miguel de Burgos, a 9 de enero de 1938.- (47).
Necesitaba el Fundador de la oración y mortificación de sus hijos. Cuando escribe: estoy pendiente de vosotros… ¡sedme fieles!, no está haciendo frases huecas. Durante los ejercicios espirituales en Pamplona las oraciones en favor de los suyos fluían paternalmente de su corazón. Tan sólo el pensar que habían podido perderse unas cartas de los del Consulado de Honduras -de Álvaro del Portillo y de José María González Barredo-, le robaba la tranquilidad:
¡Dios mío, Dios mío: esa paz!
Muchas veces al día, muchas, me acuerdo de cada uno. Y también de la pobre abuela y de mis hermanos: pero nunca pido por mi madre sin pedir por los padres y hermanos de todos (48).
Aunque ya había escrito por segunda vez al Vicario General, en cuanto Rector de Santa Isabel juzgó prudente exponer a don Leopoldo Eijo y Garay la sumisión a su autoridad y su especial dedicación a la Obra:
Burgos, 10 de enero de 1938.
Mi muy venerado Señor Obispo:
He llegado evadido de Madrid, y me apresuré a escribir al Sr. Morán -que siempre ha sido conmigo como un padre-, para ponerme a las órdenes de V. E. Rvma.
Hoy, después de hacer ejercicios en el Palacio Episcopal de Pamplona, donde me acogió durante unos días la amistad de aquel santo Prelado, al saber la dirección de mi Señor Obispo -fue el Sr. Obispo de Vitoria quien me la dio- pongo estas líneas a V. E., con el fin de reiterar mi incondicional ofrecimiento y comunicarle que sigo, cumpliendo mi vocación particular, en el apostolado con jóvenes universitarios y catedráticos.
Si V. E. Rvma. lo desea, con mucho gusto me pondría en viaje, para contar a mi Señor Obispo lo que sé del heroísmo magnífico de su clero y de la valentía cristiana de nuestros jóvenes, que supera a aquella que vivieron los primeros cristianos de Roma.
[…] Obedientísimo hijo que b. s. A. P. y pide la bendición de V. E.
Josemaría Escrivá
Rector de Sta. Isabel.
Vivo en Burgos: Santa Clara 51 (49).
Ese 10 de enero se fue al palacio arzobispal de Burgos a solicitar facultades ministeriales del prelado, Mons. Manuel de Castro y Alonso. En la calle se encontró con un clérigo, viejo conocido de Madrid, que le acompañó amablemente hasta palacio, donde le presentaron a un párroco que estaba de visita y que resultó conocer de antiguo a la larga parentela eclesiástica de los Albás. Hablando con el párroco se olvidó don Josemaría de las advertencias, sin duda un poco demasiado exageradas, que todos dejaban caer sobre el humor del Prelado. No había miedo. Por fortuna él estaba bien recomendado por don Marcelino Olaechea. Y, por si era poco, también don Javier Lauzurica se había tomado la molestia de avisar por teléfono al de Burgos anunciando su visita. Algo muy extraño percibió, sin embargo, en el ambiente. Notaba una sensación como de desamparo y frialdad. Los pasillos estaban desiertos y nadie hacía antesala.
En esto se asomó el Prelado al pasillo, y oyó que alguien anunciaba:
- Ahí está Escrivá.
Pasó don Josemaría al salón de visitas y entregó al Arzobispo la carta de don Marcelino, el de Pamplona.
- Espere: voy por los lentes.
Enseguida volvió con cara de pocos amigos. Se enfrascó en la lectura de la carta y, aunque Monseñor Olaechea había salpicado el texto con alguna que otra gracia, el de Burgos ni parpadeó. Acabada la lectura miró a don Josemaría por encima de los cristales y le espetó a bocajarro, con sequedad lacónica:
- Esa Obra no la conozco.
Trató entonces el sacerdote de explicar en un par de minutos lo que ya decía la carta sobre los fines y labores de la Obra.
- Aquí no hay universitarios: me sobra clero: no le doy licencias, fue la respuesta, seca y contundente.
- Si el señor Arzobispo me permite…, suplicó el sacerdote.
- Sí permito, replicó autoritario.
- Es cierto -asintió don Josemaría- que no hay aquí universitarios, porque todos los jóvenes están en el frente, pero, como en Burgos está el centro de todas las actividades, siempre hay jóvenes universitarios por aquí.
- Los tengo muy bien atendidos, no le necesito a usted, fueron sus palabras de despedida (50).
Así terminó la visita, que bien podía calificarse de escena teatral, con el título sugerido por don Josemaría: Entrevista de un clérigo pecador con el Sr. Arzobispo de Burgos. De todos modos, el sacerdote salió muy tranquilo de la representación, pero se vio obligado a consultar de nuevo el caso con los Obispos de Pamplona y Vitoria, para tratar de obtener las apetecidas licencias por otro conducto, porque el del Arzobispo parecía definitivamente atascado. (Antes de acabar el mes, el Obispo de Vitoria, de paso por Burgos, arregló el asunto. De forma que, cuando don Josemaría fue de nuevo a visitar al Arzobispo, entró en palacio con el pie derecho. Esta vez el Prelado era todo mieles: A usted le conviene Burgos: no se mueva de Burgos. Desde luego: en las oficinas, que le den licencias absolutas) (51).
El siguiente paso fue encontrar confesor a su medida. El 11 de enero le presentaron a un sacerdote paralítico, don Saturnino Martínez. Le pidió don Josemaría que fuera su confesor. Me entiende perfectamente, dice en una catalina de esa fecha. Y no es difícil comprender por qué congeniaba con don Saturnino:
En la conversación, me hizo gozar, por las alabanzas que dedicó a los Ángeles; y porque participa de la creencia de que los sacerdotes, además del Custodio, por nuestro ministerio, tenemos un Arcángel. Salí de aquella casa, con honda alegría, encomendándome al Relojerico y al Arcángel. Y pensé con seguridad que, si realmente no tengo conmigo a un Arcángel, Jesús acabará por mandármelo, para que mi oración al Arcángel no sea estéril. Hecho un niño, por la calle iba pensando cómo le llamaría. Un poco ridículo parece, pero, cuando se está enamorado de Xto, no hay ridículo que valga: mi Arcángel se llama Amador (52).
Al no cobrar estipendios, don Josemaría tenía libres las intenciones de su misa, para aplicarlas por las necesidades de la Obra y de los suyos. Excepcionalmente, el 17 de enero la dijo por su persona e intenciones:
Celebro por mí, sacerdote pecador, el Santo Sacrificio. Lo noto: ¡cuántos actos de Amor y de Fe! Y, en la acción de gracias, breve y distraída sin embargo, he visto cómo de mi Fe y de mi Amor: de mi penitencia, de mi oración y de mi actividad, depende en buena parte la perseverancia de los míos y, ahora, aun su vida terrena. ¡Bendita Cruz de la Obra, que llevamos mi Señor Jesús -¡Él!- y yo! (53).
Para sus penitencias le era preciso al sacerdote un mínimo de independencia y libertad de movimientos. Tengo ganas de tener una habitación para mí sólo -reflexiona en sus Apuntes-: no es posible hacer, si no, la vida que Dios me pide. Esa vida consistía en dormir en el suelo, y solamente cinco horas diarias (menos la noche del jueves al viernes, que pasaría en blanco); en prescindir de algunas comidas; y en el uso de las disciplinas (ejercicio totalmente incompatible con el sosiego de una casa de huéspedes, pues ya sabemos cómo solía manejarlas don Josemaría). Por cierto -seguía anotando-, resulta divertidísimo algo que he vivido en Pamplona y en Burgos, y que podía titularse: "a la caza de unas disciplinas" (54). Ignoramos los particulares del caso. Quizás aluda el penitente a la dificultad en hacerse con unas disciplinas adecuadas a su gusto y pretensiones.
Entre unas cosas y otras don Josemaría iba sembrando de abrojos el camino de su vida. La víspera -el 16 de enero, por no ir más lejos-, hizo el propósito firme -se lee en los Apuntes- de no visitar por curiosidad, ¡nunca!, ningún edificio religioso. ¡Pobre catedral de Burgos! (55). (Ciertos adverbios -nunca, jamás…-, respaldados por la firme voluntad del Fundador, son terribles; recuérdese aquel: no mirar ¡nunca!, de 1932 (56)).
En Burgos necesitaban un piso donde recibir visitas y acoger a los transeúntes, y mejor si pudieran instalar en él un oratorio. Pero, por más que indagaron, no se encontraba en la capital una vivienda libre. En consecuencia, aquel impresionante San Miguel de Burgos, nombre de la sede en que fechaba la Carta Circular, jamás pasó de ser el reducido cuarto de una pensión o de un hotel (57).
Don Josemaría tenía bien trazados mentalmente los planes a corto, medio y largo plazo, aunque para él todo terminaba siendo trabajo inmediato. Lo primero era intentar traerse a Burgos a Juan Jiménez Vargas, a Pedro y a Paco, que junto con Albareda constituirían, por así decirlo, la plantilla de la oficina central que, con sede fija, se ocuparía de coordinar la labor apostólica, atender a los visitantes que aparecían por Burgos y seguir la correspondencia. También consideraba urgente charlar, cuanto antes, con todos y cada uno de los miembros de la Obra. Basta recorrer las Catalinas para ver cuáles eran sus padecimientos.
¡Dios mío, Dios mío! Todos igualmente queridos, por Ti, en Ti y contigo: todos dispersos. Me has dado donde más me podía doler: en los hijos (58).
Era éste un dolor que abrazaba muchas cosas: la imposibilidad de compartir de cerca dificultades y sufrimientos ajenos; el carecer de un hogar de familia; el aislamiento y la soledad (¡Cómo me pesa la soledad! ¡Mis hijos, Señor!); y el pensamiento inquietante de que, en esas condiciones, resultaba más problemático a sus hijos el perseverar fielmente en el camino (59).
Ahora que residía en Burgos, con un abismo infranqueable entre zona y zona, su cariño se encargaba de agigantarle las desdichas. Cuando Isidoro escribía: "la abuela y los tíos continúan perfectamente; están pasando muy bien el invierno" (60), el Padre pensaba entre líneas: cómo lo pasarán, si hace ocho meses se carecía de todo (61). En cualquier caso, aunque se representara imaginativamente escaseces y adversidades, mal podía enterarse de la cruda verdad que, naturalmente, le ocultaban en las cartas. El invierno de 1938 en Madrid fue rigurosísimo: con un frío terrible y falto de comestible y combustible; "tengo tal cosecha de sabañones -escribe Isidoro a otra persona en zona roja- que apenas puedo coger el lápiz" (62).
El Padre estaba en todo y llevaba cuenta puntual y matemática de la correspondencia. El 24 de febrero le contaba a Juan Jiménez Vargas: De Madrid, hemos recibido siete cartas. Y les hemos enviado dieciocho. El recibir noticias, sin dejar de ser un gran consuelo, también podía resultar un suplicio, al tener que aguardar impacientemente la contestación, siempre con la sospecha de extravíos o el temor a la censura. Sobre este punto, pedir al Padre que tomase las cosas con filosofía era pedir peras al olmo. Eso no entraba en su naturaleza. Claramente se lo dice a Juan en carta del 27 de marzo:
De Madrid -¡pobres hijos!- espero que sepamos algo un día de éstos. Yo les mandé una, por S. Juan de Luz, el 18; y otra, también vía Marqués de Embid, el 26. Me dan mucha pena. Tú me conoces más que nadie, y sabes bien que soy… excesivo. El Señor no me lo tendrá en cuenta (63).
(Retengamos ese modo de ser excesivo, en los sentimientos paternales, con que se califica a sí mismo el Fundador).
* * *
Durante el año y medio pasado en zona republicana, en continuo peligro de prisión o de muerte, el Padre vio de cerca la valentía, la fidelidad y la ayuda que para todos había significado contar con Juan Jiménez Vargas. Por su antigüedad en la Obra y sus cualidades de decisión y mando, el Padre le puso a la cabeza de la expedición en el paso de los Pirineos. Una vez en la otra zona, intentó por todos los medios retenerle consigo al recomenzar la labor apostólica. Porque muy bien podía Juan servir a la nación en algún hospital, pensaba el Fundador, combinando ese servicio patriótico con los servicios a la Obra. Así, con esta idea en la cabeza, nada más llegar a San Sebastián instó el Padre a Juan José Pradera para que recomendase el asunto al general Cabanellas. Telefoneó luego al Obispo de Pamplona para que éste, a su vez, se interesara con el doctor Antonio Vallejo Nágera, médico militar, en el posible destino de Juan en Burgos; y continuó insistiendo en el traslado de Juan, sin resultado positivo. Una catalina del 27 de enero recoge ese no darse por vencido: decidido a hacer lo posible y aun lo imposible para traer a Juan a mi lado. ¡Es preciso! (64). Después de tanto sacrificio para pasarse a la zona nacional, ¿era justo que se quedase solo, con todos sus hijos desperdigados, cuando el único motivo que le había impulsado a cruzar los Pirineos era el sembrar inquietudes e ideales apostólicos y atender a la gente de la Obra?
Por carta del 24 de febrero nos enteramos del motivo de tan grande interés por tener a su lado a Juan Jiménez Vargas, cuando el Padre, con carácter reservadísimo, le dice que, si permanece fiel y se deja formar debidamente, será su inmediato sucesor en el negocio familiar (65). En esos momentos apretaban al Fundador circunstancias angustiosas, que más adelante expondremos.
Albareda vivía también en la pensión de Santa Clara con el Padre, aunque se ausentaba de Burgos con frecuencia, por razones profesionales; y Pedro y Paco continuaban en Pamplona. Ambos habían sido destinados a Servicios Auxiliares y esto facilitaba su posible traslado a otros departamentos u oficinas militares situados en Burgos. Por eso, al enterarse el Padre de que Luis Orgaz era Director General de Movilización, Instrucción y Recuperación del Ejército (M.I.R.), decidió intentar el traslado a Burgos de los de Pamplona. El general Orgaz sabía de aquel sacerdote que, en mayo de 1931, cuando la quema de conventos en Madrid, había llevado el Santísimo desde el Patronato de Enfermos para dejarlo en casa de unos vecinos. Con él volvió a encontrarse don Josemaría cuando este militar estuvo preso en la Cárcel Modelo. Y ahora se presentó en su despacho para indagar sobre los posibles destinos de Pedro Casciaro y de Paco Botella (66).
El traslado de Paco fue relativamente rápido; el 23 de enero se había incorporado a su nuevo destino en Burgos. No así el de Pedro, que quedó en el Regimiento de Zapadores Minadores de Pamplona hasta el mes de marzo. En el cuartel tenía Pedro la "protección" del cabo Garmendia, con el que había hecho amistad el Padre en sus visitas al Regimiento, llevándole algún cigarro puro de los que guardaba el Obispo Olaechea para los invitados importantes. El cabo, buen padre de familia, presumía, entre los soldados rasos, de llevar "una carrera militar de vértigo": ¡ni Napoleón! -decía bromeando- ¡a mi edad ya soy cabo!
En la pensión de Pamplona donde vivían Pedro y Paco, la patrona, doña Micaela Pinillos, antes ama de llaves de un sacerdote anciano, buena cocinera, había descubierto en el Padre "un algo muy especial". "Se ve de leguas que es un santo", comentaba (67). Y a cuenta de la veneración que sentía por aquel sacerdote, los huéspedes que le acompañaban, Pedro y Paco, obtuvieron trato de privilegio, con frecuentes cenas gratis, aunque no pagaban más que el cuarto.
Además de doña Micaela y del cabo Garmendia le salió a Pedro un tercer "protector". A mediados de enero se enteró de que un hermano de su madre, don Diego Ramírez, periodista, había escapado de Barcelona. Se le conocía como dirigente de Acción Católica y como carlista conspicuo. En aquellos días era don Diego redactor jefe de "El Correo Español" de Bilbao, utilizando el seudónimo de Jorge Claramunt para evitar represalias contra su familia, que permanecía escondida en Barcelona (68).
La historia del padre de Pedro era, políticamente, muy distinta de la de su tío. La familia de los Casciaro tenía de antiguo bienes de fortuna en Murcia y Cartagena. Pero el padre de Pedro, catedrático de Geografía e Historia en el Instituto de Albacete, quedó vinculado a esta ciudad por su creciente interés en el campo arqueológico, y también por el entusiasmo con que militó desde un principio en las filas republicanas. La guerra civil le sorprendió siendo Teniente de Alcalde y, como dirigente del partido de Azaña, presidente provincial del Frente Popular, que englobaba también elementos revolucionarios. Así fue cómo un hombre de ideas y sentimientos moderados se vio envuelto, como tantos otros y sin poder evitarlo, en sucesos luctuosos. Y es de justicia el mencionar que salvó vidas de sacerdotes y religiosos; evitó sacrilegios; e impidió que fueran robadas y profanadas imágenes, custodias y vasos sagrados. Hasta tuvo reservado al Santísimo en su casa para que un sacerdote diese clandestinamente el viático a los enfermos (69).
En cualquier caso, no todos los Casciaro ni todos los Ramírez respiraban el mismo aire político. La familia de Pedro era variopinta. Contaba con un tío alcalde radical socialista, con concejales republicanos y con concejales monárquicos, con oficiales de la Armada fusilados, con falangistas encarcelados, con voluntarios en las Brigadas Internacionales…
En enero cayó Pedro enfermo de una infección intestinal. Avisó a su tío Jorge Claramunt, que se personó en Pamplona y luego se lo llevó a Bilbao, a descansar. Pasaron unas semanas y volvió a Pamplona. Días más tarde se enteró Paco Botella de que se había producido una vacante en la Secretaría de Orgaz. Inmediatamente, el 4 de marzo, solicitó el Padre esa plaza para Pedro. El 9 de marzo estaba Pedro en Burgos (70).
Los proyectos a medio plazo que se había fijado el Fundador se extendían hasta la terminación de la guerra, hasta que llegara el momento de entrar en Madrid. Don Josemaría era de los muchos optimistas, aunque a veces no lo viera claro, para quienes el final de la contienda resultaba ahora casi inmediato (71). Motivo que le urgía a emprender una fecunda campaña apostólica a fin de contar con más almas y medios materiales para recomenzar otra vez en Madrid. Señor, ¡danos cincuenta hombres que te amen sobre todas las cosas!, pedía ante el sagrario. Necesito un milloncejo -escribía al Obispo de Vitoria-, además de cincuenta hombres que amen a Jesucristo sobre todas las cosas (72). Pero como no le iban a venir mansamente a las manos ni las vocaciones ni las pesetas, se preparó para lanzarse en su busca.
Al proyecto inmediato de hablar con cada uno de sus hijos, se agregó éste de la campaña apostólica. Preveía que sus viajes serían largos y complicados, como escribe a Ricardo el 31 de diciembre de 1937: me han prometido un salvoconducto muy amplio, para que pueda ver con facilidad a toda mi familia: voy a viajar más que un camionista (73). Mentalmente don Josemaría se fue haciendo un itinerario al que incorporó también otras finalidades, como la de visitar a todos los Obispos para irles dando a conocer la Obra.
En estos días -anunciaba a los Obispos de Pamplona y Administrador Apostólico de Vitoria- saldré para Palencia, Salamanca y Ávila. Después iré a Bilbao… ¡Estoy hecho un… viajante de mi Señor Jesucristo! (74).
Acababa de recibir el 15 de enero una efusiva carta de Morán, el Vicario General de Madrid. La tan esperada respuesta era el empujón que le faltaba para embarcarse en aquellos sufridos trenes y autobuses de tiempos de guerra, y emprender su recorrido de viajante de Cristo: "No puede V. figurarse -le escribía el Vicario- la gratísima sorpresa que me ha dado… ¡Gracias a Dios, se encuentra V. entre nosotros!… a trabajar en su Obra predilecta, que si siempre fue necesaria, mucho más lo ha de ser en la post-guerra" (75).
Unos días antes, como para abrir camino, le llegó una limosna de 1.000 pts. Estaba ilusionado con el viaje. Tenía puestas en él muchas esperanzas, convencido de que la labor apostólica iba a dar con ello un considerable estirón. En vísperas del viaje recitaba con entusiasmo las etapas del itinerario a Manolo Sainz de los Terreros:
Pasado mañana -¡viajante de mi Señor Jesucristo!- emprendo este viaje: Burgos-Palencia; Palencia-Salamanca: Salamanca-Ávila: Ávila-Salamanca: Salamanca-Palencia: Palencia-León: León-Astorga: Astorga-León: León-Bilbao: y… qué sé yo: a lo mejor, tengo que largarme a Sevilla.
No hay como ser pobre de Solemnidad, para recorrer el mundo (76).
Era tanto el alborozo que, escribiendo a Isidoro, le anticipa el éxito del viaje:
El abuelo anda correteando que es un gusto: mañana sale, para seis u ocho capitales. A pesar de todo, el pobrecito se está poniendo gordo.
[…] ¡Ah! Ese correteo lo hace solo, el abuelito; y dice que va a volver con mucho dinero que le dará D. Manuel, para arreglar su casa de París. ¡Ojalá sea así! (77).
Tal era el tono jovial y emprendedor del viajante de mi Señor Jesucristo. Pero, veamos, en sus Apuntes, cómo andaba por dentro:
[…] determino emprender un viaje algo pesado, pero necesario.
Por mi gusto, me encerraría en un convento -¡solo! ¡solo!- hasta que acabara la guerra. Mucha hambre de soledad. Pero, no mi voluntad, sino la del Señor: y debo trabajar y fastidiarme, bien lejos del aislamiento. -Tengo también deseos grandes de marcharme de Burgos (78).
Este agudo sentimiento de soledad era hambre de saciarse a solas de Dios. Se veía, en cambio, obligado a trajinar de un lado a otro, molido y sin descanso.
El 19 de enero, luego de celebrar a las seis y cuarto en las Teresianas, como solía, tomó el autobús para Palencia. Preguntando llegó al palacio episcopal. El Prelado se quedó atónito al verle. "¡Es otro hombre!", le decía a su secretario. No se habían encontrado desde antes de la guerra. Charlaron cordialmente de sus cosas. Después de la visita tomó don Josemaría el tren para Valladolid. Al día siguiente celebró en las Teresianas una misa por don Pedro Poveda, y trató de localizar en esa ciudad a la familia de Jacinto Valentín Gamazo, un fiel de la Obra muerto en el frente del Alto de los Leones (79).
El 21 de enero, ya en Salamanca, dijo misa en la casa de formación de las Teresianas. Tuvo allí una larga conferencia con Pepa Segovia y, de acuerdo con ella, hizo un programa de asistencia espiritual a las Teresianas.
El 22 de enero dejó Salamanca. Llegó a Ávila con tiempo para decir misa: Celebro por D. Pedro (¡cómo se reirá desde el cielo! Este bobo, ¡haciéndome sufragios!, dirá), en las Teresianas. ¡Gran acogida! (80).
Cordialísima y larga charla con el Obispo de Ávila, don Santos Moro, a quien explica la Obra (Lo entiende todo, anota en sus Apuntes). Por la tarde, vuelta a Salamanca. Su gran sorpresa fue que, al siguiente día, cuando preparaba el plan de retiro que iba a dar a las Teresianas, se presentó allí Ricardo, que venía del frente; por lo que retrasó inmediatamente el programa, en vista de que el permiso que traía era tan sólo de dos días. (Todo el día con Ricardo, pensando en todos, resume en una catalina) (81).
Paulatina e imperceptiblemente, conforme señala don Josemaría los jalones de ese agotador itinerario, va dejando un rastro inquietante de síntomas, que empiezan con desganas y leves cansancios, para acabar en notas alarmantes. Siguen unos extractos de sus Apuntes:
Día 25 de enero. Doy un retiro a las Teresianas, con poca gana pero con muy buena voluntad (82).
Burgos, 28 de enero: Vida ordinaria. Acatarrado (83).
Vitoria, domingo, 30: Muchas ganas de soledad. Y verme a mí mismo como una pelota, que va, impulsada por mi Padre-Dios, de pared a pared, tan pronto golpeado con el pie como recibiendo una caricia de sus manos… (84).
Bilbao, 1 de febrero: Hoy hemos danzado mucho […]. Estoy completamente afónico. No puedo hablar. Me vuelvo mañana a Burgos, a curarme. Me encuentro flojo. He engordado algo, y estoy peor que cuando vine. Me mareo, en cuanto comienza a moverse el auto en que voy. Estoy hecho una ruina: pero no lo contaré a nadie (85).
Burgos, 2 de febrero: Llego a Santa Clara 51, y no me muevo de casa. Gargarismos, compresas, pañuelo al cuello, etc. ¡Contento de mi estancia en Bilbao! Espero que dará fruto (86).
Día 3 de febrero: Me levanto tarde […]. No puedo decir Misa (87).
4 de febrero: Mala noche. Tos y pastillas. Y tampoco puedo decir la Santa Misa (88).
Era de esperar que el mal fuese ligero, que se le pasase con unos días de reposo. No fue así. Empeoraba. Guardando cama recibió carta del Vicario de Madrid, Sr. Morán, que le citaba para el 10 de febrero en Salamanca. Derrengado, y completamente afónico, apunta el día 8: Sigo afónico. Mañana he de ir a Salamanca […]. No sé si acostarme (89). Pudo más su diligencia, pero tuvo que cortar el viaje y pasar la noche en Medina del Campo, sin dormir apenas y con mucha fiebre. Se rehizo y consiguió llegar a su destino. Almorzó en Salamanca con don Francisco Morán y charlaron de la Obra largo y tendido. Hizo don Josemaría al Vicario un recorrido mental de su vida en Madrid, de la evasión, del apostolado en los frentes y en la retaguardia, de sus visitas a los Prelados… Le leyó la Carta Circular. Le habló de sus ejercicios espirituales y de su vida interior. Quedaba así don Francisco enteramente al corriente de la Obra y no sólo de su historia externa. Recordaron los tiempos de la República, cuando don Josemaría no estaba aún incardinado en Madrid y trataba de hacerse entender, para conseguir licencias ministeriales. Comentaron luego los diez años de labor que llevaba la Obra, y el Vicario se reía con toda su alma cuando le preguntó don Josemaría: ¿qué me habría dicho, si en 1928 le hubiera yo ido a decir -"necesito quedarme en Madrid, porque Jesús quiere que haga una Obra muy grande"? (90). El 11 estaba de regreso en Burgos, donde le aguardaba una carta cariñosísima del Obispo de Madrid, en la que le decía don Leopoldo:
"Muy querido D. José Mª:
Me alegró mucho su carta del 10 de enero, y se la agradezco de corazón. Ya Morán me había dado la alegría inmensa de hacerme saber que se había usted librado de la zona roja, y que Dios N.S. nos lo había conservado para continuar haciendo tanto bien. Perdóneme que no le haya contestado antes; he estado enfermo, y me voy reponiendo lentamente, pero con grande retraso, como es natural, en la correspondencia", etc. (91).
Con tan buena noticia se rehizo del todo don Josemaría. Del 15 al 17 de febrero viajó por León. De camino se entrevistó con varias personas y con el Obispo de Astorga. Había ido, sobre todo, a ver a don Eliodoro Gil, a quien conocía desde 1931; este sacerdote frecuentaba la Academia DYA de la calle de Luchana y posteriormente la residencia de Ferraz. Ahora estaba de párroco en León. Contento del viaje: logré lo que me proponía con Espinosa y Eliodoro -no puntualizo-, escribe en sus Apuntes. A Espinosa de los Monteros le habló de su posible vocación a la Obra; y don Eliodoro se comprometió a tirar a multicopista las cartas circulares, que le enviaría desde Burgos, para repartirlas luego entre los suyos, por los frentes de guerra. Además, este buen sacerdote le pagó el hotel, le regaló unos dulces y de añadidura le hizo una buena limosna (92).
Me acuesto pronto, porque estoy reventado (93) -continúan los Apuntes-. Sábado 19 de febrero. Gris. Catarro. Poco que decir (94). El domingo 20 salió para Zaragoza. Pasa por Calatayud.
Lunes 21 de febrero. Al Pilar. Es la primera visita que hacemos en Zaragoza. Luego, a las Teresianas. Después, al médico: porque sigo con fiebre, dolor de garganta y echando sangre (95).
Nuevas visitas y desplazamientos. Se entera de que Enrique Alonso-Martínez está hospitalizado en Alhama de Aragón. Allá va. Vuelta a Zaragoza. Ida a Pamplona. De allí a Jaca, a ver a José Ramón Herrero Fontana. (El "benjamín" de la familia le llamaba el Padre poco antes de estallar la guerra). Regreso a Pamplona. Después, San Sebastián. Más visitas. Más asuntos que tratar. El 2 de marzo, Miércoles de Ceniza, regresaba a Burgos, cansado; muy cansado y con fiebre. El jueves seguía con fiebre. El viernes guardó cama.
Desde este punto, su propósito -tan bien cumplido- de escribir catalinas casi a diario, se interrumpe. Día 10, de marzo, jueves:
No he escrito catalinas desde hace varios días. Mucho podía escribir […].
Me veo como un pobrecito, a quien su amo ha quitado la librea. ¡Sólo pecados! Entiendo la desnudez sentida por los primeros padres. Y mucho he llorado: mucho he sufrido. Sin embargo soy muy feliz. No me cambiaría por nadie. Mi gaudium cum pace, desde hace años, no lo pierdo. ¡Gracias, Dios mío! […]
No puedo hacer oración vocal. Me hace daño, casi físico, oír rezar en voz alta. Mi oración mental y toda mi vida interior es puro desorden. De esto hablé con el Obispo de Vitoria, y me tranquilizó.
Hoy le escribiré. -O.c.P.a.I.p.M. (96).
Lunes 21 de marzo. Muchos días sin escribir Catalinas […].
Me han visto, en estos días, tres médicos. Se empeñaron los chicos […].
Hoy ha venido D. Antonio Rodilla. ¡Qué buen amigo es! Le he dado cuenta de mi alma: desnudez de virtudes, un montón de miserias: no hago oración vocal, apenas: creo que no la hago mental: desorden. No sufro la oración vocal: hasta me duele la cabeza de oír rezar en voz alta. Desorden. Pero sé que amo a Dios. Sí: y que me ama. Soy desgraciado, porque soy pecador y desordenado y no tengo vida interior. Querría llorar, y no puedo. ¡Yo, que he llorado tanto! Y, a la vez, soy muy feliz: no me cambiaría por nadie. -Le conté esto y otras cosas a D. Antonio. ¡Ese cuarto de hora eterno de acción de gracias, mirando continuamente al reloj, para que se acabe! ¡Qué pena! Y, sin embargo, quiero a Jesús sobre todas las cosas. -Después dije a D. Antonio que me parecía que le engañaba y que me movía a hablar la soberbia. Me consoló y dijo que voy bien (97).
Las anotaciones siguientes son como lágrimas sueltas en un mar de amarguras:
Abril, viernes Santo, día 15: Se ha ido el tiempo sin que me fuera posible escribir estas Catalinas. […] No digo nada de mi estado de ánimo actual.
Día 4 de junio de 1938, vísperas de Pentecostés. Casi dos meses sin escribir. Procuraré desde ahora, en lo posible, hacer diario. ¡Catalinas! (98).
* * *
¿Hasta qué punto se daba cuenta el Fundador de que estaba siendo sometido a durísima prueba? Cabe afirmar, al menos, que aquella enfermedad que le llenaba la boca de sangre era un mal doloroso y extraño. (Nunca se supo con certeza si de garganta o pulmón, pues la enfermedad era de una etiología rara y evasiva). Don Josemaría la había recibido pacientemente, con el angustiado temor de no poder continuar al lado de sus hijos, caso de tratarse de tuberculosis contagiosa. Por consejo médico comenzaron a ponerle inyecciones para el pulmón, pero el sacerdote pensaba que, si estaba realmente tísico, el Señor le curaría para seguir trabajando (99). Haz el favor de no hablar de mi enfermedad, que ya no existe, escribía muy de veras a Ricardo (100). Nada de particular había hallado el especialista en los pulmones; pero ya por entonces se había percatado don Josemaría de que aquella singular enfermedad había jugado el papel de preludio para dar entrada al recrudecimiento de sus purificaciones pasivas.
En efecto, con los síntomas de la enfermedad coinciden, en cuanto a las fechas, las dos catalinas -de marzo de 1938- en que el sacerdote, a corazón abierto, manifiesta su estado interior. Y, ¿por qué misteriosa causa aparecen, de repente, estas aisladas y formidables catalinas en la vasta soledad de las fechas de sus Apuntes? ¿Era consciente don Josemaría de que se hallaba en medio de un proceso de mística purificación?
Acerca de dicha cuestión existe un dato, mínimo ciertamente, pero que constituye un indicio revelador, que nos pone sobre una pista recta. Y el dato es éste: ¿no es extraño que después de un prolongado mes sin anotaciones nos demos, de buenas a primeras, con una inquietante confesión?: Me veo como un pobrecito, a quien su amo ha quitado la librea, leemos (101). Poética imagen, a la vez espontánea y meditada, con la que rompe el silencio. Imagen inspirada quizá en San Juan de la Cruz, como se verá por lo que sigue. Muy a propósito para despachar de un plumazo, como es estilo del Fundador, el estado de su alma. Pues bien, el místico castellano nos desentraña su sentido al declarar la Canción del Alma, que de noche va en busca del Amado: "A oscuras y segura / por la secreta escala, disfrazada". Disfrazarse el alma -aclara el místico poeta- es tomar traje o figura que "más al vivo represente las aficiones de su espíritu", para ganar la voluntad del Amado. "Y así, la librea que lleva es de tres colores principales, que son: blanco, verde y colorado: por los cuales son denotadas las tres virtudes teologales, que son: fe, esperanza y caridad" (102). Con este disfraz sale el alma, de sí misma y de todas las cosas, estando ya su casa sosegada, a vivir vida de amor de Dios.
La confesión hecha en sus Apuntes, y reforzada con la imagen del despojo de la librea, describe una experiencia mística. El autor se introduce, sin más preámbulos, en sus propias vivencias, dando noticia de la secreta operación de desasosiego que causa en su alma el Amado. No a título de mera ilustración -que no es tal el propósito de las anotaciones íntimas del Fundador, como va dicho y repetido-, sino que acaso le moviera Dios a dejarnos constancia de ello para nuestro provecho espiritual. Porque en estos asuntos íntimos, como bien comprobado está, el Fundador era parco de palabra y largo en el silencio.
Y en este punto resulta conveniente, antes de ir adelante, echar un vistazo atrás, a las pruebas sin cuento que hubo de pasar don Josemaría, desde 1931 hasta 1936. Después que el águila divina -nos dice- le había arrebatado entre sus garras, como a pajarillo de corto vuelo, remontándole a las alturas, para iniciarle luego, de golpe, en el vuelo soberano del espíritu (103).
Recorrió don Josemaría un proceso de años, surcados de tribulaciones, convencido de ser un instrumento inepto y sordo (104), indigno en cuanto Fundador, y pecador miserable. Sobre esta conciencia, que para él era causa de agudo dolor, hubo de sobrellevar, por largas temporadas, insoportables sufrimientos, que provocaban en él movimientos de rebeldía, teniendo que superar fuertes tentaciones de cosas bajas y viles (105), mientras buscaba con ansia la conformidad con la Voluntad de Dios. Vino después la prueba cruel (106) (en la que tuvo que desprenderse, a petición del Señor, de lo que era la esencia misma de su vida: el Opus Dei); y la pobreza familiar, y las humillaciones y arideces espirituales, y el dolor por la Iglesia perseguida y por los sacrilegios que se cometían incesantemente por todas partes. Sin embargo, en medio de tanto sufrir no le había faltado el perfecto abandono en manos de Dios; ni el sentido de la filiación divina, que llevaba impreso de manera imborrable en su alma; ni el amor a la Cruz, profundamente arraigado en su corazón; ni la vida de infancia espiritual, hecha costumbre y método de su vida interior; ni un ardiente celo apostólico. Entremezclados con penas y alegrías iban, igualmente, torrentes de gracia, que inundaban su alma en contemplación infusa, y oración continuada día y noche, aun durmiendo (107).
Pues bien, sucede que cuando Dios quiere llevar adelante un alma en estas condiciones, ya madura y curtida en aflicciones y sequedades, no la mete enseguida en la "noche del espíritu", como para darle los últimos toques de purificación, sino que deja correr el tiempo (108). Esa parece ser la regla general. En la vida mística del Fundador la contemplación infusa se dio, sin embargo, en época relativamente temprana. Y quien siga con atención el curso de su vida verá que las durísimas purificaciones pasivas que sufrió, reavivadas en todo momento por el Amor divino, no cesaron hasta el día de su muerte. Mas, en este aspecto de su vida interior, lo que marca de modo especial los años de la guerra civil española, como ya se ha sugerido páginas atrás, es que fueron años de desagravio por parte del Fundador. Así lo pidió al Señor un mes antes de estallar la guerra; y en una Cruz sin espectáculo pasó don Josemaría los años de la guerra civil (109).
Existen claros testimonios de que atravesó diferentes períodos de pruebas. En primer lugar la secuencia de las noches, anteriores y posteriores al 9 de mayo de 1937, cuando, refugiado en el Consulado de Honduras, subió al piso de arriba a desahogarse con el P. Recaredo Ventosa. Otra temporada es la correspondiente a la famosa rosa de Rialp, precedida por dudas punzantes, tanto en Madrid como en Barcelona. Y un tercer período, es el que va de febrero a abril de 1938, cuando habitaba en la pensión de la calle Santa Clara en Burgos. Lo que se nos da a conocer en estas catalinas de marzo de 1938 se prolongará después, por una larga temporada. La continuidad de estos fenómenos de mística purificación no es patente. Las alusiones al tema son muy veladas. Por ejemplo, cuando el Padre escribe a Juan Jiménez Vargas: ¡Si te dijera, Juanito!… Pero no te lo digo (110). Tal fue la actitud que adoptó frente a sus hijos, para no agobiarles con preocupaciones; pero buscaba también consejo espiritual, como el de don Antonio Rodilla, a quien franqueó su alma (111).
Durante esos períodos culminantes Dios estaba llevando a efecto una gran merced, que consistía en purificar de imperfecciones el alma del Fundador, acrisolando sus afectos para acercarle más a la intimidad divina. Pero la primera impresión que se saca de la lectura de las mencionadas catalinas del Consulado y de Santa Clara es pavorosa y conmovedora. (He sufrido esta noche horriblemente. - Creo que pocas veces he sufrido tanto como ahora, confiesa el Fundador) (112).
Cuán terrible no será para el alma santa sentirse rechazada, despojada de la librea de las virtudes, esto es, de la amistad con Dios, y arrojada a las tinieblas, como aquél de quien cuenta la parábola del Evangelio que no llevaba traje de bodas: "Atadlo de pies y manos y echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes" (113).
Sucede entonces que el alma se ve envuelta dolorosamente por la luz divina, que la purga con tormentos insufribles. El entendimiento queda ciego. La voluntad, seca. La memoria, sin recuerdos. Los afectos, en congoja. Y en la clara iluminación divina el alma se encuentra desnuda de virtudes, metida hasta la raíz en un montón de miserias, e indigna de acercarse a Dios. En esa condición se ve tal y como es; como antes no podía verse. - (¡Sólo pecados! Entiendo la desnudez sentida por los primeros padres (114) -exclamará con dolorido desconsuelo el Fundador-; desnudez de virtudes, un montón de miserias) (115).
Viéndose tan miserable, se siente perdida y a un paso de la condena. (Temo por mi salvación (116), se lee en las catalinas del Consulado; siento dudas y congojas horribles, cuando pienso en mi salvación. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Madre!: ¿vais a consentir que me condene?) (117). Y todo es turbación, dudas, recelos y combates que mantiene el alma dentro de sí. (Noches del Consulado: agitadas por el temor de no cumplir la Voluntad de Dios. Noche de Rialp pasada en blanco con la espina de la duda: de si estaba o no en amistad con Dios).
Y ese dolor, "dolor de Amor", le estrujaba el alma y le forzaba al llanto y a largas horas nocturnas de gemidos. (Gemidos incontenibles, sollozos de angustia y lágrimas, muchas lágrimas, en las noches del Consulado y de Rialp. En la pensión de Santa Clara: días de mucho llorar y días de querer llorar y no poder).
Durante este místico proceso, en cuanto el dedo de Dios oprime al alma, aun siendo una caricia, ésta queda paralizada en sus facultades. Hablan los maestros de la mística de una hebetudo mentis (118), como si el entendimiento se tornase romo y embotado, sin alcanzar a penetrar el sentido de lo que le sucede. (El Fundador describe esta experiencia con palabra castiza: No se me ocurre nada: estoy entontecido) (119).
También la voluntad queda impedida y sin fuerza; y, perdido el afecto y la diligencia, se le hacen poco menos que inalcanzables los actos de devoción (120). De manera que todo esfuerzo por componer el discurso o mover la voluntad resulta difícil y doloroso: No puedo hacer oración vocal. Me hace daño, casi físico, oír rezar en voz alta, escribe el Fundador en la pensión de Santa Clara (121).
Por otro lado, parece como si la memoria anduviera extraviada y en olvidos, sin poder suscitar los recuerdos del pasado. Absorbida, pues, el alma en la presencia viva de sus imperfecciones y miserias, no hay discurrir, ni consuelo de acordarse de lo experimentado en anteriores ocasiones (122). Sin embargo, tan pronto se mitiga la purificación, la memoria se rehace. Tal es el caso de las anotaciones hechas por el Fundador en el Consulado, cuando de mañana recogía las experiencias pasadas por la noche. (Las rememora con una claridad y viveza que el recuerdo del pasado se hace dramático presente: Mi oración, dicha con todas las energías de mi alma: "Jesús, si no voy a ser el instrumento que deseas, cuanto antes llévame en tu gracia" (123)).
Merced a ese vivo recuerdo sabemos que, en medio del proceso de purgación, su amor adquiría tonalidades de enamoramiento apasionadamente aflictivo, como experimentaba en las noches del Consulado. A veces se resolvía en explosiones de jaculatorias: O, Domine!: tu scis, quia amo te. - Sancta Maria, Spes, Mater! (124); y otras veces eran dolorosas protestas de amor confiado, por encima de la vida y de la muerte: "No temo a la muerte, a pesar de mi vida pecadora, porque me acuerdo de tu Amor: un tifus, una tuberculosis o una pulmonía… o cuatro tiros, ¡qué más da!" (125). Y es que, a pesar de la angustia en que está inmersa el alma por creer que ha perdido a Dios, barrunta su cercanía. De manera que en el espíritu se dan al mismo tiempo, incomprensiblemente, la presencia y la ausencia de Dios. Con gran seguridad afirmaba el Fundador no haber perdido nunca, ni durante estas turbulentas experiencias místicas la paz interior: Mi gaudium cum pace, desde hace años, no lo pierdo (126), escribe.
Como fruto de esa purificación, el conocimiento de Dios y el de la propia nada se torna más límpido; rebrotan los afectos de amor; y se recobran la serenidad y el gozo. (Alegría del Fundador cuando aparece con una rosa en la mano, por la mañana, en Pallerols. Certeza de saber que se ha estrechado la amistad con Dios: sé que amo a Dios. Sí: y que me ama (127). Y después de tremendas aflicciones, la conciencia de tan inefable beneficio: soy muy feliz. No me cambiaría por nadie (128), se lee en una de las catalinas de la pensión de Santa Clara).
Después de esas terribles noches de purificación, el Padre se preparaba con sencillez para el nuevo día, tratando de que nadie advirtiese en su rostro las huellas del combate interior. La acción divina deja, indudablemente, rasgos singulares en cada uno de sus santos. La historia de cada alma es diferente. De ahí se desprende un rasgo espiritual del Fundador, por lo que se refiere a su existencia aquí en la tierra: entiendo que Jesús quiere que viva, sufriendo, y trabaje. Igual da. Fiat, anota (129). Es decir, la fusión de su vida contemplativa de amor a la Cruz y de su vida de trabajo, todo en uno. Tal empresa, en aquellos amaneceres, no resultaba suave. De los ásperos zarandeos nocturnos don Josemaría salía espiritualmente gozoso, pero también molido de alma y cuerpo. Podemos imaginarnos cómo se sentiría por la nota -en todo autobiográfica- del viernes 21 de mayo de 1937:
En carne viva. Así te encuentras. Todo te hace sufrir, en las potencias y en los sentidos. Y todo te es tentación… -¡Pobre hijo! Sé humilde. Verás qué pronto te sacan de ese estado: y el dolor se trocará en gozo: y la tentación, en segura firmeza. Pero, mientras, aviva tu fe; llénate de esperanza; y haz continuos actos de Amor, aunque pienses que son sólo de boca (130).
¿Quién podría imaginarse que, ese mismo viernes, 21 de mayo, escribiría a Lola Fisac invitándola a ser nieta suya, como quien, tonificado por un buen sueño, dispone de plenas facultades matutinas; y después, esa misma mañana, a continuación, la emprendiera con sus hijos de Madrid sobre el asunto de la reclamación oficial por daños a la Residencia de Ferraz 16?
Si no hablaba a sus hijos con mayor claridad sobre estas materias no era por exigencia de una fuerte censura de guerra sino por seguir fielmente su lema de ocultarse y desaparecer, de modo particular en lo referente a su intimidad con Dios (131). Sin embargo, les dejaba entender lo preciso para que le acompañasen en sus luchas de amor y desagravio, como puede verse por una carta a los de Valencia:
Hoy, el abuelo está triste, alicaído, a pesar de la amabilidad y del cariño de mi gente; y a pesar de la paciencia heroica de mi sobrino Juanito… que no está mandón. Y es que se acuerda de su juventud, y contempla la vida actual: y le entran unas ganas enormes de portarse bien, por los que se portan mal; de hacer el Quijote, desagraviando, sufriendo, enmendando. Y resulta que se le echan a correr el entendimiento y la voluntad (el Amor), y el Amor llega primero. Pero ¡llega tan desvalido, tan sin obras!… El abuelo está triste, porque él no acierta -viejo, sin fuerzas-, si no le ayudan, con su juventud, los nietos de su alma. Filósofo me puse, y tan enmarañado además, que imagino no andar muy expedito de explicaderas (132).
Reconoce el autor haberse puesto filosófico y enmarañado, y no andar muy expedito de explicaderas. Pero no es para menos. Estas líneas no van escritas a la ligera. Perfectamente explica el sacerdote sus sentimientos. ¿Acaso puede ser más clara la referencia a la purificación mística, o de mayor hondura teológica? En un par de líneas se ha planteado, nada menos, por qué la voluntad (el Amor) se adelanta al entendimiento antes de que haya acabado la operación purificadora del alma.
No son problemas filosóficos suscitados a tontas y a locas, porque en el párrafo que sigue interroga el Fundador a sus hijos sobre cuestiones tan hondas y graves como la Comunión de los Santos, la distancia entre el gozo interior y la alegría "fisiológica", y los dolores y lágrimas de los últimos días. (Aludiendo, evidentemente, a la temporada actual, en que venía sufriendo las purificaciones pasivas) (133).
* * *
Volvamos página. Examinemos ahora los sucesos desde fuera, desde la otra cara. Hacia mediados de febrero de 1938 regresaba una noche Paco Botella del cuartel cuando, al entrar en la habitación, se encontró con el Padre ya en la cama. Le preguntó qué le pasaba. Y, después de un largo silencio, obtuvo esta respuesta: Paco, hace unos días que me sangra la garganta y pienso si será tuberculosis. No te acerques (134).
Continuaron las fiebres. Le ardía la garganta. La boca se le llenaba de sangre. Un médico, al que consultó al pasar por Zaragoza el 21 de febrero, le había diagnosticado una faringitis crónica. La enfermedad presentaba los síntomas propios de una tuberculosis en estado avanzado, incurable. ¿Tenía derecho a vivir al lado de sus hijos, con peligro de contagiarlos? Con este amargo pensamiento en la cabeza escribió a Juan Jiménez Vargas el 24 de febrero, diciéndole que, si se dejaba formar, sería su inmediato sucesor en el negocio familiar. Le da, además, en la carta un montón de noticias y algunos detalles de su enfermedad:
¿Sabes que estoy hecho un viejo pellejo? Pesqué un catarro, hace más de un mes, y me ha quedado una faringitis crónica. Un poco molesta es la cosa, pero estoy contento: aunque, si he de hablar, será preciso que Jesús me la cure, porque muchas veces me quedo afónico del todo. Fiat. Viejo: 80 años, por dentro, y 36, por fuera: total, 116 años… y una faringe agrietada que me hace toser día y noche, cada dos minutos. Fiat (135).
La enfermedad seguía su proceso. Empeoraba. Algunos días amanecía con la boca llena de cuajarones de sangre.
El 9 de marzo llegó Pedro Casciaro destinado a Burgos, a las órdenes del general Orgaz. Vivía con el Padre y Paco en la pensión de Santa Clara. Pedro encontró al enfermo en estado lastimoso, con "una tos seca y persistente, fuerte afonía y esputos de sangre". Por San José, 19 de marzo, tuvieron la alegría de estar reunidos los tres de Burgos con Ricardo, Manolo y José María Albareda. Fue entonces cuando Paco y Ricardo, decidieron llevar al Padre esa misma semana al médico, aunque no tenían dinero para pagar los honorarios de la consulta.
Durante su estancia -escribe el Padre a Juan-, a fuerza de pesadez de todos, hube de ir al oculista, que me recetó de nuevo (media dioptría más), y dijo que precisaba comprarme gafas para leer -las llevo- y poner buenos cristales en las dos. Aquel mismo día quedó hecho todo. ¡Un montón de duros!
Después, a un especialista de garganta: examinó despacio, y dedujo que podía haber algo de pulmón. ¡Aquella boca llena de sangre! Recomendó otro especialista de pecho, y nos dio unas líneas para él. Fuimos: mucha antesala: por fin, el reconocimiento. Auscultar; volver a auscultar; y, por tercera vez, con otros chismes. Luego, rayos equis: doctor, ¿soy cavernícola? Él: no, sano completamente: ni la menor sospecha: sólo, en la base del pulmón derecho, quedan restos de un catarro. No digo mi gozo en un pozo, porque mentiría. La verdad es que me tenía sin cuidado; porque pensé que, si estaba tísico, el Señor me curaría para que siguiera trabajando.
Todavía voy al otorrinolaringologoetcétera, y, como el de Zaragoza, me limpia y desinfecta por nariz y garganta. Total: que os di gusto, y se gastaron otros puñados de pesetas (136).
Desde ese momento todos hicieron frente común para atender al Padre, porfiando con cuidados, mimos y presiones, para ver la forma de engordarle y hacer del abuelo -como él decía, quejándose- un gordinflón de los que se dan buena vida. Se resistía como mejor sabía y Dios le daba a entender, porque su espíritu de penitencia suscitaba de lo hondo del alma voces contrarias a ese ancho camino de la buena vida. ¡Pobre don Josemaría!:
Todo el mundo se cree con derecho a decir que debe cuidarse, que nada de ayunos, que a comer bien, que a dormir mejor, que… ¡ancha es Castilla! Y él siente, muy hondo, todo lo contrario: el lío es formidable: no quieras tú ser campo de batalla de otra lucha igual. Sufre la gente, si no le vuelve a ver con los mofletes, las pompas y vanidades de antaño. Y se están saliendo con la suya: ¡pobre alma, envuelta en rollitos de tocino rancio! (137). (Esto escribía a Juan Jiménez Vargas el 23 de marzo).
Sus hijos se habían puesto de acuerdo para hacerle comer, para que engordara algunos kilos. Y, con su extremado celo y su buena voluntad, no le dejaban en paz ni a sol ni a sombra. Con esto -escribe días más tarde a Ricardo-, haz el favor de no hablar de mi enfermedad, que ya no existe, aunque continúe yendo al especialista de garganta… por no tener lío cada lunes y cada martes con estos pringosos hijos de mi alma (138).
Sospechando, no sin fundamento, que aquello de la enfermedad del Padre era "cosa de Dios", imaginaba Pedro que el único procedimiento para aliviarle consistía en pedir al Señor que "pasase" a él la enfermedad. Ese traspaso funcionó al menos una vez. "Sucedió que cuando el Padre mejoraba -refiere Paco Botella- coincidía con que Pedro se ponía enfermo con sus dolores de cabeza, algo de digestivo, y tenía fiebre. Y al mejorar Pedro, volvía a ponerse peor el Padre" (139).
Según Pedro Casciaro, fue la preocupación por las altas fiebres del Padre lo que "hizo que se me ocurriera pedir a Dios que le quitara la fiebre a él y me la diera a mí. Quizá hice esta petición sin creer que el Señor me pudiera escuchar… por eso me asusté muchísimo cuando, aquella misma tarde, me entró un calenturón tremendo y al Padre se le fue la fiebre. Llamaron al médico; me diagnosticó tifoidea o paratifoidea y mandó que me hicieran unos análisis. El resultado de los análisis fue negativo, pero yo seguía con fiebre alta" (140).
Cuando esto ocurría era el 23 de marzo y el Padre estaba escribiendo a Juan -como se acaba de referir-, contándole sus visitas a los médicos y cómo se habían gastado, sin motivo, a su modo de ver, unos buenos puñados de pesetas que necesitaban para otros menesteres. El especialista de pulmón ni le había encontrado lesiones, ni rastro siquiera de calcificaciones tuberculosas. Le envió, pues, a un especialista de garganta, que tampoco halló nada especial, y calificó el caso de "tierra de nadie" (141). Esto es, batido por extraños síntomas patológicos, sin que en el paciente se hubiera instalado de firme una enfermedad determinada.
Continuaba el Padre exponiendo por carta el caso a Juan: Ricardo comenzó a ponerme unas inyecciones de balsámicos, para el pulmón: ganas de gastar. Te lo digo con toda mi alma. Y, a renglón seguido, añade: El pobre Perico se nos ha puesto hoy malo -por tercera vez, desde que está en Burgos-, con fiebre que sube estrepitosamente. Me gustaría que estudiaras tú el caso (142).
Efectivamente, al lado tenía a Pedro, con cuarenta grados de fiebre inexplicables, con miedo, con escrúpulos, arrepentido de no haber dicho nada hasta entonces al Padre. "Con mucho apuro y vergüenza -refiere Pedro- acabé por contarle al Padre mi petición al Señor. - No se te vuelva a ocurrir hacer algo semejante -me dijo- quédate tranquilo" (143). La fiebre desapareció por ensalmo, como había venido y, por algún tiempo, también se libró de ella el Padre.
En vista de la intensa vida de trabajo y de ayunos que llevaba, sus hijos -en especial Pedro y Paco- seguían distribuyéndose la misión de velar por su persona…
El domingo, 27 de marzo de 1938, estaba don Josemaría escribiendo a Juan Jiménez Vargas, mientras Pedro y Paco intentaban convencerle de que se pusiese una camiseta. No era cosa de que el Padre cogiera un resfriado o una pulmonía. Persistía el crudo invierno burgalés y la sotana de verano que llevaba era insuficiente para combatir el frío. Porfiaban y no le dejaban en paz:
Estos chicos me dan la lata en grande, con la salud y la enfermedad. Aparte de que estoy gordote -cosa, por cierto, muy molesta-, no me preocupa el tema: son las almas, lo que me preocupa: la mía también (144).
(La tal camiseta era una prenda única y singular, de procedencia desconocida. La usaban por turno Pedro, Paco y José María Albareda; todos menos el Padre).
Don Josemaría no podía concentrar su atención en la carta para explicar a Juan lo que sucedía a su alrededor. Una escena ridícula por parte de sus hijos, empeñados en endosarle, casi a la fuerza, la famosa camiseta:
¡Qué tonterías te cuento! Es verdad: pero todo aquello, en que intervenimos los pobrecitos hombres -hasta la santidad- es un tejido de pequeñas menudencias, que derechamente rectificadas, pueden formar un tapiz espléndido de heroísmo o de bajeza, de virtudes o de pecados. Las gestas -nuestro Mío Cid- relatan siempre aventuras gigantescas, pero mezcladas con detalles caseros del héroe. Ojalá hagas siempre mucho caso -¡línea recta!- de las cosas pequeñas. Y yo también; y yo también (145).
Aun dando por laudables las intenciones de sus hijos, lo cierto es que tanto le importunaban, que no le dejaban ni respirar. De manera que don Josemaría no gozaba siquiera de un mínimo de independencia para organizar su vida. Vigilaban sus mortificaciones y vigilias, y si dormía o no en el suelo. Seguían muy estrechamente el rastro de sus ayunos, indagando qué había comido y cuándo. Pedro y Paco eran auténticos sabuesos. Le vigilaban también la sed. (Esto se lo notaban en si tenía el habla resquebrajada, por la sequedad de la boca y de la garganta, o por la pronunciación pastosa de su lengua reseca). Y cuando el Padre se negaba en redondo a seguirles la corriente, volvían a la carga y tenían sus escenas, porque se extralimitaban (146):
Están inaguantables (sic), y me hacen comer a todas horas, después de armar unos jaleos epopéyicos… Diles tú que me dejen en paz (147), escribía a José María Albareda.
El 30 de abril la situación, sin duda alguna, llegó a su colmo y el Padre tuvo que parar en seco a los entrometidos. No les dio voces. No les hizo razonamientos. Simplemente, les dejó sobre la mesa una cuartilla que decía:
1/ Estoy decidido a no consentir que me mangoneéis, en cosas que tanta relación tienen con mi conciencia.
2/ No os daré nunca ninguna clase de explicación.
3/ Comeré donde me parezca y cuando me parezca: el dónde y el cuándo me lo dictará el deber.
4/ Si continuáis entrometiéndoos en esta cuestión, me veré en la penosa necesidad de ausentarme de Burgos.
5/ Lo dicho vale para las horas y modo de dormir.
Y BASTA.
NO ADMITO CONVERSACIÓN SOBRE ESTOS ASUNTOS (148).
Después despachó una carta a Juan que nada tenía que envidiar a la cuartilla; y en la que, entre otras cosas, le decía:
Conste que yo -aunque no tengo en Burgos Director- nada he de hacer que suponga abiertamente peligro para la salud: no puedo, sin embargo, perder de vista que no estamos jugando a hacer una cosa buena…, sino que, al cumplir la Voluntad de Dios, es menester que yo sea santo, ¡cueste lo que cueste!,… aunque costara la salud, que no costará.
Y esta decisión está tan hondamente enraizada -veo tan claro- que ninguna consideración humana debe ser obstáculo, para llevarla a efecto.
Te hablo con toda sencillez. Motivos hay: porque has convivido conmigo más que nadie, y de seguro comprendes que necesito golpes de hacha (149).
Pasadas las primeras semanas de angustia de don Josemaría, al pensar en que podía haber contraído una tuberculosis, y en el peligro de contagio que corrían sus hijos, adoptó ante aquella rebelde enfermedad un punto de vista bastante diferente. Muy pronto vio que se trataba de purificarle por medio del dolor y de la sequedad espiritual; y así los recibió de manos del Señor, como una caricia (150).
En cuanto rindió viaje en Burgos de su correría apostólica "de tanteo", ya se había hecho cargo de cuáles eran las necesidades más apremiantes, y las resumía en dos palabras: Señor: necesitamos gente y dinero (151).
Y de gente, ¿cómo andaba? Esa temporada venía repitiendo el Padre que precisaba cincuenta hombres que amen a Jesucristo sobre todas las cosas (152). A primera vista no parecía difícil hacerse, entre tanto héroe de guerra, tanto joven decidido, con un puñado de vocaciones. Sin embargo, geográficamente, con sus hijos desparramados por frentes distintos, en los extremos norte o sur de la península, los desplazamientos para llevar la dirección espiritual resultaban lentos y entorpecían las visitas regulares. Otro posible remedio consistía en obtener permisos militares y pasar unos días en nuestra Casa de San Miguel de Burgos, como anunciaba en la Carta circular del 9 de enero. Pero si el Padre esperaba que el ardor religioso y patriótico sirviera de trampolín para lanzar a la juventud militarizada a un ideal más alto, se llevó grandes chascos: ¡Tanta gente joven, dispuesta a morir, por un ideal!… y ¿…? ¡¡¡imposible!!! (153).
En el mundillo militar existía una institución con la que se vio obligado a encararse seriamente don Josemaría, a pesar de venir floreada de patriotismo. Era ésta la de las "madrinas de guerra". No todo era trigo limpio. En más de una ocasión tuvo que aconsejar el romper relaciones con determinadas personas. Al pedir don Josemaría, como fruto del apostolado en la milicia, cincuenta hombres que amasen a Jesucristo "sobre todas las cosas", en este montón de cosas que superar iban comprendidas las madrinas de guerra y similares.
El Amor bien vale un amor, aseguraba a los suyos (154). Y, ¿cómo había correspondido él, el Fundador, a ese Amor?, ¿cómo había reglado su vida en esos nueve años y medio de existencia del Opus Dei? Esta consideración le movió a escribir, desde Zaragoza, al prelado de Ávila:
Jesús guarde a mi Señor Obispo.
Padre: aquí está este pecador, a saludarle, a decirle que no le ha olvidado ningún día -menos, ahora, ante el Pilar-, y a pedirle que mi Padrecico, el Sr. Obispo, nos ayude con sus oraciones y nos bendiga. Vamos a terminar la primera mitad de nuestro décimo año de labor silenciosa y escondida… ¡Qué cuentas me pedirá el Señor!
Ayúdeme V. E. a rendirlas cum gaudio et pace (155).
"Me hizo gracia -le contestaba unos días más tarde Mons. Santos Moro- que hable Vd. de la "cuenta" que le pedirá N. Señor. No, para Vds. no será Juez -en el sentido austero de la palabra-, sino simplemente Jesús. Ojalá pudiera yo prometerme otro tanto, trabajando como Vds., ya que no como Capitán, siquiera "sicut bonus miles Xi. Iesu"…" (156).
Al tiempo de cruzarse estas cartas, por correo, se hallaba don Josemaría en el momento más cruel y oscuro de su enfermedad, y dominado por el presentimiento de que padecía una tuberculosis.
Seguían buscando piso. Es lástima -escribía el Padre- que no se haya logrado encontrar casa: habríamos estado mejor y más baratos. Claro que, en medio de todo, donde estamos, estamos bien (157). Sin embargo, pocos días de estancia les quedaban en la pensión de Santa Clara. Esa misma semana, a fines de marzo, se produjo un pequeño revuelo. La patrona estaba decidida a echar a Pedro y a Paco, para instalar allí a otras dos personas. Si querían estar juntos tendrían que marcharse todos a otra parte. Y para agravarlo, a la hora de presentarles las cuentas de la pensión alguien debió de cargar la mano deliberadamente, pues don Josemaría habla de unas cuentas dignas del patio de Monipodio (158). Así lo contaba a Ricardo: ¡Si vieras las cuentas del Gran Capitán, que se han permitido presentarnos! (159).
Don Francisco Morán le había pedido "una nota, con los fines, origen, desarrollo y estado actual" de su empresa (160). Con no mucho entusiasmo, don Josemaría envió al Sr. Vicario una hoja sobre el origen, fines, apostolado y desarrollo de la Obra. El texto es breve, apretado y sucinto. Pero don Josemaría quedó un tanto insatisfecho. Hubiera preferido explicarse de palabra, porque algunas de las cosas que dejaba por escrito corrían peligro de no ser entendidas justamente. De todos modos, concluye la nota con un inevitable comentario que claramente expresa sus sentimientos: ¡Qué poquitas cosas se pueden decir, en una hoja así escrita! Y, sin embargo, aún me parece que he sido indiscreto. Y, desde luego, incompletísimo (161).
A raíz de esta nota el Padre comenzó a pensar seriamente en la vuelta a Madrid, replanteándose los problemas con la vista puesta en la terminación de la guerra:
Estar en Burgos -se decía a sí mismo- no es estar en nuestro centro. Ni mucho menos. Mientras la guerra no tenga fin, tal como está constituida la familia -gente excesivamente joven- se puede decir que no tendré la tranquilidad -sí, la paz- que es necesaria para hacer labor honda. No quiero, con esto decir que no trabaje, porque, entre unas cosas y otras no se para, pero es indudable que, con gente más hecha en años, ahora se haría una obra estupenda. En fin, Dios sabe más (162).
Volver a poner en marcha las cosas, después de una guerra tan destructora y funesta, no iba a ser coser y cantar. Bien lo meditaba el Padre, sin hacerse ilusiones felices sobre la paz:
¡Tengo unas ganas de que se acabe esta guerra! Entonces comenzaremos, recomenzaremos, otra quizá más dura, pero más nuestra. Y pienso que quizá haya que volver a vivir aquellos años terribles de penuria. No importa: el Señor, con nuestro esfuerzo al máximo también, nos sacará de todo antes, más y mejor de lo que podemos soñar (163).
Mientras tanto, quisiéralo o no, tendría que residir en Burgos.
* * *
Cuando el domingo, 3 de abril, el Padre entró en Burgos, de regreso de Vitoria, ya habían desalojado los cuartos de Santa Clara. Ahora, su nuevo domicilio era el Hotel Sabadell, calle de la Merced, 32. En el folleto impreso del hotel se lee: "Magníficamente situado frente al río Arlanzón. El más próximo a la Catedral y cerca de la Estación. - Precios especiales para familias y estables. - Calefacción central. Agua corriente caliente y fría en todas las habitaciones. Cuartos de baño". (El texto del folleto había sido redactado en tiempos de paz).
Don Josemaría, a la hora de ocupar esta nueva vivienda, no se deshace en elogios. Simplemente nos dice: No estoy contento con nuestro nuevo domicilio, porque sale caro (164). (El precio que pagaban era de cuatro pesetas por cama, es decir, de dieciséis pesetas diarias por la habitación que ocupaban, ya que en ese precio no estaba incluida ninguna comida).
La categoría del hotel no pasaba de tercera clase. Constaba de planta baja y tres pisos. Su aspecto era agradable. Por la fachada principal podía imaginarse la disposición interna del hotel. La entrada estaba protegida por una marquesina de hierro y cristal; y sus tres pisos tenían, cada uno, tres habitaciones a la calle: la central con un balcón y las dos laterales con miradores de cristalera. El cuarto que ocupaban correspondía a uno de esos miradores de la primera planta. En el fondo tenía una alcoba, especie de recámara oscura y sin ventilación, con un lavabo, y separada por una cortinilla de tela del resto de la habitación. En esa alcoba dormía el Padre; y el cuarto principal lo llenaban tres camas, una al lado de la otra; dejando, enfrente, espacio para una mesa, un par de sillas y un pequeño armario ropero, más que suficiente para almacenar lo poco que traían. Por toda decoración había dos horribles litografías que terminaron por quitar. Colgaron luego en su lugar un pequeño crucifijo de madera y una imagen de la Virgen, con aire de icono bizantino; y, para dar un poco de colorido a las desnudas paredes, confeccionaron unos patrones con los que hicieron banderines de fieltro de color, que llevaban las siglas RIALP y DYA. Y con objeto de seguir la marcha de la guerra y conocer el paradero de sus hijos, desplegaron en la pared un mapa de Aragón y Cataluña, en el que se indicaba, con banderitas y otras señales, la situación de los frentes de batalla (165).
Habla el folleto del hotel de cuartos de baño. Se refiere, por supuesto, a un cuarto por cada planta. El Padre, que era el primero que lo utilizaba, para ganar tiempo en la operación dejaba por la noche la bañera llena de agua, que, por cierto, amanecía helada en las mañanas de invierno, porque la ventana tenía un cristal roto. Luego abría el grifo para llenar de nuevo la bañera. "Porque ya se comprende -precisa Paco Botella- que no había ducha ni agua caliente" (166).
El traslado de ropa y equipaje de la pensión al hotel no ofreció mayores inconvenientes. Componían los enseres unos cuantos recuerdos del paso de los Pirineos -el vaso eucarístico, la rosa de Rialp, la bota de vino-, los papeles, cartas, diario y fichero; y muy pocas cosas más. El objeto más engorroso era una máquina de escribir portátil, de segunda mano, comprada por cuatro perras en una tienda de los soportales de la plaza Mayor. Era de marca "Corona" y tenía un teclado muy peculiar; por razones de técnica mecánica no podía escribir deprisa. Era lenta, pero segura. La habían comprado para preparar el original de "Noticias" del mes de marzo de 1938, continuando la idea de los veranos de 1934 y 1935. Esta "hoja familiar" (167), en la que daban noticias de amigos y residentes de Ferraz y consejos espirituales, se enviaba en sobre cerrado a cada uno de los interesados. El propósito de don Josemaría era que esta hoja apareciese mensualmente, en la segunda quincena del mes. El proceso de su elaboración consistía en enviar el original, escrito a máquina, a don Eliodoro Gil, a León; el cual mandaba luego a Burgos, para distribuir, las copias hechas a multicopista. Cuantos recibían las "Noticias" sentían renacer en el alma nuevos impulsos con su lectura:
Ahora mismo en el cuartel, en la trinchera, en el parapeto, en el forzoso descanso del hospital, con vuestra oración y vuestra vida limpia, con vuestras contradicciones y con vuestros éxitos, ¡cuánto podéis influir en el impulso de nuestra Obra! Vivamos una particular comunión de los santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora de la pelea con las armas, la alegría y la fuerza de no estar solo (Marzo, 1938) (168).
Y el impacto espiritual se notaba por las muchas cartas que se recibían en el Hotel Sabadell, especialmente a partir del mes de abril:
¡Qué bien reflejáis, en vuestras cartas -se lee en la hoja de Noticias de julio de 1938-, la alegría que os producen estas líneas! Son como recibir, a un mismo tiempo, cartas de muchos amigos; recuerdos de muchas horas de trabajar y de reír juntos; deseos y confianzas de un nuevo y aun más laborioso porvenir… (169).
El dejar la pensión de Santa Clara para instalarse en el hotel supuso "un gran adelanto", en opinión de Pedro y de Paco, pues era el adiós a aquella vida familiarizada que congregaba a todos los huéspedes alrededor de una mesa, para tomar juntos la sopa a hora fija. Bien mirado, la vida que llevaban ahora en el hotel tampoco era de total independencia. La cortinilla que separaba el cuarto principal de la alcoba donde dormía el Padre valía tan sólo en cuanto símbolo. Durante el día procuraba encontrar el sacerdote algún rato, en que los demás se hallaban fuera, para tomar las disciplinas, ya que no podía utilizar el cuarto de baño, en atención a la quietud de la casa y al sosiego de sus huéspedes. Pero, encontrase o no ocasión a propósito para ello, corría la cortina y despachaba con aquella energía que ya conocían doña Dolores, y Ricardo Fernández Vallespín, y Álvaro del Portillo. También Pedro se ponía nervioso. Cuando quiso intervenir para que atenuase los golpes, el Padre le contestó que si habían sido testigos de sus debilidades y miserias, ¿qué importaba que lo fuesen ahora de su penitencia? (170).
Lo que sí contaba como una indiscutible ventaja del cuarto era el disponer de un mirador con cristaleras. Medía éste dos metros escasos de largo por menos de un metro de profundidad. Cabían en él, justamente, dos silloncitos y una mesita de mimbre. A este estrecho recinto se le dio un honroso destino. En cuanto se bajaban las persianas de listoncillos verdes y se cerraban desde dentro de la habitación las vidrieras, con sus correspondientes contraventanas, se hacía un reservado donde charlar con intimidad. Cuando esto sucedía, desde el interior del cuarto Paco y Pedro se daban las ¡buenas noches!, y encendían la luz eléctrica.
El mirador, aislado de las tres camas en batería, adquiría un aire de elegancia y discreción que hacía olvidar al visitante la pobreza del resto del cuarto. Lo mismo servía de confesonario que de saloncito de recibir. Por allí pasó mucha persona importante: monseñores, profesores de Universidad, médicos, diplomáticos, sacerdotes amigos, industriales, altos funcionarios… En fin, todo ese sector que, en los propósitos del retiro espiritual hecho en Pamplona, definía don Josemaría como proselitismo, sobre todo con catedráticos. A esta prometedora labor apostólica con profesionales se refería cuando observaba que es indudable que, con gente más hecha en años, ahora se haría una labor estupenda (171).
Para ayudarle a realizar esta labor con intelectuales, solamente tenía a su lado a José María Albareda, a quien encargó, además, de algo muy concreto: la formación de un depósito de libros, que serían el comienzo de la biblioteca del futuro centro que montasen en Madrid al acabar la guerra. Fue el mismo Padre quien lanzó la idea de una biblioteca circulante. ¿Por qué no comienzas a escribir, pidiendo libros?, le decía a José María Albareda. Tres meses más tarde enviaban una circular en varios idiomas avalada con las firmas de quince catedráticos, solicitando libros por todo el mundo. La dirección que daban era la del hermano de José María en San Juan de Luz. Llegaron muy pocos libros; y las pocas revistas y separatas que alcanzaron su destino venían con destrozos y maltratadas por el correo (172).
* * *
No abundaban los permisos para pasar unos días en retaguardia. Quien los conseguía, y tenía la suerte de pasar unas horas o un día con el Padre, era muy bien acogido. Con estos visitantes salía don Josemaría de paseo por la ribera del Arlanzón, hacia el monasterio de Las Huelgas o hasta la Cartuja. Otras veces subía con ellos a la torre de la catedral, a contemplar desde lo alto el espinazo de las bóvedas, los pináculos y la crestería de piedra labrada recortándose en el azul. Luego, de vuelta al Hotel Sabadell, acababan encerrándose en el mirador para charlar confidencialmente. Y si pasaban la noche en Burgos, les invitaba a asistir a su misa, que solía celebrar de mañana en la iglesia de San Cosme (173).
Pero, como decía el Padre: estar en Burgos no es estar en nuestro centro. Cuando los jóvenes militarizados no podían ir a verle, se desplazaba a su encuentro. Si alguien necesitaba de su ayuda y consejo, no vacilaba en buscarle, por lejos que se encontrara. Hasta Andalucía fue para intentar ver a un joven que se hallaba en apuros (174).
El día 17 de abril estaba en camino. La ruta, a causa de la guerra, no era muy expedita. Don Josemaría, para diversión de sus hijos, prometió escribirles. Con muy buen humor recogía las impresiones del ambiente y lo pintoresco de los personajes con que se topaba. Acababa de llegar a Córdoba; y escribía:
Voy al hotel. ¡Qué saludadores son en Córdoba! Todo el mundo, el saludo militar, al sacerdote desconocido, o el sombrerazo. ¡Otro sombrero cordobé!
En el hotel me dan la habitación número 9. El número que me entusiasma (¡esa teología de las matemáticas!). En León aún conocían mejor el negocio: me dieron el 309: y pensé: el 3, mi Padre-Dios; el , yo, pecador (mea culpa!); y el 9, mis chicos. ¡Qué rebueno es Jesús, que, con tan poca cosa, nos lleva a Él!
Me he puesto a escribir cartas, a estos hijos de mi alma. Llega Miguel: un abrazo. Pax! In aeternum. Anochece y, en confidencia filial, noblemente, con extremada sencillez, desahoga los casi dos años de separación. Y el Padre -muy Padre quiero ser siempre, para todos- da consejos y normas prácticas, y da también -quiero darlo- Amor de Dios y ese cariño nuestro, que es chispazo de aquel Amor.
No vuelve a Alcolea. Se queda conmigo, en la fonda, Miguel. Cenamos. Paseo. Preces. Bendición (175).
Vuelta a Sevilla. Más visitas. Nuevas dificultades. Los trenes venían llenos y don Josemaría no tenía reserva de billete para el tren de la noche. Le aconsejaron desplazarse a Utrera, donde tendría más posibilidades de hallar billete. Andaba muy corto de dinero cuando a las seis de la tarde, ya en Utrera, se acercó a la ventanilla donde expedían billetes y expuso su caso al factor, pues los únicos asientos disponibles eran de primera o segunda clase:
Yo le explico mi caso. Él, paciente y amablemente, me da la tarifa en 3ª, para la que tengo dinero; y en segunda, para la que no me llega el capital. Mira otra vez la tarifa, acortando el trayecto: en segunda, podría justamente llegar a Salamanca.
Había que esperar a que el tren saliese de Cádiz y telegrafiasen a Utrera indicando el número y clase de billetes que quedaban libres. Don Josemaría, con la remotísima esperanza de obtener un billete de tercera clase hasta Burgos, encomendó el asunto vivamente a su Custodio, que ese día causó una auténtica revolución en la taquilla. En efecto, volvió a la estación a las ocho y pico: El factor me ha reservado billete de 3ª, y dice -a mi Santo Ángel Custodio lo encomendé- con pasmo: "hoy telegrafían que venda diecisiete billetes…, y ¡todos de tercera!" Yo no me podía pasmar (176).
Dos noches de tren, y un día en medio; a las cuatro de la madrugada del 23 de abril se presentó don Josemaría en el Hotel Sabadell. A continuación del mes de abril vinieron las visitas y viajes de mayo, sin pausas ni descansos intermedios. El mes de mayo, casi íntegro -cuenta al Obispo de Ávila-, lo pasé de una parte a otra, incluso en la primera línea del frente de Teruel (177). La razón del desplazamiento a un frente, tan peligroso y activo como el de Albarracín (Teruel), fue que llevaba mucho tiempo sin ver a Juan.
* * *
El Señor continuaba dando cohesión, fortaleza y madurez a la Obra. El Fundador, con fino sentido realista de lo que estaba ocurriendo en la historia, y de lo que se avecinaba, escribía: Vamos a encontrar dificultades, pero -¡son tantos los favores patentes de Dios, en estos meses!- las venceremos (178). Estaba repitiendo lo dicho dos semanas antes: Sólo hay motivos de agradecimiento al Señor. Sin embargo, me abruma pensar en lo que se me viene encima (179).
Pero, cuanto mayor era la tensión entre los favores de la gracia y los obstáculos que había de superar, más avanzaba el Fundador y, en su marcha hacia la santidad, arrastraba tras sí a toda la Obra. Claro es que este secreto dato espiritual de su biografía no tiene comprobación directa, pero lo confirman los elocuentes silencios de esta época. Comienzan esos silencios en la primera semana de marzo de 1938, en medio de fuertes tinieblas de desamparo espiritual que le hacían verse desnudo y avergonzado, como nuestros primeros padres al salir del Paraíso. Y, a partir de esas fechas, siguen semanas y meses de silencio en sus Apuntes. Tan sólo, muy de tarde en tarde, accede el Fundador a mostrar las claridades de su unión contemplativa, como ráfagas de luz en la oscuridad de la noche.
El lunes, 6 de junio, anota en sus Apuntes uno de esos serenos resplandores:
Mi oración de la mañana camino de las Huelgas: guiado por S. José, me he metido, con luz del Espíritu Santo, en la Llaga de la mano derecha de mi Señor (180).
Al volver a casa, por la tarde, todavía metido en la llaga divina, escribía a Juan Jiménez Vargas:
Burgos - 6-VI-938.
+ Jesús te me guarde, para Él.
Querido Juanito: Esta mañana, camino de las Huelgas, a donde fui para hacer mi oración, he descubierto un Mediterráneo: la Llaga Santísima de la mano derecha de mi Señor. Y allí me tienes: todo el día entre besos y adoraciones. ¡Verdaderamente que es amable la Santa Humanidad de nuestro Dios! Pídele tú que Él me dé el verdadero Amor suyo: así quedarán bien purificadas todas mis otras afecciones. No vale decir: ¡corazón, en la Cruz!: porque, si una Herida de Cristo limpia, sana, aquieta, fortalece y enciende y enamora, ¿qué no harán las Cinco abiertas en el madero? ¡Corazón, en la Cruz!: Jesús mío, ¡qué más querría yo! Entiendo que, si continúo por este modo de contemplar (me metió S. José, mi Padre y Señor, a quien pedí que me soplara), voy a volverme más chalao que nunca lo estuve. ¡Prueba tú! […]
Siento una envidia enorme de los que están en los frentes, a pesar de todo. Se me ocurre pensar que, si no tuviera bien señalada mi senda, sería magnífico dejar corto al P. Doyle. Pero… eso me iría muy bien: nunca me costó gran cosa la penitencia. Sin duda, ésta es la razón de que me lleven por otro camino: el Amor. Y el caso es que se me acomoda mejor todavía. ¡Si no fuera tan borrico!
Vaya, hijo: Dominus sit in corde tuo!…
Un abrazo. Desde la Llaga de la mano derecha, te bendice tu Padre
Mariano (181).
Había cogido el pulso a ese secreto latir del Corazón de Cristo, no por el camino del temor y de la penitencia sino por el del Amor y la filiación divina.
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Isidoro, en una de las cartas enviadas a los demás miembros de la Obra en zona republicana, les hacía esta consideración: "cuando hemos tenido al abuelo con nosotros no hemos sabido aprovecharnos de él. Muchas veces he pensado en ello; es la dinamo potente que nos nutre de energía" (182). El empuje, la fuerza motriz del Fundador provenía de su energía espiritual.
Las cosas que hay que hacer, se hacen, era uno de sus principios establecidos; se comienzan como se puede. No se dejan de hacer, por falta de elementos -de instrumentos-, sino que se comienzan (183).
Estos razonamientos sobre la pobreza y las exigencias apostólicas, explican muchas paradojas de la vida del Fundador. Porque el arte de combinar, en su justa proporción, los medios materiales y los sobrenaturales, es auténtico arte de santidad. En semejantes ocasiones, el resto de los mortales suele pasarse por presunción o quedarse corto, por falta de fe.
Fue en Utrera, antes de coger el tren de vuelta a Burgos, cuando observó don Josemaría que la sotana que le había regalado don Marcelino, de no muy buena tela y de peor confección (y en ello no había tenido arte ni parte el Sr. Obispo), se le desintegraba: porque mi sotana, tantas veces cosida por mí -nos dice-, lleva sueltos los forros (184).
Aunque a veces disponía de dinero para gastos específicos, nunca tenía una peseta para sus necesidades personales. Periódicamente enviaba cierta cantidad al Obispo de Ávila para estipendios de misas de sus sacerdotes, que él, en cambio, no tocaba por haber renunciado a todo estipendio. Éste era el sacerdote que andaba buscando afanosamente un millón, mientras viajaba siempre en tercera clase, y ni comía ni bebía, para no gastar. En la hoja mensual de Noticias pedía a los chicos del frente una limosna, con la que cubrir gastos de viajes e incluso distribuir entre los necesitados (185). Pero tampoco tocaba el Padre esas pesetas. Se atenía rigurosamente a los fondos de la caja en que se guardaban los dineros para hacer frente a los gastos diarios. Tratábase de una caja de madera que había servido de envase a un queso de Burgos. Su contenido no sería tentación para ningún ratero. En cuanto al procedimiento de contabilidad que se seguía era, como explicó un día José María Albareda al Padre, el llamado "vectorial". Es decir, indicando los movimientos de caja con una flecha, hacia dentro o hacia afuera, según se tratase de un ingreso o de una salida. Le cayó en gracia al Padre. ¡Dos matemáticos -Pedro y Paco-, y un investigador -José María Albareda-, que llevaban las cuentas peor que la cocinera de doña Dolores en Barbastro! A partir de entonces los matemáticos se ajustaron al universal: Haber y Debe (186).
En ocasiones extraordinarias, mostrando tangiblemente su fe, don Josemaría prescindía de los ahorros. Así, un domingo por la tarde, preguntó al que hacía de cajero, cómo andaba de fondos. Le contestó que no podrían pagar el recibo del hotel, que el administrador les pasaría al cobro a la mañana siguiente. Pero, ¿queda dinero para merendar?, insistió el Padre, con el fin de levantar el ánimo a los suyos. Y ese día merendaron. El lunes, después de desayunar, llegó un giro de unos miles de pesetas que enviaba, desde Santander, Manolo Pérez Sánchez, otro de los asiduos a Ferraz (187).
Don Josemaría nunca fue olvidadizo a la hora de poner en práctica los propósitos hechos en días de retiro espiritual. En la lista de las resoluciones tomadas en Pamplona se indicaba, muy escuetamente: 4º/ ellas; 5º/ hacer la tesis de derecho (188).
Era de esperar que todas las anotaciones concernientes a la fundación de las mujeres se hallasen entre sus Apuntes íntimos; pero solamente en dos catalinas se menciona, de pasada, algo sobre su apostolado en Burgos con mujeres, en 1938. Carmen Munárriz, la hija del general Martín Moreno, una hermana de Vicente Rodríguez Casado y otras amigas formaban un pequeño grupo, a las que el Padre atendía espiritualmente (Tuve el círculo de estudios con las chicas. Vienen siete, escribe en una de las catalinas) (189). Pensando en el oratorio que instalarían en Madrid, don Josemaría las animaba a confeccionar ornamentos y ropa de altar, para completar el encargo de objetos litúrgicos que había hecho en Pamplona:
Hemos sacado del cajón todos los objetos de culto, que nos hicieron en Pamplona, escribe con entusiasmo. Realmente, son magníficos. Así, estas hijas mías recubren de seda, por dentro, el Sagrario (190).
Estas mujeres, llenas de buenos propósitos, o no llegarían a formar parte de la Obra, o no continuarían. No por ello disminuía el afecto espiritual del Padre por sus almas, ni por sus otras hijas, las que quedaban en zona roja: Hermógenes, Antonia, Lola… Aun con la mordaza que imponía la censura, se palpa el corazón del Padre en sus palabras:
Por cierto -suplica a Isidoro-, que el pobre viejo anda desazonado por las pequeñas nietas que tenía en Madrid: dígale algo de ellas, y de la abuela y las tías. ¡Mucho se acuerda siempre, y con todo cariño! (191).
Isidoro le cuenta, y le oculta. Le cuenta que "la abuela, los tíos y demás familias continúan perfectamente"; y "las pequeñas encantadas de poder ayudar al abuelo cuando venga. Hermógenes continúa haciéndole compañía a la abuela y como disfrutamos de buen tiempo, lo aprovecharán para pasear". Y calla una noticia que hubiese sido cruelmente dolorosa para el Padre: "Desde el último bombardeo a Castellón, por el que quedó destruido el Hospital Provincial, que es donde estaba Antonia, no hemos vuelto a tener noticias de ella. Encomendadla"; esto escribía Isidoro a los de su zona. (Enseguida volvieron a localizar a Antonia Sierra: "Antonia sigue en Castellón y está muy contenta -informaban al Padre-, porque espera ver pronto al abuelo") (192).
Por lo que hace a la tesis doctoral, tampoco perdió el tiempo don Josemaría. Aquel memorable día en que, recién llegado a Burgos, se dirigió al palacio arzobispal para proveerse de licencias ministeriales, el primer sacerdote que encontró en la calle fue don Manuel Ayala, secretario del Seminario y, antes, de la Universidad Pontificia, conocido de años atrás en Madrid. Don Manuel le prometió proporcionarle material para la tesis (193). Era obvio que tenía que empezar de nuevo, pues todos los papeles y notas de investigación sobre la ordenación sacerdotal de mestizos y cuarterones en la América colonial española habían quedado en la residencia de Ferraz. Sin ser demasiado pesimista, podía darlos por perdidos.
Decidió centrar el tema de su tesis, un curioso caso de la historia del Derecho Canónico (194). El monasterio de Las Huelgas Reales, a un kilómetro de las afueras de la ciudad de Burgos, era una fundación erigida por el rey Alfonso VIII, en el siglo XII. Su ámbito comprendía iglesia y capillas, aposentos, patios y huerta. Por corredores y claustros desfilaban más de un centenar de monjas y freiras. En aquel monasterio se casaron príncipes, se coronaron reyes y se enterró allí a varios soberanos. A su frente estaba la Abadesa, prelada de doce monasterios de las Bernardas de Castilla y de León, con señorío sobre medio centenar de villas y lugares; y con jurisdicción exenta, civil y criminal. La Abadesa confería beneficios, aprobaba confesores, daba licencias para predicar, conocía de causas matrimoniales y civiles, exigía tributos, imponía excomuniones. Gozaba la prelada de insignes privilegios; y, en las solemnes visitas de los reyes al monasterio, era de rigor que el soberano cediese la almohada a la abadesa, como si corrieran a la par sus dignidades.
Con esta estampa histórico canónica iba a encararse don Josemaría. (En nuestro siglo, figura nada severa, porque al suprimirse en 1873 las jurisdicciones exentas en España, la Abadesa pasó a depender del Arzobispo de Burgos, con quien tan buena amistad tenía ahora el investigador). Entre viaje y viaje, si es que disponía de unas horas, don Josemaría entraba en el monasterio, cruzaba el compás y se pasaba la mañana en el Contador bajo, adonde las encargadas de la biblioteca le pasaban infolios, librotes y legajos. Empezaba a trabajar temprano, tan pronto se marchaban Pedro y Paco a sus oficinas, después de ayudarle a misa. (Al llegar a Burgos, durante unos meses, solía decir la misa en las Teresianas o en Santa Clara, al lado de la pensión. Después, alternaba; celebrando unas veces en los Carmelitas; otras, en la catedral; y, por larga temporada, acostumbró decirla en la iglesia de San Cosme y Damián, en un altar con un retablo de la Virgen, decorado con abundancias barrocas. No está de más añadir que por esa época había en Burgos más sacerdotes que altares disponibles) (195).
Uno de aquellos días -el lunes 6 de junio, recordamos-, después de decir misa, iba camino de Las Huelgas metido en la Llaga de la mano derecha del Señor. Poco pudo investigar esa semana, porque el martes, a las tres de la tarde, recibió un lacónico telegrama firmado por Ricardo Fernández Vallespín, con un texto de tres palabras: "herido no grave" (196). Sin perder tiempo salió por tren para Ávila; y de allí, a Carabanchel Alto, en el frente de Madrid. Durante el viaje, revolviendo en su imaginación el texto incierto del telegrama, le asaltarían mil pensamientos inoportunos. Del centenar de almas jóvenes que llegaron a componer la gran familia de estudiantes de Ferraz, a esas alturas contábase ya con una decena de muertos. En Madrid murieron: Eraso, Llanos, Gastaca, Suárez del Villar… En los frentes habían muerto Pepe Isasa y Jacinto Valentín Gamazo, ambos miembros de la Obra; y Jaime Munárriz, estudiante de Medicina, uno de aquellos primeros que fueron a Porta Coeli. En los momentos de alta fiebre, Jaime clamaba, llamando a don Josemaría. (Los nombres de los muertos aparecían mensualmente en las hojas de Noticias. ¡Qué grupo tenemos en el Cielo! (197), decía a los suyos don Josemaría).
El sábado, a las cuatro de la madrugada, con tres noches sin pegar ojo, regresaba el Padre a Burgos. Luego escribiría a Juan Jiménez Vargas:
¿Ricardo? Es milagroso que la bomba de mano, que le hirió, no le matara. Tiene un montón de heridas en todo el cuerpo: un verdadero tatuaje. Y, sin embargo, sólo tres o cuatro son de alguna importancia, aunque no graves […]. Espero que se reponga pronto y que no quedará más mal recuerdo que el susto.
¡Qué impresión, ver Madrid tan cerca! Casi -sin casi- es estar en Madrid. Pasé mal rato (198).
Después informa a Isidoro del percance de caza sufrido por Ricardo. ¿Cómo iban los de Madrid a imaginarse que habían tenido al Padre a tan poca distancia? Pero el corazón del Padre sí que había acusado dolorosamente la proximidad. Un oficial, compañero de Ricardo, llevó al sacerdote al observatorio de Carabanchel desde donde, con el anteojo de la batería, se paseó por Madrid (199).
Con este motivo -sigue contando a Isidoro-, el abuelo se ha dado doblemente malos ratos: por el nieto y porque estaba a seis o siete kilómetros de su nieto Álvaro, a quien le tienen prohibido visitar. Contempló, sin embargo, con unos gemelos magníficos, la casa y todos los alrededores; y pudo hacerse la ilusión de que estaba donde el corazón quería. De hecho se encontró a menos distancia de Álvaro que cuando estuvo en el manicomio (200).
Cómo ansiaba el Padre abrazar a todos los de su familia:
Pero el negocio es el negocio, y son necesarias esas separaciones. ¡Cuántas veces hubiera vuelto a mi país, antes de llegar a Francia, si no lo hubiera evitado Jeannot! Ha sido mejor que viniera, porque no se puede ni soñar la labor que se ha hecho (201).
En los frentes en donde estaban destinados algunos de sus hijos -Teruel o norte de Aragón-, se habían librado luchas enconadas. En marzo de 1938 había dado comienzo la ofensiva nacional para alcanzar el Mediterráneo; en junio se conquistó Castellón. Pero después se volvieron las tornas, y en la última semana de julio se inició una espectacular ofensiva republicana (202). El Padre se sentía orgulloso de haberse dejado llevar por el cariño hasta la primera línea del frente de Teruel, para visitar a Juan (203). Durante esos meses no se concedían permisos para dejar el frente. ¿Por qué no hacerse capellán castrense honorario, como le propuso tiempo atrás el general Orgaz, y así podría atender a los suyos? (204).
Don Josemaría adivinaba a medias los inconvenientes, que eran grandes, porque aquellos centros de enseñanza militar tenían ya sus capellanes. En cuanto a intentar un nombramiento de capellán efectivo, él mismo exponía al Obispo de Pamplona las desventajas que representaría el estar adscrito y sujeto a una determinada unidad, perdiendo la libertad para desplazarse a otros frentes (205).
Con mucho juicio opinaba el Prelado de Pamplona que el caso debería tratarse directamente con las autoridades militares. Así fue como se pensó en nombrarle asesor jurídico militar, adscrito al Servicio Nacional de Asuntos Eclesiásticos (206). De todas formas, don Josemaría deseaba contar con el beneplácito de Mons. Eijo y Garay, que ya tenía noticia del asunto a través del Vicario General de Reorganización, don Casimiro Morcillo. Y para facilitar el dictamen del prelado, le hacía unas observaciones; partiendo de la base de que mi vocación es ser sacerdote cien por cien (207).
En el entretanto se había producido un inolvidable acontecimiento, que enseguida nos saldrá al paso.
* * *
La víspera del percance de caza de Ricardo, don Josemaría se enteró de que don Carmelo Ballester paraba en Burgos, en el Seminario. El padre Ballester era autor de la edición del Nuevo Testamento que le había regalado en Pamplona don Marcelino, y cuyo texto utilizó durante su retiro espiritual. El 15 de mayo fue consagrado obispo de León. No pudo asistir a la ceremonia don Josemaría, por hallarse de visita en el frente de Aragón; pero envió a don Carmelo como regalo una bandeja de plata, que llevaba grabado el blasón del nuevo prelado. (El regalo es modesto, pero simpático. Además él se lo merece, …aunque no nos comprenda ¡por ahora!, dice a José María Albareda) (208).
Don Carmelo invitó al Padre a pasar unos días con él en su palacio de León. León se encontraba a mitad de camino entre Burgos y Santiago de Compostela, por lo que, falto de tiempo, don Josemaría calculó meticulosamente las fechas para matar varios pájaros de un tiro. Su intención era llegarse hasta el sepulcro del Apóstol, a ganar el jubileo y a pedir por todos (209). Siguiendo la secular tradición de las peregrinaciones medievales a la tumba de Santiago el Mayor, los devotos venían a lucrar las indulgencias concedidas en el Año Santo, que era aquél en que el 25 de julio, fiesta del Apóstol patrono de España, caía en domingo. Año Santo fue el de 1937, que se prolongó hasta 1938 a causa de las difíciles circunstancias de la guerra.
La noche del 15 de julio estaba don Josemaría en León, mimado por este Santo Sr. Obispo, como escribía a los de Burgos desde el palacio episcopal, suplicándoles oraciones: Pedid por mí: que este Jubileo jacobeo me limpie y me encienda el alma (210). Cubrió todos los objetivos del viaje: habló de la Obra con don Carmelo; llevó consigo a la peregrinación a don Eliodoro Gil, el párroco que preparaba las hojas de Noticias a multicopista; y les acompañó Ricardo, que se les agregó en León el 16 de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, onomástica de don Carmelo.
El 18, después de decir el Padre misa en las Teresianas, fueron los tres a la estación. Acababa de arrancar el tren y se quedaron en tierra. Remedió el percance don Eliodoro, el cual contrató a un taxista, feligrés de su parroquia, que les llevó en coche hasta Veguellina de Órbigo, a 30 kilómetros de León, donde alcanzaron al tren de Galicia. El suceso quedó bien prendido en la memoria de don Eliodoro, porque don Josemaría les dio -a él y a Ricardo- una meditación, de camino entre León y Veguellina. Cruzaban la vega feraz del Órbigo, entre campos de alfalfa, remolacha y lúpulo, cuando pasó el coche junto a una noria. Un borrico caminaba por el lendel con los ojos vendados, sacando el agua, que corría abundante por la acequia. Inspirándose en esta escena, les habló el sacerdote del trabajo monótono, perseverante, aparentemente sin fruto, pero imprescindible para dar lozanía al huerto. Después, elevando la parábola del burro a nivel espiritual, les hizo considerar la importancia de saber obedecer humildemente: recorrer el camino justo, con los ojos vendados, iluminados por la luz interior de la fe, sabiéndonos instrumentos en las manos de Dios (211).
En Santiago se alojaron en la pensión La Perla. Al día siguiente, martes, 19 de julio, celebraba el Padre en la cripta, donde se veneran los restos del Apóstol. Le ayudó a misa Ricardo. ¡Cuánto se acordó de la familia, y de la abuela, y de tía Carmen y de tío Santi! (Esto escribe a Isidoro, para consuelo de los de Madrid, y demás de la Obra) (212).
* * *
Tras la anotación del 6 de junio (la de su refugio místico en la Llaga de la mano derecha del Señor), que se corresponde con la carta a Juan Jiménez Vargas, sobreviene en los Apuntes un insólito vacío de dos meses, interrumpido tan sólo por una catalina que comienza con la advertencia siguiente: Martes 2 de agosto. Creo que debo anotar la lección que ayer nos dio el Señor sobre la Caridad (213).
El suceso, que se recoge por extenso, pero no por entero, es trágico, ciertamente. Es uno de esos casos que turbaban desapaciblemente el ánimo de Pedro Casciaro, hasta el punto de "traumatizarlo", como él dice. Acababa el Padre de regresar de Santiago, el 20 por la tarde, cuando Pedro le notificó que, estando ausente de Burgos, habían preguntado por él desde la Vicepresidencia del Gobierno; y que días más tarde había ido al hotel un policía, de parte del comandante Gallo, de la Vicepresidencia, rogándole que pasase por la Casa del Cordón, donde tenía el despacho. Se presentó allí don Josemaría al día siguiente y don Primitivo Vicente Gallo, comandante Secretario, le pidió informes sobre Pedro Casciaro y su padre. Se los di cumplidamente en cuanto al chico -refiere don Josemaría-, y diciéndole lo que sé de las actividades buenas del padre, aunque sea en Albacete directivo de izquierda republicana… (214).
Por lo visto, le había llegado al comandante Gallo una muy seria acusación contra Pedro Casciaro. A saber, que su padre era masón y comunista; responsable, si no copartícipe, en las muertes de mucha gente de derechas en Albacete. Y que el hijo, también comunista activo, había pasado a la zona nacional para hacer espionaje desde el Cuartel General de Orgaz (215). (El comandante, que había hablado anteriormente con el general Orgaz, y sabía por éste que el puesto de confianza que Pedro tenía en el Gabinete de Cifra del Cuartel General, de donde salían las órdenes secretas, se debía a una recomendación de don Josemaría, expuso al sacerdote en qué consistía la denuncia).
Esas gravísimas acusaciones resultaban difíciles de desmentir ante un tribunal militar en juicio sumarísimo. En efecto, ninguno de la Obra había estado en Albacete al tiempo de los sucesos mencionados, aparte de que existía un aparente fondo de verdad, si se atenían a los hechos, puesto que el Sr. Casciaro ejercía todavía un cargo político. La denuncia había sido presentada ya por vez tercera y era preciso aclarar la situación cuanto antes. Los acusadores eran el matrimonio Bermúdez, marido y mujer. El comandante Gallo aconsejó, por tanto, a don Josemaría que fuesen a visitar a ambos cónyuges para ver el modo de acallar el asunto (216).
Provenían los Bermúdez de la clase media de Albacete: familias de terratenientes, industriales y funcionarios. A poco de proclamarse la República, don Jorge Bermúdez, hombre de derechas, trabajaba como empleado de la Delegación de Hacienda de Albacete; mientras el Sr. Casciaro, catedrático de Instituto, era militante de izquierdas. Ni se trataban ni existía entre ellos enemistad personal de ninguna clase. Los Bermúdez tenían buena posición social y económica y vivían casi enfrente de la casa de los Casciaro; pero, a resultas de un revés de fortuna, hacia 1934, tuvieron que liquidar sus bienes en pública subasta, y trasladarse a otra capital. En 1936 se establecieron en Burgos y, al tiempo de la denuncia, don Jorge era Administrador de Propiedades y Contribución Territorial en la Delegación de Hacienda, puesto de prestigio e influencia oficial. Casualmente, días atrás, en una calle de Burgos, se habían encontrado cara a cara Pedro y la esposa de Bermúdez, doña Teresa Gallego. El encuentro suscitó sorpresa y desagrado mutuo. No se habían visto desde la subasta privada que habían hecho de algunos enseres del hogar antes de salir de Albacete. Pedro recordaba haber comprado en aquella ocasión una araña, una armadura y unas espadas tagalas, regateando el precio a la señora Bermúdez (217).
El lunes, primero de agosto, se habían puesto de acuerdo en que, por parejas, visitarían a la misma hora, y separadamente, a marido y mujer. Así, pues, a las diez de la mañana, el Padre, acompañado de José María Albareda, se dirigió a la oficina del Sr. Bermúdez; mientras Pedro y Miguel Fisac, que se encontraba de permiso ese día en Burgos, fueron a ver a la esposa. Todavía en la calle, antes de entrar en el local de Hacienda, el Padre rezó al Santo Ángel Custodio del señor a quien iba a visitar y al de José Mª y al Relojerico, para que la entrevista se deslizara con toda suavidad (218).
Les recibe el Sr. Bermúdez en su despacho. De entrada se sulfura, teniendo que recordarle el sacerdote que han ido caballerosa y cristianamente a tratar ese asunto enojoso. Y, en primer lugar, ¿cómo es posible que afirmara calumniosamente su mujer que ha visto a Pedro hacer propaganda del Frente Popular en Albacete durante las elecciones de 1936, si Pedro estaba entonces en Madrid en la residencia de Ferraz?
- No creo que el Señor le diera ubicuidad, para que obrara contra su Causa, apunta don Josemaría.
Por un instante vino a la memoria del funcionario la imagen fugaz de dos niños, de Rafael, su hijo menor, y de Pedrito, volviendo juntos a casa, allá por 1929, de sus excursiones con los Exploradores de España:
- Es verdad que "Pedrito" era un niño bueno…, pero ahora es hombre y puede que haya venido a hacer traiciones, de acuerdo con su padre… ¡que es rojo!
Sale de nuevo el sacerdote en su defensa:
- Yo trato a "Pedrito", día por día, desde que es "hombre", y respondo de él; es falso lo que afirma su mujer, con todos los respetos para ella.
El señor Bermúdez no quiere dejarse convencer. Insiste. Repite sus acusaciones contra el Sr. Casciaro. Rechaza obstinadamente cualquier testimonio favorable:
- ¡Debieron fusilarlos, en vez de meterlos en la cárcel, cuando Albacete fue nuestro!
Con mucha presencia de Dios, con suavidad, sin alzar la voz, el sacerdote le asegura que él pondría las manos en el fuego por Pedro.
- Va V. a quemarse, le advierte el funcionario; -que no sea al fuego lento, agrega con ironía.
Pero, ¿cómo se atrevía a decirle a él, un sacerdote que conocía a Pedro muy a fondo, que el chico no era buen cristiano, buen estudiante y buen español?
- Si es así, daremos gracias a Dios, y me alegro, concede con sorna el Sr. Bermúdez, que no tiene cara de fiesta y comienza a mostrar la más cerrada intolerancia.
- Pero V. ¡dejaría tres españoles de cada cien!, protesta el sacerdote.
- Así hay que hacer -contesta imperturbable el Sr. Bermúdez-, si no, no habremos logrado nada.
Condenó el sacerdote la vileza de semejante actitud y puso a la vista de aquel hombre las muchas deudas que tendremos que saldar el día del juicio, que bien pudiera estar cercano. ¿Y si el Señor le pidiera cuenta, aquel mismo día, de lo que pretendía hacer? Pero ni aun así lograba don Josemaría ablandar el corazón de aquel hombre, que repetía con rencorosa obstinación:
- El padre y el hijo la tienen que pagar.
- Eso no es cristiano: V. habría mandado a S. Agustín al infierno.
- El padre y el hijo la tienen que pagar, insistía el Sr. Bermúdez (219).
(Transcurrió la entrevista dentro de los términos de la corrección. Nos dimos la mano, y a la calle, se lee en la catalina).
Salió el Padre silencioso y entristecido del despacho de Bermúdez, impresionado por el tono duro y cortante que mantuvo el funcionario hasta el último momento. "Bajó las escaleras del edificio muy recogido, casi con los ojos cerrados y dijo, como pensando en voz alta: mañana o pasado, entierro" (220). Luego fue a contar la entrevista al comandante Gallo.
Entretanto, Pedro y Miguel conferenciaban con la señora de Bermúdez en su domicilio de la plaza de Primo de Rivera. La conversación no pudo ser más agria. La señora se encaró con Pedro. Ella tenía dos hijos militarizados, uno de ellos en el frente; ¿era justo que mientras ellos se jugaban la vida, él estuviese tan ricamente en retaguardia, haciendo espionaje para los rojos? Intervino Miguel para defender a Pedro. Se enzarzaron acaloradamente. Se cruzaron insultos; y les juró que no quitaría ni una letra de la acusación presentada por su marido. Pedro, profundamente abatido, se volvió a la oficina de Los Pisones.
(La entrevista de los chicos con la señora -se lee en los Apuntes- fue terrible: llegó a decir al hijo que "haría todo el mal que pudiera a su padre") (221).
Acompañado de Miguel, reconcentrado, en silencio, comió el Padre. Subieron luego ambos al cuarto del hotel. Continuaba el sacerdote ensimismado, con una idea clavada en la mente. Por la tarde, repetidas veces me vino al pensamiento -escribirá más adelante- que aquella familia iba a tener una desgracia. Pensé en un hijo que tienen en el frente. Ante el mirador, sentado en uno de los silloncitos de mimbre, con la mirada perdida y en oración, se sintió interiormente coaccionado para decirle a Miguel: mañana o pasado esa señora tendrá entierro; habrá que darle el pésame (222).
A media tarde -prosigue el relato- salimos Miguel y yo a dar una vuelta: como es costumbre en Burgos, había una esquela de defunción en una esquina: era del señor, a quien vimos José Mª y yo por la mañana. Se me escapó: "entendí que era el hijo". Miguelito cambió de color: "a la hora de morirse este hombre, lo decía V."
Rezamos por él el Sto. rosario y hoy celebré por su alma la Misa. No prejuzgo. Confío en que este hecho objetivo innegable sólo es, para nosotros, una lección de caridad.
Nunca me he visto tan miserable como esta temporada (223).
A última hora de la tarde volvió Pedro del cuartel de Los Pisones. En el hotel, procurando que no se impresionara demasiado, le contó el Padre la visita por la mañana al Sr. Bermúdez y su repentina muerte poco después, ya que él y Miguel habían visto su esquela mortuoria al pasar junto a la iglesia de la Merced. Pedro, al oír la noticia, sintió un extraño malestar. No se tenía de pie y fue a tumbarse al fondo de la habitación, en la cama del Padre, que, en voz baja, le tranquilizaba por la muerte del señor Bermúdez, porque "estaba moralmente seguro de que Dios Nuestro Señor se había apiadado de su alma y le había concedido el arrepentimiento final; y añadió que desde que salió de su despacho no había dejado de rezar, tanto por él como por sus hijos" (224).
Cuando se hubo repuesto le indicó el Padre que volviese al cuartel a pedir al capitán Martos, del Gabinete de Cifra, tres o cuatro días de permiso para ir a Bilbao con su tío, por sentirse físicamente agotado. De camino, al pasar delante de la iglesia de la Merced, pudo comprobar Pedro, por sí mismo, que allí había una esquela de don Jorge Bermúdez. El capitán Martos debía estar ya al tanto de los hechos. Era de por sí hombre ligeramente supersticioso. No tuvo inconveniente en conceder el permiso: "Por supuesto, Casciarito, vete a descansar; bien sabes que siempre te he estimado, ¿no tendrás nada contra mí, verdad?"
"Aquella misma noche salí para Bilbao", refiere Casciaro. "En Bilbao fui serenándome aquellos días, aunque quedé impresionado para toda mi vida" (225). (Cuando esto escribía era el año 1979).
* * *
Ensimismado, concentrado en oración, como traspuesto, estuvo el Padre desde que salieron del despacho de Bermúdez. Recordemos que esto le había ocurrido ya en otras ocasiones: ese soñar despierto que me hace conocer a veces cosas futuras o lejanas, nos cuenta (226). La intimidad con el Señor, los fenómenos sobrenaturales extraordinarios -iluminaciones, locuciones interiores, don de lágrimas, discernimiento de espíritus, socorro de la Virgen o de los Ángeles Custodios- eran cosa corriente en su vida. Tan hecho estaba don Josemaría a las intervenciones del Señor, que se mantuvo sereno, sin prejuzgar, viéndose miserable, y no sacando de todo ello otra enseñanza que una lección de caridad (227).
Tal vez, al leer y meditar despacio la catalina de lo sucedido el 1º de agosto, se sorprenda el lector de la serena reacción de don Josemaría. No podía ser de otro modo, dada su profunda y abundante experiencia de cómo se comporta Dios con los hombres. En contraste con la serena actitud del Padre, todos a su alrededor sintieron, de una u otra forma, terrible desasosiego ante el caso del Sr. Bermúdez. Mientras tanto el Fundador proseguía, con naturalidad, el curso de su vida contemplativa en medio del mundo, del trabajo y ocupaciones diarias, y de este suceso alarmante.
Considerado de cerca, el hecho que nos ocupa -uno más entre los muchos extraordinarios de su vida- presenta dos aspectos. Uno de carácter perturbador y dramático. Otro, en cambio, de salvadora purificación. Inquietante es fijar la mente en el cumplimiento inexorable de una terrible predicción. Lo saludable, por el contrario, es saberse protegidos por el poder omnipotente de nuestro Padre Dios. En el primer caso ponemos el acento sobre el don de profecía. En el segundo, sobre el amor.
El toque encendido del dedo de Dios cauteriza, ciertamente; pero al mismo tiempo, sana. Por eso en las visitaciones divinas, con frecuencia dolorosas, el Fundador veía mimos y caricias paternales, muchas veces más allá del entendimiento humano; aunque siempre salvadoras. Acostumbrado ya a tales intervenciones sobrenaturales, el episodio de Burgos lo califica don Josemaría de lección de caridad: Dios salía en defensa de los suyos. El Fundador se abstiene en sus Apuntes de juzgar a nadie. Pero, con el suceso todavía fresco en la memoria, en una carta escrita a la semana siguiente, el 11 de agosto, se lee, de su puño y letra, esta consoladora experiencia: Dios sabe mucho y obra, ¡siempre!, amorosamente (228).
El 17 de agosto, de vuelta de Bilbao, se encontró Pedro Casciaro en la calle a uno de los hijos del Sr. Bermúdez, teniente provisional de Infantería. "Cuando iba a despedirme -escribe al Padre el 18 de agosto-, le pregunté si era verdad que había tenido aquella desgracia; me dijo que sí, que fue en la Oficina sin darse cuenta siquiera y cuando estaba hablando su padre con un compañero. Parece que ha sido una angina de pecho. Le di el pésame". A vuelta de correo, desde Vitoria, envió el Padre una carta a sus hijos de Burgos (Pedro, Paco y José María) con una misteriosa postdata, y con un simple comentario: No me extraña lo del hijo de aquel señor, porque Dios sabe hacer las cosas bien. ¡Qué Padre es! (229).
A las anteriores noticias agrega Pedro Casciaro unas parcas, pero definitivas, pinceladas. Aun siendo tan terriblemente inquietante este episodio, el cronista no debe callar los pormenores. A las pocas semanas de la muerte de don Jorge se mató su hijo Rafael, el aviador. Cuando Pedro notificó al Padre la triste noticia, éste comentó con dolor: Hasta cierto punto, era de esperar… encomiéndale; yo también lo haré.
"Algunos días después -refiere Casciaro-, me encontré a la viuda de don Jorge en la iglesia de la Compañía. Al darme cuenta de que era ella, salí lo más inadvertidamente que pude de la iglesia, pero me vio; y me pareció advertir que me miró con ternura" (230).
El mismo 2 de agosto de 1938, en que escribía esa larga catalina sobre el celo amoroso de Dios para con los suyos, don Josemaría partió para Vitoria con objeto de resolver unas cuestiones sobre la tesis de doctorado y sobre su encargo como Rector de Santa Isabel. El Obispo, en cuya casa se hospedaba, le pidió que diese dos tandas de ejercicios espirituales: una al clero diocesano y otra a la comunidad de monjas que atendían el palacio episcopal. No pudo negarse y aceptó, contando con el permiso presunto de don Leopoldo Eijo y Garay, que era su Prelado.
Había sido invitado también don Josemaría por el Obispo de Ávila a pasar con él unos días antes de dar los retiros de Vitoria; y desde Ávila escribió a sus hijos el 8 de agosto, contando pormenores del viaje y haciéndose lenguas de las virtudes del Prelado: Esta mañana celebré después que acabó su Misa el Prelado. Cada instante veo más detalles de perfección en la vida de este bendito Señor Obispo. El Señor haga que sepa aprovecharme de estos ejemplos, llenos de sencillez y naturalidad (231).
Don Santos accedió, con sumo gusto, a guardar en Ávila los libros y todos los objetos que habían ido recogiendo para el futuro oratorio: tabernáculo, vasos sagrados, candeleros, ornamentos… Y don Josemaría, con unos días de tranquilidad, como raras veces había gozado, se dedicó a preparar los cursos de retiro que iba a dar en Vitoria. Así lo comunicaba por carta a los de Burgos:
¡Qué bueno -santísimo- es este Señor Obispo! Esto es una escuela de todas las virtudes, con un fundamento de humildad que las llena de fortaleza. Consuela ver cómo nos quiere. Aquí me tenéis como en mi propia casa: sólo me faltáis vosotros, pero, ¡si supierais cuánta compañía os hago, a cada uno, durante el día y durante la noche! Es mi misión: que seáis felices después, con Él; y ahora, en la tierra, dándole gloria (232).
Y con la pluma en la mano, una vez que empezaba por escribir a los de Burgos tenía que continuar con el resto: con José Ramón, que se encontraba enfermo; y con Ricardo, que había recibido, con semanas de retraso, la noticia de la muerte de su hermana y de su abuela, y cuyo padre había fallecido recientemente:
¿A qué te voy a hablar -le escribía- de la participación que tengo en tu dolor, si todos tus dolores son dolores míos?
Supimos la muerte de tu padre (q.e.p.d.) casi cuando caíste herido. ¿Quién te iba a decir nada, entonces? Me limité a hacerle todos los sufragios que pude y a escribir (dos veces), para que estuvieran atendidos los tuyos económicamente. Otra cosa no se podía.
Las otras defunciones no las conocía: haré sufragios también […].
¡Cómo siento que no te pueda abrazar! Con el deseo, me pongo a tu lado, para decir al Señor: Fiat…
El pobre Josemaría querría decirte, sin llorar, que es ahora más Padre tuyo, si cabe.
Un abrazo muy fuerte y te bendigo
Mariano (233).
Y, una vez puesto a escribir, ¿cómo olvidar a los de la zona republicana, sabiendo que Álvaro y algún otro estaban preparando la salida de Madrid? El Padre los traía de continuo en su pensamiento y en sus oraciones:
¡Peques! ¿Dónde estarán ahora aquellos criotes míos, que iban a pasarse por el frente? ¿Seguirán en Madrid? Dominus sit in itinere eorum!… (234).
Luego de pasar tres días en el hotel Sabadell, salió el 17 de agosto para Vitoria. Fechada el 20 de agosto de 1938 se encuentra entre sus Apuntes una catalina aislada, en pleno curso del retiro que estaba dando en el palacio episcopal a la comunidad de Terciarias Capuchinas. Dice así:
Me veo tan miserable que muchas veces asomo la cabeza al oratorio, para decirle a Jesús: "no te fíes de mí… yo, sí que me fío de ti, Jesús… Me abandono en tus brazos: allí dejo lo que tengo, ¡mis miserias!" Si no lo hiciera de este modo, ante la turbamulta de cosas que llevo dentro de mí, creo que me volvería loco. Abandonarme en Jesucristo, con todas mis miserias. Y lo que Él quiera, en cada instante, fiat!
Monstra te esse matrem.
Las monjitas creo que hacen muy bien sus ejercicios (235).
El trabajo en aquel palacio episcopal, por los muchos sacerdotes refugiados que venían de la zona republicana, era grande. Las monjas, no obstante, se turnaban y preparaban las cosas de manera que no se perdían ni una sola de las pláticas que les daba don Josemaría: "Con qué impaciencia esperábamos sus meditaciones", dice una de ellas; "nos llenaban de deseos de enamorarnos más y más de Jesucristo. Yo nunca he tenido unos ejercicios espirituales semejantes: unos ejercicios que no olvidaré mientras viva y que me han servido siempre" (236).
Al cabo de los años no todas recordaban los temas de sus meditaciones, pero sí el que frecuentemente apuntaban a la necesidad ineludible de buscar la santidad: "no recuerdo los temas concretos de las pláticas, pero siempre he tenido presente que no tengo más remedio que ser santa", refiere sor Ascensión. Se les quedaba a las ejercitantes, muy grabada, la fe palpable de don Josemaría en la presencia real del Señor. Se conmovían al observar cómo el sacerdote "se volvía hacia el Sagrario y hablaba con el Señor como si lo estuviera viendo: "Jesús, estoy loco de amor, haz que también ellas se vuelvan locas por el Amor tuyo"" (237), le oían decir en alta voz.
Las virtudes del sacerdote les entraban por los ojos. La hermana Elvira, junto con la hermana Juana, se ocupaban de arreglar su habitación. Por la mañana encontraban deshecha la cama, pero de tal modo, que era evidente que el sacerdote había dormido en el suelo. En cuanto a la comida, sor Elvira recordaba que su único desayuno consistía en un dedo de café con leche, y nada más.
¡Virgen Santísima! Las monjas se hacían cruces al ver los costurones y remiendos que llevaba su sotana por la espalda. Don Josemaría era un santo, se decían. (Era auténtica pobreza, quién lo duda. Pero, sobre la pobreza, pesaba un desaguisado lamentable, que debía imputarse, no al sacerdote, sino a Pedro Casciaro y Paco Botella, confabulados en la fechoría). Y, antes de entrar en el triste percance de la rasgadura de la sotana, recojamos el compasivo testimonio de sor María Loyola: "Vivía en la más absoluta pobreza: sólo tenía una sotana y en cierta ocasión nos la dio para que se la cosiéramos; estaba hecha jirones: intentamos arreglársela lo mejor posible y con prisa, porque él se quedó en su habitación esperando a que terminásemos. La ropa interior la tenía tan rota que no había modo de meter la aguja en un trozo de tela que no estuviese "pasada", hasta tal punto que la Madre Juana decidió comprarle dos mudas" (238).
La actuación de Pedro y Paco para obligar al Padre a comprarse en Burgos un sombrero nuevo fue todo un éxito. Se trataba del sombrero que don Marcelino le había dado. El uso, el sol y las lluvias lo dejaron en un estado lastimoso. Aprovechando, pues, unos momentos en que don Josemaría estaba en la calle, no se les ocurrió otra cosa que recortar unos trocitos con las tijeras, e irlos metiendo en los sobres ya preparados para enviar las hojas de Noticias al frente. De seguro que todos agradecerían esas reliquias del Padre. Pero don Josemaría, que no participaba de tales entusiasmos, después de soltarles una buena reprimenda, se compró otro sombrero.
La operación sotana, en cambio, fue todo un fracaso. La prenda tenía pocos meses, mucho uso, y estaba hecha de mal género. Puestos de acuerdo, en la primera ocasión en que el Padre echó la cortinilla y se retiró a su alcoba, dejando la sotana en el cuarto, Pedro y Paco se apresuraron a rasgarla por la espalda. Cosa nada difícil, pues la tela estaba pasada. E inmediatamente salieron deprisa para el cuartel de Los Pisones, con la esperanza de que el Padre se apresuraría a comprarse otra. Al volver encontraron al sacerdote recosiendo el rasgón, con sus cinco sentidos en la tarea (239). No les dijo nada. Era el período más caluroso del verano y, al verle, muchos se preguntarían por qué salía a la calle don Josemaría con dulleta encima de la sotana.
* * *
El 26 de agosto regresaba a Burgos, para viajar de nuevo el 28 a Logroño, acompañado de Pedro, Paco y José María Albareda. Su cariño de Padre le llevaba a pasar unas horas con José Ramón Herrero Fontana, todavía convaleciente de una enfermedad. Dando un paseo por la ciudad, se despertaron en su alma viejos recuerdos de adolescencia, unos gratos y otros dolorosos: la ruina familiar y la salida de Barbastro, los estudios de bachiller, las huellas en la nieve de los pies descalzos de un carmelita… (Por cierto, al poco de llegar a Burgos, se encontró con el padre José Miguel en el convento de los carmelitas de Burgos) (240).
El 3 de septiembre salió para Vitoria, y de allí para Vergara donde tenía que dar ejercicios espirituales a los sacerdotes de la diócesis. Los había preparado cuidadosamente y pedido a muchas personas oraciones y mortificaciones por los ejercitantes. El tema central de sus predicaciones era: Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Sobre ese retiro espiritual hay una breve anotación en sus Apuntes:
Vergara, 7 de septiembre, 1938. Estoy contento de los ejercicios. Hay cincuenta y cinco Srs. Sacerdotes, que escuchan con mucha atención y parecen muy recogidos.
La Ssma. Virgen me ayuda (241).
No todos eran sacerdotes. Entre los asistentes habían algunos ordenandos, como Guillermo Marañón, el cual, como todos los demás, estaba pendiente de la palabra de don Josemaría. "Su amor a Cristo Sacerdote se traslucía en todas sus palabras", refiere el entonces seminarista. Y continúa: "Se le veía un hombre de vida interior muy intensa y elevada, que trataba de infundir en nosotros lo que ya en él era vida, experiencia, camino andado. En sus palabras, claras, ordenadas, cultas, se traslucía una fe coherente y muy profunda, eran "dardos encendidos"" (242).
Con la misma fecha que la mencionada catalina del 7 de septiembre, envió una carta a sus hijos, hablándoles de los ejercicios en Vergara:
Es una tanda fervorosa: mi Madre Santa María -es un hecho objetivo- me mueve, para que les mueva. ¡Qué… ¡Madre! es la Señora! Decidle algo de mí, en el Pilar: besadlo, de mi parte. A veces, en las pobres almas atribuladas, parece que es lo único recio -ese Amor a la Virgen- que queda en pie. ¡Qué buena es! (243).
* * *
La coherencia existente entre la vida interior y el comportamiento de don Josemaría, a que alude el ordenando de Vergara, era manifiesta. Porque así como la gente, en su modo de obrar, y hasta en la moda y convencionalismos sociales, revela gustos personales y tendencias íntimas, así también el Padre daba claras señales de lo que era su vida interior. Es decir, su unión con Dios y su encendimiento apostólico. De tal modo se cumplía en él esta regla, que su vida contemplativa se trasparentaba en la palabra, en los gestos y actitudes, dándose la mano con otras notas de su carácter para perfilar una personalidad maciza, un talante de una sola pieza.
La palabra, principalmente, era el medio con que expresaba los estados de su alma. Aquel: Jesús, estoy loco de amor, haz que también ellas se vuelvan locas por el Amor tuyo podía definirse como dardo encendido, que llenaba a las monjas de Vitoria en deseos de enamorarse del Señor. Y, por si no bastaba a mover las almas, el lenguaje del predicador venía arropado en el gesto, en el timbre de su voz -inconfundible, grave, vibrante, varonil-, en una amplia escala de tonos, en la rapidez del pensamiento y en la elocuencia de la exposición.
Don Josemaría, que poseía por naturaleza el don de la palabra, adquirió también maestría en el arte divino de tocar el alma del lector. Con la pluma en la mano, tenía gran facilidad de estilo y perfecto dominio de todas las capas del lenguaje, para vaciar fielmente en el papel pensamiento y afectos. Por necesidades apostólicas, se vio obligado a cultivar el género epistolar desde muy temprano, como hemos visto. Y si bien puede decirse que la personalidad de don Josemaría queda reflejada en sus cartas, no es menos cierto que existe una sutil armonía entre su temperamento y estados de ánimo, por una parte, y el instrumento material de la escritura por la otra. ¿Hasta qué punto ese instrumento, esto es, la pluma, se prestaba a dar plasticidad y tono a la palabra escrita del Fundador?
Parece ser que todo empezó el día en que estalló la revolución, al dejar en Ferraz 16 su vieja pluma. Usó otra distinta en el Consulado. Y, en la correspondencia de 1938, se alternan y suceden varias plumas. En consecuencia, hay más de una docena de cartas de ese año en que don Josemaría manifiesta su desazón al tener que manejar plumas extrañas, que no se acomodan ni a su puño ni a su carácter. Enseguida comienza a protestar y bromear contra ellas: Te estoy escribiendo -le dice a Paco Botella- con la plumita de José Mª, que me pone nervioso con sus finuras. Si no corre abundante la tinta por los anchos trazos, calificará a la pluma de desastre; y, si, por el contrario, deja caer algún borrón, dirá que tiene incontinencia (244).
Su escritura es inconfundible. Por eso sorprende ver algunas cartas con renglones desiguales y letras débiles, como la que escribió un día, haciendo espera para obtener un salvoconducto. Dándose cuenta de ello, aclara, escribo con una pluma rota, más antipática que la espera (245). Por sus manos pasó, sin embargo, alguna que otra buena pluma, de la que se desprendió generosamente al comprobar que alguno de sus hijos carecía de ella. A los pocos días del regreso de su peregrinación a Santiago de Compostela, después de haber perdido una pluma vigorosa, escribía a los de Burgos: comienzo a escribiros, con una plumica fina, fina […]. ¡Paciencia! Debí haber nacido en épocas de pluma de ave, para tajarlas al estilo de mi necesidad (246).
En Vergara, donde dio la tanda de ejercicios a los sacerdotes, se vio en la necesidad de pedir prestada una pluma para escribir una carta. Y, al ver su propia escritura, se sintió tan ruborizado como para tener que disculparse: ¡Vaya letrica mona, eh? Me han dado una plumita de abadesa bernarda, y ella -la pluma; no, la abadesa- tiene la culpa (247). Y, en carta a Juan Jiménez Vargas, llegó hasta declinar toda responsabilidad en la grafía, despidiéndose con un: Me encuentro muy bien de salud: te lo comunico, aunque no te importe. La letra no es mía: es de la pluma (248).
El que don Josemaría hiciera ocasionalmente uso de la máquina de escribir no pasa de ser algo anecdótico. Son contadas las cartas que escribió a máquina. La primera está fechada en Burgos, 7 de febrero de 1938, recién comprada la "Corona" para hacer las hojas de Noticias. Y da la impresión de que la escribió, en parte, para poder probar el artefacto y, en parte, para excitar la curiosidad de Juan Jiménez Vargas:
Jesús te me guarde. Sólo dos palabras, con esta vieja maquinita que nos hemos agenciado hoy mismo: ¿Cuándo podrás venir, hijo? (249).
En su labor de dirección espiritual buscaba el Padre la confidencia y la cercanía. Le desagradaba el anonimato de la letra de molde (250).
La predilección por la pluma y la tinta es reveladora, ya que muestra la concordancia entre los rasgos de su temperamento y los de su escritura. Él mismo nos explica en qué consiste esa conformidad. Ya sabes que mi letra es de trazos recios, le recuerda a Paco Botella (251).
Por las manos de don Josemaría, manos finas, nerviosas y expresivas, se escapa la energía de su persona. No llegó a dársele bien la mecanografía (252). Tecleaba laboriosamente a dos dedos. Cometía frecuentes errores, que borraba con goma o raspaba con una cuchilla de afeitar. "Invariablemente -cuenta Pedro Casciaro- se le rompía el papel"; y, a veces, se cortaba con la cuchilla. Algo parecido le ocurría cuando usaba lápiz, "apretaba tanto que se le rompía la punta" (253).
Una escritura de trazos recios, si ha de ser armónica, exige tinta, letra grande y pluma fuerte. De ahí que, como la del Padre fuese gruesa y robusta, corría entre los suyos la broma de que escribía aposta con letras gordísimas para llenar pronto el papel (254). No era así, ni de broma. Era, sencillamente, que no podía remediarlo. Un día de finales de marzo en que escribía a Ricardo sobre múltiples e importantes asuntos, luego de haber llenado de letra menuda toda una plana, violentándose a sí mismo para aprovechar papel, pasó a la otra cara y siguió escribiendo, con letras tan minúsculas que acabó rematándolas con una desfallecida exclamación: ¡Vaya letrita! Estoy asustado del esfuerzo. Y, a continuación, como quien se quita un peso de encima, una explosión de esa escritura suya, grande y singular:
¡Vaya!: ninguna cosa violenta es durable. Mariano, ¡a tus letrazas! Me hace falta una pluma a mi medida, como la que me robaron los rojos en Madrid. Algo de esta forma: [aquí el dibujo de un plumín grueso], y no la que tengo que usar: finita, como para que escriba una suave monja bernarda. Si se te presenta ocasión de adquirirme una, grande, como lanza de guerrero, y ancha, como estas ambiciones mías -que además son hondas- cómpramela (255).
Se define a sí mismo como hombre de ambiciones grandes, anchas y hondas. Ímpetus apostólicos que encuadran en un marco de grandeza moral. Porque el Fundador soñaba a sus anchas con el día -escribe- en que la gloria de Dios nos disperse: Madrid, Berlín, Oxford, París, Roma, Oslo, Tokio, Zurich, Buenos Aires, Chicago… (256).
Y, ¿esas ambiciones desmedidas, esos sueños de grandeza en ciernes, cómo se concertaban con la humildad? ¿Acaso podía perdurar sobre la soberbia ese futuro coloso apostólico asentado en cien naciones? ¿No sería preciso humillar los excesos del ánimo y recortar los vuelos de la fantasía?
Unos meses antes de dar rienda suelta a este pensamiento de expansión universal, haciendo un curso de retiro en Pamplona se vio por fuera. Y vio lo que consideraba faltas de omisión en el gobierno de la Obra, su poquedad de ánimo en ciertas ocasiones, por falsas consideraciones caritativas, y la necesidad de ejercitar la fortaleza. Entereza moral, firmeza de ánimo, que es, aunque muchos no lo crean, prima hermana de la verdadera y auténtica humildad. ¡Humildad, humildad, cuánto cuestas!, escribía don Josemaría. Y en un arranque, a renglón seguido, anotó en sus Apuntes: Es falsa humildad la que lleva a hacer dejación de los derechos del cargo. No es soberbia, sino Fortaleza, hacer sentir el peso de la autoridad cortando, cuando así lo exige el cumplimiento de la santa Voluntad de Dios (257).
Otro de los cabos sueltos que le quedaban por atar era el modo de coordinar la excesividad de su cariño con la función severa de su autoridad. Así, por ejemplo, si alguno no quería perseverar en la vocación emprendida, no siempre hacía el Padre una cruda y exhaustiva exposición del caso y sus consecuencias ante el interesado, fuese por razones de educación, o de caridad, o por miedo a prolongar los malos ratos. Un día de 1938 en que uno de los suyos dejaba su vocación, don Josemaría se armó de fortaleza y estableció un método, que seguiría de allí en adelante.
El método, como cuenta por carta a Juan Jiménez Vargas, consistía en hablar a fondo de las causas y tropiezos que han desviado a un alma de su camino, tratando el asunto con el interesado, sin eufemismos y con total sinceridad:
Yo agoté la verdad, sistema que pienso seguir siempre; antes no lo seguía, por una razón humana (educación, politesse), otra sobrenatural (caridad)… y un poquito de miedo a prolongar los malos ratos. Ahora me he persuadido de que la verdadera finura y la verdadera caridad exigen llegar a la médula, aunque cueste (258).
Pero, no había miedo a que pecase por excesiva severidad. ¿Acaso podía mudar su corazón? El Señor le había dado un corazón que se derretía en afectos:
Vitoria - 4-sepbre.-1938.
¡Jesús os guarde!
Cualquiera entiende al corazón: ¿queréis creer que, hasta última hora, anduve mirando a ver si llegabais antes de que arrancara el tren? Y ahora me queda el resquemorcillo de haber sido poco generoso con mi Señor Jesús, porque os dije que no vinierais a despedirme -y eso, siendo… malo, era bueno-, para después andar con el deseo de veros y charlar unos minutos y abrazaros.
[…] Intranquilo -pero con mucha paz-, por los de Madrid y por cada uno: no sabía este pobre clérigo que el pájaro loco, que lleva enjaulado en su pecho, tenía amplitud para que en él cupieran ¡tan ampliamente! cariños del cielo y de la tierra. ¡Corazón! Una vez, allá a mis dieciocho años (no lo contéis a nadie) escribía unos versos muy malos -es justicia- y los firmaba, poniendo en mi firma todas las vibraciones de mi vida, así: "El clérigo Corazón". No es extraño que afirme seriamente el Dr. Vargas que tengo no sé qué itis en esa víscera.
Ex toto corde os bendice y os abraza vuestro Padre
Mariano (259).
Con fecha 14 de septiembre anotó don Josemaría una de esas rarísimas y aisladas catalinas del verano de 1938. Dice así:
Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, 14-9-38. Pedí al Señor, con todas las veras de mi alma, que me dé su gracia para exaltar la Cruz Santa en mis potencias y en mis sentidos… ¡Una vida nueva! Un resello: para dar firmeza a la autenticidad de mi embajada… ¡Josemaría, en la Cruz! -Veremos, veremos. -R.Ch.V. (260).
Sabemos las circunstancias en que fue acuñada esta catalina, ya que los días de retiro espiritual del sacerdote solían ir precedidos de ansias vivas de hallarse a solas con Dios. Y no sólo ganas, absoluta necesidad física tenía don Josemaría de descansar en medio del campo, por ocho o diez días, sin más compañía que Manolito (el Señor), como dice a Isidoro (261). Pero, como también solía ocurrirle, tan pronto se preparaba para estar a solas con Él, comenzaba a notar, en la víspera misma del retiro, un extraño fenómeno: que se le apagaba totalmente el entusiasmo de los sentidos, como el hierro al rojo vivo, metido en agua fría.
La tarde del 25 de septiembre salió de Burgos en autobús de línea, camino del monasterio benedictino de Silos, donde iba a hacer su retiro espiritual de 1938. Llegó allí a las siete; y a las ocho el delgado son de una esquilita le llamaba para la cena. Antes de penetrar en el refectorio, el padre Abad, según costumbre monástica, recibió al huésped con la ceremonia del lavamanos.
A las nueve menos cuarto -contará luego a sus hijos- ya estaba retirado en mi celda. A las diez y cuarto han apagado el gas. Son, en este momento, las once y cuarto. Entre rezar y escribir estas cuartillas, se pasó el tiempo. Noto frío. Haré un poco de gimnasia; rezaré mis oraciones de niño y las Preces; haré el examen; después, las tres avemarías de la Pureza, el miserere, y a acostarme en la cama.
¡Juanito!: ¡cómo te reirías, si me vieras hacer gimnasia! (262).
Cenó poco y durmió menos. Anduvo agitado, con pesadillas, oyendo casi todas las campanadas del reloj durante la noche. Con el pensamiento en vela recorrió, uno a uno, a todos los suyos, a los que dormían en Burgos, en el frente o en Madrid:
Mil veces hoy he pensado en todos y en cada uno de mis hijos; especialmente, en los que están en la zona roja. También en la abuela y en mis hermanos, y en los padres y hermanos de todos (263).
Tres días después, resumió en breves líneas su estado de ánimo, prometiendo no hacer más anotaciones:
Monasterio de Santo Domingo de Silos, vísperas de la Dedicación de San Miguel Arcángel, 28, sep. de 1938. Llevo tres días de retiro… sin hacer nada. Terriblemente tentado. Me veo, no sólo incapaz de sacar la Obra adelante, sino incapaz de salvarme -¡pobre alma mía!- sin un milagro de la gracia. Estoy frío y -peor- como indiferente: igual que si fuera un espectador de "mi caso", a quien nada importara lo que contempla. No hago oración. ¿Serán estériles estos días? Y, sin embargo, mi Madre es mi Madre, y Jesús es -¿me atrevo?- ¡mi Jesús! Y hay bastantes almas santas, ahora mismo, pidiendo por este pecador. ¡No lo entiendo! ¿Vendrá la enfermedad que me purifique? (264).
El Señor continuaba purificando sus potencias y sentidos con tormentos, tentaciones, humillaciones y arideces, para exaltar en ellos la Cruz. Tragos amargos de la noche oscura del alma. Y así, sin ánimo ni para invocar a su Custodio -al Relojerico-, el alma del Fundador se hallaba con la sensibilidad dormida y el pensamiento lejos, muy lejos de Dios, lejos ¡hasta en la Misa! En la celda de Santo Domingo, donde había entonces una capilla, vio claramente confirmado que su método era estar en las pequeñeces más pueriles, como tiempo atrás, aunque le pareciese que estaba haciendo comedia; y perseverar, en esas menudencias heroicas (la sensibilidad, dormida para el bien, no cuenta), por meses y hasta por años, con mi voluntad fría, pero decidida a hacer esto por Amor (265).
* * *
El 2 de octubre, ya de vuelta en Burgos, pasó un mal día. Un día lleno de preocupaciones que, si no le quitaban la paz, le traían inquieto. La Obra cumplía diez años:
Mal día, para mí, fue el 2 -escribe a Isidoro-: porque me ahogué en un mar de recuerdos de personas y de cosas queridas -soy un sentimental: ¡este corazón!-, separadas desde hace un año por las exigencias del negocio, que es la vida y el único porvenir de los de mi sangre. Si me dejo llevar de mi flaqueza, embarco y me presento en mi hogar del otro lado de los mares. ¡Se me pone que habría sido una escenita! (266).
La guerra seguía su curso. En muchas de sus cartas se quejará don Josemaría de que los jóvenes no le escriben, de que no contestan sus cartas desde el frente. La realidad es que la guerra había entrado en la etapa más sangrienta de su historia. A finales de julio, una potente ofensiva republicana en el bajo Ebro, con ruptura del frente nacional, desencadenó una contraofensiva y, luego, una cruenta batalla de desgaste y trituración aérea y artillera. Este enfrentamiento duró hasta noviembre y arrojó un saldo de 125.000 bajas. En medio de ataques y contraataques, el batallón de Juan fue copado por el enemigo, aunque pudieron librarse del cerco perdiendo el bagaje que llevaban consigo. A la vuelta de Silos el Padre tuvo que enviar a Juan ropa de repuesto.
Todavía acariciaba la idea de visitar a sus hijos y a otros muchos, a los que dirigía espiritualmente, en el frente. La carta del 7 de agosto enviada a don Leopoldo, consultándole sobre si consideraba o no conveniente que aceptase un puesto de asesor jurídico-militar que le facilitara su labor pastoral en los frentes de combate, no había tenido aún respuesta. Creyó, pues, necesario comunicar al Vicario, don Casimiro Morcillo, que le estaban presionando del Servicio Nacional de Asuntos Eclesiásticos para que manifestase si se hallaba dispuesto a aceptar dicho nombramiento (267). (No quería hacer el apostolado a su aire y antojo).
La carta a don Casimiro se cruzó con la respuesta del Obispo de Madrid-Alcalá a don Josemaría:
"He pensado mucho en su proposición de V., y, después de darle muchas vueltas, no veo el modo de salvar la prohibición del can. 141, § 1º, que cierra a los clérigos las puertas del ingreso voluntario en el Ejército; porque militares son los jurídico-militares y como tales han de actuar en los casos de guerra o perturbación del orden público taxativamente señalados en dicho canon; y por consiguiente la asimilación de V. a jurídico-militar equivaldría a la voluntaria incorporación al ejército […].
Cuente con mi bendición y mis oraciones para que Ntro. Señor haga fecundo su apostolado, multiplicando por su medio los frutos de santificación.
De corazón lo bendice y se encomienda en sus oraciones su aftmo.:
+El Obispo de M.A.
Navalcarnero, 4-X-1938" (268).
A vuelta de correo agradecía don Josemaría al Obispo su paternal solicitud:
Muy querido y venerado Señor Obispo: ¡Jesús le guarde! Unas palabras de agradecimiento, por la carta de V. E. Rvma. que recibí ayer. Me ha dado mucha tranquilidad y alegría, y, si fuera posible, me sentiría ahora más hijo de mi Señor Obispo que antes. La he leído repetidas veces, porque el espíritu sobrenatural y paternal de V. E. se retrata en esas líneas; y yo quiero aprender en esa escuela a mejorar mi fe, y a esperar de mi Padre del Cielo y de las bendiciones de mi otro Padre el Señor Obispo la fortaleza, para esos hijos de mi alma y para mí, que iba a buscar con medios… de fin sobrenatural, pero humanos (269).
* * *
Por esos días, las preocupaciones del Padre eran de otra clase. En el retiro espiritual en Silos, en el décimo aniversario de la Obra, y en los días que siguieron, tenía el pensamiento en Madrid. De Madrid no sabemos últimamente nada, escribía el 5 de octubre a Ricardo. Y, unos párrafos más adelante: ¡Madrid! Otra tentación: ¿puedes creer que me volvería, para hacer aquella vida dura, en medio de las personas queridas que allí nos quedan? (270).
Los refugiados que se habían quedado en Madrid, esperando salir de zona republicana por vía diplomática -Álvaro del Portillo, José María González Barredo, Vicente Rodríguez Casado y Eduardo Alastrué- vieron que, conforme avanzaban los meses, retrocedían sus esperanzas. Don Pedro, el cónsul, parecía haber perdido entusiasmo e interés en el asunto de la evacuación (271). Hasta que un día de mediados de junio Manolo Marín, un primo de Vicente, salió del Consulado de Honduras, donde estaba asilado, con la intención de pasarse por el frente a las líneas nacionales. Abandonó Isidoro la idea de la evacuación por lista diplomática, o por canje de prisioneros, y dio permiso a los miembros de la Obra para que intentaran también pasarse por el frente (272).
"Con la ayuda de D. Manuel he pensado detenidamente en tus proyectos -escribía Isidoro a Álvaro-. […] me parece puedes realizar tus proyectos, y que D. Manuel y Dª María llenen tus deseos, que son los nuestros" (273). Después anunció esta decisión al Padre, es decir, cómo pensaban resolver el asunto "por el conducto de Mr. Richard" (cruzando el frente, como antes hiciera Ricardo).
Es precisamente aquí, en este punto, donde da comienzo lo que pudiera muy bien titularse "Comedia divina de errores y despropósitos", en la que el Señor y Santa María, como invocaba Isidoro, tuvieron que estar constantemente al quite para llevar a buen término los intentos de los fugitivos. Se hicieron los asilados con unas tarjetas de identidad; falsas, por supuesto; y el 27 de junio se presentó Eduardo en la Caja de Reclutamiento. Conviene aclarar que el ejército republicano, tras la campaña de Aragón, había tenido que rehacer sus unidades, movilizando el 13 de abril los reemplazos de 1927 y 1928, y los de 1941. (Esto es, por encima y por debajo, en cuanto a edad, de los que ya prestaban servicio). Álvaro, Eduardo y José María, para justificar el retraso en presentarse a filas, alegaron diversas enfermedades: de estómago, de hígado, defectos de vista y hasta ataques epilépticos. De más difícil arreglo era la edad. Eduardo se presentó como recluta de 1928, es decir, simulando tener seis años más de los que en realidad tenía (274).
Isidoro había dado previamente a los tres reclutas toda clase de consejos, preparándolos para el interrogatorio, que iba a ser duro. Álvaro llevaba como toda documentación un carnet de la C.N.T. de su hermano Pepe. El 2 de julio se presentó en la Caja de Recluta y declaró tener 18 años, como si fuese de la quinta de 1941, la "quinta del biberón". (En realidad tenía 24). El comandante encargado de la recluta, que no estaba para bromas, mandó abrirle una ficha para enviarlo a un batallón disciplinario. Pero, al buscar su nombre en el registro encontraron, en el mismo reemplazo al que había declarado pertenecer, el nombre de otro de sus hermanos, Ángel. Esto cogió al recluta de sorpresa. Cuando le preguntaron la fecha de nacimiento, dijo ser el 11 de marzo, que era realmente la suya. Y así comienza un animado diálogo, que recoge puntualmente el interesado:
- "Pues aquí pone el 14 de febrero", le replica el empleado de la Caja.
- "Es que se trata de un hermano: fijaos que ahí dice Ángel y no José, que soy yo", aclara el recluta.
- "¡Pero, si sois hermanos…!", chilla indignado el empleado, que consideraba sorprendente que dos hermanos pertenecieran al mismo reemplazo y año.
- "Es que somos gemelos", se le ocurre advertir al recluta.
El oficinista no se detiene a discurrir sobre el asunto y empieza a rellenar una nueva ficha. Otra vez las preguntas de ritual y la fecha de nacimiento:
- "El 14 de febrero", declara Álvaro sin vacilar.
- "¡Pues antes no dijiste ésa!", se le queda mirando el empleado.
- "Entonces -continúa el relato- puedo hablar yo triunfalmente:
- Pero, ¡no seas animal, hombre! Yo no sé qué diría antes; pero de lo que no me cabe duda es de que, si somos mellizos, yo nací en el mismo día que mi hermano.
Queda el escribiente un poco desconcertado, y ya no me pone ninguna dificultad. Alego vista e hígado" (275).
A partir de su entrada en Caja vinieron las revisiones médicas, las deserciones militares, el unirse Vicente a la aventura de los otros tres, la presentación en nuevas Cajas de reclutamiento para conseguir que les mandaran a zonas del frente con facilidades para pasarse, y los cambios de compañía para estar juntos los tres que intentaban cruzar las líneas: Álvaro, Vicente y Eduardo. (José María González Barredo había sido destinado a Servicios auxiliares en Madrid). A primera vista todo parecía torcerse o frustrarse; pero, en realidad, no sucedía otra cosa sino que la Providencia decidió entrar en el juego; y corregía y mejoraba los proyectos de los tres reclutas.
El día de San Bartolomé, 24 de agosto, salieron de Madrid en camiones militares Vicente y Álvaro. "A lo largo del camino -escribe éste último-, la gente hace mil cábalas sobre cuál será el punto de destino de la expedición: ¿Levante, Extremadura, Guadalajara? Nosotros apenas intervinimos en la conversación. Nos tiene perfectamente sin cuidado, pues sabemos, que dondequiera que nos lleven, ése precisamente será el mejor punto, a lo largo de todo el frente, para que nos pasemos. No en vano nuestro Generalísimo es D. Manuel" (276).
Gran parte del mes de septiembre lo pasaron haciendo la instrucción en Fontanar, un pueblecito de Guadalajara, donde ocurrió una más de las muchas "casualidades" providenciales que se estaban produciendo en los últimos meses. Un día de finales de septiembre apareció por allí una expedición de soldados, entre los que venía Eduardo, para completar el batallón de Álvaro y Vicente. (En centenares de kilómetros de frente habían ido a encontrarse los tres, precisamente, en ese pueblecito).
Llegó el 2 de octubre de 1938 y Álvaro consiguió permiso para pasar unas horas en Madrid. Después de hacer larga cola en uno de los cuarteles del paseo de Atocha con Isidoro y Santiago, comieron los tres, sentados en la calle, la corta ración que les cupo: un poco de agua con arroz, una sardina y un trocito de pan. Conversando les contó Álvaro que dentro de pocos días saldrían del campo de instrucción para el frente. Lo que sorprendió a Álvaro fue el comentario que, con toda sencillez, hizo Isidoro: "Sí: ya le he escrito al Padre que hacia el día del Pilar estaréis en Burgos" (277). A media tarde regresó Álvaro a Fontanar, llevando en la cartera las Formas Consagradas que le había dado Isidoro, y que cada día guardaría por turno uno de los tres. Por fin, el día 9, de madrugada, salieron hacia el frente, llegando a su destino veinticuatro horas más tarde. Entre las dos líneas de fuego, la nacional y la republicana, había una ancha zona montañosa, tierra de nadie, de unas ocho horas de marcha, pues aquel era un frente muerto. Estudiaron la posición geográfica de las líneas, y decidieron pasarse al día siguiente, 11 de octubre.
Ese 10 de octubre el Padre celebraba por ellos la Santa Misa en Burgos, con cierta preocupación, porque no había tenido carta de la zona republicana desde el 5 de septiembre. Más intranquilas andaban las familias de Álvaro y Vicente, especialmente las madres, que de dos meses a esta parte, esperaban ver a sus hijos en zona nacional. El Padre las calmaba, las consolaba y les daba trabajo; en los ratos libres doña Clementina y doña Amparo confeccionaban lienzos para el oratorio de Madrid (278).
Don Josemaría, que ya había anunciado a la madre de Álvaro que su hijo se pasaría a mediados de octubre, fue más específico con Pedro, Paco y José María Albareda al mencionar las fechas. Con impaciencia paternal les pedía que se acordaran en sus oraciones de sus hermanos en el frente rojo, para que los tuviesen pronto en Burgos: Encomendad -les decía- que lleguen el próximo día 12, fiesta de Nuestra Señora del Pilar (279). Aquella noticia de que el día 12 de octubre atravesarían el frente, la tomaron con gran tranquilidad los del hotel Sabadell, acostumbrados al optimismo sobrenatural del Padre.
El 10 de octubre escribía el Padre a Ricardo:
Presiento acontecimientos próximos: ojalá sepamos corresponder a las misericordias del Señor: estoy anonadado, cuando pienso en Él y en mí. ¡Qué faltas de correspondencia, hasta ahora! (280).
Y el día 11, sin poder contenerse, le decía por carta a Juan:
Yo espero acontecimientos personales de un momento a otro: no puedo más. Y se me prepara buen jaleo (281).
Vino el 12 de octubre. Al despedirse por la mañana, para ir a las oficinas del cuartel, Pedro y Paco vieron en el Padre una nota de alegría inconfundible; y, por si lo habían olvidado, éste les recordó: Ya os avisaré cuando lleguen. Por la tarde, al volver de los Pisones y no ver más que al Padre en el cuarto, temieron que hubiese sufrido un bajón de ánimo. Pero no; el Padre estaba tranquilo, alegre y confiado (282).
Debió conocer don Josemaría la noticia al día siguiente, por el padre de Vicente, porque tenía el ánimo de fiesta y de broma todo el día. Estad alertas, les decía bromeando a Pedro y Paco, os avisaré al cuartel cuando lleguen. Y de esa fecha es una brevísima postdata, en carta a Juan, que lacónicamente dice:
Creo que se notó el día de la Virgen (283).
El 14 de octubre, a última hora de la tarde, se presentaron, por fin, los tres huidos en el hotel Sabadell. Inmediatamente llamó el Padre al cuartel de los Pisones, dando la esperada noticia: Ya han llegado, venid. Contaron los fugitivos sus aventuras de los últimos días. La salida, muy de mañana y con fuerte lluvia, hacia la sierra. Era el 11 de octubre, jornada que pasaron subiendo y bajando montes hasta la caída de la noche. Durmieron en una cueva y, de madrugada, continuaron la marcha. Divisaron un pueblo en la llanada y enseguida el tañido de las campanas de la iglesia. Cerca encontraron a unos pastores que les informaron que el pueblo era Cantalojas y estaba en manos de los nacionales. En el pueblo los soldados se hallaban preparados para el ataque de los republicanos, pues habían visto salir de un pinar a los tres soldados, que tomaron por la avanzadilla de otras fuerzas de ataque, según la información imprecisa que les dieron unos zagales. Asistieron los tres a misa. Prestaron luego declaración y trataron de localizar al padre de Vicente, coronel del ejército, que se reunió con ellos a la mañana siguiente en Jadraque. Bajo su garantía, se libraron de tener que pasar unos días en un campo de concentración, mientras se hacían las indagaciones oficiales.
En el viaje de vuelta a Burgos, el día 14, la madre y hermana de Vicente, que les acompañaban, no hacían más que repetir: "Hay que ver cómo os ha protegido la Virgen. Para algo grande os conserva" (284). (Eran las mismas palabras de doña Dolores, que al contar a su hijo cómo había sido ofrecido a la Virgen cuando estuvo a punto de morir en 1904, comentaba: "hijo mío, para algo grande te ha dejado en este mundo la Virgen").
* * *
Parece ser que don Eliodoro, que se encargaba de imprimir a multicopista en León la hoja de Noticias, tuvo dificultades con la correspondiente al mes de octubre. De manera que el Padre, Pedro y Paco se dedicaron a hacer copias a máquina de un resumen del texto original. Por esta causa la noticia del paso de Álvaro y sus acompañantes no apareció hasta la hoja del mes de noviembre: "Han conseguido llegar, de la zona roja a nuestras líneas, Álvaro del Portillo, Eduardo Alastrué y Vicente Rodríguez Casado. Con la sola recomendación de sus Custodios, se enrolaron en el ejército comunista y, a la primera oportunidad, se pasaron" (285).
El Padre hizo lo posible para no moverse de Burgos en esas semanas de octubre, con la sana intención de acompañar todo el tiempo a sus hijos. Muchas tardes salía de paseo con ellos por la orilla del Arlanzón, charlando de inmediatos proyectos apostólicos. Tan sólo a final de mes hizo don Josemaría una escapada para visitar al Arzobispo de Valladolid; y tampoco se ausentó de Burgos en noviembre, salvo dos cortos viajes.
La batalla del Ebro, en la que se enfrentaron los mayores efectivos militares de la guerra, había absorbido todas las fuerzas disponibles de uno y otro bando. Ante esa movilización, los permisos para pasar unos días en retaguardia se habían interrumpido de mucho tiempo atrás. El Padre recibía muy escasas visitas de los jóvenes soldados. Por las mañanas seguía trabajando en Las Huelgas, sobre su tesis doctoral, o contestaba la correspondencia, o añadía nuevos puntos al libro de Consideraciones espirituales, publicado en Cuenca en 1934, con la esperanza de que los jóvenes en el frente pudieran utilizarlo para meditar.
Las fechas corrían veloces para el Padre, pero el esperado acontecimiento del fin de la guerra se retrasaba. Se le veía inquieto por la situación creada en los últimos meses, en que ni podía ir al frente a visitar a su gente, ni sus hijos disfrutaban de permiso para presentarse en Burgos.
Se habla mucho -escribía a Ricardo- de que la guerra está para acabarse de un momento a otro; pero, si se prolonga, soy partidario de poner casa aquí o en el Congo; pero, ¡ponerla! Tal como estamos, se gasta un dineral y no se puede hacer el trabajo. Pienso que es un accidente el lugar: si no en Burgos, aunque sea en Belchite. Se pasa de la raya esto de vivir un año en hoteles.
Hoy comienzo una novena de oración y sacrificio (poquito sacrificio), para obtener del Señor luces inmediatas, medios: porque hay que acabar con esta interinidad que esteriliza muchos esfuerzos… y sale cara. Ayúdame (286).
A Burgos llegaban noticias sobre el derrotismo que reinaba en la zona republicana. Esto no le servía al Padre de mucho consuelo, cuando consideraba los padecimientos de la población de Madrid, y de todos los de su familia, después de dos años de cerco. Tampoco podía imaginarse el hambre cruel que pasaban en la actualidad. Porque desde que salieron de Madrid en 1937 para pasarse por los Pirineos, la situación había empeorado considerablemente. Ahora Isidoro y Santi, como dos mendigos, iban de cuartel en cuartel, haciendo cola en los repartos de rancho. Afortunadamente José María González Barredo se las ingeniaba para conseguir en las oficinas militares unos vales, para soldados de tránsito en Madrid; y gracias a eso podía llevar algún panecillo a casa. Mientras por otro lado, Carmen, que también arrastraba una vida dura, hacía horas de cola para obtener una miserable ración de comestibles (287).
Si en el mes de octubre estuvo el Padre bien acompañado, en diciembre se hallaba solo con Paco Botella. José María Albareda residía ahora en Vitoria; y Álvaro se había ido a Fuentes Blancas, cerca de Burgos, a hacer unos cursillos de Alféreces Provisionales. También seguían otros cursos similares Vicente y Eduardo. En cuanto a Pedro Casciaro, al ser nombrado el general Orgaz Jefe del Ejército de Levante, se había trasladado con el Cuartel General a Calatayud, provincia de Zaragoza.
Tan pronto se enteró el hotelero de que en aquel cuarto del hotel Sabadell no dormirían más que dos señores, sin hacer indagaciones, ni dar aviso, puso inmediatamente a otros dos huéspedes en las dos camas vacías. En vista de lo cual, a la mañana siguiente, que era la del 10 de diciembre, escribía el Padre a José María Albareda -son sus palabras- una carta breve, pero muy divertida. He aquí el meollo de la situación:
Vino Paco, le conté lo que había, y se indignó… Realmente no había motivo, pero yo también tenía una rabieta soberana.
Mi rabieta procedía de pensar que, si se hubiera enviado a su tiempo, cuando yo lo dije, a Ávila, el montón de cosas que de momento no necesitamos, ahora tendría más libertad de movimientos. Porque, ¿dónde voy con tanta impedimenta de libros, ropa y -como diría Juan- marranaditas?
Nos acostamos antes de que vinieran los huéspedes y nos hemos levantado a las siete: no sé, por tanto, qué cara tienen.
Esto no podía seguir así: ni trabajar, ni llevar nuestra correspondencia, ni tener con libertad una visita, ni dejar confiadamente los papeles de nuestros negocios en la habitación…, ni un minuto de esa bendita soledad que tanta falta hace para tener en marcha la vida interior… Además: cada día gente distinta. ¡Imposible! (288).
Ante lo insostenible de la situación, una semana antes de la Navidad se mudaron con todos sus bártulos a una casa de huéspedes, un tercer piso de la calle Concepción, número 9; vivienda vieja y sin ninguna comodidad. La zona de que disponían era un cuartito de estar, el dormitorio del Padre y una alcoba con la cama de Paco. Pagaban cinco pesetas al día, más veinticinco céntimos para el carbón del brasero de una mesa camilla. La decoración era horrenda. Lo peor era la inexistencia de un cuarto de aseo. Por las mañanas tenían que utilizar el grifo de la cocina, después de un arreglo de horario con la patrona, mujer de trato áspero y nombre excepcional. (Se llamaba María de la Iglesia, aunque, para abreviar, la conocían como María de la I.).
En vísperas de Navidad se dedicó el Padre a felicitar las Pascuas a sus hijos:
Jesús te me guarde, Juanito.
[…] Hoy escribo a toda la familia. Pocas cartas, porque somos pocos. Me acongoja pensar que por mi culpa. ¡Oh, qué buen ejemplo quiero -eficazmente- dar siempre! Ayúdame a pedir perdón al Señor, por todos los que di malos, hasta ahora.
No te olvides de nuestra gente de la zona roja. ¿Quieres creer que me dan envidia, en su plan de catacumbas? No sabemos nada.
¡Felices Pascuas!
Mi bendición
Mariano (289).
Y, en la carta a Ricardo, con toda sencillez, echaba una rápida ojeada a su vida interior:
Ya estoy optimista, contento, lleno de confianza. ¡Es tan bueno!
En estos días, ayúdame a pedirle: perseverancia, alegría, paz, espíritu de sangre, hambre de almas, unión…: para todos.
¡Ay, Ricardo, qué bien andaría la cosa si tú y yo -¡y yo!- le diéramos todo lo que nos pide!
Oración, oración y oración: es la mejor artillería (290).
En la mesa camilla, al calor del brasero de María de la I., continuaba ampliando el Padre las Consideraciones espirituales, escribiendo cartas o pasando a máquina notas, hojas de noticias o el relato manuscrito de Álvaro: "De Madrid a Burgos, por Guadalajara", al que puso un hermoso prólogo:
Aventuras que apenas llenan cinco meses, pero que tienen el jugo y la plenitud de tres vidas jóvenes, que pusieron empeño en salir del infierno de la España roja, para mejor servir en este lado Nacional los designios de Dios.
Alguna palabra de miliciano marxista se escapa, en el curso de la relación. La dejaremos, como autenticidad del relato.
Que la fe sobrenatural, que acompañó firme a los protagonistas, se meta en el corazón de quienes esto lean.
Y todos habremos salido ganando.
Burgos, enero de 1939 (291).
Cuando el Padre releía ese diario de evasión, al tocar constantemente la ayuda sobrenatural que habían recibido sus hijos, se pasmaba. Hacía oración. Le venían lágrimas de arrepentimiento: le he dicho al Señor -escribía a Álvaro y Vicente- que no consienta que yo deshaga con mis malos ejemplos -¡pecador!- lo que Él tan hermosamente ha hecho en vosotros (292).
Se cumplía justamente un año desde su llegada a Burgos cuando, con fecha 9 de enero de 1939, escribía otra Carta Circular a sus hijos, haciendo balance de su actuación y del fruto apostólico.
Pero, antes -les dice-, quiero anticiparos en una palabra el resumen de mi pensamiento, después de bien considerar las cosas en la presencia del Señor. Y esta palabra, que debe ser característica de vuestro ánimo para la recuperación de nuestras actividades ordinarias de apostolado, es Optimismo.
Es verdad que la revolución comunista destruyó nuestro hogar y aventó los medios materiales, que habíamos logrado al cabo de tantos esfuerzos.
Verdad es también que, en apariencia, ha sufrido nuestra empresa sobrenatural la paralización de estos años de guerra. Y que la guerra ha sido la ocasión de la pérdida de algunos de vuestros hermanos…
A todo esto, os digo: que -si no nos apartamos del camino- los medios materiales nunca serán un problema que no podamos resolver fácilmente, con nuestro propio esfuerzo: que esta Obra de Dios se mueve, vive, tiene actividades fecundas, como el trigo que se sembró germina bajo la tierra helada: y que, los que flaquearon, quizá estaban perdidos antes de estos sucesos nacionales (293).
Señala luego la buena acogida de la Obra por las autoridades eclesiásticas y los avances en el apostolado:
¿Qué ha hecho el Señor, qué hemos hecho con su ayuda, durante el año que ha transcurrido? Se ha mejorado la disciplina de todos vosotros, innegablemente. Se está en contacto con toda la gente de San Rafael, que responde de ordinario mejor de lo que podíamos esperar. Se han hecho amistades que han de servir, sin prisa, a su hora, para la formación de centros de S. Gabriel. Los Prelados acogen con cariño la labor nuestra que pueden conocer. Y mil cosas pequeñas: petición de libros, hojas mensuales, ornamentos y objetos para el Oratorio. Y más: mayores posibilidades de proselitismo; conocimiento del ambiente de ciertas poblaciones, que facilitará la labor de S. Gabriel; amistad -con algunos honda- con bastantes catedráticos, a quienes antes no se trataba.
Les declara a continuación los medios: ¿Medios? Vida interior: Él y nosotros; y cómo obtenerlos:
Tendremos medios y no habrá obstáculo, si cada uno hace de sí a Dios en la Obra un perfecto, real, operativo y eficaz entregamiento.
Hay entregamiento, cuando se viven las Normas; cuando fomentamos la piedad recia, la mortificación diaria, la penitencia; cuando procuramos no perder el hábito del trabajo profesional, del estudio; cuando tenemos hambre de conocer cada día mejor el espíritu de nuestro apostolado; cuando la discreción -ni misterio, ni secreteo- es compañera de nuestro trabajo… Y, sobre todo, cuando de continuo os sentís unidos, por una especial Comunión de los Santos, a todos los que forman vuestra familia sobrenatural.
Finalmente, les pide un recuerdo lleno de cariño para los que continúan en zona republicana:
Y me despido con palabras de San Pablo a los de Filipo, que parecen escritas para vosotros y para mí: "Doy gracias a Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre con gozo por todos vosotros, en todas mis oraciones, al ver la parte que tomáis en el Evangelio de Cristo desde el primer día hasta el presente, porque yo tengo una firme confianza, que quien ha empezado en vosotros la buena obra, la llevará a cabo…" (1, 3-6) (294).
¿Qué amarguras, qué obstáculos podían detenerlos si estaban bien unidos, Padre y hermanos, plenamente por Cristo, con Cristo y en Cristo? Y, sin embargo, para el Fundador era una auténtica necesidad física tener a su lado un par de hijos suyos que colaborasen con él para hacer la Obra. Ya antes de mudarse a la pensión, cuando corría el riesgo de quedarse solo en Burgos, esperaba que algunos de ellos fueran destinados allí; y si fueran Juan y Álvaro a Valladolid, yo me iría también, aseguraba (295). Conocía a fondo a cada uno de sus hijos y buscaba en ellos apoyo. Nada tiene, por tanto, de sorprendente que sintiera llegado el momento de escoger a uno de ellos para formarle en las tareas de gobierno. En cambio, es en extremo conmovedor el ver, por entre la correspondencia de esos primeros meses de 1939, cómo asoma la mano de Dios, que conduce, ágil y certeramente, la voluntad del Fundador al encuentro de un firme apoyo filial (296).
Mientras Álvaro estuvo en Fuentes Blancas y, más tarde, en Cigales, un pueblecito de Valladolid, se escapaba con frecuencia a Burgos para ver al Padre. De paseo por la ribera del Arlanzón, o arrimados a la camilla del cuarto, reanudaban aquellas largas conversaciones sobre la Obra, de colchoneta a colchoneta, mantenidas en las largas noches del Consulado de Honduras. Buscaba el Padre su compañía:
Burgos - 19-I-939
Jesús te me guarde.
Mi muy querido Álvaro: Casi no puedo coger la pluma, porque tengo las manos heladas. Pero me he propuesto escribirte y lo hago.
[…] No sé qué decirte por carta: en cambio, cuando te vea, te diré muchas cosas que te gustarán. ¡Hay tantas cosas grandes por hacer! No es posible poner obstáculos, con puerilidades, impropias de hombres hechos y derechos. Te aseguro que de ti y de mí espera Jesús muchos y buenos servicios. Se los haremos, sin dudar (297).
A Álvaro le bautizó Saxum, esto es, Roca (298). Lo de roca era algo más que epíteto feliz. Era una palabra con alma, cuyo sentido desmenuzaba, saboreaba y reconocía el Padre, como se lee en carta de marzo:
Jesús te me guarde, Saxum.
Y sí que lo eres. Veo que el Señor te presta fortaleza, y hace operativa mi palabra: saxum! Agradéceselo y séle fiel, a pesar de… tantas cosas.
[…] ¡Si vieras, qué ganas más grandes tengo de ser santo, y de haceros santos! Te abrazo y te bendigo.
Mariano (299).
* * *
Si la decisión de salir de Madrid en 1937 le costó sangre, y no podía evitar que le siguiera dando vuelcos el corazón, ¿qué no sentiría al avecinarse el regreso? Le comía la impaciencia. Se le adelantaban la imaginación y el deseo. Y hasta se le escapaba algún que otro: ¡Qué harto estoy de Burgos! (300).
Esto se acaba, repetía esperanzado, de tiempo atrás. Porque Madrid se había convertido para él en una atrayente obsesión, en la puerta de entrada al futuro prometido: ¡Madrid!: incógnita, que miro con optimismo, porque todo lo mueve mi Padre-Dios. Fiat. Aun viviendo esta certeza, sospechaba que allí, en la capital, se iba a encontrar con un verdadero desastre, humanamente hablando (301).
Doña Dolores, como todo el mundo, estaba ya harta de la guerra. Así lo daba a entender Isidoro en la primavera de 1938: la abuela "está un poco disgustada y nerviosa con la tardanza del abuelo en venir" (302). ¿Qué no sentiría ahora? Pero don Josemaría, en ese duro período de separación, estuvo siempre unido a los suyos y los tenía a todos presentes a diario en su misa y oraciones. Es más, previendo la instalación de una nueva residencia en Madrid, escribía a Paco Botella:
Pienso en todos: en los de la zona roja, de modo especialísimo. Cuando escribas a los demás -a todos- di que pidan al Señor que nos conserve a la abuela: veo, con luz meridiana, que la necesitamos (303).
Y con la misma fecha de esta carta -13 de febrero, víspera del aniversario de la fundación de mujeres- hacía llegar desde Vitoria el latido de su corazón a todos sus hijos:
Para Álvaro y Vicente.13 de febrero - 1939.
Jesús bendiga y me guarde a mis hijos.
¡Criotes! Hoy, vísperas de uno de los días de acción de gracias -quizá pase inadvertido, para casi todos-, me acuerdo de cada uno con más intenso pensar y querer: siento en mis entrañas ansias de pediros perdón, por los malos ejemplos que he podido daros y las flaquezas y miserias de este abuelo, que os hayan podido escandalizar. Pasaré la noche entera junto al Señor, en la capilla de Palacio, y… no queráis saber las locuras que nos vamos a decir y lo que he de murmurar de todos vosotros.
¡Vicentín!: pide por tu Padre.
Saxum!: confío en la fortaleza de mi roca.
Os bendice
Mariano (304).
Las locuras que nos vamos a decir… Nunca mejor descrita su avidez de enamorado en conversación con el Señor: de tú a Tú, como explica a Ricardo en carta de la misma fecha:
¡Jesús te me guarde!
Tengo necesidad de escribiros a todos, hoy, vísperas de un día de acción de gracias… ¿Quién se acordará? Pasaré la noche entera junto al Señor, en la capilla de este Palacio Episcopal, ya que ha sido tan bueno Él, que… se me ha puesto a tiro. ¡Ojalá le dé en el Corazón! (305).
Con esa fecha concluía también la campaña de Cataluña. El presidente de la República, Manuel Azaña, y la mayor parte de las autoridades civiles, habían abandonado España poco antes. El ejército republicano de Cataluña había repasado la frontera y estaba internado en los campos franceses de refugiados. Comenzaban los tanteos oficiales para la rendición.
Previendo la entrada en Madrid, el Padre había hecho con tiempo sus preparativos. En el palacio episcopal de Ávila tenía ya depositadas cajas de libros y un baúl con objetos y ornamentos litúrgicos (306). Con un año de anticipo había obtenido permiso de las autoridades eclesiásticas para entrar en Madrid "inmediatamente" después de su liberación; asunto que le arregló el Vicario General, don Casimiro Morcillo (307). Por lo que hace a los salvoconductos militares, su encuentro con Enrique Giménez-Arnau, compañero de la Facultad de Derecho en Zaragoza, y con José Lorente, Subsecretario del Interior, facilitaron la obtención de salvoconductos para él y para Paco, Álvaro y José María Albareda. Los de Ricardo y Juan se los proporcionó el general Martín Moreno (308).
Y no se olvidó del hambre madrileña. Compró unas cestas de mimbre y las fue llenando de latas de conserva (309).