El Fundador del Opus Dei
Época de Logroño (1915-1920)
1. "La Gran Ciudad de Londres"
2. El Instituto de Logroño
3. Madurez de un adolescente
4. Unas pisadas en la nieve
5. En el Seminario de Logroño
6. Sacerdocio y carrera eclesiástica
Durante los últimos meses de estancia en Barbastro, Josemaría se aplicó con esmero al estudio. "Dejó un buen recuerdo entre sus compañeros y profesores del colegio. Y todos lamentamos su marcha", asegura uno de los antiguos condiscípulos (1).
En junio de 1915 fue a examinarse al Instituto de Lérida. Sacó buenas notas en Francés e Historia de España, y la máxima calificación en Geometría. En cambio, en Lengua Latina consiguió tan sólo un aprobado, pues le fallaron los nervios y no acertó a expresarse con soltura, a pesar de las esperanzas que en él habían puesto los profesores del colegio (2).
En los primeros días de julio, como de costumbre, la familia se fue a Fonz a pasar el verano. Faltándole la compañía del padre, que se hallaba lejos, en Logroño, Josemaría se entregó de lleno a la lectura, con objeto de descansar de recientes preocupaciones. La inclinación a leer le venía de cuando era pequeño. Don José le compraba muchos cuentos y le suscribió a una revista infantil: "Chiquitín". También el padre se enfrascaba en la lectura, pues le gustaba estar al tanto de lo que pasaba en el mundo, sucesos de política o religión, de economía y cultura. Su diario preferido era "La Vanguardia Española" y, de las revistas, "La Ilustración Española" y "Blanco y Negro" (3).
Con tiempo libre por delante, el muchacho se embebió en las novelas de Julio Verne. Aquellas fantásticas aventuras, con un continuo desfile de tierras y costumbres exóticas, invenciones fabulosas y peligros inimaginables, le absorbían los sentidos. Pero cuando el autor se engolfaba en fastidiosas descripciones científicas, Josemaría pasaba rápidamente las páginas en busca del hilo de la acción novelesca (4).
De Fonz regresaron a Barbastro a principios de septiembre, tan pronto les llegó noticia de que don José tenía ya listo un piso en Logroño. Enseguida desocuparon de muebles y enseres la casa de la calle Mayor, donde habían nacido todos los hijos del matrimonio y que, desde meses atrás, no era ya propiedad suya (5).
Entre el 4 y el 8 de ese mes celebraba Barbastro la fiesta de la Natividad de la Virgen, al tiempo que los Escrivá preparaban su marcha. Se hicieron las despedidas, probablemente penosas. Últimamente la norma de conducta de doña Dolores era el comportarse como si nada hubiera pasado. Era la señora enemiga de adioses y melancólicas añoranzas. Y una mañana de mediados de septiembre, muy temprano, tomaron los Escrivá la diligencia que hacía el camino de Huesca. Por lo visto ningún pariente salió a despedirles.
"Yo recuerdo la despedida en una mañana temprano, refiere Esperanza Corrales. Ya había comenzado el curso escolar porque desde allí nos fuimos a clase. Doña Lola no quería despedidas y, por eso, estábamos sólo las amigas de Carmen" (6).
* * *
En Barbastro dejaba el muchacho parientes y amigos; y recuerdos de infancia; y la tumba de tres hermanas en el cementerio. Todo eso le ataba inolvidablemente a su tierra natal, en la que no volvió a residir, aunque continuó siguiendo paso a paso los acontecimientos de su historia. El más triste de todos ocurrió veintiún años después de la salida de los Escrivá, en el verano de 1936. Con la dominación marxista, la diócesis de Barbastro se vistió de luto, pagando un fuerte tributo de sangre. De los 140 sacerdotes con que contaba el clero secular, 123 fueron martirizados, con el Obispo Administrador Apostólico a la cabeza. Igual suerte corrieron los religiosos. Fueron también asesinados: 9 padres escolapios, 51 religiosos y novicios del Corazón de María y 20 benedictinos del monasterio de Pueyo. La familia Escrivá hubo de llorar la muerte de algunos parientes (7).
Posteriormente la diócesis de Barbastro, que durante nueve siglos venía sufriendo incertidumbres, pleitos y violencias, tuvo que enfrentarse ahora con nuevos problemas. Las muchas sedes que quedaron vacantes por martirio de los obispos, y las destrucciones de todo tipo causadas durante la guerra civil, aconsejaban una reorganización eclesiástica. Entre los proyectos de reforma estaba la supresión de la diócesis de Barbastro, por lo que ya en 1945 los barbastrenses buscaron la intercesión de monseñor Escrivá de Balaguer ante el Nuncio de Su Santidad en España. Nunca había accedido don Josemaría a usar de recomendaciones, ni siquiera con los de su familia. El caso presente era una notable excepción (8). La diócesis consiguió salir de dificultades, aunque de nuevo se presentó el peligro veinte años más tarde. Corrían fuertes y fundados rumores acerca de la supresión de la sede. Las gentes de Barbastro tuvieron que recurrir otra vez a su ilustre paisano, que intercedió por escrito ante Pablo VI, exponiendo las razones históricas, sociales y pastorales que aconsejaban su mantenimiento, en bien de la Iglesia y de las almas. Como dice al final de un Appunto dirigido al Santo Padre: Quisiera, finalmente, insistir de nuevo en que es tan sólo el amor a la Iglesia y a las almas lo que me mueve a escribir estas líneas, suplicando humildemente al Santo Padre que no se suprima la diócesis de Barbastro (9).
Con el paso del tiempo se hizo aún más patente su amor a la patria chica: Cada día que pasa -escribe-, me siento más unido a mi queridísima ciudad de Barbastro y a todos los barbastrinos: mi recuerdo y mi cariño son muy hondos (10). No era un simple sentimiento de nostalgia, planteado por los años. Los recuerdos hundían sus raíces en las duras circunstancias que obligaron a la familia a dejar aquellas tierras. Y el afecto que sentía Josemaría era tanto más vivo por cuanto la evocación de Barbastro le traía memorias del padre:
Soy muy barbastrino y trato de ser buen hijo de mis padres -escribía al alcalde de Barbastro el 28 de marzo de 1971, desde Roma-. Déjame que te diga que mi madre y mi padre, aunque hubieron de salir de esa tierra, nos inculcaron, con la fe y la piedad, tanto cariño a las riberas del Vero y del Cinca. Recuerdo, concretamente de mi padre, cosas que me enorgullecen y que no se han borrado de mi memoria, a pesar de que me fui de ahí a los trece años: anécdotas de caridad generosa y oculta, fe recia sin ostentaciones, abundante fortaleza a la hora de la prueba bien unido a mi madre y a sus hijos. Así preparó el Señor mi alma, con esos ejemplos empapados de dignidad cristiana y de heroísmo escondido siempre subrayados por una sonrisa, para que más tarde le fuera pobre instrumento -con la gracia de Dios- en la realización de una Providencia suya, que no me aparta del pueblo mío queridísimo. Perdóname este desahogo. No te puedo ocultar que, esas evocaciones, me llenan de alegría (11).
* * *
Por san Mateo, celebraba Logroño sus fiestas, del 20 al 27 de septiembre. Pocos días antes los Escrivá se instalaron en el piso alquilado por don José, en el número 18 de la calle Sagasta, que posteriormente pasó a ser el 12. Se encontraba en la cuarta planta. Encima tenía desvanes y guardillas, por lo que prometía fríos y calores. El señor Garrigosa, propietario del comercio donde trabajaba don José, les echó una mano en las primeras dificultades, pues, según refiere Paula Royo, hija de uno de los empleados, "se dirigió a mi padre pidiendo que se ofreciera, junto con su familia, a D. José Escrivá y a Dª Dolores Albás, que venían de Barbastro, donde habían tenido un revés de fortuna" (12).
El negocio de don Antonio Garrigosa y Borrell marchaba prósperamente. La empresa se anunciaba como "Grandes Almacenes de Tejidos", y tenía dos comercios en Logroño. Uno en la calle de la Estación, con "ventas al por mayor, con exportación a provincias". El otro estaba en Portales, número 28, esquina con San Blas; en esta tienda, llamada "La Gran Ciudad de Londres", se ofrecían a la clientela logroñesa las "altas novedades" de la época. El Sr. Garrigosa era comerciante emprendedor, en consonancia con el nombre, un tanto pomposo, de su tienda y almacenes. El negocio perduró largos años, si bien el rótulo de la tienda se redujo al más modesto de "La Ciudad de Londres" (13).
Logroño, capital de la provincia de su nombre (hoy "Comunidad Autónoma de la Rioja"), atravesaba un período de florecimiento. Su población había aumentado considerablemente. En 1915 tenía alrededor de 25.000 habitantes. El desarrollo demográfico, en gran parte debido a la inmigración, marchaba a la par de una creciente actividad económica. La comarca, que se extendía por la ribera derecha del Alto Ebro, debía a este río y a sus afluentes la fertilidad de sus tierras. La riqueza agrícola consistía, principalmente, en extensos viñedos y campos de olivares, tierras de cereal y frutas, y hortalizas de regadío. Por esos tiempos de la primera Guerra Mundial, en que toda Europa se hallaba en campaña, se vivía en plena expansión económica, en razón a las materias primas y elaboradas que desde España, país neutral, se enviaban a otros países beligerantes, especialmente a Francia. Logroño se benefició por sus cuantiosas exportaciones, porque a su producción agrícola acompañaba la industria de transformación, con bodegas, fábricas de harina, de conservas de fruta y hortalizas, industrias de aceite y embutidos, y elaboración de tabacos.
La población logroñesa era provinciana y recogida, sin peligro de grandes tensiones sociales ni de alborotos políticos. Imponían en ella orden y sosiego las tradiciones y el trabajo. Existía un cierto equilibrio social, con predominio político de los liberales, cuyo medio de expresión era el periódico "La Rioja", mientras que su antagonista, el "Diario de la Rioja", se proclamaba "católico independiente" y conservador.
A tono con el ambiente provinciano, don José se habituó a las salidas domingueras en familia. Elegantemente trajeado, con su bombín y su bastón, se iba a pasear a la ribera del Ebro, según informa Paula Royo: "Las dos familias salíamos juntas casi todos los domingos por la tarde, a eso de las cuatro, a tomar el sol. Generalmente, los recogíamos nosotros en la calle de Sagasta, donde vivían, pasábamos el puente de hierro sobre el Ebro y seguíamos por la carretera de Laguardia o por la de Navarra, dando un paseo […]. Al regresar del paseo nos reuníamos en casa donde terminábamos la tarde merendando o jugando" (14).
La calle de Sagasta, en la que vivían los Escrivá, se cruzaba a mitad de curso con la del Mercado, que atravesaba Logroño de este a oeste. La parte más céntrica, con casas de amplios soportales corridos, era zona de tiendas y comercio. Allí estaba "La Gran Ciudad de Londres", calle del Mercado, 28; más conocida popularmente por Portales, 28. La distancia desde el piso de los Escrivá hasta el establecimiento en que trabajaba don José no era mucha; aparte de que no existían grandes distancias en Logroño. Siendo un hombre puntual, metódico y cumplidor -lo fue hasta el día mismo de su muerte-, tenía costumbres fijas. Casi todos los días salía a las siete menos unos minutos, para asistir a misa en la parroquia de Santiago, que se hallaba cerca (15). Regresaba luego a desayunar, para volver a salir hacia las nueve menos cuarto en dirección a la tienda.
En "La Gran Ciudad de Londres" trabajaba como "dependiente", esto es, como encargado de despachar y atender al público (16). Lo cual era para él un perpetuo y nostálgico recordatorio de cuando en Barbastro regentaba, como propietario, un negocio similar. En atención a sus conocimientos y distinción social, por edad y experiencia, se le asignó un puesto por encima de los demás empleados de la tienda. El sueldo, sin embargo, era modesto. Y de mil modos se traslucía en la vida de los Escrivá el que no andaban holgados de dinero.
Doña Dolores se dedicaba a los oficios domésticos, y fue "en aquellos difíciles momentos de crisis económica, en que se encontrarían un poco descentrados en Logroño, un buen apoyo para su marido e hijos" (17). Del ama de casa, a la que conoció y trató en Logroño un compañero de Josemaría, se nos dice que "era una mujer que mantenía siempre un ambiente señorial acorde con el de la familia de la que procedía y en la que había sido educada" (18). Evidentemente, la señora hacía faenas caseras a las que no estaba acostumbrada, por disponer de servicio doméstico, pero se entregó gustosamente a los gratos quehaceres del hogar.
Según los recuerdos de Josemaría aquellos fueron tiempos muy duros (19), especialmente para el padre, que se pasó la vida capeando fatigas y obstáculos, aunque "era muy alegre y llevaba con una gran dignidad el cambio de posición" (20). De manera que el ambiente familiar que rodeó a Josemaría, por muy duro que le resultase al muchacho, no estaba amargado por la tristeza de la adversidad, ni endurecido por una estoica resignación ante la desgracia. Muy por el contrario, en casa de los Escrivá se respiraba una humilde alegría, hecha de maneras corteses y discretos silencios. El cabeza de familia, del que se refiere que "era verdaderamente un santo" (21), marcaba la pauta. Es de creer que eso dijeran quienes conocieron su pasado en Barbastro y su presente en Logroño, porque el caballero "tenía una gran paciencia y conformidad en todo, siempre se le veía alegre, y era llano y sencillo en el trato. Vivía toda su vida con una confiada y alegre resignación, a pesar del revés de fortuna que había sufrido. Nunca hablaba de sus preocupaciones ni se lamentaba de su situación" (22).
Era preciso, a toda costa, dar una buena educación a los hijos. Decisión que estaba presente en el ánimo del matrimonio Escrivá antes de salir de Barbastro. Siendo capital de provincia, Logroño poseía instituciones y servicios administrativos como correspondía a su rango. Y, por lo que se refiere al sistema educativo -"Instrucción Pública", se llamaba entonces-, contaba con un centro oficial de enseñanza secundaria -el Instituto General y Técnico-, dos Escuelas Normales, una de maestros y otra de maestras, y una Escuela Industrial y de Artes y Oficios.
A Josemaría le faltaban entonces tres años de estudio para terminar el bachillerato. Trasladó, pues, el expediente escolar del Instituto de Lérida al de Logroño y se matriculó como alumno no oficial, para hacer el curso académico 1915-1916 (23). El paso de un colegio de religiosos, como era el de los Escolapios, a un Instituto hubiera resultado quizá un cambio muy brusco para Josemaría; y es muy posible que así lo entendiera don José. La mayor parte de los alumnos que asistían a las clases del Instituto acudían por las tardes a un colegio privado para repasar las materias de estudio. Dos eran los colegios que se disputaban los laureles de una buena enseñanza: el de San José, llevado por los Hermanos Maristas, y el de San Antonio, que, al no estar regentado por religiosos, se consideraba como laico, por más que se amparase en nombre de santo.
Entre San José y San Antonio (los colegios) existía una cierta emulación, que se desplegaba de manera llamativa en los anuncios y artículos de prensa (24). El colegio de San José se ufanaba de poseer un "Gabinete-Museo de Física, Química e Historia Natural; capilla espaciosa para las funciones de culto; dormitorio de los internos, grande, cómodo y bien ventilado; y patio de recreo extenso, con magnífico frontón recién restaurado". Desafío publicitario al que respondía el colegio de San Antonio con una muestra de su potencial académico; porque, además de las asignaturas del bachillerato, contaba con "clases especiales de Caligrafía, Dibujo, Francés, Inglés, Alemán y Árabe vulgar". (Y no eran de despreciar los efectos del anuncio, por lo espectacular de la lista de idiomas y su implícita referencia a los países entonces en guerra). La rivalidad entre los dos colegios se reflejaba, a última hora, en el resultado de los exámenes, esto es, en pura estadística. Y, de atenernos exclusivamente a los resultados académicos en bruto, parece ser que San Antonio aventajaba a San José (25).
Sin embargo, la circunstancia que más pesaba en el ánimo del matrimonio, y por la que se decidieron a meter a Josemaría en el Colegio de San Antonio, nada tenía que ver con las anteriores consideraciones. Trataban, simplemente, de evitar que surgieran rivalidades imprevisibles entre su hijo y otro escolar pariente suyo. "Sus padres desecharon la posibilidad de que acudiese al colegio de los Hermanos Maristas que había en Logroño -se nos dice-, porque allí estudiaba un pariente y quisieron impedir que surgiera entre los dos muchachos alguna situación de tirantez o de peligrosa emulación" (26).
Josemaría asistía a las clases del instituto por la mañana y estudiaba las lecciones en el colegio por las tardes. Su hermana Carmen, mientras tanto, hacía sus estudios en la Escuela Normal de Maestras en Logroño (27).
* * *
El Instituto logroñés era de reciente construcción. Había sido levantado sobre un solar donde antiguamente existía un convento de carmelitas (28). Contaba con buenas aulas y excelentes laboratorios de Química y Física, y un gabinete de Historia Natural. Su fachada principal daba a la calle Muro de Cervantes, que era continuación de la del Mercado. Delante había un paseo con jardines. Dentro de aquel amplio edificio estaban también instalados la Biblioteca Provincial, el Museo de Reproducciones Artísticas, la Escuela Normal y la de Artes y Oficios.
Durante los tres años de permanencia en el Instituto de Logroño el alumno puso a alto rendimiento sus dotes de inteligencia y aplicación. El cuadro de profesores, en su conjunto, era de una gran categoría profesional y humana. Josemaría aprendió no solamente por las explicaciones que se daban en las clases, sino también llevado del ejemplo y comportamiento moral de sus maestros. En los exámenes de final de curso tuvo excelentes calificaciones. Basta recorrer las actas (29). Las del quinto curso (1916-1917), que son las más bajas de su expediente en Logroño, registran tres Sobresalientes y dos Notables. Bajas, relativamente hablando, es decir, dentro de su brillante expediente (30).
Esos dos Notables a que nos referimos hay que valorarlos dentro del contexto histórico. Uno de ellos correspondía a la asignatura Psicología y Lógica, que explicaba don Calixto Terés y Garrido, sacerdote diocesano y catedrático de Filosofía desde 1912. Tenía ese presbítero aureola de prestigio, pues de él se decía que ganó las oposiciones a cátedra ante un tribunal que no veía con buenos ojos las sotanas. Era capellán de las Hermanitas de los Pobres y vivía con su madre en una humilde casita con un pequeño huerto. Sencillo, trabajador y bondadoso, no le faltaban buenas disposiciones para aprobar a los alumnos. Pero se mostraba más que riguroso si se trataba de una distinción honrosa, aun siendo un simple Notable. Por eso, lo realmente extraordinario es que, al año siguiente, don Calixto, al examinar a Josemaría de Ética y Derecho, asignatura del sexto curso, le diera la calificación de Matrícula de Honor.
De las excelentes dotes pedagógicas del sacerdote recordaba el alumno la profunda exposición que les hizo del marxismo, en una clase de ese curso 1917-1918, poniendo el tema y sus dislates al alcance del auditorio.
Profesor y alumno se tenían mutuo afecto. A pesar de la barrera que representaba la diferencia de edad, pronto se trataron como amigos. Incluso se prestaban consejo en las dificultades, cuando Josemaría era ya sacerdote. Pasaron luego muchos años sin verse, hasta que en una de las visitas a Logroño el antiguo discípulo se entrevistó con don Calixto. Ocasión en que el anciano, señalando el sitio en que se sentaba en clase Josemaría, le decía con velada emoción: "ahí te sentabas tú, chiquito, ahí te sentabas tú" (31).
El segundo Notable fue en Física, asignatura que explicaba el catedrático don Rafael Escriche, que procedía del Instituto de Mahón. Por entonces no llevaba más que dos años en Logroño. Era también hombre muy parco cuando se trataba de calificar. De sus pruebas de laboratorio -era encargado de Química-, recordaban sus alumnos, no sin regocijo, la expectación a la hora de los experimentos para ver si precipitarían o no los líquidos, y si cambiarían o no de color las sustancias. Injusto sería culpar a nadie, pero lo cierto es que los pronósticos de la ciencia no siempre se cumplían (32).
Don Rafael, hombre metódico y de mucho sentido común, al inaugurarse el curso, en el otoño de 1917, se encontró el laboratorio en condiciones de increíble desorden y suciedad. No en vano habían pasado varios meses de vacaciones. Todo el instrumental andaba desperdigado y los armarios estaban sucios y polvorientos. Para no perder ningún día de clase, propuso a los alumnos que lavasen tan sólo los tubos de ensayo o los objetos que necesitaran y que, de paso, al terminar, los dejasen bien limpios y en su sitio. Así, en muy pocas clases lograron ver todo el material ordenado y reluciente en las estanterías. Josemaría, que poseía el don de saber retener lo que de útil se encerraba en lo anecdótico, no olvidó nunca la lección de esa clase de Química. Cuando en el curso de su existencia se tropezaba con situaciones similares de apremio o de desorden, aplicaba el procedimiento de don Rafael (33).
* * *
La salida de Barbastro, que supuso un penoso desarraigo para toda la familia, resultó especialmente costosa para Josemaría, en quien comenzaban a fraguar sus rasgos de carácter. Con el duro trance de adaptación a otro medio social, y a un nuevo tono de vida, se enfrentaron primeramente los padres, abriendo así camino con su ejemplo a Carmen y Josemaría.
No contaba la familia con parientes próximos permanentemente establecidos en Logroño, salvo el muchacho que estudiaba con los Maristas. De suerte que don José se fue haciendo amistades a través de la oportunidad que le ofrecía su trabajo. Gracias también a su educación y distinción personal, el caballero amplió pronto el círculo de sus conocidos, pero sin poder alternar socialmente. En Logroño había diversos centros recreativos -el "Ateneo Riojano", el "Círculo de la Amistad", el "Círculo Católico"-, que el jefe de familia, por razones de economía familiar, no frecuentaba. Desde el primer momento, por encontrarse en una ciudad para ellos extraña, padres e hijos, por un instintivo movimiento de afecto y de defensa, vivían centrados en torno al hogar. Con ello entendió Josemaría "la importancia de afrontar las dificultades bien unidos" (34). Otra lección que aprendió del padre.
Al tiempo de ingresar en el colegio de San Antonio, según una lejana impresión de Paula Royo, amiga de la familia, "Josemaría era muy alto para la edad que tenía entonces -unos catorce años-, más bien fuerte. Llevaba aún pantalón corto: lo recuerdo con un traje gris oscuro, medias negras hasta la rodilla y una boina pequeña. Era muy guapo: parece que lo estoy viendo ahora tal como era. Siempre estaba alegre y tenía una risa contagiosa" (35). Los profesores le tuvieron pronto gran estima; y el muchacho se fue ganando amigos entre los condiscípulos, por su capacidad natural de adaptación y "por la lealtad con los compañeros" (36).
Estas cualidades -generosidad, lealtad y espíritu de servicio- las llevaba al extremo, desprendiéndose en favor de los demás de lo que fuera preciso, sin medida ni titubeos. En vista de lo cual, doña Dolores, que le conocía mejor que nadie, se vio obligada a advertirle que si se daba de tal modo a la gente, sufriría mucho en esta vida (37).
Andando el tiempo se encontró en alguna ocasión con los compañeros de antaño. Al reconocerle se deshacían en efusivos abrazos, rememorando los días de colegio; como sucedió con un amigo de entonces, a quien pacientemente explicaba Josemaría los temas de clase que el otro no había entendido (38).
A la larga se cumplieron las previsiones de la madre. La vida le trajo al muchacho innumerables desengaños y sinsabores, aunque Josemaría jamás se arrepintió de su modo de ser ni intentó refrenar su expansivo corazón. En 1971, todavía con el amargo sabor en la boca del reciente desengaño con un "amigo", escribe: ¿Por qué será que, a pesar de mis miserias, suelo yo ser siempre más amigo de mis amigos que esos amigos de mí? Seguramente es que me hace mucho bien, si lo acepto -fiat!-, ese despego (39).
El fondo de su naturaleza no varió mucho con los años. Con lealtad y generosidad ilimitadas, se entregaba sin reservas, con desbordamiento cordial. Alguna amistad trabada por ese entonces con sus compañeros de Instituto terminó en vinculaciones más estrechas, cara a la eternidad, como fue el caso de Isidoro Zorzano (40). En fin, cuando en 1918 el Sr. Obispo de Calahorra y la Calzada pida informes sobre los estudios de Josemaría, la respuesta -dentro de su formalismo lacónico- es enaltecedora para el muchacho: "El exponente -escribe el Rector del Seminario de Logroño- ha tenido su residencia en Logroño, estudiando en este Instituto y siendo modelo de estudiantes por su aplicación y conducta" (41).
A las sacudidas experimentadas por la familia siguió una larga serie de sufrimientos morales y de privaciones físicas, que configuraron hondamente el tránsito de su niñez a su adolescencia. Quizá sea éste uno de los períodos más nebulosos de su vida. Acaso la crisis se prolongara por espacio de algunos meses, en los que libró consigo mismo una batalla tenaz y dolorosa. Veladamente, en sus confidencias de adulto, dejará entrever que, por algún tiempo, quedaron en suspenso aquellas charlas amistosas con don José, en las que el hijo abría el corazón al padre pidiéndole consejo.
Desde la muerte de su hermana Chon venía dando vueltas en la cabeza a una idea, punzante como una espina. Era un pensamiento que le hostigaba con persistencia, cuando veía a la desgracia encarnizarse con los inocentes. ¿Por qué, Señor, por qué? Josemaría, niño aún y con un agudo sentido de la justicia, se perdía en penosas meditaciones, tratando de encontrar un rayo de luz que esclareciese lo que para él resultaba incomprensible. Todo era en vano. La exacerbación de sus sentimientos le impedía ver claramente las razones:
Yo, desde chico, he pensado tantas veces sobre el hecho de que hay muchas almas buenas a las que les toca sufrir tanto en la tierra; penas de todo género: reveses de fortuna, hundimiento de la familia, teniendo que dejarse pisotear el legítimo orgullo… Al mismo tiempo, veía otras personas, que no parecían buenas -no digo que no lo fuesen, porque no tenemos derecho a juzgar a nadie-, a las que todo iba de maravilla. Hasta que un buen día me vino la consideración de que también los malos hacen cosas buenas, aunque no las realicen por un motivo sobrenatural; y comprendí que Dios de alguna manera los había de premiar en la tierra, ya que luego no podría premiarlos en la eternidad. Me acordé entonces de la frase: también se ceba el buey que irá al matadero (42).
En Logroño comenzaron el desasosiego y la resistencia de Josemaría a aceptar la nueva situación. Su generosidad, ese impulso para darse sin reservas, abundantemente, a los demás, no se avenía con la mediocridad, ni con la ponderación económica de la familia. El muchacho a duras penas se percataba de que la riqueza moral se halla muy por encima de los bienes materiales.
Su madre, a la que ayudaba Carmen, se afanaba en los mil quehaceres de la casa: cocina, lavado de la ropa y regateos al ir de compras al mercado. Del padre sabemos detalles más íntimos, que posiblemente conociese el hijo. Para ahorrarse la merienda, don José tomaba un caramelo a media tarde, entreteniendo el estómago. Aunque no había dejado de fumar, se impuso una ración diaria de seis pitillos, que él mismo liaba, colocándolos cuidadosamente en una pitillera de plata, recuerdo de tiempos mejores (43). La economía de la casa estaba presidida por el ahorro, y los gastos venían sometidos a una prudente vigilancia, de acuerdo con el dicho de doña Dolores: "no alargar el brazo más que la manga" (44). A los ojos de Josemaría todo en el hogar llevaba el sello de una sufrida pobreza, que resultaba intolerable a su fogosidad. De manera que sentía impulsos de rebelión, que difícilmente lograba reprimir. Magnánimo y dispuesto al sacrificio, le dolía grandemente el callado sufrimiento de sus padres.
Cuando se despejó la borrasca, cuando poco más adelante vio con claridad las cristianas razones de esa pobreza, se sintió orgulloso de lo mismo que, en su muchachez, había considerado un oprobio del hogar; y lo proclamaba gozoso recordándolo ante sus hijos espirituales:
Si me echan en cara la pobreza de mis padres, alegraos y decid que el Señor lo quiso así, para que nuestra Obra, su Obra, se hiciera sin medios humanos: yo así lo veo. De otra parte mis padres, mis padres calladamente heroicos, son mi gran orgullo (45).
Pero por entonces no lo veía. La pobreza, indudablemente, llevaba consigo humillaciones de todo género. Para la amplia parentela de doña Dolores, Logroño era el exilio de los Escrivá; y, según algunos de ellos, un merecido destierro.
La más dura prueba por la que pasó Josemaría, más dolorosa que las privaciones, fue el callado sufrir de los padres, cuya sonrisa y serenidad daban a entender el dominio interior con que aceptaban las adversidades. Pero esa mansa capa de amabilidad dejaba traslucir también las muchas renuncias que encubría. Esto, en lugar de calmar al muchacho, le violentaba. Y el oleaje rompía dolorosamente dentro de su alma. No se atrevía a hablar de ello con don José. De momento se habían interrumpido las conversaciones íntimas durante los paseos de los domingos, pero solían charlar de otros temas, ya que a Josemaría le parecía injusto y poco noble hacer "comentarios que pudiesen herir la sensibilidad de sus padres" (46).
De los felices días de la infancia retuvo Josemaría en su memoria una lámina que, por razones circunstanciales, pasó a formar parte de su abastecimiento espiritual. Eran dos dibujos japoneses; en uno se leía:
El hombre presuntuoso, y representaba una familia reunida alrededor de una mesa, teniendo arriba, en lo alto de un palo, una gran luz. Desde lejos aquella luz atraía, llamaba la atención. Pero si uno se acercaba, veía que la familia estaba fría, sin luz y sin calor de hogar. El otro dibujo se titulaba así: el hombre prudente. Era otra familia, con la luz muy cercana, sobre la mesa, en el centro de todos. No llamaba la atención, no era algo ostentoso. Pero el que se acercaba allí, encontraba ambiente de familia (47).
Quiso Dios que la ayuda salvadora le viniese a través de su familia. Entre los suyos encontró Josemaría el calor del afecto. El tiempo obró como sedante de inquietudes y arrebatos. Y, más tarde, llegaría a descubrir el sentido profundo de aquellos acontecimientos. No sólo se invirtieron los términos en su mente, y lo que había sido causa de vergüenza y humillación se le apareció con resplandores de virtud, sino que vio el orden providencial y la lógica divina encerrados en la secuencia de los hechos:
Dios me ha hecho pasar por todas las humillaciones, por aquello que me parecía una vergüenza, y que ahora veo que eran tantas virtudes de mis padres. Lo digo con alegría. El Señor tenía que prepararme; y como lo que había a mi alrededor era lo que más me dolía, por eso pegaba ahí. Humillaciones de todo estilo, pero a la vez llevadas con señorío cristiano: lo veo ahora, y cada día con más claridad, con más agradecimiento al Señor, a mis padres, a mi hermana Carmen… (48).
Luego, con el desarrollo positivo de la personalidad, el muchacho fue adquiriendo una madurez impropia de sus años. Ante sus amigos se mostraba serio y reflexivo, cualidades no incompatibles con la alegría y un bullicioso sentido del humor. Doña Dolores, de manera muy expresiva, afirmaba que Josemaría "había sido siempre un niño mayor" (49). Nadando contra corriente, sin dejarse arrastrar por la desgracia, se calmó la crisis de su adolescencia. Y, al cabo, su espíritu quedó tempranamente abierto a los ideales de la juventud. Por lo que, al revisar esta removida etapa de su vida, tendría para todos palabras de perdón y de reconocimiento: El Señor -nos dice- iba preparando las cosas, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño y mis errores de adolescente (50).
* * *
Aisladamente considerados, los datos que se recogen en el expediente escolar de Josemaría poco nos ilustran sobre su persona, sirviendo solamente de indicio con el que valorar sus aptitudes intelectuales. Aun así, el expediente suministra, de modo indirecto, informaciones no despreciables sobre el carácter y gustos del muchacho (51).
En los exámenes del cuarto año de bachillerato (1915-1916), obtuvo la calificación de Sobresaliente con Premio (también llamada Matrícula de Honor), en Preceptiva Literaria y Composición. El Premio no era simplemente honorífico sino que eximía del pago de la tasa escolar de una asignatura al curso siguiente; además, el alumno podía elegir, a su gusto y conveniencia, la asignatura a la que aplicar la Matrícula de Honor. Haciendo uso de ese derecho, Josemaría, con fecha 1 de septiembre de 1916, dirigió una instancia al Director del Instituto para aplicar a la Historia General de la Literatura el Premio que se le había concedido en Preceptiva y Composición (52).
El catedrático de Literatura era don Luis Arnaiz, hombre de tierna sensibilidad literaria y propenso a la emoción estética (53). Al decir de Josemaría, se emocionaba al leer en voz alta a Cervantes, lo cual suscitaba en el muchacho otros recuerdos lejanos. Porque entre los libros traídos de Barbastro por los Escrivá, la mayor parte de ellos clásicos, había una bella y antigua edición de El Quijote, en seis volúmenes. A ellos acudía de muy niño a leer y repasar las láminas.
En las clases de literatura pudo Josemaría saborear a placer los clásicos, desde los escritores medievales a los del Siglo de Oro español (54). Pasados los años, las anécdotas literarias e históricas, en prosa o en verso, surgirán frescas y espontáneas, a la par de la cristiana doctrina.
Un jueves santo, haciendo en voz alta su oración personal, traía a ella noticias de su muchachez:
Desde chico, Señor, desde la primera vez que yo pude hojear esa poesía gallega de Alfonso el Sabio, me ha conmovido el recuerdo de alguna de sus estrofas.
Me removía con esas cantigas, como la de aquel monje que pidió en su simplicidad a Santa María contemplar el cielo. Se marchó al cielo en su oración -esto lo entendemos todos nosotros, lo entienden todos mis hijos, todos, porque somos almas contemplativas-, y cuando volvió de su oración no reconocía a ningún monje del monasterio. ¡Habían pasado tres siglos! Ahora lo entiendo también de una manera particular, cuando considero que Tú te has quedado en el Sagrario desde hace dos mil años para que yo te pueda adorar y amar y poseer; para que yo pueda comerte y alimentarme de Ti, sentarme a tu mesa, ¡endiosarme! ¿Qué son tres siglos para un alma que ama? ¿Qué son tres siglos de dolor, tres siglos de amor, para un alma enamorada?: ¡un instante! (55).
Las lecturas juveniles prendieron en el fondo de su alma, empapándola de belleza. En muchas ocasiones echará mano de recuerdos literarios, como recurso para exponer sus proyectos o sus ideas; como se ve, por ejemplo, en carta fechada en Roma, 7-VI-1965, medio siglo después de su paso por el Instituto de Logroño:
Ahora reverdezco mis aficiones de la juventud, leyendo vieja literatura castellana, de la que también se sirve el Señor para confirmarme en su paz. Me explicaré, con un ejemplo: tú sabes cuántas veces he dicho, cuando a mí, que soy un pecador, me atribuyen con demasiada frecuencia ¡revelaciones y profecías! -nada menos- que todo eso no es verdad. A lo más, ante la fe de la gente, concedo -porque me parece de justicia- que, si acaso, si eso que dicen es verdad, será fruto de la bondad de Dios, que les premia la fe y las otras virtudes que tienen los interesados. Pero que io non c'entro per niente.
Pues, bien: leyendo a Gonzalo de Berceo, en su Vida de Santo Domingo de Silos -a gusto le concedo lo que allí dice: "Bien valdrá, como creo un buen vaso de vino"- y teniendo en cuenta lo que va del 200 al 900, y aún más lo que va de un santo a un pecador, me ha consolado como una gran luz de Dios leer: "Profetaba la cosa que a venir avie,/ Maguer la profetaba, el non lo entendie". ¿No es una bendición del cielo que, hasta de las distracciones, saquemos sabiduría divina, vertida por un buen clérigo que vivió hace más de setecientos años?
Y, para seguir divirtiéndote, te voy a contar otra anécdota -por decirlo así- literaria: debería decir de mi confusión literaria.
En no pocas ocasiones, me gustaba recordar -al hablar de cosas espirituales- un verso que atribuía al Cantar del mío Cid: "y la oración al cielo cabalgaba". No me dirás que no es expresivo. Releo en estos días el cantar, y he tenido que reconocer que mi memoria de viejo ha cometido de buena fe un error, que casi se puede llamar imperdonable. Porque el original, pensándolo bien, es más realista y tiene más teología nuestra. Dice así: "la oraçión fecha luego cavalgava". Primero, rezar; después, cabalgar: que es trabajar, pelear -disponerse a pelear-; y trabajar y pelear, para un cristiano, es orar: entiendo que este verso, del Cantar de gesta, va muy bien para nuestra gesta de cristianos corrientes y contemplativos. Mejor que el otro, que salía -entre nieblas- de la herida que quedó en mi imaginación de adolescente (56).
* * *
Carmen tenía al hermano por "un muchacho normal, de carácter abierto" (57); pero, a la hora de divertirse, si había chicas presentes, Josemaría se sentía un tanto cohibido. No asistía a bailes; entre otras razones porque no se había propuesto aprender a bailar. El padre, en cambio, sí; había sido un excelente bailarín. "Tu padre -le contaba doña Dolores- era capaz de bailar sobre la punta de un espadín" (58). De todos modos, la madre deseaba adelantarse a lo que era normalmente previsible: que el hijo se enamorara, pronto o tarde, de una chica. No tardó, pues, en darle un sano consejo, emparedado en un dicho popular: - "Si te has de casar, búscate mujer; ni tan guapa que encante, ni tan fea que espante" (59).
Su primera adolescencia le despojó de muchos retraimientos y melancolías, poniendo al descubierto un fondo de vehemencias juveniles. Extremadamente ordenado y puntual, Josemaría no soportaba el desorden, dando muestras de impaciencia, de nerviosismo o de brusquedad (60). Esa disconformidad intolerante por los pequeños descuidos en cuestiones de orden, bien pudiera tener secretas comunicaciones con su gusto por la geometría o las matemáticas; pero, claro está que las ciencias exactas no eran responsables de su fuerte carácter.
Durante toda su vida Josemaría tuvo que luchar contra la natural impetuosidad de su temperamento, para someter aquel torrente de sana energía, convirtiéndolo en fuerza dominada y en fortaleza de ánimo para arrostrar obstáculos (61).
Existía además otro aspecto de su carácter, que denunciaba, aunque de distinto modo, el enardecimiento juvenil. Era éste su romántico idealismo. Vena vaporosa que desfogaba ya por el lado poético ya por el fervor patriótico; o bien se traducía en exaltados sentimientos de libertad y de justicia, como le ocurrió con el caso de la independencia de Irlanda (62). Semanalmente recibía la familia la revista "Blanco y Negro", ilustrada con extensos reportajes fotográficos de las vicisitudes de la primera Guerra Mundial. Toda España, aun manteniéndose neutral, estaba dividida en sus simpatías por unos u otros combatientes. Don José tenía marcadas tendencias germanófilas, tal vez por la enemistad que pervivió en el Alto Aragón, durante un siglo, en recuerdo de la invasión y de los excesos de las tropas napoleónicas.
Pero lo que, realmente, soliviantó al hijo en el caso irlandés, fue el tema de la libertad religiosa: Entonces -cuenta- tenía unos quince años, y leía con avidez en los periódicos las incidencias de la Primera Guerra… Pero sobre todo rezaba mucho por Irlanda. No iba en contra de Inglaterra, sino a favor de la libertad religiosa (63).
* * *
En el verano de 1917, otra vez juntos padre e hijo en sus largos paseos, conversaban sobre las ilusiones profesionales de Josemaría. El próximo curso terminaría el bachillerato, y era preciso decidir de antemano qué rumbo profesional emprendería. El muchacho no tenía dudas. Lo había decidido. Pensaba hacerse arquitecto, pues estaba dotado de excelentes aptitudes para las matemáticas y el dibujo. Don José trató suavemente de encaminarle hacia la abogacía, porque tenía facilidad de palabra, le gustaba la historia y la literatura; y no le faltaba don de gentes.
Josemaría no se dejó convencer. En el dicho del padre, de que el hijo deseaba ser un "albañil distinguido", hay que ver algo más que una suave punta de ironía (64). El empeño del muchacho por seguir la carrera de Arquitectura, cara y larga, supondría para la familia un pesado sacrificio económico, del que tal vez no se percataba entonces el estudiante, aunque luego, muchos años más tarde, habría de reconocerlo: En casa continuaron mi educación, para darme una carrera universitaria, a pesar de la ruina familiar, cuando muy bien pudieron, en justicia, haberme puesto a trabajar en cualquier cosa (65).
Todavía quedaban algunos meses de espera. Una tregua que iba prensando el ánimo de don José conforme pasaba el tiempo. Pero Dios diría. Y Dios tuvo la última palabra, comprobándose, una vez más, que los caminos del Señor son inescrutables.
En 1934, desde la perspectiva de su vocación sacerdotal, meditaba Josemaría en qué hubiesen parado las ilusiones profesionales de 1917:
¡La vocación sacerdotal! ¿Dónde estaría yo ahora, si no me hubieras llamado? Sería, probablemente un abogado presuntuoso, un literatillo engreído, o un arquitecto pagado de mis obras (en todo esto se pensó, allá por el año 1917 ó 1918) (66).
La intervención divina en su existencia se había producido, hasta entonces, calladamente, y las duras lecciones recibidas habían sido sacadas de dolorosos acontecimientos familiares. Y ahora, Dios, como jugando y sin manifestarse de un modo patente, le salía al encuentro con unas pequeñeces que para una persona de espíritu indiferente carecerían de mayor trascendencia. En cambio, para un alma sencilla, atenta al roce de la gracia, esos minúsculos sucesos serían muestras tangibles de divino afecto. Así mantuvo el Señor despierta el alma del muchacho:
El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión… y a la penitencia (67).
En casa de los Escrivá se rezaba el rosario diariamente; y no se habían interrumpido las tradicionales devociones de Barbastro. Frecuentaban la parroquia de Santiago el Real, cuyo párroco, don Hilario Loza, conocía bien a toda la familia. Allí acudía el muchacho a confesarse y comulgar, aunque los domingos y días festivos, durante el curso, oía misa en el colegio de San Antonio. Don José continuaba favoreciendo con sus limosnas a los pobres, sobre todo a una comunidad de Hijas de la Caridad, que de cuando en cuando dejaban en su casa una imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa, encerrada en una urna (68). La pequeña estatua se encomendaba así, por turno, a la devoción de las familias.
Otra de las iglesias que solían visitar los Escrivá era la de Santa María de la Redonda. Al salir de su casa y llegar al cruce con la calle del Mercado, tirando a mano izquierda, se iba a dar a la plaza de la Constitución, donde se alzaba la iglesia, el más bello monumento de la ciudad. Su portada formaba una gran hornacina, cerrada en semicúpula entre las dos torres de los flancos. El nicho, como una gigantesca concha labrada en espléndido barroco, servía de dosel al penetrar en el templo.
Su párroco era don Antolín Oñate, muy buen amigo de don José y la máxima autoridad eclesiástica de la ciudad, porque era abad de la Colegiata de Santa María de la Redonda y arcipreste de las tres parroquias logroñesas (69).
Logroño pertenecía a la vieja diócesis de Calahorra y la Calzada, pues no se había llevado a cabo la estructuración de territorios eclesiásticos prevista en el Concordato de 1851 entre el gobierno español y la Santa Sede. En virtud del Concordato, Logroño pasaría a ser cabeza de diócesis. Se resistieron a ello las autoridades eclesiásticas; y, por su parte, tampoco cedió el gobierno, de modo que se creó un largo período de vacante episcopal (de 1892 a 1927). La Santa Sede, pues, hubo de nombrar Administradores Apostólicos, con residencia en Calahorra. De 1911 a 1921 regía la diócesis don Juan Plaza García, Obispo titular de Hippo (70). La clerecía logroñesa, prescindiendo de las parroquias, se componía de los canónigos y beneficiados de la Redonda, capellanes del hospital y del asilo, profesores del seminario y capellanes castrenses (71). Entre las comunidades religiosas estaban los Hermanos Maristas, que llevaban el colegio de San José; los Jesuitas, que tenían a su cargo la iglesia de San Bartolomé; y varias comunidades femeninas: Carmelitas descalzas, Agustinas, Religiosas de la Madre de Dios, Hijas de la Caridad, Adoratrices, Siervas de Jesús…
Tal era la situación en el otoño de 1917, antes de que las Carmelitas descalzas hubieran aprobado, por acta capitular del 23 de octubre, la venida de dos padres carmelitas para atender el convento (72). El primero de ellos, el padre Juan Vicente de Jesús María, se presentó en Logroño el 11 de diciembre; y, a los pocos días, el padre José Miguel de la Virgen del Carmen, que, junto con el hermano Pantaleón, constituían la comunidad encargada de la iglesia del convento. El acto inaugural de sus servicios pastorales y litúrgicos se celebró el 19 de diciembre, en una función solemne. El tiempo no fue muy a propósito para dar brillantez a la ceremonia. Desde principios de mes las nubes venían descargando sobre Logroño aguas y nieves. Pero aunque el martes, 18 de diciembre, se derritió gran cantidad de nieve, el frío de esa noche congeló las aguas del deshielo. Los fieles que asistieron a la solemne inauguración de la nueva etapa de los carmelitas tuvieron que arriesgarse a resbalones y caídas. Les predicó el padre Juan Vicente, que "saludó emocionado a la ciudad y les ofreció los servicios espirituales de la nueva comunidad carmelitana" (73).
Siguieron días muy crudos, de cielos revueltos e intensísimo frío en toda La Rioja. Desde el viernes 28 estuvo nevando sin interrupción; durante dos días cayeron copos menudos y compactos. Entró el Nuevo Año con temperaturas glaciales. Bajó el termómetro a quince grados bajo cero. Se interrumpieron las comunicaciones. Cerraron los puestos del mercado. Y varias personas murieron de frío.
A partir del 3 de enero, los barrenderos de la brigada municipal, reforzada con un centenar de jornaleros contratados por el Ayuntamiento, se dedicaron durante varios días a quitar la nieve de las calles y aceras. El miércoles, 9 de enero, cumpleaños de Josemaría, habían terminado su trabajo, facilitado por las lluvias de la víspera. Pero volvieron los fríos y el temporal de nieves se prolongó otra semana (74).
Entre tanto, el Señor se había adelantado al cumpleaños de Josemaría con una sorpresa que varió el curso de su vida. Una mañana de esas vacaciones navideñas vio en la calle las huellas que habían dejado en la nieve unos pies descalzos. Se paró a examinar con curiosidad la blanca impronta marcada por la pisada desnuda de un fraile y, conmovido en la raíz del alma, se preguntó: Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo? (75).
Las pisadas en la nieve eran del padre José Miguel. Tomando, pues, aquella blanca ruta, el muchacho se fue al carmelita, en busca de dirección espiritual. Llevaba ya, metida muy dentro, "una inquietud divina", que renovó su interior con una vida de piedad más intensa, en la práctica de la oración, de la mortificación y de la comunión diaria (76). Cuando apenas era yo adolescente -nos dirá- arrojó el Señor en mi corazón una semilla encendida en amor (77).
Tan tajante cambio no fue más que el breve preludio a mayores exigencias por parte del Señor:
[…] comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor […]. Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección. Ya vendría lo que fuera… De paso me daba cuenta de que no servía, y hacía esa letanía, que no es de falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no soy nada, no sé nada… (78).
Aquella ardiente semilla plantada en su corazón le quemaba por dentro, y al mismo tiempo le dejaba a oscuras. Con la luz de la gracia el Señor le hacía darse cuenta de su elección, pero no con claridad deslumbrante sino en penumbra, como entre tinieblas.
Pasaron unos tres meses. El padre José Miguel, ante las disposiciones de aquella alma, le sugirió que ingresara en la Orden del Carmen (79). Llevó el muchacho la propuesta a su oración, y pidió luces al cielo para descubrir el velado contenido de la misteriosa llamada que resonaba dentro de su corazón.
Echando una mirada atrás, comprendió que, desde la mañana misma en que vio las huellas sobre la nieve, alguien le conducía directamente hacia el Amor (80). El Señor le había ido preparando. El Señor había hecho nacer en su alma una "inquietud divina". De manera que, al encontrarse con las pisadas cuajadas en lo blanco, al descubrir que eran de un religioso, reconoció en ellas las huellas de Cristo y una invitación a seguirle. En este gesto mudo, impreso en la blancura, supo ver una llamada. E inmediatamente, con el espíritu de generosidad que llevaba dentro de sí, se sintió impulsado a plantearse allí mismo, sin dejarlo para luego, el ofrecimiento de su persona.
Durante las semanas que siguieron hasta el día en que el carmelita le invitó a ingresar en su Orden, Josemaría había dado un fuerte viraje interior. ¿Cómo es posible que un hecho tan nimio le empujase a empeñar toda su voluntad en el deseo firme de ofrecer sus facultades al Señor, sin saber en detalle a qué se comprometía? La desproporción entre aquel delicado suceso, "aparentemente inocente", y la pronta y recia reacción del muchacho, refleja la calidad de su temperamento, vehemente y noble ; y su gran capacidad de amor. Aquella alfombra de nieve pronto se convirtió en barrizal. Pero Josemaría continuaba firme en su determinación, sin echarse atrás ni variar la respuesta; perseverante. En esas cortas semanas, la generosidad a la gracia fue agrandando la herida de amor del adolescente.
Había entrado ya la primavera. Dentro de un par de meses, terminadas las clases, vendrían los exámenes y pronto sería bachiller. En tales circunstancias se vio obligado a decidirse. Pensó en las dificultades que una estricta vinculación religiosa supondría para cumplir los planes divinos que barruntaba. Si renunciaba a hacer una carrera civil y se metía a religioso, ¿le sería posible ayudar económicamente a sus padres? La vida conventual no le atraía, ni calmaba su secreta inquietud la idea de hacerse religioso. Además, el día que oyese la respuesta a ese algo que Dios le pedía y que bullía en su alma, ¿no tendría que encontrarse libre, sin ataduras? (81). Tomó, pues una pronta resolución: hacerse sacerdote y estar así disponible para lo que viniere. Después comunicó la resolución al padre José Miguel y dejó la dirección espiritual del carmelita (82).
¿Quién le iba a decir que todo arrancó del fortuito encuentro con las pisadas de unos frailes descalzos? Pero, no; el encuentro nada tenía de casual, como bien sabía Josemaría. Era un favor divino. Por eso, la entrega del muchacho había sido de total desprendimiento, sin pedir de antemano pruebas ni señales extraordinarias. Y enseguida comenzó a recibir un chaparrón de gracias que, en breve tiempo, pusieron su alma en condiciones de patente madurez, a juzgar por la propuesta que le hizo su director espiritual.
No era, sin embargo, el camino de los religiosos lo que Dios le pedía. Lo vio pronto y con claridad; y así se lo dijo al carmelita. Después, con una generosidad increíble, y con una fe gigantesca, no a remolque de la gracia sino, por decirlo de algún modo, sacando, aparentemente, la delantera al Señor, decidió hacerse sacerdote. Era un paso heroico, una respuesta extremosa, que nadie le había invitado expresamente a dar. Ni se escudó tampoco en el descubrimiento de que no se le llamaba a una vida conventual. Escogió el sacerdocio como base para alcanzar un ideal; como el medio más apropiado, en sus circunstancias personales, para identificarse con Cristo, en espera de una respuesta que barruntaba, pero que no veía. Al Señor tocaba ahora el nuevo envite, que el futuro sacerdote no podía adivinar. A partir de entonces, desde la oscuridad de su fe, como el ciego de Jericó, Josemaría clamaría al Señor con ansias de que le manifestase su Voluntad. Tenía el firme presentimiento de que se toparía con la aventura de su existencia.
Durante años, a partir del primero de mi vocación en Logroño -escribía en 1931-, tuve, por jaculatoria, siempre en mis labios: Domine, ut videam! Sin saber para qué, yo estaba persuadido de que Dios me quería para algo. Así estoy seguro de haberlo manifestado alguna o algunas veces a tía Cruz (Sor Mª de Jesús Crucificado) en cartas que le envié a su convento de Huesca. La primera vez que medité el pasaje de San Marcos del ciego a quien dio vista Jesús, cuando aquel contestó, al "qué quieres que te haga" de Cristo, "Rabboni, ut videam", se me quedó esta frase muy grabada. Y, a pesar de que muchos (como al ciego) me decían que callara […], decía y escribía, sin saber por qué: ut videam!, Domine, ut videam! Y otras veces: ut sit! Que vea Señor, que vea. Que sea (83).
Una vez afianzado en su decisión de abrazar el sacerdocio, fue a comunicárselo a su padre. El mismo nos cuenta la reacción de don José:
Y mi padre me respondió:
-Pero, hijo mío, ¿te das cuenta de que no vas a tener un cariño en la tierra, un cariño humano?
Mi padre se equivocaba. Se dio cuenta después.
-…No vas a tener una casa -¡se equivocaba!-; pero yo no me opondré.
Y se le saltaron dos lágrimas; es la única vez que he visto llorar a mi padre.
-No me opondré; además, te voy a presentar a una persona que te pueda orientar (84).
En aquel instante cruzó su mente un pensamiento: ¿y las obligaciones de justicia para con sus padres? Por ser el único varón de la familia le correspondía sacarla adelante el día de mañana, que no estaba tan lejos, porque la edad de sus padres era un tanto avanzada y estaban trabajados por la vida; y doña Dolores hacía diez años que no había vuelto a tener hijos. En ese momento, sin pararse en consideraciones, con la confianza que da la mucha fe, y con la conciencia de haber entregado todo lo que el Señor le exigía, pidió que tuvieran sus padres un hijo varón, para que le sustituyera. Sin más, y dándolo por hecho, no volvió a preocuparse de esa petición (85).
* * *
Era ya el mes de mayo. La noticia de que iba a hacerse sacerdote corría entre las amistades y conocidos. Don Antolín Oñate, el arcipreste, la acogió con alegría. Por deseo del padre, mantuvo una entrevista con el muchacho y pudo confirmar a don José la vocación de su hijo (86). También se lo comunicó así don Albino Pajares, otro sacerdote al que fue a consultar, por indicación de su padre (87). A todos los conocidos de la familia les cogía de sorpresa la noticia: "sus padres -refiere Paula Royo- lo comentaron a los míos asombrados, pero en ningún momento le pusieron dificultades. No nos esperábamos que quisiera ser sacerdote" (88).
Josemaría frecuentaba por entonces Santa María la Redonda, donde acudía a oír misa. Hacía prolongada oración y se confesaba con don Ciriaco Garrido, canónigo penitenciario de la Colegiata. Don Ciriaco era un sacerdote que andaba tan escaso de cuerpo como sobrado de virtudes. Don "Ciriaquito", como se le llamaba cariñosamente por su corta estatura, fue uno de los primeros que dieron calor a mi incipiente vocación, escribirá Josemaría (89).
El 28 de mayo terminó sus exámenes. Era ya, por fin, bachiller. Despejada la temida cuestión del ingreso en Arquitectura, el padre aconsejó de nuevo al muchacho que hiciese la carrera de Leyes, compatible con los estudios eclesiásticos, aunque lo primero sería ver el modo de ingresar en el seminario (90).
Don Antolín, hombre muy entendido en todo lo que tocara, de cerca o de lejos, a la marcha de la diócesis, puso al corriente a don José sobre los trámites para ingresar en el seminario. Por de pronto había que solicitar del Sr. Obispo la convalidación de las asignaturas cursadas en el bachillerato. Y, sin perder tiempo, convendría preparar al reciente bachiller en Latín y Filosofía, porque, antes de acceder a los estudios teológicos, era obligado un examen previo sobre dichas materias. Don José agradeció al arcipreste y a don Albino que se encargasen de buscar profesores para el hijo, aunque el pago de los honorarios salió de su bolsillo, naturalmente (91).
Los meses del verano de 1918 fueron de gran sequía. Hubo rogativas y el Obispo dispuso que se dijera en la misa la oración ad petendam pluviam, "a fin de obtener del Todopoderoso el remedio para la pertinaz sequía que agosta los campos y amenaza destruir gran parte de los productos agrícolas, que constituyen la principal riqueza de nuestra amada Diócesis" (92). Unos días antes, el 29 de agosto, había fijado el Prelado la fecha de la inauguración oficial del curso académico 1918-1919, tanto en el Seminario Conciliar de Logroño como en el de Calahorra, para el primero del próximo octubre (93). Siendo la historia de la diócesis un tanto accidentada -como queda señalado-, no ha de causar extrañeza que existieran en ella dos seminarios. Baste saber que, a partir de 1917, las funciones docentes estaban repartidas entre los dos centros: en el seminario de Logroño, se cursaba el plan de estudios eclesiásticos tan sólo hasta tercer año de Teología (94).
En el Boletín Eclesiástico de la diócesis apareció publicada, antes de abrirse el curso, una disposición sobre el modo de incorporarse al seminario. Los bachilleres habían de pasar previamente un examen en Latín, Lógica, Metafísica y Ética, como bien anticipó don Antolín. Entretanto, los cielos continuaban sin nubes y la oración ad petendam pluviam se alargaba más de lo razonable. En consecuencia, los estudios no pudieron inaugurarse el primero de octubre, como estaba previsto; no a causa de la sequía, sino por una plaga aún más temible. Corrieron las fechas y el 6 de noviembre dirigió Josemaría una instancia al Obispo en la que exponía: […] Que sintiéndose con vocación eclesiástica, después de haber cursado y aprobado los años del Bachillerato, ruego a V.S. se digne concederme el examen de Latín, Lógica, Metafísica y Ética, para después cursar el primer año de Sagrada Teología (95).
Con motivo de aquella grave epidemia de gripe, extendida por toda la región, continuaban cerrados los seminarios, que no se abrirían hasta el 29 de noviembre; y, desaparecida "la funesta epidemia gripal", el Prelado ordenó que en todas las parroquias se cantase un Te Deum y se rezase un Pater Noster "por las víctimas, y especialmente por los Sacerdotes del Clero que habían muerto como héroes de la caridad, sobrándose en el cumplimiento de su ministerio" (96).
Mientras la gripe causaba sus estragos y Josemaría pasaba la prueba de sus exámenes, fue preciso cumplimentar otra de las condiciones de ingreso en el seminario, que afectaba a los alumnos procedentes de otras diócesis. Estos habían de obtener el permiso de sus respectivos Prelados. Josemaría envió una solicitud al Obispo de Barbastro, el cual contesta al de Calahorra el 12 de noviembre:
"Por cuanto D. José María Escrivá Albás, de diecisiete años de edad, natural de esta Ciudad y residente en Logroño, desde hace tres años, en compañía de su familia y con vocación al estado Ecco. según manifiesta, Nos ha solicitado el Exeat para la Diócesis de Calahorra, por las presentes, tomando en consideración las razones expuestas por dicho joven, y previa la aceptación de aquella diócesis, lo excardinamos de esta de Barbastro y transferimos toda la jurisdicción que sobre el mismo nos corresponde, ratione originis, al Excmo. Sr. Obispo de Calahorra que podrá conferirle todas las ordenes menores y mayores si lo considera conveniente" (97).
* * *
El "Viejo Seminario" de Logroño debía su nombre tanto a la antigüedad de los servicios prestados como centro de enseñanza eclesiástica cuanto al mérito de su vejez, que no era poca. El deteriorado edificio databa de 1559, año en que los jesuitas establecieron un colegio en Logroño, que luego, al ser expulsados, pasaría a manos de la diócesis. En 1776 comenzó a utilizarse como seminario, pero su funcionamiento académico sufrió notables interrupciones por largas temporadas. De 1808 a 1815 fijaron allí sus cuadras y cuartel las tropas napoleónicas. Y luego, en diversas ocasiones, fue hospital de guerra, o cárcel de prisioneros carlistas.
El decrépito edificio no conoció la luz eléctrica hasta 1910. Era un inmenso caserón rectangular, con patio interior y cinco plantas de altura. Sus habitaciones y aulas, amplias y más que suficientes, estaban vergonzosamente destartaladas. En fin, para que no faltase acompañamiento, la planta baja fue ocupada en 1917 por una Sección de Artillería, con su correspondiente dotación de hombres y caballos (98).
El régimen de vida en tan venerable morada estaba sometido a las normas compuestas y promulgadas, el primero de enero de 1909, por fray Gregorio Aguirre, Cardenal Arzobispo de Burgos y Administrador Apostólico de Calahorra y la Calzada. Disciplina interior que deben observar los señores colegiales que pertenecen al mismo, se titulaba el texto oficial por el que se regía el seminario. En él se detalla el horario, y los "principales deberes" y las "prohibiciones especiales". Entre éstas últimas, específicamente, "se prohíbe toda comunicación (de alumnos internos) con alumnos externos" (99).
Internos y externos formaban grupos separados e independientes, por razones de disciplina, a fin de evitar que los externos fuesen el instrumento para burlar las severas reglas del internado, haciendo compras o encargos a espaldas de las autoridades. Los alumnos externos del seminario eran, corrientemente, aquellos que tenían familia en Logroño. Estos alumnos comían y dormían en sus casas, aunque, por lo demás, el régimen de enseñanza y vida de piedad era el mismo que para el resto, sin excepciones de ningún otro tipo.
A las seis y media de la mañana entraba Josemaría en el seminario. Tenían un rato de oración. Asistían luego a misa. Alguna vez aparecía un padre jesuita para predicarles. Los externos se iban después a sus casas a desayunar y, aquellos que estudiaban ya Teología, regresaban antes de las diez. A las doce y media acababan los estudios. Comían con sus familias y a las tres de la tarde estaban de vuelta en el seminario, donde tenían otra clase y tiempo libre, para terminar el día con el rezo del rosario, seguido de plática o lectura espiritual (100).
No abusó Josemaría de la libertad que le ofrecía su condición de alumno externo. Un condiscípulo, Máximo Rubio, que también vivía en Logroño con su familia, dice de él que "era puntualísimo y ejemplar. Por lo que se veía externamente tenía verdaderos deseos de perfección" (101). Los internos tenían además obligaciones especiales, entre ellas las de atender la catequesis de los domingos. No así los externos. A uno de los seminaristas internos, Amadeo Blanco, se le quedó muy impresa en la memoria la figura de Josemaría, porque era el único alumno externo que aparecía, voluntariamente, para ayudar en las catequesis dominicales (102).
El seminario estaba calle Sagasta arriba, no lejos del primer domicilio de los Escrivá. Luego, en 1918, la familia dejó aquel viejo piso para trasladarse a un nuevo edificio de la calle de Canalejas. Se trataba también de un cuarto piso, pero no tan céntrico como el anterior (103).
Uno de aquellos días tuvo Josemaría una inesperada sorpresa. Doña Dolores les llamó aparte, a él y a Carmen, para anunciarles que esperaba un bebé. Aunque la condición de su embarazo era manifiesta, sus hijos no la habían imaginado ni como posibilidad. Vino a la memoria de Josemaría la súplica hecha a Dios meses antes; y entonces se reafirmó en la seguridad de que sería un niño, y no una niña (104).
Aquellas semanas de invierno fueron de recogida intimidad familiar. El 28 de febrero de 1919 doña Dolores dio a luz un niño, lo cual fue para Josemaría una patente confirmación de su llamada. Como escribiría más adelante, era una clara respuesta a su petición:
A petición mía y a pesar de que hacía bastantes años que mis padres no tenían hijos y no siendo ellos ya jóvenes, a petición mía -repito- Dios nuestro Señor (a los nueve o diez meses justos de pedírselo) hizo que naciera mi hermano […]. Un hermano varón, pedí yo (105).
A los dos días bautizó al niño en la parroquia de Santiago el Real don Hilario Loza, poniéndosele el nombre de Santiago Justo. Los padrinos fueron Carmen y Josemaría (106).
* * *
Durante los dos años que estudió en el seminario de Logroño, (1918-1920), Josemaría hizo las asignaturas correspondientes al primer año de Teología, muy holgadamente y con las calificaciones excepcionales de Meritissimus (107). Tan sólo dejó una -Lugares Teológicos, también llamada Teología Fundamental- para el curso 1919-1920. En este su segundo año académico dispuso, por tanto, de bastante tiempo libre, ya que no podía adelantar en sus estudios de Teología por no haber cumplido aún los 21 años (108). Aprovechó, pues, esos meses para profundizar en los temas filosóficos y en el latín.
Los testimonios, precisos y concisos, de los compañeros de seminario sobre Josemaría resultan concordes. "Era muy cuidadoso en su porte exterior -dice de él Amadeo Blanco-: vestía una chaqueta azul, el cuello alto y sujetaba la camisa con un lazo". Lo mismo refiere Luis Alonso: "vestía siempre muy elegante, con traje completo y oscuro, muy bien cortado" (109).
En cuanto a su carácter, según recuerda Pedro B. Larios: se mostraba "muy abierto y comunicativo, simpático, divertido, alegre y muy agradable". "Lo que más llamaba la atención -observa Amadeo Blanco- era su sonrisa abierta y amable: era un reflejo de su alegría interior" (110). Y, tocando otro aspecto de su personalidad, refiere Máximo Rubio que "era un hombre de carácter, de temperamento fuerte", y que "influyó muchísimo en la piedad y espiritualidad de los seminaristas" (111).
Estos recuerdos adquieren relieve al contrastarse con la opinión que los Superiores del seminario tenían, por aquel tiempo, del alumno y de su comportamiento. Opinión expresada, con laconismo, en un breve informe del Rector, don Valeriano-Cruz Ordóñez: "El exponente procede del bachillerato del Instituto y es bachiller en Artes, es muchacho de muy buena disposición y de muy buen espíritu" (112). Josemaría se confesaba probablemente con el Director de Disciplina, don Gregorio Fernández Anguiano, al que siempre recordará como aquel sacerdote santo (113). Don Gregorio, además de piadoso, era hombre de sorprendentes dotes de mando. En 1921 se le nombró Vicerrector del seminario y, en breve, con mano firme, se puso a cultivar las almas de los seminaristas, que durante largo período habían estado en barbecho, por lo que se refiere a la dirección espiritual.
Dentro del seminario la disciplina era muy vigilada. Los externos, en cambio, vivían una existencia un poco diferente. Los fines de semana tenían tiempo libre para sus amigos y aficiones.
Llevaba Josemaría una intensa vida de piedad. Algún compañero recuerda "haberlo visto, durante los ratos de paseo, con el rosario en la mano" (114). Era también frecuente que, al salir por las tardes del seminario, se fuera a La Redonda, a acompañar al Santísimo (115). Su vida de piedad, nada sensiblera, era fruto de la inquietud divina que le consumía, impulsándole a arrastrar apostólicamente a sus compañeros. De forma que "su modo de pensar y obrar tuvo también peso sobre los mismos seminaristas", por la fuerza del ejemplo (116).
Los días laborables se dedicaba al estudio. Y llenaba los domingos con la catequesis a los niños, por la mañana, y los paseos en familia por la tarde, rehuyendo toda ocasión de acompañar o conversar a solas con las amigas de Carmen. "A pesar de nuestro trato -dice Paula Royo, cuyos padres salían de paseo con los Escrivá-, yo no llegué a tener amistad con Josemaría" (117). Máximo Rubio, condiscípulo, refiriéndose, en concreto, a los años del seminario, da a entender el exquisito cuidado que ponía en proteger la pureza de sus sentimientos: "todos tenían un alto concepto de él en esta materia de pureza. Y yo también lo tenía" (118). Pero su cultivada delicadeza no estaba reñida con el sentido común. De ello es prueba una anécdota que nada tiene de gazmoña.
Las instituciones castrenses en Logroño eran tan abundantes como las eclesiásticas. Conventos y cuarteles daban una nota severa de reglamentación a la ciudad, que contaba con dos Regimientos de Infantería: "Bailén", nº 24, y "Cantabria", nº 39; un Regimiento Montado de Artillería, nº 13; Hospital Militar y Factorías Militares. Junto a estas comunidades de la Patria y de la Iglesia, a una manzana de "La Gran Ciudad de Londres", en la calle del Mercado, estaba la Fábrica de Tabacos. Empresa en la que trabajaba una abigarrada tropa de cigarreras.
En la Redonda o en la iglesia de Santiago el Real, Josemaría veía, entre los fieles devotos, gente con cara o aspecto familiar, reconociendo a cigarreras de la Fábrica de Tabacos o a militares de los regimientos. Aquellos oficiales, que ya peinaban canas, y aquellas cigarreras, que habían perdido el garbo de su juventud, trasportaban imaginativamente al muchacho a la otra vertiente de la vida. Veía a militares y cigarreras en la cuesta de la caducidad, borrando con el arrepentimiento frivolidades y desvaríos viejos. Y, posiblemente, de las reflexiones de esa época arranque la devoción que siempre tuvo por María Magdalena, la santa penitente, ejemplo del amor contrito:
- Cuando sentía los barruntos de la Obra, pero todavía no sabía con claridad qué es lo que el Señor quería de mí, comencé a asistir a la Santa Misa diariamente. Pronto me di cuenta que, a la iglesia que frecuentaba, acudían bastantes cigarreras ya entradas en años y militares con bigotes blancos. Se adivinaba que, unos y otras, estaban reparando sus pecados de juventud. Aquellas cigarreras y aquellos coroneles arrepentidos me recordaban a María Magdalena (119).
La buena presencia de Josemaría y sus cualidades -educación, alegría e inteligencia- le daban indiscutible prestigio ante los seminaristas. Fuera del seminario, por el contrario, se habían vuelto las tornas. En sus idas y venidas el joven seminarista se tropezaba a veces con antiguos compañeros de estudios. Cambiaban un saludo, un gesto jovial. En otras ocasiones se encontraba con una provocadora mirada de ironía o desdén, que se le quedaba dolorosamente ahincada en el alma:
Yo recuerdo con qué cara de lástima -y como mirándome por encima del hombro- se fijaban en mí los compañeros de Instituto, cuando, al terminar el bachillerato, comencé la carrera eclesiástica (120).
Esta simple observación -dolorosa para el seminarista- refleja la situación social del estamento eclesiástico e, indirectamente, de la Iglesia en España a principios del siglo XX. Aquellas miradas irónicas de los condiscípulos del Instituto no provenían, evidentemente, de una particular enemistad. Expresaban, más bien, junto con un ligero toque de anticlericalismo, el desprecio de la burguesía liberal por el "seminarista". Raro era encontrar entonces en los seminarios estudiantes con título de bachiller. Más raros aún los sacerdotes con carrera civil. Los hijos de familias con prestigio intelectual, social o económico, si acaso sentían una llamada vocacional, preferían ingresar en alguna Orden religiosa o Instituto de mayor distinción (121). En tal contexto se explica que gran parte del clero secular sintiera una latente e injusta humillación por parte de ciertas capas de la sociedad, que aireaban, a la par que el descreimiento religioso, el fatuo prestigio de unos saberes civiles. Para muchos, ingresar en un seminario equivalía, humanamente hablando, a sacrificar futuras posiciones de bienestar material. Porque era de pensar que pararían en curas de pueblo, párrocos en una ciudad, capellanes de convento o curas castrenses. Acaso llegaran a obtener una canonjía, una cátedra u otras prebendas, por su mayor capacidad intelectual o por otras dotes personales. En el caso de Josemaría, la incorporación al seminario suponía la renuncia a una carrera de superior nivel social y económico, como prometían los estudios de Arquitectura y Derecho. Bien patente estaba a sus ojos la perspectiva eclesiástica cuando, una vez ordenado, se incorporara al engranaje de la vida:
Salían de allí para seguir su carrera… Se comportaban bien y procuraban ir de una parroquia a otra mejor. El que estaba preparado, hacía oposiciones a una canonjía. Cuando pasaba el tiempo, los metían en el Cabildo, de donde procedían los elementos necesarios para ayudar en el gobierno de la diócesis, para la formación del clero en el Seminario… (122).
Para algunos clérigos, en fin, ser sacerdote significaba algo así como una ocupación administrativa. Idea que Josemaría no compartía, en absoluto. El joven seminarista no se sentía llamado a una carrera así:
Aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, el cura que dicen en España. Y tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así (123).
Si Josemaría decidió hacerse sacerdote fue porque juzgaba que, de esa manera, tendría mayor facilidad para realizar el oculto designio de Dios, presintiendo también que ése era el camino adecuado para conocer su Voluntad (124).
No fue el ejemplo familiar -el hecho de que tanto por parte de don José como de doña Dolores tuviese varios tíos eclesiásticos- lo que le llevó al sacerdocio. Bien claramente nos lo dice:
Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, ni en dedicarme a Dios. No se me había presentado ese problema, porque creía que no era para mí. Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical. Amaba mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era profundamente religiosa; me habían enseñado a respetar, a venerar el sacerdocio. Pero no para mí: para otros (125).
De la "inquietud divina", del desasosiego interior, había pasado Josemaría a la certeza de que el Señor "le quería para algo". Barruntaba el Amor; y, conforme a ese amor, se entregaba, arrastrando en sacrificio todas las apetencias humanas encerradas en el corazón. Por su modo de reaccionar, por la prontitud y alegría con que decidió hacerse sacerdote, probablemente no consideró aquella entrega un sacrificio sino una alegre donación de todo su ser.
Su ut videam! era una súplica de enamorado impaciente, un querer saber más para dar todo lo que se le exigiera, una petición de luces para encaminarse rectamente al cumplimiento de la Voluntad de Dios. Su vocación al sacerdocio la entendía como parte integral de otra llamada, de momento fuera del alcance de su vista. Se hallaba, pues, no en el límite, en la meta, sino en los comienzos del camino por el que presentía la voluntad de Dios. Así se abrió entonces en su vida la etapa de los "barruntos", como él mismo cuenta: Barruntos, los tuve desde los comienzos de 1918. Después seguía viendo, pero sin precisar qué es lo que quería el Señor: veía que el Señor quería algo de mí. Yo pedía, y seguía pidiendo (126).
Josemaría, enemigo de mediocridades, había puesto toda su alma en disposición de recibir la plenitud específica de su vocación al sacerdocio, que concebía como un ideal de amor. De manera que, así como algunos condiscípulos no entendían su marcha al seminario, tampoco debe extrañarnos que algunos seminaristas se asombrasen, más adelante, de su indiferencia por todo lo que significaba "hacer carrera". Su alto aprecio por el sacerdocio nunca perdió lozanía, como lo evidencia una anécdota de 1930:
Hace pocos días -escribe- una persona, indiscretamente, me preguntó, desde luego sin que se le diera pie para ello, si los que seguimos la carrera sacerdotal tenemos retiro, al llegar a viejos… Me indigné. Como no le contestara, insistió el importuno. Entonces se me ocurrió la contestación, que, a mi juicio, no tiene vuelta de hoja: -El sacerdocio -le dije- no es una carrera, ¡es un apostolado! -Así lo siento. Y he querido ponerlo en estas notas, para que, con la ayuda del Señor, jamás se me olvide la diferencia indicada (127).
Volviendo pasos atrás en esta historia, se comprende mejor la reacción de don José, que, conociendo al muchacho y sus ardores juveniles, le aconsejaba prudencia y reflexión: hijo mío, piénsalo bien -le decía-. Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré (128).
La noticia, dada así, de sopetón, con los cambios y reajustes que obligaba a hacer en el hogar y, sobre todo, percibir el ideal deslumbrante de que parecía infundido el hijo, arrancaron a don José dos emotivas lágrimas. También él tuvo que vencerse interiormente y tomar una decisión: yo no me opondré. Tal vez pensara en los heroicos sacrificios que la perseverancia en ese camino de santidad demandaría al hijo. De todos modos, el caballero no alcanzó a ver en este mundo la ordenación sacerdotal de Josemaría.
Pasaron los años y el 23 de enero de 1929, en Madrid, junto al lecho de una moribunda con santidad de vida, Josemaría le daba este encargo: ¡Si no he de ser un sacerdote, no bueno, ¡santo!, di a Jesús que me lleve cuanto antes! (129).
* * *
Todo parecía indicar que el sitio más a propósito para estudiar Derecho, tal como había sugerido don José, era Zaragoza. En Zaragoza vivían también algunos hermanos de doña Dolores: Mauricio, casado con la tía Mercedes; Carlos, que era canónigo arcediano de la catedral; y con él, Candelaria, ya viuda, con su hija Manolita Lafuente. En Zaragoza había una Universidad Pontificia y una Universidad Civil. Hasta la distancia y buenas comunicaciones con Logroño parecían señalar a Zaragoza como el lugar más indicado para hacer estudios eclesiásticos y civiles.
La posibilidad y condiciones del traslado de Logroño al seminario de Zaragoza había ido madurando durante 1919, por lo que cuenta la baronesa de Valdeolivos. Su relato tiene por escenario la estancia veraniega de los Escrivá, que habían ido, como otros años, a descansar en Fonz: "Algún verano después, posiblemente en el verano de 1919, vino D. José -padre de Josemaría- a Fonz, a ver a sus hermanos. Traía fotos de sus hijos: de Santiago, que acababa de nacer, de Carmen y de Josemaría. Nos las enseñaba muy orgulloso de sus hijos […]. Después, señalando a Josemaría dijo pensativo: Este me ha dicho que quiere ser sacerdote, pero a la vez va a estudiar para abogado. Nos costará un poco de sacrificio…" (130). Indudablemente, costear estudios fuera de Logroño era un sacrificio económico que recaía sobre toda la familia. De todos modos, era evidente que el anterior empeño de Josemaría por hacerse arquitecto, en Barcelona o en Madrid, hubiera supuesto un mayor gravamen.
Avanzado el curso, Josemaría manifestó sus intenciones al Rector del seminario. El cual, conociendo las cualidades intelectuales del alumno y su buena disposición vocacional, le prestó su apoyo. Luego, en la primera mitad de junio de 1920, y posiblemente por mediación de su tío Carlos, a quien la madre pediría que se interesase por su sobrino, consiguió del Cardenal Arzobispo de Zaragoza la eventual incardinación en su archidiócesis.
El siguiente paso fue solicitar el exeat para trasladarse de Logroño a Zaragoza, y continuar allí sus estudios eclesiásticos. Elevó, pues, una instancia al Obispo de Calahorra y la Calzada al objeto de obtener la excardinación (131). Petición que se le concede, previo informe favorable del Rector del seminario de Logroño en los términos, ya conocidos, de "muchacho de muy buena disposición y de muy buen espíritu" (132). Con lo cual pasó a depender del Cardenal Arzobispo de Zaragoza, según consta en el "Libro de Decretos Arzobispales", donde, con fecha de 19-VII-1920, se registra la siguiente entrada: - "Dn. José María Escrivá Albás. - Letras de incardinación en este Arzobispado, a su favor" (133).
Con fecha del 28 de septiembre de 1920 hay otro conciso asiento, en virtud del cual el Cardenal Arzobispo da permiso al alumno para ingresar en el seminario de San Francisco de Paula (134). Comienza así una nueva etapa en la vida del seminarista.