El Fundador del Opus Dei

Zaragoza (1920-1925)

1. El Seminario de San Carlos
2. El libro "De vita et moribus"
3. Estudio y vacaciones
4. El "forjador" de futuros sacerdotes
5. Un incidente lamentable
6. "Domina, ut sit!"
7. Muerte de don José
8. La primera misa

1. El Seminario de San Carlos

En 1960, en el discurso de investidura como Doctor honoris causa, que le fue conferido por la Universidad de Zaragoza, don Josemaría trajo a la memoria de los asistentes al acto académico lo que habían sido para él recuerdos imborrables de tiempos ya lejanos:
Años transcurridos a la sombra del Seminario de San Carlos, camino de mi sacerdocio, desde la tonsura clerical recibida de manos del Cardenal don Juan Soldevila, en un recogido oratorio del Palacio Arzobispal, hasta la Primera Misa, una mañana a muy temprana hora, en la Santa Capilla de la Virgen (1).
Al Seminario de San Carlos perteneció hasta el día de ordenarse sacerdote. En la Hoja personal del seminarista el Rector del Seminario anota de su puño y letra que ingresó el 28 de septiembre de 1920 (2). Cuatro años y medio, justos y cabales, duró su adscripción al San Carlos, pues Josemaría recibió el presbiterado el 28 de marzo de 1925.
En Zaragoza funcionaban por entonces dos seminarios de preparación para el sacerdocio: el Seminario Conciliar y el de San Carlos. Los colegiales de ambos centros hacían juntos los estudios eclesiásticos en la Universidad Pontificia, cuyas aulas ocupaban la planta baja de un edificio de la plaza de la Seo, al lado del palacio arzobispal. La historia y el carácter del caserón del San Carlos, donde residió Josemaría de 1920 a 1925, son gemelos a los del Viejo Seminario de Logroño. Había sido, desde 1558, residencia de jesuitas. Tenía cuatro plantas y un espacioso patio interior, con una amplia iglesia, de bellos estucos y labor barroca, adosada posteriormente al edificio (3). Locales e iglesia fueron incautados tras la expulsión de los jesuitas en 1767, y cedidos luego por Carlos III para fundar el Seminario Sacerdotal de San Carlos Borromeo, cuyo objetivo no era educar a los muchachos y hacer de ellos virtuosos seminaristas. La finalidad de ese Real Seminario era de más altos vuelos: se proponía la mejora e ilustración del clero, empresa muy propia del Siglo de las Luces. Los miembros que lo componían eran todos doctos sacerdotes seculares, con prestigio y conocimientos. Dependían directamente del Arzobispo y se les encomendaban tareas especiales, tales como la preparación de las visitas pastorales del prelado, los exámenes de ordenandos, o asistir en la concesión de licencias.
A la vuelta de un siglo, conforme se fueron apagando las luces de la Ilustración y se acabaron los dineros, aquel viejo instituto quedó reducido a media docena de sacerdotes, que se refugiaron en la segunda planta y atendían los servicios de la iglesia (4). Así las cosas, en 1885 regía la archidiócesis don Francisco de Paula, Cardenal Benavides, quien tuvo la idea de crear un seminario para estudiantes pobres. Haciendo sus cuentas el cardenal, vio que disponía, además de los recursos económicos del patrimonio del San Carlos, de varios corredores de habitaciones vacías, en las que bien podían cobijarse un centenar de muchachos. Porque era evidente que al pequeño grupo de prestigiosos clérigos -conocidos por "los señores de San Carlos"- le venía más que sobrado tan enorme conjunto de habitaciones. Con gran rapidez llevó a cabo el proyecto, inaugurándose el nuevo seminario, con cincuenta y dos alumnos becarios, el 4 de octubre de 1886. Por desgracia, los cálculos del Cardenal Benavides eran demasiado optimistas. No era el prelado sólido administrador ni tenía experiencia empresarial; tenía tan sólo muy laudables intenciones. Comenzaron a lloverle enseguida dificultades e imprevistos. No habiéndose ocupado antes del profesorado, se acordó precipitadamente, por parte de las autoridades, que los seminaristas asistieran, con carácter interino, a las aulas del Seminario Conciliar (5). Fórmula transitoria que el tiempo se encargó de hacer consuetudinaria.
También echó de ver el cardenal que, una vez logrado "el caritativo fin de dar asilo a los muchos jóvenes de familias pobres, que inspirados por Dios llaman a las puertas del Santuario, con la noble aspiración de ser alistados a las filas levíticas", sus protegidos carecían de normas disciplinares. Esto tenía más fácil remedio. Personalmente se ocupó de redactar un Reglamento, que apareció en enero de 1887. En el preámbulo, dirigido "al Rector, Directores y alumnos de nuestro Seminario de pobres de San Francisco de Paula", expresa el deseo de que esas reglas sirvan para el buen gobierno de dicho seminario, "que tanto alienta nuestro abatido espíritu, con las fundadas esperanzas que el mismo nos ofrece" (6).
Pero el "Seminario de pobres" arrastró una vida lánguida. De manera que al morir el Cardenal Benavides en 1895, el arzobispo Alda, su sucesor, se propuso sanear las finanzas de la institución. Dejó de convocar oposiciones a becas y comenzó a admitir también seminaristas de pago. Así, pues, el San Francisco de Paula, o "Seminario de pobres", se conoció, de allí en adelante, con el nombre genérico de San Carlos, nombre que utilizaremos para mayor claridad. En poco o en nada se diferenciaba ya del Conciliar, salvo en el número de alumnos, en el lugar de residencia y en el uniforme (7). El Conciliar rondaba los ciento cincuenta seminaristas, entre internos y externos. El de San Carlos no llegaba a los cuarenta. Los del Conciliar vestían manto azul con beca encarnada. El uniforme del San Carlos era un manto negro, sin mangas, y sobre él una beca roja con su correspondiente escudo: un sol con rayos, en cuyo centro resplandecía la palabra CHARITAS; y, como prenda de cabeza, llevaban un bonete negro de cuatro puntas, rematado con borla morada en el centro (8).
* * *
En la tercera planta del San Carlos vivían los estudiantes de Teología, y encima, en la cuarta, tenían sus dormitorios los más jóvenes, los de Humanidades y Filosofía. Las habitaciones eran pequeñas, sin que se precisara mayor espacio, ya que el mobiliario se reducía a una cama, una mesa con su silla, palanganero con jarro de agua, mesita de noche con una palmatoria, y percha. La ropa, libros y demás pertenencias, se guardaban en la maleta o baúl que había traído cada seminarista.
Las instalaciones higiénicas no desdecían de la antigüedad del edificio. Con mucha benevolencia, se podían calificar de deficientes. Los seminaristas no disponían más que de un elemental cuarto de aseo por piso, y de un grifo de agua corriente para llenar los jarros de los palanganeros. Existía la luz eléctrica, pero con tan escasa y mísera red de alumbrado, que se necesitaba del complemento obligatorio de las velas de sebo. Es decir, la capilla, el comedor, la sala de estudio, corredores y escalera, tenían bombillas eléctricas. No así los cuartos individuales, por lo que cada semana se entregaba a los seminaristas sendos cabos de vela para las palmatorias (9).
Se levantaban a las seis y media; y contaban con treinta minutos para el aseo. En este apartado del horario es donde sufrió Josemaría su primera desagradable sorpresa, pues no encontró por ninguna parte rastro de ducha o bañera. A las siete comenzaban la media hora de meditación en la capilla particular del tercer piso, una habitación con techo abovedado, donde se decía misa en muy raras ocasiones, y donde el Santísimo no solía estar reservado (10). Luego bajaban a oír misa en la iglesia de San Carlos, entrando por el patio del seminario. En la iglesia tenían destinados los primeros bancos y la misa la celebraba, corrientemente, el Presidente del Seminario.
Desayunaban en silencio, mientras se leía la "Imitación de Cristo" u otro libro espiritual. A continuación, formados en fila, salían para la Universidad. Evitaban ir por el Coso, que era vía de mucho tráfico, y, bajo la vigilancia de los Inspectores, se metían por el dédalo de calles y callejuelas que llevan a la catedral de La Seo.
Universidad Pontificia y Seminario conciliar compartían un mismo edificio. El Seminario Conciliar, llamado de "San Valero y San Braulio", había sido fundado en 1788 y, tras varias peripecias, estrenó en 1848 una nueva sede, levantada sobre el solar de la antigua Diputación del Reino, reducida a escombros por los ejércitos de Napoleón. En 1897 su claustro y estudios adquirieron categoría de Universidad Pontificia, título que mantuvo hasta 1933 (11).
Los del San Carlos, que nunca gozaron de claustro independiente, tenían allí dos horas de clase por la mañana, con intermedio de estudio y recreo, regresando hacia las doce y media para comer. En el refectorio se guardaba silencio, mientras un alumno leía algún libro del Martirologio o de la Historia Sagrada, hasta que el Inspector que presidía la mesa daba permiso para hablar (12).
Tenían un rato de recreo y salían luego, otra vez, camino de la Universidad por las mismas callejas del recorrido matutino. Tras una hora de clase regresaban al seminario para merendar y dedicarse al estudio. La sala de estudio era común, con pupitres y bajo la vigilancia de un Inspector. Las sesiones de estudio estaban partidas por el rezo del rosario y la lectura espiritual (13).
A las nueve se cenaba y, enseguida, rezadas las oraciones de la noche y hecho el examen de conciencia, todos se retiraban a dormir.

2. El libro "De vita et moribus"

El Presidente del Seminario Sacerdotal de San Carlos era monseñor Miguel de los Santos Díaz Gómara; y su Vicepresidente, don Antonio Moreno Sánchez. De entre los sacerdotes que pertenecían a esta ilustre fundación se solía nombrar el Rector del Seminario de San Francisco de Paula. En 1920 lo era don José López Sierra, el cual tenía a sus órdenes dos Inspectores, que le ayudaban en tareas de gobierno y disciplina. Estos Inspectores se escogían de entre los estudiantes de los dos últimos cursos de Teología (14). Una de sus principales obligaciones era el presentar las notas disciplinares, o cualquier otra consideración referente a la conducta de los seminaristas, en unos informes mensuales, que eran examinados por el Rector y trasladados luego a un libro oficial. Los juicios del Rector, una vez escritos, adquirían carácter indeleble.
Se componía el mencionado libro de hojas impresas de tamaño folio, con apartados para asentar los datos de filiación de cada seminarista y, debajo, cinco columnas tituladas: Piedad - Aplicación - Disciplina - Carácter y - Vocación. A un lado de las columnas se especificaban los resultados de los cursos académicos, por años; y, del otro lado, había espacio para las "observaciones generales". El libro llevaba escrito en su portada: "De vita et moribus de los alumnos del Seminario de San Francisco de Paula". Este famoso registro, que contiene en sustancia la historia y hazañas de los seminaristas, da comienzo en febrero de 1913 (15).
La hoja correspondiente a Josemaría es la número 111. En la cabecera, junto con los datos de filiación, se lee: "Es su encargado D. Carlos Albás Blanc". Su tío Carlos, el arcediano, hombre de influjo en la clerecía zaragozana, fue la buena y la mala sombra del seminarista. Por de pronto recibió al sobrino con los brazos abiertos y, probablemente, mucho tuvo que ver con lo que escribió el Rector dos líneas más abajo: "Disfruta media beca". No hay que dudar de la buena disposición del arcediano en las gestiones familiares, pero hay que añadir, en honor a la verdad, que solamente había media docena de seminaristas de pago en el San Carlos.
En las primeras semanas Josemaría salió con frecuencia a comer con su tío Carlos, es decir, algunos domingos y días de fiesta, que era cuando lo permitía el Reglamento. También aceptó la invitación de otro hermano de su madre, el tío Mauricio, que se había quedado viudo recientemente, y tenía numerosa familia. Prefirió, para evitar molestias a sus tíos, espaciar las visitas dominicales. Además, no le agradaba el singularizarse, gozando de un régimen de excepción que podía suscitar celos en sus compañeros (16).
A los diez días de entrar en el seminario se nombró a Josemaría celador de la Asociación del Apostolado de la Oración para el curso 1920-1921. Tal vez por descubrir en él, desde el primer momento, una sólida vida de piedad. "Era el único de los seminaristas que yo conocía que bajara a la iglesia en las horas libres", dice un compañero (17); sin que esto suponga desdoro en la devoción de los otros seminaristas, puesto que, como se ha visto por el horario, no escaseaban los actos religiosos. Muy ponderadamente, y sin carácter exhaustivo, Jesús López Bello, condiscípulo de Josemaría, hace una lista de las devociones: "por la mañana, en común, ofrecimiento de obras, meditación y Santa Misa. Antes y después de la comida, la visita al Santísimo. Por la tarde, el Santo Rosario y Lectura Espiritual. Y por la noche, visita al Santísimo y examen de conciencia. Los sábados por la tarde, las sabatinas. Los días de mayo, las "Flores" a la Virgen, con sermón. Los siete domingos de San José. Novena de la Inmaculada. Septenario de Dolores. Octavario al Niño Jesús, en Navidad. Mensualmente teníamos retiro y, al año, Ejercicios Espirituales" (18).
Dentro del apretado ritmo del horario, bien nutrido de actos religiosos, la piedad personal se ponía de manifiesto, más bien, como dice Aurelio Navarro, "en la intensidad y aplicación con que cada uno procuraba vivir los actos comunes" (19). Y, de acuerdo con esta idea, otro de los seminaristas, Arsenio Górriz, refiere que Josemaría "era piadoso, muy piadoso"; y que eso se le notaba "más que por lo que hacía, por cómo lo hacía" (20). Continuaba en el seminario con su acostumbrado rezo de las tres partes del rosario y su corazón latía, impaciente, con repetidas jaculatorias: Domine, ut videam!, Domine, ut sit!, que eran la prolongación viva de la llamada del Señor en Logroño. Y, como para reforzar ese estado de alerta, aprovechando el tiempo libre en la Universidad Pontificia, iba a la cercana basílica del Pilar a pedir eso mismo ante la imagen de Nuestra Señora: Domina, ut sit! (21).
La llegada de las fiestas rompía agradablemente la monótona sucesión de los días en el calendario eclesiástico. En tales ocasiones los seminaristas se levantaban media hora más tarde; no tenían clases, y disfrutaban de un paseo. En las mesas del refectorio aparecía un saludable refuerzo de plato y vino. La variación en la comida era el distintivo peculiar de los festejos, pues se servía a los estudiantes un plato fuerte, luego conocido como "entrada", con carácter extraordinario (22). (De todos modos, siempre quedaba a salvo la escala jerárquica. Los sacerdotes del San Carlos solían tomar dos platos a diario, uno de carne y otro de pescado. Motivo por el que la perífrasis usada por los seminaristas al denominar a los prestigiosos sacerdotes de la casa "los señores de San Carlos" no carecía de un irónico retintín admirativo).
* * *
La entrada de Josemaría en el Seminario de San Carlos se hizo con espíritu de desprendimiento. Sabía que un nuevo género de vida, la convivencia con otros seminaristas, significaba, por fuerza, un cambio de hábitos y la renuncia a muchas comodidades caseras. Y, como para expresar simbólicamente tal renuncia, al llegar al seminario cedió al portero el tabaco, la pipa y los demás adminículos de fumador que llevaba encima. Así, con gesto definitivo, dejó de fumar (23). Pero lo que no pudo imaginarse es que esta etapa de su vocación sacerdotal constituiría para él una auténtica prueba de fuego. Los desniveles de cultura y costumbres, a los que no estaba habituado, no fueron, sin embargo, el obstáculo más difícil de superar, porque Josemaría, para acomodarse a la mentalidad y costumbres de los seminaristas, procuraba tener trato y relación con todos y mostrarse servicial (24).
Las diligencias para adaptarse a las circunstancias del San Carlos comenzaban desde primera hora. Josemaría, que solía lavarse a diario en su casa desde la punta de los pies hasta la coronilla, verano e invierno, con agua fría, tenía que conseguir varios jarros de agua todas las mañanas para no interrumpir esa sana costumbre (25).
Jamás entraban mujeres en el seminario. Unos criados se encargaban de la limpieza general. (Y no es preciso insistir en que algo dejaba que desear la pulcritud de las dependencias). En cuanto a la ropa personal y las mudas de sábanas, cada cual se arreglaba como podía. Josemaría tuvo la suerte de que el lavado de la ropa se lo hacían en casa de su tío Carlos (26). Él se ocupaba de limpiar cuidadosamente los zapatos y cepillarse la sotana, como mandaba el Reglamento (27).
De hacer un sondeo entre los condiscípulos de Josemaría sobre los rasgos sobresalientes de su persona, las respuestas se orientan, invariablemente, hacia su afable cortesía y pulcritud en el vestir. "Era Josemaría un señor de pies a cabeza, en todo su comportamiento: en la manera de saludar, en la forma de tratar a las personas, en cómo vestía, en la educación con que comía -cuenta uno de sus compañeros-; sin proponérselo, representaba un fuerte contraste con lo que parecía costumbre entonces" (28). Y, sobre el atuendo y aspecto, refiere otro de los seminaristas lo que sucedió un día de paseo en que los del San Carlos salieron a visitar el manicomio: "Vimos a muchos locos, algunos muy chocantes, por ejemplo uno que decía que mandaba más que nadie porque era el mismo Rey en persona; y, al final, hubo una vieja loca que se empeñó en decir que D. Josemaría era su novio, porque le vio tan bien parecido y tan bien vestido. Y es verdad que se le veía siempre muy correcto" (29).
Con el paso de los años el hijo salía al padre en cuanto a la distinción y a los modales. Pero, ¿qué se había hecho del niño que, en Barbastro, se escondía debajo de las camas cuando estrenaba traje?; y ¿qué del muchacho que se negaba a ponerse sus mejores ropas cuando le iban a hacer unas fotos en el colegio? De entonces acá había rodado mucho la familia. La fortuna había vuelto la espalda a los Escrivá; la pobreza le obligaba ahora a conservar un traje usado como si fuera nuevo.
El cuidado de su persona en el aseo pronto le valió un apodo, a cuenta de los lavatorios matinales:
Cuando entré yo en el seminario, solía tener, como acostumbraba de antes, los zapatos y el vestido bien limpios: incomprensiblemente, por esta razón, para algunos que antes de entrar yo en el seminario me hubieran tratado con la máxima consideración, era yo ¡el señorito! Otro motivo de curioso asombro, para aquellos buenos seminaristas, que eran todos mejores que yo, y que después, en su mayoría, han ejercitado su ministerio como óptimos sacerdotes y varios han merecido el martirio, arrancaba de que me lavaba -trataba de ducharme- todos los días: de nuevo, el epíteto de señorito (30).
Lo de "señorito" es, claramente, un eufemismo. El mote insultante que le aplicaban algunos compañeros era "pijaito", que en aragonés equivalía a señoritingo (31). Sabiendo cuánto le molestaban las faltas de higiene o de limpieza, uno de los estudiantes, de modales zafios y agresivos, que apestaba a sucio y resudado, se le acercaba para restregarse con él descaradamente. "¡Hay que oler a hombre!", le animaba. Hasta que un día, con los sobacos empapados de sudor, le pasó la manga por la cara. Josemaría estuvo a punto de estallar, pero se dominó, cortando la osadía con palabras demasiado medidas para el caso: No se es más hombre por ser más sucio (32).
No quedó ahí la cosa. Las burlas de algunos recayeron muy pronto en temas de su vida de piedad. Las visitas diarias a la basílica del Pilar le merecieron el sobrenombre de "rosa mística", mote de muy mal gusto en boca de un seminarista, e irreverente para con la Virgen (33). También fueron objeto de crítica las prolongadas visitas al Santísimo en la iglesia de San Carlos y su celo apostólico en las conversaciones. "¡Ahí viene el soñador!", se decían en voz alta esos compañeros, remedando las palabras de los hijos de Jacob. Por "el soñador" le conocían algunos en el seminario (34). Procuraba Josemaría hacer oídos sordos a los apodos. En el fondo le dolían por lo hiriente del insulto, por su consciente malicia y, más aún, porque rompían los vínculos de convivencia y amistad (35).
Este comportamiento de algunos condiscípulos, que se debía principalmente a la falta de educación, a envidia o a ignorancia, dejó un penoso recuerdo en su alma. Diez años más tarde, escribiendo con carácter reservado, Josemaría se desahoga personalmente con el Señor, y comienza lamentándose de la baja extracción social de las vocaciones sacerdotales, y del deficiente nivel de educación y cultura existente en algunos seminarios:
Vocaciones de Seminarios, he dicho: ¡Lástima que las familias se retraigan, aun siendo piadosas, de enviar sus hijos a los Seminarios! En muchas regiones españolas solamente se ven en los Seminarios, con raras excepciones, hijos de pobres labriegos.
Y continúa: Luego de hacer constar que en nuestros Seminarios se ven magníficos ejemplos de virtud […], me permito decir, con entera verdad, que serán santos, quienes los habitan, pero muy mal educados. Habrá excepciones. Se sufre de veras, cuando se ha nacido y vivido en otro ambiente (36).
Revisando esos estorbos en el camino de su vocación sacerdotal en Zaragoza, el 14 de febrero de 1964 decía a un buen grupo de oyentes:
Pasó el tiempo y sucedieron muchas cosas duras, tremendas, que no os digo porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os la darían. Eran hachazos que Dios Nuestro Señor daba para preparar -de ese árbol- la viga que iba a servir, a pesar de ella misma, para hacer su Obra. Yo, casi sin darme cuenta, repetía: Domine, ut videam! Domine, ut sit! No sabía lo que era, pero seguía adelante, adelante, sin corresponder a la bondad de Dios, pero esperando lo que más tarde habría de recibir: una colección de gracias, una detrás de otra, que no sabía cómo calificar y que llamaba operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no tenía que hacer esfuerzo (37).
Esas cosas duras, tremendas, esos hachazos no se refieren, evidentemente, a las groserías o insultos de unos seminaristas. Lo prueba el que el eco de esos sucesos era tan doloroso que, al cabo de cuarenta años, retumbaba aún en su memoria; aparte de que el fluir de la vida suele dejar los recuerdos estudiantiles adormecidos y tersos como los cantos rodados por la corriente. (Pasado el tiempo calificaría de "pequeñeces" aquellas chinchorrerías, bien poca cosa comparadas con el gran bien que a su alma había hecho la estancia en el Seminario del que no recordaba sino cosas buenas) (38). No; a ese otro recordatorio del San Carlos hay que buscarle raíces más amargas.
El sacerdote que en 1964 se resistía a escarbar en el pasado, sacando a luz sucesos íntimos, dejó, con reserva de escrito póstumo, un leve rastro de aquellos hachazos cuando, en julio de 1934, examinaba el derrotero de su vocación sacerdotal. ¿Dónde estaría yo ahora, si no me hubieras llamado?, se preguntaba, a solas con el Señor. Y daba respuesta a su conciencia:
[…] quizá -si no hubieras estorbado mi salida del Seminario de Zaragoza, cuando creí haberme equivocado de camino- estaría alborotando en las Cortes españolas, como otros compañeros míos de Universidad lo están…, y no a tu lado, precisamente, porque […] hubo momento en que me sentí profundamente anticlerical, ¡yo que amo tanto a mis hermanos en el sacerdocio! (39).
A través de esta confesión se vislumbra la resistencia de Josemaría a seguir la pauta clerical impuesta por el ambiente. En su alma se desencadenó una terrible tormenta, con motivo de las dificultades en el San Carlos. Pero nunca dudó de su camino. Finalmente, vino la intervención salvadora del Señor, confirmándole en su vocación.
No es de extrañar, pues, que muchos de sus compañeros sacaran una equivocada conclusión sobre el futuro del seminarista de Logroño. Al considerar la cultura y buena educación de Josemaría, pensaron que no llegaría a ser sacerdote, porque "tenía posibilidades de hacer otras carreras mejores", como cuenta uno de los fámulos del seminario (40). Esta sugerencia peca de ingenua y gratuita. Revela un desconocimiento absoluto de la alteza de miras de Josemaría, que desde un primer momento se percató de que sólo le quedaba una salida: pasar por alto las impertinencias de algún que otro seminarista, al tiempo que procuraba desprenderse de ciertos gustos e inclinaciones, como se había desprendido un día del tabaco y de los utensilios de fumar. Otros obstáculos muy distintos fueron los que se atravesaron en su camino.
La vocación de Josemaría tenía de particular que estaba en vías de completarse y que no había alcanzado todavía su plenitud. En virtud de lo cual, la razón última de su presencia en el San Carlos nacía del deseo de dar respuesta a los barruntos de amor que experimentaba desde hacía tres años. Ni el ambiente del seminario, al que no estaba habituado, ni las burlas o chabacanería de algún compañero, eran suficientes para provocar una crisis de vocación que pusiese a prueba la fidelidad del muchacho a la llamada divina. Sufría, en cambio, la conmoción pasional de sentimientos anticlericales, que subían, como una marea, dentro de su alma, engendrando una santa rebeldía contra todo intento de rebajar la limpia concepción del sacerdocio a una lucrativa "carrera eclesiástica". Sobre este punto guardaba absoluta reserva, aunque de algún modo se dejaba traslucir por fuera. "Se notaba que llevaba algo por dentro que hacía que el Seminario resultase un marco estrecho para sus inquietudes", dice uno de sus compañeros (41). En el fondo, era un "soñador" a lo divino. Toda su vida lo fue. Y no les faltaba algo de razón a quienes le conocían por ese nombre.
Ya avanzado el curso le iban llegando al Rector, don José López Sierra, confusas noticias sobre el seminarista de Logroño. La conducta independiente del sobrino del arcediano, lo singular de su piedad, sus particulares nociones y comentarios sobre la carrera eclesiástica, y vagos rumores de motes, insultos y discordias, contribuyeron a que el Rector se formase un juicio nada favorable sobre Josemaría, que vivía y obraba, a su entender, en contraste evidente con la mayoría de los seminaristas.
Al acabar el curso, en el verano de 1921, el Rector consigna por escrito su opinión sobre el muchacho en la hoja correspondiente del libro "De vita et moribus": "Piedad: Bien; Aplicación: Regular; Disciplina: Regular; Carácter: Inconstante y altivo, pero educado y atento; Vocación: parece tenerla" (42).
El "regular" con que califica su aplicación, su dedicación al estudio, no concuerda con los excelentes resultados obtenidos en los exámenes, que, por cierto, van recogidos, uno a uno, por el mismo Rector, a renglón seguido. El "regular" en disciplina lo desmienten los informes mensuales del Inspector encargado de mantenerla. Josemaría es uno de los pocos alumnos a los que no se impuso ni un solo castigo ese curso. Y, por lo que se refiere al carácter, la apreciación resulta pensada y equilibrada. No refleja, sin embargo, el testimonio del resto de los seminaristas (43).
En cuanto a la vocación, no hay por qué dudar de la honradez del Rector al enjuiciar a Josemaría. Un "parece tenerla", aunque inocente en apariencia, resulta un tanto receloso y, recogido a final de curso por el Rector en el libro "De vita et moribus", reviste cierta desconfianza. Por otra parte, el Inspector Santiago Lucus califica la vocación de Josemaría con un "bien" (44), lo que malamente se aviene con el reticente dictamen del Rector. ¿Qué razones pueden explicar este inconsciente prejuicio de don José López Sierra? ¿Le intranquilizaría acaso la pequeña conmoción que el nuevo seminarista estaba produciendo en el San Carlos? ¿Es posible que el aspecto y manera de ser de aquel muchacho le hiciesen temer por su perseverancia? Lo más cierto es que el Señor permitió que el Rector desenfocase los hechos que tenía a la vista. Y, ¿qué dudas pudieron asaltar a Josemaría, para confesar que creyó haberse equivocado de camino? ¿Cuándo estuvo a punto de salir del seminario?
Parece claro que, en atención a la disciplina y marcha general del seminario, el Rector tenía muy serias dudas sobre la conveniencia de que Josemaría residiera en el San Carlos. El interesado, por su parte, guardó para sí esta terrible prueba interior, sin detenerse a referir los obstáculos que halló en su camino. Aunque tenía una firme certeza en su vocación, todavía ignoraba lo que vendría tras los divinos barruntos:
Y yo, medio ciego, siempre esperando el porqué. ¿Por qué me hago sacerdote? El Señor quiere algo; ¿qué es? Y con un latín de baja latinidad, cogiendo las palabras del ciego de Jericó, repetía: Domine, ut videam! Ut sit! Ut sit! Que sea eso que Tú quieres y que yo ignoro. Domina, ut sit! (45).
Es posible que el Rector continuase con sus dudas a comienzos del curso 1921-1922, porque el 17 de octubre escribe al Rector del seminario de Logroño pidiendo informes sobre Josemaría:
"Tenga la bondad de informarme a la mayor brevedad posible al margen de este oficio sobre la conducta moral, religiosa y disciplinar del que fue alumno externo del Seminario de su digna dirección D. José Mª Escrivá Albás, natural de Barbastro, hijo legítimo de D. José Escrivá y Dª Dolores, residentes en Logroño con todo lo demás que V. crea oportuno sobre su vocación al estado sacerdotal y cualidades personales, devolviéndome este oficio con el correspondiente informe. Dios gûe a V. ms. añs. Zaragoza, 17 de octubre de 1921. José López Sierra. Rector" (46).
He aquí la contestación a vuelta de correo: "Durante su permanencia en este seminario observó una conducta moral, religiosa y disciplinar intachable, dando pruebas claras de su vocación al estado eclesiástico. Dios gûe a V.I. ms. añs. Logroño 20 de octubre de 1921. Gregorio Fernández, Vicerrector" (47).
Pasando revista a las personas que la Providencia colocó a su vera para dar calor a su "incipiente vocación", Josemaría escribirá años más tarde:
En Logroño […] aquel sacerdote santo, vicerrector del Seminario, D. Gregorio Fernández. En Zaragoza, D. José López Sierra, el pobre Rector de S. Francisco a quien el Señor cambió de tal manera que, después de poner realmente todos los medios para que yo abandonara mi vocación (con intención rectísima hizo eso), fue mi único defensor contra todos (48).
En estas breves líneas se encierra la clave de los sucesos y el papel asignado al Rector del seminario en los planes divinos. El cambio del Rector fue realmente milagroso. Así lo entendió Josemaría: como una respuesta del cielo a sus oraciones, y como una confirmación de su vocación al sacerdocio. Libre de prejuicios sobre aquel "inconstante y altivo" seminarista, según la peyorativa anotación del famoso libro, el Rector escribirá posteriormente: "Seminarista primero, se distingue entre los de su clase por su esmerada educación, afable y sencillo de trato, notoria modestia, respetuoso para con sus superiores, complaciente y bondadoso con sus compañeros, era muy estimado de los primeros, y admirado de los segundos" (49).

3. Estudio y vacaciones

Al mundo del seminario, ya de por sí cerrado, lo ceñía y apretaba aún más, por sus cuatro costados, el Reglamento. Por fortuna, los del San Carlos habían dulcificado los rigores con una tolerante interpretación del texto. Así, por ejemplo, la prohibición tajante de fumar se aplicaba sin paliativos a los seminaristas más jóvenes, esto es, a los "filósofos". A los "teólogos", en cambio, les era permitido fumar a puerta cerrada (50).
También estaba prohibido asomarse a la ventana o subir a expansionarse a la terraza (51). Pero ningún sitio mejor para juegos y recreo que la azotea del cuarto piso, amplia, protegida por alta viguería y con grandes ventanales a la plazuela de San Carlos. Era el lugar favorito para jugar a la pelota, aunque Josemaría prefería pasearse por los largos corredores que daban la vuelta a las cuatro alas del patio. Uno de ellos estaba casi a oscuras; y un inspirado bromista había escrito en una de las paredes las palabras del Salmo: "Per diem sol non uret te, neque luna per noctem"; no hay miedo de que te dé el sol por el día, ni la luna por la noche (52).
Por lo que hace a otras prohibiciones, ya se ha visto con qué respeto observaban los seminaristas el no ponerse sobrenombres o apodos (53).
La vigilancia del Seminario Conciliar era todavía más estrecha que en el San Carlos, puesto que vivían y estudiaban en un edificio del que solamente salían los días de paseo. Los del San Carlos cruzaban a diario las calles del casco viejo; les daban los aires, les quemaba el sol y mantenían contacto con la vida ciudadana, hasta donde lo permitiera la "compostura, orden y simetría" que habían de guardar las filas de seminaristas, camino de ida y vuelta a la Universidad (54).
La Universidad Pontificia de San Valero y San Braulio estaba situada en el cogollo histórico de Zaragoza, en su origen una colonia romana. Aquella próspera ciudad de la Tarraconense fue visitada en carne mortal por la Virgen, según cuenta una antigua tradición, para animar al apóstol Santiago en su labor evangelizadora; y en honor de la Virgen se construyó un templo. Durante la ocupación musulmana continuó ininterrumpido el culto cristiano, hasta que se restauró la jerarquía eclesiástica al ser reconquistada la ciudad, en 1118 (55).
La archidiócesis de Zaragoza tenía un extenso territorio con varias sedes sufragáneas, entre ellas la de Barbastro. Desde 1902 la regía el Cardenal Soldevila, hombre que hizo a conciencia sus estudios eclesiásticos y que poseía grandes dotes oratorias y de gobierno. Sobresalió por su actividad pastoral y por las reformas que introdujo en el régimen diocesano. Impulsó las obras de fábrica en la basílica del Pilar y extendió esa devoción mariana por la América española. En 1919 fue promovido al cardenalato (56).
Contaba entonces Zaragoza unos 140.000 habitantes; la mitad eran inmigrantes venidos a la ciudad en los últimos veinte años. El crecimiento industrial -fábricas remolacheras, harineras, textiles y metalúrgicas-, trajo consigo fuertes cambios sociales, haciendo de ella un lugar de enfrentamiento obrero y agitación anarquista (57).
Los seminaristas no recibían ni leían el periódico. Lo que acontecía fuera del seminario, o no les interesaba o les cogía de sorpresa. Sólo quienes tenían familia en Zaragoza estaban enterados de la marcha del mundo. Durante el otoño de 1920 Josemaría tuvo ocasión de recorrer la ciudad con motivo de sus salidas domingueras a casa de sus tíos, pero eso duró poco. Una ojeada a su curriculum muestra la impresionante lista de asignaturas con que tuvo que enfrentarse a su llegada de Logroño. Cursaba cinco asignaturas de segundo año de Teología (De Verbo Incarnato et Gratia, De Actibus et Virtutibus, Oratoria Sagrada, Patrología, Liturgia), a las que hubo de añadir otras cuatro, ya que el Plan de Estudios de Zaragoza no coincidía con el de Logroño (58). Dos de ellas (Griego y Hebreo) eran de Humanidades y las otras dos (Introductio in S. Scripturam y Exegesis Novi Testamenti), de primer año de Teología.
Hizo sus estudios con profundidad, sin que le exigiesen excesivo empeño, aunque le sucedía, como a todo estudiante, que a la hora de los exámenes, lo que se dice tranquilo, no iba nunca (59). Las calificaciones de ese año en Griego y Hebreo (tan sólo un "meritus"), son una excepción en su brillantísimo expediente académico (60). Su tío, el arcediano, le haría ver la importancia del Griego para el estudio de la Patrística; y el sobrino, "por su cuenta, ya superada la asignatura, dedicó mucho tiempo al repaso de esa lengua hasta que consiguió un nivel francamente aceptable" (61).
* * *
En el claustro de la universidad había todo tipo de profesores: el sabio y el menos sabio, quienes poseían dotes pedagógicas y quienes carecían de ellas, profesores con iniciativa y algún que otro rutinario. Josemaría procuraba asimilar lo que veía de positivo en cada uno de ellos, de modo que sus recuerdos tienen mucho de anecdotario ejemplar.
Del profesor de Teología Moral, sabio y prudente, contaba que al empezar el tratado de la virtud de la castidad y los vicios a ella contrarios, daba a los alumnos el consejo de san Alfonso María de Ligorio: encomendarse a la Santísima Virgen y estudiar tranquilamente (62).
De don Santiago Guallart, profesor de Oratoria Sagrada, aprendió a no fiarse de la improvisación, por lo que tiene de espontaneidad vanidosa o de pereza mental. En cierta ocasión contaba don Josemaría a un grupo de personas: Yo no improviso nada, y no creáis que improvisa nadie. Recuerdo que tuve un profesor de oratoria, que era un hombre muy conocido y muy admirado, sobre todo por sus improvisaciones. Un día, estaban ocho o diez alumnos charlando con él, y les dijo: "yo no he improvisado ni una vez… Cuando me invitan a algún sitio, sé que me van a pedir que diga unas palabras, y me las preparo bien" (63).
El horizonte intelectual de Josemaría no estaba limitado por los estudios eclesiásticos. Destacaba entre los demás compañeros del seminario por su "amplia cultura" y, de modo especial, por su interés en la vertiente humana de los sucesos, como refiere uno de ellos: "Era sumamente humano: dotado de un gran sentido del humor, tenía capacidad crítica para, con gracia, sacar punta a diversos sucesos y ver así el lado divertido de las cosas. A mí me produjeron gran admiración los epigramas que escribía en una pequeña libreta de hule que llevaba en el bolsillo y en la que iba escribiendo frecuentemente. Eran frases agudas, llenas de ingenio, con una carga festiva o satírica y con un gran sentido humano. Eran epigramas que sorprendían porque suponían un poco corriente manejo de la lengua castellana y una gran familiaridad con los autores clásicos: recordándolos después me han evocado a veces el estilo de Aristófanes en "Las avispas". Estaban llenos de una filosofía muy humana de la vida y conducían a una moraleja final" (64).
Por uno de esos azares que nunca faltan en la vida, tuvieron ocasión de mostrarse sus dotes oratorias y literarias. Para entretenimiento de los estudiantes se solían celebrar unas veladas con carácter íntimo, sin rigor académico (65). Con motivo de una de ellas, organizada en honor de don Miguel de los Santos, Presidente del San Carlos, el Rector se vio obligado a pedir la colaboración de Josemaría. El acto y la calidad de la persona requerían una intervención con ciertos vuelos literarios. Don Miguel, electo pocos meses antes Obispo titular de Tagora, y nombrado Auxiliar de Zaragoza, había sido consagrado el 19 de diciembre de 1920. Era clérigo de muchos estudios: doctor en Teología por Zaragoza y doctor en Derecho Canónico y en Filosofía por la Universidad Gregoriana en Roma; más sus títulos civiles: licenciado en Leyes por la Universidad de Zaragoza y doctorado en Derecho por la Universidad Central (Madrid) (66).
Se resistió Josemaría a las presiones del Rector, pero al fin hubo de ceder. El asunto que escogió para su disertación fue el lema del Obispo de Tagora: Obedientia tutior. Llegado el día, lo desarrolló en latín, en forma de composición poética. Las consideraciones sobre la especial seguridad que da el atenerse a los consejos de los superiores, y la elegancia en la exposición, le valieron el aprecio del obispo y de la media docena de sacerdotes del San Carlos que asistieron a la fiesta (67).
De su segundo año en Zaragoza nos ha llegado también otra anécdota de estudios. Una de las asignaturas del curso 1921-1922 era la "De Deo Creante", que explicaba en latín don Manuel Pérez Aznar. Gustaba el profesor de explicaciones densas y metódicas en la primera parte del curso. Luego, en el segundo trimestre, una vez alcanzada la cima, emprendía el descenso por un pragmático sistema de preguntas y aclaraciones. Velaba por la ortodoxia, era declarado tomista y afrontaba críticamente errores y herejías, no sin suministrar a los alumnos el "antídoto al veneno". Y de él aprendió Josemaría, según él mismo confiesa, la recta práctica de los antídotos, cuando había que manejar fuentes bibliográficas con peligro de contagio doctrinal para el lector, porque ese veneno -decía- se transmite como por ósmosis (68).
La anécdota tuvo lugar en una de las clases con preguntas aclaratorias. Don Manuel, con un toque de bizantinismo, preguntó a Josemaría sobre la bíblica costilla de nuestro primer padre: ¿se trataba de una costilla natural o, por el contrario, fuera de serie? ("Utrum costa Adami fuerit supererogatoria an naturalis"). Cogido de improviso entre el origen de Eva y la costilla de Adán, Josemaría trató de hacerse espacio y ganar tiempo. Habló primero en latín, largo y tendido, sobre nuestro padre Adán, para proseguir luego con Eva. Pero, por más vueltas que daba al asunto, no le venía a la cabeza ninguna idea salvadora. Se alargaba más de lo que permitía la paciencia del profesor, el cual, interrumpiendo las divagaciones, le apremió en castellano: "Bien, ¿pero dónde dejamos esa costilla?" (69).
* * *
De las cuentas del seminario, que no podían ser más elementales, se encargaba el Rector. Los gastos generales de la casa corrían a cargo del Real Seminario de San Carlos. Y, como casi todos los seminaristas disfrutaban de beca, o prestaban servicios que les eximían de pago, el cálculo de los ingresos tampoco era operación demasiado complicada. En el curso 1920-1921, por ejemplo, los ingresos consistían en lo obtenido por la venta de doce escudos para los mantos de los colegiales, más cuatro pensiones y media. De los cinco seminaristas que pagaban estancia en el San Carlos, la media pensión correspondía a Josemaría, que tenía concedida media beca.
La escrupulosa minuciosidad del Rector en el cómputo de los días de estancia en el seminario y de las cantidades a pagar es muy de agradecer. Según la "Hoja de cuentas" de aquel curso, Josemaría satisfizo 157 pesetas con 50 céntimos por 252 días de permanencia (la pensión completa era de una peseta y veinticinco céntimos diarios) (70). Los 252 días son, exactamente, los que median entre su ingreso (28 de septiembre de 1920) y el cierre de las cuentas (7 de junio de 1921). La estancia ininterrumpida de los seminaristas, de septiembre a junio, era lo acostumbrado y lo que señalaba el Reglamento (71).
En esos largos meses, lejos de la familia, el seminarista mantenía frecuente relación con los suyos, dándoles cuenta en sus cartas de los estudios e ilusiones juveniles, procurando animarles. La Navidad de 1920 fue la primera que pasó fuera de casa. Y recordaría con nostalgia las Navidades de Barbastro y el viejo villancico que le cantaba doña Dolores, y con el que arrullaría ahora a su hermano Santiaguín (Guitín le llamaban familiarmente):
"Madre, en la puerta hay un Niño,
más hermoso que el sol bello,
diciendo que tiene frío…" (72).
Al recibir noticias de Logroño, releyendo los pequeños sucesos domésticos, adivinaba, entre líneas, las dificultades del hogar y los sufrimientos del padre (73). Cuando llegaban las vacaciones de verano, su presencia en casa era una ráfaga de alegría. Visitaba a don Hilario, el párroco de Santiago el Real, y se ponía a su disposición. Procuraba distraer y acompañar a don José y descargar a su madre de trabajo. Tomaba de la mano al pequeño Guitín y se iban juntos a pasear. En el verano de 1922 -el hermano tenía entonces tres años y medio- se hicieron una foto en un banco del parque. Josemaría vestido de traje gris oscuro, corbata negra y sombrero de paja. Guitín, con vestido blanco, un gorrito calado hasta los ojos y una cara con expresión de circunstancias (74).
De la amistad de Josemaría con un compañero seminarista, Francisco Moreno, nació la idea de intercambiar unos días de descanso, durante las vacaciones, en casa de sus respectivas familias. Así fue cómo Francisco pasó unas cortas temporadas en Logroño, invitado por los Escrivá. Hacían los dos seminaristas excursiones por la ribera del Ebro y, muy frecuentemente, se llegaban luego a la tienda de don José, a "La Gran Ciudad de Londres", para acompañarle, dando una pequeña vuelta, hasta su casa. "Era un agradable paseo, aunque a mí me hacía sufrir no poco el ver a aquel hombre, aún de edad joven, pero que había envejecido prematuramente", refiere Francisco Moreno, quien echa a don José más años de los 55 que por entonces contaba. Recordaba también cómo, "después de pasarse las horas largas tras el mostrador de la tienda, tenía los pies hinchados hasta el punto de tener que descalzarse en cuanto llegaba a casa" (75).
El corazón materno de doña Dolores se mostraba entonces al descubierto en pequeños desvelos domésticos, en el cuidado y cariño con que preparaba, por ejemplo, el desayuno de los dos seminaristas: "quería darnos, con esta y otras cosas -refiere el invitado-, lo que no podíamos tener cuando estábamos en Zaragoza" (76).
De la estancia en casa de los Moreno hay noticias más abundantes, pues allí se reunía un grupo de amigos de la misma edad. A ese grupo pertenecía Antonio, el hermano de Francisco, que estudiaba medicina en Zaragoza y era también conocido de Josemaría; y los dos hermanos, Antonio y Cristóbal Navarro. Sobre aquellos días de vacaciones refiere Francisco Moreno: "No recuerdo bien si fueron dos o tres los veranos en los que Josemaría pasó unos días -quince o veinte- con mi familia en Villel, un pueblo cercano a Teruel en donde mi padre había ejercido como médico. Todos los de mi casa le apreciaban mucho porque se hacía querer: era comedido, discreto y prudente pero, a la vez, era afectuoso y expansivo. Además, constantemente aparecía su natural y maravilloso sentido del humor. Su llegada a Villel era en aquella casa una gran fiesta y, cuando se marchaba, se notaba que había dejado un gran vacío. Para mi madre era un hijo más" (77).
Llevaba trajes oscuros y corbata negra, como para no ocultar su condición de seminarista. Asistía diariamente a misa y ayudaba al párroco si hacía falta. El cura del pueblo, un santo varón que padecía la "enfermedad del sueño", daba mucha pena a Josemaría. Apenas podía cumplir sus deberes. El sueño le atacaba en los momentos más inoportunos, en plena celebración litúrgica o al predicar desde el púlpito (78).
Por las mañanas salían de paseo siguiendo las orillas del Turia, que traía las aguas recién nacidas. Si sus compañeros se bañaban desnudos, Josemaría no lo hacía, por pudor. Regresaban a comer; y, pasadas las horas del bochorno, en las largas tardes del verano, organizaban excursiones a parajes vecinos: a la Peña del Cid o al Santuario de la Virgen de la Fuensanta, en pleno monte. Si a la gira se agregaban, a veces, algunas chicas, siempre hallaba el seminarista un pretexto para quedarse en casa trabajando. Pero su ausencia no pasaba inadvertida a las muchachas. Carmen Noailles, en este punto del trato con las amigas de sus compañeros, asegura que "se notaba claramente la decisión y firmeza de su vocación al sacerdocio" (79).
Cuando el grupo iba al casino del pueblo a jugar a las cartas, Josemaría se quedaba en su cuarto a leer o a escribir. Trasladaba en versos jocosos las incidencias de la jornada y de las excursiones, e ilustraba los versos con dibujos, en un cuaderno que llevaba por título: "Aventuras de unos chicos de Villel en sus idas y venidas de Zaragoza a Teruel" (80).
En esos largos ratos en que se quedaba solo, charlaba con la madre de los Moreno, todavía no recobrada de su reciente viudez. Para la pobre mujer era un gran consuelo conversar con Josemaría; y cuando, frecuentemente, sacaba el tema de la pérdida del marido, Josemaría solía decirle: No la quiero ver triste. No llore Sra. Moreno. Hemos de pedir mucho por él. Yo, en cuanto me ordene, ofreceré la Misa por él (81).

4. El "forjador" de futuros sacerdotes

Junto con la buena presencia, piedad y cultura del seminarista de Logroño, vinieron a conocimiento del Presidente y demás sacerdotes del Real Seminario las burlas con que algunos saludaban a Josemaría. Lo cual contribuyó a extender, aún más, su fama fuera del San Carlos. No era de esperar que de un mal suceso saliese cosa buena. Sin embargo se cumplía el refrán de que "no hay mal que por bien no venga". (Esta paradójica verdad, dicho sea entre paréntesis, presidió la vida de Josemaría. En distintas épocas, un sinfín de lamentables episodios -en el fondo, providenciales- acabaron siempre tornándose en gozo, por lo que tradujo cristianamente sus experiencias con un Dios escribe derecho con renglones torcidos) (82).
Fuese por los comentarios del Presidente, o por las charlas con el Rector del San Carlos, convertido ya en defensor acérrimo del seminarista, su nombre llegó a oídos del cardenal. Desde las ventanas del palacio veía éste a diario desfilar a los colegiales a la entrada de la Universidad. Interesado por Josemaría, le mandó llamar aparte. En otras ocasiones, al toparse con las filas del San Carlos en la calle o en el templo, preguntaba al seminarista por su vida y estudios. Una vez -refiere un compañero-, oí que le decía: "Ven a verme cuando tengas un rato" (83).
Con su larga experiencia eclesiástica no tardó el cardenal en descubrir en el seminarista excepcionales dotes de piedad, madurez de juicio y gobierno. De otro modo no se explica que, antes de las vacaciones del verano de 1922, expusiera al Rector su decisión de nombrar a Josemaría Inspector del San Carlos, cubriendo así una de las vacantes que iban a producirse. Al comunicarle su deseo de que aceptase el cargo al comienzo del curso próximo, se lo propuso con una punta de buen humor, aludiendo discretamente a uno de los apodos del seminarista: "Te voy a dar la tonsura -le dijo-, porque no quiero que los seminaristas te vean vestido de señorito" (84). (No siendo todavía clérigo, podía usar trajes civiles y vestir de señorito).
El 28 de septiembre se inauguró el curso académico 1922-1923. Ese mismo día le fue conferida a Josemaría la tonsura, a él sólo, en una capilla de palacio. Y en esa misma fecha tomó posesión como Inspector del San Carlos, puesto que mantuvo hasta su ordenación de presbítero, el 28 de marzo de 1925 (85).
Pasados los años rememora el suceso -la tonsura clerical recibida de manos del Cardenal don Juan Soldevila, en un recogido oratorio del Palacio Arzobispal- (86), como uno de los hitos principales del camino hacia el sacerdocio.
Los Inspectores del Seminario Conciliar eran todos sacerdotes. En el San Carlos solían serlo un diácono y un ordenado de menores. Estos Inspectores -también llamados Directores o Superiores-, tenían como encargo velar por el Reglamento, cuidando la disciplina; presidían, en nombre del Rector, los actos de comunidad; o desempeñaban las funciones por éste delegadas. Eran dos los Inspectores del San Carlos. El Inspector Primero hacía cabeza en ausencia del Rector. Este puesto correspondía a Josemaría, a quien ayudaba el Inspector Segundo, Juan José Jimeno (87).
El hecho de que un seminarista, que no había recibido siquiera las órdenes menores, ocupara el puesto de Director, sin otra autoridad por encima que la del Rector, da idea de la audacia del cardenal. En primer lugar porque tuvo que adelantarle la tonsura, para que el cargo recayese en un clérigo. Y también por la ilimitada confianza puesta en el recién tonsurado, guardián de disciplina entre quienes habían dificultado su estancia en el seminario meses atrás. Muy seguro estaba el prelado de su nombramiento.
El cargo de Director tenía adjuntas ventajas materiales, tales como el disponer de un fámulo, de comida y habitación especial, y estar exento del pago de pensión, percibiendo una gratificación de cincuenta pesetas por curso. Además, las tasas por derecho de examen en la Universidad corrían a cargo del seminario (88). A todos los sacerdotes del San Carlos se les asignaba un fámulo, cuyas prestaciones domésticas no tenían carácter servil; eran el medio de costearse estudios y estancia algunos seminaristas. Respetando esta costumbre, el Inspector aceptó los servicios del fámulo que le asignaron, aunque siempre que podía prescindía de él, por resultarle engorroso tener a un compañero de criado. El fámulo se llamaba José María Román Cuartero, y del comportamiento de su Director nos refiere algunas noticias:
"Me impresionó siempre su bondad y su paciencia en el trato que tenía conmigo. Recuerdo, por ejemplo, cuando él se daba cuenta de que yo estaba enfadado por la manera de extender las sábanas sobre el colchón, sin detenerme en otros preparativos, cuando le hacía la cama, y cómo entonces me decía alguna frase cariñosa o me hacía una broma. También recuerdo cómo compartía su comida conmigo, porque los directores tenían una comida especial, sin echármelo en cara. Me doy cuenta ahora de que hacía estas mortificaciones sin que se notase, de manera natural" (89).
Ahora tenía Josemaría mayor libertad de movimientos, para cumplir sus prácticas de piedad y para entrar y salir en el seminario. Su puesto como Director le permitía el trato con los sacerdotes del San Carlos, que residían en otra planta del edificio. Y con el Presidente, don Miguel de los Santos, llegó a tener tan estrecha confianza, que este Obispo conservó hasta su muerte la correspondencia y las notas de conversaciones mantenidas con su joven amigo (90).
Algunos sábados o domingos por la tarde se daba cita Josemaría con sus amigos, los sobrinos de don Antonio Moreno, Vicepresidente del San Carlos, en el cuarto de este buen sacerdote. De nuevo coincidían allí los jóvenes contertulios de los veranos de Villel (91).
Don Antonio llevaba muchos años en el San Carlos. En el manuscrito de la "Historia de la fundación del Seminario de pobres de San Francisco de Paula" aparece su nombre como predicador de ejercicios espirituales a los seminaristas en el curso 1892-1893, todavía en vida del Cardenal Benavides (92). A su avanzada edad, gozaba de naturaleza robusta, abundante experiencia sacerdotal y algunas pequeñas manías. Buscaba la compañía del Inspector, que oía con gusto su charla y se dejaba ganar habilidosamente cuando jugaban al dominó, para no avinagrar el fuerte humor de don Antonio, que era de los que no saben perder. Luego, para festejarlo, el clérigo extraía de su armario algo que comer, a lo que Josemaría, caritativamente, no hacía ningún asco.
El Vicepresidente había corrido mundo y, como todos los viejos, gustaba de recordar sucesos memorables de su gesta. En particular, sabrosas anécdotas de las visitas pastorales del Arzobispo de Zaragoza a los pueblos de la diócesis. Casos, algunos de ellos, como para pasmar a un seminarista. Aunque, a la hora de sacar moralejas, le decía Don Antonio: Josemaría, no hay que fiarse de nada, de nada (93).
Josemaría asimiló tempranamente cristianas advertencias, extraídas de enseñanzas mundanales. Más vale cortar a tiempo y huir de las ocasiones, fue una de ellas. Y un compañero del San Carlos refiere a este propósito que, yendo un día por las callejas del centro de la ciudad camino de las aulas, las filas de los seminaristas se cruzaron con dos chicas que intentaron atraer las miradas de Josemaría. Al día siguiente estaban plantadas en el mismo sitio, esperando al seminarista y provocándolo con procacidad. Y, al tercero, viendo que no les hacía maldito caso, le echaron en cara su desdén:
- ¿Tan feas somos que no nos miras?
Y Josemaría, sin mirarlas siquiera, les replicó contundente:
¡Lo que sois es sinvergüenzas! (94).
Parece ser que este suceso llegó también a oídos del padre en Logroño (95).
* * *
El cardenal había conferido la tonsura a Josemaría porque resultaba inconcebible que alguien, sin ser clérigo y vestido aún de "señorito", fuese Director del seminario. La primera oportunidad que se le presentaba al seminarista para ordenarse de menores eran las Témporas de Adviento, poco antes de Navidad. El 20 de noviembre de 1922 dirigió, pues, una instancia al cardenal en la que humildemente suplica se digne admitirle, en las próximas Témporas de Santo Tomás Apóstol, a las Sagradas Órdenes Menores (96).
Se hicieron, con la natural reserva, las oportunas investigaciones sobre varios extremos de la vida, estudios y conducta de los solicitantes; entre ellos el de si el seminarista "ha manifestado decidida vocación al estado eclesiástico".
En la respuesta del Rector, valedera para todos los solicitantes de Órdenes del San Carlos, se manifestaba, con fecha de 23 de noviembre, que:
"Los Señores, anteriormente descritos, sin excepción, han observado buena conducta moral y religiosa […] acreditando en su porte exterior la vocación sacerdotal, sin que a mi juicio hayan incurrido en nota alguna desfavorable sobre los extremos que se me pregunta" (97).
Las Órdenes de Ostiario y Lector le fueron conferidas a Josemaría por el Cardenal Soldevila el 17 de diciembre; y las de Exorcista y Acólito, cuatro días más tarde (98).
* * *
La principal preocupación de los Inspectores, por no decir la única que les importaba, era el mantenimiento de la disciplina. En el Seminario de San Carlos, a diferencia del Conciliar, que estaba regido por sacerdotes, los directores eran todavía estudiantes. De modo que, frecuentemente, se veían colocados, a causa de sus funciones, entre la espada y la pared. El papel del Inspector "no era nada fácil porque era a la vez director y alumno y los seminaristas, por su juventud, se comportaban conforme a su edad" (99). Josemaría tuvo que aprender a guardar el justo equilibrio entre las exigencias del Reglamento, que le obligaban a reprimir expansiones juveniles, y la amistad que le unía con sus compañeros. Quienes le sucedieron como Inspectores en 1925 y 1926, Agustín Callejas y Jesús Val, testimonian que su espíritu de compañerismo con todos "era tan fuerte como el de su responsabilidad en el cumplimiento del encargo: nunca dejó en mal lugar a ningún seminarista"; y que "usaba de su autoridad con afabilidad, sin intemperancias. No se imponía arbitrariamente como puede ser frecuente en el que manda" (100).
Se esforzó Josemaría en obrar con tacto, sin llevar a punta de lanza las prohibiciones del Reglamento en cuestiones de poca monta, para poder exigir luego en puntos más importantes. Toleraba, por ejemplo, el que fumasen los mayores; procuraba que las lecturas en el refectorio fuesen cortas, dando permiso para hablar; o, si había arrepentimiento, levantaba fácilmente el castigo.
Un día halló un trozo de cartón, polvoriento y abandonado, en el que, con letras doradas sobre fondo rojo, se leían aquellas tres palabras del cántico de San Pablo a la caridad: "Caritas omnia suffert". Probablemente había servido de adorno en los festejos de San Francisco de Paula. Ese era también el emblema que los seminaristas llevaban en la beca: un sol con rayos, y en el centro la palabra "Charitas".
Sobre mi mesa de trabajo -rememoraba el joven Inspector del San Carlos-, me puse este recordatorio: caritas omnia suffert. Quería aprender a hacer todo por amor, y enseñarlo con el ejemplo a los seminaristas (101).
En él recaía, juntamente con el Rector, la tarea de formar humana y espiritualmente a los seminaristas, pues no había por entonces en el San Carlos un director espiritual. Cada semana venían de fuera unos confesores y, si alguien lo deseaba, los sacerdotes de San Carlos estaban disponibles en los confesonarios de la iglesia, mientras don Miguel de los Santos celebraba la misa por la mañana (102).
En cuanto Director, Josemaría se encargaba de hacer en la sala de estudio unas breves alocuciones a los seminaristas, acerca de las fiestas que se celebraban o sobre la práctica de algún culto divino. El fue quien inició la costumbre de salir todos los sábados por la tarde con los del San Carlos, en visita a la Virgen del Pilar (103).
El Rector que, con frase lapidaria, le define como "forjador de jóvenes aspirantes al sacerdocio", continúa diciendo que "su lema era ganar a todos para Cristo, que todos fueran uno en Cristo" (104). Por la caridad se guió el Inspector en todas sus acciones, tratando de hacer de sus hermanos sacerdotes auténticos hombres de caridad:
Esta preocupación mía no es cosa de ahora; desde los 21 años lo he venido predicando y lo he procurado vivir con todas mis fuerzas. Es posible que en el Seminario de San Carlos se conserven papeles míos -porque siempre he sido amigo de poner las cosas por escrito-, de cuando era Superior, con observaciones llenas de comprensión, alabando los cambios a mejor de los seminaristas, hablando de caridad y de la necesidad de dar ejemplo de caridad (105).
Los escritos a que hace referencia se hallaron, después de su muerte, en el archivo del Real Seminario de San Carlos (106). Se trata de los Informes mensuales que, como Inspector, entregaba a don José López Sierra. Cubren el período de octubre de 1922 a marzo de 1925, con continuidad, excepto los meses de vacaciones estivales. Lo que más llama la atención es que no hay en ellos formalismos rutinarios. En el apartado de la hoja mensual correspondiente a "Conducta", que los demás Inspectores solían dejar en blanco, o a lo sumo rellenaban un par de veces al año con adjetivos incoloros y nada comprometedores, porque en esa columna entraba también la "Vocación", Josemaría seguía de cerca a cada seminarista. Y si otros, para no meterse en honduras, despachaban su conciencia con un "bien" o un "regular", el nuevo Inspector sopesaba religiosamente sus juicios con claras expresiones. Detrás de sus palabras hay siempre un latido cordial. En los nombres de los seminaristas veía almas para el sacerdocio.
En el reverso de las hojas de los Informes era corriente anotar los "Castigos impuestos por el Inspector" y los "Castigos del Sr. Rector", registrando los hechos a secas; por ejemplo: "fulano un día de rodillas en el refectorio por fumar y por mentir al Rector". Josemaría solía hacer informes más completos, añadiendo antecedentes, causas y circunstancias. Así cuando escribe:
El Sr. R.P., desde que fue castigado (el día 12) por el Sr. Rector hasta terminar el mes, se ha portado de modo que parece otro: está obediente, respetuoso y con deseos de cumplir (107).
Como era previsible, el primer escollo que tuvo que superar fue el imponerse como Director, haciendo valer el peso de su autoridad. Surgieron las resistencias. Enseguida se produjeron, por un grupo de rebeldes, escaramuzas y desafíos. En el Informe de noviembre de 1922, refiriéndose a cuatro seminaristas ariscos, escribe Josemaría:
Tienen en muy poco el respeto debido al Superior y siempre que se les reprende, por cariñosa que sea la reprensión, responden de mal modo, y algunos, como el Sr. C., haciendo muecas para que se ría la Comunidad (108).
Los revoltosos tardaron en desbravarse, pero al fin se impuso la paciencia del Director, que informa en febrero de 1923:
En los cinco meses que llevamos de curso, no puedo menos de alegrarme al reconocer que los Srs. A. y C., de díscolos, se han hecho colegiales docilísimos y cumplidores. Lo mismo va sucediendo con el Sr. L. (109).
Buscaba generosamente excusas para todos. En las hojas se encuentran consideraciones como las siguientes:
[…] le fue levantado el castigo, porque, llorando, prometió enmienda; o: los Sres. M. y L. muchas veces, las más, faltan sin darse cuenta de que faltan (110).
Esta comprensión no impedía, sobre todo tratándose de la vocación al sacerdocio, que sus juicios fuesen claros y desapasionados:
En cambio -escribe en aquel mismo Informe de febrero de 1923-, no sé qué decir de la vocación de estos otros Señores: M.M., P.R. y C.M.: Los dos primeros, como puede verse en las hojas de los meses anteriores, desde el principio de curso han hecho de las suyas: Siempre me inclino, al juzgar, en favor, por eso dije que daban señales de tenerla; hoy me creo obligado a manifestar, sin pasión, mi modo de sentir. El Sr. C.M. ha ido cada vez peor, desde principio de curso, siendo su gran defecto la falta de respeto al Superior. Finalmente, advierto que todos estos señores son de comunión diaria o casi diaria.
Un año más tarde, en febrero de 1924, tanto habían cambiado los seminaristas del San Carlos, que Josemaría escribe con satisfacción:
Quiero hacer constar, porque da alta y precisa idea del espíritu actual del Seminario, que, cuando castigué en común a los colegiales, no sólo no hubo protesta, sino que aceptaron de buena gana la reprensión, calificándola de muy justa (111).
Don José López Sierra llegó a tener tal confianza en su Director que "de hecho, le fue delegando sus propias funciones", hasta el punto que "dejó el Seminario prácticamente en manos de Josemaría" (112).
El progreso de los seminaristas refleja la vida de oración del Inspector, que les acompañaba de cerca: ¡Con qué gozo anotaba yo los progresos de aquellos chicos! Y me servían de diálogo con el Señor, pidiéndole a El, con su Madre, que los cuidase (113).
El "forjador de jóvenes aspirantes al sacerdocio", como decía de modo altisonante el Rector, era ya subdiácono cuando hace en noviembre de 1924 el siguiente comentario:
No me atreví a consignarlo el año pasado, por si se trataba tan solo de un cambio pasajero; pero, como, gracias a Dios, no es así, lo quiero hacer constar. Particularmente desde la Purísima de 1923, cuya devota novena se hizo por todos con gran fervor, se nota un cambio admirable en todos los antiguos colegiales; cambio que repercute en los pequeños que vienen. La Señora sin duda lo ha hecho, y -lo repito- ya que seguramente es el último año que estoy en este querido seminario, no puedo resistirme a hacer un brevísimo resumen.
Cita el nombre de algunos seminaristas, antes desviados de la piedad y ahora mansos y piadosos: están cambiadísimos, son otros, dice con incontenible alegría. ¿Tenía el presentimiento de que era la última vez que tomaba el pulso al seminario y que era preciso hacer un breve resumen de despedida?
En conjunto -anota-, mucho fervor, ¡ése ponerle una corona al Crucifijo del cuarto piso que estaba sin ella!, las misiones, el adorno de nuestro Oratorio, los cánticos de los primeros viernes, de los diecinueves, de las Sabatinas… Un detalle: más de una vez se me ha pedido permiso para quitar tiempo de recreo y así estar más rato en el Oratorio en el ejercicio del Sagrado Corazón, y en la novena de la Inmaculada del año pasado; se ha aumentado la cuota mensual del Apostolado. En el trato mutuo se ve que no en vano S. Fco. de Paula es el Padre de la Casa: caridad, caridad siempre: si alguno falta, se reconoce y acepta la oportuna reprensión; por cierto que, ahora, al ser reprendidos, no replican y aceptan ¡hasta con gusto! -de verdad- la medicina del castigo. Diría más cosas, pero creo que esto basta: Conste que, en saliendo algún mal elemento, obró María Inmaculada: Todo sea a mayor honra de Dios y suya. -No quiero decir, con lo escrito, que nuestros chicos sean ángeles, pues que son chicos lo indican los castigos mensuales: todos aquí tenemos faltas (114).
El cartoncillo que tenía en su despacho de Inspector, el "Caritas omnia suffert", le servía de recordatorio en su esfuerzo por dar unidad en Cristo a todos aquellos seminaristas. Durante los dos años y medio en que se ocupó de formarlos, Josemaría sintió sobre sí, en todo momento, la carga gozosa de preparar futuros ministros del Señor, entregándose a una tarea que era casi un desafío para un joven seminarista, como él. Y no tanto por los años como por su corta experiencia de los ambientes eclesiásticos. Pero se empeñó de lleno en ese encargo, confirmando una vez más la advertencia que, en algunas ocasiones, le hacía doña Dolores: - "Josemaría -le decía-, vas a sufrir mucho en la vida, porque pones todo el corazón en lo que haces" (115).
(Así era, ponía cuerpo y alma en lo que traía entre manos. Por esa época de Zaragoza se entregaba también a la inspiración poética. Escribía unos versos muy malos -refiere-, y los firmaba, poniendo en mi firma todas las vibraciones de mi vida, así: "El clérigo Corazón") (116).
Con semejante temperamento no le fue necesario trazarse un programa de acción. Le bastó seguir al pie de la letra el de San Pablo:
Recuerdo siempre con emoción -nos dirá despertando su memoria- aquellas palabras de la primera carta de San Pablo a los de Corinto, que tuve tanto tiempo delante de mi vista, cuando estuve de superior en el Seminario de San Carlos, en Zaragoza: la caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa; no se jacta, no se hincha; no es descortés; no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera (117).
Del largo proceso de forjar a sus hermanos en el Seminario salió él mismo transformado, al esforzarse en practicar aquel rosario de virtudes humanas y sobrenaturales: paciencia, prudencia, cortesía, sacrificio, caridad…, desplegadas por más de dos años como Inspector del San Carlos. Respaldando las virtudes de los seminaristas estaban siempre el ejemplo, los buenos modales, el consejo y el afecto, y la vida de piedad de Josemaría. De suerte que, al cabo de tan trabajoso proceso, había enriquecido su persona con valiosas experiencias en el campo de la dirección espiritual, en el uso recto de la autoridad y en el arte del gobierno.
Acaso el título de Superior o Inspector del Seminario, que oficialmente gozaba Josemaría, suene grandilocuente y exagerado cuando se aplica a un joven seminarista todavía con varios años de estudio por delante. Pero, a los hechos hay que atenerse. Nadie puede dar lo que no tiene; axioma que es aún más evidente en las labores de formación. De manera que, guiándonos por la transformación llevada a cabo entre los seminaristas del San Carlos, es innegable que la madurez alcanzada por Josemaría era resultado directo de la superabundancia de su vida interior y del ejercicio de las virtudes de gobierno.

5. Un incidente lamentable

Empujado por sus gustos literarios, Josemaría empleaba el tiempo libre de clases o estudios en la lectura. Se le veía tomar notas de frases o pensamientos. Como Director tenía acceso a la biblioteca del Real Seminario de San Carlos, a la que fue "a parar aquella famosa librería que, con mucho dispendio e inteligencia, recogió en Roma el excelentísimo señor don Manuel de Roda, que después la aumentó en Madrid, siendo secretario de Estado de su majestad" (118). Estaba, pues, como ratón dentro del queso, y no desaprovechó la oportunidad que se le brindaba al tener tantos y tan escogidos libros al alcance de la mano. Con lo cual se le despertó un estupendo apetito de cultura, nutrido por los clásicos de las letras y de la espiritualidad. Se acostaba robando horas al sueño. Por las noches veían los seminaristas, por debajo de la puerta del Inspector, la luz titilante e incierta de una vela, porque no todas las habitaciones del San Carlos tenían luz eléctrica (119).
Gozó de un fecundo período de dos años de lecturas. Más adelante, Josemaría no dispuso ya de tanto tiempo ni de ocasión tan propicia para ese tipo de libros, salvo la necesidad que tuvo de consultar, a veces, los escritos de los clásicos. Leyó con profundidad a místicos y ascetas, estudiando las escondidas operaciones de la gracia. Y gustaba, muy particularmente, de las obras de Santa Teresa.
En junio de 1923 pasó las asignaturas del cuarto curso de Teología con la más alta calificación, completando así los estudios de licenciatura en esa Facultad Pontificia (120). Era llegado el momento de comenzar su carrera civil, de acuerdo con lo previsto antes de salir del seminario de Logroño para acabar sus estudios en Zaragoza. El traslado llevaba implícito el permiso del Obispo de Calahorra-La Calzada para estudiar Leyes en Zaragoza, pues desde tiempos de León XIII correspondía a los obispos conceder o denegar a los clérigos la asistencia a Universidades laicas. Y, más recientemente, en 30 de abril de 1918, la Sagrada Congregación Consistorial había dictado normas para "precaver los grandes peligros que, como enseña una larga y triste experiencia, amenazan a la santidad de vida y pureza de doctrina de los sacerdotes que concurren a las mencionadas Universidades" (121).
El Cardenal Soldevila, que tenía plena confianza en la fidelidad de Josemaría a su vocación sacerdotal y en la firmeza de sus convicciones doctrinales, le había concedido el permiso necesario (122). El claustro de Zaragoza, por otra parte, estaba muy lejos de ser nido de herejes.
Muy pronto, inesperada y trágicamente, desapareció el cardenal. En la tarde del 4 de junio de 1923, yendo en coche a hacer una visita a las afueras de la capital, fue acribillado a tiros por unos anarquistas. El conductor y el familiar que le acompañaba resultaron heridos. Josemaría fue a velar el cadáver y a rezar por su alma. La noticia llenaba al día siguiente las primeras páginas de la prensa. Nunca se supo, sin embargo, ni el motivo ni la identidad de los asesinos. Durante casi dos años quedó sede vacante la archidiócesis de Zaragoza.
En el verano de 1923 Josemaría preparaba en Logroño dos asignaturas previas a las disciplinas jurídicas: "Lengua y Literatura españolas" y "Lógica fundamental". Por las mañanas se reunía con otro estudiante, José Luis Mena, y repasaban las materias, preguntándose mutuamente sobre temas de literatura (123). A mediados de septiembre fueron a examinarse a Zaragoza.
Don Carlos, el arcediano, veía por entonces con frecuencia a su sobrino y gustaba de charlar con él. El amigo de Logroño recuerda sus amabilidades y cómo solía invitarles a su casa, a él y a Josemaría, para darles de merendar. "Don Carlos era -según cuenta- un sacerdote que imponía mucho. Hasta recuerdo que merendábamos chocolate español con azucarillos" (124). (La verdad es que no se ve bien cuál pueda ser la secreta conexión entre el severo carácter del canónigo y el chocolate con azucarillos).
De acuerdo con su tío, Josemaría decidió matricularse en la Facultad de Derecho en enseñanza "no oficial", con la idea de poder asistir a las clases, pero sin estar obligado a seguir rigurosamente el curso. De este modo iría haciendo los estudios con cierta libertad, examinándose en junio o en las convocatorias extraordinarias de septiembre. Quienes dicen que "simultaneó" o "alternó" los estudios civiles con los eclesiásticos no se expresan con propiedad, puesto que los hizo consecutivamente, es decir, que emprendió la carrera de Leyes después de haber terminado el cuarto año de Teología. De forma que, mientras su curriculum eclesiástico refleja orden y continuidad, el expediente de su carrera civil tiene carácter discontinuo, fragmentario, como hecho bajo la presión del momento, en circunstancias difíciles de prever al iniciar la carrera.
Recomendado por su tío fue a consultar sobre sus estudios a don Carlos Sánchez del Río, a la sazón Secretario General de la Universidad, a quien hizo impresión desde el primer encuentro la "personalidad distinguida" del seminarista. También por mediación del arcediano, visitó al profesor de Derecho Natural, que lo recibió "con sorpresa y con agrado -confiesa-, por ver que un seminarista, ya avanzado en sus estudios del Seminario, pretendía simultanear los estudios civiles con los eclesiásticos, cosa ciertamente rara en aquel tiempo" (125).
Entre las asignaturas elegidas ese primer año por Josemaría estaban el "Derecho Natural", de la que era profesor don Miguel Sancho Izquierdo; "Instituciones de Derecho Romano", asignatura que explicaba un sacerdote, don José Pou de Foxá; y las "Instituciones de Derecho Canónico", a cargo de don Juan Moneva y Puyol (126). Constituían estos tres profesores un triunvirato de excepcional talla intelectual. Su influjo fue de gran importancia en el desarrollo de la personalidad de Josemaría y en la adquisición de una aguda mentalidad jurídica. Con ellos estableció pronto el alumno una amistad cordial y entera (127).
Providencial fue también, para el cumplimiento de sus futuras tareas fundacionales, que durante el año 1923-1924 cursara Derecho Canónico, al mismo tiempo, en una Universidad civil y en otra eclesiástica. Ocupaban dichas cátedras dos profesores de mente tan destacada como don Juan Moneva y don Elías Ger Puyuelo. El primero era titular de esa asignatura en la Facultad de Derecho; el segundo, explicaba en el quinto curso de Sagrada Teología (128).
A sus estupendos conocimientos unían ambos una singular propensión a la agudeza y a los dichos proverbiales. Don Elías, por ejemplo, adoptaba una inconfundible pedagogía que, debajo de lo pintoresco de las expresiones, denotaba una robusta prudencia sacerdotal. De él recordaba Josemaría algunos dichos, pletóricos de gracia y sentido común (129).
Las ocurrencias de su colega no eran menos sagaces y atinadas. Don Juan Moneva se hacía, dentro y fuera de Zaragoza, "vox populi", aunque sus genialidades rayaban algunas veces en lo estrambótico. Don Juan bautizó al alumno con el apellido cariñoso de "el curilla" y siguió acordándose de él hasta la hora en que se despidió definitivamente de sus amistades. En efecto, don Josemaría recibió en sobre a él dirigido, de puño y letra del viejo profesor, la esquela de su defunción. Por lo visto, don Juan -genio y figura hasta la sepultura-, había preparado de su propia mano los sobres para las esquelas, encargando a los de su familia que los echasen luego a correos (130). Del discurso del antiguo alumno en su doctorado honoris causa por Zaragoza, el 21 de octubre de 1960, son estas conmovedoras palabras, con eco de oración fúnebre:
Quisiera evocar hoy, con afectuoso respeto, los nombres de tantos insignes juristas que fueron allí mis maestros; pero me permitiréis que al menos mencione el de uno de ellos, para cifrar en él el agradecido reconocimiento que a todos y a cada uno les debo: estoy hablando de don Juan Moneva y Puyol. Fue, de todos mis profesores de entonces, el que más de cerca traté y de este trato nació entre nosotros una amistad que se mantuvo viva, después, hasta su muerte. Don Juan me demostró en más de una ocasión un entrañable afecto y yo pude apreciar siempre todo el tesoro de recia piedad cristiana, de íntima rectitud de vida y de tan discreta como admirable caridad, que se ocultaba en él bajo la capa, para algunos engañosa, de su aguda ironía y de la jovial donosura de su ingenio. Para don Juan y para mis otros maestros, mi más emocionado recuerdo; que a él, y a cuantos como él pasaron ya de esta vida, les haya otorgado el Señor el premio de la eterna bienaventuranza (131).
La amistad del Inspector del San Carlos con don Elías fue breve, pues éste falleció en noviembre de 1924. Sin embargo, jamás olvidaría una fabulilla que en octubre del año anterior, al comienzo del curso, les contó en clase don Elías: Érase un comerciante de canela. Compraba el producto en rama y, gracias a un molino de piedras, lo reducía a finísimo polvo. Un día el molino dejó de funcionar. Las piedras se habían desgastado y era preciso importar otras de Alemania. Pasó el tiempo. El repuesto no llegaba y la canela estaba por moler. Un amigo, viéndole triste, aconsejó al comerciante que se fuese a un torrente a buscar unos cantos rodados del tamaño de las piedras inservibles, que las encajase en el molino y que, durante varios días, las hiciese girar y girar sin echar aún la canela.
Así lo hizo y, al cabo de quince días, comprobó que los cantos, de tanto rozar y chocar uno con otro, se habían pulimentado, hasta quedar tan lisos como las piedras de Alemania.
Hizo una breve pausa el profesor y, dirigiéndose a Josemaría, añadió:
Así trata Dios a los que quiere. ¿Me entiendes, Escrivá? (132).
De aquí sacó Josemaría la moraleja de que Dios se sirve de los roces con el prójimo para ir puliendo las aristas de nuestro carácter. En los años que siguieron guardó absoluto silencio sobre el caso, a no ser una vaga referencia a "un disgusto muy gordo", siendo seminarista en Zaragoza (133). Todo hace sospechar, si es que nos paramos a considerarlo, que la anécdota del molino de la canela oculta algo muy duro y doloroso. Uno de sus compañeros, Jesús López Bello, habla de "rumores de una lucha" sostenida con otro seminarista (134). Y un alumno del Seminario Conciliar, que se adelanta a calificar el hecho como "suceso de poca importancia", cuenta que "otro seminarista, un hombre mayor, riojano, que tendría más de cuarenta años, y que, según decía, había sido secretario del Gobernador de Buenos Aires cuando vivía en Argentina, provocó a Josemaría y hubo un encuentro violento" (135). Francisco Artal Ledesma, que esto refiere, conocía sin duda al riojano, pues agrega que "la repercusión del suceso fue debida a las características de los dos protagonistas". El seminarista riojano era impertinente y "capaz de sacar de quicio a cualquiera"; y Josemaría, "incapaz de una acción violenta, a pesar de su juventud".
El más cualificado testigo de visu fue el Rector, que en el libro "De vita et moribus", en la hoja correspondiente a Josemaría, describe someramente el hecho por él presenciado, y sus consecuencias:
"Tuvo una reyerta con D. Julio Cortés y se le impuso el correspondiente castigo, cuya aceptación y cumplimiento fue una gloria para él, por haber sido a mi juicio su adversario quien primero y más pegó, y profirió contra él palabras groseras e impropias de un clérigo, y a mi presencia le insultó en la Catedral de La Seo" (136).
El disgusto de Josemaría es preciso medirlo de acuerdo con su sensibilidad, teniendo además en cuenta que era Director del San Carlos y estaba ordenado de Menores. La última vez que se había enzarzado a golpes fue en Barbastro, con "Patas puercas". Los insultos del riojano debieron sacarle de sus casillas. Reaccionó de palabra, y el otro pasó a las manos.
Aunque se defendió legítimamente, Josemaría había perdido la compostura, de palabra y de obra. Y, tan hondamente acusó el golpe, que perdió el sosiego espiritual y tuvo que abrir su alma por carta a don Gregorio Fernández, su antiguo director espiritual y Vicerrector del seminario de Logroño. Con fecha de 26 de octubre de 1923 le contesta don Gregorio:
"Siento en el alma tu choque con Julio, no tanto por él, que tiene muy poco que perder, como por ti: me hago cargo de que fue inevitable por tu parte, pero ojalá que nunca te hubieras hallado en el trance de defenderte con argumentos tan contundentes: conozco la nobleza de tus sentimientos y estoy seguro de que para estas fechas no abrigas en tu corazón el menor rastro de resentimiento […]. No debes hablar del asunto con otro que con Dios" (137).
Se aplicó el consejo y sepultó el asunto en su corazón. Sólo después de su muerte, al buscar entre sus papeles, aparecieron otros detalles que completan esta historia:
"Encontramos, entre algunos papeles -refiere monseñor Javier Echevarría-, una tarjeta de visita del seminarista que provocó el incidente en La Seo, en la que constaba también el lugar de trabajo, en un hospital de la Cruz Roja de una ciudad del sur de España. Aquel hombre había escrito pocas palabras debajo de su nombre, Julio Cortés: "Arrepentido y de la manera más sumisa e incondicional. Mea culpa"" (138).

6. "Domina, ut sit!"

A orillas del Ebro se levanta en Zaragoza la espléndida basílica del Pilar, en el sitio donde, en época musulmana, hubo un templo dedicado a Santa María. Comienza su construcción en tiempos del Renacimiento, atraviesa el barroco y remata, en pleno siglo XVIII, con soluciones neoclásicas. Dentro de la basílica está la Santa Capilla de Nuestra Señora del Pilar, magnífico estuche que encierra la columna en donde, según cuenta la tradición, posó sus plantas la Virgen. Ese pilar está forrado de bronce y plata, y sostiene una estatuilla que representa a una Virgen de abultado manto con el Niño en brazos.
Desde su llegada a Zaragoza, Josemaría se impuso la grata costumbre de visitar el Pilar, recortando los ratos libres entre clases. Y, mientras estuvo en Zaragoza, como refiere, vivió esa costumbre a diario:
La devoción a la Virgen del Pilar comienza en mi vida, desde que con su piedad de aragoneses la infundieron mis padres en el alma de cada uno de sus hijos. Más tarde, durante mis estudios sacerdotales, y también cuando cursé la carrera de Derecho en la Universidad de Zaragoza, mis visitas al Pilar eran diarias (139).
Luego, siendo ya Inspector, llevaba allí a los seminaristas a rezar una "Salve Regina". De todos modos, aunque la devoción empapaba toda su vida interior, el recuerdo que le quedó de esos años era el de un mediocre esfuerzo por corresponder a la llamada divina, trabajando sólo con mediana intensidad (140). (Tal vez porque hacía memoria de un pasado libre aún de las terribles luchas ascéticas que siguieron). Sus prácticas de piedad estaban avaladas por la mortificación -desaires, insultos, groserías-, sin que faltase la penitencia corporal, pues usaba cilicio (141). Cercado de tinieblas, continuaba clamando incansable por la claridad de su llamada.
Tenía barruntos de que el Señor quería algo: pasaron muchos años sin saber qué era, y -mientras- decía de continuo una jaculatoria acordándome del ciego del Evangelio, yo ciego también, en cuanto a mi porvenir y al servicio que Dios deseaba de mí: Domine, ut videam! Domine, ut sit!, he repetido durante años: que sea, que se haga eso que Tú quieres; que yo lo sepa, da luz a mi alma. Las luces no venían, pero evidentemente rezar era el camino (142).
Más que cualquiera otra de las ventajas anejas a su cargo, agradecía el Inspector la libertad de tiempo y movimientos, porque le permitían conversar con el Amigo. Josemaría, asiduo y aficionado lector de Teresa de Ávila, acogería con una sonrisa lo que cuenta la Santa: que "habíala el Señor dado tan viva fe, que cuando oía a algunas personas decir que quisieran ser en el tiempo que andaba Cristo nuestro Bien en el mundo, se reía entre sí, pareciéndole que, teniéndole tan verdaderamente en el Santísimo Sacramento como entonces, que ¿qué más se les daba?" (143).
Ya en Logroño solía quedarse Josemaría largos ratos en oración, por las tardes, junto al tabernáculo de La Redonda. Y continuó esas visitas en la iglesia del San Carlos, aunque sus obligaciones como Superior del seminario no le dejaban mucho tiempo libre. Pero tales eran sus ansias de tratar con el Señor -el amor siempre halla recursos-, que muy pronto descubrió un apetecible rincón cerca del altar mayor, donde se encontraba el sagrario.
Apenas se habían apagado las luces en el seminario, Josemaría pasaba desde la segunda planta del edificio a la zona residencial de los sacerdotes y, de ahí, a la parte alta de la iglesia de San Carlos. Descansaba este piso sobre las bóvedas de las capillas laterales; tenía amplias tribunas, instaladas entre los contrafuertes del templo, a la altura de donde partían los nervios que se entrecruzaban en lo alto de la nave. En una de esas tribunas, a la derecha de la cabecera de la iglesia, dominando el presbiterio, se arrodillaba Josemaría. Saludaba al Señor con esa viva fe de que habla la Santa, y fijaba los ojos en el tabernáculo, a través de la celosía, mientras el parpadeo de la lamparilla del sagrario encendía en momentáneo destello el oro del retablo, o hacía bailar las sombras entre la profusión barroca de nichos, estatuas y medallones (144).
Con la noche por delante, sin interrupciones, y con la soledad llenando el resto del templo, el seminarista desde la tribuna y el Señor presente en el sagrario, entablaban una larga conversación; siempre igual y siempre diferente. Josemaría había cultivado intensamente el trato con el Señor en los últimos años. Sabía desenvolverse con confianza y sencillez, en largo diálogo, sin ruido de palabras. Charlaban con soltura, con la intimidad con que se hablan los amigos.
Los pensamientos de Josemaría se agolparían unas veces en súplica y, otras, se le encendería el alma en afectos. De su oración sabemos, con certeza, que era constante y que llevaba ya varios años repitiendo la misma petición: Domine, ut videam!, Domina, ut sit! Y sabemos que esa petición no había sido concedida; y que, no por ello, cesaba de pedir lo mismo, día y noche. Esa briosa y heroica perseverancia no estaba empañada por dudas o desfallecimientos. No se trataba siquiera de una promesa sino de unos barruntos de Amor. Y el lenguaje y penas de los enamorados los entendía Josemaría perfectamente.
En aquellas vigilias pedía fuerza en la lucha ascética, luces en su tarea de gobierno y prontitud en su correspondencia a la gracia. Hasta los pormenores de las anotaciones que hacía sobre los progresos de los seminaristas, le servían -nos dice- de diálogo con el Señor.
Las visitas nocturnas a la iglesia menudeaban, se iba haciendo más y más frecuente aquel rondar al Señor. A partir de entonces, cuando su alma, por el motivo que fuera, necesitaba hablar largo y tendido con Jesús después de una dura jornada de trabajo, sabía cuándo y dónde Le tenía a su disposición. De suerte que, poniendo por delante el Evangelio, podrá hacernos, con conocimiento de causa, como director espiritual, un callado reproche:
- "Pernoctans in oratione Dei" - pasó la noche en oración. - Esto nos dice San Lucas, del Señor. Tú, ¿cuántas veces has perseverado así? - Entonces… (145).
* * *
El 14 de mayo de 1924 dirigió una instancia al Vicario Capitular de la archidiócesis, todavía vacante por el asesinato del cardenal, en la que exponía su deseo de recibir el subdiaconado, por sentirse llamado al estado sacerdotal (146). El Vicario, como era su obligación, pidió informes al Rector, quien contesta que el aspirante ha observado "buena conducta moral y religiosa, recibiendo con frecuencia el Sacramento de la Penitencia y diariamente el de la Comunión" (147).
El Subdiaconado se lo confirió don Miguel de los Santos el 14 de junio, en la iglesia del San Carlos (148).
Poco antes se había examinado de las asignaturas del quinto curso de Teología, obteniendo en todas ellas la nota de "meritissimus". En su expediente académico, ya completo, aparecen veinte asignaturas: dieciséis con la máxima calificación ("meritissimus"); dos con "benemeritus"; y "meritus" en Griego y Hebreo (149).
Ahora que era subdiácono, "se sentía ya ministro de Dios" (150). La cercanía al sacerdocio le llenaba de alegría. Pero, probablemente con este motivo, comenzaron a deteriorarse las relaciones del subdiácono con su tío Carlos. En un principio el arcediano le había acogido bajo su protección, ayudándole a ingresar en el San Carlos con media beca, invitándole con frecuencia a su casa, y prestándole otros pequeños servicios. Sin embargo, como advierte uno de los amigos íntimos de Josemaría, el sobrino "no pudo tener nunca unas relaciones muy cordiales con su tío" (151). Era éste uno de los parientes que criticaron el gesto heroico de don José, al desprenderse cristianamente, a raíz de la quiebra, de unos bienes familiares, colocando así a los Escrivá al borde de la pobreza. Al correr los años, el trato entre el arcediano y el seminarista se fue haciendo cada vez más difícil, porque Josemaría nunca se avino a secundar los planes que, respecto a su futura carrera, se había trazado mentalmente don Carlos.
Sixta Cermeño, casada con un primo de Josemaría por entonces residente en Zaragoza, explica que el arcediano, "conocedor de la importancia de su cargo en la diócesis, se consideraba un poco figura de relieve dentro de la familia y responsable de ella" (152). A esta figura de protector y consejero unía una concepción sobre la carrera eclesiástica muy dispar de la idea que el sobrino tenía del sacerdocio. El uno creía "haber llegado a la cumbre"; el otro "no tenía el menor interés en hacer carrera con el sacerdocio" (153).
En las vacaciones de verano preparó Josemaría los exámenes de la Facultad de Derecho. Era un buen puñado de asignaturas. El profesor Sánchez del Río relata los pormenores:
"Sería en el mes de septiembre del año 1923 ó 1924 cuando formé parte de los Tribunales que le examinaron de Derecho Canónico y de Derecho Romano (los exámenes de alumnos libres eran siempre con Tribunal). Ambos Tribunales los formamos D. Juan Moneva, D. José Pou de Foxá y yo. Recuerdo que, al empezar el examen de Canónico, D. Juan Moneva, catedrático de esa asignatura, se dirigió a él en latín preguntándole si quería hacer el examen en ese idioma; sin vacilar le contestó que sí y así lo hizo: sus contestaciones estuvieron muy bien, eran concretas y concisas; en un latín correcto respondía con rapidez, de forma breve y clara; fue un examen brillante. El examen de Romano puso de manifiesto la afición especial que tenía por esta disciplina" (154).
* * *
Al ir de visita a la basílica del Pilar tendría, frecuentemente, que guardar cola con los demás fieles, antes de besar el trozo de la columna al descubierto, desgastado por los labios de generaciones y generaciones de cristianos. Allí, en la Santa Capilla, repetía sus insistentes jaculatorias: Domine, ut sit!, ¡que sea eso que Tú quieres, que yo no sé qué es! Y lo mismo a la Santísima Virgen: Domina, ut sit! (155).
No contento con besar la columna, deseaba acercarse a la imagen. Según cuenta, meses antes se había valido de una treta para conseguirlo, porque no estaba permitido besar el manto con que revestían a la imagen nada más que a los niños o a las autoridades:
Como tenía buena amistad con varios de los clérigos que cuidaban de la Basílica, pude un día quedarme en la iglesia después de cerradas las puertas. Me dirigí hacia la Virgen, con la complicidad de uno de aquellos buenos sacerdotes ya difunto, subí las pocas escaleras que tan bien conocen los infanticos y, acercándome, besé la imagen de nuestra Madre (156).
En su habitación, en San Carlos, tenía el Inspector una reproducción en yeso de dicha imagen. No valía gran cosa. Provenía del familiar del Cardenal Soldevila, y a ella acudía pidiendo, de manera incesante, su mediación para que se realizara cuanto antes la Voluntad divina.
A una sencilla imagen de la Virgen del Pilar confiaba yo por aquellos años mi oración, para que el Señor me concediera entender lo que ya barruntaba mi alma. Domina! -le decía con términos latinos, no precisamente clásicos, pero sí embellecidos por el cariño-, ut sit!, que sea de mí lo que Dios quiere que sea (157).
Tan machacona era su oración, que terminó grabando la jaculatoria con la punta de un clavo en la base de la estatuilla. En Zaragoza quedó aquella imagen cuando Josemaría tuvo que salir de allí. Y no la volvió a ver hasta 1960, en Roma, cuando una de sus hijas en el Opus Dei le enseñó una estatua de la Virgen del Pilar, que había estado hasta entonces en casa de unos parientes suyos de Zaragoza. Se la enviaban -nos cuenta- porque había sido suya:
Padre, ha llegado aquí una imagen de la Virgen del Pilar, que tenía usted en Zaragoza. Le respondí: no, no me acuerdo. Y ella: sí, mírela; hay una cosa escrita por usted. Era una imagen tan horrible, que no me pareció posible que hubiese sido mía. Me la mostró y, debajo de la imagen, con un clavo, estaba escrito sobre el yeso: Domina, ut sit!, con una admiración, como suelo poner siempre las jaculatorias que escribo en latín. ¡Señora, que sea! Y una fecha: 24-5-924.
Y es que muchas veces, hijos míos, el Señor me humilla. Mientras a menudo me da claridad abundante, otras muchas veces me la quita, para que no tenga ninguna seguridad en mí. Entonces viene, y me ofrece una dedada de miel.
Yo os había hablado de esos barruntos muchas veces, aunque en ocasiones pensaba: Josemaría, eres un engañador, un mentiroso… Aquella imagen era la materialización de mi oración de años, de lo que os había contado tantas veces (158).

7. Muerte de don José

Con fecha de 27 de noviembre de 1924 recibió Josemaría un telegrama de su madre requiriendo su presencia en Logroño, pues el padre se hallaba gravemente enfermo. Tomó el tren de la tarde. En la estación de Logroño le esperaba Manuel Ceniceros, el ahijado del Sr. Garrigosa, que trabajaba como oficial en "La Gran Ciudad de Londres". Fue Manuel quien puso el telegrama, por encargo de doña Dolores (159); y por el tono del telegrama y la urgencia con que le comunicó la noticia el Presidente del Seminario, monseñor Miguel de los Santos Díaz Gómara, se enteró Josemaría del fallecimiento de su padre antes de salir de Zaragoza. Al entrar en casa vio el cadáver, ya piadosamente amortajado por la madre y la hermana. Descansaba en el suelo de la sala, sobre una colcha granate. Vació el hijo su pena con abundantes lágrimas; rezó con gran serenidad cristiana.
Le contaron lo sucedido. Por la mañana temprano, después del desayuno, estuvo don José jugando un rato con el pequeño Guitín. Se arrodilló un momento ante la imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa, de la que era muy devoto, y que la santera había traído, siguiendo el turno, a casa de los Escrivá. Se despidió para ir a la tienda, pero antes de llegar a la puerta le cogió un desmayo. Al sentirse mal dio un grito; se apoyó en la jamba de la puerta y cayó desplomado. Al ruido de la caída vinieron Carmen y doña Dolores. Le echaron en la cama y, dándose cuenta de lo grave de su estado, avisaron enseguida al médico y al párroco. Nada pudo hacer el médico. Dos horas más tarde, habiendo recibido los últimos sacramentos, moría sin volver en sí (160).
Esa mañana, a las nueve, se abría al público "La Gran Ciudad de Londres". Los dependientes estaban sorprendidos de que no hubiera llegado aún don José. Era insólito el retraso de un hombre de puntualidad matemática. El patrón, a impulsos de una corazonada, envió a Manuel a casa de los Escrivá, en la calle Sagasta, para que se enterase de si había ocurrido algo. Poco después moría don José (161).
Con el corazón partido de dolor confortó Josemaría a los suyos. Al pequeño Santiago, que iba camino de los seis años de edad, se le quedó muy grabado el gesto de su hermano cuando, ante el cadáver, prometió hacer las veces de padre para con ellos. ("Delante de mi madre, hermana y de mí dijo -son las palabras que recuerda- que no nos abandonaría nunca y cuidaría de nosotros") (162).
Inmediatamente se encargó de los preparativos de entierro y funerales: ataúd, exequias, sepultura y otros gastos mortuorios. Pero la familia no disponía de ahorros suficientes. En tan amargo trance, Josemaría tuvo que acudir a don Daniel Alfaro, un capellán castrense conocido de la familia. Le quedó reconocido para siempre por su caritativo préstamo. Pronto le devolvió el dinero, pero nunca dejó de encomendarle, por gratitud, en las misas que celebró; por unos años, en el memento de vivos y, más tarde, en el de difuntos (163).
Velaron el cadáver toda la noche. Allí estaban las amistades de Logroño y los conocidos de don José. Faltaban los parientes.
Al día siguiente fue el entierro. Antes de cerrar la caja, retiró Josemaría el crucifijo que tenía entre sus manos el difunto: una cruz pobre y gastada, que había pasado antes por las manos de la abuela Constancia (164).
La comitiva atravesó el puente, camino del cementerio. Josemaría iba delante, solo, separado del séquito, como único pariente del muerto. En casa habían quedado la madre y la hermana, pues no era costumbre que las mujeres de la familia fuesen en los entierros. Junto a la tumba se rezó el último responso; y, a continuación, don Daniel Alfaro, a petición de Josemaría, rezó otro más.
Bajaron la caja a la fosa. Echó el hijo el primer puñado de tierra. El sepulturero le entregó la llave con que habían cerrado el ataúd. Regresaron a Logroño y, en el camino de vuelta, al cruzar el puente sobre el Ebro, el huérfano meditaba su desamparo. Echó mano al bolsillo y sacó la llave del ataúd. Con decisión, como arrancándose de lo que podría representar un simbólico apegamiento, contrario a su vocación, tiró la llave al río. ¿Para qué quiero -se decía para sus adentros- conservar esta llave, que puede ser para mí como una ligadura? (165).
Siguieron días de luto e intimidad familiar. Casualmente, el primero de diciembre se hizo el empadronamiento municipal del vecindario. Tal vez no haya documento más sencillamente elocuente del cambio sufrido en el domicilio de los Escrivá que la firma de la hoja del empadronamiento por "el cabeza de familia": "Dolores Albás, Viuda de Escrivá" (166).
Aunque oficialmente apareciese la viuda como cabeza de familia, fue el hijo mayor quien se hizo cargo de todos, decidiendo que, pasadas unas semanas, cuando consiguiera alquilar una casa en Zaragoza, se irían a vivir con él. De la noche a la mañana le cayó al joven seminarista la pesada carga de tener que sostener económicamente a la familia. Las esperanzas puestas en el hermano pequeño, cuya existencia había pedido al Señor para que le reemplazase, porque él pensaba hacerse sacerdote, se habían venido abajo. Ahora tendría que hacer de padre, más que de hermano mayor de Santiago (167).
Examinó su situación. Era subdiácono y, como tal, atado por unos compromisos adquiridos para con la Iglesia, entre ellos el dedicarse en celibato al servicio de Dios. Así y todo, le era factible conseguir una dispensa del celibato. ¿Quién iba a extrañarse de ello en vista de sus nuevas obligaciones? Sin embargo, a pesar de la reciente desgracia, se sintió interiormente fortalecido, como más confirmado aún en su vocación. Su confianza ilimitada en la Providencia daba por enteramente resuelto el problema. Si la muerte del padre hubiera sucedido antes del subdiaconado, ¿no se habría planteado tal vez la duda de si seguir o no hasta el sacerdocio? (168).
Ahora, en contrapartida a esta nueva desgracia familiar, se le mostraba con mayor transparencia el sentido de su vida y la mano de Dios, que le acompañaba a través del sufrimiento. Por la vía del dolor se le despojaba de afectos humanos, de recursos materiales y de cuanto pudiera significar un apoyo en el futuro. Ante sus ojos desfilaban las tres hermanitas muertas en Barbastro, la quiebra del negocio de su padre, las estrecheces económicas, y la familia huérfana a su cargo. Todo ello formaba parte de la historia de su alma, que el Señor estaba forjando a golpe de desdichas en el ambiente familiar:
Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para darme a mí, que era el clavo -perdón, Señor-, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna (169).
Don José murió consumido por el trabajo y las preocupaciones; de él aprendió el hijo algo que nunca olvidaría:
Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí, porque después he sentido tantas veces que me faltaba la tierra y que se me venía el cielo encima, como si fuera a quedar aplastado entre dos planchas de hierro.
Con esas lecciones y la gracia del Señor, quizá haya yo perdido en alguna ocasión la serenidad, pero pocas veces […].
Mi padre murió agotado. Tenía una sonrisa en los labios y una simpatía particular (170).
Reconocía el papel desempeñado por sus padres dentro de los planes divinos, y la ejemplaridad de sus virtudes. La figura de don José -paciente y sereno ante la adversidad, olvidado de sí mismo en servicio del prójimo- creció santamente en la memoria del hijo, envuelta en algo más que el cariño filial:
¡Logroño! -escribía en carta del 9-V-1938-. Recuerdos muy íntimos: en aquel camposanto están los restos de mi padre, que para mí -por muchas razones- son reliquias: confío en rescatarlos algún día (171).

8. La primera misa

Dos semanas antes de la muerte del padre, Josemaría había solicitado recibir el diaconado, por sentirse llamado al estado sacerdotal (172). Y, poco después, al tiempo de la defunción de don José, el Secretario de Cámara del arzobispado preparaba la requisitoria para Órdenes, que el Vicario Capitular envió con fecha 5 de diciembre a la diócesis de Calahorra-La Calzada. Tanto el párroco de Logroño, don Hilario Loza, como el presbítero castrense don Daniel Alfaro, y otros testigos, hicieron las declaraciones pertinentes sobre la conducta y buena fama del subdiácono. Cumplimentados los papeles, el 20 de diciembre, don Miguel de los Santos confería a Josemaría el Sagrado Orden del Diaconado en la iglesia de San Carlos (173).
Es muy probable que pasara unos días en Logroño antes de volver al San Carlos a recibir el diaconado, pues Paula Royo recuerda las incidencias que con buen humor le contaba Josemaría sobre la búsqueda de casa en Zaragoza (174). La situación familiar aconsejaba, evidentemente el traslado. Dentro de unos meses se ordenaría sacerdote, permaneciendo incardinado en Zaragoza; económicamente le era imposible mantener dos casas y, además, se le hacía intolerable estar lejos de los suyos, en las nuevas circunstancias.
La casa que, con carácter provisional, alquiló Josemaría era un tercer piso de una vivienda estrecha y ahogada de la calle Urrea. De allí se trasladaron, semanas más adelante, a un modesto piso de la calle Rufas, nº 11 (175).
Las relaciones de doña Dolores con algunos parientes de su familia, que no habían sido del todo cordiales hasta ese momento, empeoraron a raíz de la muerte de don José, volviéndose frías y tirantes. Ese brusco cambio se produjo cuando los Escrivá decidieron trasladarse a Zaragoza. No es muy de extrañar la reacción de don Carlos, autoritario y pagado de su preeminencia eclesiástica. No había asistido siquiera a los funerales de su cuñado en Logroño, pero se indignó vivamente al saber que pronto aparecerían los Escrivá en Zaragoza. Según dice Pascual Albás, uno de los sobrinos, los hermanos de doña Dolores pensaron incluso en pasarle una pequeña cantidad, en concepto de pensión, si se quedaba en Logroño. Opinaba también el arcediano que "lo que debía hacer Josemaría era dejar cualquier otro estudio, ordenarse y situarse, y mantener a su madre y hermanos", cuenta Sixta Cermeño (176).
Quizás existiese, en el fondo, una cuestión de vanidad o de mundana vergüenza, por parte de los tíos, a tener que convivir socialmente con unos parientes venidos a menos. Y, para terminar de envenenarlo, una sobrina que vivía con el arcediano, llamada Manolita, consiguió enemistar definitivamente al tío con el sobrino (177). Esto ocurrió cuando, a poco de instalarse los Escrivá en Zaragoza, se produjo un grave incidente familiar. Josemaría, acompañado de su hermana Carmen, fue, con la mejor de las intenciones, a visitar al tío Carlos. El arcediano, como primer saludo de bienvenida, les soltó unas frases destempladas y más que groseras. Palabras que, a un buen entendedor, venían, más o menos, a decir:
- "¿Qué demonios habéis venido a hacer en Zaragoza?, ¿airear vuestra pobreza?"
Carmen, sin dignarse dirigirle la palabra, dijo a su hermano:
- "Josemaría, vámonos de aquí que en esta casa no estamos bien vistos".
El arcediano ni se volvió atrás ni dio excusas por unos insultos que equivalían a un bofetón (178). No se quejó Josemaría del trato recibido. En varias ocasiones intentó acercarse a don Carlos, sin resultado. Solamente los hechos luctuosos de la guerra hicieron olvidar al arcediano los viejos prejuicios. A comienzos de los años cuarenta el sobrino fue a visitar a don Carlos a Zaragoza. "No quería que pensasen -refiere una persona que le acompañaba-, que había guardado algún resentimiento" (179). Salió contento de la visita; no era él quien había cambiado sino el tío. Los sentimientos de Josemaría para con el hermano de su madre fueron siempre de una excepcional caridad. Cuando recibió noticia de la muerte de don Carlos, se apresuró a escribir unas breves líneas a sus hermanos, Carmen y Santiago, con fecha de 6-I-1948:
He sabido la muerte de D. Carlos: os pido que ofrezcáis sufragios por su alma; puesto que se portó tan mal con mamá y con nosotros, entiendo que estamos más obligados a encomendarle. Si lo hacéis así, daréis gusto a Dios nuestro Señor, y yo os lo agradeceré (180).
(La noticia era, sin embargo, equivocada. Su tío moriría dos años más tarde).
* * *
La familia se hizo a la nueva vida sin lamentaciones. Los parientes mejor acomodados no les prestaron ninguna ayuda. A poco de trasladarse a la calle Rufas, un sobrino de doña Dolores, que trabajaba en la sucursal de un banco, se fue a hospedar con ellos, lo que supuso un tanto de alivio económico, pues pagaba treinta duros al mes como pensión (181).
Sus obligaciones como Inspector, y la asistencia a los oficios de la iglesia de San Carlos como diácono, retenían a Josemaría fuera del hogar. Del ejercicio de su diaconado le quedaron impresas emociones indelebles. Era tal el ansia con que había esperado esos momentos, tan grande era el respeto a Jesús Sacramentado que, al tocar la Sagrada Forma, le temblaban las manos y hasta el cuerpo entero. La primera vez que le ocurrió esto fue en una Exposición solemne, al tener que colocar el viril en la custodia. Entonces pidió interiormente al Señor que nunca se acostumbrase a tratarle. Hasta el final de su vida perduró el impacto de aquel dichoso encuentro; y en 1974 confesaba que todavía le temblaban a veces las manos, como la vez primera (182). En San Carlos impartía la comunión a los fieles, entre ellos a su madre:
En esta casa de San Carlos he recibido yo la formación sacerdotal -comentaría años después-. Aquí, en este altar, yo me acerqué tembloroso para coger la forma sagrada y dar por primera vez la Comunión a mi madre. No imagináis… Voy de emoción en emoción (183).
Soñando con su sacerdocio se le hacían largas las fechas. Solamente tenía veintitrés años, por lo que tuvo que solicitar dispensa pontificia por defecto de edad canónica. El 20 de febrero de 1925 le llegó la respuesta positiva de Roma (184); y el 4 de marzo elevó instancia al Vicario Capitular, en la que exponía:
Que deseando recibir el Sagrado Orden del Presbiterado, en las próximas Témporas de la quinta semana de Cuaresma, por sentirse llamado por Dios al estado sacerdotal
Suplica a V.S. Ilma. se digne concederle las oportunas letras dimisorias, previos los requisitos exigidos por los Sagrados cánones (185).
La tramitación se hizo de acuerdo con los requisitos canónicos y con cierta urgencia, pues el Sábado de Témporas caía ese año el 28 de marzo. Los documentos del expediente comienzan con el examen de suficiencia en el Real Seminario de San Carlos, la carta requisitoria del Vicario a la diócesis de Calahorra, las amonestaciones públicas en Logroño, y la respuesta del párroco de Santiago el Real, completada con cuatro informaciones bajo juramento, dictaminando que "don José María Escrivá Albás es digno de ser admitido a lo que pretende". Este último documento, datado en Logroño el 23 de marzo, se expedía luego a Calahorra, desde donde, aprobadas las diligencias, se devolvieron los papeles a la Secretaría de Cámara y Gobierno del Arzobispado de Zaragoza (186).
El Sábado de Témporas, 28 de marzo de 1925, se celebró en la iglesia de San Carlos la ceremonia de la ordenación sacerdotal, confiriéndole el presbiterado don Miguel de los Santos Díaz Gómara (187).
El ordenado siguió con los cinco sentidos las ceremonias litúrgicas: la unción de las manos, la traditio instrumentorum, las palabras de la consagración… Emocionado y confuso ante la bondad del Señor, tuvo en nada las dificultades pasadas desde el día de su llamamiento, dando gracias como un tierno enamorado (188).
Hizo los preparativos de su primera Misa. No cabía calificarla de solemne; iba a ser una misa rezada, el lunes de la Semana de Pasión, con ornamentos morados y ofrecida en sufragio por su padre. El recién ordenado envió recordatorios a muy pocas personas, a causa del luto. Celebrarían la fiesta en la intimidad. Unas estampas de Nuestra Señora llevaban impreso por detrás el texto del recordatorio:
"El Presbítero
José María Escrivá y Albás
celebrará su primera Misa en la Santa y Angélica Capilla del Pilar de Zaragoza, el 30 de Marzo de 1925, a las diez y media de la mañana, en sufragio del alma de su padre D. José Escrivá Corzán, que se durmió en el Señor el día 27 de Noviembre de 1924.
A.M.D.G.
Invitación y recuerdo" (189).
No le había sido fácil conseguir que le cediesen la Santa Capilla; pero su vivo deseo era celebrar allí, en el lugar que visitaba a diario y donde clamaba su Domina, ut sit! Por lo demás, la misa fue más dolorosa de lo que el celebrante podía prever, aunque escondiera la memoria y circunstancias del acto en una frase muy simple: en la Santa capilla ante un puñado de personas, celebré sin ruido mi Primera Misa (190).
Su hermano Santiago, que contaba seis años, recuerda la sencillez de la ceremonia y la escasa compañía: "fue Misa rezada, a la que asistimos mi madre, mi hermana Carmen, yo y pocos más". Su prima, Sixta Cermeño, hace una relación más explícita:
"Mi marido y yo fuimos los únicos de la familia Albás que, acompañando a su madre, asistimos a aquella Primera Misa […].
Estábamos la madre de Josemaría -la tía Lola-, su hermana, el chico -que tendría entonces seis años-, nosotros -mi marido y yo-, dos vecinas de Barbastro que se llaman las de Cortés y eran íntimas amigas de su hermana Carmen -tendrían la misma edad que ella- y alguien más que yo no conocía: me parece recordar a dos o tres sacerdotes y posiblemente estarían también algunos amigos de la Universidad o del Seminario. Es difícil decirlo porque es sabido que aquella Capilla del Pilar está siempre llena de gente" (191).
Con las ausencias de los sacerdotes de la familia de doña Dolores, el corto número de los allí presentes daba impresión de soledad. "Sus tíos Carlos, Vicente y Mariano Albás -refiere Amparo Castillón- no estuvieron en su primera misa, en 1925, a la que yo asistí y me di cuenta que estaba muy solo" (192).
El Rector, don José López Sierra, añade que dos sacerdotes amigos de la familia hicieron de padrinos de altar y, movido de patetismo, describe la escena en la Santa Capilla: la madre estaba "hecha un mar de lágrimas, que a veces parecía desmayarse", mientras de rodillas, "sin pestañear siquiera, inmóviles toda la misa, contemplábamos los ademanes sagrados de aquel ángel en la tierra" (193).
La emoción de doña Dolores, que se había levantado enferma esa mañana, se avivaba al considerar los muchos sacrificios que ella y su marido habían pasado para ver la ceremonia a la que asistía. Este pensamiento debió de cruzar por la mente de su sobrina, Sixta Cermeño, allí presente, cuando dice recordar que, "junto a la intimidad del momento, había una nota triste" y que la madre lloraba, "posiblemente porque recordaba la reciente pérdida de su marido" (194).
El nuevo presbítero tenía la ilusión filial de que su madre fuese la primera persona que recibiera de sus manos una de las Formas por él consagradas. Se vio privado de esa alegría. Una señora se adelantó a doña Dolores para arrodillarse en el reclinatorio cuando iba a repartir la comunión, por lo que el sacerdote se vio obligado a dar de comulgar primero a esa buena mujer, para evitar un desaire (195). Acabada la misa hubo un besamanos, los parabienes de costumbre en la sacristía, y la despedida del pequeño grupo de asistentes. De aquella primera misa guardó Josemaría un sabor de sacrificio. Se la imaginaba como una estampa del dolor, con su madre vestida de luto (196).
Sobre el altar, al celebrar la Santa Misa ejerce el sacerdote su ministerio litúrgico del modo más excelso. Allí se inmola aquella misma Víctima que se ofreció en la Cruz para redimir a toda la humanidad. Josemaría, identificado personal y definitivamente con Cristo en virtud del sacramento del Orden, hizo del Sacrificio Eucarístico el centro de su vida interior. Y, así como la víspera de su primera Comunión había recibido como recordatorio la dolorosa caricia de una quemadura provocada por un descuido del peluquero, así también ahora le quedó impreso en la memoria el sacrificio de una piadosa ilusión: dar de comulgar a su madre, antes que a ninguna otra persona, en su primera misa. El Señor, claramente, le atraía más y más hacia la Cruz con estas pequeñas muestras de predilección.
En el piso de la calle Rufas estaban invitados a comer los sobrinos de doña Dolores, las dos amigas de Carmen venidas de Barbastro y alguna otra persona de confianza. El modesto agasajo combinaba la pobreza y el buen gusto. El ama de casa había preparado un excelente plato de arroz (197).
Cuando terminaron de comer, el sacerdote se retiró a su cuarto. Le acababan de notificar su primer nombramiento en la carrera eclesiástica. Repasó los sucesos de los últimos meses y los recientes golpes de la jornada. Razón tenía para pensar que el Señor continuaba el consabido martilleo: una en el clavo y ciento en la herradura. Desconsolado y sollozando protestaba filialmente al Señor: ¡Cómo me tratas, cómo me tratas! (198).