El Fundador del Opus Dei
Los primeros centros de la Obra
1. Una "prueba cruel"
2. La Academia DYA
3. El Rector de Santa Isabel
4. La Academia-Residencia de Ferraz
5. "Padre, maestro y guía de santos"
6. El apostolado con mujeres
7. Escritos de formación
8. Preparativos de expansión: Madrid, Valencia, París
Desde el punto en que comenzaron a reunirse en Martínez Campos, vio don Josemaría que el piso se les iba a quedar pequeño y que era preciso disponer de una academia, para el desarrollo de las actividades de San Rafael y de San Gabriel (1). Necesitaba gente y necesitaba dinero; se lanzó a buscarlos. En marzo de 1933 apalabraba a los primeros profesores de la futura academia. Cuando consiguió el segundo, escribía con desbordante optimismo:
Con éste y con Rocamora y con otros que, de seguro, me mandará el Señor, podremos comenzar la parte de la Obra encomendada a S. Gabriel y S. Pablo (2).
El primero de junio aparecieron por Madrid los dos miembros de la Obra que trabajaban en Andalucía: Isidoro Zorzano y José María G. Barredo. Su llegada significó el disponer de colaboradores para un nuevo esfuerzo: Se trató de la Academia. Hasta buscaron pisos. Se trabaja y, dentro de este verano, será un hecho, para comenzar en octubre. Al anotar esas palabras se le deslizó una consideración que, en el fondo, es indicio "despersonalizado" de que había estado derrochando sus energías y de que le acechaba el desgaste físico:
El trabajo rinde tu cuerpo y no puedes hacer oración. Estás siempre en la presencia de tu Padre. Como los niños chiquitines, si no puedes hablarle mucho, mírale de cuando en cuando… y él te sonreirá (3).
El empeño de empezar la academia le metía con tal intensidad en el trabajo que un rato dedicado a la lectura del periódico bastaba para provocarle remordimientos:
He pasado ratos de verdadera pena, de dolor intenso, al ver mi miseria por una parte, y por otra la necesidad y urgencia de la Obra. He tenido que interrumpir mis lecturas […]. Me hacía vibrar de indignación conmigo mismo, pensar que he perdido y pierdo el tiempo… ¡el tiempo de mi Padre Dios! (4).
¿Perdía el tiempo?
Se hace tarde -escribe en sus Apuntes-. Son las doce menos veinte y aún quedan cosas por anotar. Por hoy, la última catalina: ayer tiré al velógrafo una cuartilla, pidiendo oración y expiación, a fin de obtener luces del Señor: para que yo saque tiempo y ordene con brevedad y acierto todo lo referente a la organización de la Obra, tal como Dios lo quiere (5).
El verse obligado a dar clases particulares era cosa que deseaba evitar, en lo posible. ¿Cómo recuperar esas horas? ¿Por qué no daba Dios tranquilidad e independencia económica a los suyos, de modo que él pudiera ocuparse exclusivamente de la Obra? Sin embargo, es un hecho cierto, y archicomprobado, que el Señor venía siempre en socorro del hogar de doña Dolores. Lo extraordinario de esas intervenciones es que se hacían, justamente, en el último momento y de tal manera que quedaba remediada la familia, renaciendo la tranquilidad de ánimo; pero sin sacarles nunca de los aprietos económicos. El tono pudoroso con que se trataba a la pobreza en casa de los Escrivá hacía poco menos que imposible adivinar las necesidades que padecían:
Dios, mi Padre y Señor, suele darme alegría en medio de la pobreza total en que vivimos. A los demás de casa, excepto algún pequeño rato, también les da esa alegría y esa paz (6).
El Fundador estaba acostumbrado a las intervenciones inesperadas de la Providencia, en caso de extremas dificultades económicas. Como cabeza de familia, junto con la misión recibida de Dios, tenía que ocuparse al mismo tiempo de mantener a los suyos (7).
* * *
No habían transcurrido siete meses desde su estancia en Segovia, cuando su espíritu de nuevo reclamaba soledad: - Cada día siento más la necesidad de retirarme durante una temporada, para llevar vida exclusivamente de contemplación: Dios y la Obra y mi alma (8). De modo que, una vez arregladas las cosas con los Redentoristas de la calle Manuel Silvela, fue al convento, para hacer un retiro por su cuenta. Era el 19 de junio de 1933. Todo discurría con tranquilidad, hasta que un día se armó en la calle un escándalo feroz. Un grupo de mozalbetes, estacionados junto a la verja de entrada y provistos de una lata de combustible, amenazaban con incendiar el convento. El ejercitante se asomó a la ventana al oír la gritería y volvió a recogerse en silencio, viendo que el hermano portero estaba alerta y armado de una tranca respetable (9).
En el fondo, esta anécdota, tan puntualmente descrita, no es más que una ligera digresión, que medio encubre lo ocurrido al sacerdote el día antes, el 22 de junio, jueves, vísperas del Sagrado Corazón, cuando escribe con sencilla entereza: sentí la prueba cruel que hace tiempo me anunciara el P. Postius (10).
(El padre Postius, religioso claretiano que tomó por confesor durante los meses en que el padre Sánchez anduvo escondido, le había anunciado una fuerte prueba. Sobre ello escribió una catalina: - El P. Postius, con quien vengo confesándome desde que se escondió el P. Sánchez, al ponerse en vigor el decreto de disolución de la Compañía, me dijo también que llegará tiempo en que la prueba consista en no sentir este sobrenatural impulso y amor por la Obra (11).
Esa dolorosa prueba sería producto de un no sentir la divinidad de su Obra (12). De esto hacía ya año y medio; y el sacerdote guardaba, posiblemente, leve recuerdo del aviso).
La tarde del jueves, víspera del Sagrado Corazón, meditaba don Josemaría sobre la muerte. Si le llegara en aquel instante, ¿cuáles eran sus disposiciones?, ¿qué podría arrebatarle? Se examinó y se halló desprendido de todo, o de casi todo: - Hoy no creo que estoy apegado a nada. Si acaso -se me ocurre- al cariño que tengo a los muchachos y a mis hermanos todos de la Obra. Y rogaba a Dios que, cuando viniese la muerte, para llevarle ante su presencia, no le encontrase atado a cosa alguna de la tierra (13).
Esa misma tarde le sobrevino la prueba suprema del desprendimiento. Era como si el Señor, por breves instantes, le arrebatase la luz clara del 2 de octubre de 1928, dejándole flotar entre los pensamientos adversos que asaltaron su mente. El Fundador narra así su congoja:
A solas, en una tribuna de esta iglesia del Perpetuo Socorro, trataba de hacer oración ante Jesús Sacramentado expuesto en la Custodia, cuando, por un instante y sin llegar a concretarse razón alguna -no las hay-, vino a mi consideración este pensamiento amarguísimo: "¿y si todo es mentira, ilusión tuya, y pierdes el tiempo…, y -lo que es peor- lo haces perder a tantos?" (14).
Un repentino vacío sobrenatural, una suprema angustia, le anegó de amargura el alma (Fue cosa de segundos -dice-, pero ¡cómo se padece!) Entonces, con un arranque de desprendimiento, ofreció al Señor, de raíz, su voluntad. Le ofreció desprenderse de la Obra, caso de que fuera un estorbo:
- Si no es tuya, destrúyela; si es, confírmame.
Así, anonadando toda posible vacilación, arrancándose la promesa recibida sobre la inmortalidad de la Obra, entregaba en sacrificio, como Abrahán, la criatura que venía gestando desde el 2 de octubre de 1928. Entregaba también las esperanzas de los diez años anteriores, desde que en Logroño comenzó a suplicar: Domine, ut sit! Inmediatamente -añade don Josemaría- me sentí confirmado en la verdad de su Voluntad sobre su Obra (15).
* * *
Meditando durante el retiro hizo una lista de lo que denominaba sus pecados actuales: - Desorden. Gula. La vista. El sueño (16).
¿En qué consistía ese desorden? Según se lee en una nota redactada al final del retiro, titulada Acción inmediata, el remedio al desorden era abandonar toda actividad que no estuviera directamente encaminada al servicio de la Obra:
Debo dejar toda actuación -escribe-, aunque sea verdaderamente apostólica, que no vaya derechamente dirigida al cumplimiento de la Voluntad de Dios, que es la O. Propósito: He llegado a confesar semanalmente en siete sitios distintos. Dejaré esas confesiones, excepto los dos grupitos de muchachas universitarias (17).
No es difícil sacar la cuenta de los sitios donde confesaba regularmente, todas las semanas. A saber: asilo de Porta Coeli, Colegio del Arroyo, a los chicos de la Ventilla, en la Institución Teresiana de la calle Alameda, en la Academia Veritas de la calle de O'Donnell, a las niñas del Colegio de la Asunción y a los fieles de la iglesia de Santa Isabel. Todo ello sin mencionar los enfermos y moribundos de los hospitales (18). En Santa Isabel se metía a primera hora en el confesonario, temprano. Y todas las mañanas, en medio de una confesión o de la lectura del breviario, oía abrirse violentamente la puerta de la iglesia y, a continuación, un estrépito de ruidos metálicos, seguido de un portazo. Curioso por saber de qué se trataba, porque no veía la puerta desde el confesonario, se apostó un día a la entrada de la iglesia. Al abrirse ruidosamente la puerta se dio de cara con un lechero, cargado con sus cántaras de reparto. Le preguntó qué hacía.
- Yo, Padre, vengo cada mañana, abro […] y le saludo: "Jesús, aquí está Juan el lechero".
El capellán se quedó cortado, y se pasó aquel día repitiendo su jaculatoria: - Señor, aquí está este desgraciado, que no te sabe amar como Juan el lechero (19).
En cuanto al pecado de gula, ¿qué entendía por tal don Josemaría? ¿Acaso se refería a que, para mejorar la comida y levantar el ánimo de los comensales, llevaba a casa, en raras ocasiones, algún postre? Mi gula andaba por medio (20), comenta, pues le gustaba el dulce. Pero, ¿qué podía decir del hambre que le impulsaba -son sus propias palabras- a comer demasiado pan, hasta el punto de creer que peco de gula comiendo pan, que además me engorda mucho y me sienta mal para la digestión (21)?
Es evidente que, con sus insatisfechas exigencias de mortificación, su conciencia se encontraba allende las fronteras de la gula y del hambre. En esos días de retiro escribió una nota a su confesor, en la que se lee: Me pide el Señor indudablemente, Padre, que arrecie en la penitencia. Cuando le soy fiel en este punto, parece que la Obra toma nuevos impulsos (22). Resultaba así que el vigor apostólico de la Obra se rehacía a costa de las penitencias redobladas del Fundador.
Su capacidad de trabajo, y sus ansias de trabajar, le llevaban al agotamiento. Y, contra las delicias del sueño, que le reclamaba de madrugada, se servía de estratagemas:
Me encuentro tan inclinado a la pereza -anotaba para conocimiento de su confesor-, que, en lugar de moverme a levantarme a mi hora por la mañana el deseo de agradar a Jesús, -no se ría- he de engañarme, diciendo: "después te acostarás un ratito durante el día". Y, cuando antes de las seis camino hacia Santa Isabel, bastantes veces me burlo de ese peso muerto que llevo y le digo: "borrico mío, te fastidias: hasta la noche, no vuelves a acostarte" (23).
En fin, por lo que se refiere a la vista, su audaz y titánico propósito de No mirar, ¡nunca! estaba, indudablemente, resguardado por una exigente finura de conciencia, que imponía continuas renuncias a sus sentidos.
* * *
Pocos meses antes, en el "Boletín Oficial del Obispado de Madrid-Alcalá" se había publicado una Circular de don Leopoldo Eijo y Garay por la que se anunciaba que, a partir del 1º de abril de 1933, se extinguían las Jurisdicciones castrense y palatina. Los lugares, personas y cosas sometidos a esta última pasaban "a depender únicamente de los Ordinarios diocesanos respectivos con arreglo a las normas del Derecho Canónico" (24).
La primera noticia que tuvo de ello el capellán de Santa Isabel fue el 23 de marzo, como registra en sus Apuntes:
Va a desaparecer la jurisdicción palatina. Esta mañana estuve con D. Pedro Poveda y me dijo que hablará con el Sr. Morán y que continuaré yo en Sta. Isabel como hasta aquí. Me da lo mismo. Soy hijo de Dios. El se preocupa de mí. Quizá se ha cumplido ya mi misión en este sitio (25).
Es muy probable que esa primera noticia le viniese a través de don Pedro Poveda, secretario del Patriarca de las Indias, pues fue él quien le aconsejó que fuese a saludar al Vicario General de Madrid, don Francisco Morán, para exponerle su situación en el Patronato de Santa Isabel. El Vicario era la mano derecha de don Leopoldo y había oído hablar de don Josemaría desde que obtuvo sus primeras licencias en Madrid, a petición de doña Luz Casanova. Pero no se habían tratado personalmente, hasta que un día, allá por enero de 1931, se encontraron en el metro, codo con codo. Quedaron en charlar al día siguiente en el Vicariato, donde se le dieron a don Josemaría toda clase de facilidades para renovar las licencias ministeriales (26).
Del alto aprecio en que le tenía don Francisco Morán da idea lo sucedido en la Comisión de Rectores de la extinguida Jurisdicción Palatina, al celebrar sesión el 29 de abril de 1933:
Fui a ver a D. P. Poveda, tan bueno, tan hermano siempre conmigo, y me dijo que ayer se reunieron los Rectores de todos los Patronatos que han pasado a la jurisdicción ordinaria. Y sucedió que, como trataran del personal, el Sr. Vicario de Madrid (Morán), que presidía, hizo de este pobre borrico un elogio tal que D. P. Poveda se quedó encantado. Cuando salí de la Institución Teresiana y cogí el 48, ¡qué vergüenza, qué pena más honda me hizo sentir el Señor, por esos elogios del Vicario! (27).
* * *
Cuando don Josemaría terminó sus ocho días de retiro espiritual en el convento de los Redentoristas, los jóvenes universitarios habían pasado los exámenes y preparaban sus vacaciones veraniegas. Antes de que se dispersasen aprovechó la última reunión con ellos para darles unos consejos y recomendaciones. Después, en medio del verano, con la gente fuera de Madrid, el sacerdote se sintió muy solo: ¡Qué solo me encuentro, a veces! -anota el 12 de agosto-. Es necesario abrir la Academia, pase lo que pase, a pesar de todo y de todos (28).
El 15 de agosto se interrumpen las catalinas. Pero una carta fechada en Fonz, el 29 de agosto, y dirigida a Juan J. Vargas, nos da noticia de su paradero:
- Sólo dos líneas -dice su primer párrafo-. Es la noche del 29 al 30, y estoy velando a mi tío, que continúa grave, pero resistiendo con su naturaleza de acero (29).
Con motivo de la enfermedad de su tío paterno, mosén Teodoro, don Josemaría hizo dos viajes a Fonz acompañado del resto de la familia. Con ello sufrieron un parón las gestiones para poner en marcha la academia. Ya de vuelta a Madrid, considerando un nuevo aniversario de la fundación, don Josemaría experimentó urgencias apostólicas, como se ve por el curso de las catalinas:
1-X-1933: Mañana, cinco años desde que vi la O. ¡Dios mío, cuánta cuenta me pedirás! ¡Qué falta de correspondencia a la gracia! (30). 6-X-1933: No pierdo la paz, pero hay ratos en que me parece que me va a explotar la cabeza, tantas cosas de gloria de Dios -su O.- bullen en mí, y tanta pena me da ver que no comienzan a cristalizarse todavía en algo tangible (31). 18-X-1933: Me duele la cabeza. Sufro, por mi falta de correspondencia y porque no veo moverse a la O. (32).
El 26 de octubre preparó una nota para su confesor. En ella examinaba brevemente las causas de su impaciencia, dejando entrever un latigazo de desaliento ante la lenta marcha de la Obra:
Me tortura, hasta dolerme la cabeza, el pensamiento de que dejo incumplida esa Voluntad: 1/ por el desorden de mi vida interior […] 2/ porque no atiendo -no llego, no puedo abarcar más- a los muchachos que han venido a nosotros, traídos por El (33).
Entraba el mes de noviembre y todavía no había encontrado la gente de la Obra un local a propósito para la academia:
Estos días, ¡otra vez!, andamos buscando piso. ¡Cuántos escalones, y cuántas impaciencias! El me perdone (34).
El 4 de noviembre, Ricardo, el estudiante de Arquitectura al que había regalado una "Historia de la Sagrada Pasión", con la dedicatoria de buscar, encontrar y amar a Cristo, fue de visita al piso de Martínez Campos. Don Josemaría le habló de la Obra. Le explicó, claramente, que Dios Nuestro Señor quería que ese designio del Cielo, de que le estaba hablando, se realizara en la tierra; y que tenía carácter universal. Era para todo el mundo y para todos los tiempos. Para llevarlo a cabo se necesitaba un grupo de amadores de Cristo que santificasen su trabajo en medio del mundo y estuvieran enclavados en la Cruz. Entusiasmado, cuenta Ricardo, "le dije simplemente: - yo quiero ser "eso", porque ni siquiera sabía cómo se llamaba "eso", que era la Obra de Dios" (35). A partir de aquel momento el sacerdote tenía un colaborador más en la instalación de la academia:
Día 13 de noviembre de 1933 […]. Estos días andamos a vueltas con los muebles, para el piso. Se encargó de comprarlos Ricardo F. Vallespín. Vino Isidoro, porque se hace el contrato a su nombre, y -siempre me quedo solo- a pesar de su venida, he de arreglar yo esa cuestión (36).
En diciembre comenzó don Josemaría un nuevo cuaderno de Apuntes con la siguiente noticia: En primer lugar, que se bendijo la Casa del Ángel Custodio. El día de la Inmaculada, improvisadamente, obsequiamos de ese modo a nuestra Madre […]. ¡Qué entusiasmo en nuestros chicos para arreglar la casa! (37).
Y el día 30 de diciembre anotaba con secreto gozo: Esta es la primera catalina que escribo en la dirección de la academia "DYA", que es nuestra casa del Ángel Custodio (38).
Por fin tenía la tan soñada Academia, a la que denominó DYA (Dios y Audacia). Nombre que, de un tiempo a esta parte, había reservado para la primera editorial que promoviesen; pero se le adelantó la Academia. Ese nombre coincidía, además, con las iniciales de Derecho y Arquitectura (DYA), que eran materias de las que darían allí clase. Don Josemaría hizo un dibujo de la placa de metal que colocarían en la puerta. Isidoro se encargó de mandarla fundir en un taller de Málaga (39).
El piso de la calle Luchana, número 33, que ocupaba la Academia, contaba con muy pocas habitaciones. Así y todo, era un centro cultural donde los estudiantes asistían a clases o conferencias. De hecho, era algo más que un centro académico, era un lugar de formación cristiana de jóvenes universitarios, que podían también charlar y dirigirse con el sacerdote. Don Josemaría aspiraba a que aquello funcionase como un hogar; pensamiento que plasmó en estas palabras: Para los de S. Rafael, la academia no es la academia. Es su casa (40).
También había escrito, anticipadamente: Haya en las academias, a base de la biblioteca, un buen salón de estudio, comodísimo, para los de San Rafael (41). El superlativo, aunque bien intencionado, poco o nada tenía que ver con el piso. Lo que enfáticamente llamaban sala de estudio era un cuarto bastante desangelado y reducido, sin otra decoración que la estampa enmarcada de la Virgen del Catecismo. El despacho donde recibía el sacerdote era aún más pequeño. Si de algo podía presumir, era de severa austeridad. Sobre la mesa tenía una calavera; y en la pared una cruz de madera, negra y sin crucifijo. Si algún curioso le preguntaba por el significado de aquella cruz de palo desnuda, daba pie al sacerdote para decirle: Está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú (42).
A última hora de la tarde, cuando volvía de confesar o de visitar enfermos, o de dar clases, se encontraba el despacho y los demás cuartos ocupados por los estudiantes. A pesar de sentirse derrengado de cansancio, se sobreponía. Y, refugiándose en la cocina del piso, se preparaba para recibir a los jóvenes en confidencia y oír confesiones. Tantos eran los penitentes que desfilaban por allí que, bromeando, decía que aquella cocina era toda una catedral (43).
Apenas salían de un atasco económico, caían en otro. Con la suma que recogían de las pequeñas aportaciones de cuantos frecuentaban la academia, como recuerda Lázaro, el escultor, difícilmente pagaban el alquiler mensual. La adquisición de un simple reloj de pared ocasionó una larga cadena de pequeñas frustraciones. Por tres veces estuvieron a punto de adquirirlo. Por tres veces se presentaron necesidades más urgentes. Al final se lo regaló la condesa de Humanes, no sin advertirles que no se lo comiesen (44). Es verdad que habían hecho un presupuesto, pero ¿de qué servía si carecían de ingresos? La corta suma que tenían reservada en un comienzo para hacer frente a cualquier eventualidad, se la llevaron los derechos fiscales por la licencia de apertura de aquel centro de enseñanza (45). Para don Josemaría lo importante era que tenía ya un instrumento para su labor de apostolado y un hogar para hacer "vida en familia" con los miembros de la Obra. Es decir, un sitio donde reunirse para las tertulias, y en el que sus hijos pudieran recibir los medios de formación: clases, charlas o conversaciones con el sacerdote.
Al mes de alquilarse el piso de la calle de Luchana, recién terminada la instalación, sucedió algo que dejó estupefactos a los presentes. Era el 5 de enero de 1934, víspera de la Epifanía. "El Padre nos propuso, al pequeño grupo de sus hijos allí reunidos -refiere Ricardo F. Vallespín-, que para el comienzo del curso 1934-1935, en octubre de 1934, debíamos tener instalada una residencia en una casa más grande, en la que algunos de nosotros podríamos vivir y, así, habría posibilidad de tener un oratorio con el Señor reservado en el Sagrario" (46). Era el único modo de que conocieran y asimilaran el espíritu de la Obra, por convivencia con el Padre, oyendo las explicaciones de sus propios labios y tomando su ejemplo como forma de comportarse.
(Al parecer no todos compartían el optimismo del lema que presidía aquella casa -"Dios y Audacia"-, por lo que cuenta el Fundador de uno de sus sacerdotes: - Acabada de abrir la Casa del Ángel Custodio, ya me aconsejaba -lleno de apuro- un Hermano mío sacerdote que la cerrara, porque era un fracaso. Efectivamente (no contaré el proceso), no la cerré y ha sido un éxito inesperado, rotundo) (47).
Recién puesta la Academia, y todavía con dificultades pendientes, impulsaba a don Josemaría el impaciente deseo de tener una nueva casa más amplia. Aunque no era, propiamente hablando, inquietud sino docilidad al aleteo de las urgencias divinas: Prisa. No es prisa. Es que Jesús empuja (48). Efectivamente, el Señor parecía animarle, contribuyendo a la empresa. No habían pasado tres días cuando un alma caritativa le ofreció una muy sustancial limosna, que el Fundador reservó para el nuevo centro que pensaba abrir, como anota el día de su cumpleaños, 9 de enero de 1934 (49).
* * *
Cada vez que el capellán se acercaba a la reja del comulgatorio de Santa Isabel le escocía el recuerdo de aquella locución divina: - obras son amores y no buenas razones. (Sin embargo -se decía, doliéndose-, ¡qué vida de tibieza, la mía! ¡qué miserable soy! ¿Hasta cuándo, Jesús, hasta cuándo!) (50). Aquella locución era la espuela que le hacía galopar en sus planes apostólicos, llevándole de Martínez Campos a Luchana y, apenas montada la Academia, haciéndole pensar en un plan de mayor envergadura.
Cuando "los chicos de Josemaría" -como llamaba Santiago a los jóvenes que su hermano llevaba al piso de Martínez Campos- se trasladaron a la Academia, los Escrivá se dieron cuenta de que el sacerdote montaba un hogar independiente. Y su hermano, alma sencilla y sin ningún prejuicio, se lo recordaba con frecuencia:
Cada día, cuando me marchaba de casa de mi madre -contaba muchos años después-, venía mi hermano Santiago, metía las manos en mis bolsillos, y me preguntaba: ¿qué te llevas a tu nido? (51).
El hogar de doña Dolores tenía muebles, enseres y objetos de calidad, que se habían salvado en la larga peregrinación de Barbastro a Madrid, pero, en cuanto a la marcha económica, no tenía nada que envidiar a la Casa del Ángel Custodio. Ambas casas se mantenían de milagro (52). Por entonces Carmen, la hermana de don Josemaría, puso en ejercicio sus estudios de la carrera de Magisterio en Logroño (53). Demasiado bien llevaban los Escrivá las dificultades, y grande era su confianza en la Providencia (54).
Decidido a aliviar las cargas que pesaban sobre la familia, se le ocurrió a don Josemaría que podían ahorrarse el alquiler de Martínez Campos, si se marchaban a vivir a la casa destinada al capellán de Santa Isabel. Lo consultó con el Vicario de la diócesis y le dieron permiso para presentar una instancia en el Ministerio de la Gobernación, que iba apoyada por una carta de sor María del Sagrario, priora del convento. Exponía el solicitante: que venía desempeñando el cargo de capellán sin recibir retribución oficial alguna; y suplicaba: que se le concediera poder ocupar, como capellán, la casa que en el Convento está designada para quien ejerce ese cargo (55). La fecha de la instancia es del 26 de enero de 1934; y, antes de enviarla, y después de considerar el asunto en la presencia de Dios, vio que convenía dar ese paso a fin de obtener el nombramiento oficial y estabilizar, de una vez, su situación canónica en Madrid (56).
Cinco días más tarde se le notificaba que: - "Vista su instancia solicitando se le conceda derecho a casa, por ejercer interinamente el cargo de Capellán de las Reverendas Madres Agustinas recoletas del Monasterio de Santa Isabel y el favorable informe emitido por dicha Comunidad, este Patronato ha acordado acceder a lo solicitado", etc. La respuesta eludía toda referencia al nombramiento (57). Pero al Rector de Santa Isabel, con cuyo parecer no se había contado, le sentó muy mal la iniciativa del capellán y de las monjas, y más aún la posterior decisión de las autoridades civiles. Por todo lo cual, y para ahorrarse disgustos, don Josemaría decidió no ocupar de momento la casa de Santa Isabel. Más que por lo que pudiera pensar el Rector, lo hizo por otras razones, que recoge ordenada y puntualmente en sus Catalinas:
¿Razones? 1º/ Que no pueden vivir allí los míos, sin vivir yo también. 2º/ Que no conviene que viva yo en el convento, porque me ato más a los míos, cuando suspiro por soltarme. 3º/ Que Jesús quiere, para el curso próximo, el internado: y he de vivir yo en él (58).
Por entonces ya había visitado Santiago el "nido" de Luchana; y doña Dolores y Carmen no andaban lejos de adivinar lo que se escondía tras la fachada de la Academia y el apostolado de Josemaría (59), que no tuvo más remedio que mantener por un tiempo en suspenso a la familia, luego de haberles anunciado la respuesta favorable del Ministerio de la Gobernación. En el hogar de los Escrivá hacían preparativos del traslado; y se preguntaban cuándo se mudarían a la vivienda de Santa Isabel. Pero el sacerdote daba largas. Daba vagas excusas. No quería entrar en el tema. No despegaba los labios.
¿Por qué esa resistencia a aceptar lo que suponía un apreciable ahorro en alquileres? ¿Por qué no se iban ya de una vez a Santa Isabel? Cansados de respuestas vagas e insatisfactorias, la familia en pleno, sin andarse por las ramas, abordó seriamente el asunto, el 10 de febrero. ¿Para qué estamos en Madrid, donde pasamos tan mala vida?, le preguntaban. Y el sacerdote, aguantando la pregunta, mientras capeaba en silencio la tormenta, le decía por dentro al Señor: - Tú ya sabes por qué estoy aquí (60).
Y el Fundador pensaba en las razones que, ordenada y rigurosamente, había recogido días atrás en las Catalinas.
* * *
En las entrevistas con el Vicario General, don Josemaría le notificaba con puntualidad la labor de formación cristiana que se hacía en la Academia DYA: conferencias, cursillos de Religión, lecciones de latín, un ciclo sobre Apologética…, y los círculos de estudio, y las confesiones, y las charlas de formación (61). Llegado marzo, después de obtener de los Redentoristas que le cediesen una capilla, comenzó a dar retiros espirituales. Una vez al mes se reunían allí veinte o treinta chicos, los domingos por la mañana, y terminaban el retiro a media tarde (62).
Seguían llevando las catequesis dominicales del "Colegio del Arroyo" y visitaban enfermos, o se unían a catequesis organizadas ya en otros barrios. Estas obras de misericordia no dejaban de tener sus riesgos, como se ve por lo sucedido a Manolo Sainz de los Terreros y a sus acompañantes. Un domingo, al acabar la catequesis, se fue éste con otros cuatro o cinco estudiantes a visitar a unos pobres en Vallecas. De repente se les echaron encima una veintena de individuos. Manolo recibió tantos golpes y patadas en la cabeza, que los asaltantes le dieron por muerto. Igual suerte corrieron los demás. Uno de ellos, Álvaro del Portillo, ensangrentado y con una espantosa brecha en la cabeza, consiguió escapar gravemente herido (63).
Las noticias sobre el apostolado y actividades de la Academia DYA se extendieron rápidamente por los círculos estudiantiles y eclesiásticos de Madrid. El celo del capellán de Santa Isabel, y su nuevo modo de enfocar espiritualmente la vida cristiana, con exigencias de santidad para todos, se iban abriendo paso, poco a poco. Y don Josemaría notó también, con alegría, que, en sus conversaciones con el Vicario, éste repetía ya, como suyas, ideas que procedían del espíritu de la Obra:
El lunes pasado estuve con el Sr. Vicario de Madrid. Fui por un asunto del convento de Sta. Isabel. Hablamos de muchas cosas, de nuestros apostolados, de los chicos… El Sr. Morán pasó un buen rato y está cambiadísimo: antes me urgía a que fuera yo a la cátedra; ahora me decía: no hacen falta sacerdotes-maestros, ni sacerdotes-catedráticos, sino sacerdotes que formen maestros y catedráticos (64).
A los pocos días de esta visita, el 1 de marzo, se le presentó la oportunidad de charlar con el Obispo de Cuenca, don Cruz Laplana, aquel que había prometido a doña Dolores una canonjía para su hijo. Era obligado darle una explicación por la renuncia a tan caritativo ofrecimiento de una prebenda. De modo que, a grandes rasgos, le habló de la Obra (65). Entonces comprendió el Sr. Obispo hacia donde se orientaba el empeño apostólico de don Josemaría y le ofreció sus buenos oficios para imprimir en Cuenca, en condiciones muy económicas, unas consideraciones espirituales que, en forma de librito, servirían a los jóvenes de la Academia para hacer meditación. A esto alude en carta al Sr. Vicario, del 26 de abril:
En esta Casa de Redentoristas -dice en uno de sus párrafos-, tengo anunciado otro retiro espiritual para el primer domingo de mayo, y, con la ayuda de Dios, espero que sea fecundo, porque han respondido muy bien los jóvenes universitarios, acudiendo a los retiros anteriores.
Estoy convencido de que el Señor bendice a estos jóvenes que llevan la Academia, en la que tantas facilidades encontramos para nuestro apostolado sacerdotal entre intelectuales, cumpliendo, por otra parte, la clara Voluntad de Dios sobre mí, que es "ocultarme y desaparecer" […].
Por razones de economía, con la aprobación del Sr. Obispo de Cuenca, se está tirando un folletico -luego se tirarán otros-, en la "imprenta Moderna", antes "Imprenta del Seminario", de esa capital (de Cuenca) (66).
Como contrapartida, también corrían por Madrid noticias turbias y deformadas sobre lo que se hacía en la Academia. Lo descubrió el sacerdote al renovar un día de mayo sus licencias ministeriales. Había ido a ver al Sr. Morán, quien, muy amablemente, llamó por teléfono interior a las oficinas del Obispado y dio las órdenes oportunas para que le atendiesen. Al acercarse a la ventanilla del despacho oyó don Josemaría que uno de la curia decía a otro de los oficinistas: - Este es el que tiene una secta apostólica. Con mucha calma, se aproximó a la ventanilla y dijo al hablador:
- Oiga, ¿no se enfadará usted, si le digo una cosa?
El otro se quedó mirándole, un tanto desconcertado; y don Josemaría le repitió sonriente:
- ¿De verdad que no se va a enfadar?
- No, ¿por qué?
- Pues mire: ni secta, ni apostólica.
Y el de la ventanilla:
- ¿Qué sabe si me refería a usted?
- Sin duda, que lo sé.
- Pues el que se pica ajos come, replicó descaradamente el de la ventanilla.
Entonces, siempre sonriente y amistoso, le dije que todo lo que hago lo sabe muy bien el Sr. Vicario. Y el buen G. C. me contó (se le escapó, porque estaba desconcertado) que habían llevado acusaciones contra mí por la Obra varias veces. Y habló de una carta… y unas invenciones burlescas sobre la calavera y la Cruz de la Dirección (67).
Poco después del incidente de la ventanilla, el lunes 28 de mayo, se encontró al llegar a casa con una nota del Obispado, rogándole que se presentase al Sr. Morán. No era precisa mucha imaginación para adivinar lo que venía detrás de la cita. Al día siguiente acudió al Vicariato, y, de vuelta a casa, recogió así la sustancia de la entrevista:
Me recibió el Sr. Vicario muy amablemente. Me hizo sentar (quienes frecuenten el Vicariato saben bien la distinción que este detalle supone) y me dijo: "Dígame Vd. qué es eso de la Academia DYA". Me despaché a mi gusto. El Sr. Morán, con los ojos entornados, escuchaba, asintiendo con movimientos de cabeza. Le dije, en síntesis: 1/ que me daba mucha alegría con esa pregunta. Que, en mis cartas (le escribo con frecuencia), de intento decía cosas, dando pie para que me preguntara. 2/ Hice la historia externa desde el 2 de octubre del 28. 3/ Le hice notar que fuimos a Luchana, sabiendo que allí vivía un gran amigo suyo -del Vicario- porque no teníamos nada que ocultar. 4/ Hablé de mis hijos sacerdotes, alabando a los que él conoce, como debe hacerlo un padre. 5/ Me dijo que no deje de dar los retiros espirituales durante el verano. 6/ Me dijo también que ya tenía licencia para publicar el "Santo Rosario". Y 7/ -aquí viene lo bueno- me pidió (como si no hubiera teólogos y asociaciones ad hoc en Madrid) que le hiciera un plan de estudios religiosos para universitarios (68).
Al salir del obispado iba bendiciendo a todos los ángeles de la Corte celestial por la oportunidad que se le brindó de despacharse a gusto. Siguiendo el consejo de su confesor había expuesto, tan sólo, la "historia externa" de la Obra. La íntima, la gestación de la criatura espiritual, era asunto privado de su alma. Y, reflexionando consigo mismo, continuó:
Ahora, dos palabras: ¿somos clandestinos? De ninguna manera. ¿Qué se diría de una mujer grávida, que quisiera inscribir en el registro civil y en el parroquial a su hijo nonnato?… ¿qué, si quisiera, si intentara matricularlo como alumno en una Universidad? Señora -le dirían-, espere Vd. Que salga a la luz, que crezca y se desarrolle… Pues, bien: en el seno de la Iglesia Católica, hay un ser nonnato, pero con vida y actividades propias, como un niño en el seno de su madre… Calma: ya llegará la hora de inscribirlo, de pedir las aprobaciones convenientes. Mientras, daré cuenta siempre a la autoridad eclesiástica de todos nuestros trabajos externos -así lo he hecho hasta aquí-, sin apresurar papeleos que vendrán a su hora. Este es el consejo del P. Sánchez y de D. Pedro Poveda, y -añado- del sentido común (69).
Luego, con mucho sentido común y sobrenatural, comenta:
Que nos ven. Que se dan cuenta. Bueno. Bien. ¿Acaso, habiendo fuego, se pueden evitar el humo, el calor y la luz? Pues tampoco, habiendo Obra, podremos evitar el humo de la calumnia o de la murmuración, ni el calor de nuestros trabajos de apostolado, ni la luz del Amor de Dios manifestada en nuestro ejemplo y en nuestra palabra (70).
Ya empezaba a tener noción de lo que implicaba el ocultarse y desaparecer; y del alto precio que había de pagar por ese lema divino aplicado a la Obra.
En mayo de 1934 -casi al año de haber hecho unos días de ejercicios espirituales- volvió a sentir el anhelo de estar a solas con Dios (¡Qué bien me vendrían dos o tres meses de soledad, para hacer oración y penitencia!) (71). Pero, ¿quién lo iba a decir?; cuando comenzó sus ejercicios en los Redentoristas, el 16 de julio, se encontraba ya con poquísimas ganas de hacerlos (72). Primeramente, para excitarse a la compunción, recogió, en larga lista, las gracias hasta entonces recibidas. Era como para pasmarse: -Gracias sin cuento, algunas extraordinarias. ¡¡La Obra de Dios!! (73).
Meditó después su vocación al sacerdocio. Consideró el apremio del Señor en la tarea que le había encomendado, y la resistencia de algunos sacerdotes, que no compartían su celo (74). Repasó mentalmente la labor realizada en la Academia…, y se sintió totalmente insatisfecho de su esfuerzo y de los resultados obtenidos hasta la fecha: Echo una mirada, y veo que no corremos. Tan no corremos, que puede decirse que "no hay Obra" ¿Entonces? Vamos a ver qué han hecho los santos (75).
Se midió, en el deseo, con la prudencia exquisita de San Ignacio, emprendedor de grandes audacias. Meditó las santas determinaciones de Teresa de Jesús, que tampoco se andaba con melindres. Entró, finalmente, en cuentas consigo mismo. ¿Qué resoluciones había tomado? ¿Qué se hizo de la ampliación de la Academia DYA? ¿En qué había empleado aquel buen puñado de dinero que el Señor le enviara paternalmente a principios de año? Entonces se le ocurrió que, por el mismo camino que le llegaron las seis mil pesetas, podía llegarle de golpe todo el dinero que necesitaba para la Residencia. Y, envalentonado con este pensamiento, hizo su oración: Vamos, Señor, por una vez, ¿por qué no nos lo das todo? Aún espero (76). (El dinero se hizo bastante de rogar).
Una de las tristes experiencias apostólicas de don Josemaría era que, tan pronto se iban de vacaciones al terminar el curso, muchos de los jóvenes desaparecían como el agua en las arenas. Les perdía la pista. De manera que todos los otoños tenía que recomenzar con unos cuantos veteranos; pocos. Pero en el verano de 1934, antes de que los estudiantes salieran de Madrid, dando vueltas al asunto, tuvo una brillante idea: pedirles su dirección durante las vacaciones, con intención de enviarles mensualmente unas circulares, tituladas "Noticias", para alentarles en su vida interior y facilitar la continuidad de la tarea apostólica. Ayudado por los que se quedaban en Madrid, imprimió esas hojas a velógrafo, sistema un tanto rudimentario, y se las envió antes de hacer su retiro espiritual. Dos semanas después, al salir de los Redentoristas, se encontró con medio centenar de cartas sobre su mesa. Las contestó con alegría, repartiendo consejos a los veraneantes (77).
Eran los primeros días de agosto, en pleno verano, cuando don Josemaría andaba con su gente buscando casas o pisos libres por todo Madrid. Encontraron, al fin, una casa grande y bien situada, capaz de albergar la Academia y una residencia de estudiantes. Pero antes de empezar a entenderse con el casero eran imprescindibles veinticinco mil pesetas. Inmediatamente promovió el sacerdote una campaña de oraciones, escribiendo a diestra y siniestra. Tres de sus cartas están fechadas el 5 de agosto de 1934 y, en las tres, se canta la misma canción:
Haz un triduo a nuestra Madre Inmaculada, en petición de cinco mil duros, que nos hacen falta enseguida. Aquí estamos "a Dios rogando y con el mazo dando", pero necesitamos las oraciones de todos (78). Y a otro:
Mira, un favor: que hagas un triduo a nuestra Madre Inmaculada, para que, si es Voluntad de Dios, nos envíe los cinco mil duros que nos hacen falta para la Casa del Ángel Custodio (79). Y a un tercero:
El internado. Es necesario. Nos movemos, pero, hasta ahora, no hay pesetas. Ayúdanos: pide y haz pedir. Debemos tener mareado a nuestro Padre-Dios. Sin embargo, aunque parece dormir y no hacer caso, la Santísima Virgen nos ayuda… ¡tendremos completa la Casa del Ángel Custodio! No lo dudes […].
Oye, Manolo, hazte un niño chico delante del Sagrario y di a Jesús esta oración, sencilla, confiada y audaz… y perseverante: "Señor, queremos -son para ti- cinco mil duros contantes y sonantes" (80).
El 30 de agosto don Josemaría, acompañado de Juan J. Vargas y de Ricardo F. Vallespín, celebró misa en el Santuario del Cerro de los Ángeles, cercano a la capital. En la acción de gracias, después de la misa, se le despertó ese como instinto sobrenatural, tan suyo, de recurrir siempre a Nuestra Señora. Allí consagró la Obra a la Santísima Virgen (81).
Agosto fue un mes duro, según anota ese mismo día:
¡Cuántas lágrimas, en esta temporada, por mis pecados, y por la Casa del Ángel Custodio! Visitas, negativas, cerrazón del horizonte humano… Pero, contigo, Jesús, a pesar de mi miseria, saldremos adelante (82).
Se hicieron cálculos minuciosos de los gastos e ingresos del complejo Academia-Residencia. Rebañaron luego las cuentas corrientes de Isidoro Zorzano y José María G. Barredo y, muy apretadamente, se alcanzó a pagar la fianza y entrada en unos pisos de la calle Ferraz 50: dos en la planta primera y uno en la segunda. "Tomamos posesión de la casa a primeros de septiembre -refiere Vallespín-, se hizo la obra de albañilería necesaria para unir los dos pisos y para instalar, en uno de los cuartos de baño, duchas, que sirvieran para los futuros residentes y se comenzó a amueblar" (83).
Antes de dar comienzo a las obras de albañilería se encontraron con un peligroso vacío de quince mil pesetas. De nuevo tuvo que escribir don Josemaría pidiendo ayuda. Todas las cartas del 6 de septiembre tienen la misma noticia de fondo.
Aquí nos tienes llenos de preocupaciones -cuenta a don Eliodoro Gil, un sacerdote amigo-: hemos alquilado una nueva casa en Ferraz 50. Hay hermosos proyectos de realización inmediata, muy viables, pero, después de reunir nuestro dinero, nos encontramos con falta de 15.000 ptas. que no sabemos de dónde sacar. Encomienda mucho este asunto en la Sta. Misa y en tu oración (84).
Y en otra de ellas:
Andamos llenos de preocupación, con el dichoso dinero […]. No puedo mentir: humanamente, no veo solución. Pero habrá solución. No es posible volver atrás. Oración, oración y oración (85).
Solamente en la carta al Vicario General, también del 6 de septiembre, se silencia el agobio económico, y las frases corren tersas y despreocupadas:
Mi querido y venerado Sr. Vicario: Otra vez molesto la atención de V. E., para poner en su conocimiento, en primer lugar, el nuevo domicilio de la Academia DYA: Ferraz 50. Han alquilado tres pisos, uno para Academia, y dos para Residencia. La casa tiene muy buen aspecto. Hasta mediados de mes no harán el cambio (86).
Es claro que don Josemaría trataba de cortarse la retirada. ¿Acaso podía volverse atrás, después de haber notificado oficialmente al Sr. Vicario el nuevo domicilio de la Academia y de la Residencia? Dios tenía la última palabra.
* * *
Por esas fechas presentan los Apuntes íntimos una respetable laguna de varias semanas, que se cierra con un ¡Pobres catalinas! ¡Cuántas cosas dejo de anotar! (87). Por si fuera poco, no se reanudan hasta bien avanzado noviembre, rompiendo el silencio con esta desconcertante anotación:
Día 20 de noviembre de 1934: Ya en la Casa del Ángel Custodio -calle de Ferraz-, escribo hoy, por fin, unas palabras en estas Catalinas. Escribo, por escribir: porque, son tantas las cosas que debiera anotar, que no voy a decir nada (88).
Al menos ya se encontraban instalados en la calle de Ferraz. En el intervalo se había resuelto el problema económico que les había traído de cabeza semanas antes. Las cosas sucedieron así: el 16 de septiembre don Josemaría salió de Madrid para Fonz, donde se encontraban su madre y hermanos, con objeto de continuar las gestiones de venta de las fincas que les correspondían por herencia después de la muerte, el año anterior, de mosén Teodoro. El viaje fue pintoresco, pues el sacerdote compartía el departamento del tren con una familia madrileña, que llevaba una mona para amenizar la excursión. El sacerdote, desentendiéndose de sus compañeros de viaje, aprovechó el tiempo, ocupado en descubrir iglesias en medio del paisaje: Yo me dediqué -ya desde Madrid- a un deporte a lo divino: otear el horizonte, para decirle algo a Jesús en los Sagrarios del camino (89).
Pasó la noche en Monzón y al día siguiente, ya en Fonz, pensó que había llegado, por fin, el momento de plantear el problema económico a la familia, y hablarles de la Obra. Luego escribió a los madrileños con gran alegría, como quien se ha quitado de encima un peso de muchos años:
Fonz, 17 de septiembre de 1934.
Jesús os guarde. Llegué esta tarde, a las cinco. He hablado con Mamá y mis hermanos: mucho encomendé el asunto a San Rafael… y nos oyó. Mi Madre os pondrá unas líneas. Mañana iré a Barbastro con mi hermana Carmen, para activar el asunto (90).
Tres días después les explicaba, con abundancia de detalles, lo ocurrido en aquella famosa entrevista:
Siguiendo un orden cronológico, brevemente, quiero contaros todas mis andanzas. Veréis: Al cuarto de hora de llegar a este pueblo (escribo en Fonz, aunque echaré estas cuartillas, al correo, mañana en Barbastro), hablé a mi Madre y a mis hermanos, a grandes rasgos, de la Obra. ¡Cuánto había importunado para este instante, a nuestros amigos del Cielo! Jesús hizo que cayera muy bien. Os diré, a la letra, lo que me contestaron. Mi Madre: "bueno, hijo: pero no te pegues ni me hagas mala cara". Mi hermana: "ya me lo imaginaba, y se lo había dicho a mamá". El pequeño: "si tú tienes hijos…, han de tenerme mucho respeto los mochachos, porque yo soy… ¡su tío!" Enseguida, los tres, vieron como cosa natural que se empleara en la Obra el dinero suyo. Y esto, -¡gloria a Dios!-, con tanta generosidad que, si tuvieran millones, los darían lo mismo.
Vamos a hablar de ese estiércol del diablo, que es el dinero: creía mi Madre que podría sacar 35 ó 40.000 ptas […].
En resumen: mañana bajo a Barbastro con Guitín -desde allí iré a Monzón a hablar con vosotros, porque en Barbastro de todo se enteran- y el Sr. Juez me ha prometido que el día uno de octubre se acaba todo el papeleo, a Dios gracias.
Naturalmente, procuraré que se venda el martes o miércoles próximos -antes, imposible-, y se girará lo que sea […].
Mientras: ¿por qué no intentáis comprar muebles, como se hace corrientemente con las fábricas, a pagar en 30 días o en más?
Desde luego, yo no me muevo de aquí, sin el dinero ¡cueste lo que cueste!
A otra cosa: están conformes en que duerma en la Academia y me lleve allí todos los chismes de mi cuarto. Así se llevan la criada que tienen aquí, que de otro modo no podrían llevarse, por no tener habitación (91).
Empezaron los de Madrid a buscar muebles y accesorios domésticos con gran entusiasmo, esperando la llegada de don Josemaría, que cumplió su promesa de no volver sin el dinero. Enseguida recibieron otra carta desde Fonz, en la que se anunciaba: el miércoles -o quizá mañana- pueda mandaros un primer pellizco, de las 20.000 que necesitamos (92).
Al regreso de don Josemaría se procedió a ultimar la instalación. Ricardo, el arquitecto, que sería el director de esa Academia-Residencia, dice que "se amuebló lo más imprescindible". Se compró el menaje de cocina y vajilla; y se consiguió un crédito a plazos para la ropa de cama en los "Almacenes Simeón". Pero, desgraciadamente, como el dinero no había alcanzado más que para completar un dormitorio de dos camas, en una de las habitaciones vacías se apilaban en el suelo colchones, mantas, sábanas, toallas y almohadas (93).
Decidió don Josemaría bendecir cuanto antes la casa. Una tarde, ya anochecido, procedió a la ceremonia. A la triste luz de unos cabos de vela, pues se había producido un apagón de electricidad en la casa, fue recorriendo los cuartos y rociándolos generosamente con agua bendita:
Teníamos ropa, que me habían dado unos grandes almacenes a crédito, para pagarla cuando pudiera. Y no teníamos armarios para guardarla. En el suelo habíamos puesto con mucho cuidado unos papeles de periódico, y encima la ropa: cantidades inmensas […]. Pues me traje del Rectorado de Santa Isabel un acetre con agua bendita y un hisopo. Mi hermana Carmen me había hecho un roquete espléndido […]. También me traje de Santa Isabel una estola y un ritual, y fui bendiciendo la casa vacía: con una solemnidad y alegría, ¡con una seguridad! (94).
El 30 de octubre notificó por carta al Vicario que se hallaba funcionando ya el nuevo centro:
Se ha abierto el curso en DYA, y espero que serán muchos los frutos sobrenaturales, y de cultura y formación católica, que han de obtenerse en esta Casa. Tengo esta esperanza segura, porque los fundamentos de nuestro trabajo son la oración y el sacrificio: puedo afirmar -y no exagero- que estos chicos nuestros son heroicos. ¡Si viera cómo ponen su trabajo personal -auxiliares de la Universidad, tirados por el suelo; ingenieros, pintando paredes; abogados, mediquillos y estudiantes (de los que estudian), supliendo a los carpinteros- y cómo facilitan sus ahorros, para este apostolado! (95).
(No exageraba. Uno de los aprendices de carpintero era un estudiante llamado José María Hernández Garnica; entre amigos, Chiqui. Se lo presentaron a don Josemaría en pleno zafarrancho. Y éste, sin más preliminares, le invitó a la faena: - ¡hombre, Chiqui, muy bien! Ten, coge este martillo y unos clavos, y ¡hala!, a clavar allí arriba…) (96).
Recién abierta la Academia de Ferraz, el Fundador se vio metido en grandes tribulaciones, interiores y exteriores, como enseguida veremos. Por entonces le llevaba el Señor adelante, sirviéndose de adversidades sin cuento, aunque sin llegar a quitarle nunca la serenidad. (¡Cuántas preocupaciones y cuántas noches a medio dormir! Aunque, en general, duermo bien, porque mi paz es, gracias a Dios, honda y fuerte, dice en una catalina) (97).
* * *
Las vicisitudes por que atravesó la Jurisdicción Palatina mantuvieron a don Josemaría en una prolongada situación de hecho, canónicamente inestable. Tres años llevaba al servicio de la Comunidad de agustinas. Apreciaban éstas la robusta vida interior del capellán que, en expresión de sor María del Buen Consejo, era "un sacerdote que vivía de fe: estaba lleno de Dios". Su amor a la Eucaristía se hacía tangible al dar la comunión a las monjas enfermas. Arropaba reverentemente el portaviáticos con el paño de hombros, estrechaba amorosamente el Santísimo Sacramento contra su pecho y, concentrado, atravesaba los corredores de clausura. "A mí me parecía don Josemaría como esos cuadros que he visto de San Cristóbal, que llevaba sobre sus hombros al Niño Jesús y su peso le hacía inclinarse", continúa sor María (98).
Un día llegó a oídos de la Comunidad que don José Huertas Lancho, Rector del Patronato de Santa Isabel, pensaba renunciar el cargo. De hecho era el capellán, y no el Rector, quien atendía a las monjas, por lo que éstas creyeron llegada la hora de conseguir, de una vez, el nombramiento efectivo de don Josemaría. Así se lo comunicaron. No obstante, el sacerdote se negó a solicitar la Rectoral, porque no se había producido aún la vacante; pero la priora, sor María del Sagrario, no estaba dispuesta a que alguna otra persona le ganase la mano. De manera que, luego de consultar al resto de la Comunidad y al Sr. Vicario, el 4 de julio de 1934 escribió a la Directora General de Beneficencia una carta de solicitud a favor del capellán interino:
"Me anticipo a la renuncia de el Sr. Rector, porque todos saben ya que se va y me figuro que habrá sacerdotes que lo soliciten y aunque creo que V. no procederá a darlo, sabiendo que queda aquí uno que le corresponde el nombramiento, sin embargo me tomo la libertad de recordárselo, suplicándole me perdone si se sintiese su delicada conciencia".
Con gran confianza queda su affm. S.S.
Sor María del Sagrario, Priora" (99).
El Rector se ausentó de Madrid y no presentó la renuncia formal del cargo hasta el primero de octubre. La máquina administrativa se puso entonces en movimiento y don Josemaría, que no había intervenido en la cuestión, escribió al Sr. Vicario para informarle que la solicitud de su nombramiento como Rector era iniciativa particular de la Priora de Santa Isabel ante la Junta de Patronatos: Yo no he presentado instancia, en ese sentido, ni pienso presentarla. Estoy absolutamente a lo que Dios quiera, y del todo a las órdenes de V. S. Ilma. (100).
El 11 de diciembre, el Presidente de la República firmaba el decreto de nombramiento:
"A propuesta del Ministro de Trabajo, Sanidad y Previsión y de conformidad con lo dispuesto en el Decreto de 17 de Febrero de 1.934. Vengo en nombrar para el cargo de Rector del Patronato de Santa Isabel a Don José María Escrivá Albás, Licenciado en Derecho Civil. Dado en Madrid a once de Diciembre de mil novecientos treinta y cuatro.- Niceto Alcalá-Zamora y Torres.- El Ministro de Trabajo, Sanidad y Previsión.- Oriol Anguera de Sojo" (101).
La divulgación de la noticia, contra lo que pudiera esperarse, no afectó en lo más mínimo a don Josemaría, porque, como una aprobación de nuestro espíritu, ocultarse y desaparecer -comenta-, hizo el Señor que mis dos apellidos vinieran desconocidos, equivocados, en todos los periódicos y en las noticias que da la radio (102). Mas no acabó ahí el asunto. Cuando el sacerdote pasó por el Ministerio de Gobernación a recoger el oficio del nombramiento se encontró con que, sin pedirle parecer ni darle aviso, algún funcionario había hecho ya la diligencia administrativa de toma de posesión del cargo, con fecha de 19 de diciembre (103).
Sabía don Josemaría que la toma de posesión de un cargo eclesiástico dado por las autoridades civiles requería previa autorización del Prelado. Así, pues, del Ministerio se fue directamente al obispado a comunicar lo sucedido al Sr. Vicario. Don Francisco Morán le dio la enhorabuena, prometió arreglar el caso con el Obispo y, al saber que pronto caducarían sus licencias ministeriales, se las prorrogó inmediatamente hasta junio de 1936 (104).
No comprendía el sacerdote el porqué de tantas amabilidades, por parte del Sr. Vicario, hasta que a la semana siguiente recibió carta del Obispo de Cuenca, enterándole de la postura de don Leopoldo, a resultas de los informes que le había dado su Vicario General. Una vez más, comprobó cómo Dios de los males -es decir, de las maledicencias que corrían sobre su persona- sacaba bienes; y tomó nota:
El Sr. Obispo de Cuenca me escribe y cuenta que, a su juicio, el día que hablé con detalle al Sr. Morán -después de las insidias-, tal referencia dio luego el Vicario al Sr. Obispo, que ahí está la raíz de la benevolencia del Obispado con nosotros. Laus Deo!, que con líneas torcidas escribe derecho (105).
Cuando, el 23 de enero, se presentó de nuevo a saludar al Sr. Vicario, éste le aseguró que podía considerarse legítimo Rector y que se le confirmaba en el nombramiento, si bien era política de don Leopoldo el no reconocer nunca in scriptis los nombramientos eclesiásticos dados por las autoridades civiles, en vista de la actitud que éstas mantenían contra la Iglesia desde 1931. De paso le aconsejó que comunicase el nombramiento al Arzobispo de Zaragoza. Sugerencia que cumplió sin demora, obteniendo de don Rigoberto Doménech esta oficiosa respuesta:
"Mi querido amigo: Reciba mi más cordial felicitación por su nombramiento de Rector-Administrador del Patronato de Sta. Isabel, en el cual le deseo las mayores satisfacciones y pido al Señor le otorgue su ayuda para que lo desempeñe con el mayor provecho. Al propio tiempo le agradezco en lo que valen sus sinceros y generosos ofrecimientos" (106).
La contestación parecía rezumar, sin dejar de ser cortés, un tono de estudiada ambigüedad, que quizá tenía el significado de una desaprobación. Porque, en esos años de persecución de la Iglesia, el aceptar un nombramiento eclesiástico de manos de las autoridades civiles equivalía a colaborar con el enemigo (107).
La sospecha de don Josemaría, de que detrás de esa amable carta asomaban habladurías de la curia, salió cierta. Y ello bien a pesar de las explicaciones dadas sobre el nombramiento y su aceptación por Pou de Foxá. Lo que realmente se pensaba en algún sector de la clerecía zaragozana lo supo más tarde el nuevo Rector de Santa Isabel, por carta de su buen amigo, el profesor de Romano: … -"llegó el Sr. Secretario -le informa Pou de Foxá-, quien hablando de ti, porque yo le tiré de la lengua con la sana intención de saber cuál era su criterio, me dijo que cosas de la república no parecían bien para un sacerdote, pues era significar que estaba acorde con ella" (108). Entretanto, la Comunidad de Agustinas Recoletas de Santa Isabel vivía santamente ajena a escrúpulos políticos o eclesiásticos. Estaban muy satisfechas de haberse salido con la suya.
La política de la segunda República Española, sectaria y agresiva, en materia religiosa, culminó en la llamada "ley de Confesiones y Asociaciones Religiosas", de junio de 1933. Dicha ley contribuyó, de manera decisiva, a exasperar los sentimientos de una nación eminentemente católica, movilizando grandes masas de ciudadanos creyentes. De suerte que, tras la reacción popular en las elecciones generales de 1933, se creó un gobierno de centro, moderado. Ante la derrota electoral, los socialistas y los grupos marxistas y anarquistas adoptaron una postura de provocadora beligerancia. De hecho, en octubre de 1934, estalló en Asturias una insurrección armada, que se convirtió en guerra civil sin cuartel contra los poderes legalmente constituidos. El gobierno hubo de enviar el ejército para someter a los revolucionarios, y la campaña del "octubre rojo" resultó larga y sangrienta. La "Revolución de Asturias" dejó tras sí una estela de mártires, sacerdotes y religiosos, y numerosas iglesias quemadas o destruidas (109).
Estaba de Dios que aquel curso 1934-1935 discurriera con tropiezos dada la fragilidad política del país. A causa de la Revolución de Octubre, de las huelgas generales en Madrid y del aplazamiento de apertura de las aulas universitarias, los residentes no aparecían. Se pusieron anuncios en los periódicos. Todo fue inútil (110). Los cálculos financieros, tan trabajosamente aquilatados meses antes para fijar un presupuesto, fallaron por falta de ingresos. Se les vino encima la Navidad y se encontraron metidos en un respetable embrollo económico.
* * *
Fueron, ciertamente, muchas y variadas las dificultades que hubo de vencer don Josemaría en los comienzos de su apostolado. En los jóvenes estudiantes encontraba un entusiasmo inicial, que a menudo no llegaba a calar hondo y que rehuía todo compromiso con una disciplina hecha de renuncias y de entrega. Por lo que se refiere a las mujeres, la asidua atención con que les daba a conocer la Obra y su espíritu no pasaba, por falta de tiempo, de la dirección espiritual en el confesonario. Distinto fue el caso de los sacerdotes. Se trataba, en buena parte, de gente mayor, que tenía, por su edad, hábitos muy arraigados en el comportamiento. Durante más de tres años don Josemaría se había empleado a fondo para infundir a un grupo de ellos el espíritu joven y sobrenatural del Opus Dei. Al parecer, no llegaron a entender del todo a don Josemaría y, en consecuencia, algunos se mantuvieron a cierta distancia (111). Desde muy temprano se dio cuenta el Fundador de ese distanciamento, que provenía, no de falta de afecto por parte de sus hermanos sacerdotes, sino de que les faltaba un empeño decidido de hacer cosa propia aquella empresa divina. Tan sólo el capellán Somoano se había identificado con ella; y muy pronto se lo llevó Dios consigo.
Con objeto de unir a los que tenía más cerca, don Josemaría trató de vincularlos formalmente. Cinco de los primeros sacerdotes que le seguían se comprometieron a vivir la obediencia y a fomentar la adhesión completa a la autoridad de la Obra, en virtud de un "Compromiso" hecho el 2 de febrero de 1934 (112). Su comportamiento, sin embargo, dejó mucho de desear. Era evidente que el Señor disponía las cosas de tal modo que, aun siendo "muy santos" aquellos sacerdotes, cuando se trataba de sacar adelante las labores apostólicas dejaban solo al Fundador. Y así todas sus energías físicas, y toda su voluntad, se gastaban por entero en secundar el impulso que el Señor imprimía a la Obra (113).
La creación de la Academia-residencia DYA en Ferraz fue la prueba de fuego que hubieron de pasar quienes seguían a don Josemaría. El lema DYA (Dios y Audacia) era el banderín que enarbolaba el Fundador, que, lleno de fe y confianza sobrenatural, se lanzaba a lo que estaba más allá de sus humanas posibilidades. Iba al paso que Dios le marcaba, con tal confianza y urgencia que, a ojos de algunos de los sacerdotes que con él colaboraban en aquella tarea apostólica, resultaba una colosal imprudencia. La decisión de don Josemaría, que pretendía montar inmediatamente una Academia-residencia careciendo de los medios materiales necesarios, era una locura declarada, un negocio suicida. Era una acción comparable -criticaba uno de ellos-, al que se tira desde gran altura sin paracaídas, diciendo: Dios me salvará (114). A fin de cuentas, ¿qué se ganaba precipitando las cosas? ¿No era mejor esperar al año próximo para abrir la nueva Academia-residencia con más preparación?
Indudablemente les faltaba audacia apostólica; y los criterios sobrenaturales, que el Fundador aplicaba al cumplimiento de su misión divina, no acababan de entenderlos. Con su falta de fe estaban retrasando el impulso que el Señor daba a la Obra entera, por medio del Fundador, que sabía llegada la hora de tener una residencia donde convivir con sus hijos, y formarles. Así lo exponía al tratar de ello en la oración:
Señor: el retraso, para la Obra, no sería de un año… ¿No ves, Dios mío, qué otra formación se podrá dar a los nuestros, teniendo internado, y qué otra facilidad habrá para conseguir vocaciones nuevas?
[…] ¿Un año? No seamos varones de vía estrecha, menores de edad, cortos de vista, sin horizonte sobrenatural… ¿Acaso trabajo para mí? ¡Pues, entonces!… (115).
El lema "Dios y Audacia" constituyó la piedra de toque que deslindaba a quienes estaban dispuestos a seguir a don Josemaría, de aquellos otros que calificaban de imprudentes sus aventuras apostólicas. ¿Acaso les faltaba fe?, o, por el contrario, ¿no tendrían demasiada prudencia humana? Monseñor Pedro Cantero, que trataba al Fundador y conocía a esos sacerdotes, comenta: -"No sé, sin embargo, si supieron estar a la altura de lo que el Padre necesitaba. El horizonte que abría Josemaría era de tal amplitud que sólo podía entenderlo quien tuviese realmente la virtud de la magnanimidad. Me parece que los chicos jóvenes, con su audacia, seguían mejor lo que Josemaría tenía que realizar" (116).
Por su parte, el Fundador no tardó en darse cuenta de que, para que comprendieran en su integridad el espíritu del Opus Dei, los sacerdotes debían provenir -como más adelante se explicará- de las filas de los miembros laicos ya formados en dicho espíritu (117). El Señor, evidentemente, se había servido de ese suceso de la Academia-Residencia para purificar su alma, como expresa en una catalina de enero de 1935:
No es que no quieran la Obra y a mí -me quieren- pero el Señor permite muchas cosas, sin duda para aumentar el peso de la Cruz (118).
A pesar de las muchas contrariedades, interiores y exteriores, don Josemaría se mantuvo firme, sin cejar en su propósito, con la seguridad de que el Señor le sacaría del atolladero (Porque no es tozudez: es luz de Dios, que me hace sentirme firme, como sobre roca) (119). Y, como no era hombre que esperase milagros cruzado de brazos, recurrió con ímpetu a la oración y a la penitencia; ímpetu que le frenó su director espiritual:
No me consiente grandes penitencias -escribe-: lo de antes, nada más, y dos ayunos, miércoles y sábados, y dormir seis horas y media, porque dice que, si no, a la vuelta de dos años estoy inutilizado (120).
En cuanto a la cuestión económica, se había buscado quien le ayudase. En el pasado diciembre, el día de San Nicolás de Bari, nombró a este santo Obispo patrono de la Obra en asuntos económicos (121). Asimismo, acudió a San José con una misa votiva de acción de gracias, por los muchos dones del pasado… y por los que de él esperaba, para resolver el futuro de la Academia (122).
* * *
Desde que los Escrivá dejaron el piso de Martínez Campos, para trasladarse a la vivienda de Santa Isabel, don Josemaría tenía un pie en el Patronato y otro en Ferraz. Le era forzoso estar pendiente, sobre todo, de la Residencia, donde los problemas de servicio y administración eran continuos. A finales de mes lo corriente era que no alcanzase el dinero para pagar los alquileres de los pisos, ni la cuenta de la carnicería, ni la panadería, ni los ultramarinos. Vivían, en parte, de fiado en cuanto a los suministros de comestible; y, por lo que hace a los alquileres, el sacerdote se iba a ver al propietario, don Javier Bordiú, suplicando paciencia por el retraso… "Yo sufría -cuenta Ricardo, el director-. Hasta alguna vez lloré y mis lágrimas cayeron sobre el libro de cuentas" (123).
Si por cualquier motivo tenía que ausentarse Ricardo a última hora de la tarde, don Josemaría se quedaba atendiendo la dirección. En esas ocasiones dejaba la Residencia, camino de Santa Isabel, a una hora avanzada. En las noches cerradas de invierno, pensando en los peligros que corría un sacerdote solitario por las callejuelas de Madrid, los de su familia le esperaban impacientes en Santa Isabel a la hora de acostarse. Atisbaban tras los cristales, hasta que, envuelto en el manteo, le veían asomar por una bocacalle. Con el tiempo se fueron medio acostumbrando, aunque doña Dolores seguía con el alma en vilo (124).
Ante las adversidades de los últimos meses, don Josemaría llegó a estar convencido, como Jonás, de que era un estorbo para la buena marcha de la Obra; y así lo confesaba: Son mis pecados, ¡mi ingratitud!, la culpa de las tribulaciones que padecemos. Entonces, dentro de él, rompía el grito: Señor, castígame a mí, y empuja la Obra (125).
Y halló el remedio en la penitencia. (A pesar de que afirme que su director no le consentía grandes penitencias, para no quedar "inutilizado" en un par de años, lo cierto es que le tenía permitidos ayunos, cilicios y disciplinas los lunes, miércoles y viernes) (126). El padre Sánchez le aprobaba las mortificaciones corporales en cuanto a la frecuencia; pero, ¿cómo iba a calibrar la intensidad y pormenores de las disciplinas? Doña Dolores, en cambio, sí que estaba enterada de lo recio del asunto, como lo prueba su comentario, cuando su hijo le habló por vez primera de la Obra en la famosa reunión familiar en Fonz. ¡Hasta su hermano sabía que se "ciliciaba"! Los Escrivá estaban dispuestos a ceder generosamente la herencia de mosén Teodoro a la Obra. Una petición tan sólo le hizo la madre: no te pegues, ni me hagas mala cara (127). (El trallazo de las disciplinas que el hijo descargaba en las carnes era un martirio para la sensibilidad auditiva de doña Dolores. Era imposible evitar el ruido en el piso de Martínez Campos y, luego, en Santa Isabel, por más que don Josemaría abriese los grifos para que corriesen ruidosamente chorros de agua. Y, aunque limpiaba con cuidado el cuarto de baño después de la operación, ¿dejarían de descubrir los ojos perspicaces de la madre las pequeñas salpicaduras de sangre en el suelo o en las paredes?) (128).
Tan pronto como pudo, se llevó las disciplinas a la Residencia de Ferraz. Entonces le tocó a Ricardo oír los sonoros zurriagazos, según cuenta: "El Padre -no sé con qué frecuencia- se encerraba en el cuarto de baño, y comenzaba a golpearse con la disciplinas. Yo había visto, en un descuido del Padre, que esas disciplinas no eran como las que utilizábamos nosotros, de sólo cuerda. Las del Padre tenían hierros, no sé exactamente si eran clavos, tuercas, etc., pero sí estoy seguro que eran trozos de hierro. El Padre no sabía que yo oía los golpes, y me enfadaba mucho, me tapaba los oídos un rato largo y seguían y seguían los golpes secos, ras, ras, ras… Me parecía que no iba a terminar nunca. No me atrevía a decirle nada al Padre, pero después de irse, al entrar en el cuarto de baño, veía que habían sido disciplinas de sangre y que, aunque las huellas habían sido limpiadas cuidadosamente, encontraba algún trozo de la pared de azulejo con puntos rojos […]. Hubiera dado cualquier cosa por no ver ni oír las pruebas de estas penitencias" (129).
Continuaban oyéndose las críticas alarmistas de algunos de los sacerdotes que colaboraban con don Josemaría: la Academia era un fracaso, por qué he de esperar yo que Dios me haga un milagro. ¡La catástrofe! ¡Las deudas! (130).
Don Josemaría no perdió la serenidad. Consultó con el padre Sánchez y con don Pedro Poveda, por si había cometido una grave imprudencia. Ambos le animaron. Aquello era, indudablemente, una prueba del Señor (131).
Así, pues, el 21 de febrero, sin contar con los sacerdotes, reunió a tres de los suyos y les expuso lo que podía ser una solución temporal a la situación económica: prescindir del piso ocupado por la Academia DYA y bajar ésta a la planta de la Residencia, donde había sitio de sobra. El próximo curso vendría la expansión, el momento en que saltase el muelle comprimido y recuperasen lo perdido entonces (132). Se comunicó la decisión a los que estaban fuera de Madrid. Todos reaccionaron con fe y optimismo: "nos comprimimos ahora para que en este período embrionario adquiramos la elasticidad necesaria, a modo de muelle, y a dar a su debido tiempo el gran salto de tigre", escribía Isidoro desde Málaga (133).
Para don Josemaría, el abandono del piso equivalía a una aparente retirada estratégica (134); mientras que para algunos de sus sacerdotes, era prueba evidente del fracaso. En vista de lo cual, y con los precedentes de los meses anteriores, decidió lo que sería su futura norma de conducta con respecto a ese pequeño grupo de sacerdotes: - Procuraré sacarles el partido posible, hasta ver si se maduran en el espíritu de la Obra. Siguió, pues, con ellos una prudente táctica de "tira y afloja". Sabía bien por qué no reaccionaban (tienen poca visión sobrenatural, y un amor pobre a la Obra, que para ellos es un hijo postizo, mientras para mí es alma de mi alma) (135).
La actitud vacilante de ese grupo de sacerdotes fue, durante meses, una constante preocupación para don Josemaría. Aquellos sacerdotes, a los que había llamado a la Obra como colaboradores y hermanos, resultaron, por el contrario, una carga. Algunos de ellos habían hecho pocas semanas antes un compromiso de obediencia con el fin de reforzar la autoridad de gobierno del Fundador. Mas su conducta fue muy distinta a lo que era de esperar. El Fundador, sobre cuyo pensamiento gravitaba esta amarga desazón, dijo alguna vez que eran su "corona de espinas". La actitud negativa que adoptaron algunos les fue alejando del espíritu de la Obra. De modo que el 10 de marzo hubo de registrar un hecho penoso: Hace días que no es posible tener la Conferencia sacerdotal, que veníamos teniendo cada semana desde 1931 (136).
A partir de entonces sus relaciones con los sacerdotes del "compromiso" de 1934 se hicieron poco menos que insostenibles, y, además, le cayó encima la cruz de las murmuraciones. Los amigos le aconsejaron deshacerse de aquel grupo de sacerdotes, pero don Josemaría prefirió aprovechar su colaboración ministerial, sin permitirles, en adelante, que interviniesen en los apostolados de la Obra. Tal fue la línea de actuación que se trazó en 1935:
Sin seguir el consejo del P. Sánchez y del P. Poveda, (tácito, el primero; y muy claramente expreso, el segundo) de echar a los sacerdotes, por razones que la caridad me vedó indicar en las catalinas a su tiempo, como yo veo las virtudes de todos y la buena fe innegable, opté por el término medio de conllevarles, pero al margen de las actividades propias de la O., aprovechándolos siempre que sea necesario su ministerio sacerdotal (137).
Don Josemaría no podía contradecir los dictados de su corazón. Sentía por aquellos sacerdotes seculares un especial cariño y por ellos derramaría lágrimas de admiración y santa envidia, pues varios murieron mártires a los pocos meses. Toda su vida tuvo preocupación por los sacerdotes diocesanos, porque no se hallaran solos o carecieran de la debida atención espiritual. Y uno de los mayores gozos del Fundador fue ver que los sacerdotes diocesanos pudieron, con el tiempo, incorporarse a la Obra formando parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
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El día de San José, 19 de marzo de 1935, fue un día muy grande. Aquel 19 de marzo vinieron a desembocar en el corazón del Fundador todas las amarguras de los últimos meses: dificultades materiales, aparente fracaso apostólico, críticas e insumisión de los sacerdotes: - ¡Bendito seas, Jesús, que haces que no falte en esta fundación el sello Real de la Sta. Cruz! En esta catalina del 20 de marzo, recogiendo penas del día anterior, rememoraba una lección definitivamente impresa en su memoria, cuando años atrás anotaba:
Jesús me ha querido siempre para El -ya lo explicaré despacio, otro día-, por eso me aguó todas las fiestas, puso acíbar en todas mis alegrías, me hizo sentir las espinas de todas las rosas del camino… Y yo, ciego: sin ver, hasta ahora, la predilección del Rey, que, en mi vida entera, reselló mi carne y mi espíritu con el sello real de la Santa Cruz (138).
Por primera vez tuvo lugar, ese 19 de marzo, la incorporación definitiva a la Obra de las vocaciones ya probadas. Queriendo evitar malentendidos, y para resaltar que no se trataba de votos o promesas como hacen los religiosos, les explicó el Fundador en qué consistía: - Consiste -sin votos, ni promesas de ningún género- en dedicar la vida para siempre a la Obra. A esta incorporación, que se hizo ante la pobre cruz de palo del futuro oratorio de la residencia, se le llamó "Esclavitud", y luego "Fidelidad" (139). Simbólicamente, la ceremonia se refrendaba imponiendo unos anillos, que llevaban grabada, por la parte interior, la fecha y la palabra "Serviam" (serviré). Y, con el fin de recalcar hasta dónde alcanzaba la responsabilidad de esa entrega, don Josemaría preguntaba, uno por uno, a quienes habían hecho ya la fidelidad:
"Tú, si el Señor dispusiera de mi vida antes que la Obra tenga las necesarias aprobaciones canónicas, que le den estabilidad, ¿seguirías trabajando por sacar la Obra adelante, aun a costa de tu hacienda, y de tu honor, y de tu actividad profesional, poniendo, en una palabra, toda tu vida en el servicio de Dios en su Obra?" (140).
Los días que siguieron a la fiesta de San José fueron de gran expectación. De tiempo atrás habían venido preparándose todos para la llegada del Santísimo (del "Residente", por excelencia, como le llamaba don Josemaría, con la esperanza viva de tenerle en casa). El tener un Sagrario en casa fue la razón principal de su salida de Luchana. Y el demonio, ante tan grande acontecimiento, puso obstáculos, indudablemente: el demonio pone chinitas, para retrasar la venida de Jesús al Sagrario de esta Casa, se lee en una catalina (141). Estando a punto de solicitar el decreto de erección del oratorio, cayó enfermo el Vicario General. Pero el 2 de marzo, ya restablecido el Sr. Vicario, don Josemaría le informaba acerca de los retiros mensuales y de una catequesis que atendían en la Colonia Popular, para terminar la carta con una clara indirecta: pienso que Jesús estaría muy contento, en medio de esta muchachada suya, si tuviéramos Oratorio de verdad y Sagrario (142). El 12 de marzo presentó una instancia en la Vicaría, solicitándolo.
Destinaron a oratorio la mejor habitación del piso. Consiguieron un altar con ara portátil y, como retablo, un cuadro con la cena de Emaús. Les dieron también Sagrario, ornamentos y candeleros. Unos regalados; otros en préstamo. Don Josemaría, entretanto, sentía la urgencia de que viniese el Huésped: - Jesús, ¿vendrás pronto a tu Casa del Ángel Custodio, al Sagrario? ¡Te deseamos! (143). En vísperas de San José no había recibido aún contestación a la instancia solicitando un oratorio semipúblico (144). Quedaban también por adquirir bastantes objetos sueltos, como las vinajeras, la campanilla, la palmatoria, la bandeja de la Comunión, etc. Don Josemaría hizo una lista de ellos, y la guardó, encomendando a San José que algún alma caritativa se los donase. Grande fue su sorpresa cuando, la misma víspera de la fiesta, el 18 de marzo, el portero subió a la residencia con un paquete que le había entregado un señor. Al abrirlo comprobó el sacerdote que contenía todo lo que faltaba; exactamente los objetos enumerados en la lista. Trataron de averiguar quién era el donante. El portero no supo dar más señas sino que lo trajo un señor con barba. No podía ser más justa y precisa la respuesta de San José a sus oraciones. Consciente de ello, en agradecimiento por ese favor que adelantaba la presencia de Jesús Sacramentado en aquella casa, mandó que en todos los futuros centros de la Obra la llave del Sagrario llevase una cadenita con una medalla en la que estuviera inscrito: "Ite ad Ioseph", patriarca del Nuevo Testamento y guardián de la llave del Pan de los Ángeles (145).
¡Por fin!… Jesús viene a vivir con nosotros. Et omnia bona pariter cum eo…, y todo lo bueno vendrá también con Él, anunciaba con gozo el sacerdote en carta del 30 de marzo a José María G. Barredo (146).
El 31 de marzo, con el oratorio lleno de muchachos, celebraba la misa don Josemaría con casulla blanca. El altar, adornado con flores. Las velas, escalonadas hacia el Crucifijo encima del tabernáculo. Antes de dar la Comunión dirigió unas palabras de agradecimiento al nuevo "Residente". Y, con la alegría de tener en casa al Señor, dio por buena y olvidada toda aquella larga carrera de sacrificios, como escribía al Señor Vicario: Se celebró la Sta. Misa, en el Oratorio de esta Casa, y se quedó su Divina Majestad Reservado, dejándonos bien cumplidos los deseos de tantos años (desde 1928) (147).
Sorprendentemente, desde esa fecha, el ambiente de la Residencia parecía cambiado, más familiar. Las tardes de los sábados en Ferraz eran de gran animación. El sacerdote daba una meditación y la bendición con el Santísimo a los estudiantes. Luego se hacía una colecta para "las flores de la Virgen" (148). Con parte de ese dinero se compraban flores para adornar el altar. Parte se empleaba en limosnas para los pobres desamparados de los suburbios. (Se socorría también a "los pobres de la Virgen", gentes venidas a menos, pobres vergonzantes que ocultaban con dignidad el hambre y los sufrimientos. A éstos se les llevaba, además del consuelo de la visita, un regalo cualquiera, la golosina o el libro que no podían adquirir).
Las catequesis de los domingos aumentaron. Fue preciso tener dos retiros mensuales. Se inauguró una clase para obreros en Carabanchel… Con mucha verdad decía don Josemaría que: -Desde que tenemos a Jesús en el Sagrario de esta Casa, se nota extraordinariamente: venir El, y aumentar la extensión y la intensidad de nuestro trabajo (149).
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El año anterior Ricardo F. Vallespín había sufrido un ataque de reumatismo. Tan agudo que, si se prolongaba, no podría presentarse a examen en la Escuela de Arquitectura. En vista de lo cual, llevado de su amor a la Virgen, hizo una promesa pidiendo su pronto restablecimiento. Pasó el examen. Pero, cuando se lo contó a don Josemaría, pertenecía ya a la Obra y el Fundador le dispensó de su cumplimiento, ya que la promesa requería desplazarse de Madrid a Ávila andando. Y ahora, cuando se acercaba el final de curso y contaba en Ferraz con un buen plantel de gente joven, del que esperaba vocaciones y residentes para el próximo año, don Josemaría hizo suya la idea de Ricardo. Quería agradecer a Nuestra Señora, de una manera especial, los favores que de ella habían recibido ese curso. Iría acompañado de Ricardo y de José María G. Barredo a Sonsoles el dos de mayo.
Decidida la marcha a Sonsoles, quise celebrar la Santa Misa en DYA antes de emprender el camino de Ávila. En la Misa, al hacer el memento, con empeño muy particular -más que mío- pedí a nuestro Jesús que aumentara en nosotros -en la Obra- el Amor a María, y que este Amor se tradujese en hechos. Ya en el tren, sin querer, anduve pensando en lo mismo: la Señora está contenta, sin duda, del cariño nuestro, cristalizado en costumbres virilmente marianas: su imagen, siempre con los nuestros; el saludo filial, al entrar y salir del cuarto; los pobres de la Virgen; la colecta de los sábados; omnes… ad Jesum per Mariam; Cristo, María, el Papa… Pero, en el mes de mayo, hacía falta algo más. Entonces, entreví la "Romería de Mayo", como costumbre que se ha de implantar -que se ha implantado- en la Obra (150).
Sin entrar en el recinto amurallado, se encaminaron directamente hacia la ermita. Desde lejos veían el santuario en lo alto de la ladera. Rezaron un rosario a la subida; otro, dentro, ante la imagen de la Virgen, en medio de ex-votos y ofrendas; y la tercera parte, de vuelta a la estación de Ávila. De las incidencias de la romería sacó tema el sacerdote para hacer a los suyos consideraciones sobre la perseverancia:
Desde Ávila -cuenta-, veníamos contemplando el Santuario, y -es natural-, al llegar a la falda del monte desapareció de nuestra vista la Casa de María. Comentamos: así hace Dios con nosotros muchas veces. Nos muestra claro el fin, y nos le da a contemplar, para afirmarnos en el camino de su amabilísima Voluntad. Y, cuando ya estamos cerca de El, nos deja en tinieblas, abandonándonos aparentemente. Es la hora de la tentación: dudas, luchas, oscuridad, cansancio, deseos de tumbarse a lo largo… Pero, no: adelante. La hora de la tentación es también la hora de la Fe y del abandono filial en el Padre-Dios. ¡Fuera dudas, vacilaciones e indecisiones! He visto el camino, lo emprendí y lo sigo. Cuesta arriba, ¡hala, hala!, ahogándome por el esfuerzo: pero sin detenerme a recoger las flores, que, a derecha e izquierda, me brindan un momento de descanso y el encanto de su aroma y de su color… y de su posesión: sé muy bien, por experiencias amargas, que es cosa de un instante tomarlas y agostarse: y no hay, en ellas para mí, ni colores, ni aromas, ni paz (151).
En recuerdo de esa romería, don Josemaría guardaba en una pequeña arqueta un puñado de espigas, como símbolo y esperanza de la fecundidad apostólica en el mes de mayo (152).
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Reverdecía la Academia-Residencia cuando comenzó a llegarle el eco de calumnias y murmuraciones. Un día, el hijo del propietario de Ferraz 50 le contó que alguien dijo a su padre:
- "¿Cómo tienen ustedes alquilados sus pisos a DYA, que es cosa de masones?"
- "¡Hombre! -le replicó el propietario-, no sabía que los masones rezan todos los días el rosario tan devotamente" (153).
(Desde su piso oía el Sr. Bordiú a los residentes rezar juntos el rosario).
Luego se enteró de que una persona, amigo de un estudiante que frecuentaba la Residencia, se negó a visitar la casa, porque había oído decir que "ese Don José María está chiflado" (154). Las calumnias se extendieron rápidamente entre el clero de Madrid. En una anotación del 7 de marzo escribe en los Apuntes: Sigue la racha insidiosa para la O. Es que, unos días antes, se había encontrado con un sacerdote al que apenas conocía, que le paró para preguntarle:
- "¿Cómo va esa obra?"
- "¿Qué obra?", le replicó don Josemaría.
- "Esa academia que tienen ustedes".
- "La academia, donde trabajo, es de un arquitecto, profesor de la Escuela de Arquitectura", le aclaró don Josemaría.
- "¿Y esa masonería blanca?", continuó insistente.
- "Es calumniosa semejante calificación", contestó indignado al preguntón. "Allí no hay nada oculto, nada hay que esconder: no hay secretos, ni secreteos: Un grupo de jóvenes, que estudian mucho y procuran vivir como buenos cristianos…, y que no merecen, por eso, que se les ofenda con insidias" (155).
Se dispararon los chismorreos. Un santo sacerdote que tiene verborrea, refiere don Josemaría en sus Apuntes, se escandalizó de la cruz de palo que había en el oratorio, pues no tenía Crucificado (156). Chiflados, masones, herejes. Quedaba así plantada, ya desde 1935, la semilla de las calumnias contra la Obra.
El verano de 1935 fue para don Josemaría una larga y continua jornada de trabajo. Con la ayuda de quienes se quedaron en Madrid, preparó y envió las hojas de "Noticias" a quienes se hallaban de veraneo. Comenzó dos grupos de clases de formación espiritual y no interrumpió los retiros mensuales que venía dando a los estudiantes.
En el mes de julio le vinieron, como inesperado regalo de lo alto, dos vocaciones que, andando el tiempo, serían de los primeros sacerdotes de la Obra. Uno era Álvaro del Portillo, el estudiante que había recibido en Vallecas un corte terrible en la cabeza, consiguiendo escapar por el metro. Había conocido al sacerdote de Ferraz en el mes de marzo y pensó que sería descortés irse de vacaciones sin saludarle. El sábado, 6 de julio, se presentó en la residencia. Le invitó don Josemaría al retiro que tendrían al día siguiente. Ese domingo le explicaron por vez primera en qué consistía la Obra, y ese mismo día pidió ser admitido en ella (157). El otro era "Chiqui", el que había pasado directamente de la presentación a clavar clavos desde lo alto de una escalera.
Se encontraba el Fundador deshecho por el desgaste físico y moral a que estuvo sometido todo el curso anterior, pero se reanimó ante la perspectiva de conseguir nuevas vocaciones. Tenía las esperanzas puestas en el próximo curso y quería evitar que las circunstancias le cogiesen desprevenido, como en 1934. La Obra va bien. Aquí se ve a Dios (158), informaba a finales de agosto al Sr. Vicario. Pero largos meses de tensión y de agobio acumulados terminaron quebrantando la salud de quienes andaban comprometidos en el gobierno de la Residencia. El primero en sucumbir al cansancio fue Ricardo, el director. Tuvo que guardar cama en el mes de agosto (159). Don Josemaría, más curtido y resistente -también más agotado-, arrastró como pudo su cansancio hasta septiembre, en que se fue a hacer un retiro espiritual en los Redentoristas de la calle Manuel Silvela. Meses antes, don Francisco Morán, notando su agotamiento, le ofreció unos días de descanso en una finca de su propiedad, en Salamanca (160). No pudo aceptar don Josemaría.
El domingo, 15 de septiembre, por la tarde fue al convento de los Redentoristas. Tan molido estaba que no le respondía el cuerpo. Probablemente, por lo que escribió luego, hacía más de un año que no había dormido siete horas seguidas:
Lunes: son las nueve y cuarto de la mañana, y todavía no puedo decir que comencé a hacer los stos. ejercicios. Anoche me encontraba rendido: dormí desde las once ¡hasta las seis y media!
[…] He vomitado parte de la comida. Estoy flojísimo.
[…] No he hecho nada (hoy no tomé disciplina todavía: la tomaré antes de acostarme), y estoy rendido, lo mismo que si me hubieran apaleado. Quizá hago mal en apuntar detalles fisiológicos. Pero es el caso que me echaría ahora en cualquier sitio, aunque fuera en medio de la calle, igual que un golfo, para no levantarme en quince días (161).
Hizo sus primeros propósitos, que consistían en dormir en el suelo y no más de seis horas:
Martes. He dormido en el suelo estupendamente […]. Como he de decirlo todo, me acuso de pereza. ¡Adiós los propósitos de ayer! Dieron las cinco de la mañana, y sonó una campanita catedralicia, capaz de despertar a un sordomudo […]. A las seis, fuerte como un sansón melenudo, -y débil como un niño, para servir a mi Dios-, me alcé del mullido lecho. Me encuentro estupendamente. Ergo…, al borrico, no contemplaciones: ¡palos! (162).
Aun alejado de Ferraz, su corazón velaba por quienes se habían quedado en la Residencia, apoyándoles con su oración y mortificaciones: ¡Cómo me acuerdo de esos hijos míos!, escribe desde su retiro. Hoy, a las ocho, tendrán la "emendatio" (Círculo Breve) según costumbre. A las ocho en punto, tomaré mi disciplina por ellos (163).
El jueves fue Ricardo al convento, a entregarle una carta. En aquella hora se dio cuenta el sacerdote de que le estallaba el corazón de alegría y de que quería a sus chicos con toda su alma. ¿Es que no lo había notado hasta entonces?
* * *
La gente de la Obra, en su mayoría estudiantes, había conocido a don Josemaría siempre de sotana. La única excepción era Isidoro. Tenían la misma edad y habían sido compañeros de estudio en Logroño. En 1930 nace entre ellos una nueva intimidad, al ser Isidoro admitido en la Obra. Mas ese pie de igualdad en el trato, al tiempo que lleva a una más honda afectuosidad humana, fue abriendo entre ellos una impalpable distancia espiritual, que acabó tornándose en un tipo de relación imprevista. El cambio está reflejado en la correspondencia que mantuvieron entre sí Isidoro y don Josemaría durante esa época; y, más claramente, en las fórmulas de encabezamiento y despedida de sus cartas.
En los años 1930 a 1932 las fórmulas usuales de Isidoro son: - "Mi querido amigo José María"; y en las despedidas: - "Recibe un abrazo de tu buen amigo" (164).
En una segunda etapa, en 1933, las expresiones que emplea corrientemente no son solamente amistosas sino "fraternales": - "Mi querido hermano José María", o: - "Mi querido amigo y hermano"; despidiéndose con la fórmula: - "Recibe un abrazo de tu viejo amigo y hermano", o: - "Te abraza fraternalmente" (165). A partir de mayo de 1934 aparece un nuevo encabezamiento: - "Mi querido Padre José María" (166).
En cambio, las entradas y despedidas de las cartas de don Josemaría no se sujetan a una fórmula determinada, aunque siempre tienen un tono de cálido afecto:
-Madrid 1-III-931. Queridísimo Isidoro: […] Te encomienda al Amo y te abraza fraternalmente -José María.
Y dos días más tarde:
-Madrid 3-III-931. Queridísimo Isidoro […] Mi bendición de sacerdote y de Padre, con un fuerte abrazo, en nombre de todo el manicomio, -José María (167).
Tres años más tarde, la "fraternidad" ha sido definitivamente desplazada y sustituida, en toda su correspondencia, por una creciente "paternidad": - Para todos, la bendición de vuestro Padre, que no os olvida y os pide oraciones. José María (carta a los suyos de 1-VI-34) (168). Esa paternidad espiritual y de familia, que florece en la primavera de 1934, responde a una anotación hecha en sus Apuntes:
- Domingo, 11 de marzo de 1934. […] En la O. de D. no hay tratamientos. Al Padre Presidente de la O. se le llamará sencillamente así: Padre. Sin reverendo, ni ilustrísimo, ni nada (169).
Desde muy a los comienzos sintió el Fundador esa vocación de paternidad: Jesús no me quiere sabio de ciencia humana. Me quiere santo. Santo y con corazón de padre (170). Se leen estas consideraciones en una catalina de 1931. Y, en 1933, al solicitar permiso para arreciar en sus penitencias, exhortará a su confesor con estas palabras: - Mire que Dios me lo pide y, además, es menester que sea santo y padre, maestro y guía de santos (171).
No le era fácil llamar hijos a los miembros de la Obra. Con ese lema suyo de ocultarse y desaparecer le daba sonrojo, y se refugiaba en el sencillo recurso de la fraternidad, como él mismo confiesa:
- Hasta el año 1933 me daba una especie de vergüenza de llamarme "Padre" de toda esta gente mía. Por eso, yo les llamaba casi siempre hermanos, en vez de hijos (172).
Por otra parte, su juventud se lo estorbaba. Rayaba en los treinta y ¿pretendía ser cabeza de familia, de gente -sacerdotes o laicos- que tenían su misma edad o más años aún? Cuántas veces no rezó aquella jaculatoria suya: ¡dame, Señor, ochenta años de gravedad! (173). Al cabo de un tiempo notó que su carácter adquiría, poco a poco, un toque de seriedad. Los chistes, las risas, la sana jovialidad eran, todavía, cosas de su agrado. Sin embargo, ese lícito placer, con regusto de frivolidad o de jolgorio, se le tornaba ocasionalmente en amargura, causándole un mal sabor de boca. Es Jesús -pensaba- que va poniendo los ochenta años de gravedad sobre mi pobre corazón, demasiado joven (174). Vigiló el sacerdote sus dichos y palabras en la conversación. Procuró controlar sus gustos y modales en público. Se esforzó en evitar cualquier falta de mesura. En fin, hasta en la manera de andar se hizo moderado. No estaba dispuesto, sin embargo, a renunciar a la vida de infancia espiritual en favor de la gravedad de los ancianos. De modo que trató de hallar una fórmula que aunase estos términos dispares. Jesús -pedía-: quiero ser un nene de dos años, con ochenta inviernos de gravedad y siete cerrojos en mi corazón (175).
Pero en 1934 comenzó a estar un poco de vuelta en cuanto a la gravedad: - La gravedad: Jesús tenía, al morir en la Cruz, treintaitrés años. La juventud no me puede servir de excusa. Además, ya voy dejando de ser joven (176).
En cuanto a lo de los siete cerrojos, era algo que venía considerando de lejos, desde su estancia en el convento de San Juan de la Cruz, cuando ponía por escrito sus meditaciones:
La santa pureza: humildad de la carne. Señor: ¡siete cerrojos, para mi corazón! Siete cerrojos y ochenta años de gravedad. No es la primera vez que oyes esta solicitud mía […]. Mi pobre corazón está ansioso de ternura (177).
Su vida afectiva, rebosante de alegría, caudalosa, se avenía malamente con los "ochenta inviernos de gravedad". Pretendía enjaular los sentimientos, al igual que se esforzaba en poner mesura en su porte. Todo en vano. El corazón se le escapaba. Imposible contenerlo. La intensidad de sus latidos le daba sobresalto. Hasta que el Señor le hizo ver que esa rebosante ternura estaba destinada a El y, por El, a sus hijos, y que en su pecho había una vena inagotable de cariño, limpio y paterno. Lo descubrió el 19 de septiembre, cuando Ricardo vino a entregarle una carta en los Redentoristas:
Vino Ricardo -como dije- y me dio una gran alegría verle. Quiero a mis chicos con toda mi alma. Y mi voluntad siempre es tenerles este afecto, por Cristo. Sin embargo, varias veces esta tarde, me entró el escrúpulo de si ese cariño (que, naturalmente, adquiere más intensidad para aquellos hijos míos, a quienes veo más entregados a la Obra) podría desagradar a Jesús. Hace un instante, me ha hecho Jesús ver y sentir que no le desagrada: porque a ellos les quiero por El; y porque, queriendo a mis chicos tanto, a El le quiero millones de veces más (178).
Junto a la función de Padre -que había asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla (179)- el Fundador se sentía llamado a ser maestro y guía de santos. ¿Tiraría por el camino del magisterio y de la sabiduría, tratando de descollar en los estudios y sentar cátedra? O bien, ¿sacrificaría ese noble deseo? Y, después de meditarlo, presentó la respuesta a su director espiritual: Mi camino es el segundo: Dios me quiere santo, y me quiere para su O. (180).
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El curso 1935-1936 se inauguró recobrando lo que por "retirada estratégica" se había cedido, al trasladar la Academia DYA al piso de abajo. A principios de septiembre escribieron a los colegios más conocidos de provincias e insertaron anuncios de la Residencia en la prensa nacional. Vinieron muchas solicitudes de plaza y, no siendo suficientes las camas de Ferraz 50, y no pudiendo realquilar el piso del año anterior, habilitaron un anexo en Ferraz 48, la casa colindante. Para el acondicionamiento del nuevo piso don Josemaría hubo de recurrir de nuevo a doña Dolores, que puso a su disposición 45.000 pesetas (181).
Al cumplirse siete años de la fundación escribía don Josemaría esta catalina:
Desde aquel 2 de octubre de 1928, ¡cuántas misericordias del Señor! Hoy lloré mucho. Ahora que todo va muy bien, es cuando me encuentro flojo y como sin fortaleza. ¡Qué claramente se conoce que todo lo has hecho y lo haces tú, Dios mío! (182).
El funcionamiento de la Residencia el año anterior había sido, verdaderamente, un milagro cotidiano. En 1934 habían comenzado con una buena plantilla de criados: dos mozos de servicio y un cocinero profesional, al que hubo que despedir enseguida, debidamente remunerado, por supuesto, porque no tenían residentes. Ahora, más precavidos, redujeron el personal doméstico a una cocinera y a un joven criado, que había estado antes de botones en la Residencia, para hacer todo tipo de recados, atender la puerta y servir la mesa. La cocinera era mujer de sobrada experiencia profesional (183).
Por lo que hace al resto del servicio, el joven criado no se excedía, precisamente, en el cumplimiento de sus deberes. Sacerdote y director realizaban las faenas domésticas cuando los residentes salían de casa. Hacían las camas. Barrían los cuartos. Fregaban platos y preparaban la mesa. Venían entrenados desde el curso anterior. Eran veintitantos los residentes y las faenas de limpieza se hacían a mano y con buen ánimo:
El día de S. Carlos, 4 de nov. -se lee en una catalina-, hizo dos años de la vocación de Ricardo. La celebramos, fregando él toda la vajilla de la Casa aquella noche. Yo la secaba y llevaba a su sitio. Terminamos cerca de las doce, con santa alegría (184).
En el mes de noviembre pidieron la admisión en la Obra dos estudiantes de Arquitectura, amigos y procedentes ambos de la región levantina. Uno de ellos, Pedro Casciaro, había conocido a don Josemaría en enero de 1935, asistiendo desde entonces a las charlas de formación humana y espiritual organizadas en la Residencia. El otro no supo de la Obra hasta octubre. Se llamaba Francisco Botella. En las Navidades se fueron ambos a vivir a Ferraz 48 (185).
Allí se respiraba una atmósfera cordial "de piedad, de estudio y de apostolado", como la describe Aurelio Torres-Dulce, un estudiante de Medicina que frecuentaba la Residencia; no sin aclarar que "el objetivo fundamental de todo aquello era lo sobrenatural: mejoramiento de la conducta cristiana" (186). Los estudiantes acudían al piso precisamente porque no era "un sitio de recreo". Se les exigía en el estudio, porque estudiar es obligación grave. Tenían que tratar la residencia como "cosa suya", esto es, participar en cargas y gastos. No les era permisible adocenarse, "quedarse en el montón". Se les animaba a alzar el vuelo de las nobles ambiciones (187).
En medio de la opresora crispación política del país, aquel ambiente era un remanso de alegría y de paz, tan de agradecer como el maravilloso hallazgo de un oasis en el desierto. Conocedor de los exaltados ímpetus juveniles, desencadenados en esa triste circunstancia de la historia española, don Josemaría anotó en una catalina lo que era necesario corregir y lo que era preciso inculcarles:
Para el espíritu de la o. de San Rafael: no se permita a los chicos que discutan sobre asuntos políticos en nuestra casa: hacerles ver que Dios es el de siempre, que no se ha cortado las manos: decirles que el apostolado, que con ellos se hace, es de índole sobrenatural: traer muchas veces a cuento la presencia de Dios, en conversaciones particulares, en las charlas comunes, y siempre: hacerles católico el corazón y el entendimiento (188).
A comienzos de 1935 José Luis Múzquiz, un estudiante de Ingeniería, tuvo una entrevista con don Josemaría: "Me expuso brevemente -dice José Luis- lo que hacía la academia DYA. Cómo, sin fundar ninguna asociación nueva, trataba de formar buenos cristianos instruyéndolos e induciéndolos a ser consecuentes con su nombre e ir formando, poco a poco, a otros jóvenes que quisiesen prestarse a esta formación. Me dijo que había en las charlas o círculos, jóvenes de todas las regiones de España, estudiantes en Madrid; y de todas las tendencias y partidos políticos, pero que en los círculos no se preguntaba a nadie a qué partido pertenecía" (189).
Y cuando Ricardo, el director de la Residencia, la define por su tono espiritual -"ambiente de alegría, de paz, de amor de Dios y de serenidad ante las circunstancias adversas del ambiente político y social"-, está dándonos, sin pretenderlo, el estado de ánimo del Padre (190). Aquel sacerdote había descubierto, tiempo atrás, el porqué de su serenidad cuando todo trepidaba a su alrededor:
Creo que el Señor ha puesto en mi alma otra característica: la paz: tener la paz y dar la paz, según veo en personas que trato o dirijo (191).
A la hora de exponer por escrito sus consideraciones, don Josemaría manifestaba un particular interés en ser objetivo, absolutamente desapasionado. De modo especial cuando se trataba de la Obra, del apostolado o del proceso interior de su propia vida y carácter. Consciente de ello, en mayo de 1935, libre de entusiasmos o desánimos, objetivo y sereno, se mostraba satisfecho del camino andado por la Obra al describir su desarrollo:
Y veo que todo está en marcha: San Rafael, San Gabriel y San Miguel: las tres ramas de la Obra: todo el apostolado de los varones. Innegable es el entregamiento de todos (192).
¿Todos, realmente? Es claro que don Josemaría había dado por perdidos para la Obra a aquel grupo de sacerdotes de quienes decía unos meses antes: - Desgraciadamente, hasta ahora, sin ofensa para nadie -todos son muy santos- no he encontrado un sacerdote que me ayudara, dedicándose como yo, exclusivamente a la Obra (193). La esperanza de descargar en ellos parte de la labor había fallado. Si los sacerdotes, mis H.H. [hermanos], me ayudan, pensaba… (194). Y le dejaron solo con su carga.
Falta de colaboración que repercutió, negativamente, en el desarrollo de la labor con mujeres. En una nota para su confesor, de octubre de 1933, aparece ya esta preocupación. Uno de los pensamientos que inquietaban al Fundador era ese hacer poquísimo caso de las nuestras, dejando incumplida la Voluntad del Señor. Si perseveran hasta ahora -se decía-, es por especial favor de Dios (195). (Le desazonaba el pensamiento de dejar incumplida la Voluntad de Dios, y esto le llevaba a expresarse con cierta impropiedad. Su inquietud proviene de las limitaciones de tiempo y hasta de fuerza física. Así lo reconoce, hablando del apostolado con los jóvenes, cuando escribe: porque no atiendo -no llego, no puedo abarcar más- a los muchachos que han venido con nosotros).
En la Navidad de 1933, los jóvenes de la Obra, con el Fundador al frente, hicieron un triduo al Espíritu Santo, pidiéndole vocaciones; especialmente -anota en sus Apuntes- una de mujer para hacer cabeza de ellas (corazón, mejor) (196).
Don Josemaría, Padre también de las vocaciones femeninas, seguía conservando una exquisita distancia en el trato con las mujeres. No mantenía con ellas relación "fuera del confesonario; y evitaba cualquier acto que pudiese dar motivo a sospecha", dice Natividad González Fortún (197). Como pensaba no haber alcanzado todavía los "ochenta años de gravedad", prefirió dejarlas en manos de otros sacerdotes. Don Norberto y don Lino solían ocuparse de ellas, como va dicho. De lo que no estaba muy seguro don Josemaría era de los resultados. ¿Cómo iban aquellos señores sacerdotes a transmitirles la formación y el espíritu propio de la Obra cuando ellos mismos no lo habían adquirido? Así fue cómo algunas vocaciones, que trabajosamente ganara el capellán de Santa Isabel en el confesonario, se despidieron en muy breve tiempo (198).
El 28 de abril de 1934 consiguió don Josemaría reunir, por primera vez, a unas cuantas mujeres de la Obra -no llegaban a media docena- en el locutorio del Convento de Santa Isabel; y, los sábados siguientes, utilizaron un local de la "Casa de la estudiante", cedido por don Pedro Poveda (199). Sus proyectos de apostolado con mujeres parecían no urgirle, de momento; y se decía a sí mismo, esperanzadamente: - En cuanto estén un poco organizadas mis hijas… Pero era evidente que no lo estaban mucho. En aquellas circunstancias, don Josemaría hizo lo que pudo. Porque la apertura de la Residencia de Ferraz, la tensa situación creada después a consecuencia de las críticas de sus sacerdotes, y las invencibles dificultades económicas, le impedían atender con regularidad a aquellas almas, que andaban faltas de orientación y gobierno. Con la reserva del Santísimo en el oratorio de Ferraz cambiaron radicalmente las cosas. De tarde en tarde, a la hora en que se hallaban fuera los residentes, el sacerdote daba a aquel grupo de mujeres la meditación y la Bendición. Les hablaba de la santificación del trabajo y del apostolado. Se entusiasmaban oyéndole hablar, aunque don Josemaría siempre se quedaba con la duda de si realmente le entendían (200). "La verdad es que buena voluntad sí teníamos -comenta con sencillez Felisa Alcolea-. Pero nada más" (201).
Falto de mejor ayuda, le fue físicamente imposible meterse de lleno en la labor apostólica con mujeres. No le sobraba un instante, por más que trabajase las veinticuatro horas del día. Sus obligaciones como Rector, las visitas a hospitales y, sobre todo, la creciente dirección espiritual de estudiantes en la Residencia, consumían todas sus fuerzas y todas sus horas. De hecho, don Josemaría se halló en los umbrales del agotamiento en varias ocasiones. Y cuando, en 1936, sobrevino la guerra de España, aquellas mujeres, todavía poco formadas en el espíritu del Opus Dei, se desbandaron. Aisladas y sin ninguna atención espiritual, esas incipientes vocaciones se desarraigaron de la Obra, a causa de la forzosa interrupción impuesta por el conflicto.
* * *
Con orgullo de Padre mostraba el Fundador una admiración ilimitada por sus hijos. Mis hijos seglares -todos- son heroicos (202), afirmaba con plena convicción. En ellos encontró la ayuda necesaria para el desarrollo de la Obra. Y con el convencimiento sobrenatural de que eran los instrumentos, por tanto tiempo esperados, para poner en marcha la empresa sobrenatural, rogaba así al Señor a principios del curso 1935-1936:
Señor: Dispón las cosas de modo que podamos trabajar bien -a tu gusto- en este curso, que acaba de comenzar. Jesús: que tu pobre Borrico sepa formar, según tu Voluntad amabilísima, a estos Apóstoles tuyos, a nuestros chicos de San Miguel, para que ellos hagan la Obra (203).
Desde que alguien ponía el pie en la Residencia, podía percibir una cálida temperatura humana que, al decir de un testigo, "parecía penetrar todo, no sólo a los que en ella estaban, sino hasta las cosas materiales e insensibles" (204). Quienes iban allí por vez primera, luego de entrar en el oratorio y saludar al Señor, eran presentados al Padre. Atendía éste a las visitas en el cuarto del director, pues su habitación, pequeña y falta de luz, la llenaba un armario donde se guardaban los archivos y los ornamentos del oratorio. El cuarto de dirección medía unos tres por cuatro metros, aproximadamente. Ese espacio lo ocupaban una cama sin cabecera, un pequeño armario, una mesa de despacho y tres o cuatro sillas (205).
El estilo de don Josemaría era directo, familiar y calurosamente afable. A los pocos minutos, el visitante estaba tocando temas íntimos, abriendo de par en par su alma al sacerdote, como si se conocieran de siempre. Algunos salían, de ése su primer encuentro, camino de revisar a fondo sus vidas, renovando proyectos e ideales, con el alma inquieta por haber descubierto horizontes insospechados (206).
De mediana estatura, más bien alto, el sacerdote era grueso; la cara redonda, y la frente amplia y recta. Usaba gafas y el pelo, muy oscuro, lo llevaba cortado al rape. Una leve sonrisa, retenida en ocasiones por gestos de pasajera seriedad, iluminaba continuamente su rostro. Su buen porte físico, su semblante alegre y su conversación afectuosa hacían pensar, engañosamente, en una vida de reposo y pacíficos quehaceres sacerdotales. Sin embargo, para un atento observador, bajo el tinte ligeramente moreno de la piel, se adivinaba, más que se veía, una ascética palidez, que era la huella dejada por el cansancio de prolongadas vigilias y la aspereza de duras privaciones. Su risueña estampa física encubría los rigores de disciplinas y ayunos. Muchas noches llegaba a la Residencia sin haber probado bocado durante todo el día. Invitaba a un estudiante para charlar con él mientras cenaba una tortilla de un solo huevo. Ocurría también, a veces, que, si el muchacho miraba el plato con apetito, el sacerdote se lo cedía, fingiéndose desganado; y el ayuno se prolongaba hasta el día siguiente (207).
La limpieza de la sotana y el buen lustre de sus zapatos desmentían toda idea de pobreza, gracias a sus precauciones. Al arrodillarse en el oratorio don Josemaría ponía buen cuidado en ocultar con el amplio vuelo de la sotana las suelas desgastadas. Esos zapatos no los había conocido nuevos; eran de los desechados por los residentes (208).
En las meditaciones se encontraba haciendo en voz alta su propia oración personal. Quienes le escuchaban, al participar en el pensamiento y afectos del sacerdote, se sentían removidos. E igualmente quienes asistían a sus misas. Sobrecogidos por la devoción del celebrante y el roce con los divinos misterios, una vez fuera del oratorio, comentaban entre sí: - "Este sacerdote es un santo" (209).
El Padre se dedicó con empeño a cumplir su función de maestro y guía de santos. En sus hijos -por entonces una docena escasa-, veía almas llamadas a la santidad, diamantes en bruto, a los que había de tallar, uno a uno, para lograr de ellos el máximo brillo, conforme a sus dotes y cualidades. Los socios -reseñaba en sus Apuntes- no deben ser formados en serie, sino que, sin detrimento de la unidad y de la disciplina, ha de procurarse que cada hombre de Dios desarrolle su personalidad, su carácter (210).
Periódicamente mantenía con cada uno de ellos una charla confidencial, guiándoles en su vida interior. En la dirección espiritual el Padre se mostraba exigente, convencido de que torpeza insigne es que el Director se conforme con que un alma dé cuatro, cuando puede dar doce (211). Y, de acuerdo con el mensaje que venía predicando, no se daba por satisfecho con menos que hacer de sus hijos santos de altar. En estos cálculos entraban, naturalmente, también las mujeres, como refiere Felisa Alcolea: - "nos decía con fuerza: Tenéis que ser santas, pero santas de altar; yo no me conformo con otra cosa" (212).
Desde un principio, como se ha visto, el Fundador utilizó sus notas y los cuadernos de sus Apuntes íntimos para ir dando a conocer la Obra y su espíritu. Pero, con independencia de las Catalinas, fue escribiendo aparte otros documentos. Entre ellos unas Cartas colectivas, que podríamos llamar fundacionales, en las que desarrollaba puntos esenciales de la Obra y de su espiritualidad, recogiendo "ideas-madres" y principios valederos para el futuro, por encima de las circunstancias históricas (213).
En la formación de los miembros del Opus Dei, ya desde 1931, había establecido el principio rector de que en esa tarea era preciso atenerse a la unidad y a la variedad: - los socios serán tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales y especialísimas: y tan conformes entre sí también como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo (214). Así, pues, si en la charla personal periódica se ocupaba de lo que cada uno tenía de particular, en las Cartas atendía a la unidad de formación. La primera de estas Cartas fundacionales está datada el 24-III-1930. En esta carta exponía la llamada universal a la santidad y cómo habían de practicar sus hijos las virtudes que conducen a la perfección cristiana. Porque la santidad no es cosa para privilegiados (215).
Al año siguiente, y con la misma fecha, terminó de escribir su segunda Carta, - Madrid, 24 de marzo de 1931. Por su medio centenar largo de páginas corren los consejos espirituales para navegar seguros en un mar revuelto por las pasiones y los errores humanos (216). El Fundador señala a sus hijos, con solicitud de Padre y maestro, los obstáculos con que pueden tropezar en el camino, y cómo luchar en tiempo de bonanza o en tiempo de tormenta; y los medios humanos y sobrenaturales para superar desalientos y flaquezas: fidelidad a la vocación, alegría en la lucha, humildad, sinceridad, piedad, esperanza, descanso en la filiación divina, recurso a la Virgen…
La Obra no viene a innovar nada, ni mucho menos a reformar nada de la Iglesia, advierte en una tercera Carta, del 9-I-1932. Y cierra sus consideraciones recordando una vieja novedad: - A la vuelta de tantos siglos, quiere el Señor servirse de nosotros para que todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificador y santificante de la vida ordinaria -del trabajo profesional- y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad y la confidencia.
Quiere Jesús, Señor Nuestro, que proclamemos hoy en mil lenguas -y con don de lenguas, para que todos sepan aplicárselo a sus propias vidas-, en todos los rincones del mundo, ese mensaje viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo (217).
Y, ¿cómo llevar esa doctrina a todos los rincones del mundo, para abrir los caminos divinos de la tierra (218)? Ese es el tema de otra de sus Cartas, la del 16-VII-1933, en la que da respuesta a esa pregunta: hacer un apostolado de amistad y de confidencia, disculpar, comprender, ahogar el mal en abundancia de bien, practicar la santa transigencia con las personas y la santa intransigencia con el error, ser sembradores de paz y de alegría, amigos de la libertad, de la convivencia y del diálogo con quienes no comparten nuestras ideas.
* * *
Tiempo atrás, el 30 de octubre de 1931, para ser precisos, le había asaltado a don Josemaría una duda inquietante acerca de las Catalinas que recogía con gusto en un cuaderno: el cuarto cuaderno, que estaba a punto de llenar. Y la incertidumbre que le tenía en vilo era ésta: ¿no es soberbia o por lo menos algo inútil escribir estas catalinas? (219).
(La pregunta no era vana. En 1930 se había enfrentado con una duda semejante; y el resultado fue la quema del primer cuaderno de sus Apuntes; un gesto de auténtica humildad, para que no le creyesen un santo).
Una vez desaparecido todo rastro de lo escrito en las fechas fundacionales -2 de octubre de 1928 y 14 de febrero de 1930-, se contesta a sí mismo: - Desde luego, para la O. de D. serán aprovechables muchas de estas notas. Además creo firmemente que son mociones divinas. Para mi alma, son útiles también (220).
De modo que la respuesta, ahora, en 1931, es conservar sus Apuntes; por humildad, para no creerse un santo; y porque se percata de que pertenecen al acervo de la Obra. Pero, ¿no habrá en todo esto una leve sombra de soberbia?
¿Soberbia?: No: Desde el punto de vista espiritual quedan patentes tan sólo motivos de humillación, porque se ve clara la bondad de Dios y mi resistencia a la gracia: desde el punto de vista literario -lo he dicho otras veces- estos apuntes deshilvanados son más grande humillación para mí también (221).
(Sin embargo, la tentación -reprimida- de cultivar sus dotes literarias le rondaba por aquellos días, pues la semana anterior observa de pasada: - Cada día escribo peor. En fin: adelante, que esto no es para un concurso literario) (222). Las exigencias apostólicas no le permitían fomentar tales inclinaciones. Le faltaba tiempo para escribir. A veces le faltaban ganas; en ocasiones, hasta las fuerzas (223).
Claro es que se percataba de la utilidad de sus Apuntes. Esas notas que tomaba en trozos de papel -donde le cogiera la inspiración-, y que pasaba después a limpio en unas cuartillas, para trasladarlas finalmente a los cuadernos, eran una riquísima cantera espiritual. Allí había registradas dulces efusiones de Amor, ásperos pensamientos ascéticos, iniciativas prácticas, iluminaciones fundacionales, e "ideas-madres" preñadas de soluciones, pero que, de momento, eran -como ya advertía en una catalina- un germen que se parecerá al ser completo, quizá, lo mismo que un huevo al arrogante pollo que saldrá de su cáscara (224).
En diciembre de 1932, con el fin de facilitar método y temas de meditación a sus hijos y a las demás personas que acudían a su dirección espiritual, don Josemaría recopiló 246 pensamientos extraídos de sus Catalinas, los copió a máquina y los imprimió después a velógrafo, en forma de fascículos. Esta primera recopilación de "Consideraciones espirituales" se conocía también como "Consejos" (225).
Más tarde, en 1934, decidió imprimir esas "Consideraciones", añadiendo a los anteriores puntos, nuevos pensamientos sacados de sus Catalinas, hasta un total de 438 (226). Por carta de don Sebastián Cirac, canónigo de Cuenca, sabemos que en el mes de abril ya estaban en marcha las gestiones para su publicación. Don Sebastián había asistido en Madrid a alguna de las reuniones de los lunes con otros sacerdotes, y gustosamente se encargó de pedir presupuestos en la "Imprenta Moderna". (Trescientas diez pesetas le pedían por quinientos ejemplares). Además, para facilitar la gestión, don Sebastián había sido nombrado censor del libro (227). Todo iba viento en popa.
Hasta que, por lo que se desprende de una anotación de don Josemaría del 18 de mayo, empezaron a soplar vientos contrarios:
Envié a Cuenca las "Consideraciones" y resulta que se escandalizan -no digo bien- que parece que les asustan algunas palabras, que desde luego nada envuelven de error o de irrespetuoso; por ejemplo, la frase "santa desvergüenza". Protesté ayer, por carta a Cirac, y, cediendo en todo lo demás, espero que saldrá el folleto con "desvergüenza". El caso es que salga, aunque sea con colaboración (!): ya llegará la hora de publicarlo sin retoques (228).
A vuelta de correo le contestaba el canónigo: "Recibida la tuya y leída por mí, se la he leído al Sr. Obispo, a quien no ha gustado tu actitud sobre la palabra desvergüenza. Dice que no puede él conceder autorización al libro donde se recomiende una palabra que suena mal y que tiene mal sentido en el lenguaje usual; y que te recomienda que la cambies por otra -resolución, decisión, valentía… […]. Te ruego que pienses en los consejos del Sr. Obispo, que aquí y en su Iglesia es oráculo divino" (229).
Para el bueno de don Cruz Laplana aquella era una palabra torpe en pluma de un clérigo, por más que don Josemaría la santificase poniéndola al servicio de la vida de infancia espiritual. Como aquello llevaba camino de convertirse en discusión bizantina y como, por otra parte, no era cosa de llevar la contraria al Prelado, que además era buen amigo y pariente de los Escrivá, y quien, en última instancia, había de refrendar al censor, y tenía voz y voto en la "Imprenta Moderna" (antes "Imprenta del Seminario"), don Josemaría cedió. Cedió, no sin dejar constancia de su disconformidad, escribiendo en aquella misma carta recibida de don Sebastián:
¡Vaya por Dios, con mi desvergüenza! Diremos (por ahora) atrevimiento (230).
El biógrafo bien quisiera mantenerse al margen de este curioso incidente, pero no puede por menos de dar su opinión. A su entender no se trataba de una mera cuestión filológica. Es de suponer que el problema, más que de léxico, era de comedimiento eclesiástico y de convencionalismo civil. De ese estilo era la precaución de los predicadores, que evitaban pronunciar desde el púlpito la malsonante palabra "cerdo", usando hábiles perífrasis, como: "los animales de la vista baja", o "los animales inmundos"; o, caso de pronunciarla, se apresuraban a pedir excusas al auditorio. Pero don Josemaría no se paraba en semejantes puerilidades; y esto es una nota a su favor en cuanto a la valentía de su estilo literario. (Afortunadamente, algún que otro lector, al no tener acceso a los Apuntes íntimos, se ha ahorrado sobresaltos a causa del estilo literario, porque allí, en una catalina de agosto de 1931, se lee: Margaritas ad porcos! El manjar más delicado y selecto, si lo come un cerdo (que así se llaman, sin perdón), o sale del inmundo animal convertido en excremento repugnante o se convierte, a lo más, ¡en carne de cerdo! Seamos ángeles, para dignificar las ideas, al asimilarlas. Cuando menos, seamos hombres: para convertir los alimentos, siquiera, en músculos nobles y bellos o quizá en cerebro potente… capaz de entender y adorar a Dios. Pero… ¡no seamos bestias, como tantos y tantos!) (231).
Hay, por cierto, una particular circunstancia en este asunto, que es conveniente explicar. El autor de los Apuntes recoge máximas y consideraciones conforme le vienen inspiradas. De suerte que las anotaciones sobre la "santa desvergüenza" aparecen diseminadas por las páginas del Cuaderno V, correspondientes a la primera mitad de 1932 (232). Pero, a la hora de espigar los Apuntes, en diciembre de ese año, cuando don Josemaría ordenó las materias, colocando cada oveja con su pareja, todas las consideraciones sobre ese tema vinieron a quedar reunidas y hermanadas en una misma página y en números consecutivos, del 90 en adelante. Al enviar las nuevas "Consideraciones Espirituales" a Cuenca en 1934, don Josemaría respetó la distribución de algunas de las antiguas páginas de 1932. De modo que, bajo el epígrafe "El plano de tu santidad", pudo leer el Prelado:
El plano de santidad, que nos pide el Señor, está determinado por estos tres puntos: La santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza.
Una cosa es la santa desvergüenza y otra la frescura laica.
La santa desvergüenza es una característica de la vida de infancia. […] Esa desvergüenza llevada a la vida sobrenatural…, etc., etc. (233).
(Así hasta seis "santas desvergüenzas". ¿Es de extrañar la intranquilidad del Obispo? ¿Se entiende ahora mejor su sobresalto?)
Tornando, pues, al hilo de la historia, la decisión tomada por don Josemaría quitó un peso de encima al Prelado, que quedó plenamente satisfecho, según dice don Sebastián en carta del 28 de mayo: "Querido José Mª: Tu última carta me alegró muchísimo por la confianza que ponías en el Sr. Obispo, a quien también agradó mucho tu conducta y sumisión a su parecer" (234).
Se imprimió el librito en junio (235). En él aparecía la repetida expresión de "santa osadía". El autor, fiel a su inspiración, y velando por la integridad del texto, se mantuvo a la espera. Dejó correr el tiempo. Cuando llegó la hora de publicarlo sin retoques, al editarse Camino, repuso la "santa desvergüenza" (236). En ocasiones más graves de su existencia, y de la historia del Opus Dei, el Fundador ejercitaría esa misma santa tozudez, de conceder sin ceder, con ánimo de recuperar (237).
Como se decía en la advertencia preliminar del libro, esas "Consideraciones espirituales" respondían a necesidades de jóvenes seglares universitarios dirigidos por el autor; y, como éste explica: son notas que empleo, para ayudarme en la dirección y formación de los jóvenes (238). Se tocaban temas como la práctica de la oración mental; tema que, para un estudiante universitario era como descubrir un nuevo mediterráneo:
¿Que no sabes orar? Ponte en la presencia de Dios y, en cuanto comiences a decir: Señor ¡que no sé hacer oración!…, está seguro de que has empezado a hacerla (239).
Y de mil diversos modos recalcaba don Josemaría a los universitarios que el camino del apostolado pasaba, previamente, por la santificación de los deberes profesionales:
Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de apostolado (240).
* * *
Algunos domingos por la tarde, cuenta Francisco Botella, "el Padre nos hacía pasar a su cuarto, nos sentábamos frente a él, alrededor de su mesa de trabajo, y tomando frases de la "Instrucción sobre el espíritu sobrenatural de la Obra", o de la "Instrucción de San Rafael", iba hablándonos de la Obra" (241).
Esas Instrucciones las había escrito el Fundador para beneficio de sus hijos, fijando y exponiendo puntos esenciales de la historia, espíritu y apostolado del Opus Dei (242). En la "Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios", por ejemplo, les hacía considerar que el designio apostólico que estaban realizando no era empresa humana, sino una gran empresa sobrenatural. Divina en su origen y naturaleza, porque: La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre, para resolver la situación lamentable de la Iglesia en España desde 1931 (243).
El propósito claro del Padre en esta Instrucción era grabar a fuego en el alma de sus hijos tres consideraciones:
1) La Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice.
2) Cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos… y les comunica las gracias convenientes.
3) Esa convicción sobrenatural de la divinidad de la empresa acabará por daros un entusiasmo y amor tan intenso por la Obra, que os sentiréis dichosísimos sacrificándoos para que se realice (244).
Ideas contundentes y afiladas, que "se apretujan en el pensamiento y en el corazón", dice Francisco Botella. De manera que su lectura -según manifiesta Ricardo F. Vallespín en nombre de todos- "hizo un enorme bien a nuestras almas y aumentó nuestros deseos de santidad y de dar hasta la vida para que se realizara la Obra, cumpliendo así la Voluntad de Dios" (245).
Y para extender la Obra de Dios por todas partes, afirmando el reinado de Jesucristo para siempre, sería preciso arrastrar con celo de apóstol a otros compañeros. Esta idea constituye el tema central de otra de las Instrucciones, en que el Fundador habla del proselitismo (246). En esa Instrucción expone los medios, humanos y divinos de que han de servirse; los obstáculos que podrán hallar; las cualidades de los hombres, buenas y malas; y quiénes reúnen condiciones y quiénes carecen de ellas y no caben en el Opus Dei:
-No caben: los egoístas, ni los cobardes, ni los indiscretos, ni los pesimistas, ni los tibios, ni los tontos, ni los vagos, ni los tímidos, ni los frívolos. -Caben: los enfermos, predilectos de Dios, y todos los que tengan el corazón grande, aunque hayan sido mayores sus flaquezas (247).
La tercera de las Instrucciones -"para la Obra de San Rafael"-, lleva fecha del 9-I-1935. Escrita, probablemente, en el otoño de 1934, después de la revolución de Asturias, con la casa vacía por falta de residentes, con críticas y pesimismos por parte de algunos colaboradores…; a pesar de lo cual, el tono del documento, desde sus líneas de introducción, respira paz y optimismo, y el anuncio de un venturoso futuro:
Queridísimos: Desde hace tiempo, se va notando la necesidad de una Instrucción, que señale las normas generales, que han de seguir los formadores, para encajar en la Obra las almas de los nuevos, que el Señor envía.
Yo no puedo llegar a todo (248).
Desde la revolución de Asturias, en 1934, la convivencia política de los españoles se había vuelto sumamente difícil. En febrero de 1936 se celebrarían elecciones generales. De un lado estaba el Frente Popular, de inspiración marxista. De otro, una indecisa coalición de partidos de derecha. Las semanas pre-electorales fueron tensas.
La casa en que vivían los Escrivá estaba junto a la entrada de la iglesia de Santa Isabel. Allí se hallaban expuestos al asalto o al incendio, por lo que consideraron prudente mudarse a otro sitio, hasta ver el cariz que tomaban los acontecimientos. Y don Josemaría no desaprovechó aquella ocasión, tan largo tiempo esperada, para irse a vivir a la Residencia de Ferraz:
Día 31 de enero de 1936 -anota en sus Apuntes-: Son cerca de las doce de la noche. Estoy en nuestra Casa del Ángel Custodio. Jesús ha dispuesto tan suavemente las cosas, que voy a estar un mes entero con mis hijos. Mi madre y mis hermanos vivirán, mientras tanto, en una pensión de la calle Mayor (249).
El Frente Popular, aunque no de manera arrolladora, ganó las elecciones del 16 de febrero. Victoria que enardeció los ánimos revolucionarios, acentuando el fondo antirreligioso, que envenenaba ya la vida civil. Era temerario volver al piso del Patronato, por lo que doña Dolores se trasladó, por séptima vez, a un nuevo domicilio. El hijo, con su acostumbrado optimismo, en medio de la catástrofe que presagiaba para la causa religiosa el nombramiento de don Manuel Azaña como Presidente del gobierno, veía también el lado positivo de la situación:
Mi madre y mis hermanos viven en Rey Francisco 3, ahora Doctor Cárceles. -Aproveché para decirles que ya me quedo definitivamente a vivir con mis chicos. No hay mal que por bien no venga. Azaña es la ocasión, que no he querido desaprovechar. Mamá lo recibió bien, aunque le costó (250).
Pronto se desencadenó por toda España un vendaval de disturbios callejeros, crímenes, huelgas y violencia de todo tipo. El 11 de marzo reseña en sus Catalinas:
Siguen los incendios, por provincias y en Madrid […]. Esta mañana, mientras celebraba la Sta. Misa en Sta. Isabel, de orden superior les recogieron las carabinas a los guardias […]. Yo, de acuerdo con las religiosas, consumí un Copón casi lleno de Formas. -No sé si pasará algo. Señor: basta de sacrilegios (251).
Lo que se temía sucedió dos días más tarde:
El día 13 intentaron asaltar Santa Isabel. Destrozaron unas puertas. De modo providencial, se quedó la chusma sin gasolina, y no pudieron incendiar más que un poco la puerta exterior de la iglesia, porque huyeron ante una pareja de guardias […].
La gente, por ahí está muy pesimista. Yo no puedo perder mi Fe y mi Esperanza, que son consecuencia de mi Amor […]. Hoy (escribe el 25 de marzo), en Sta. Isabel, donde no ganan para sustos (no sé cómo las monjas no están todas enfermas del corazón), al oír a todo el mundo hablar de asesinatos de curas y monjas, y de incendios y asaltos y horrores…, me encogí y -el pavor es pegajoso- tuve miedo un momento. No consentiré pesimistas a mi lado: es preciso servir a Dios con alegría, y con abandono (252).
Por encima de estos aires cargados de odio y con presagios de muerte, en medio de estas alarmantes noticias, las catalinas siguen su rumbo apostólico:
Veo la necesidad, la urgencia de abrir casas fuera de Madrid y fuera de España, anota el 13 de febrero. Y por esas fechas escribía: Siento que Jesús quiere que vayamos a Valencia y a París […]. Ya se está haciendo una campaña de oración y sacrificios, que sea el cimiento de esas dos Casas (253).
El proyecto de expansión de la Obra, dentro y fuera de España, estaba en el germen mismo de la universalidad del designio divino. De ello había hablado don Josemaría al Vicario General en 1934 y, más recientemente, cuando le informaba por carta del 10-III-1936:
Es muy posible que, dentro del verano próximo, quede abierta una Casa de la Obra en provincias -quizá, en Valencia-, y estoy preparando el terreno para enviar un grupito a París… (254).
¿Contaba con un puñado de vocaciones y ya mostraba impaciencia por salir a conquistar el extranjero? ¿Qué le movía a tan ambiciosos planes de ensanche apostólico? Como siempre, era el Señor quien le empujaba. Entonces, don Josemaría utilizaba una treta para ayudarse, una astucia humana y sobrenatural. Anunciaba de una manera abierta y comprometida sus proyectos a las autoridades eclesiásticas, con lo que, en cierto modo, se cortaba la retirada para no volverse sobre sus propios pasos. Por otro lado resultaba una excelente táctica. Era un medio seguro de recaudar oración y mortificación para cimentar bien los proyectos, como se confiesa a sí mismo en sus catalinas, refiriéndose a la carta en que hablaba, al Sr. Vicario, de Valencia y París:
De intento, hablo de esas dos casas: de una parte, para lograr muchas oraciones y sacrificios; de otra, para quemar las naves, como Cortés (255).
Al igual que con el Vicario General de Madrid, don Josemaría hacía lo posible por explicar los apostolados del Opus Dei a cuantos Obispos pasaban por la capital. Les invitaba a celebrar misa o a comer en la Residencia, para charlar luego con ellos:
Es consolador -anotaba el 2-XI-1935- ver cómo la Jerarquía, al conocer la Obra, la quiere (256).
Al Obispo de Pamplona, monseñor Olaechea, le habló de la expansión apostólica y cómo el Señor les pedía abrir una casa en Valencia y otra en París (257). Y con el Obispo auxiliar de Valencia, monseñor Lauzurica, se comprometió a visitarle en plazo fijo: En la segunda quincena de abril, pienso ir por Valencia, pues de ningún modo abriremos jamás Academias ni Residencias, sin el beneplácito de los Srs. Prelados (258).
No olvidaba, naturalmente, el fundamento sobrenatural: Nuestras Casas de Valencia y París han de basarse en el sufrimiento, se repetía en una catalina del 11 de marzo. ¡Bendita sea la Cruz! ¿Contradicciones? No suelen faltar cada día (259).
Imposible saber cuáles sean esas contradicciones a las que se refiere, porque desde principios de noviembre de 1935 hasta la primavera de 1936 no llegan a la veintena las notas de sus Apuntes (260). Aunque escaseen las anotaciones, no por eso faltaba el sacrificio silencioso del Fundador, según refiere en la última catalina de 1935:
Jueves, 12 de diciembre de 1935: Le decía yo al Señor, hace unos días, en la Santa Misa: "Dime algo, Jesús, dime algo". Y, como respuesta vi con claridad un sueño que había tenido la noche anterior, en el que Jesús era grano, enterrado y podrido -aparentemente-, para ser después espiga cuajada y fecunda. Y comprendí que ése, y no otro, es mi camino. ¡Buena respuesta! (261).
* * *
En aquella primera hora, a poco de nacer el Opus Dei, el Fundador se hallaba todavía sin experiencia de los pasos concretos que convenía dar. Estaba al frente de una gran empresa divina, que, aunque bien definida en cuanto a su origen, medios y fines sobrenaturales, carecía del soporte material de sus apostolados. Tenía aún por fijar sus modos característicos de actuación y tenía pendiente la labor de formación de sus miembros. Esa tarea de desarrollo inicial consistía, por parte del Fundador, en un ejercicio de tanteo y de aproximación, igual que hace una criatura al dar sus primeros pasos:
La O. de D. no nacerá perfecta -explica con una bella imagen el Fundador-. Nacerá como un niño. Débil, primero. Después, comienza a andar. Habla, luego, y obra por su cuenta. Se desarrollan todas sus facultades. La adolescencia. La virilidad. La madurez… Nunca tendrá la O. de D. decrepitud: siempre viril en sus ímpetus, y prudente, audazmente prudente, vivirá en una eterna sazón, que le ha de dar el estar identificada con Jesús, cuyo Apostolado va a hacer hasta el fin (262).
Y, ¿dónde radica esa "eterna sazón" sino en la esencia misma del espíritu de la Obra, donde está alojada una manera muy peculiar y positiva de valorar y "divinizar" las estructuras temporales, para ofrecerlas a Dios? Semejante enfoque de la realidad histórica, como ocasión favorable para el encuentro con Cristo, está muy lejos del contemptus mundi, predominante en el ambiente religioso de la época, que consideraba el desembarazo de las actividades puramente temporales, requisito previo a una llamada a la búsqueda de la santidad. Muy otro es el modo de entender y tratar las tareas en el mundo, de acuerdo con el espíritu del Opus Dei, que ve en el trabajo un medio de santificación. Estando en el mundo responden a la llamada divina los miembros del Opus Dei; y en el mundo continúan con su mentalidad secular, sin cambiar de profesión, y haciendo de ésta instrumento de apostolado.
Nace así un estilo de vida, en que el cristiano cumple su misión corredentora desde su situación concreta, desde la entraña de la sociedad a que pertenece, actuando apostólicamente como la levadura, desde dentro, siempre adaptado a las circunstancias históricas y sociales en las que se mueve.
Por entonces, en los años treinta, las empresas apostólicas eran creadas o promovidas por la Jerarquía eclesiástica, o por Ordenes o Institutos religiosos, de suerte que desarrollaban su apostolado como actividad superimpuesta, desde arriba, o desde fuera del engranaje social. Y, las más de las veces, la dirección de esos apostolados no solía estar en manos de laicos. Por consiguiente, la tarea apostólica propuesta por don Josemaría, en consonancia con el espíritu secular del Opus Dei -esto es, ejercitada por laicos en medio de su ambiente profesional-, era un hecho sin precedentes en aquella época.
Ya desde 1930 venía buscando el Fundador el modo práctico de que apareciese externamente, y con claridad, que los miembros del Opus Dei eran laicos, fieles corrientes, ciudadanos corrientes. Trataba también de resolver, asimismo, una separación tajante entre la O. de D., liga espiritual, y las diversas actividades de empresa (apostolado) (263). Fue el día de San Juan Evangelista, 27 de diciembre de 1930, cuando halló la solución al problema, evitando la confusión entre lo espiritual y las empresas materiales (264).
Surgirían así las obras corporativas de carácter apostólico; y la primera de ellas fue la Academia DYA. Era la Academia un centro cultural de carácter civil; se había registrado como tal y pagado el impuesto correspondiente a la Administración. Allí se daban clases de Derecho y Arquitectura. Y era llevada por laicos; porque, como había escrito el Fundador en una catalina, los sacerdotes serán solamente -y no es poco- Directores de Almas (265). Aquella Academia era, además, un centro de la Obra donde se impartía formación cristiana y humana. Con esa primera empresa quedó, pues, sellada de carácter laical la actividad apostólica de los miembros del Opus Dei. Don Josemaría, aun siendo el impulsor de toda esa actividad apostólica y el creador de aquella empresa, permanecía discretamente en segunda fila, reafirmando su carácter de empresa civil, al tiempo que evitaba la más leve sombra de clericalismo en la Academia, especialmente ante las autoridades eclesiásticas. Así lo expresaba, por ejemplo, en la instancia del 13 de marzo de 1935, al solicitar la concesión de un oratorio semipúblico, cuando comienza con esta aclaración:
José María Escrivá y Albás, pbro., director espiritual de la Academia-Residencia DYA -Ferraz 50- de la que es Director técnico D. Ricardo Fernández Vallespín, arquitecto, Profesor ayudante de la Escuela Superior de Arquitectura, a V.E. respetuosamente expone, etc. (266).
Con la creación de la Academia DYA se puso también en marcha el apostolado con profesionales jóvenes, algunos de ellos casados; y cuando la Academia se trasladó a Ferraz 50, cuenta Miguel Deán, ya entonces licenciado en Farmacia, que "el Padre llevaba a cabo una importante labor de dirección espiritual y de formación de todas las personas que allí trataba" (267).
Carecía la Obra de personalidad jurídica de ningún tipo, ni siquiera tenía forma legal en aquellos años de inseguridad ciudadana, de frecuente supresión del derecho de reunión y de acusada vigilancia policial. En 1933 había pensado el Fundador en crear una Sociedad de Colaboración Intelectual (So-Co-In), que agrupase a los profesionales universitarios, con la intención de que fuese el germen de la Obra de San Gabriel. Elaboró su Reglamento pero no lo sometió a la aprobación de las autoridades civiles (Dirección General de Seguridad) hasta después de las elecciones generales de febrero de 1936, como anunciaba a monseñor Olaechea en carta del 3 de marzo:
Se fundó una "Sociedad de Colaboración Intelectual" (obra de S. Gabriel), y el "Fomento de Estudios Superiores" para llevar toda la parte económica de la Obra (268).
Una asociación de carácter cultural les permitiría reunirse para recibir las clases de formación, sin el peligro de quedar al margen de la ley cada vez que se suspendía el derecho de reunión ciudadana. Y una sociedad civil, con fines culturales y capital social aportado por los socios que ellos eligiesen, serviría para adquirir los medios materiales adecuados a esos fines: Academias, Residencias, Bibliotecas, Colegios, etc.
* * *
A medida que crecían -y crecían rápidamente-, les ocurría lo que a los niños; todo se les quedaba pequeño. Primero fueron los cuatro modestos cuartos de la Academia DYA de Luchana. Luego fue la labor de San Gabriel, como escribe el 14-X-1935:
Gracias a Dios, crecemos. Nos viene pequeña la ropa […], es la hora de crear la "So-Co-In", y el "Fomento de Estudios Superiores". Esta última sociedad, para la parte económica. La primera es la o. de San Gabriel (269).
Después fue la casa, como contaba el Fundador al Vicario General en febrero de 1936: Aun habiendo alquilado otro piso en Ferraz 48, la casa nos viene pequeña (270).
(El estirón siguiente era Valencia y París).
Y, dicho sea de paso, con eso de los estirones de crecimiento apostólico, don Josemaría terminó de convencerse de que era inútil tomar medidas y hacer trajes por adelantado: Se ve lo que tantas veces he dicho: que es inútil hacer reglamentos, porque ha de ser la vida misma de nuestro apostolado la que, a su tiempo, nos irá dando la pauta (271).
Cumplió su promesa de ir a visitar a monseñor Lauzurica en la segunda quincena de abril. Como le había anunciado por carta, llevaba el proyecto apostólico de la casa de Valencia sobrenaturalmente abrigado: ¡Cuántas oraciones y sacrificios, cuántas horas de estudio santificadas, cuántas visitas de pobres, y horas de vela ante el Sagrario, y cuántas disciplinas y otras mortificaciones han subido hasta el Señor, en petición de gracias para cumplir esa Voluntad suya amabilísima! (272).
El lunes, 20 de abril, acompañado de Ricardo F. Vallespín, llegó a Valencia. Por la tarde se entrevistó don Josemaría con monseñor Lauzurica, y le dejó las Instrucciones y otros escritos sobre la Obra. El martes Monseñor invitó a comer a sus visitantes madrileños. Les trató con calurosa cordialidad y prometió hablar con el Arzobispo para concederles oratorio semipúblico en el futuro centro que instalasen en Valencia.
"Así es que, en agosto o a fines de julio, vendremos a instalar la Casa de San Rafael de Valencia", escribía Ricardo (273).
Allí, en Valencia, habló el Padre con un joven estudiante, Rafael Calvo Serer, que pidió la admisión en la Obra después de un largo paseo charlando juntos por la calle.
A partir de esas fechas sucede algo totalmente inesperado, porque no hay página en los Apuntes de la que no se escapen ayes y tristezas: las comuniones del sacerdote son frías; no sabe rezar bien ni un avemaría; le parece que Jesús está de paseo y le deja solo; se encuentra descontento de sí, sin ganas de nada; sin poder coordinar ideas; algo cojo, con reuma, a pesar del calor; sin fuerzas para hacer una mortificación; con hambre de unos días de remanso, porque ve que el Señor le lleva lo mismo que a una pelota: tan pronto arriba, tan pronto abajo, y siempre a golpes. Ut iumentum!… (274).
Todo este largo rosario de pruebas y padecimientos espirituales, le cogieron debilitado en sus fuerzas físicas, erosionaron terriblemente su resistencia. Así, sin recargar las tintas, se lo explicaba en carta de principios de mayo al Vicario General: Siento necesidad de ser muy sencillo con V., Padre. -Naturalmente, estoy gordo y flojo, muy cansado (275).
Dos días después charló confidencialmente con don Pedro Poveda, que también había pasado anteriormente por esa situación. Don Pedro le recomendó lo mismo que había aconsejado antaño don Francisco Morán: el descanso, y mejor aún en la cama. Y siguió el consejo, como escribe poco más tarde:
Fui a casa de mi madre, y estuve todo el día en cama, sin hablar ni ver a nadie, y mejoré algo de momento. Es agotamiento físico: en estos ocho meses últimos he hablado, entre pláticas, meditaciones y charlas de S. Rafael, trescientas cuarentaitantas veces, la vez que menos media hora. Encima, la dirección de la Obra, dirección de almas, visiteos, etc. Así se explica que haya momentos terribles en los que me fastidia todo, hasta lo que más amo. Y el demonio ha hecho coincidir este decaimiento fisiológico con mil pequeñas cosas (276).
Bien consideradas, no eran tan pequeñas las contradicciones que le cayeron encima aquella temporada: le acababan de anunciar la incautación por el Estado de la iglesia y convento de Santa Isabel, que las monjas tendrían que desalojar; empezaban a llegarle críticas, habladurías y murmuraciones; no hallaba dinero para la compra de la nueva casa; se le terminaban las licencias ministeriales; padecía un fuerte ataque de reuma… (277).
Así, pues, al salir del mes de mayo de 1936, resumía su situación con estas palabras, a cuyo trasluz se adivinan fuertes padecimientos:
Flojillo, flojillo ando de todo, de cuerpo… y de alma, a pesar de mi gran fachada. Esto me hace estar raro. Y no quiero. Ayúdame, Madre nuestra.
Morir es una cosa buena. ¿Cómo puede ser que haya quien tenga miedo a la muerte?… Pero morir, para mí, es una cobardía. Vivir, vivir y padecer y trabajar por Amor: esto es lo mío (278).
¿Se trataba a sí mismo como a niño pequeño, que no se consuela si no ha soltado antes unos lagrimones y alguien presta atención a sus quejas? No, no era eso, en realidad; sino que el Señor le estrujaba amorosamente el alma. Y entonces, recurriendo a la vida de infancia espiritual, exponía tiernamente al Señor sus penas:
Señor, ¿me dejas que me queje un poquitín?, le decía don Josemaría. Hay momentos (por mi miseria: mea culpa), en los que me parece que no puedo más. Ya me quejé. Perdón.
Mi Madre del Cielo ha tenido mucha paciencia conmigo durante este mes de Mayo último. Me porté como un mal hijo (279).
Y he aquí que, de repente, aparece suelta una nota de júbilo en sus Apuntes, como si, por fin, el sol rasgase un mar de nubes:
Día 30 de Mayo de 1936: anoche he dormido estupendamente. No me desperté hasta las seis y cuarto. Hace tiempo que no duermo tanto de un tirón. Además tengo una alegría interior y una paz, que no cambio por nada. Dios está aquí: no hay cosa mejor que contarle a El las penas, para que dejen de ser penas (280).
Tuvo tan sólo dos días de tregua. Tiempo suficiente, sin embargo, para terminar de redactar la Instrucción para los directores, pensando en los nuevos centros que iban a abrirse:
Hoy -con ocasión de las próximas fundaciones en Valencia y en París-, esta Instrucción va dirigida a aquellos hijos que participan de las preocupaciones de gobierno en las casas o Centros de la Obra (281).
Daba después a los futuros directores los consejos oportunos, transmitiéndoles sus experiencias de director de almas y los principios a los que habían de atenerse en el gobierno (282).
Muy poco duró ese rayito de sol. Se encapotaron los cielos y sobre su alma se volvieron a cerrar las nubes y los problemas:
Día 5 de Junio, 1936: siento la necesidad de un retiro, de soledad y silencio. No me parece posible lograr unos días así. ¡Qué lástima! Fiat (283).
Dos semanas más tarde continuaba anhelando un retiro; pero su condición física estaba tan trabajada que no consideró oportuno el encerrarse. Por esos días estaban buscando una nueva casa en Madrid, y otra en Valencia. Por fin, el miércoles, 17 de junio pudo escribir esta catalina:
Esta tarde firman la escritura de compra de la casa. No salió fallida mi esperanza, aunque buenos motivos he dado, en esta temporada, a Jesús, para que nos abandonara. Una prueba más de la divinidad de la Obra: como es de El, no la abandona: si fuera mía, tiempo hace que la habría desamparado (284).
Le faltó tiempo para echar las campanas al vuelo. Al día siguiente informaba al Vicario General de tan grata noticia:
En Valencia, se está buscando casa y pronto comenzará la instalación […]. Aquí hay la buena noticia de que ayer se firmó la escritura de compra de la casa de Ferraz 16, que era del Conde del Real (285).
Entretanto se deslizaban rápidas las fechas. En la calle el ambiente era tenso, con aires de agitación y violencia. Y, en medio del desorden, el Fundador tenía la suficiente presencia de ánimo para anotar en sus Apuntes las metas apostólicas a las que se encaminaba, por encima del caos general de la nación:
¿Madrid? ¿Valencia…, París?… ¡El mundo! (286).
Pasaron unos días y don Josemaría empezó a sentirse "raro". Le venían nada menos que tristezas y melancolías y apabullamientos. Todo ello sin motivos que explicasen cómo y por qué se desvanecía, como el humo al viento, la alegría que siempre le acompañaba. Aquella alegría suya, tan llena de cascabeles y sonajas (287). Era raro, ciertamente, su estado de ánimo porque, en los últimos días de junio, sin perder la paz ni la tranquilidad, experimentaba una indefinible inquietud de espíritu. Se encontraba tenso, en estado de alerta y de expectación, con ansias de cruz y de dolor y de Amor y de almas (288). A los dos días de anotar estas palabras, esto es, el 30 de junio de 1936, el presentimiento de que el Señor le esperaba en la Cruz adquiría paulatinamente certeza y consistencia. Y en el umbral de su memoria revivía un suceso pendiente entre él y el Señor. De esto hacía casi siete años:
Agosto de 1929 y agosto de 1936: no sé -sí, lo sé- por qué vienen a mi pensamiento esas dos fechas unidas (289), anotaba en los Apuntes el último día del mes de junio, o las primeras fechas de julio de 1936.
El hecho a que alude ocurrió el 11 de agosto de 1929. Estaba el sacerdote dando la bendición con el Santísimo en la iglesia del Patronato de Enfermos, cuando pidió al Señor, por arranque espontáneo, una enfermedad fuerte, dura, para expiación (290). Interiormente le vino la respuesta. La petición estaba concedida. Ahora, de lo más profundo de su ser le subía a flor de conciencia un impulso, a la vez dulce y doloroso, que le llevaba a ofrecerse por Amor en la Cruz de Cristo, como describe en una catalina:
-Sin querer, en movimiento instintivo -que es Amor- extiendo los brazos y abro las palmas, para que El me cosa a su Cruz bendita: ser su esclavo -serviam!-, que es reinar (291).
En la conciencia del sacerdote se hacía presente un deseo encendido de conversión definitiva, de purificación radical de todos sus afectos, hasta de aquellos que de suyo son santos (292). De cuando en cuando le venía la corazonada de que la fecha de la enfermedad concedida por el Señor estaba próxima, a un mes vista. A veces, pienso -escribe- que aquel ofrecimiento mío de agosto del 29, va a aceptarlo mi Padre-Dios, en el próximo agosto (293). Lo que no preveía era qué clase de padecimientos le estaban reservados para agosto de 1936, ni de dónde le vendrían. Le asediaba el pensamiento de ofrecerse como víctima expiatoria de la Cruz que se avecinaba, y hacía interiormente esfuerzos por rechazar esa idea, que consideraba exhibicionista y propicia a la vanidad o a la soberbia. La desechaba porque, en la prosa de los mil pequeños detalles diarios, hay poesía más que bastante para sentirse en la Cruz -aún en las jornadas, en las que parece que se perdió el tiempo- ¡víctima!, en una Cruz sin espectáculo (294).
Por fin le llegaba la hora de estar más cerca del Señor, en la Cruz. Y se animaba a sí mismo: ¡Josemaría, en la Cruz! (295).
Y la Cruz que el Señor le tenía preparada era un holocausto insospechado de amor y de dolor, en desagravio por todos los horrores de la guerra civil española, que estaba ya en puertas.
* * *
Los acariciados proyectos de expansión apostólica se estaban haciendo realidad. Con qué alegría hicieron la mudanza a la nueva casa. Durante los primeros días de julio se ocuparon de transportar los muebles de Ferraz 50 a Ferraz 16. Cuando acabaron, toda la casa estaba revuelta. La semana siguiente la pasaron poniendo las cosas en orden. El día 15 de julio podían darse por definitivamente instalados en su nuevo domicilio; y pasaron a ocuparse de arreglos menores (296).
No eran muchos los que componían el equipo de mudanza y arreglos. La mayor parte de los miembros de la Obra que no residían en Madrid se habían marchado a provincias, a casa de sus padres. Pedro Casciaro y Francisco Botella habían salido el 3 de julio para Valencia, para descansar unos días del esfuerzo hecho en las últimas semanas de estudio, y con el encargo del Padre de encontrar una casa para abrir allí el nuevo centro. En la búsqueda les ayudaba Rafael Calvo. Todo fue muy rápido. El día 16 avisaron por telegrama que habían encontrado ya una casa a propósito. El 17 marchó Ricardo a Valencia. En la mañana del 18 de julio de 1936 se encontraban reunidos en el despacho del administrador de la finca ultimando las cláusulas del contrato cuando la familia del administrador llamó a éste por teléfono, alarmada, para darle la noticia de que el Ejército de África se había sublevado y que en Barcelona los cañones estaban en la calle (297).
Allí se interrumpieron, con brusquedad, y de momento, los sueños de expansión.