El Fundador del Opus Dei
La fundación del Opus Dei
1. Madrid, Villa y Corte
2. Los residentes de la calle Larra
3. La Academia Cicuéndez
4. El Patronato de Enfermos
5. El 2 de octubre de 1928
6. Una campaña de oración y mortificaciones
7. El 14 de febrero de 1930
Atento a los toques de ultimatum que se percibían en la nota del Rector, comunicándole que se le esperaba en Madrid "los primeros días de la semana de Pascua", don Josemaría se presentó en San Miguel nada más llegar a la capital, el martes de Pascua, 19 de abril de 1927. Mostró al Rector los documentos para que se le concedieran licencias ministeriales y poder celebrar allí la misa (1).
De primera intención, don Josemaría se había instalado en una pensión de la calle Farmacia, en el dédalo de callejas que salían a la Red de San Luis. Desde allí se bajaba hasta la Puerta del Sol, a corta distancia de la plaza Mayor y de San Miguel. Esta iglesia era, de antiguo, conocida parroquia y en ella fue bautizado Lope de Vega. El viejo templo se demolió y sobre el solar se levantó una iglesia de nueva fábrica, cedida en 1892 al Nuncio Apostólico en España, y puesta bajo su jurisdicción (2).
A pesar de su importancia histórica como capital del reino desde la época de Felipe II, el territorio eclesiástico de la Corte de Madrid dependió durante siglos de la sede de Toledo, sin formar diócesis independiente. En el Concordato de 1851 se preveía su erección como sufragánea de Toledo. Aun así, esta medida no se llevó a cabo hasta 1885 (3). Lo que no se pudo evitar fue que la Corona, los nobles, y aun los mismos eclesiásticos, fundaran conventos, establecieran patronatos o dotaran iglesias y capillas fuera de la jurisdicción ordinaria, que era entonces la del arzobispo de Toledo. De esta forma, y al amparo de privilegios y exenciones, aparecieron en Madrid diversas jurisdicciones, como la personal del Nuncio, la Palatina de los reyes y la Castrense.
Durante esos primeros días, el recién llegado trató de informarse acerca de los trámites académicos, con la intención de presentarse a examen en la próxima convocatoria. En su expediente consta que, con fecha de 28 de abril de 1927, solicitó del Decano de la Facultad de Derecho matrícula para examinarse de "Historia del Derecho Internacional", asignatura correspondiente al doctorado. En el encabezamiento de la instancia se lee:
"Don José María Escrivá y Albás, natural de Barbastro provincia de Huesca, de 25 años de edad, que habita en esta Corte, calle Farmacia núm. 2", etc. (4).
A la instancia acompaña un certificado, con sello del "Colegio Oficial de Médicos", extendido por el doctor José Blanc Fortacín, en los siguientes términos: "Don José Mª Escrivá y Albás, de 25 años ha sido vacunado y revacunado. Madrid 29 abril 1927" (5). Blanc Fortacín procedía de una familia emparentada con doña Dolores, y el certificado tiene todas las trazas de haber sido obtenido con urgencia.
Como algunos otros clérigos arribados a la capital, don Josemaría se encontraba bastante solo. Acostumbrado a la actividad apostólica de San Pedro Nolasco, no hallaba en San Miguel campo ni colaboración para ese servicio. No hay que culpar de ello al padre Rector, que ya le había anticipado que no se trataba de una capellanía, propiamente, sino de celebrar una misa a diario, con derecho a un estipendio de cinco pesetas con cincuenta céntimos (6).
Esa cantidad no cubría siquiera la pensión diaria en la calle Farmacia, que era de siete pesetas (7). Con la idea de encontrar un alojamiento más modesto y conveniente, continuó sus averiguaciones, enterándose de que en la calle Larra se había inaugurado hacía pocos meses una Casa Sacerdotal con treinta habitaciones. Se trataba de una obra benéfica para sacerdotes llevada por las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón de Jesús. En el boletín de dicha Institución se reseñaba: "Casa Sacerdotal.- Ha funcionado todo el año, y muy bien. Parece que están satisfechos los señores sacerdotes […]. Abonan cinco pesetas, la limosna que suele darse por la misa […] y disfrutan de un excelente trato en la comida, limpieza, etc. […]. El Sr. Obispo ha tenido la bondad de inaugurarla él mismo, y el Sr. Vicario, que tanto aprecia esta Obra, nos ha ofrecido ir a decir la Misa para dejar el Santísimo reservado, en la monísima capilla que tiene esta Casa Sacerdotal" (8).
Es muy probable que el cambio de alojamiento se verificase el 30 de abril. De todos modos, hasta las primeras semanas del mes de mayo poco se sabe, con certeza, de sus pasos y estudios. Todo hace suponer que algo había fallado en los planes trazados con tanto optimismo por el padre Cancer cuando proponía cantar un Te Deum y daba instrucciones a su protegido: "Procede, pues -le decía-, que sin mover tu casa, vengas a Madrid a agenciar el asunto, aceptarlo, tratar con el Sr. Nuncio y ver cómo te abres camino" (9).
A las dos semanas de haberse presentado en Madrid ni había agenciado el asunto, ni conseguido tratar con el Nuncio, ni pudo abrirse camino. Esto es lo que se desprende de la carta de don Luis Latre, vicepresidente del San Carlos de Zaragoza, que el 9 de mayo contesta a otra de don Josemaría:
"Querido amigo: el mismo día que recibí tu grata, con sello de urgencia, la envié a mi hermano que estaba en Madrid, para que se enterase mejor de tus deseos, y pudiese explicárselos mejor a D. Inocencio, quien estaba aquel día en Cercedilla, pero que apenas regresó a Madrid, quedó enterado de tus aspiraciones […]. Excuso decir lo que me alegrará saber que ya estás bien colocado por el momento. Y digo por el momento, porque no creo te satisfaga tu actual situación, ya que el estar separado de tu mamá y hermanos en estas condiciones, no creo os convenga a ninguno. El buen frailecito ha quedado muy mal contigo. Lo menos que podía hacer ahora era el buscarte relaciones para tener lecciones, y recomendarte al Sr. Obispo, por sí o por otras personas, para que pudieses entrar en alguna iglesia de adscrito, con lo que podrías sacarte buenos estipendios, y buenos derechos.
Entretanto, procura tener paciencia, y sobre todo, ser muy bueno y evitar compañías que pudieran perjudicarte enormemente. Estudia lo que puedas, para si Dios permite que se te cierren las puertas de la Villa y Corte, puedas regresar aquí cuanto antes y ponerte a disposición de nuestro Prelado, que tan falto anda de personal.
Con D. José Pou hablamos de ti con frecuencia; se lamenta de tu poca suerte. Dice que te escribió hace pocos días" (10).
¿En qué podía ayudarle don Inocencio Jiménez, su antiguo profesor de Derecho Penal? El análisis de su expediente académico confirma que el sacerdote no se presentó a examen en ninguna de las convocatorias, de junio y septiembre (11), con gran detrimento de su bolsillo, pues para matricularse tuvo que abonar cuarenta y dos pesetas más otros gajes, es decir, lo equivalente a ocho días de pensión. Tampoco había encontrado aún la manera de ganarse la vida dando clases.
* * *
Buena parte de los sacerdotes de la calle Larra eran de edad madura, pero no faltaban algunos jóvenes, como don Fidel Gómez y don Justo Villameriel, que preparaban oposiciones para el clero castrense; don Avelino Gómez Ledo, que se había ordenado en Madrid; y don Antonio Pensado. Este último, que provenía de Santiago de Compostela, era, al igual que don Josemaría, sacerdote extradiocesano (12).
El caso de don Antonio es aleccionador en cuanto al criterio del Obispo de Madrid en la concesión de licencias a sacerdotes forasteros. El joven sacerdote de Zaragoza sabía a qué atenerse. En efecto, de 1922 a 1926 don Antonio, con permiso de su Prelado, cursó la carrera de Filosofía y Letras en Madrid. Entonces comenzó la odisea. El 26 de octubre de 1926 se le comunica, por oficio de la Secretaría del Obispado de Madrid, que no se le prorrogarían las licencias en la diócesis, pues ha terminado los estudios que le obligaban a residir en la Corte. Consigue, sin embargo, permiso por un año para celebrar misa en el monasterio de la Encarnación, fundación de los Reyes de España y con jurisdicción exenta (13). Pero en febrero de 1927, el Obispo de Madrid presiona sobre el de Santiago con objeto de que éste le retire también las licencias si el clérigo se niega a regresar a su diócesis, para que no se burlen las disposiciones dictadas por la Santa Sede respecto a los extradiocesanos que de provincias emigran a la Villa y Corte. Desprovisto ahora de licencias para decir misa, pero decidido a permanecer en Madrid, don Antonio se buscó prontamente un puesto en el Hospicio Provincial y elevó en el mes de abril una instancia al obispado suplicando licencias para desempeñar ese cargo. La petición le fue denegada (14).
Para ejercer un sacerdote las funciones propias de su ministerio requería poseer las licencias pertinentes, concedidas por el Obispo de la diócesis. Estas licencias eran de confesar, predicar y decir misa; concediéndose por tiempo limitado o ilimitado. En consecuencia, si un sacerdote carecía de licencias, o se las retiraba la autoridad eclesiástica, su condición se hacía realmente crítica. De modo que ni podía administrar los sacramentos lícitamente ni obtener derechos de estola y pie de altar. En esta situación sin salida se hallaba don Antonio Pensado.
En el mes de mayo de 1927 trabaron amistad don Josemaría y don Antonio en la residencia de la calle Larra. Su trato fue corto. Don Antonio se vio obligado poco después a dejar la Villa y Corte.
Un mes llevaba don Josemaría en la residencia cuando a oídos de doña Luz Rodríguez Casanova, fundadora de las Damas Apostólicas, llegó la noticia del celo de aquel joven sacerdote y sus deseos de colaborar en servicios de su ministerio. La dificultad era que carecía de permiso para celebrar misa en Madrid, con excepción de la iglesia de San Miguel. Algo insólito vio en él doña Luz para decidirse a nombrarle capellán de la iglesia del Patronato de Enfermos. Previamente el sacerdote tuvo que solicitar el problemático permiso diocesano, cosa que hizo el 10 de junio, según reza su instancia:
Dn. José Mª Escrivá y Albás -de la Diócesis de Zaragoza -con permiso de su Ordinario expedido el 17 de marzo de 1927 -deseando permanecer en esta Corte, calle de Larra, Casa Sacerdotal, número 3 -por tiempo de dos años -suplica a S.S. Ilma. se digne concederle la oportuna autorización para poder celebrar el Santo Sacrificio de la Misa en la iglesia del Patronato de enfermos.
Dios guarde a S.S. Ilma. muchos años.
Madrid 10 de junio de 1927 (15).
Conociendo los antecedentes en esta materia, es tanto más de admirar la influencia de doña Luz. (Posteriormente nos dirá el solicitante cómo obtuvo las licencias ministeriales: la primera vez que se me dieron en la diócesis de Madrid, a petición de M. Luz Casanova fueron generales, si no recuerdo mal: de celebrar, confesar y predicar) (16). ¿Quién era esa influyente señora? Doña Luz Rodríguez Casanova, hija de la marquesa de Onteiro, había fundado en 1924, en Madrid, la Congregación de las Damas Apostólicas, cuyo fin específico eran las obras de caridad y enseñanza entre los necesitados; mujer emprendedora y de mucha vida interior (17).
Ocupaba entonces la sede episcopal de Madrid don Leopoldo Eijo y Garay, cuyos datos biográficos en 1927 en poco se diferencian de los de otros Prelados. La vida de don Leopoldo tiene de particular que se vio pronto trenzada con la de don Josemaría. Había nacido en Vigo en 1878. Estudió en el Seminario de Sevilla y en la Gregoriana de Roma. Se ordenó en 1900 y fue obispo de Tuy (1914) y de Vitoria (1917) antes de tomar posesión de la diócesis de Madrid-Alcalá en 1923 (18). El temple espiritual de su persona y su mucha cultura imprimieron carácter en sus tareas de gobierno. De sus disposiciones da idea un escrito de despacho sobre la situación de los eclesiásticos en la capital de España. Se trata de la minuta manuscrita de una carta fechada en Madrid el 18-II-1933, en la que don Leopoldo contesta a un cardenal de la Curia Romana, que abogaba por la concesión de licencias a un sacerdote extradiocesano:
"Recibido el respetable escrito de V. Emª. de 9 de los corrientes […] tengo la honra de informar lo siguiente.
Siempre ha sido afán de mucha parte del clero español venirse a vivir a Madrid, donde no sólo no hacen falta alguna más sacerdotes, sino que ya hay más de los que convendría que hubiese. Cumpliendo con el deber de cooperar a los deseos de esa Sgda. Congregación que no quiere la aglomeración de clérigos extradiocesanos en las grandes capitales, he puesto siempre cuidado sumo de no conceder licencias para permanecer en Madrid a los que no tuvieren causa canónica bastante para ello […].
Esto constituye una verdadera cruz en esta diócesis, donde casi todos los días hay que rechazar cuatro o cinco peticiones semejantes […]. El Pbro. Sr. Jerónimo Muñoz, de la Diócesis de Ávila, está en ese caso. El Conde de Sta. Engracia se lo ha traído para capellán suyo, y cuando ha pedido para él las licencias de celebrar le he dicho que no puedo concedérselas porque la Stª. Sede me lo tiene prohibido […]. Ahora bien, mi humilde súplica a la Sgda. Congregación es que tanto al Pbro. Sr. Muñoz, como a todos los demás que pidan lo mismo, se digne la Sgda. Congregación contestar non expedire.
De otra suerte, todos los extradiocesanos aspirantes a residir en Madrid se dirigirán en petición a la Stª Sede, y si se les concediese, la mitad del clero de España, especialmente en estos tiempos que corremos, se vendrían aquí, con daño verdaderamente grave pª la Diócesis y pª la Iglesia" (19).
Como se ve, a don Leopoldo no le temblaba la mano al empuñar la pluma. La carta va sobrada de firmeza y claridad, y muestra que el Prelado no cedió nunca ante ninguna clase de presiones en el criterio restrictivo de concesión de licencias. El permiso que se le concedió a don Josemaría en 1927 fue tan sólo de un año. Con parsimonia se le iría prolongando el permiso mediante gestiones periódicas en el Vicariato de Madrid; lo cual trajo al sacerdote con el alma en vilo y en perpetuo sobresalto. Contra este telón de fondo hay que hacer resaltar la condición inestable de los sacerdotes extradiocesanos en la Villa y Corte de Madrid. Los escuetos asientos del "Libro de Licencias Ministeriales" de la Curia requieren una buena dosis de imaginación para adivinar los sinsabores compendiados en cada línea. Así, en el Libro número 8, folio 53, se lee:
"Escrivá Albás, D. José María.-Zaragoza-
En 8 de junio 1927 un año Patronato de Enfermos. En 11 de junio 1928 hasta 22 marzo 1929 y absolver. En 23 marzo 1929, cuatro meses. En 23 julio 1929 hasta fin junio 1930"
Y en el folio 55:
"Escrivá Albás.- D. José. Zaragoza.
En 15 julio 1930 seis meses Patronato y confesar. En 14 enero 1931, seis meses. En 23 junio 1931 un año S. Bárbara (20).
Por fuerza habían de ser breves los asientos en los libros de registro, dado el inacabable trasiego de clérigos en la Corte. Baste señalar que en 1927 dependían de la curia 533 sacerdotes extradiocesanos y 648 diocesanos; estos últimos repartidos por toda la provincia, de forma que la mayoría de los sacerdotes residentes en Madrid capital no pertenecían a la diócesis (21).
Don Josemaría, extraordinariamente fiel en el cumplimiento de las disposiciones eclesiásticas, tuvo que solicitar prórroga de las licencias ministeriales que trajo de Zaragoza, pues estaban a punto de caducar. Y, de paso, para cumplir con lo señalado por el canon 130 del Código vigente (realizar durante el trienio siguiente a la ordenación un examen de las sagradas disciplinas), pedía autorización para que le examinase el Rector de San Miguel (22).
Accedieron en Zaragoza a lo solicitado, según carta de 17 de junio de 1927 del Vicesecretario de Cámara y gobierno; y el padre Santiago, Rector de San Miguel, examinó al joven presbítero (23). Le hizo escoger temas de Teología Moral y de Dogmática y, a continuación, le sometió a un largo examen escrito. En su dictamen, que entregó al examinado para que él mismo lo enviara a Zaragoza, explicaba las razones por las que le había dado la máxima calificación (24).
Las licencias ministeriales de Zaragoza le llegaron al sacerdote, en carta del 9 de julio, por período de un año, teniendo que renovarlas anualmente hasta 1931. Después se le concedieron por cinco años; y generales perpetuas en 1936 (25). Siempre fue muy diligente don Josemaría en sus permisos de residencia, para evitar que caducasen las cartas dimisorias y comendaticias expedidas desde Zaragoza, y con las cuales podía justificar su presencia en Madrid, fuera de la diócesis de origen, a efectos de ejercer su ministerio. Como se verá, los libros de gobierno diocesano no registran los muchos disgustos ocasionados al solicitante. En todo caso, comparados con las lágrimas que le había de costar su condición de extradiocesano en Madrid, aquellos incidentes significan muy poca cosa.
A la falta de encargos en San Miguel siguió la capellanía del Patronato de Enfermos, que fue como pasar del hambre al hartazgo. El Patronato era sede central de las Damas Apostólicas y tenía aneja una iglesia pública. Durante el verano de 1927 el capellán fue, paulatinamente, entrando en la esfera de las actividades benéficas y apostólicas de aquella Institución, aun cuando, de momento, no eran obligaciones de su cargo:
"El Capellán del Patronato de Enfermos -explica una de las Damas- era el que cuidaba de los actos de culto de la Casa: decía Misa diariamente, hacía la Exposición del Santísimo y dirigía el rezo del Rosario. No tenía, por razón de su cargo, que ocuparse de atender la extraordinaria labor que se hacía desde el Patronato entre los pobres y enfermos -en general, con los necesitados- del Madrid de entonces. Sin embargo, D. Josemaría aprovechó la circunstancia de su nombramiento como Capellán, para darse generosamente, sacrificada y desinteresadamente a un ingente número de pobres y enfermos que se ponían al alcance de su corazón sacerdotal" (26).
Don Josemaría vivía en la calle Larra, a pocos minutos del Patronato. Muy pronto, siguiendo el ejemplo de los jóvenes residentes, se fue encargando de pequeños arreglos y de multitud de gestiones en servicio de sus compañeros. A las pocas semanas de estar allí comenzaron las vacaciones de verano y algunos de los sacerdotes se ausentaron de Madrid. En el verano de 1927 quedaron pocos residentes estables, mientras que aparecían, con frecuencia, clérigos de paso por Madrid, que se detenían por breves días en la calle Larra. Uno de estos visitantes era don Joaquín María de Ayala, que pasó cuatro días en la residencia, del 15 al 19 de junio (27). Cuando a finales de mes tuvo que pedir un favor a alguien en Madrid, pensó en la bondadosa disposición de servicio de aquel simpático sacerdote aragonés que había conocido en la calle Larra. Don Joaquín era Rector del seminario de Cuenca y, por su cargo y edad, clérigo de prestigio que podía, familiarmente, pedir un favor al joven sacerdote. Había sido antes canónigo doctoral y esto se echa de ver en la carta que, desde Alange (Badajoz) dirige a don Josemaría, con fecha 30 de junio. Empieza remontándose, con una inspirada invocación, a la omnipotente virtud de la bondad y a sus anchos horizontes, para descender luego del proemio de alabanzas a los "inconvenientes" de la virtud: "Uno es el abuso que de ella pueden hacer aquellos con quienes se ejercita. Y la prueba se la dará esta carta. Extremó V. su bondad conmigo cuando tuve el gusto de convivir con V. con ocasión del Congreso Franciscano, y voy a abusar de ella" (28).
Hecho el introito, pasa a solicitar la recogida de una sotana que ha dejado en Madrid para que arreglasen el cuello, y cuyo paradero hay que averiguar. Y, puesto a demandar favores, ruega a don Josemaría que le compre unas piedrecillas de encendedor, que no puede adquirir en Cuenca. Cierra la carta con saludos a los residentes, "especialmente a los Benjamines, Sres. Plans y Pensado".
Nada se sabe de Plans y poco de don Antonio Pensado, que, con la amenaza del Obispo de Madrid a los talones, se volvió a Santiago de Compostela, desde donde escribió el 30 de julio a su amigo don Josemaría. En la carta le rogaba que dijese a doña Aurora -la encargada de la administración de la residencia-, que ya había hecho la recomendación solicitada. Se dirigía a él por tener la seguridad de que pasaría allí el verano: "Supongo que en esa casa -le escribe- estarás casi solo porque ya se habrán marchado los del veraneo, sin embargo los de paso habrán aumentado" (29).
De la correspondencia del verano de 1927 se conserva una carta del padre Prudencio Cancer, del 19 de julio, en contestación a otra de don Josemaría. El joven sacerdote aprendió muy pronto a descansar exclusivamente en la ayuda divina y no en las recomendaciones humanas, incluidas las de los eclesiásticos. Por sus preguntas y conjeturas se adivina que el claretiano está lleno de curiosidad ante el discreto silencio de su antiguo protegido.
"Estaba ya inquieto por tu silencio -escribe-. ¿Cómo le irá por Madrid a ese pobre Curita que nada me dice? Las debe pasar negras, muy negras.
Tu carta última me tranquilizó algo, aunque […] me parece que me ocultas mucho por no darme pesadumbre […].
Creía que a estas horas ya habrías hallado algo más que la capellanía de la Pontificia, algunas lecciones a particulares o en algún centro docente…, alguna plaza de pasante con algún abogado de altura, algún suplemento ayudando en alguna parroquia o casa religiosa. Nada de esto me dices, ni de la acogida o relaciones con el Sr. Nuncio, ni de las gestiones del P. Ramonet, tan ducho, tan conocedor del mundo y tan bien relacionado, ni de tu situación con el Sr. Obispo diocesano, con ese Seminario, con tu Prelado de Zaragoza. ¿Has acaso dejado del todo la Pontificia para servir a Dª Luz Casanova? […].
Yo creía que a estas horas ya tendrías alguna secretaría episcopal y alguna cátedra adjunta proporcionada por algún Ilmo. o Excmo. amigo del P. Ramonet. - A ver si nos vemos pronto" (30).
Es evidente que el padre Cancer, con tantas suposiciones y palos de ciego, no sabía con certeza en qué estado se encontraba el capellán del Patronato de Enfermos.
En la correspondencia con los suyos, don Josemaría les informaba de las gestiones hechas en Madrid. Procuraba darles ánimos, pero todavía no había resuelto su situación como para pensar en el traslado de la familia a Madrid. Aun desde lejos dejaba ver un fondo de ternura; su hermano Santiago recuerda cómo le enviaba semanalmente las mismas revistas infantiles que antaño le compraba a él don José, cuando vivían en Barbastro (31).
Desde mayo a finales de noviembre de 1927 se alojó en la residencia de Larra. Cortos meses, pero de tal intensidad que la memoria de su paso quedó bien impresa en dos de los sacerdotes, que por entonces componían el grupo de "los jóvenes": Avelino Gómez Ledo y Fidel Gómez Colomo. La convivencia con clérigos mayores o de edad avanzada, refiere don Avelino, exigía "una especial paciencia y comprensión en su trato, de las que daba ejemplo D. Josemaría" (32). Y cuando éstos dos sacerdotes, con casi ochenta años a sus espaldas, evocan la imagen de su compañero de pensión, don Fidel lo define como "una persona cordial, diáfana, leal" (33). Mientras don Avelino subraya, como muestra de su afecto humano y sentimientos sacerdotales, el recuerdo particular del día de su santo, -S. Andrés Avelino-, del que, por no ser muy popular en España, se desconoce comúnmente la fecha de su celebración; D. Josemaría era el único en felicitarle "cariñosa y sobrenaturalmente" (34).
Desde el Patronato de Enfermos se llevaba la dirección de muchas obras de misericordia. Los residentes de Larra vivían al margen de ese apostolado, con excepción del joven capellán, que, al final del verano, andaba ya metido de cabeza en esas labores de beneficencia. Por lo que cuenta don Fidel, el capellán no hacía ostentación de ello, aunque con su simpatía y afán apostólico intentaba arrastrar consigo a otros clérigos en las visitas a pobres y enfermos de los barrios bajos. "Recuerdo que un día -dice un testigo de vista-, en uno de esos barrios, D. Josemaría cogió en brazos a un niño pequeño, sucio, incluso llagado, y le dio dos besos" (35).
Celebraban misa los residentes a distintas horas y en distintos sitios por la mañana, y solían estar ocupados por la tarde en parroquias, capillas o en otras obligaciones. La única hora en que todos coincidían era la del almuerzo de mediodía. Después de comer pasaban un rato de sobremesa. En las tertulias se tocaba toda clase de temas, momentos que el joven sacerdote aragonés aprovechaba para meter inquietudes apostólicas en la conversación, o dar giros espectaculares a alguna noticia de la prensa.
En una de esas conversaciones, refiere don Fidel, "estábamos comentando algún acontecimiento que ahora no recuerdo, y me habló de la necesidad de hacer apostolado también con los intelectuales, porque, añadía, son como las cumbres con nieve: cuando ésta se deshace, baja el agua que hace fructificar los valles. No he olvidado nunca esta imagen, que tan bien refleja ese ideal suyo de llevar a Cristo a la cumbre de todas las actividades humanas" (36).
Llamaba la atención de sus contertulios "la sinceridad con que hablaba, y, sobre todo, su jovialidad que no era en él sólo fruto de la edad -tenía entonces veinticinco años- sino la expresión de la alegría interior, de una vocación sacerdotal vivida con plenitud de sentido sobrenatural" (37).
A pesar de las adversidades, el joven capellán no "las estaba pasando negras", como imaginaba el padre Cancer. Gozaba de un espléndido optimismo, que para él era como una segunda naturaleza, porque, como escribiría más tarde, se hallaba bajo el influjo de aquellas mociones, aquellos empujones de la gracia, aquel querer algo, que yo no sabía lo que era (38). Seguía adelante, sin saber adónde se encaminaba, sin sentir demasiado el cansancio de la marcha. Y eran nueve años largos los que venía repitiendo el Domine, ut videam!
En el mes de noviembre de 1927 don Josemaría alquiló un pequeño piso en la calle de Fernando el Católico, 46; no demasiado lejos del Patronato de Enfermos. Por fin se reunieron en Madrid los Escrivá. Buena noticia de la que se alegraba también el padre Cancer, el cual le contestaba desde Segovia el 9 de diciembre: "Grande alegría me ha producido tu carta. Mi enhorabuena a tu mamá y hermanos. Esperad siempre en el Señor" (39). Deseaba levantarles el ánimo, haciéndoles saludables consideraciones espirituales.
El Señor, misericordiosamente, echó un velo sobre las tribulaciones venideras, ocultando de momento a la familia el futuro que les aguardaba. Por tercera vez reorganizaban los Escrivá su vida en ciudad extraña, sin sospechar que se habían metido en el ojo mismo de la borrasca y que la tormenta, que se cernía sobre la Villa y Corte de Madrid, estaba a punto de descargar. Al cabo de un largo período de asentamiento histórico bajo la Constitución de 1876, apenas había subido al trono Alfonso XIII, comenzaron a desperezarse los desasosiegos de la nación. Los problemas sociales, laborales y económicos, a los que se sumó el malestar del Ejército, llevaron en 1923 a la implantación de la dictadura del general Primo de Rivera. En poco tiempo se restauró el orden, se resolvió la guerra de Marruecos, se impulsaron las obras públicas, se fortaleció la peseta y se elevó el nivel de vida; a costa, naturalmente, de libertades políticas y ciudadanas.
El régimen gozó de breve popularidad. A los siete años se había desgastado; y, ante los primeros desastres económicos, el general se vio obligado a dimitir. Ahora el aparato de la dictadura carecía de repuesto gubernamental; de modo que en 1930 la Monarquía entró en un callejón sin salida (40). Pero no adelantemos acontecimientos…
Acababan de instalarse los Escrivá en Madrid cuando de nuevo vemos a don Josemaría amarrado al duro banco de la enseñanza. Se reprodujo la situación de Zaragoza: clases particulares bajo la vigilancia de doña Dolores. Su hermano Santiago recuerda alguna anécdota de aquel primer domicilio madrileño: "Josemaría daba varias clases particulares, algunas en el piso de Fernando el Católico. Por allí venía una chica a recibir clase, y Josemaría procuraba que siempre estuviera presente mi madre, cosiendo. También daba clase a chicos mayores que yo, a los que llamábamos "los de la Tiabuela", porque les acompañaba una tía abuela suya muy simpática, cuyo apellido no recuerdo" (41).
Así también, al Instituto Amado sustituyó la Academia Cicuéndez, en la que explicaba, lo mismo que en Zaragoza, Derecho Romano e Instituciones de Derecho Canónico. Entre esos dos centros de enseñanza existían, naturalmente, grandes diferencias en cuanto a la veteranía y en cuanto a la especialización. En un anuncio de prensa, en el "ABC" de Madrid de 1918, se describía la Academia Cicuéndez como: "Especial de Derecho. Centro de estudios con internado, dirigido por sacerdotes" (42). Según rezaba su reglamento, el objeto de la Academia era "fomentar la enseñanza privada de los estudios jurídicos, preparando con gran esmero para la carrera de Abogado solamente". Su director y propietario era don José Cicuéndez, presbítero, abogado y licenciado en Sagrada Teología (43).
La Academia ocupaba el primer piso de un edificio de la calle de San Bernardo, 52, esquina a la del Pez, junto a la Universidad Central, y era muy conocida entre los universitarios. Como profesor, don Josemaría dejaba alto el pabellón de la Academia. Sus explicaciones en clase no se limitaban a una exposición teórica sino que se esforzaba, con ejemplos y casos prácticos, en ir fijando los temas en la mente de sus alumnos. Además de profundo, era ameno. De modo que, como dice uno de sus alumnos, Mariano Trueba: le esperaban con ganas de entrar en sus clases, "por lo amables y familiares que resultaban" (44).
Se mostraba exigente en las tareas de enseñanza y deseoso de hacer rendir al máximo a sus alumnos. Siguiendo la experiencia de Zaragoza con los del Instituto Amado, les propuso estudiar los cánones en el texto latino del "Codex". Iniciativa que se acogió con escepticismo, pues era notoria la flojedad del alumnado en el latín. Sin embargo, meses más tarde, comprobaron con asombro que, gracias al método didáctico de don Josemaría, se manejaban con cierta soltura (45).
Sus antiguos alumnos atestiguan, de manera muy expresiva, la conducta y carácter del profesor de Romano: "muy agradable, sencillo y paternal", manifiesta Manuel Gómez Alonso (46). "Era fácil trabar amistad con él -añade-, y con mucha frecuencia, al terminar las clases, le acompañé caminando por las calles en dirección a su domicilio".
Según Julián Cortés Cavanillas, "se sentían atraídos por la figura de su profesor, desde el punto de vista pedagógico, y también por su porte tan humano y sacerdotal" (47). Los alumnos de la Academia eran, en gran parte, muchachos que, por una razón u otra, no podían asistir a las clases de la Facultad. Se acogían al sistema de "enseñanza libre" y podían matricularse en cualquier Universidad, presentándose frecuentemente a las convocatorias de exámenes extraordinarios en septiembre, porque durante las vacaciones de verano conseguían dedicar más horas al estudio. Don Josemaría tenía con ellos desvelos auténticamente paternales. Por carta de su antiguo profesor de Derecho Romano, fechada el 27 de junio de 1928, sabemos que don Josemaría no vacilaba en recurrir a él para que le enviase apuntes y programas desde Zaragoza. Un grupo de estudiantes de la Academia irían a examinarse allí de Derecho Romano, Historia del Derecho y Economía Política. El profesor Pou de Foxá se encargaba de ello:
"Querido José María: Llega a mis manos tu carta del 21 […]. De tus alumnos creo poder matricularles aquí para las tres asignaturas que indicas -le escribe en carta del 27 de junio de 1928-. Te he mandado tres ejemplares de apuntes, historia externa y programa […]. Saludos afectuosos a tu mamá y hermanos" (48).
Entre los asistentes a las clases de la Academia había un hombre mayor, buen padre de familia, que trataba de obtener un título universitario con vistas a mejorar su situación económica. El trabajo profesional consumía sus fuerzas, de tal modo, que terminaba el día agotado, sin tiempo apenas para la familia y los estudios. Don Josemaría sentía por él particular compasión, viéndose quizá reflejado en el recuerdo de sus propias dificultades en Zaragoza. Y así, por un doble sentimiento de piedad y hermandad, le ayudó a salir adelante, dándole clases extraordinarias, sin cobrarse otra cosa que la satisfacción de verle licenciado (49).
En la Academia existía entendimiento entre todo el mundo, desde el director hasta el botones. Este último se llamaba José Margallo, y su participación en la presente historia es realmente mínima. De él conservó don Josemaría un papelito en que le felicitaba por las Pascuas, con la firma de: "Botones de la Academia" (50). Enviado, tal vez, con la esperanza de una propinilla; pero donde se manifestaba la buena voluntad y el esfuerzo caligráfico del muchacho.
El joven sacerdote, que siempre fomentó las buenas relaciones con todos para fines apostólicos, era más dado cada día a la correspondencia epistolar y a las felicitaciones. Una víspera de su santo, el 18 de marzo de 1930, fue a cumplimentar al director de la Academia, pues el día siguiente era festivo. Don José Cicuéndez recibió complacido la felicitación, cayendo pocos minutos más tarde en la cuenta de que también don Josemaría celebraba su onomástica el día de San José. El profesor de Romano y Canónico ya había salido a la calle por lo que, en tono de disculpa y arrepentimiento, el director le escribió una breve nota:
"Mi estimado amigo: ayer se personó a felicitarme […]. Cuando ya estaba V. en medio de la calle y yo hablando con Chacón, entonces me acordé que había otro José que no fuera yo y le llamé dos o tres veces, pero V. no me oyó. Como aún sonaba en mis oídos el memento que V. me ofreció en el Santo Sacrificio de la Misa, no he olvidado de hacerlo en favor de V., "oremus pro invicem ut salvemini". Mi más cordial felicitación […]. Madrid 19 de marzo de 1930" (51).
* * *
El curso 1927-1928 fue el primer año que trabajó en la Academia. El contrato de enseñanza se fue renovando anualmente, a satisfacción mutua, tal vez hasta 1933 (52). Don Josemaría daba sus clases en el turno de la tarde. El resto del día se hallaba sumergido en tareas propias de su ministerio y en otras ocupaciones de la capellanía del Patronato. Hasta en los cortos ratos libres, antes y después de las clases, hacía apostolado con los estudiantes. Mariano Trueba lo describe, bajo esta faceta de su vigor apostólico, como "un hombre dinámico, de aspecto fuerte y buen color en el rostro. Muy directo en el trato, y con deseo de meterse en la vida de todos" (53).
Al salir de la Academia algunos estudiantes le acompañaban un trecho del camino hacia su casa, charlando de toda clase de temas. Cierto día uno de ellos le objetó que era imposible seguir creyendo mientras hubiera sacerdotes que burlaban la religión con su doble vida, negando, con su conducta, lo que predicaban en público. A lo que le replicó don Josemaría, con bella imagen, que el sacerdocio era un licor valiosísimo, que lo mismo puede ir envasado en una vasija de porcelana que en una de barro (54).
Las disposiciones interiores de aquel profesor sacerdote eran tan transparentes para sus discípulos que, guardando las distancias propias de la docencia, le trataban como amigo y compañero. Les impresionaba la pulcritud de su aspecto y la elegancia de sus modales. Grande fue, pues, la sorpresa de los alumnos cuando un día se presentó en clase con la sotana toda manchada de blanco. Algo raro debía haberle ocurrido para no tener tiempo de cepillarse. Le tiraron de la lengua -refiere Mariano Trueba- y les contó lo sucedido. Venía en la plataforma del tranvía cuando notó que un obrero albañil, con un mono manchado de cal, se le iba acercando con una aviesa intención, que el sacerdote adivinó en su mirada. Y, adelantándose a su propósito, se le abrazó estrechamente mientras le desarmaba diciendo: ¡Ven aquí, hijo mío, rebózate conmigo!; ¡¿te has quedado a gusto?! (55).
"En mi interior -refiere Mariano Trueba- pensaba yo que aquello sólo era posible hacerlo si D. Josemaría era un santo, y así lo comenté con mis compañeros" (56).
Mayor asombro les produjo el comentario de uno de los profesores que enseñaban en la Academia. Por lo visto, aquel joven sacerdote aragonés, de porte distinguido y doctoral, alternaba la explicación del Codex y las Pandectas con las visitas a pobres y enfermos en barriadas miserables. Se lo creyeron a medias y, sobre si era o no cierto, hicieron apuestas. Siguiéndole a escondidas fueron a parar al extremo norte, al barrio de Tetuán de las Victorias; y, otro día, al arrabal del pueblo de Vallecas, al sur (57).
El Patronato de Enfermos, en el que don Josemaría era capellán primero -el capellán segundo era don Norberto Rodríguez García-, estaba en la calle Santa Engracia, número 13. El edificio fue construido con la idea de que fuese sede central de la fundación puesta en marcha por doña Luz Rodríguez Casanova. En la memoria de construcción se recogían los principios en que había de inspirarse su traza arquitectónica: "que sea una composición sencilla, pero bien hecha, sin lujos decorativos, pero verdadera y permanente, como debe ser la caridad, que es la idea principal que mueve este edificio" (58). El resultado fue una edificación sólida y sencilla, en la que la fábrica de ladrillo se combinaba con mampostería de piedra y una alegre y vistosa decoración de azulejos de Talavera.
La columna que sostenía el Patronato de Enfermos estaba, verdaderamente, plantada en la caridad. De aquel sólido tronco partían diversas ramas, en cuyos brazos anidaban multitud de obras de beneficencia y apostolado: "Obra de la Preservación de la Fe", "Obra de la Sagrada Familia", "Comedores de Caridad", "Sociedad Protectora", "Roperos de San José", etc (59). Actividades que el joven capellán resumía festivamente en un solo concepto: La obra de Doña Luz son las catorce obras de misericordia (60).
En el Patronato de Enfermos, como en un cuartel general, se organizaba la lucha contra la ignorancia y la miseria. Desde allí se dirigían escuelas, comedores, centros sanitarios, capillas y catequesis esparcidos por todo Madrid y la periferia de sus barrios. En la planta baja de Santa Engracia había un comedor público y, en el primer piso, una enfermería con veinte camas y servicios médicos. Todas las salas y habitaciones del Patronato daban a un gran patio interior, al que estaba adosada una iglesia pública. Por la mañana temprano solía decir misa allí el capellán. La celebraba de modo "pensado y devoto, llegando a emplear hasta tres cuartos de hora" (61). (Más tarde trataría don Josemaría, en atención a los fieles, de acortar el tiempo a la media hora, colocando el reloj sobre el altar).
Pedro Rocamora, un estudiante de Derecho que a veces le ayudaba a misa, cuenta que, al celebrar, "se producía en él como una especie de transfiguración". "No estoy exagerando, continúa. La liturgia en él no era un acto formal sino trascendente. Cada palabra tenía un sentido profundo y un acento entrañable. Saboreaba los conceptos. Entonces muchos de nosotros nos sabíamos la misa en latín de memoria. Así podía yo seguir una a una las voces de la liturgia. Josemaría parecía desprendido de su contorno humano y como atado por lazos invisibles a la divinidad. Este fenómeno culminaba sobre todo en el momento del Canon. Algo extraño pasaba en ese instante, en el que Josemaría parecía estar como desprendido de la circunstancia real en que se hallaba (iglesia, presbiterio, altar) y asomarse a misteriosos y remotos horizontes celestiales" (62).
Al regresar a la sacristía, al aflojarse la tensión con que habían seguido la misa, a los acólitos se les saltaban las lágrimas.
Entre sus monaguillos había un seminarista, Emilio Caramazana, que durante las vacaciones de los meses de agosto de1927, 1928 y 1929 le ayudó a misa. Llamaba la atención el capellán por "la manera tan exquisita" con que desempeñaba la liturgia. Se le veía -dice- "muy concentrado, como ensimismado, sobre todo en el Canon"; pero a pesar de encontrarse inmerso en la misa, "rezaba muy bien, se le entendía en latín desde el último rincón de la capilla, que era bastante grande" (63).
La piedad del capellán mantenía despiertos y atentos a los asistentes. José María González Barredo, un joven estudiante que vivía con sus padres cerca del Patronato, refiere que al capellán, por su figura juvenil y por su contagiosa alegría, le conocían en casa por "el sacerdote jovencín", ya que no sabían su nombre (64).
Durante los días laborables acudían a la capilla los fieles de la vecindad, y algunos pobres y enfermos que residían en el Patronato. Pero en los días de precepto, y fines de semana, se abarrotaba la iglesia. De manera que, para dar cabida a todos, se retiraba la mampara que separaba el comedor de la capilla, pudiendo seguirse así la misa desde el comedor. Las gentes oían con gusto las homilías, sencillas y bien preparadas. Don Josemaría, refiere María Vicenta Reyero, una de las Damas Apostólicas, "era un predicador y un catequista serio y riguroso" (65).
Después de la misa explicaba el catecismo de la doctrina cristiana y conversaba con viejos y niños, "siempre dispuesto a oírlos y a resolverles sus dudas y dificultades". El capellán se impuso la costumbre de pasar por los comedores, para ir conociendo a la gente, ocupándose de sus problemas y "de las cosas que había en el interior de cada uno. Era un amigo y un santo sacerdote", asegura Asunción Muñoz, otra de las Damas (66).
Los fines de semana tenían lugar en el Patronato toda suerte de actividades. Para el capellán, el preludio de atenciones pastorales comenzaba a primera hora en el confesonario. Los sábados venían a Santa Engracia los pobres enfermos de los barrios más cercanos, aquellos cuyas dolencias no les impedían llegarse hasta el Patronato, donde recibían cuidados materiales y espirituales, en el ambulatorio y en la capilla. Luego, los domingos era el turno de los niños y niñas de las escuelas que las Damas Apostólicas tenían en las distintas barriadas. Confluían todos en Santa Engracia, y don Josemaría los iba confesando. Tan ingente era el número de los que allí acudían, que una de las ayudantes de las Damas recuerda cómo una prima suya, llamada Pilar Santos, "ante la cantidad de enfermos que se atendían, de niños que se confesaban o hacían la Primera Comunión, decía: - Aquí, en el Patronato, es todo por toneladas" (67).
Y no es siquiera ponderada exageración lo de que todo se hacía por toneladas. En el año de 1928, por ejemplo, se atendió a 4.251 enfermos; se confesaron 3.168 personas; se administró la extremaunción a 483 moribundos; se celebraron 1.251 matrimonios; y se confirieron 147 bautismos (68). Las estadísticas hablan por sí solas, siempre que no se pierda de vista que el preparar para el casamiento religioso a personas largos años en situación irregular, o el conseguir que decidieran confesarse gentes apartadas de la Iglesia, requería más de una visita de persuasión y cristiano forcejeo, particular no detallado en los Boletines estadísticos.
El capellán se fue incorporando, voluntariamente, a las obras de misericordia del Patronato. Primero a las labores de formación doctrinal que, como la "Obra de la Sagrada Familia", se tenían en Santa Engracia (69). Y luego, poco a poco, se vio metido en las actividades alejadas de ese centro. Entre éstas había una que las Damas consideraban como "la predilecta". Se trataba de la "Obra de la Preservación de la Fe en España"; "obra difícil, ingrata, de mucho gasto y, por consiguiente, de gran lucha" (70). Era, efectivamente, un apostolado de choque, que se producía en las calles de los barrios bajos al tener que enfrentarse con una aparatosa propaganda anticatólica por el cinturón proletario de Madrid. De la noche a la mañana surgían barracones que servían de escuelas laicas o anticatólicas. Las Damas aceptaban el desafío y levantaban escuelas en esa misma vecindad, emulando a las sectas para impedirles que se hiciesen con el alma tierna de los niños.
En 1928 las Damas disponían en Madrid de 58 escuelas, con un total de 14.000 niños. (Hasta cierto punto, tales cifras eran consecuencia de la emulación apostólica ante el crecimiento de escuelas anticatólicas). Así también, de rechazo, a los servicios del capellán -y sin que formase parte de sus estrictas obligaciones- vino a sumarse el encargo de preparar anualmente a unos 4.000 niños para la primera Comunión. La catequesis eucarística consistía en darles algunas pláticas y charlar con cada uno de ellos para averiguar su entendimiento y disposiciones, después de haberles explicado a fondo lo concerniente a la recepción del Sacramento durante tres días (71).
Por supuesto, don Josemaría no recorría las 58 escuelas, una a una. Quienes no estaban demasiado lejos del Patronato iban a Santa Engracia para la misa, confesiones y catequesis. Pero repartidas por Madrid, en barrios extremos, había otras seis pequeñas iglesias o capillas que dependían de las Damas Apostólicas (72). Por desgracia, no tenían sacerdote fijo. Se buscaba y no se hallaba otro remedio que la buena disposición del capellán. "Era muy bueno -refiere una de las auxiliares de las religiosas-, estaba siempre disponible para todo, jamás nos ponía dificultades" (73). Y no se le cayó de la memoria a don Josemaría el tiempo consumido en las confesiones de aquellos niños pobres:
Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios. ¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote, cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y secreta, como los demás. ¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más (74).
* * *
Como su nombre da a entender, el Patronato de Enfermos era un centro asistencial de gente pobre, que iban a Santa Engracia para ser intervenidos en la clínica o ingresar en la enfermería. Las Damas y sus auxiliares correteaban además las calles de Madrid visitando a enfermos y moribundos, aliviando de paso la miseria espiritual de gentes que carecían de la más elemental instrucción religiosa.
Para situar en su debida perspectiva el celo apostólico del joven capellán del Patronato es preciso sumar a las ya mencionadas actividades esta otra labor de las visitas a domicilio. Casos en los que era imprescindible el auxilio del sacerdote, porque había que confesar, casar o preparar a bien morir, aprisa y corriendo. Y, fuera de las urgencias, que eran constantes, don Josemaría tenía fechas fijas para las visitas de turno. Las vísperas de los primeros viernes de mes iba a oír confesiones y al día siguiente llevaba la Comunión a esos enfermos. El resto de las semanas hacía un recorrido eucarístico los jueves, en un coche prestado a doña Luz Casanova; los demás días utilizaba el tranvía o iba a pie (75). Muchos de los enfermos vivían en lugares apartados o de difícil localización. Pero las distancias nunca fueron problema para don Josemaría, quien, sin hacerse de rogar, se trasladaba de uno a otro de los cuatro puntos cardinales de la capital. Don Josemaría -refiere Josefina Santos- "lo mismo llevaba la Comunión a los enfermos que vivían en Tetuán de las Victorias, que en los alrededores del Paseo de Extremadura, que en Magín Calvo, o en Vallecas, Lavapiés, San Millán, o por el barrio del Lucero o la Ribera del Manzanares" (76).
Por lo regular, el capellán no se tomaba un rato de ocio. Todas sus horas estaban sobrecargadas de tareas apremiantes. Antes o después de las clases en la Academia, se pasaba a ver algún enfermo. Asunción Muñoz, la Dama encargada de las urgencias y casos de difícil desenredo, describe sus memorias: "Había, muchas veces, que legalizar su situación, casarlas, solucionar problemas sociales y morales urgentes. Ayudarles en muchos aspectos. Don Josemaría se ocupaba de todo, a cualquier hora, con constancia, con dedicación, sin la menor prisa, como quien está cumpliendo su vocación, su sagrado ministerio de amor.
Así, con don Josemaría, teníamos asegurada la asistencia en todo momento. Les administraba los Sacramentos y no teníamos que molestar a la Parroquia a horas intempestivas" (77).
En vista de la buena soltura del capellán, era natural que le lloviesen encargos. Los recibía risueño. Los cumplía "con gusto, con placer, alegremente, prontamente, sin oponer nunca dificultades". Y es que "los enfermos para él eran un tesoro: los llevaba en el corazón" (78).
En cierta ocasión una de las Damas Apostólicas se había interesado por un enfermo. Se trataba de un moribundo, cuyos antecedentes eran rabiosamente anticlericales. La religiosa acudió a don Josemaría; quizá el capellán pudiera hacer algo, a pesar de que el enfermo había entrado ya en coma.
Iba yo hacia la casa de este pobre hombre -refiere el capellán-, en su calle (Cardenal Cisneros) recordé cómo, al darme la nota del enfermo, protesté, diciendo: es tonto creer que voy a poder hacer nada. Si está delirando, ¿va a dar la coincidencia de encontrarle en condiciones de confesar? En fin, iré y le absolveré sub conditione.
Siguiendo su costumbre de rezar algo a la Virgen María al ir a visitar cada enfermo, recitó un "acordaos" -nos cuenta-, pidiendo que el moribundo pudiera ser absuelto sin condición. Ya en la casa, los vecinos le avisaron que nada podía hacer. Poco antes se había presentado allí un sacerdote de la parroquia, que se marchó sin confesarle porque el enfermo no había recobrado el conocimiento. No se desanimó el capellán. Llamó por su nombre al viejo moribundo:
-¡Pepe!
Me respondió en seguida muy acorde.
-¿Quiere Vd. confesar?
-Sí; me dijo.
Eché a la gente fuera. Se confesó, ayudándole yo mucho, como es natural. Y recibió la absolución (79).
"Le queríamos mucho y estábamos a gusto con él -dice Margarita Alvarado de don Josemaría-, porque siempre solucionaba los problemas". Si surgía un caso comprometido, si un enfermo en peligro de muerte se resistía a recibir los sacramentos, se confiaba el encargo al capellán, con la certeza de que "se ganaría su voluntad y le abriría las puertas del cielo" (80).
Uno de estos casos fue el de un enfermo gravísimo, del que las religiosas del Patronato le hablaron con pena, porque se negaba a recibir al sacerdote. Don Josemaría anotó lo sucedido con aquel moribundo, tozudo pecador:
Llegué a casa del enfermo. Con mi santa y apostólica desvergüenza, envié fuera a la mujer y me quedé a solas con el pobre hombre. "Padre, esas señoras del Patronato son unas latosas, impertinentes. Sobre todo una de ellas"… (lo decía por Pilar, ¡que es canonizable!) Tiene Vd. razón, le dije. Y callé, para que siguiera hablando el enfermo. "Me ha dicho que me confiese…, porque me muero: ¡me moriré, pero no me confieso!" Entonces yo: hasta ahora no le he hablado de confesión, pero, dígame: ¿por qué no quiere confesarse? "A los diecisiete años hice juramento de no confesarme y lo he cumplido". Así dijo. Y me dijo también que ni al casarse -tenía unos cincuenta años el hombre- se había confesado… Al cuarto de hora escaso de hablar todo esto, lloraba confesándose (81).
Entre los centenares de enfermos que tuvo que atender en sus años de capellanía en el Patronato, nunca le faltó al sacerdote, a través de su ministerio, la eficacia infalible de la gracia. "No recuerdo un sólo caso -asegura Asunción Muñoz- en el que fracasáramos en nuestro intento" (82). Afirmación tan absoluta, tan sin excepciones, no resulta fácil de creer. Con todo, el capellán no la mitiga, la da por buena y valedera, asegurando que, en sus visitas a los enfermos en la época del Patronato, por la gracia de Dios, siempre había conseguido confesar a todos antes de su muerte (83).
Normalmente, se proveía al capellán de una "hoja" con la fecha, nombre y domicilio de los enfermos. Y, como puede comprobarse por las hojas que se han conservado, el sacerdote, que siempre andaba corto de tiempo, estudiaba la lista y la reordenaba, estableciendo un plan de recorrido eficaz y aprovechado. Esas listas, que solían componerse de cinco o seis enfermos, suponían caminatas de varios kilómetros por lugares inhóspitos, chapoteando en el barro en el invierno, con nubes de polvo en el verano, pisando inmundicias y montones de basura. Muchos de esos recorridos comenzaban en el centro de la capital y se perdían en los arrabales, entre hileras desiguales de chabolas, sin orden ni concierto. Hojas hay en que aparece el domicilio del enfermo, pero sin el nombre de éste. Casos hay en que las señas no son completas. Y otros en que parece que se ha elaborado aposta una ruta a salto de caballo por el ajedrez de las calles madrileñas
Algunas de las listas son increíbles. La del 17 de marzo de 1928, dedicada a confesiones de enfermos, recoge 13 nombres. Lo asombroso son las distancias. Las direcciones van del centro de Madrid (barrio de Embajadores) hasta el barrio de Delicias en el sur, pasando luego por la Ribera de Curtidores y volviendo a Francos Rodríguez, ya en el barrio de Tetuán de las Victorias, al norte de Madrid. No eran raros los recorridos de más de 10 kilómetros.
Casos hay, por ejemplo, la hoja del 4-VII-1928, que no da el nombre del enfermo nº 6, pero sí dónde habrá que hallarle: "Zarzal 10, carretera de Chamartín, poco antes de llegar, mano derecha, donde hay un depósito de gasolina". Debió de costarle dar con las señas, porque el sacerdote añade de su puño y letra: Antes hay una pescadería. Es probable que conservase las hojas para facilitar ulteriores visitas, por el carácter de las anotaciones o tachaduras posteriores de nombres y direcciones (84).
En fin, el joven capellán, siempre dispuesto a emprender una caminata para atender a cualquier enfermo, se iba a pie o en tranvía hasta las mismas afueras de la capital, de manera que con frecuencia cruzaba de cabo a rabo la población, en busca de almas lisiadas o moribundas. Con el ejercicio, las suelas de sus zapatos se desgastaban muy deprisa. Su gozo, en cambio, crecía a medida que aumentaban las cargas pastorales.
A la gracia de Dios, que tenía en abundancia, unía don Josemaría mucha mano izquierda. Como observa María Vicenta Reyero, todo el mundo quedaba contento, "y los enfermos que visitábamos a domicilio pedían que volviese él a confesarlos y no otro" (85). De existir complicaciones, siempre les quedaba a las Damas el recurso del capellán, como se sugiere en una hoja del 2-II-1928: "Tiene grandes líos, desea confesarse, sería conveniente fuera Don José María" (86).
A veces le cogían de improviso, en plena calle, casos in extremis, no programados en las listas. Así sucedió, por ejemplo, un día en que pasaba cerca del parque del Retiro, no lejos de la Casa de Fieras. A uno de los guardianes del zoo, destrozado a zarpazos y dentelladas por los osos, le metían precipitadamente en una Casa de Socorro. Consiguió el capellán entrar tras el herido, que, por señas, manifestó querer confesarse. Allí mismo le absolvió (87).
Los años de su capellanía en el Patronato de Enfermos fueron de un trabajo agotador, al borde de su resistencia física, y al límite de la resistencia de su estómago, porque muchas veces lo único que podía dar a los mendigos que le pedían limosna por la calle era el bocadillo del almuerzo (88). Al final de la jornada, cuando las Damas pasaban por la capilla, veían al capellán con la cabeza entre las manos, de rodillas y apoyado en el altar, haciendo oración junto al sagrario, durante horas (89).
Entre las notas del Patronato de Enfermos que conservó don Josemaría hay un papel con letra grande y trazos firmes -escritura inconfundible del capellán- que dice: Fac, ut sit! (90). Por aquellos meses de 1927 y 1928, aquel joven sacerdote seguía implorando por un ideal divino que presentía en sus barruntos sobrenaturales, entreverados de locuciones, que anunciaban la proximidad de ese algo tan deseado (91). Con ansias apostólicas, ardiendo por dentro, cantaba entonces a voz en grito:
Cuando yo tenía barruntos de que el Señor quería algo y no sabía lo que era, decía gritando, cantando, ¡como podía!, unas palabras que seguramente, si no las habéis pronunciado con la boca, las habéis paladeado con el corazón: ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur?; he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: ecce ego quia vocasti me!, aquí estoy, porque me has llamado (92).
El piso de la calle Fernando el Católico resonaba con los cantos. Y Santiago, el hermano pequeño, que le oía y no quería ser menos, imitaba la canción, machacando y destrozando los latines (93).
Esas palabras del Señor, que recoge San Lucas, llenaron muchas horas de la meditación del joven sacerdote y fueron, sin duda, objeto de una especial tensión de alma, por el tono con que describe la conmoción interior que experimentaba. Con el fuego se expresa en la Sagrada Escritura el amor ardiente de Dios, bajado del cielo a la tierra para inflamar a los hombres. Y de ese fuego divino estaba incendiado el corazón sacerdotal de don Josemaría. Con tal celo, que las palabras se le escapaban con impaciencia, entonando un cántico de amor, sin que pudiera reprimirlas.
Por la urgencia e insistencia en repetir el grito del Señor, hay que dar por descontado que todo su ser vibraba con las palabras y se identificaba plenamente con el deseo divino de ofrecer su Amor a todo el mundo, a todas las gentes. Porque, como se nos dice en la parábola del banquete del gran rey, todos los hombres están invitados a la fiesta. De la sustancia de ese grito sacó don Josemaría muchas iniciativas, inspiradas por el Señor, para llevar a cabo el deseo apremiante de incendiar el mundo entero. Con su celo apostólico veía la redención como una maravillosa aventura divina, que se está consumando en la historia y que exige, por nuestra parte, una entrega radical: hacernos uno con Cristo, tener sus mismos sentimientos para con toda la humanidad, y acogernos a la Cruz redentora.
Dichas inspiraciones las tomaba por escrito don Josemaría en notas sueltas, y de cada una de ellas sacaba una sugerencia práctica o una orientación apostólica, que luego trasladaba a un cuaderno de apuntes. Desgraciadamente, cuando esparcía la vista a su alrededor, no necesitaba don Josemaría de su mucha experiencia pastoral para echar de menos en las almas una unidad de propósito. Consideraba con pena cómo las creencias de la gente cristiana estaban, en la actuación práctica, como desvinculadas de los sucesos de su vida privada, familiar y social. Tampoco se ofrecía a los fieles, en ninguna parte, la posibilidad de desplegar una vida plenamente cristiana en todas sus manifestaciones. En cuanto a meter el fuego de Cristo en la entraña de la sociedad, eso era todavía tarea en barbecho. Por desgracia, el proceso histórico seguía un camino inverso. Por todas partes se intentaba desalojar a Dios de la sociedad, relegándole a los templos o a un rincón de la conciencia:
El apostolado se concebía como una acción diferente -distinguida- de las acciones normales de la vida corriente: métodos, organizaciones, propagandas, que se incrustaban en las obligaciones familiares y profesionales del cristiano -en ocasiones, impidiéndole cumplirlas con perfección- y que constituían un mundo aparte, sin fundirse ni entretejerse con el resto de su existencia (94).
¿Existía acaso un procedimiento para encaminar las almas a Dios, aceptando la invitación universal al Amor? ¿Era posible cristianizar la sociedad y remover apostólicamente el mundo? Fluían en su mente las inspiraciones como flechas lanzadas en la oscuridad a una diana invisible; y ese reguero de iluminaciones con que regalaba el Señor a aquel joven sacerdote iba dejando en sus notas sueltas respuesta a muchos de los problemas planteados. Sabía don Josemaría que las soluciones que hallaba a tales interrogantes no provenían de su entendimiento o reflexiones, sino que eran de fuente divina.
Pasmado por las luces que recibía su alma y los panoramas apostólicos que se extendían ante su mirada, respondía prontamente al Señor: - aquí estoy, porque me has llamado. Ya lo venía haciendo desde 1918, pero ahora ese ecce ego quia vocasti me! tenía especial resonancia. Era una forma nueva de decir al Señor que se hallaba a su entera disposición, que estaba aguardando ese algo inminente que adivinaba ser un designio amoroso de Dios para con toda la humanidad. De algún modo él, Josemaría, presentía que iba a tener parte en ello; pero sin poder imaginar en qué consistía su participación. Lo contaría más adelante:
Entreveía una nueva fundación -aunque yo antes del 2 de octubre de 1928 no sabía qué era-, que aparentemente no tendría un fin muy determinado (95).
El distrito de Chamberí, en el que se encontraba el Patronato, era la prolongación, hacia el norte, del casco viejo de Madrid. Zona de ensanche en la que predominaban viviendas de la clase media, con cuatro y cinco plantas; y extensos solares entre conventos, palacetes y dependencias administrativas. Abundaban también los edificios de ladrillo, construcciones de final de siglo, con mezclas de estilo y adornos mudéjares con tracería gótica.
La vivienda de doña Dolores, a cierta distancia del Patronato, se hallaba a tono con la situación económica de la familia, que dependía enteramente de los ingresos de don Josemaría. No es necesario insistir en que eran cortos, sin que sepamos con precisión hasta qué punto. Una de las Damas Apostólicas se aventura a hacer una muy prudente especulación, al decir que la economía de los Escrivá "no debía estar muy boyante, pues vivían sencillamente" (96). Por el lado de la docencia también se desconocen sus ingresos. Un dato suelto, correspondiente al verano de 1928, nos ilustra marginalmente sobre la apurada situación de aquel hogar. El 31 de agosto se matriculó don Josemaría de tres asignaturas del doctorado de Derecho, teniendo que abonar de golpe 150 pesetas (97). Cantidad ésta demasiado respetable como para permitirse el capricho de no presentarse luego a examen de la "Literatura jurídica española", que era una de las asignaturas. Los otros dos exámenes los pasó satisfactoriamente, el 15 de septiembre.
Si el capellán carecía de tiempo para el estudio y de dinero para el pago de las tasas de examen, ¿cómo es que pudo desembolsar las dichas 150 pesetas? La verdad es que no salieron de su bolsillo sino que el pago de esa suma fue un rasgo de generosidad por parte de don José Cicuéndez, que sabía que el profesor de Canónico y Romano no tenía un cuarto (98).
Terminados los exámenes extraordinarios de septiembre, en la universidad y en las academias se gozaba de un par de semanas de descanso antes de emprender el nuevo curso. Don Josemaría, que solía hacer todos los años ejercicios espirituales de ocho días, aprovechó esa pausa académica. El capellán segundo del Patronato le suplió en sus funciones y él arregló las cosas para asistir a una tanda de ejercicios para sacerdotes diocesanos (99). La Casa Central de los Paúles, donde iban a darse, estaba cerca del Patronato. Era una amplia edificación de ladrillo de cuatro pisos, en torno a un patio jardín interior, con habitaciones sencillas y austeras, que daban a largos corredores. Adosada a aquella construcción, a la entrada de la calle García de Paredes, estaba la iglesia de San Vicente de Paúl, hoy de la Milagrosa, acabada en 1904. Por detrás había "una ancha huerta llena de fertilidad, de verdor, matices y lozanía, con varios cuadros cortados por sendas y paseos, cubiertos de frondosos árboles, frutales unos, de sombra otros" (100). A medida que corrían los años, estos enormes espacios abiertos de huertas y jardines, que se extendían hasta Cuatro Caminos, alternando con grandes solares y zonas edificadas, se los iba comiendo el ensanche.
Comenzaban los ejercicios el domingo, 30 de septiembre, y duraban hasta el 6 de octubre. El domingo por la tarde se presentó allí don Josemaría, provisto de sus efectos personales y un buen puñado de papeles y notas sueltas. En ellas -como va dicho- había ido recogiendo, entre otras cosas, las gracias extraordinarias dispensadas por el Señor durante diez años, principalmente en forma de inspiraciones e iluminaciones (101).
Más adelante explicó con toda sencillez, el origen y contenido de esos papeles, que pasaron a formar parte de unos Apuntes íntimos, que él denominaba Catalinas: No sé si he indicado el proceso de estas notas, en alguna parte de las Catalinas. Por si no he dicho nada, haré constar que, sin duda alguna, tendría yo dieciocho años, o quizá antes, cuando me sentí impulsado a escribir, sin orden ni concierto… Ahora recuerdo que de esto se habla en las primitivas cuartillas. Basta pues (102).
Pero con esta aclaración nos despierta el apetito de la curiosidad y nos deja insatisfechos, porque esas primitivas cuartillas no existen. Su historia fue corta. Las trasladó al primer cuaderno de sus Apuntes, y más tarde echó el cuaderno al fuego. Había en sus páginas muchos sucesos de carácter sobrenatural y al considerar, lógicamente, que si alguien los leía le tendría por santo, decidió destruirlos (103). En efecto, las anotaciones revelaban, por encima de otras consideraciones, lo realmente extraordinario de su vida. La fidelidad de don Josemaría a los barruntos del Amor resultaba heroica, después de diez largos años de abnegada correspondencia a la gracia. Su fe, ciertamente, era gigante. Su esperanza, inconmovible. Y su amor, desbordado en obras. Pero aquel joven sacerdote, olvidando la espera y los sinsabores, se daba por muy bien pagado con las gracias recibidas. Solamente él sabía hasta qué punto era deudor.
A estas alturas, el Señor, que venía preparándole desde el día de su nacimiento para poner en sus manos un encargo divino capaz de remover el curso de la Historia, juzgó ya maduro a su elegido. Don Josemaría no tenía más que veintiséis años, y había caminado admirablemente al paso de Dios, sin reservas ni demoras. Y el Señor, siempre celoso de las almas predilectas, no se dejó ganar la mano en largueza. En medio de los barruntos de amor le fue colmando de gracias. Era el joven sacerdote consciente de la secreta operación de los favores extraordinarios que recibía, aunque no de todos; y de la serenidad y buen humor que comunicaba en torno suyo; y de sus dotes como consejero y guía de almas. Notaba la mano de Dios en la entereza frente a las adversidades, en la eficacia apostólica de su palabra, en la docilidad con que se plegaban al calor de su ministerio sacerdotal los pobres y enfermos del Patronato, los niños o los universitarios. Parecía como que los obstáculos se allanasen a su paso y le fuesen marcando una ruta que le acercaba a un querer divino largamente soñado y presentido.
Al fin, su incesante clamor -Domine, ut videam!, Domine, ut sit!- había alcanzado la cima desde donde divisar un plan divino que no venía de ayer, ni de diez años atrás, sino de la eternidad del Amor de Dios. Ahora, el corazón de aquel joven sacerdote era como el botón de una flor a punto de reventar.
* * *
Componían aquella tanda de ejercicios seis sacerdotes. Se levantaban a las cinco de la mañana, y se retiraban a las nueve de la noche. Entre medio: exámenes de conciencia, misa, pláticas, oficio divino… (104).
El martes por la mañana, dos de octubre, fiesta de los Ángeles Custodios, después de celebrar misa, se encontraba don Josemaría en su habitación leyendo las notas que había traído consigo. De repente, le sobrevino una gracia extraordinaria, por la que entendió que el Señor daba respuesta a aquellas insistentes peticiones del Domine, ut videam! y del Domine, ut sit!
Siempre guardó una comprensible reserva sobre este maravilloso suceso y sus circunstancias personales (105). Justamente tres años más tarde describirá el meollo de lo ocurrido:
Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé -estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática- di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los Ángeles (106).
Bajo la luz potente e inefable de la gracia se le mostró la Obra en su conjunto; "vi" es la palabra que usaba siempre al definir este hecho. Esta inesperada visión sobrenatural absorbía en sí todas las parciales inspiraciones e iluminaciones del pasado, repartidas por las notas sueltas que estaba entonces leyendo, y las proyectaba hacia el futuro, con nueva plenitud de sentido (107).
Fueron unos instantes de indescriptible grandeza. Ante su vista, dentro del alma, aquel sacerdote en oración vio desplegado el panorama histórico de la redención humana, iluminado por el Amor de Dios. En ese momento, de manera indecible, captó el meollo divino de la excelsa vocación del cristiano, que, en medio de sus tareas terrenales, era llamado a la santificación de su persona y de su trabajo. Con esa luz vio la esencia de la Obra -instrumento aún sin nombre-, destinado a promover el designio divino de la llamada universal a la santidad, y cómo de la entraña de la Obra -instrumento de la Iglesia de Dios- irradiaban los principios teológicos y el espíritu sobrenatural que renovarían a las gentes. Con inmenso pasmo, entendió, en el centro de su alma, que dicha iluminación no sólo era respuesta a sus peticiones, sino también la invitación a aceptar un encargo divino.
Enseguida, tras la torrencial efusión de la gracia, invadió al sacerdote ese sentimiento de singular inquietud que experimentan las almas ante la presencia soberana del Señor. Y, al desencadenarse en la conciencia de la criatura el temor y el miedo, oye el alma un "¡no temas!" confortante:
Son palabras divinas de aliento -refiere con carácter autobiográfico el Fundador-. En el Testamento Viejo y en el Nuevo, Dios y los seres celestes las pronuncian, para levantar la miseria del hombre y disponerlo a un coloquio de iluminación y de amor, a la confianza en las cosas aparentemente imposibles o difíciles, a las que no llega la fuerza de la criatura […].
Os puedo asegurar, hijos míos, que esas almas no ambicionan ni desean las manifestaciones de esa ordinaria providencia extraordinaria de Dios, y que tienen una profunda conciencia de no merecerlas: os vuelvo a repetir que sus sentimientos ante ellas son de temor, de miedo. Aunque después, el aliento del Señor -ne timeas!- les comunica una seguridad inquebrantable, las enciende en ímpetus de fidelidad y entrega; les da luces claras, para cumplir su Voluntad amabilísima; y las enardece, para lanzarse a metas inaccesibles al alcance humano (108).
Dispuesto ya a un coloquio de iluminación y de amor, rompería en hacimientos de gracias, mientras de lo hondo de su ser saltaba con ritmo impaciente el Domine, ut sit! Ahora, ante un panorama de total claridad, más allá de los barruntos y de los presentimientos, aquella alma se rendía gustosamente a la vocación fundacional para llevar a cabo el designio divino (109).
Hasta el cuarto del sacerdote en oración llegaba el jubiloso voltear de campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, en el barrio cercano de Cuatro Caminos. El repiqueteo quedó para siempre en su espíritu: Aun resuenan en mis oídos -decía en 1964- las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, festejando a su Patrona (110).
* * *
Para aquel joven sacerdote la fecha del 2 de octubre de 1928 tenía un sentido muy preciso. Era la fecha de la fundación del Opus Dei. Por eso existe en todos sus relatos una gran vigilancia de estilo para evitar ambigüedades de interpretación; aislando, aposta, el suceso sobrenatural de las demás circunstancias personales:
Y llegó el 2 de octubre de 1928. Yo hacía unos días de retiro, porque había que hacerlos, y fue entonces cuando vino al mundo el Opus Dei (111).
Ese hecho histórico fue un acontecimiento imprevisto e inesperado. En modo alguno la concepción de una empresa humana, sino el resultado de un empujón divino en la historia de la Humanidad. Rompió la Obra en el mundo, aquel 2 de octubre de 1928, dirá el Fundador, de manera impersonal, en una de sus meditaciones (112).
En todo caso queda claro su origen. Don Josemaría tuvo siempre firme conciencia de que el protagonista de aquel suceso, su autor principal, quien dominaba la situación con su majestad, quien tomaba la iniciativa irrumpiendo imperiosamente en el alma de su siervo, era el Señor. Ese día -dice-, el Señor fundó su Obra, suscitó el Opus Dei (113).
Colocándose en segundo plano, evitó, pues, el empleo de la palabra "fundador". Se atribuyó siempre un papel secundario, como receptor de aquella iluminación divina, como persona gratuitamente elegida por el Señor para jugar con él, como juega un padre con un niño pequeño:
Una vez más se ha cumplido lo que dice la Escritura: lo que es necio, lo que no vale nada, lo que -se puede decir- casi ni siquiera existe…, todo eso lo coge el Señor y lo pone a su servicio. Así tomó a aquella criatura, como instrumento suyo (114).
Y, más expresivamente, escribió en 1934:
La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre […]. Hace muchos años que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos veintiocho (115).
Aquella iluminación constituyó, para siempre, su único punto de referencia histórica en cuanto al origen de la Obra, considerando ese 2 de octubre como fecha de una invitación y de una respuesta, por su parte, a ese llamamiento fundacional (116).
Es razonable -decía un 2 de octubre- que os dirija unas palabras en el día de hoy, cuando comienzo un año nuevo de mi vocación al Opus Dei. Sé que vosotros lo esperáis, aunque debo deciros, hijos de mi alma, que siento una gran dificultad, como un gran encogimiento de mostrarme en este día. No es la natural modestia. Es el constante convencimiento, la claridad meridiana de mi propia indignidad. Jamás me había pasado por la cabeza, antes de aquel momento, que debería llevar adelante una misión entre los hombres (117).
* * *
La fecha del 2 de octubre era el mojón que señalaba con exactitud el momento histórico en que la mente del Fundador quedó iluminada con una idea clara general de su misión (118). Lo sorprendente es que a ese hecho sobrenatural va adosado otro hecho grandemente significativo, pues las inspiraciones que aquel joven sacerdote venía recibiendo con cierta regularidad, se interrumpieron de pronto. A partir del 2 de octubre de 1928 dejaron de fluir, como si se hubiesen secado las entrañas del manantial. Se terminaron las primeras inspiraciones, escribirá luego en sus Apuntes. Y ese silencio divino se prolongó hasta el mes de noviembre de 1929, en que empieza otra vez la ayuda especial, muy concreta, del Señor (119).
Las notas sueltas que el ejercitante se llevó consigo, al objeto de meditarlas en el retiro, eran ideas, al parecer, sin sistematizar. En los días siguientes de los ejercicios las fue recopilando ordenadamente, conforme a la iluminación general recién recibida sobre toda la Obra. Esa visión unitaria del proyecto divino realzaba, con nuevas dimensiones, lo anteriormente inspirado de manera fragmentada. Y, dentro de aquel escenario de inconmensurables dimensiones históricas, "vio el Opus Dei, tal como el Señor lo quería y como debería ser a lo largo de los siglos" (120).
En el cuaderno de apuntes que destruyó se incluían las anotaciones referentes a la fundación, hasta marzo de 1930. Pero lo que vio el 2 de octubre de 1928 fue algo que jamás se apagó en su mente ni dejó de arder en su corazón. Desde esa fecha, la luz recibida de Dios -sobre la llamada universal a la santidad y la búsqueda de la plenitud de vida cristiana en medio del mundo y a través del trabajo profesional- constituyó la sustancia de su predicación. Al mismo tiempo, fue redactando documentos, que más tarde entregaría a sus hijos en el Opus Dei. En el más antiguo de dichos escritos, una extensa carta fechada el 24 de marzo de 1930, el Fundador parece escuchar en sus primeras líneas el eco amoroso del grito: ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur, y da a conocer al mundo la misión divina que le ha encomendado el Señor:
El corazón del Señor es corazón de misericordia, que se compadece de los hombres y se acerca a ellos. Nuestra entrega, al servicio de las almas, es una manifestación de esa misericordia del Señor, no sólo hacia nosotros, sino hacia la humanidad toda. Porque nos ha llamado a santificarnos en la vida corriente, diaria (121).
Semejante designio divino, esa llamada universal a la santidad, a la perfección cristiana, es muestra clara del amor infinito del Señor, que tiene puestos los ojos y el corazón en la muchedumbre, en todas las gentes. Y el Fundador lanza al mundo su proclama, en nombre propio y en nombre de quienes le sigan el día de mañana. Son palabras audaces e imperiosas, como de quien ha recibido una misión personal de Dios cara a la historia:
Hemos de estar siempre de cara a la muchedumbre, porque no hay criatura humana que no amemos, que no tratemos de ayudar y de comprender. Nos interesan todos, porque todos tienen un alma que salvar, porque a todos podemos llevar, en nombre de Dios, una invitación para que busquen en el mundo la perfección cristiana, repitiéndoles: estote ergo vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est (Matth5, 48); sed perfectos, como lo es vuestro Padre celestial (122).
Dios no discrimina las almas -El mismo lo asegura-, ni establece excepciones, de modo que nadie puede excusarse diciendo que no ha sido invitado. Han caído barreras y prejuicios:
Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa -homo peccator sum (Luc.5, 8), decimos con Pedro-, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo (123).
Dios va derechamente al encuentro con los hombres, sin sacarles de su sitio: de la tierra en que moran, de la profesión que ejercen, de la situación familiar en que se hallan. Dios nos aguarda a todos en lo pequeño, en lo corriente, porque en la vida raramente suceden cosas muy extraordinarias. A Dios hay que descubrirle, pues, en las tareas corrientes y cotidianas:
[…] lo extraordinario nuestro -sigue anunciando el Fundador- es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección. Sonreír siempre, pasando por alto -también con elegancia humana- las cosas que molestan, que fastidian: ser generosos sin tasa. En una palabra, hacer de nuestra vida corriente una continua oración (124).
En los pequeños sucesos diarios, hechos con amor y a la perfección, en los trabajos y dificultades, en las alegrías, en una tarea profesional bien ejecutada, en el servicio a la sociedad y al prójimo, se encierra siempre un tesoro. Porque el trabajo profesional y las relaciones sociales constituyen el ámbito y la materia que han de santificar los cristianos, haciéndose santos en el desempeño de las obligaciones familiares y civiles. En la llamada universal a la santidad va implícito, por tanto, el valor santificador del trabajo ofrecido a Dios, el valor cristiano de actividades seculares que nos despegan de este mundo sin dejar de estar asentados en él. De manera que el alma toma ocasión de todo ello para santificarse, para divinizarse.
En esa vida corriente, mientras vamos por la tierra adelante con nuestros compañeros de profesión o de oficio -como dice el refrán castellano cada oveja con su pareja, que así es nuestra vida-, Dios Nuestro Padre nos da la ocasión de ejercitarnos en todas las virtudes, de practicar la caridad, la fortaleza, la justicia, la sinceridad, la templanza, la pobreza, la humildad, la obediencia… (125).
De modo que las ciencias y el arte, el mundo de la economía y de la política, la artesanía y la industria, las labores domésticas y cualquier otra profesión honrada dejan de ser indiferentes o profanas. Porque cualquier actividad, vivificada en unión con Cristo, hecha con espíritu recto, de sacrificio, de amor al prójimo y de perseverancia, con intención de dar gloria a Dios, queda ennoblecida y adquiere valor sobrenatural.
Por entonces escribía el Fundador en una catalina: Cristo nuestro Rey ha manifestado su deseo. Y luego, en breves palabras, hacía compendio de aquella doctrina, y de cómo alcanzar la santidad:
[…] estando nosotros siempre en el mundo, en el trabajo ordinario, en los propios deberes de estado, y allí, a través de todo, ¡santos! (126).
El núcleo esencial del mensaje divino, mensaje de amor y de santificación, reclamaba una misión apostólica con el fin de esparcir la buena nueva por todos los rincones de la tierra, y una obra o institución para propagarla entre los hombres. Esa misión la recibió don Josemaría el mismo 2 de octubre y en esa misma fecha y hora puso el Señor en sus manos el instrumento para realizar aquella empresa apostólica:
[…] desde aquel día -nos dice- el borrico sarnoso se dio cuenta de la hermosa y pesada carga que el Señor, en su bondad inexplicable, había puesto sobre sus espaldas. Ese día el Señor fundó su Obra (127).
Carga hermosa porque aquel joven sacerdote, alter Christus, iba a ser heraldo del nuevo mensaje para la humanidad. Mensaje: viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo. Sin embargo, en el mejor de los casos, se veía como un humilde y despreciable borrico sobre el que, de golpe, impusieran una carga preciada y gravosa. Hermoso gravamen, compartido por el Señor, que se había metido hasta el hondón de su alma. En rigor, así sentía don Josemaría su vocación:
Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación.
La vocación nos lleva -sin darnos cuenta- a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: ésa es la llamada (128).
Sus dos peticiones, incansablemente repetidas por más de diez años, eran ya una realidad cristalizada. La súplica Domine, ut videam! se cumplía al revelarse el designio divino sobre su vida, para bien de toda la humanidad. Y desde el punto en que Dios le aceptó como instrumento para realizar la Obra -un ser con entraña divina-, había logrado respuesta su Domine, ut sit:
Quería Jesús, indudablemente, que clamara yo desde mis tinieblas, como el ciego del Evangelio. Y clamé durante años, sin saber lo que pedía. Y grité muchas veces la oración "ut sit!", que parece pedir un nuevo ser…
Y el Señor dio luz a los ojos del ciego -a pesar de él mismo (del ciego)- y anuncia la venida de un ser con entraña divina, que dará a Dios toda la gloria y afirmará su Reino para siempre (129).
El presentimiento que tuvo en Logroño de que le sobrevendría un algo que, según sus palabras, estaba por encima de mí y en mí (130), se había cumplido. Por encima de él estaba el plan divino y, dentro de él, la gracia fundacional necesaria para enfrentarse con las dificultades y llevarlo a término. Tenía, pues, capacidad y experiencia suficiente para realizarlo, como lo prueba el hecho de que el Señor pusiera enteramente en sus manos la fundación de la Obra. Estaba cargado de virtudes sobrenaturales y humanas; llevaba vida contemplativa en medio de sus ocupaciones y trabajos; poseía ímpetu apostólico, dotes de gobierno y celo por las almas. En una palabra, tenía ya, en germen, el espíritu que requería la fundación. Sin otro maestro que el Espíritu Santo, encarnaba ya la Obra como Fundador. De suerte que, de la semilla que el Señor había plantado en su mente y en su corazón brotaría todo el espíritu y toda la realidad de la Obra.
Dios confiaba a don Josemaría una misión de carácter sobrenatural, plenamente inscrita en la misión de la Iglesia; esto es, hacer realidad tangible el designio de la llamada universal a la santidad en todo tiempo:
Al suscitar en estos años su Obra, el Señor ha querido que nunca más se desconozca o se olvide la verdad de que todos deben santificarse, y de que a la mayoría de los cristianos les corresponde santificarse en el mundo, en el trabajo ordinario. Por eso, mientras haya hombres en la tierra, existirá la Obra. Siempre se producirá este fenómeno: que haya personas de todas las profesiones y oficios, que busquen la santidad en su estado, en esa profesión o en ese oficio suyo, siendo almas contemplativas en medio de la calle (131).
La Obra venía a ser, en el seno de la Santa Iglesia, un medio de promoción apostólica, con objeto de proclamar a los cuatro vientos la buena nueva y dar testimonio de la búsqueda de la santidad en medio del mundo:
Nos ha elegido el mismo Jesucristo -escribía el Fundador-, para que en medio del mundo -en el que nos puso y del que no ha querido segregarnos- busquemos cada uno la santificación en el propio estado y -enseñando, con el testimonio de la vida y de la palabra, que la llamada a la santidad es universal- promovamos entre personas de todas las condiciones sociales, y especialmente entre los intelectuales, la perfección cristiana en la misma entraña de la vida civil (132).
La Obra venía a responder al grito de ignem veni mittere in terram con un dispositivo de movilización apostólica, para anunciar por todas partes, con el ejemplo y la doctrina, el deseo ardiente del Señor. Pero, al llevar a cabo esa misión, los miembros de la Obra actuarían como fieles corrientes, iguales a los demás ciudadanos, con los que tienen en común costumbres, profesión y preocupaciones sociales. Cumplirían esa misión sin afán de distinguirse, con naturalidad, desde dentro de la sociedad, siendo levadura en medio de la masa, para conducir el mundo a Dios, para poner a sus pies el trabajo y los corazones de los hombres. Vosotros y yo sabemos y creemos -escribía el Fundador- que el mundo tiene como misión única dar gloria a Dios. Esta vida sólo tiene razón de ser en cuanto proyecta el reino eterno del Creador (133).
Por eso, desde el momento en que aparece la Obra, se oye un nuevo clamor en la vida y escritos de aquel sacerdote:
[…] llegará pronto la Pentecostés de la Obra de Dios… y el mundo todo oirá en todas sus lenguas las aclamaciones delirantes de los soldados del Gran Rey: -Regnare Christum volumus! (134).
* * *
El Señor, que nunca fuerza nuestra libertad, pidió el sí a don Josemaría. Un sí dado fervorosamente por el joven sacerdote al proyecto divino. Además, el Fundador, con mucha humildad, convirtió la respuesta en un gozoso Serviam!, ¡serviré! Jaculatoria que recitó a diario durante toda su vida. Era un grito de sometimiento pleno a la voluntad de Dios, una afirmación de estar dispuesto a realizar la Obra, y un rechazo de toda rebeldía. Porque se escucha -decía a sus hijos- como un colosal non serviam, en la vida personal, en la vida familiar, en los ambientes de trabajo y en la vida pública (135).
Aquel 2 de octubre se dio perfectamente cuenta aquel sacerdote de su pobreza y de la mucha ayuda que necesitaba. Sin echarse atrás, pidió al Señor luces y fuerza: una voluntad de hierro, que, unida a la gracia divina, nos lleve a terminar para toda la gloria de Dios, su Obra, a fin de que Cristo-Jesús efectivamente reine, porque todos con Pedro irán a El, por el único camino, ¡María! (136).
Y, queriendo resumir en pocas palabras cuál era el norte de su fundación y qué finalidad perseguía, terminó sellándolo en tres jaculatorias. En ellas cifraba el camino de santificación de los miembros de la Obra:
Jesús es el Modelo: ¡imitémosle! Imitémosle, sirviendo a la Iglesia Santa y a todas las almas. "Christum regnare volumus" "Deo omnis gloria" "Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam". Con estas tres frases quedan suficientemente indicados los tres fines de la Obra: Reinado efectivo de Cristo, toda la gloria de Dios, almas (137).
Comprendió también, desde un primer momento, que de su comportamiento personal en la ejecución de la empresa divina dependían grandes cosas para la Iglesia y para la historia del mundo. Se sabía poseedor de un valiosísimo carisma; pero, como el "siervo bueno y fiel" de la parábola evangélica tenía que ponerlo a producir. El Fundador vio, ese 2 de octubre, que era preciso abrir, con el esfuerzo personal y las gracias inherentes a su carisma de Fundador un camino que aún no existía. Pregonar aquel mensaje de santidad en medio del mundo, movilizar apostólicamente las almas, guiar y renovar espiritualmente a multitud de fieles en el seno de la Iglesia, serían acontecimientos sin precedentes históricos. Lógicamente, era previsible que, al crecer la Obra, con el ejercicio del apostolado y la búsqueda de la santidad en medio del mundo, se produjese un inesperado fenómeno pastoral y ascético, que exigiría nuevos moldes en la praxis y en la teoría. El proceso de la fundación iba, pues, a resultar un largo y dificultoso recorrido, que no acabaría hasta el momento mismo de la muerte del Fundador. Él poseía el espíritu de la Obra. Él era el tronco del que saldrían las ramas y los frutos.
El Fundador no vio los accidentes particulares de ese largo y penoso itinerario que le llevaría a la meta. Vio en cambio la Obra proyectada en el fondo de los siglos, como designio providentemente realizado por Dios. En lo que a él se refería, estaba dispuesto a empezar a construir cuanto antes, porque de lo que sí estaba seguro, desde un comienzo, era de que aquello le costaría sangre y lágrimas:
[…] bien sé -declara confiadamente- que los primeros que comencemos a trabajar hemos de amasar, con lágrimas de sangre, esa argamasa del cimiento, de que vengo hablando. No perderemos ni la fe, ni la alegría: lo podremos todo en Aquel que nos confortará (138).
* * *
En esos días de retiro en los Paúles acabó de reconocer la mano providencial del Señor, que había ido preparando la piedra fundacional en los graves sucesos que obligaron a la familia a peregrinar de Barbastro a Logroño, de Logroño a Zaragoza, y de Zaragoza a Madrid. Con esa luz, su vida adquirió nuevo y total colorido. Dios le había traído hasta la Villa y Corte para zambullirle, a fondo, en los problemas de la humanidad.
Consideraba yo por la calle, ayer tarde -escribirá en sus Apuntes-, que Madrid ha sido mi Damasco, porque aquí se han caído las escamas de los ojos de mi alma […] y aquí he recibido mi misión (139).
Examinó los medios materiales de que iba provisto para esa misión y cayó en la cuenta de su desnudez. El Señor le había ido despojando, en el camino de su vida, de toda impedimenta. Me encontraba entonces solo con el único bagaje de mis veintiséis años y de mi buen humor (140), nos dice haciendo el recuento. (Y en otra ocasión: Hemos empezado a trabajar en la Obra, cuando el Señor quiso, con una carencia absoluta de medios materiales: veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor. Y basta) (141).
Terminado el retiro se incorporó Josemaría a las tareas del Patronato. Enseguida se puso a buscar almas, con ansias de transmitir por todas partes el mensaje universal de la santidad (142). Repasó la lista de jóvenes que conocía, algunos de ellos estudiantes de la Academia Cicuéndez (143). Uno de los primeros a los que habló de su ideal apostólico fue Pedro Rocamora, al que conoció en 1928. Se lo presentó un estudiante de Arquitectura, José Romeo Rivera, quien, a su vez, había llegado a conocer al sacerdote a través de su hermano Manuel, que había sido compañero de don Josemaría en la Facultad de Derecho de Zaragoza. A ellos se sumó Julián Cortés Cavanillas y algún otro alumno de la Academia.
Rodeado de estos amigos, salía el sacerdote de paseo y, charlando, les exponía sus ambiciones espirituales. Demasiado ambiciosas, en opinión de Pedro Rocamora. Hablaba "como un hombre inspirado, cuenta éste. Nos asombraba, a los que estábamos junto a él, su conciencia plena de que tenía que entregar su vida a aquella idea. Había asumido tal empresa como el que sabe que tiene que cumplir una especie de sino determinado en su vida.
- Pero, ¿tú crees que eso es posible?, le decía yo.
Y él me contestaba:
- Mira, esto no es una invención mía, es una voz de Dios" (144).
No siempre tenían las conversaciones carácter peripatético. A veces buscaba el sacerdote un lugar tranquilo para leer a sus acompañantes, reunidos en torno a una mesa, las anotaciones del cuaderno que llevaba consigo. Si hacía buen tiempo, al salir de las clases de la Academia se iban hasta la Castellana, esquina de la calle de Riscal, a sentarse al aire libre en la terraza de una cervecería. Con mayor frecuencia el grupo iba a parar al "Sotanillo". Este establecimiento -chocolatería, cervecería y cafetería, todo en uno-, estaba situado en lugar muy céntrico: en la calle de Alcalá, entre la Cibeles y la plaza de la Independencia. La entrada del local estaba a ras del suelo y había que bajar unos cuantos escalones, pues ocupaba un semisótano.
Don Josemaría se encontraba muy a gusto en el ambiente del "Sotanillo", rodeado de sus jóvenes amigos. Y Juan, el propietario, y su hijo Ángel se acostumbraron a ver al sacerdote acompañado de estudiantes. Cuando uno de ellos le veía entrar, pasaba en voz alta el santo y seña: "Ya ha llegado con sus discípulos" (145).
Haciendo memoria de amigos, don Josemaría se remontó, nada menos, que a sus años de estudiante en Logroño. En efecto, en carta de 9 de diciembre de 1928 Isidoro Zorzano le pide noticias de su vida (146). Señal de que el sacerdote reanudaba el trato con ese compañero del Instituto de Logroño, que estudió luego en Madrid la carrera de Ingeniería. Vivía ahora en Cádiz y trabajaba en la factoría naval de Matagorda. A esa carta siguió una larga correspondencia, que trajo sorpresas para ambos.
Pronto amplió el campo apostólico tratando con sacerdotes conocidos. Su manifiesto aspecto juvenil no parecía lo más a propósito para predicar en una sociedad en la que no faltaban clérigos exponentes de costumbres y tradiciones multiseculares. Y tampoco podía olvidar su delicada condición de sacerdote extradiocesano en Madrid, que le hacía sentirse como gallina en corral ajeno (147). Así y todo, no se paró en barras. Uno de los primeros sacerdotes a los que trató de entusiasmar apostólicamente fue don Norberto, el otro capellán del Patronato. Sus intenciones, en un primer momento, fueron de puro orden caritativo. Don Norberto iba, por aquellas fechas, camino de los cincuenta y había padecido una enfermedad nerviosa que le impidió ejercer cargos eclesiásticos. Se repuso, pero luego volvió a recaer. De manera que, hasta su muerte, fue hombre enfermo, aunque por lo general de buen celo apostólico y vida interior (148). Las Damas Apostólicas, que le conocían desde 1924, veían crecer la amistad entre los dos capellanes. Sabían lo que significaba verlos juntos en las visitas a enfermos y niños de las escuelas. "Don Josemaría -dice una de ellas- le llevaba para poder ayudarle: para que se sintiera útil y apreciado" (149).
Uno de los primeros sacerdotes a los que habló a fondo de su vocación fue, sin duda alguna, don José Pou de Foxá. El profesor de Derecho Romano de Zaragoza escribía desde Ávila el 4 de marzo de 1929 a don Josemaría, pidiendo que fuera a esperarle a la estación y que le reservase habitación en la fonda. Las líneas de despedida dejan adivinar su impaciencia por verse cara a cara con su antiguo alumno: "Como pronto nos veremos -escribe- nada más te digo, pues pronto te abrazará tu amigo, José" (150).
Pou de Foxá permaneció en Madrid varias semanas, durante las cuales tuvo ocasión de charlar detenidamente con su joven amigo. El profesor Carlos Sánchez del Río, que también se hallaba en Madrid por esos días, con motivo de las oposiciones a una Cátedra de Derecho Romano, refiere que se iban juntos los tres, "casi todas las tardes, hacia última hora, a una "chocolatería" que se llamaba "El Sotanillo", que estaba en la calle de Alcalá. Teníamos allí muy agradables tertulias en las que cambiábamos impresiones sobre toda clase de temas" (151).
Don Josemaría, que no dejaba pasar la ocasión de hacer nuevas amistades con sacerdotes, seguía manteniendo su vieja relación con los residentes de la calle Larra, donde sembraba esperanzas para el futuro. Así conoció, por ejemplo, a don Manuel Ayala, de paso por Madrid en 1929. Don Manuel guardó siempre un grato recuerdo de su breve trato con el capellán del Patronato, que le reveló parte de sus ideales: Yo en aquella época le confié algo de la Obra. Y él la recuerda con cariño, escribirá don Josemaría (152).
En el verano de 1929 se presentó un día a decir misa en el Patronato don Rafael Fernández Claros, joven sacerdote salvadoreño que estudiaba en el Instituto Católico de París. Cuando terminó su acción de gracias se le acercó el capellán. Charlaron un rato. "Me bastaron unos momentos -dice el salvadoreño- para apreciar en todo su altísimo valor el tesoro de santidad que cuidadosamente guardaba aquella delicada alma sacerdotal" (153). Esa intimidad se mantuvo viva durante años y engendró una vinculación de orden más elevado: "¿Cómo corresponderé, padre, a sus bondades?, le escribía don Rafael desde París, 4-XI-1929. No de otra manera que aceptando -como la acepto- sin restricción alguna, su delicada propuesta de pacto espiritual sacerdotal" (154).
Sobre ese pacto de hermandad escribe el salvadoreño en otra de sus cartas: París, 20-III-1930: "Mis reiterados agradecimientos por el fiel cumplimiento de su promesa de recordarme en la Santa Misa. Yo a mi vez lo recuerdo todos los días en el augusto sacrificio" (155).
El capellán del Patronato comenzó a crear una auténtica movilización de almas y plegarias: Desde el año 1928 -cuenta-, procuré acercarme a almas santas, incluso a personas desconocidas, que tenían -como yo solía decir- cara de buenos cristianos: y les pedía oraciones (156).
Un día de 1929 se tropezó en la calle, a las seis de la mañana, con un sacerdote desconocido. Le paró y le pidió que rezase por una intención suya. (El sacerdote era don Casimiro Morcillo, años más tarde arzobispo de Madrid) (157). Y no era caso único, porque Avelino Gómez Ledo, compañero en la residencia de Larra, recuerda bien el celo con que don Josemaría le reclamaba entonces oración y penitencia, "de una manera viva, estimulante". Más tarde, cuando el capellán del Patronato no vivía ya en la residencia, se encontró un día casualmente con don Avelino en la plaza de la Cibeles. Don Josemaría, nos dice éste, "iba envuelto en un manteo y me llamó la atención su especial recogimiento; no cabía duda que iba rezando por la calle. Tuve la impresión como si de pronto se me apareciera una de las almas que viven de manera extraordinaria la unión con Dios, y me habló, de nuevo, de que encomendara su trabajo apostólico, de oración y de mortificación" (158).
Pasaban los meses y el sacerdote seguía mendigando ayuda: Sigo pidiendo oración y mortificaciones a mucha gente. ¡Qué miedo le tiene la gente a la expiación! (159), exclama con pena y sorpresa.
También una ayudante de las Damas Apostólicas refiere, con risueña sencillez, que nadie quedaba libre de la campaña de oración promovida por don Josemaría.
- Pide mucho por mí, pide mucho por mí, le decía el capellán.
Y aquella mujer pensaba: "¿qué irá a hacer Don Josemaría que pide tanta oración?" (160).
En Enero de 1929, estando a punto de morir una de las Damas, el capellán le suplicó que intercediera por él desde la otra vida: ¡o santo o muerto!
Recuerdo, a veces con cierto temor -escribirá poco después en sus Apuntes íntimos- por si fue tentar a Dios u orgullo, que, estando moribunda Mercedes Reyna […], sin haberlo pensado de antemano, me ocurrió pedirle, como lo hice, lo siguiente: Mercedes, pida al Señor, desde el cielo, que si no he de ser un sacerdote, no bueno, ¡santo!, se me lleve joven, cuanto antes. Después la misma petición he hecho a dos personas seglares -una señorita y un muchacho-, quienes todos los días en la Comunión renuevan ante el buen Jesús esa aspiración (161).
Atendió a la Dama en los últimos días de su enfermedad. Luego don Josemaría buscó su protección, y visitaba con frecuencia su tumba. El 31 de julio comenzó una novena, pidiéndole por sus intenciones, yendo, diariamente, a rezar el rosario de rodillas ante la sepultura de Mercedes (162). La Obra estaba arrancando y el Fundador se sentía movido a darse totalmente, con generosidad, en holocausto, aunque nunca experimentó la menor inclinación a ofrecerse como víctima. El "victimismo" (la elección espectacular del sacrificio, como desdeñando ofrecer a Dios los sufrimientos y pequeñas cruces cotidianas) era algo muy distante de su modo de ser y de pensar; y, en cuanto a no gustarle, ni la palabra misma le agradaba.
Su alma buscaba algo especial que ofrecer, por vía de expiación. Por eso, a los tres días de acabar la novena en el camposanto, por sugerencia espiritual, pidió al Señor, sin titubear, que le despojase de su salud, en acto expiatorio:
El día once de Agosto de 1929, según nota que tomé aquel día en una estampa que llevo en el breviario, mientras daba la bendición con el Santísimo Sacramento en la iglesia del Patronato de Enfermos, sin haberlo pensado de antemano, pedí a Jesús una enfermedad fuerte, dura, para expiación (163).
Creo que el Señor me lo concedió, añade.
Recapitulando sus afanes apostólicos a partir del 2 de octubre, don Josemaría resume con gran sencillez: Desde el primer momento hubo una intensa actividad espiritual, y empecé a buscar vocaciones (164). Pero, ¿de dónde el impulso de pedir al Señor, ante la Dama moribunda, ser un sacerdote santo si no es porque veía su alma como hundida en la tibieza y en el abandono? (165).
Por discordante que suene, no es ésta una afirmación gratuita y sin fundamento. La convicción del enorme desnivel existente entre sus esfuerzos apostólicos y la magnitud de la empresa que se le había encomendado, provocaba en su conciencia la desazón:
¿Qué puede hacer una criatura, que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada?, se preguntaba a sí mismo. Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos… Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás. Pero no siempre: había temporadas en que no (166).
Al comprobar que marchaban desacompasadas su alta misión y sus escasos recursos, le parecía como que su alma caía en una modorra que no podía sacudirse de encima:
Después de 1928, aunque comencé a trabajar enseguida, tuve mi sueño. Ego dormivi, et soporatus sum; et exsurrexi, quia Dominus suscepit me (Sal 3, 6); me dormí, me quedé como en un sopor; y fue el Señor el que me condujo y me sacó a trabajar con más intensidad cada día (167).
Pasados suficientes años como para reposar viejos recuerdos, todavía se alzaba ante su pensamiento, con dolor, la sombra de la resistencia que, en su heroica humildad, se imaginaba y se reprochaba: Bien sabe el Señor que yo comencé a trabajar en el Opus Dei a regañadientes, y por eso os pido perdón muchas veces, decía excusándose ante sus hijos (168). Parecía como que, ahora que el Señor había dado respuesta a sus ardientes deseos de muchos años de oración, le desfalleciera la voluntad, sintiéndose resquebrajado por dentro:
Yo quería y no quería. Quería cumplir aquello que era una misión terminante, y desde el primer día se dio origen a una intensa labor espiritual. Y no quería, a pesar de que había estado desde los quince hasta los veintiséis años haciendo una continua llamada a Jesucristo, Señor Nuestro, diciéndole como el ciego del Evangelio: Domine, ut videam! (Lc 18, 41); Señor, haz que vea. Otras veces, con un latín de baja latinidad: Domine, ut sit!, ¡que sea eso que Tú quieres, que yo no sé lo que es! Y lo mismo a la Santísima Virgen: Domina, ut sit! (169).
Realizaba el apostolado con auténtico empeño y convicción. ¡Siempre sin una vacilación, aunque yo ¡no quería!, vuelve a insistir (170). Ni él mismo podía explicarse esa aparente contradicción, esa especie de resistencia interior. Es evidente que no le faltaba el latido de su voluntad para cumplir con su misión sino, más bien, que aun siendo total su entrega, aspiraba siempre a metas más generosas.
Había recibido -no tenía duda sobre ello- una idea clara general de lo que sería la Obra, pero no el cómo realizar esa idea. De forma que desde el 2 de octubre, al interrumpirse las inspiraciones, se quedó a media luz, con una claridad general que iluminaba el núcleo del designio divino, pero se halló desprovisto de luces específicas y prácticas para plasmar tangiblemente esa visión. O, por expresarlo con sus propias palabras, se interrumpió aquella corriente espiritual de divina inspiración, con la que iba perfilándose, determinándose lo que El quería (171). De atenernos a sus sentimientos, hay que aceptar que en su espíritu quedó flotando la imagen de una carga abrumadora y divina, ante la cual se sentía falto de valor. Siempre se lo echó en cara: Fui cobarde. Me daba miedo la Cruz que el Señor ponía sobre mis hombros (172).
(Esta idea de la cobardía no es otra cosa, en la vida de los santos, que un brote de humildad. Es decir, fruto de reconocer que, frente a la grandeza de las invitaciones divinas, responden -así les parece- con falta de entusiasmo y flojedad de entrega).
Pero, ¿acaso ese supuesto miedo o cobardía dan razón satisfactoria de sus inquietudes? ¿No habrá que buscar causas más afines con su modo de ser, en el que, por cierto, no tenían fácil cabida la indecisión, el temor o el apocamiento? Ya desde niño -como tenemos visto- su carácter estaba configurado por la repugnancia a lo ceremonioso y a la ostentación. Esa tendencia natural terminó arraigando luego, honda y sobrenaturalmente, en su ser: He sentido en mi alma, desde que me determiné a escuchar la voz de Dios -al barruntar el amor de Jesús-, un afán de ocultarme y desaparecer; un vivir aquel illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3, 30); conviene que crezca la gloria del Señor, y que a mí no se me vea (173).
De ahí su recelo, según él mismo nos confiesa, puesto que la idea de comenzar una nueva fundación podría ser por soberbia, por un deseo de eternizarse (174). Desde su mocedad, sentía una gran desconfianza ante lo extraordinario, una invencible repulsión por las novedades llamativas:
Sabéis -escribía a sus hijos en 1932- qué aversión he tenido siempre a ese empeño de algunos -cuando no está basado en razones muy sobrenaturales, que la Iglesia juzga- por hacer nuevas fundaciones. Me parecía -y me sigue pareciendo- que sobraban fundaciones y fundadores: veía el peligro de una especie de psicosis de fundación, que llevaba a crear cosas innecesarias por motivos que consideraba ridículos. Pensaba, quizá con falta de caridad, que en alguna ocasión el motivo era lo de menos: lo esencial era crear algo nuevo y llamarse fundador (175).
La explicación más lógica de los sentimientos contradictorios del Fundador -la aceptación de una misión y la resistencia a fundar algo nuevo- es la intervención divina. La cual va claramente expresada en la interrupción de aquellas inspiraciones prácticas que venía recibiendo hasta octubre de 1928. Con ello obtuvo una nueva confirmación del origen sobrenatural de la Obra, pues la fundación, además de sobrepasar su capacidad natural, estaba muy al margen de sus gustos personales. Viéndole, pues, navegar entre las resistencias y el entusiasmo, el Señor decidió entrar también en el juego:
El Señor […] viendo mi resistencia y aquel trabajo entusiasta y débil a la vez, me dio la aparente humildad de pensar que podría haber en el mundo cosas que no se diferenciaran de lo que El me pedía. Era una cobardía poco razonable; era la cobardía de la comodidad, y la prueba de que a mí no me interesaba ser fundador de nada (176).
En medio de esa incertidumbre de ánimo, sin dejar de trabajar en la Obra, abrigaba el secreto deseo -sin fundamento alguno- de encontrársela ya hecha en otra parte:
Y, con una falsa humildad, mientras trabajaba buscando las primeras almas, las primeras vocaciones, y las formaba, decía: hay demasiadas fundaciones, ¿para qué otras más? ¿acaso no encontraré en el mundo, hecho ya, esto que quiere el Señor? Si lo hay, mejor es ir allí, a ser soldado de filas, que no fundar, que puede ser soberbia (177).
Intentó, pues, obtener información sobre instituciones españolas y, luego, del extranjero. Pero, en cuanto las examinaba de cerca, comprobaba que no era eso lo que buscaba: Llegaron a mis manos -escribe en sus Apuntes- noticias de muchas instituciones modernas (de Hungría, Polonia, Francia etc.), que hacían cosas raras… ¡Y Jesús nos pedía, en su Obra, como virtud sine qua non la naturalidad! (178).
No especifica en qué consistían tales rarezas. Sabemos, sin embargo, que, desde un primer momento, la espiritualidad de la Obra se caracterizó por la sencillez, el no llamar la atención, el no exhibir, el no ocultar. En una palabra: la repugnancia al espectáculo (179).
En noviembre de 1929 se hallaba ocupado don Josemaría en una búsqueda infructuosa, cuando comenzaron de nuevo a manar las inspiraciones dentro de su alma (180). Y la renovación de aquella corriente espiritual de divina inspiración, después de más de un año de sequía, trajo consigo las luces prácticas para encaminar las tareas fundacionales. Todo ello constituía prueba palpable de que era el Señor quien llevaba el mando de esa empresa divina, como consignó en sus Apuntes:
El silencio del Señor, desde el día 2 de octubre de 1928, fiesta de los Santos Ángeles y vísperas de Santa Teresita, hasta el mes de noviembre de 1929 dice muchas cosas […]: evidencia de modo indudable que la Obra es de Dios, pues, si no hubiera sido inspiración divina, la razón exige que, recién terminados los santos ejercicios en octubre del 28, inmediatamente, con más ilusión que nunca, porque ya quedaba dibujada la empresa, continuara este pobre cura anotando y perfilando la Obra. No fue así: pasó más de un año sin que Jesús hablara. Y pasó, entre otras razones, para esto: para probar, con evidencia, que su borrico era sólo el instrumento… y ¡un mal instrumento! (181).
* * *
Había ya olvidado sus gestiones informativas cuando un día llegaron a sus manos algunos folletos sobre organizaciones apostólicas (182). Reconstruyendo los hechos escribirá en 1948: Por fin, tuve conocimiento de los Paulinos del Card. Ferrari. ¿Será esto? Procuré enterarme (debía ser a fines de 1929) (183).
(En otra de las revistas o folletos -"El Mensajero Seráfico"- que en ocasiones repartía a los enfermos, aparecieron también unos artículos sobre las fundaciones, en Polonia, del padre Honorato) (184).
Pero, continuando el relato sobre los Paulinos, nos dice:
Procuré enterarme (debía ser a fines de 1929) y, al saber que en la Compañía de San Pablo había también mujeres, escribí en mis Catalinas (si no las quemé, aparecerán entre los paquetes del archivo, y podrán leer allí lo mismo que ahora escribiré) aunque no se diferenciara el Opus Dei, de los Paulinos, más que en no admitir mujeres ni de lejos, ya es notable diferencia (185).
La frase de referencia estaba, probablemente, en el cuaderno de notas destruido. Consta, sin embargo, que sus expresiones en este asunto contenían siempre una rotunda exclusión del elemento femenino. Yo había escrito -dirá en otra ocasión-: nunca habrá mujeres -ni de broma- en el Opus Dei (186).
Evidentemente, el 2 de octubre de 1928 no "vio" ni los sucesos ni los detalles históricos sino el núcleo esencial del mensaje divino. ¿Es imaginable que en tales circunstancias, con la repugnancia que sentía a fundar nada nuevo, y sin iluminaciones prácticas para dar nuevos pasos en la fundación, se empeñase en meter mujeres en la empresa? Al menos tenía -en opinión personal- una idea propia, clara y tajante: las mujeres no estaban llamadas a formar parte de esa organización (187).
No tardó mucho el Señor en enmendar ese criterio restrictivo.
Pasó poco tiempo -escribirá en sus Apuntes íntimos-: el 14 de febrero de 1930, celebraba yo la misa en la capillita de la vieja marquesa de Onteiro, madre de Luz Casanova, a la que yo atendía espiritualmente, mientras era Capellán del Patronato. Dentro de la Misa, inmediatamente después de la Comunión, ¡toda la Obra femenina! No puedo decir que vi, pero sí que intelectualmente, con detalle (después yo añadí otras cosas, al desarrollar la visión intelectual), cogí lo que había de ser la Sección femenina del Opus Dei. Di gracias, y a su tiempo me fui al confesonario del P. Sánchez. Me oyó y me dijo: esto es tan de Dios como lo demás (188).
Ese 14 de febrero aprendió intelectualmente, y con detalle, lo concerniente a las mujeres: algo que ya estaba implícito en la visión general del 2 de octubre. Allí terminaron los titubeos y la indagación sobre instituciones semejantes:
Anoté, en mis Catalinas, el suceso y la fecha: 14 feb. 1930. Después me olvidé de la fecha, y dejé pasar el tiempo, sin que nunca más se me ocurriera pensar con mi falsa humildad (espíritu de comodidad, era: miedo a la lucha) en ser soldadito de filas: era preciso fundar, sin duda alguna (189).
Una y otra fundación le cogieron desprevenido. Sobre todo la de mujeres: con la mente falta de iluminación y con la voluntad dividida entre el querer y el no saber. Y, al final, una opinión en firme, excluyendo a las mujeres. ¿No se hacía con ello todavía más patente el origen divino de la Obra? Así lo reconoció el Fundador:
Siempre creí yo -y creo- que el Señor, como en otras ocasiones, me trasteó de manera que quedara una prueba externa objetiva de que la Obra era suya. Yo: ¡no quiero mujeres, en el Opus Dei! Dios: pues yo las quiero (190).
Con las paradojas fundacionales compuso, en su día, un inspirado ramillete, pues no habían acabado todavía las sorpresas:
La fundación del Opus Dei salió sin mí; la Sección de mujeres contra mi opinión personal, y la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, queriendo yo encontrarla y no encontrándola (191).