El Fundador del Opus Dei
La gestación de la Obra
1. Entre enfermos: "Hermoso oficio"
2. El Hospital del Rey
3. Los primeros seguidores
4. Un retiro espiritual junto a S. Juan de la Cruz
5. La labor de San Rafael
6. Una desorganización organizada
A finales del siglo XVI existían en el Madrid de los Austrias hasta catorce hospitalillos, repartidos por la Corte. Un capitán de los Tercios de Flandes, Bernardino de Obregón, conocido luego como el "Apóstol de Madrid", fue quien convenció al rey Felipe II para que fundiese en uno todos los existentes. Con este fin se creó una Junta de Hospitales y encargóse el proyecto del nuevo edificio a Herrera, el arquitecto de El Escorial. El sitio elegido eran unos terrenos próximos a la finca de Antonio Pérez, en donde se construyó el convento de Santa Isabel, colindante con el Hospital de la Pasión, destinado a mujeres (1).
Pero comenzar las obras y empezar a brotar pleitos fue todo uno. Y no era de extrañar, pues con motivo de la desvinculación de fundaciones, capillas e iglesias dependientes de los hospitales, se multiplicaron los recursos ante las autoridades eclesiásticas. Las obras estuvieron detenidas casi un siglo y no se acabaron hasta tiempos de Carlos III. El antiguo Hospital de la Pasión desapareció, por derribo, en 1831 y en ese solar de la calle de Atocha se levantó la Facultad de Medicina de San Carlos (2).
Cuando don Josemaría salía de Santa Isabel se daba de cara con el imponente paredón del Hospital General (por otro nombre, Hospital Provincial), en una de cuyas alas se había instalado el Hospital Clínico, dependiente de la Facultad de Medicina. En el verano de 1931, cuando aún no había dejado del todo la labor del Patronato de Enfermos, al ver por fuera aquel inmenso edificio, le venían irremediablemente al pensamiento los enfermos que abandonaba. Le inquietaba el que, muy pronto, el día en que se despidiese de las Damas Apostólicas, iba a quedar un tremendo hueco en su alma. (En el Patronato de Enfermos, quiso el Señor que yo encontrara mi corazón de sacerdote, confiesa) (3).
(La labor en los hospitales, la convivencia con el sufrimiento, la ofrenda de dolores y la oración con lágrimas de los enfermos, fueron raíces de las que el Fundador sacaba vitalidad sobrenatural en los comienzos de la Obra).
Corrían las fechas y el 28 de octubre de 1931 dejó definitivamente el Patronato de Enfermos de Santa Engracia. Ese mismo día remedió el Señor sus preocupaciones, dándole en herencia un montón de enfermos que cuidar:
Otro favor del Señor -escribe-: ayer hube de dejar definitivamente el Patronato, los enfermos por tanto: pero, mi Jesús no quiere que le deje y me recordó que El está clavado en una cama del hospital… (4).
Dios se valió, para dar continuidad a sus obras de misericordia con los enfermos, del sacristán de Santa Isabel, Antonio Díaz, quien le habló de la Congregación de San Felipe Neri. Esta Congregación, llamada de los "Filipenses", se ocupaba de atender a los enfermos del Hospital General (5). Don Josemaría se informó, consultó con su confesor y anotó jubilosamente en sus Apuntes: desde el próximo domingo, comenzaré a ejercitarme en ese hermoso oficio (6). El 8 de noviembre asistió por vez primera al ejercicio de la Congregación. Según las Constituciones, el número de hermanos, todos seglares, era de hasta 70; y entre ellos se elegía un Hermano Mayor. Todavía se atenían por entonces en sus costumbres y ceremonias a las viejas usanzas de las Constituciones. Los domingos, a las cuatro en punto de la tarde, se presentaban los hermanos, reducidos entonces, en 1931, a poco más de una docena (7). Se vestían de ropón negro e iban a la capilla de la Congregación para hacer sus rezos. Después, hecha la distribución de los encargos, por parejas, o en grupos de tres o cuatro, se disponían a recorrer las salas que tenían señaladas, no sin antes recoger el material del depósito: toallas, jofainas, jabón, vendas, tijeras…
En las Constituciones se puntualizaba la manera de ejercitar los Filipenses sus servicios con los enfermos, que ha de ser "con mucha humildad y respeto, contemplando en cada uno la imagen viva de Cristo". También allí se señalan, por capítulos, las tareas específicas de los hermanos: "Que se hagan las camas a los pobres"; "que se tenga cuidado especial con los fatigados"; "que se laven los pies y corte el pelo y uñas a los pobres"; "que siendo necesario, se mundifiquen los vasos", etc (8).
En las largas horas pasadas cada día a la cabecera de los enfermos, hermanado con sus dolores, testigo de sus miserias, consolando con su presencia y borrando las miserias del alma en el sacramento de la Penitencia, don Josemaría había acabado por ver la figura amable y sufriente de Cristo trasparentada en los enfermos. Cristo misericordioso, Cristo paciente, Cristo cargado con el peso y fealdad del pecado, Cristo conllevando nuestros dolores y padecimientos. Y el sacerdote, otro Cristo, se identificaba con los enfermos en el dolor y en la misericordia. Sentía ansias de ver y aliviar a Cristo en los enfermos. Ansias que llevaban el corazón de don Josemaría al hospital. En una catalina de marzo de 1932 se lee:
Los niños y los enfermos: Cuando escribo estas palabras -Niño, Enfermo-, siento la tentación de ponerlas con mayúscula, porque, para un alma enamorada, son El (9).
La Congregación arrastraba una vida lánguida, por el corto número de hermanos, su insuficiente preparación sanitaria y los muchos estorbos que se ponían para impedir su labor espiritual. Desde la venida de la República, el ambiente en las salas se había vuelto hostil y hasta agresivo. Y los rencores de la calle llegaban, cargados de odio, hasta aquel refugio de sufrimientos, como describe un acompañante de don Josemaría: "Era un trabajo durísimo y muy desagradecido. El ambiente anticatólico lo invadía todo y muchos enfermos nos insultaban. Nos ocupábamos de arreglarles el cabello, afeitarles, cortarles las uñas, les lavábamos y les limpiábamos las escupideras. Daba un asco horrible. Íbamos los domingos por la tarde y salíamos con náuseas" (10).
Por falta de espacio, los enfermos se hacinaban en las salas y los corredores estaban sembrados de colchonetas (11). Por allí pasaban los Filipenses como una caricia de misericordia, calmando el desfallecimiento o la desesperación de los pacientes. Uno de los antiguos hermanos rememora "la estela espiritual" que dejaba a su paso don Josemaría, "levantando el espíritu de los enfermos y moribundos" (12).
Entre los hermanos de la Congregación que acudían al Hospital por los años 1931 y 1932 estaban Luis Gordon, Jenaro Lázaro y Antonio Medialdea. Luis era un joven ingeniero industrial, de buena posición económica, que dirigía una fábrica en Pozuelo, cerca de Madrid. Jenaro, escultor de profesión, tenía unos treinta años. Y Antonio Medialdea era dependiente de comercio (13). Había otros hermanos de mayor edad, como el viejecito que encabezaba el grupo en que le tocó ir un domingo a don Josemaría. Sorprendía al sacerdote que, al acabar su tarea en una sala de enfermos, el vejete se despidiera ingenuamente con una "piadosa barbaridad": "Hermanos, que Dios les dé la salud del cuerpo… (aquí una gran pausa, y luego, todo seguido)… y la espiritual, si conviene" (14).
En ese hermoso oficio, en contacto con los sufrimientos, maduraba y se enriquecía don Josemaría. Su impresión, después de pasar el primer domingo con los Filipenses, la resume en dos palabras: Quedé edificadísimo. Anotación que repite tres domingos más tarde, cuando le tocó por compañero el singular viejecito: Y quedé edificado (15). La ayuda material que podían prestar a tanto enfermo, en el aseo o en la higiene, representaba muy poco, ciertamente. Era considerable, en cambio, el bien que hacían a las almas, a veces con un simple gesto caritativo o con unas palabras de cristiano consuelo. Tal fue el caso conmovedor de un gitano que, tras perdonar generosamente a sus enemigos, se dispuso a reconciliarse con Cristo, porque "le había llegado al alma lo que oyó hablar a algún hermano de S. Felipe, al prestar sus servicios a otros enfermos" (16). Era un domingo de febrero de 1932 cuando uno de los hermanos fue a avisar a don Josemaría que un moribundo no quería recibir los Santos Sacramentos:
Era un gitano, cosido a puñaladas en una riña -refiere el sacerdote-. Al momento, accedió a confesarse. No quería soltar mi mano y, como él no podía, quiso que pusiera la mía en su boca para besármela. Su estado era lamentable: echaba excrementos por vía oral. Daba verdadera pena. Con grandes voces dijo que juraba que no robaría más. Me pidió un Santo Cristo. No tenía, y le di un rosario. Se lo puse arrollado a la muñeca y lo besaba, diciendo frases de profundo dolor por lo que ofendió al Señor (17).
Después de haberle atendido, el capellán se marchó a dar una bendición litúrgica. Hasta el martes siguiente no supo de la muerte de aquel hombre; y anotó en sus Apuntes:
Un muchacho, hermano de S. Felipe, ha venido a contarme que el gitano murió con muerte edificantísima, diciendo entre otras frases, al besar el Crucifijo del rosario: "Mis labios están podridos, para besarte a ti". Y clamaba para que sus hijas le vieran y supieran que su padre era bueno. Por eso, sin duda, me dijo: "Póngame el rosario, que se vea, que se vea". -Jesús, ya lo hice, pero te vuelvo a ofrecer esa alma, por la que ahora mismo voy a rezar un responso (18).
Don Josemaría arrastró a esas visitas dominicales a algunos de los jóvenes que con él se dirigían espiritualmente, como José Romeo y Adolfo Gómez Ruiz. A estos estudiantes se agregaron otros amigos y compañeros, como Pedro, el hermano de Adolfo, y un estudiante de Derecho llamado José Manuel Doménech (19). Hacia las seis y media de la tarde solía acabar el recorrido de las salas y, junto con el sacerdote, se acercaban al centro de Madrid dando un paseo. Aquellos jóvenes no era gente habituada a faenas de hospital. Salían con el estómago revuelto, con olores fétidos persistentemente prendidos a la ropa y con la memoria de imágenes repulsivas de pus, llagas y miserias de toda clase. Apenas ponían los pies en la calle, más de uno vomitaba de asco. El soportar esa natural repugnancia tenía mucho de meritorio, pues en sus casas disfrutaban, por contraste, de mucha limpieza y bienestar. Tal era la condición de Luis Gordon, que iba al hospital en coche propio.
Probablemente había leído Luis lo que se dice en las Constituciones de los Filipenses. A saber: que el fin de la Congregación es la práctica de las virtudes "en cuanto conduce al consuelo, salud espiritual y corporal de los pobres, sin omitir cosa alguna, por humilde y repugnante que sea, ofreciéndose y siendo necesario mundificar los vasos, barrer y limpiar entre las camas, y otros ejercicios que la práctica advierta" (20). Pues bien, un domingo le tocó acompañar a don Josemaría. Mientras el sacerdote atendía a un tuberculoso, pidió a Luis que le limpiase la bacina. Al verla llena de esputos se le escapó a éste un gesto de repulsión; pero se contuvo y, sin decir palabra, se fue a un cuarto de servicio, al fondo de la sala. Salió inmediatamente detrás de él don Josemaría para ayudarle. Se lo encontró en plena faena. Había echado agua del grifo en el orinal y, con la camisa arremangada hasta el codo, lo estaba limpiando con la mano, mientras decía para sí con rostro de contento: "¡Jesús, que haga buena cara!" (21).
Los cambios históricos rompieron el ritmo de las actividades que los hermanos venían prestando en el Hospital General. A partir del verano de 1932 se produce una laguna en sus ejercicios de caridad. Es indudable que las disposiciones oficiales respecto a los servicios que desempeñaban monjas y religiosos en los hospitales públicos alcanzaron también a los Filipenses. Intentaba el gobierno sustituir a las Hijas de la Caridad por enfermeras profesionales y personal laico. Se trataba, descaradamente, de acabar con las prácticas caritativas de asociaciones católicas, como la Congregación de Seglares de San Felipe Neri; y se llevó a la práctica la suspensión de capellanes de hospital (22).
Las visitas de los Filipenses, interrumpidas en 1933, se reanudaron más adelante. Y don Josemaría, que en abril de 1932 ya había hecho su adscripción a los Filipenses, solicitó de su órgano directivo ser confirmado de nuevo en la hermandad: "Esta Junta de Ancianos -se le notificó- ha acordado en junta celebrada hoy día 10 de junio por unanimidad absoluta considerarle como hermano de nuestra amada congregación según sus buenos deseos. Madrid 10 de junio de 1934. El Hº Secretario. Tomás Mínguez" (23).
Es muy verosímil que, deseoso de asistir a los enfermos, se acogiese a los derechos adquiridos desde tiempo inmemorial por la Congregación. Y todo parece indicar que, al no disponer los hospitales de capellanes, por haber sido suprimidos por el gobierno, don Josemaría buscaba el amparo de un nombramiento, aunque fuese papel mojado (24), para prestar asistencia a los pacientes del Hospital General.
En virtud de la nueva Constitución republicana, las iglesias, asociaciones e institutos religiosos se verían en adelante privados de ayuda económica por parte del Estado o de los municipios. Peor aún, estaba prevista "la total extinción, en un plazo de dos años, del presupuesto del clero" (25). La idea era acabar con la Iglesia, si no de manera violenta, por inanición de sus ministros.
Uno de los clérigos a los que afectaban dichas medidas era don José María Somoano, un joven sacerdote ordenado en 1927 por el obispo de Madrid y que en 1931 desempeñaba el cargo de capellán en el Hospital del Rey (26). Estaba el hospital en el extremo norte de Madrid, a siete kilómetros del centro, prácticamente aislado en medio del campo. Su nombre -"Hospital Nacional de Enfermedades Infecciosas"- explica el aislamiento. Había sido inaugurado en 1925. (Del antiguo régimen le venía lo del "Hospital del Rey") (27). En él se trataban los casos de epidemia y enfermedades contagiosas; y la terrible tuberculosis, que era entonces la enfermedad que requería más camas y se cobraba más muertes.
El 2 de enero de 1932 la madre Tornera de Santa Isabel, por ruego expreso del capellán, quedó haciendo oración y mortificándose por el buen éxito de una gestión que traía entre manos don Josemaría. Este, mientras tanto, acompañado de don Lino, otro joven sacerdote, se presentó en el Hospital del Rey para hablar con el capellán Somoano, que sentía impaciencia por saber de la Obra. No fue inútil la oración y la expiación -escribiría dos días más tarde en sus Apuntes- ya pertenece este amigo a la Obra (28). (Este era el tiempo en que don Josemaría -como enseguida se verá- se hizo con los primeros seguidores). A ojos del Fundador fue aquella una adquisición excelente, una vocación de primera, un auténtico tesoro para la labor de apostolado; en fin, una palanca para remover los cielos, como anotaba en sus Apuntes:
Con José Mª Somoano hemos conseguido, como se dice por ahí, un enchufe magnífico, porque sabe nuestro hermano, admirablemente, encauzar el sufrimiento de los enfermos de su hospital, para que el Corazón de nuestro Jesús acelere la hora de su Obra, movido por tan hermosa expiación (29).
Tanto valoraba don Josemaría la oración del dolor para el desarrollo de la Obra, que esa estupenda aportación le era más que suficiente para admitir a un alma en la Obra:
D. Lino ayer nos habló de una enferma del hospital del Rey, alma muy grata a Dios, que podría ser la primera vocación de expiación. De común acuerdo todos, Lino le comunicará nuestro secreto. Aunque muera antes de comenzar oficialmente -cosa probable, porque está mal- valdrán más sus sufrimientos (30).
El Fundador se sentía movido interiormente por el Señor para trabajar entre enfermos, poniendo el fundamento de dolor expiatorio, preciso para levantar la Obra. Cuando, el 7 de marzo de 1932, don Lino le propuso que aceptase "la capellanía del hospital de incurables, que hay junto al del Rey", a punto estuvo de aceptar, de no haber sido por la oposición de doña Dolores (31).
* * *
El 29 de enero de 1925, recién terminado el primer pabellón del Hospital del Rey, habían ingresado allí los primeros pacientes: dos enfermos con tuberculosis pulmonar. Antes que ellos, y tres meses antes de que apareciese el director, estaban ya instaladas las Hijas de la Caridad. Al frente de estas religiosas enfermeras venía sor Engracia Echevarría, que continuó en el hospital, ininterrumpidamente, hasta 1936. A esa comunidad pertenecieron sor Isabel Martín -enfermera, encargada de la farmacia y sacristana de la capilla, en distintos períodos- y sor María Jesús Sanz, encargada de la cocina y almacenes. Estas tres monjas conocieron y trataron a don Josemaría, de manera especial la Superiora, sor Engracia, que, afortunadamente, deja un testimonio de gran peso sobre aquella época revuelta. Con la desenvoltura propia de sus noventa y nueve años corridos, sor Engracia hace una valiente declaración: "conservo con toda lucidez -dice- los recuerdos de aquella etapa, no sólo en cuanto a las fechas, sino en lo que atañe al matiz y categoría de las personas y acontecimientos que cruzaron por ella" (32). Era, sin duda, mujer de gobierno y perspicacia. Enseguida se percató de que aquel joven sacerdote, que aparecía por el hospital en los primeros meses de 1932, era el "director espiritual" de Somoano. Ni dejó tampoco de advertir que sus visitas, además de ser obras de misericordia, obedecían a un afán apostólico. Por lo que en más de una ocasión le envió personas a las que tratar (33).
Las visitas de don Josemaría al hospital, que comenzaron siendo esporádicas, muy pronto se hicieron periódicas. En pocas semanas se dio cuenta de la finura de alma del capellán Somoano, a quien solamente el pensamiento de que había sacerdotes que subían al altar menos dispuestos, le hacía derramar lágrimas de Amor, de Reparación (34). Y fueron tantas las profanaciones, atropellos y sacrilegios cometidos por las masas revolucionarias en la primavera de 1931 que el capellán se sintió movido a ofrecer su vida por la Iglesia en España. (Una de las monjas oyó el ofrecimiento de Somoano en la capilla, sin que éste notase su presencia) (35). Don Josemaría, que nada sabía de ello, se sorprendió varias veces oyéndole decir frases como: "me voy a morir pronto: ya lo verás" (36). Un tanto intrigado, quiso preguntarle a solas el porqué, sin que, por un motivo u otro, se presentase ocasión propicia para ello.
Murió Somoano la noche del sábado 16 de julio, después de dos días de agonía, envenenado. El lunes se le enterró; y don Josemaría, que tantas esperanzas había puesto en esta vocación, la ofreció al Señor. Había muerto mártir, envenenado por odio al sacerdocio. Al regreso del entierro anotó en sus Apuntes:
Día 18 de julio de 1932: El Señor se ha llevado a uno de los nuestros: José María Somoano, sacerdote admirable. Murió, víctima de la caridad, en el Hospital del Rey (de donde ha sido Capellán hasta el fin, a pesar de todas las furias laicas) en la noche de la fiesta de N. Sra. del Carmen -de quien era devotísimo, vistiendo su santo escapulario-, y, como esta fiesta se celebró en sábado, es seguro que esa misma noche gozaría de Dios. Hermosa alma […]. Su vida de celo le hizo ganarse las simpatías de cuantos convivieron con él. Se le enterró esta mañana […]. Hoy, de buena gana, le he dado a Jesús ese socio. -Está con El y será una gran ayuda. Tenía puestas muchas esperanzas en su carácter, recto y enérgico: Dios lo ha querido para El: bendito sea (37).
Don Josemaría se sintió impulsado a cubrir la baja que la muerte del capellán había ocasionado. "Por esa época -refiere sor Engracia- nos quedamos sin capellán y en esas circunstancias, se presentó ante mí D. Josemaría Escrivá de Balaguer, por entonces era un joven sacerdote que apenas contaría con treinta años de edad, y me dijo que no me apurase por no tener ya Capellán oficial. Que de noche y de día, y a cualquier hora que fuese, y bajo mi responsabilidad, debía llamarle según fuera la gravedad del enfermo que pedía los Santos Sacramentos" (38). El capellán de Santa Isabel tuvo que hacer un hueco en su horario, que ya era bastante más que apretado. Cruzaba todo Madrid, de sur a norte, de Atocha a Fuencarral, y se llegaba a campo través hasta el Hospital. Aparecía allí todos los martes, para confesar enfermos. Pero, al aumentar los penitentes y alargarse las visitas, se vio obligado a ir a confesar también los sábados (39).
Los enfermos aguardaban con verdadera ansia la aparición del joven sacerdote. Esperaban de él una palabra de aliento, un gesto, una simple sonrisa que encendiera por dentro. "Cuando venía a confesar y ayudar, con su palabra y su orientación, a nuestros enfermos -cuenta sor María Jesús- les he visto esperarle con alegría y esperanza. Les he visto aceptar el dolor y la muerte con un fervor y una entrega, que daban devoción a quienes les rodeábamos" (40). "Los enfermos que morían en el Hospital no tenían miedo a la muerte -asegura sor Isabel-. La miraban cara a cara y hasta la recibían con alegría". Y recuerda la monja el caso de una chica enferma, cuya única consolación era mirar y remirar el retrato de su novio, que tenía encima de la mesilla de noche. Le habló don Josemaría, y le infundió tal consuelo, que no se preocupó más del retrato y "murió muy santamente" (41).
Casi todos los domingos y días festivos celebraba misa para todo el hospital; y predicaba la homilía. Si hacía buen tiempo, se decía la misa en el jardín, al aire libre, aunque la situación política no estaba como para hacer manifestaciones de carácter litúrgico. El joven sacerdote no se encogía ante el peligro. "Cuando yo le conocí -aclara sobre este punto la Superiora, sor Engracia-, era joven, pero era ya muy sensato, muy serio y muy valiente" (42). Por su aspecto e indumentaria daba testimonio de su condición, vistiendo siempre de sotana. Existía, sin embargo, en el ambiente un desafío continuo al sacerdote, como se desprende del modo en que sobrevino la muerte de Somoano y de las palabras, claras y lacónicas, de sor Engracia: "Nuestro Hospital estaba entonces distante de la ciudad. Había oposición al clero por parte de la mayoría de las personas que trabajaban allí. Y D. Josemaría tuvo siempre una actitud serena pero enérgica. Se veía, desde entonces, que valía para gobernar. Era un hombre con gran serenidad para todo" (43).
El llegar hasta el Hospital del Rey, por entre descampados, en hábito religioso o clerical, era exponerse a insultos y pedradas. ("A nosotras -dice de pasada sor María Jesús- nos apedreaban frecuentemente" (44). No tratarían a don Josemaría con más afecto). Y luego, dentro del hospital, el sacerdote estaba expuesto al contagio de los enfermos infecciosos. Para confesar en aquellas salas comunes era preciso estar con el oído pegado cerca de la almohada, sufriendo el estertor cargado de los moribundos, y los esputos y las toses de los tuberculosos.
La historia de las hermanas García Escobar es ilustrativa de lo que en aquella época significaba la tuberculosis. Había en Hornachuelos, en la provincia de Córdoba, una familia con tres hijas: Braulia, Benilde y María Ignacia. Estudiando Braulia la carrera de Magisterio en la Escuela Normal de Córdoba, una chica de la pensión donde vivía le transmitió la tuberculosis. Inmediatamente solicitó la familia plaza en el Hospital del Rey. Pasó el tiempo y, mientras aguardaban por una cama libre, cayó también enferma María Ignacia, contagiada por su hermana. En vista de la gravedad de su estado, ocupó, en 1930, la plaza reservada a Braulia. El mal que padecía era ya incurable. Y la enfermedad y los dolores fueron royendo su cuerpo, lenta e inexorablemente (45).
María Ignacia era aquella enferma de la que anotó don Josemaría: alma muy grata a Dios, que podría ser la primera vocación de expiación. En la primavera de 1932 fue admitida en la Obra, pues don Josemaría estaba enterado de cómo venía ofreciendo al Señor sus dolores para acelerar la madurez espiritual de la empresa apostólica en la que colaboraba el capellán Somoano. Pronto se enteraron sus hermanas de que pertenecía al Opus Dei. Al cabo de unos meses se trasladaron a Madrid para acompañarla, pues su final se acercaba rápidamente. En varias ocasiones se vieron sorprendidas con la visita de don Josemaría a las salas. "Me llamaba la atención -dice Benilde- la alegría y la serenidad de todas aquellas mujeres, madres de familia, pobres, separadas de sus hijos por el contagio de la enfermedad y que, apenas veían entrar a don Josemaría, se llenaban de una felicidad profunda" (46).
Cuidaba el Fundador con mimo esa inestimable vocación, animándola en su función expiatoria y ofreciendo al Señor los crueles dolores que padecía la enferma. Los días en que la visitaba el sacerdote, la enferma no podía contener su exultación. La alegría de María Ignacia -cuenta su hermana Braulia- era entonces patente y le faltaba tiempo para darle la gran noticia: "Ha estado aquí don Josemaría. Estoy muy contenta" (47).
Un año llevaba en la Obra, fiel a su vocación, cuando entró en la última fase de su calvario. "Yo la acompañaba día y noche -refiere Braulia-. Tenía dolores terribles; estaba llagada de pies a cabeza; la última vértebra la tenía deformada y sobresalía tremendamente. Se había quedado consumida, incluso mucho más pequeña de estatura. Clarita, la enfermera, podía levantarla sin ayuda de nadie" (48).
En mayo comenzó un intensísimo holocausto expiatorio y a los pocos días, según se lee en los Apuntes íntimos del sacerdote, se le administró el viático:
Día de San Isidro - 15-V-933: Ayer administré el Santísimo Viático a mi h. María Ignacia. Es vocación de expiación. Enferma de tuberculosis fue admitida en la O., con el beneplácito del Señor. Hermosa alma. Hizo conmigo confesión general antes de recibir la Comunión. Me acompañó al hospital nacional (del Rey) Juanito J. Vargas. Ama la Voluntad de Dios esa hermana nuestra: ve en la enfermedad, larga, penosa y múltiple (no tiene nada sano) la bendición y las predilecciones de Jesús y, aunque afirma en su humildad que merece castigo, el terrible dolor que en todo su organismo siente, sobre todo por las adherencias del vientre, no es un castigo, es una misericordia (49).
Cuatro meses al borde de la agonía; y después una nota necrológica del Fundador comunicando la muerte de María Ignacia a sus seguidores en la Obra:
En las vísperas de la Exaltación de la Santa Cruz, 13 de Septiembre, se durmió en el Señor esta primera h. nuestra, de nuestra Casa del Cielo […]. La oración y sufrimiento han sido las ruedas del carro de triunfo de esta h. nuestra.- No la hemos perdido: la hemos ganado.- Al conocer su muerte, queremos que la pena natural se trueque pronto en la sobrenatural alegría de saber ciertamente que ya tenemos más poder en el cielo (50).
Otra enferma, Antonia, tomó el relevo de María Ignacia como alma de expiación (51). En cuanto a don Josemaría, ¡cuántos miles de horas consumidas a la cabecera de los moribundos, y cuántos enfermos atendidos en las salas abarrotadas de los hospitales! Había velado a tanto muerto que hasta en el piadoso ejercicio de amortajar cadáveres logró maña y pericia (52). Pero siendo hombre que, al decir de sor Isabel, "no hacía ostentación de su persona ni de sus trabajos", difícil es saber los hospitales que visitaba. Uno de los pocos datos sobre este punto es el testimonio de monseñor Cantero, un sacerdote que estudiaba en Madrid y que, en algunas ocasiones, acompañó a don Josemaría. "Fui a varios hospitales -puntualiza monseñor Cantero-: al Hospital General, al Hospital del Niño Jesús, al Hospital de la Princesa, al Hospital del Rey" (53). En los Apuntes íntimos se nombra el Hospital de la Princesa; por puro azar, incidentalmente, porque don Josemaría se vio interrumpido cierto día cuando anotaba unas catalinas. Y una vez pasada la interrupción, de vuelta del hospital, tomó de nuevo la pluma para contar el caso:
He tenido que interrumpir porque han venido primero un Sr. Sacerdote, y después dos señoritas, que me traían el nombre de un joven enfermo grave en el hospital de la Princesa. El padre del enfermo -labriegos extremeños, los dos- no quería que se confesara el chico "que una vez…, de niño, confesó y comulgó", por que no se asustara. He ido al hospital. Gracias a Dios, está confesado: ¡qué ignorancia! Homines et iumenta salvabis, Domine! (54).
(Su fama de confesor de moribundos debía ser grande, cuando en un caso de urgencia acudían a avisarle primero un sacerdote y luego dos señoritas. Es también de notar la prontitud en desplazarse y despachar el asunto).
El Hospital de la Princesa, en el que esto ocurría el 8 de mayo de 1933, se hallaba a unos trescientos metros de la Academia Cicuéndez, calle de San Bernardo arriba, en el cruce con Alberto Aguilera. El centro dependía de la Beneficencia Sanitaria y estaba agregado a la Facultad de Medicina. Las salas tenían doscientas y más camas, aprovechando al máximo el espacio, de modo que no había sitio ni para las mesillas de cabecera. En dicho hospital trabajaba en diciembre de 1933 un joven médico, Tomás Canales Maeso, a las órdenes del doctor Blanc Fortacín, el mismo que firmó en 1927, a poco de llegar don Josemaría a Madrid, un certificado de vacunación. Cierto día se encontró Tomás a su jefe hablando con un sacerdote, al que presentó como "un gran sacerdote, pariente y paisano mío (de Barbastro), que no es trabucaire". (Trabucaire se llamaba al clérigo que se metía en política) (55). A partir de esa presentación, Tomás se lo encontraba por las salas con mucha frecuencia: "lo veía a distintas horas de la mañana -refiere el joven médico-, por lo que deduzco que debía estar tres o cuatro horas". Tal vez aprovechase la cercanía del hospital para hacer varias visitas desde la Academia. En todo caso tenía sus salas de preferencia, pues solía detenerse en las de enfermedades contagiosas. Repetidas veces se le avisó del riesgo que corría. A lo que invariablemente contestaba, sonriente y sereno, que él estaba inmunizado a todas las enfermedades (56).
En el servicio a los enfermos residía la firmeza y la savia oculta del naciente Opus Dei. Así lo reconocía el Fundador volviendo la vista al pasado, poco antes de rendir su carrera en este mundo:
Fueron unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta […]. La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas (57).
Verdaderamente, su alma se fortaleció en la escuela del sufrimiento, en las largas agonías, en la entereza ante el dolor. ¡Cuántas consideraciones y anécdotas piadosas provienen de sus visitas a los enfermos; y cuántos actos heroicos quedarán ocultos para siempre! Hay una catalina, del 14 de enero de 1932, que es como un canto triunfal al dolor: Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor… ¡Glorificado será el dolor! (58).
La historia de aquella catalina la contaba en público durante la catequesis del año 1974 por tierras de América:
Era una pobre mujer perdida, que había pertenecido a una de las familias más aristocráticas de España. Yo me la encontré ya podrida; podrida de cuerpo y curándose en su alma, en un hospital de incurables. Había estado de carne de cuartel, por ahí, la pobre. Tenía marido, tenía hijos; había abandonado todo, se había vuelto loca por las pasiones, pero luego supo amar aquella criatura. Yo me acordaba de María Magdalena: sabía amar (59).
Con el cuerpo cauterizado por el dolor, y el alma purificada por el arrepentimiento, entró en agonía. El sacerdote le administró los últimos auxilios espirituales y, a las puertas de la muerte, le fue susurrando al oído la letanía del dolor. Ella, con la voz rota, repetía las frases gritando. Poco después moría, y en el Cielo está, y nos ha ayudado mucho, agregaba el Fundador (60).
Gracias a tanta oración, unas veces salpicada de sangre, y otras de lágrimas, se iba haciendo la Obra.
En el "Pequeño bosquejo" que escribió María Ignacia sobre las virtudes del capellán don José María Somoano, se cuenta que éste dijo a la enferma: "María: hay que pedir mucho por una intención que es para bien de todos […]. Pida sin descanso, que el fin de la intención que le digo es muy hermoso". Y así recorría las salas "alentando a todos los enfermos a ofrecer oraciones y cuantos sufrimientos tuvieran, por su intención" (61). Como se le quería mucho, hubo respuestas admirables a sus peticiones. María Ignacia cuenta el caso de una mujer a quien los médicos, a la desesperada, aplicaron un último recurso. Le hicieron al vivo una operación de garganta dolorosísima. Al atravesársela con un trocar, un grueso punzón de tres aristas, tan pronto sintió aquel penetrante dolor, repetía para sí: "¡Dios mío!, por la intención de don José María" (62). Los enfermos, a la hora de las operaciones cruentas -continúa refiriendo-, "siempre recordaban esa intención".
A principios de 1932, cuando le vinieron a María Ignacia altas fiebres y sufría dolores continuos, no conociendo ella tampoco la intención por la que el capellán Somoano les hacía pedir con tanto ahínco, pues no pertenecía todavía a la Obra, se le ocurrió decirle:
"D. José María, pienso que su intención tiene que valer mucho, porque desde que Vd. me indicó que pidiera y ofreciera, Jesús se está portando muy espléndido conmigo. -De noche cuando los dolores no me dejan dormir, me entretengo en recordar su intención repetidas veces a Nuestro Señor" (63).
Más adelante, cuando la paciente pertenecía ya a la Obra, le aclaró el capellán que para construir bien el Opus Dei era preciso echar sólidos cimientos de santidad: "No queremos número, eso… ¡nunca!, le decía el capellán. Almas santas… almas de íntima unión con Jesús… almas abrasadas en el fuego del amor Divino ¡almas grandes! ¿Me entiende?"
En el manuscrito de la enferma se leen, a continuación, otras palabras del capellán sobre el mismo asunto: "Nada, nada: hay que cimentarla bien. Para ello procuremos que estos cimientos sean de piedra de granito […]. Los cimientos ante todo, luego vendrá lo demás" (64). Se necesitaban almas con aspiración a la santidad; y se necesitaba también número para que arrancase la labor en los apostolados; esto es, calidad y, al menos, un puñado de vocaciones.
Una anotación de febrero de 1932 muestra las urgencias de don Josemaría, y cómo se le adelanta el deseo: Jesús, veo que tu Obra puede comenzar pronto (65). Esta santa impaciencia era un acicate que el Fundador transmitía a los suyos: al capellán Somoano y a María Ignacia; a los que se encontraban lejos, y a los que vivían en Madrid. A éstos de palabra y a los otros, por carta.
La Obra de Dios la está pidiendo El a gritos. Pero quiere que la pidamos nosotros de continuo, con nuestro comportamiento… A no ser obstáculos. La hora, aunque no lo veamos así, indudablemente se aproxima (66).
Eco de tales urgencias hay en el "Pequeño bosquejo" de María Ignacia y en la correspondencia de Isidoro, el cual, escribiendo desde Málaga, en la Navidad de 1931, a sus "buenos amigos" de Madrid, les pide que se fortifiquen interiormente para "cuando El necesite de nosotros". Y se despide con estas palabras: "Espero de El que estas pascuas nos sean provechosas y que en el próximo año nos conceda salir a la palestra, pues será señal de que estamos completos en calidad y en cantidad" (67). (Espontáneamente, y sin que nadie le pida opinión sobre ello, escribe Isidoro en marzo de 1932 desde Málaga: "yo creo que la señal divina para empezar nuestra misión será el llegar a los doce") (68).
* * *
A vuelo de pájaro, por encima de las vicisitudes de aquellos años, evocaba el Fundador la condición variadísima de sus primeros seguidores:
Había una representación de casi todo: había universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas… Yo entonces no sabía que casi ninguno iba a perseverar; pero el Señor conocía que mi pobre corazón -flojo, cobarde- necesitaba esa compañía y esa fortaleza (69).
Más que de vocaciones cuajadas se trataba de personas, jóvenes la mayoría, que se acercaban al sacerdote buscando dirección espiritual. Pero el Señor seguía jugando con él como se juega con un niño. Una reposada lectura de los Apuntes muestra en qué consistía ese juego, ese incesante tráfago de almas, muchas de las cuales prontamente se entusiasmaban, y muy pronto perdían el entusiasmo. El grupo inicial de que se rodeó lo formaban Pepe Romeo, don Norberto Rodríguez e Isidoro Zorzano, que eran, a su vez, continuadores de los "discípulos" del Sotanillo. Pepe era de la familia a cuya casa llevó el Santísimo desde el Patronato, cuando la quema de las iglesias en Madrid. Don Norberto, capellán segundo del Patronato de Enfermos, se autovinculó a la Obra antes de que le invitase a ello el Fundador, quien nos cuenta así la historia:
[…] cuando, con cierta congoja, una noche le comuniqué el secreto, esperaba yo que me dijese: usted es un visionario, un loco. Y sucedió que, acabadas de leer por mí las antiguas cuartillas, contagiado de chifladura divina, con el tono más natural del mundo, me dijo: lo primero que hay que hacer es la Obra de los varones (70).
En cuanto a Isidoro, compañero de estudios en Logroño, con el que mantenía amistosa correspondencia, y con quien se había visto en la calle en varias ocasiones antes del verano de 1930, tuvo un nuevo y providencial encuentro, tal y como se recoge en una catalina del 25 de agosto:
Ayer, día de S. Bartolomé, estaba yo en casa de Romeo y me sentí desasosegado -sin motivo- y me fui antes de la hora natural de marcharme, puesto que era muy razonable que hubiera esperado a que vinieran a su casa D. Manuel y Colo. Poco antes de llegar al Patronato, en la calle de Nicasio Gallego, encontré a Zorzano. Al decirle que yo no estaba, salió de la Casa Apostólica, con intención de ir a Sol, pero una seguridad de encontrarme -me dijo- le hizo volver por Nicasio Gallego. (71).
Isidoro, que trabajaba como ingeniero en Andalucía, había ido a Madrid empujado por sus inquietudes espirituales. A las primeras palabras vio don Josemaría que el Señor le enviaba un alma servida en bandeja. Y le citó para charlar por la tarde en el Patronato de Enfermos, con la intención de hablarle de la Obra. Por la tarde -continúa la catalina- vino Isidoro: hablamos: está muy contento: ve, como yo, el dedo de Dios. Ya sé -decía- para qué he venido a Madrid.
Pasaron meses desde ese encuentro con Isidoro. A punto de proclamarse la República, en abril de 1931, don Josemaría escribió con exultante optimismo: Nuestros hombres y mujeres de Dios, en el apostolado de acción, tengan por lema: ¡Dios y audacia! (72). Y, en la siguiente catalina, hace la enumeración de la fuerza humana disponible en su empresa: 5-Abril-1931: ayer, domingo de Resurrección, D. Norberto, Isidoro, Pepe y yo rezamos las preces de la Obra de Dios (73).
Ese era todo el personal de que se componía la Obra: un joven estudiante, un ingeniero, un sacerdote maduro y enfermo y, a su frente, don Josemaría. Nuestros hombres y mujeres de Dios, aquellas soñadas vocaciones, tardaron en venir. El Señor le fue facilitando el conocer a jóvenes que entendiesen la Obra. En virtud de una especie de instinto sobrenatural, tuvo el presentimiento de que en su actividad proselitista se daba una serie de curiosas coincidencias entre las vocaciones y las fiestas de los Apóstoles.
Para la historia de la Obra de Dios -escribía en una catalina del 8-V-1931-, es muy interesante anotar estas coincidencias: El 24 de agosto, día de S. Bartolomé, fue la vocación de Isidoro. El 25 de abril, día de S. Marcos, hablé con otro […]. El día de S. Felipe y Santiago (1-V-31), tuve ocasión -sin buscarla- de hablar a dos. Uno de ellos, con quien me entrevisté de largo, quiere ser de la Obra (74).
(No se trataba de una mera hipótesis, pues tres días antes, al ajustar una entrevista con un joven, se le ocurrió pensar: Cuando el Señor arregla las cosas para mañana, ¿será fiesta de Apóstol? Fui a la sacristía, cogí el calendario… ¡San Juan ante portam Latinam! No dudé de la vocación de Adolfo.
Al redactar estas líneas ya tenía comprobada la validez de las "coincidencias", puesto que añade: Así ha sido. Ya es socio. ¡Dios le bendiga!) (75). Desde entonces se acostumbró a esperar esos regalos como llovidos del cielo en las fiestas de Apóstol: Me preguntaba ayer tarde, más de una vez, ¿qué obsequio harán mañana a la Obra los Santos Apóstoles? (76). (Esto anotaba en la fiesta de San Felipe y Santiago).
Ya había observado, asimismo, con anterioridad, otra rara "coincidencia": el que las vocaciones eran fulminantes y se decidían sin vacilar:
Hasta ahora, dato curioso, todas las vocaciones a la O. de D. han sido repentinas. Como las de los Apóstoles: conocer a Cristo y seguir el llamamiento. -El primero no dudó. Vino conmigo, tras de Jesús, a la ventura […]. El Día de San Bartolomé, Isidoro; por San Felipe, Pepe M. A.; por San Juan, Adolfo; después, Sebastián Cirac: así todos. Ninguno dudó; conocer a Cristo y seguirle fue uno. Que perseveren, Jesús: y que envíes más apóstoles a tu Obra (77).
Si en el primer recuento que hizo de sus seguidores se percató de las coincidencias cronológicas; y si en el segundo echó de ver que los interesados no habían ofrecido resistencia ni demora a la vocación, dos años más tarde, en 1933, descubrió que su estancia y ministerio en el Patronato de Santa Isabel no había sido un suceso fortuito en la historia de la Obra. ¿No era evidente que a su apostolado estaba ligada toda una cadena de vocaciones?: Carmen, Hermógenes, Modesta…, Gordon, Saturnino, Antonio, Jenaro… (78). De estos nombres, los tres primeros son de mujeres que frecuentaban el confesonario del capellán en Santa Isabel y que acabaron entregándose en la Obra. Y don Saturnino de Dios era un sacerdote amigo de don Josemaría -como ya se ha visto- de la Congregación de los Filipenses.
Del afán que impulsaba a don Josemaría a reclutar almas da noticia el párrafo de una carta del 5-V-1931, en la que decía a Isidoro:
El día de S. Marcos hablé con uno… El día de San Felipe y Santiago, con dos… Mañana, San Juan apóstol ante portam latinam, con otro. Un pintor, un dentista, un mediquillo, un abogadete… Además Doral, el del Instituto-Escuela, me envió una carta hermosísima (79).
Como no faltaban fiestas de Apóstoles, ciertamente, a lo largo del calendario litúrgico, ¿qué se hacía de esa cosecha de vocaciones?
Por muy frecuentes que fuesen las festividades, el hecho es que el volumen de las vocaciones nunca terminaba de engrosar. Porque si aumentaba en número, luego, al abandonar algunos la empresa, se reducía como las levas de Gedeón. Sucedía que unos no daban la talla espiritual y que otros se iban quedando entretenidos por el camino. Entre ellos Adolfo, al que habló el día de San Juan ante portam latinam. Con motivo de aclarar la situación de Adolfo respecto a la Obra, hizo un pronto y sumario recuento de fuerzas el 31 de octubre de 1933:
Viendo claramente que no tiene vocación, deja de pertenecer a la O.
Entre los muertos y… los muertos van… ¡siete, Señor! (80).
Con Adolfo eran cuatro los que últimamente habían dejado de seguirle. Sufría con ello el Fundador, aun comprendiendo que para perseverar en la Obra no bastaban las cualidades personales, ni la buena voluntad, sino que era preciso el llamamiento divino. Pero, ¿qué decir de las otras tres pérdidas, esto es, de los miembros de la Obra difuntos en los últimos meses? Porque resultaba que esas personas eran almas selectísimas, con una vocación muy clara. Primero se llevó Dios al capellán Somoano; y, últimamente, a María Ignacia, que había cumplido con creces su papel de alma expiatoria. (Claro que, al hacer el sacerdote su contabilidad espiritual, la pérdida de María Ignacia la pasó, como está visto, a la columna del "Haber". No la hemos perdido: la hemos ganado, se lee en la nota necrológica que redactó al morir la paciente) (81).
¿Quién podía prever que Luis Gordon moriría en el mismo año en que pidió ser miembro de la Obra? Joven, sano, con brillante carrera y envidiable situación social, reunía todas las condiciones necesarias para ayudar a poner los fundamentos materiales y apostólicos que buscaba don Josemaría. El Señor se lo llevó sin un aviso que hiciera prever una muerte temprana. Y en la nota necrológica que redactó el Fundador el 5 de noviembre de 1932, día de su muerte, se proclama una larga lista de sus virtudes: Buen modelo: obediente, discretísimo, caritativo hasta el despilfarro, humilde, mortificado y penitente…, hombre de Eucaristía y de oración, devotísimo de Santa María y de Teresita… padre de los obreros de su fábrica, que le han llorado sentidamente a su muerte (82).
Meditando las dos primeras muertes -Somoano y Gordon- en 1932, cuando más necesidad había de buena mano de obra apostólica y almas maduras, don Josemaría recorrió con el pensamiento la historia de su propia vida; y con tales recuerdos a la vista terminaba la nota necrológica con estas palabras:
Amemos la Cruz, la Santa Cruz que pesa sobre la Obra de Dios. Nuestro Gran Rey Cristo Jesús ha querido llevarse a los dos mejor preparados, para que no confiemos en nada terreno, ni siquiera en las virtudes personales de nadie, sino sólo y exclusivamente en su Providencia amorosísima (83).
Por lo demás, cuando el sacerdote se quejaba filialmente al Señor de que ya eran siete los muertos, conocía por experiencia la "lógica divina" y no se desanimaba. Seguía utilizando medios sobrenaturales; volvía a la oración, a la mortificación, al apostolado activo, aun a sabiendas de que, en esa pesca apostólica, muchas almas se le escurrirían de las manos. Me puse a trabajar -contará con un dejo de fatiga-, y no era fácil: se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua (84).
En los ejercicios espirituales que hizo el Fundador en 1934 se le ocurrió recoger las muchas gracias y favores singulares recibidos del cielo presentes en su memoria, bajo el título: lo que Dios Nuestro Señor me ha dado particularmente a mí. En la lista aparece un atributo no fácil de catalogar, y que se describe como: Este no sé qué santificador, que hace que se enciendan las almas de muchos, al hablarles yo, aunque me encuentre para mí mismo apagado (85). Efectivamente, hacía años que en las almas que entraban en contacto con aquel sacerdote se producían cambios indecibles. El escultor Jenaro Lázaro, que los domingos por la tarde, a la salida del Hospital General, se quedaba charlando un rato con don Josemaría, refiere sus recuerdos: "Estas conversaciones, me produjeron una impresión imborrable: era un hombre de Dios, que arrastraba hacia El a las personas que trataba" (86).
Aquel 2 de enero de 1932, en que se fue al Hospital del Rey para explicarle la Obra al capellán Somoano, se encontraba físicamente abatido (apagado, como él dice): Yo, a consecuencia de la charla con D. Norberto en la mañana de ese día, andaba caído de fuerzas y estuve, por la tarde al charlar con Somoano, más premioso que de costumbre. Ya pertenece este amigo a la Obra (87).
Por el fruto nos hacemos cargo de ese no sé qué santificador de su palabra. Y más aún si leemos lo que María Ignacia escribe en su "Pequeño bosquejo" sobre el estado de ánimo del capellán, después de haber conversado acerca de la Obra con don Josemaría: "Recuerdo que me contó como caso único, de ocurrirle el primer día que perteneció a ella, el no poder aquella noche reconciliar el sueño, de la alegría tan grande que sentía" (88).
También don Pedro Cantero notó la estupenda penetración espiritual de su palabra, pues al narrar cómo se había encontrado por vez primera con don Josemaría en un pasillo de la Facultad de Derecho de Madrid, en septiembre de 1930, añade que, tras el saludo y la primera charla, "empezó una amistad que duraría toda la vida […]. Josemaría fue poco a poco entrando en mi alma, haciendo un verdadero apostolado de sacerdote a sacerdote" (89). Vino luego la República. Se produjeron graves desmanes y sacrilegios, ya reseñados. Dejaron de verse por algún tiempo los dos amigos. E inesperadamente, al caer la tarde del 14 de agosto de 1931, cuando todavía "parecía seguir flotando el humo de la quema de conventos" sobre la capital, don Josemaría se presentó en casa de su amigo. Sacó a don Pedro, que se hallaba con el ánimo tristón y pesimista, de su abatimiento; y de tal forma obró el poder de su palabra que, como dice textualmente monseñor Cantero: "cambió la perspectiva de mi vida y de mi ministerio pastoral" (90). Lo que no supo don Pedro era que el Fundador, para lograr ese cambio, se apoyaba en la oración y mortificaciones solicitadas a Isidoro Zorzano, a don Norberto, a las monjas de Santa Isabel, a los enfermos de los hospitales y hasta a su propio Ángel Custodio (91). Porque era habitual en don Josemaría buscar la "complicidad" de los ángeles en sus empresas apostólicas.
* * *
Cuando don Josemaría recordaba cómo en los primeros tiempos existía gran variedad entre sus seguidores, como si el Señor quisiera mostrar que en el Opus Dei habría toda clase de gente y de profesiones: universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas…, es extraño que en dicha relación no mencione a los sacerdotes. Sin embargo, ya había puesto en marcha unas reuniones de sacerdotes a las que denominaba conferencias de los lunes, que comenzaron el 22 de febrero de 1932, el lunes anterior a la fiesta de San Matías:
El lunes pasado -anota en sus Apuntes- nos reunimos por primera vez cinco sacerdotes. Seguiremos reuniéndonos: semanalmente, para identificarnos. A todos entregué la primera meditación, de una serie sobre nuestra vocación (92).
Algunos de estos sacerdotes se habían juntado a don Josemaría a primera hora y de manera imprevista, como era el caso de don Norberto y de don Lino Vea-Murguía (93); otros, como el capellán Somoano, poco más tarde. Al intentar transmitirles el espíritu de la Obra, don Josemaría tenía por delante una larga tarea. Más larga de lo que se imaginaba, puesto que tenía que crear en ellos un vínculo sobrenatural y humano de afecto y de doctrina, que les uniera a su persona en cuanto Fundador del Opus Dei. Y, para ir trabajando sus almas, les llevaba consigo a visitar hospitales o atender la catequesis de parroquias y escuelas (94).
Del interés que ponía en la formación de aquel grupo de sacerdotes da idea lo que María Ignacia refiere del capellán Somoano: "Cuando volvía los lunes de asistir a las reuniones espirituales de nuestra Obra, solamente al mirarle se le notaba lo contento y satisfecho que venía, y el cuadernito donde conservaba los apuntes de las meditaciones y demás cositas de ésta, era su joya más preciada" (95).
Don Josemaría, ciertamente, predicaba a los sacerdotes con el ejemplo y metía en sus palabras el calor vibrante de su fe y optimismo, haciéndoles vislumbrar ideales encendidos. Todo ello queda reflejado en la actitud del capellán Somoano según la nota necrológica que de él hizo, la semana misma de su muerte: ¡Con qué entusiasmo oyó, en nuestra última reunión sacerdotal, el lunes anterior a su muerte, los proyectos del comienzo de nuestra acción! (96).
Los asistentes a aquellas primeras reuniones raras veces pasaban de la media docena. El lunes pasado -se lee en los Apuntes, con fecha 28-IX-1932- nos reunimos, con D. Norberto y en su casa, Lino, J. Mª Vegas, Sebastián Cirac y yo. Se habló de la O. y rezamos un responso por José María Somoano (97). (La mitad de aquel grupo murió mártir por odio a la Religión, pues don Lino Vea-Murguía y don José María Vegas fueron de los miles de sacerdotes asesinados en 1936) (98).
En la tarea de formar a las almas que tenía a su alrededor, don Josemaría hubo de recurrir también a la correspondencia, pues alguno de sus dirigidos se hallaba fuera de Madrid. Por las cartas de Isidoro Zorzano, que durante algunos años residió en Málaga, nos hacemos cargo de lo que era la palabra escrita y ardiente de don Josemaría. A los pocos días de aquella charla memorable del 24 de agosto en Madrid, cuando Isidoro descubrió su vocación, escribía de regreso ya en Málaga:
"Málaga 5-9-1930 […]. El tema de nuestra última conversación me satisfizo muchísimo ya que me sugirió nuevas ideas y me hizo concebir nuevas esperanzas, mejor dicho, esperanzas perdidas […]. El optimismo que me inyectaste lo veo en peligro, siento la necesidad de estar juntos y orientarme definitivamente, con tu ayuda, en la nueva era que abriste a mis ojos, y que era precisamente el ideal que yo me había forjado y que creía irrealizable" (99).
Y a la semana:
"Málaga 14-9-1930 […]. Me dices que tu carta era larga, a mí me pareció muy corta; la he leído varias veces pues conforta mi espíritu grandemente. Hoy he comulgado, según tu consejo uniéndome al espíritu de la Obra de Dios; me encuentro ahora completamente confortado, mi espíritu lo encuentro ahora invadido de un bienestar, de una paz, que no había sentido hasta ahora; todo lo debo a la Obra de Dios" (100).
Se acercaba el segundo aniversario de los comienzos de la labor con mujeres de la Obra; y este campo apostólico estaba prácticamente desierto. Traía un evidente retraso en sus vocaciones. Cualquiera creería que el Fundador se lo tomaba con calma, pero no era así. Encerrado en el confesonario de Santa Isabel, esperaba pacientemente -sembrando la espera con oraciones- a que el Señor le enviase almas.
Domingo 8 de noviembre 1931 -anota en sus Apuntes-. El viernes último creo que me deparó el Señor un alma, para comenzar, a su tiempo, la rama femenina de la O. de D. (101).
Y al martes siguiente escribirá a Isidoro: ¿Sabes que creo que el Rey me ha mandado un alma para comenzar la rama femenina? (102). Esta alma tuvo vacilaciones, hasta que un día le pidió al sacerdote una entrevista, decidida a solicitar la admisión en la Obra. Llevaba don Josemaría algún tiempo sin escribir catalinas y, cuando tomó la pluma para anotar la fecha y el suceso, se percató de otra "coincidencia":
Precisamente ayer catorce de febrero de 1932, día de la primera vocación femenina, hacía justamente los dos años que el Señor había pedido la obra de mujeres. ¡Qué bueno es Jesús! (103).
Pocas semanas más tarde pidió la admisión María Ignacia. Carmen Cuervo, la primera vocación femenina, y la nueva "vocación de expiación", se entrevistaron en el Hospital del Rey el domingo 10 de abril de 1932. Y el lunes siguiente, al reunirse los sacerdotes, don Josemaría les propuso rezar un Te Deum (104). No era para menos. Gracias a Dios, ya estaba en marcha la labor con mujeres. Pero, si no tenía reparo en acercarse a las enfermas sufrientes y con enfermedades contagiosas, muy otro era el caso de don Josemaría con las mujeres sanas. Mantenía, inflexible, la distancia, atendiéndolas en el confesonario; y llevó su delicadeza en el trato con las primeras mujeres de la Obra hasta el punto de confiarlas a la dirección espiritual de don Norberto o don Lino (105).
En el tercer aniversario de la fundación no se le ocultaba que el apostolado, por lo que se refiere a las mujeres, estaba bastante endeble. El Fundador no se desanimaba, seguía esperando vocaciones sin impacientarse: 14 de febrero de 1933: hoy hace tres años que el Señor pidió la O. femenina. ¡Cuántas gracias, desde entonces! Hasta ahora, ellas son pocas (106).
Un año más tarde se reproducirá la escena de la visita de Carmen Cuervo a María Ignacia en el Hospital del Rey; pero ha cambiado el lugar del encuentro y los personajes anteriores. Es ahora Hermógenes la que va a visitar a Antonia en el Hospital General:
Día 14 de febrero de 1934: son cuatro años hoy desde que inspiró el Señor la rama femenina. He hecho que Hermógenes lleve a Antonia, enferma en el hospital, un obsequio. ¡A ver cuándo me envías, Dios mío, la mujer que pueda ponerse al frente de ellas al principio, dejándose formar! (107).
La historia de sus primeros seguidores -estudiantes, sacerdotes o mujeres- fue un tejer y destejer, un continuo hacerse y un continuo desmoronarse. De sobra sabía don Josemaría que muchas de las vocaciones, que Dios le enviaba para animarle, nunca encajarían; pero entretanto mejorarían su vida interior. Era consciente, según dice el proverbio latino -anguillam cauda tenebat-, de que a veces pretendía agarrar las anguilas por la cola. Se le escurrían.
A pesar de lo cual, no perdía su optimismo sobrenatural, ni ante las bajas ni ante las defunciones, aunque su corazón acusaba las pérdidas con gran dolor. Más graves consecuencias trajo el dejar a las vocaciones femeninas bajo el encargo de los sacerdotes, y el que éstos nunca llegaran a entender por completo el espíritu del Opus Dei.
En 1939 añadió don Josemaría una breve nota a una de las viejas catalinas, explicando, en muy breves palabras, que, por falta de tiempo para dedicarse a las mujeres, encomendó a don Norberto y a don Lino la tarea de formar a las vocaciones femeninas. Y esa tarea quedó por hacer (108).
¡Si viera V. las ganas que tengo de soledad! -escribía el 8 de abril de 1932 a don José Pou de Foxá-. Pero, no está hecha la miel para la boca del asno y he de contentarme con una vida de jaleo y movimiento, danzando el día entero de aquí para allá. Bendita, amada sea la Voluntad de Dios (109).
Su vida era, realmente, de un ajetreo imparable. Misa, funciones de iglesia, confesiones de monjas y feligreses en Santa Isabel; también, confesiones de monjas y preparación de niñas para la primera Comunión en el vecino Colegio de la Asunción; y visitas a los hospitales; y charlas, y dirección espiritual de jóvenes y sacerdotes… (110). Esta abrumadora dedicación pastoral no le reportaba beneficio económico, por lo que es obligado añadir, a las mencionadas actividades, las clases en la Academia Cicuéndez y las clases particulares a domicilio. Imposible el prescindir de tales ocupaciones. De las pastorales, porque las exigía su alma; y de las docentes, porque las exigía su mantenimiento, o al menos el del resto de la familia.
El deseo de soledad, por el que suspira en la mencionada carta, le resultaba a veces tentación, cuando el cansancio o el demonio le insinuaban que no estaría mal entregarse a una existencia de mayor sosiego espiritual, libre del zarandeo de la brega apostólica, tal como se lee en una catalina:
Vuelve la tentación a susurrar en mis oídos la vida de paz y virtud, no ya del Padre X. o Fray Nadie, sino de un Curita ignorado en la última parroquia rural, sin grandes luchas ni grandes ideales de inmediata actuación… (111).
Para rechazar esas tentaciones de llevar distinto género de vida, que le asaltaron hacia abril de 1932, el capellán aprovechaba la poderosa súplica de almas inocentes. Los días que iba a preparar a las niñas para la primera Comunión les pedía que rezasen con él, todos juntos, un avemaría por el santo a palos (112). (¿Entenderían aquellas tiernas almas lo del santo a palos?) Mas el motivo de escribir la mencionada carta a Pou de Foxá era muy otro. Si Dios no lo remedia -le comunicaba don Josemaría-, tendré que ir a Zaragoza en el próximo junio, para que se examine un hijo de los Guevara (113).
Su confesor le instó a que se comprase una teja y una sotana antes de emprender el viaje. (Muy mal debía andar de ropa). También compró un cuaderno nuevo, pues pensaba ir haciendo un diario de catalinas (114).
Cuando regresó a Madrid, el 13 de junio, el cuaderno todavía estaba en blanco. No había escrito una sola catalina, pero sí enviado varias cartas brevísimas a los de su familia (115).
El verano de 1932 fue movido. No pudo hallar la soledad que apetecía. El 10 de agosto se produjo en Madrid una desorganizada sublevación en la que participaron unos cuantos oficiales del ejército y algunos grupos de estudiantes monárquicos. El gobierno y la fuerza pública estaban sobre aviso, por lo que pronto se sofocó la revuelta, restableciéndose la paz. Los implicados terminaron en prisión. José Manuel Doménech, uno de los que acompañaban los domingos a don Josemaría al Hospital General, cuenta sus andanzas: "Había yo tomado parte, junto con otros estudiantes madrileños, en los sucesos del 10 de agosto. Habíamos ido de madrugada, armados, a tomar el Edificio de Correos. La mayor parte de nosotros fuimos detenidos y nos enviaron a la Cárcel Modelo, primero a la zona de presos políticos, y más tarde, a una zona de incomunicados con régimen carcelario riguroso" (116). También acabó en la cárcel Adolfo Gómez, el del día de San Juan ante portam latinam, uno de los jóvenes que por las noches vigilaban conventos e iglesias para evitar incendios y asaltos.
En los Apuntes correspondientes a esa jornada, se lee:
Día de S. Lorenzo, 10-VIII-932: Esta mañana, a las cinco, me despertaron los tiros, verdaderas descargas y tableteo de ametralladoras. Fui a Santa Isabel vestido de seglar. Nuestro Adolfo está prisionero: es un alma grande, que comprende el ideal y sabe por él sacrificarse. El Señor nos lo guarde (117).
Ese mismo día 10 dio con el paradero de Adolfo, pero no le permitieron verle. Pasó varios días de dolorosa espera, sin poder hablar con el preso. Al fin consiguió dejarle unas líneas de consuelo:
Vísperas de S. Bartolomé - 23-VIII-32: Hemos ido mandándole a Adolfo algunas cosas. Todos los días voy a la cárcel. Creo que hoy -iré con su madre- le veré. Ya no anotaré nada de este asunto (118).
Aquel joven sacerdote aparecía en la Cárcel Modelo vestido de sotana, "aunque hacer visitas a los detenidos fuera significarse, y exponerse a ser perseguido", comenta José Antonio Palacios, un estudiante encarcelado (119). Don Josemaría trabó conocimiento con algunos de esos exaltados universitarios. Charlaba con ellos en el locutorio de presos políticos, una larga galería con reja continua y un puño de separación de barrote a barrote. Les recomendaba alegría y buen humor. Les hablaba de la Virgen y de la visión sobrenatural del trabajo, de manera que no cayesen en el ocio y continuaran ofreciendo al Señor unas horas de estudio. Los libros no eran, en tales circunstancias, motivo de preocupación para aquellos agitados estudiantes. Pero el sacerdote les decía las cosas de un modo tan persuasivo -observa José Antonio-, que "para aprovechar el tiempo yo me puse a dar clase y a repasar el francés" (120).
Cierto día José Manuel Doménech oyó desde la celda que gritaban su nombre. Al abrir el postigo, un oficial de prisiones le entregó un sobre, que llevaba la siguiente dedicatoria:
Beata Mater et intacta Virgo, gloriosa Regina Mundi, intercede pro hispanis ad Dominum
A José M. Doménech, con todo afecto
Madrid, agosto. 932
José Mª Escrivá (121).
Dentro iba un librito del "Oficio parvo de Nuestra Señora": "Me causó profunda impresión el cariño del Padre y su preocupación por mi vida interior -dirá José Manuel-; él sabía que yo conocía y rezaba el oficio parvo" (122). En el mes de septiembre, don Josemaría perdió la pista de muchos de estos jóvenes. Gran parte de los presos políticos habían sido deportados a África, pero no por eso suspendió sus visitas a los que quedaron en la Cárcel Modelo.
Durante todo el verano sintió el sacerdote vehementes anhelos de soledad, de retiro espiritual. A los dos meses de quejarse de ello a su amigo Pou de Foxá, se lee de nuevo en una anotación del primero de junio:
Necesito soledad. Suspiro por un retiro largo, para tratar con Dios, lejos de todo. Si El lo quiere, ya me proporcionará ocasión. Allí se posarían tantas cosas como llevo dentro de mí en ebullición; y Jesús, de seguro, puntualizaría detalles importantes para su Obra (123).
Por fin, en septiembre se arreglaron las cosas. Con autorización del Provincial de los Carmelitas se dispuso a hacer una semana de retiro espiritual en Segovia, en el convento donde reposan los restos de San Juan de la Cruz. El 2 de octubre escribía:
Día de los Santos Ángeles Custodios, vísperas de Sta. Teresita, 1932: ¡cuatro años! También el Señor ha querido recordármelo, enviando una vocación de mujer […]. Mañana voy a Segovia, a ejercicios, junto a S. Juan de la Cruz. He pedido, he pordioseado mucha oración. Veremos (124).
Llegó al convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia el lunes, 3 de octubre de 1932. Inmediatamente se dedicó a preparar el plan del retiro, que pensaba hacer en completo aislamiento, según era su costumbre, sin recibir charlas ni pláticas de nadie. Su celda llevaba "un hermoso número", el 33, que le recordaba doblemente a las Personas de la Santísima Trinidad, y un cartelito que decía: Gloriatio. Et in timore Dei sit tibi gloriatio. Eccl.9, 23. (En el acto acudieron a su memoria los malos ratos que había pasado en octubre del año anterior cuando en medio de la contemplación de su filiación divina el Señor veló en su mente el recto entender del timor Domini. Demasiada casualidad, como para que el letrerito no fuese un recordatorio por parte del Señor) (125).
Ajustó su plan de retiro a las exigencias del horario conventual. Se levantaría a las cinco menos cuarto; a las cinco y media tendría una hora de meditación; luego, Santa Misa; a las ocho, desayuno; a las nueve y media, otra hora de meditación. A las once y media, la comida. Por la tarde, otras dos meditaciones de una hora, rosario y lectura. A las seis y cuarto: cena, examen y disciplina. A las diez, luego de haber rezado las preces, acostarse (126).
El convento tenía de frente una magnífica vista. Por encima de la arboleda que descendía hasta las hondonadas del río, en la distancia, se alzaba un afilado promontorio con un castillo colgado en su espolón. Don Josemaría estaba convencido de que el Señor le trataría bien, por estar en casa de su Madre, en el Carmen. Y le vino de golpe el lejano recuerdo de Logroño, de los religiosos carmelitas descalzos sobre la nieve (127). Así había empezado su historia; y allí estaba, en un convento del Carmen, a solas con su Dios.
* * *
Las notas de sus primeros días de retiro son breves. Unas líneas bastan para indicar el curso de sus pensamientos.
Día primero. Dios es mi Padre. -Y no salgo de esta consideración […]. Yo soy de Dios… y Dios es para mí.
Día segundo, miércoles. -O Domine!, tuus sum ego, salvum me fac! -Et a te nunquam separari permittas! -Señor, ¡que no es tan fácil hacerse santo! -Creo muy bien que te dijera la Madre Teresa: "por eso tienes tan pocos amigos".
Día tercero, jueves. Ni la consideración de la gravedad del pecado, ni la vista de los castigos eternos que mereció y merece, me mueven […]. Estoy tan frío. A lo más, me voy del asunto para gritar a mi Dios: te amo, porque eres bueno: yo soy un miserable… castígame, pero haz que cada día te quiera más (128).
De ese tercer día, 6 de octubre, es este apunte:
Hoy, en la capilla de S. Juan de la Cruz (paso allí unos ratos de acompañada soledad todos los días) he visto que, para comenzar las reuniones sacerdotales y todas aquellas otras en que se trate de la O. de D., haremos la siguiente oración […]: 1/ Veni Sancte Spiritus. 2/ Sancte Michaël, ora pro nobis. -Sancte Gabriel, ora pro nobis. -Sancte Raphaël, ora pro nobis. -3/ In nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti. Amen. -4/ Sancta Maria, Sedes Sapientiae, ora pro nobis (129).
El especial significado de estas palabras pasaría inadvertido de no existir otros testimonios autobiográficos concordantes y complementarios, como, por ejemplo, lo escrito en 1941:
Pasaba largos ratos de oración en la capilla donde se guardan los restos de San Juan de la Cruz: y allí, en esa capilla, tuve la moción interior de invocar por vez primera a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles -cuya intercesión pedimos cada día todos los socios de la Obra en nuestras Preces-, teniéndoles desde aquel momento como Patronos de las tres obras que componen el Opus Dei (130).
Esa moción sobrenatural venía a resolver, como se explicará más adelante, la estructuración de la Obra y su organización apostólica. Del viernes, cuarto día de retiro, son estas consideraciones:
El Reino de Jesucristo. ¡Esto es lo mío! […].
¡El borrico! Ya no es borrico sarnoso […]. Con sus pobres despojos hacen tambores: tambores de guerra y tambores y zampoñas de pastor. ¡Así sirvieran los despojos del borrico de Jesús, para tocar a la gran guerra por la gloria de Dios y por el reinado universal y efectivo de Cristo, mi Señor…, y para cantar coplas encendidas, coplas de pastores de Belén, al Niño que nació para morir por mí! […].
Sentí como si dentro de mí me dijeran: "anda, que eres un hipócrita… Estás perdiendo el tiempo, dedicándote… a hacer frases". Y en aquel instante, como para confirmar ese pensamiento, se me ocurrió una cosa idiota -que voy a decir- a la vista del Alcázar Segoviano: ese castillo está pidiendo a voces, recortado en el cielo -parece de cartón-, unos soldaditos de plomo, para que se divierta un niño hijo de gigantes. Dudé: ¿habría estado antes también haciendo frases sin sustancia? Y percibí claramente: no, he estado haciendo oración (131).
Seguía en su retiro un plan personal, por su cuenta, pero no a su antojo. El padre Sánchez le había dado un guión para orientarle. Además, su confesor leería, después, todo lo que durante esos días escribiera el ejercitante. (Hago este inciso -advierte expresamente- para que, al leer mis notas, vea mi Padre Sánchez cómo ando: no he salido del hielo, exceptuando algunos relámpagos de fervor) (132).
El domingo meditaba sobre la pureza: la santa pureza: humildad de la carne (133); y decidió renovar, en manos de la Virgen, el compromiso sacerdotal de fidelidad de amor al terminar el retiro. Pasó luego a ocuparse de examinar su desasimiento; y se propuso ser más generoso y dejar todo al cuidado del Señor (134). Seguidamente hizo una declaración de sometimiento de su voluntad: -Estoy decidido a obedecer siempre a mi Padre espiritual. Lo mismo a mis superiores jerárquicos (135).
Desde julio de 1930 venía confesándose con el padre Valentín Sánchez Ruiz, salvo las semanas en que el buen jesuita anduvo escondido al ejecutarse el decreto que disolvía la Compañía. Y desde primera hora quedó sobreentendido entre ellos dos que la misión fundacional y el gobierno de la Obra eran materias al margen de la dirección espiritual que esperaba de su confesor. Su confesor no era director de la Obra de Dios sino director del sacerdote. (Sobre la dirección espiritual del padre Sánchez escribió don Josemaría: Nada tuvo que ver con la Obra, porque jamás le dejé intervenir ni opinar) (136).
Bajo este presupuesto, y con absoluta sencillez, declara: Todas las cosas de mi alma -sin reservarme nada- las he comunicado y las comunicaré siempre con el director espiritual mío (137). Así y todo, detrás de este firme comportamiento, se adivina lo mucho que le costaba desnudar su alma en materias que podían encumbrarle a ojos ajenos.
Día de S. Marcos, 25-IV-32: Esta mañana estuve con mi padre Sánchez. Tenía decidido contarle lo del día 20: sentí cierta repugnancia o vergüenza. Me costó, pero se lo dije (138).
El hecho a que se refiere no era para menos. Días antes, por la noche, al acostarse, se había encomendado a San José y a las ánimas del purgatorio, por las que tenía especial devoción, para que le despertasen a las seis menos cuarto. (Tenía que recurrir a ellas, pues al sueño se unía el agotamiento). Y esta es la catalina del suceso:
Esta mañana -como siempre que lo pido humildemente, sea una u otra hora la de acostarme- desde un sueño profundo, igual que si me llamaran, me desperté segurísimo de que había llegado el momento de levantarme. Efectivamente, eran las seis menos cuarto. Anoche, como de costumbre también, pedí al Señor que me diera fuerzas para vencer la pereza, al despertar, porque -lo confieso, para vergüenza mía- me cuesta enormemente una cosa tan pequeña y son bastantes los días, en que, a pesar de esa llamada sobrenatural, me quedo un rato más en la cama. Hoy recé, al ver la hora, luché… y me quedé acostado. Por fin, a las seis y cuarto de mi despertador (que está roto desde hace tiempo) me levanté y, lleno de humillación, me postré en tierra, reconociendo mi falta -serviam!-, me vestí y comencé mi meditación. Pues bien: entre seis y media y siete menos cuarto vi, durante bastante tiempo, cómo el rostro de mi Virgen de los Besos se llenaba de alegría, de gozo. Me fijé bien: creí que sonreía, porque me hacía ese efecto, pero no se movían los labios. Muy tranquilo, le he dicho a mi Madre muchos piropos (139).
No era la primera vez que le ocurrían cosas semejantes. Procuraba quitarles importancia. Se resistía a admitir fácilmente cosas extraordinarias. Y luego de someterse a unas pruebas, por si se trataba de sugestión de los sentidos, tuvo que rendirse a la evidencia.
(Llegué a hacer pruebas -escribe-, por si era sugestión mía, porque no admito fácilmente cosas extraordinarias. Inútilmente: la cara de mi Virgen de los Besos, cuando yo positivamente, tratando de sugestionarme, quería que sonriera, seguía con la seriedad hierática que tiene la pobre escultura) (140).
La pequeña escultura de la Virgen de los besos, Sancta osculorum Virgo, obraba realmente cosas estupendas: En fin, que mi Señora Santa María […] ha hecho un mimo a su niño (141).
El dirigido espiritual del padre Sánchez se callaba muchas pequeñas humillaciones, por las que fue avanzando en el camino de la paciencia. Le dolía de veras, y hasta le costaba lágrimas, tener que ir a toda prisa, después de dar unas clases o visitar enfermos, corre que te corre hasta Chamartín, donde residía el padre jesuita desde el incendio en la calle de la Flor. Preguntaba por él y, no pocas veces, el portero le traía aviso de que volviese otro día. ¿Es que no se daba cuenta su confesor de que no disponía de tiempo para desplazarse hasta allí, fuera de la capital? Tampoco era cosa de decirle que se había visto obligado a ir a pie, dándose una caminata por aquellos andurriales, por no tener unos tristes céntimos para el tranvía (142).
El padre Sánchez era buen director de almas y don Josemaría le estaba muy agradecido, porque incluso el fastidio de las esperas en Chamartín le hizo un positivo bien (143). En los Apuntes y en la correspondencia hay algún que otro discreto elogio de su confesor. También hay algunas observaciones, como las anteriormente citadas de las esperas y viajes en balde, que no serían muy del agrado de su confesor, pero las anotaba, aun a sabiendas de que las leería el interesado. Con todo, este aspecto particular de sus relaciones con el confesor era materia secundaria y anecdótica. Lo esencial, insistía el Fundador, era cumplir la Voluntad de Dios clarísimamente manifestada sobre su Obra (144).
Los últimos días del retiro en Segovia meditó sobre la Pasión y Resurrección del Señor, no sin que el diablo -el tiñoso- le hiciese pasar un mal rato con sus trastadas la noche del domingo al lunes:
Anoche el demonio, que anda suelto por mi celda, volvió a remover cosas pasadas. Mal rato me di. Y esta mañana también. Yo te lo ofrezco, Dios mío, como expiación. Pero, soy débil, nada puedo, nada valgo: no me dejes. Apenado, he tenido un coloquio con mi Padre Juan de la Cruz: ¿así me tratas en tu casa? ¿Cómo consientes que el tiñoso mortifique a tus huéspedes? Yo creí que eras más acogedor… (145).
* * *
Al retiro se trajo unas cuestiones de conciencia a las que era preciso dar respuesta cuanto antes, puesto que afectaban a su dedicación a la Obra. La primera que se planteó fue la de sus estudios: ¿Debo hacer el doctorado en Derecho Civil y en Sda. Teología? (146). Para mayor claridad de examen adoptó el sistema de exponer, por escrito y numeradas, las razones a favor o en contra. Y de ellas sacó el propósito de presentar la tesis en Derecho y obtener el Doctorado en Sagrada Teología en 1933 (147).
Pasó a la segunda cuestión: ¿Conviene que yo haga unas oposiciones, a cátedras universitarias por ejemplo? Debía tener el asunto bastante debatido consigo mismo cuando escribe: Razones a favor: Honradamente, digo que no las veo. Y no las veía, por estar firmemente persuadido de que Dios no precisaba de eso para levantar la Obra: Buscar yo una ocupación seglar, después de considerado lo que va delante, sería dudar de la divinidad de la O. -que es mi fin, en la tierra (148).
Por otro lado, todo parecía desaconsejar la cátedra. Aunque se inclinase por el Derecho Canónico, asignatura que venía trabajando en sus últimos años de docencia en Zaragoza y en Madrid, la preparación exigiría muchos años y mucho estudio. Esto sin entrar en cálculos económicos. Porque, ¿cómo iba a sostener entretanto a la familia?
En contra había también razones sobrenaturales de mucho peso. Dedicarse a una cátedra era robar tiempo a la Obra de Dios. Su vocación le reclamaba una disponibilidad total: ser sola y exclusivamente -y siempre- eso: sacerdote: padre director de almas, oculto, enterrado en vida, por Amor (149).
Dejó para el final el más delicado de los problemas, pues era negocio en el que iban embarcadas otras personas. Se trataba de la familia, mi familia. Don Norberto le había dejado sobre este punto una nota para que la meditase. Don Josemaría se fue a considerar el asunto junto al Sagrario: ¡A ver qué dice Jesús! (150). Como alega don Josemaría, la nota de don Norberto enfocaba el tema muy a lo divino. Esto es, presentando exclusivamente razones sobrenaturales, irrebatibles, pero, en cierto modo, deshumanizadas, puesto que, en su caso particular, le exigían sacudirse de encima todo afecto hacia los de su sangre.
Sobreponiendo a toda otra consideración el enfoque a lo divino, como base de su análisis, don Josemaría pasó revista, serenamente, a los hechos y razones que habían presidido el desarrollo de su vida y el de su familia. Y fueron desfilando ante él las consideraciones, sin retoques ni suavidades: el sacrificio de sus padres por darle una buena educación tras la ruina familiar; las esperanzas que en él tenían puestas y el "positivo perjuicio económico" ocasionado al hacerse sacerdote; el haber agravado la situación del hogar, al negarse a aceptar un cargo eclesiástico, por su empeño en seguir una chifladura divina (151). Llegó así a la conclusión de que la "manera práctica" de proteger a su familia era dejar que el Señor actuase:
Las cosas de Dios han de hacerse a lo divino. Yo soy de Dios, quiero ser de Dios. Cuando de verdad lo sea, El -en seguida- arreglará esto, premiando mi Fe y mi Amor y el callado y nada corto sacrificio de mi madre y mis hermanos. Dejemos que obre el Señor (152).
Antes de acabar los ejercicios se trazó un programa mínimo de vida espiritual, que comprendía diversas prácticas: el breviario; una hora de oración por la mañana y otra por la noche; media hora de acción de gracias después de la Misa; rezo del Santo Rosario, reviviendo las escenas; exámenes de conciencia al mediodía y por la noche; visita al Santísimo; preces de la Obra; lectura del Nuevo Testamento y de algún otro libro espiritual. A este programa adjuntó una hoja de Propósitos, tales como el no desperdiciar las cosas pequeñas, invocar al Ángel de mi guarda, adquirir un exterior grave y modesto, etc. Todo esto acompañado de nuevas mortificaciones corporales: cilicio diario; dormir en el suelo tres veces a la semana; y ayuno absoluto, sin pan ni agua, un día por semana.
Finalmente, antes de dejar Segovia, hizo una expresa reafirmación de su fe en el origen sobrenatural de la Obra, robusteciendo así su decidido empeño de entrega:
Para terminar: siento que aunque me quedara solo en la empresa, por permisión de Dios, aunque me encuentre deshonrado y pobre -más que lo soy ahora- y enfermo… ¡no dudaré ni de la divinidad de la Obra, ni de su realización! Y ratifico mi convencimiento de que los medios seguros de llevar a cabo la Voluntad de Jesús, antes que actuar y moverse, son: orar, orar y orar: expiar, expiar y expiar (153).
En el retiro de Segovia dejó asentado que no tenía ante sí más que dos caminos: Camino de Cruz, cumpliendo la Voluntad de Dios en la fundación de la O., que me llevará a la santidad […] y camino ancho -¡y corto!- de perdición, cumpliendo mi voluntad (154).
Ahora, enseguida, ¿qué puedo yo hacer por la Obra?, se preguntaba impaciente y decidido a seguir el camino de la Cruz. Fiel a su lema de poner primero los medios sobrenaturales (oración y expiación) antes de lanzarse a la actividad apostólica, hizo unos impresionantes propósitos de expiación de todos sus sentidos, internos y externos. La nueva lista de mortificaciones, que complementa las que se había fijado en Segovia, es del 3 de diciembre de 1932. Son nueve determinaciones, tajantes, concretas, encabezadas por una muy breve: No mirar ¡nunca! (155).
Esta era la respuesta a una consideración que se había hecho el sexto día del retiro. ¿Para qué mirar -se preguntaba-, si mi mundo está dentro de mí? (156). No era desdén, era una íntima renuncia ascética al goce ilimitado de la vista, a la curiosidad por la infinidad de formas placenteras, la diversidad de luces y colores y la gracia de los seres. Esa determinación de no posar jamás la vista en cosa alguna se entiende, en lo que tiene de holocausto, considerando la disposición de su pupila, pronta a descubrir las bellezas del mundo exterior, resbalando sobre ellas como quien acaricia un fino terciopelo: ¡Dios mío! -se lee en una catalina del 14 de noviembre de 1932-: encuentro gracia y belleza en todo lo que veo: guardaré la vista a todas horas por Amor (157). Los restantes propósitos constituían un amplio y tupido programa de mortificaciones de los sentidos corporales y de las potencias interiores.
* * *
Desde el momento de la fundación quedó la Obra perfectamente dibujada (158), pero era preciso realizarla apostólicamente, allegando vocaciones y transmitiendo la espiritualidad propia del Opus Dei. Tenía por entonces don Josemaría un grupo de sacerdotes, otro de jóvenes y dos o tres mujeres, gente preparada para responder a una llamada de santidad en medio del mundo. Contaba también con otras personas bajo su dirección espiritual. Desde tiempo atrás había visto la necesidad de organizar ese apostolado personal que desarrollaba con personas tan diferentes; y buscaba el modo de estructurarlo. En uno de esos tanteos pensó crear una asociación para estudiantes universitarios, con el nombre de Pía Unión de Santa María de la Esperanza (159). Hasta que el jueves, 6 de octubre de 1932, haciendo oración en la capilla de San Juan de la Cruz, durante su retiro espiritual en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia, tuvo la moción interior de invocar por vez primera a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles; S. Miguel, S. Gabriel y S. Rafael; S. Pedro, S. Pablo y S. Juan (160). Desde aquel momento los consideró Patronos de los diferentes campos apostólicos que componen el Opus Dei.
Bajo el patrocinio de San Rafael estaría la labor de formación cristiana de la juventud; de ella saldrían vocaciones para la Obra, que colocaría bajo la advocación de San Miguel, al objeto de formarlos espiritual y humanamente. En cuanto a los padres y madres de familia que participasen en las tareas apostólicas, o formasen parte de la Obra, tendrían por patrono a San Gabriel.
Últimamente había llegado a la conclusión de que el apostolado con jóvenes no debería funcionar como asociación de ningún tipo sino que se llevaría a cabo en una academia de estudio, con enseñanza privada (161). Pero antes se produjo un cambio en la vida de don Josemaría que, aunque a primera vista poco tiene que ver con la labor de San Rafael, está íntimamente ligado al comienzo de la formación de los jóvenes estudiantes.
Luego de hacer repetida oración al Señor -se lee en una anotación del 9 de diciembre de 1932- encontré de modo providencial un pisito decente para vivir con mi familia. Deo gratias. He pedido un crédito a la "Corporación", para pagarlo, como el otro, en un año. Así puedo cambiar de casa (162).
El piso era un principal izquierda, en el número 4 de la calle Martínez Campos. El precio, mil trescientas ochenta pesetas al año, pagaderas por meses adelantados (163). Algo tendría éste de ventajoso cuando don Josemaría entona un Deo gratias. De nuevo hizo traslado de muebles doña Dolores. Esta vez a un piso amplio, donde lucirían mejor sus calidades, porque en la calle Viriato no había sitio ni para las sillas. Así fue como, sin esperar a tener una academia, empezó a reunirse con sacerdotes y estudiantes; allí celebraban sus tertulias y les daba charlas de formación.
Las 1.380 pesetas que se comprometió a pagar anualmente no nos autorizan a presumir una mejora en la situación económica de los Escrivá. Basta con recoger una anécdota, a los pocos días de firmar el contrato de alquiler:
Ayer se paró mi reloj de bolsillo -cuenta don Josemaría-. Resultaba el caso un compromiso, para mí: porque no tengo otro reloj y porque mi capital asciende, en la actualidad, a setentaicinco céntimos […]. Hablando con mi Señor, le indiqué que mi Ángel Custodio, a quien El ha dado más talento que a todos los relojeros, arreglara mi reloj. Pareció no oírme, puesto que volví a mover y a tocar y retocar, en vano, el reloj estropeado. Entonces […], me arrodillé y comencé un padrenuestro y un ave, que me parece no llegué a terminar, porque cogí de nuevo el reloj, toqué las saetas… ¡y echó a andar! Di gracias a mi buen Padre (164).
(Al parecer, no se trataba de un caso aislado o fortuito. A su Ángel custodio se le daba bien la mecánica: el Relojerico, le llamaré desde ahora, escribe (165). Al ángel, por cierto, no le faltó trabajo porque pasaron muchos meses antes de que don Josemaría pudiera pagar el arreglo del reloj).
La pobreza -gran señora mía, la llamaba- presidía toda su vida y presidió los comienzos de la labor de San Rafael, el apostolado con los jóvenes. El contrato de alquiler era del 10 de diciembre. Pues bien, veamos cómo andaba de dinero a finales de noviembre.
Uno de aquellos días se encontró tirada, a la puerta de una escuela del Patronato de Enfermos, una estampa de la Virgen Inmaculada, manchada de barro. Solía recoger don Josemaría las estampas religiosas tiradas por la calle para quemarlas luego en casa; pero ésta la recogió con el presentimiento de que se trataba de una ofensa, de una hoja de catecismo arrancada por odio. Por eso -dice en una catalina-, no quemaré la pobre imagen -un mal grabado, en un mal papel y roto-: la guardaré, la pondré en un buen marco, cuando tenga dinero… y ¡quién me dice que no se dará culto de amor y desagravio, con el tiempo, a la "Virgen del Catecismo"! (166).
Y el 2 de diciembre, una semana antes del alquiler del nuevo piso, sin dinero para un pequeño marco, reseña su pobreza evangélica, sin lamentos ni ufanía:
Estoy -más que nunca- sin un céntimo. Nuestra pobreza (gran señora mía, la pobreza) es tan real, desde hace años, como la de los que piden en la calle. Nos alimenta y viste (sin nada superfluo y aun sin algo de lo necesario) nuestro Padre, que está en los cielos, lo mismo que alimenta y viste a las aves, según dice el Sto. Evangelio. No me preocupa nada, nada, nada esta situación económica. Estamos acostumbrados a vivir de milagro (167).
Obtuvo un crédito para el piso; y consiguió un marco para la estampa. A cambio de ese favor y homenaje pidió a Nuestra Señora que le proporcionara una catequesis. No se hizo mucho de rogar la Virgen.
Conocía bien don Josemaría las barriadas entre Tetuán de las Victorias y el Hospital del Rey. Grupos de chabolas, repartidas entre las casuchas miserables, formaban "La Ventilla" o "Barriada de los Pinos" (168). En 1927 las Misioneras de la Doctrina Cristiana construyeron en Los Pinos el Colegio Divino Redentor para los chiquillos de aquellas pobres gentes. El colegio estaba en una vaguada; si llovía, bajaban por allí en torrentera las aguas de los alrededores.
"Una mañana, que recuerdo muy bien -cuenta la hermana San Pablo- porque había caído una nevada muy fuerte y estaba todo cubierto de blanco, vimos desde la sala de recreo de la Comunidad, que estaba en el piso alto, acercarse al Colegio dos sacerdotes vestidos con sotana y manteo. Era temprano pues todavía se veía todo blanco y limpio; después se convertía todo en un barrizal. Era D. Josemaría -acompañado por otro sacerdote llamado D. Lino-, que venía a pedir que le dejáramos organizar una catequesis en el Colegio" (169). El martes 17 de enero fue el día de la visita a que se refiere la monja, como se lee en los Apuntes:
Día 19 de enero de 1933 […] Estuve el domingo último en Pinos Altos o Los Pinos, donde hay un colegio de religiosas, en el que tendremos desde el próximo 22 nuestra catequesis. El martes, a pesar de la gran nevada, fuimos Lino y yo a ver el local y a saludar a las monjitas, que tienen muy buen espíritu, y al Capellán. Se pasmaron de vernos llegar entre la nieve: con tan poca cosa, nos hemos ganado al Señor (170).
El grupo de los seguidores de don Josemaría estaba por entonces muy mermado. Unos se habían ido de Madrid. Otros sufrieron enfermedades y tribulaciones; y otros se cansaron de seguirle porque tenían un querer sin querer (171). En tales circunstancias resultó providencial la aparición de un estudiante de Medicina llamado Juan Jiménez Vargas. Un par de veces habló con él don Josemaría. En la segunda entrevista, el 4 de enero de 1933, expuso al estudiante el panorama sobrenatural de la Obra. Detrás de esta vocación vinieron unos cuantos amigos. Los amigos de Juan eran gente con ardor patriótico, asidua a los actos de propaganda política, los cuales solían celebrarse los domingos, que era precisamente el día de la catequesis. Algo debió calmar por dentro a esos trepidantes activistas, como para decidir que no hacían tanta falta en los mítines como en la catequesis. La primera visita a la barriada de Los Pinos se fijó para el domingo, 22 de enero.
Entretanto ya había comenzado don Josemaría a trabajar las almas de aquel grupo de estudiantes. El sábado 21 de enero, se presentó Juan con dos amigos para que don Josemaría les diera una clase de formación religiosa. La reunión tuvo lugar en el asilo de Porta Caeli, en una sala que les habían cedido las monjas:
El sábado pasado, con tres muchachos y en Porta Caeli di comienzo, g.a.D., a la obra patrocinada por S. Rafael y S. Juan. Hice después de la charla, exposición menor, y les di la bendición con el Señor. Nos reuniremos los miércoles (172).
A Juan le impresionaron la fe y devoción que trascendían de los gestos y oraciones litúrgicas, "sobre todo, la manera de tener la custodia en sus manos y dar la Bendición" (173). Años más tarde explicaría el sacerdote por dónde andaba su pensamiento al dar aquella bendición con el Santísimo:
Al terminar la clase, fui a la capilla con aquellos muchachos, tomé al Señor sacramentado en la custodia, lo alcé, bendije a aquellos tres…, y yo veía trescientos, trescientos mil, treinta millones, tres mil millones…, blancos, negros, amarillos, de todos los colores, de todas las combinaciones que el amor humano puede hacer. Y me he quedado corto, porque es una realidad a la vuelta de casi medio siglo. Me he quedado corto, porque el Señor ha sido mucho más generoso (174).
* * *
Don Gabriel, el capellán del Colegio del Arroyo solía decir la misa de once para todos los que asistían a la catequesis. Los estudiantes venían en grupos desde el barrio de Tetuán para encontrarse allí con don Josemaría y con don Lino, que eran los que explicaban, alternándose, la homilía. Celebrada la misa, se daban las clases de catecismo (175).
El presentarse en el Arroyo era, de por sí, un acto de heroísmo, por la evidente hostilidad del vecindario, como lo prueba un salvaje atentado, que refiere la hermana San Pablo: "Un día, el 4 de mayo de 1933, asaltaron el Colegio un grupo de hombres que rociaron con gasolina unas dependencias para prenderle fuego, mientras un grupo de mujeres gritaban: "que no quede una viva, son ocho; matadlas a todas". Intervinieron a tiempo los guardias de asalto evitando el incendio" (176).
Don Josemaría se encargaba también de otras catequesis, pues iba con frecuencia a confesar y explicar el catecismo a los chicos recogidos en Porta Caeli, donde las monjas del asilo le cedieron un local para reunirse con sus estudiantes. De ese grupo de estudiantes se invitaba a algunos para las reuniones de los miércoles, también con la esperanza de que saliesen de allí vocaciones, ya fuese para la obra de San Gabriel (padres de familia) ya para la de San Miguel (vocaciones de celibato apostólico) (177).
A título de clase particular daba también por entonces don Josemaría una catequesis a los Sevilla. Esta familia se componía de la prole de dos hermanos viudos, que remediaron su triste situación familiar juntando a todos sus hijos, para formar un hogar único, del que se hizo cargo una hermana soltera, María Pilar Sevilla. En la casa vivían catorce personas, incluido el servicio doméstico. La tía Pilar concertó con el sacerdote una clase de Religión, a la que asistían cuatro o cinco pequeños y las chicas de servicio. Durante 1932 y 1933, dichas clases tenían lugar "dos veces por semana, los miércoles y los sábados, entre las cinco y las seis de la tarde" (178). Las clases eran muy amenas. Se sentaban los pequeños en corro y don Josemaría colocaba delante un libro de texto en una mesa bajita. Cuando hacía referencias a las ilustraciones, las cabecitas de los niños se juntaban, curiosas, junto a la lámina. Otras veces les hablaba de la infancia del Niño Jesús o les contaba cuentos de cuando él era un niño pequeño. El auditorio no se resignaba a que acabara tan pronto la clase. "¡No se vaya D. Josemaría!, era algo que repetíamos todos los días -refiere Severina, que asistía a las clases con los niños y que más tarde profesó de monja con el nombre de sor Benita Casado-. ¿Qué prisa tiene? ¿Por qué tanta prisa?" (179).
El mencionado asalto al Colegio del Arroyo no fue un hecho aislado. El año 1933 había nacido pródigo en violencias, como producto de la demagogia. El levantamiento revolucionario anarquista, que venía precedido de huelgas y actos de terrorismo, estaba fijado para el 8 de enero. Ese día se produjo un aparatoso despliegue del más elemental repertorio revolucionario. Estallaron bombas. Hubo tiroteo con la fuerza pública. Se intentó asaltar algunos cuarteles. Y no faltaron incendios, asesinatos y desórdenes de toda clase en diversas ciudades y pueblos de España. Un buen número de anarcosindicalistas fueron a parar a la Cárcel Modelo, en galerías distintas a las que ocupaban José Antonio Palacios y sus compañeros; pero todos bajaban a pasear y hacer ejercicio al mismo patio.
Cuando don Josemaría fue a visitar a los jóvenes reclusos del verano les encontró reacios a convivir con aquellas gentes tan contrarias a la religión. El sacerdote les aconsejó respeto para con esas personas; lo mejor era mostrarles con cariño sus errores y tratarles amistosamente. Repasad el catecismo -les insistía-, que la doctrina de Cristo es clara: quered a esos hombres, como a vosotros mismos (180). E incluso les llevó unos catecismos a la cárcel, para que los releyeran. Tras unos días de convivencia pacífica, pusieron en práctica los consejos dados por el sacerdote, como cuenta José Antonio: "organizamos partidos de fútbol mezclados unos con otros. Recuerdo que yo jugaba de portero y mis defensas eran dos anarcosindicalistas. Jamás jugué al fútbol con más elegancia y menos violencia" (181).
El 16 de febrero de 1933 hacía un año de la locución en el comulgatorio de Santa Isabel. Dios mío -exclamaba don Josemaría ante el recuerdo-: ¡cuánto me duele aquel obras son amores y no buenas razones! (182). Se sabía, y se sentía, privilegiadamente en manos del Señor, en oración continua de día y noche (dádiva que se prolongó durante toda su vida), salvo cuando el Señor interrumpía, momentáneamente, esa gracia. Experimentaba entonces el peso muerto de su voluntad:
Hay momentos -anota el 24-XI-32- en que -privado de aquella unión con Dios, que me daba continua oración, aun durmiendo- parece que forcejeo con la Voluntad de Dios. Es flaqueza, Señor y Padre mío, bien lo sabes: amo la Cruz, la falta de tantas cosas que todo el mundo juzga necesarias, los obstáculos para emprender la O…, mi pequeñez misma y mi miseria espiritual (183).
¿No era una divina locura emprender la conquista del mundo entero sin medios materiales? y, escribiendo esta catalina, miraba en derredor de su ingrato cuartucho de la calle Viriato, que le traía a la mente el lugar donde se engendró el "Quijote". ("Una cárcel -dice Cervantes- donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación"). Porque, ¿qué valía él, Señor?:
Nada, ante la maravilla que supone este hecho: un instrumento pobrísimo y pecador, planeando, con tu inspiración, la conquista del mundo entero para su Dios, desde el maravilloso observatorio de un cuarto interior de una casa modesta, donde toda incomodidad material tiene su asiento. Fiat, adimpleatur. Amo tu Voluntad […], seguro -soy tu hijo- de que la O. surgirá pronto y conforme a tus inspiraciones. Amen. Amen (184).
Sabiéndose elegido gratuitamente para una empresa de vuelos divinos anotaba en el retiro de Segovia:
Dios no me necesita. Es una misericordia amorosísima de su Corazón. Sin mí la O. iría adelante, porque es suya y suscitaría otro u otros, lo mismo que encontró sustitutos de Helí, de Saúl, de Judas… (185).
Enseguida se le presentó otra ocasión muy particular de mostrar su fidelidad absoluta a los planes de Dios. A los dos años de atropellos y persecución descarada de la Iglesia, empezaron a reaccionar los católicos españoles. Don Ángel Herrera, hasta entonces director de "El Debate", el más influyente diario católico, proyectaba crear un centro de formación de sacerdotes, de donde saldrían los futuros consiliarios de la Acción Católica Española. Era don Ángel el Presidente de la Acción Católica, y buscaba sacerdotes de prestigio para dirigir almas. Don Pedro Cantero le habló de don Josemaría, a quien el presidente expuso sus planes sobre la Casa del Consiliario. Con el fin de darle tiempo para pensar sobre el asunto, quedaron citados de nuevo para el 11 de febrero. De la charla hizo el siguiente resumen:
Me ha ofrecido el Sr. Herrera la formación espiritual de los Srs. Sacerdotes seleccionados por los Ilmos. Prelados españoles que se reunirán a vivir en comunidad en Madrid (en la parroquia de Vallecas), a fin de recibir aquella formación y lo social, que les dará un Padre Jesuita (me dijo el nombre: no me acuerdo). Le he dicho que ese cargo no era para mí: porque eso no es ocultarse y desaparecer. ¡Qué misericordia la de Dios, al poner en mis manos un cargo así! ¡En mis manos, que no han recibido -puedo decir- jamás ni el último nombramiento eclesiástico! (186).
Intentó Herrera retenerle, pero don Josemaría se negó a prestar servicios incompatibles con una total dedicación a la Obra:
Me pidió que diera ejercicios a un grupo de jóvenes (propagandistas), y me negué, alegando que no tengo formación y que estoy con otras cosas que no me dejan aceptar eso […]. Insistió mucho en que hemos de charlar más (187).
De vuelta a casa, contó muy por encima su entrevista, mencionando la esperanza de alguna colocación en el futuro. "Que te den una cosa que sirva para mucho bien de las almas, pero que sea lucrativa", le sugirió su hermano Santiago (188).
El asombro de don Ángel fue, probablemente, mayor que el de don Pedro Poveda el día que don Josemaría le dejó colgado el ofrecimiento de Capellán Honorario de la Casa Real. Aquel cargo en la Acción Católica no era un simple gaje honorífico sino poner en sus manos la dirección espiritual de un grupo de almas selectas, y reconocer sus dotes personales ante la Jerarquía española (189).
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Desde los sucesos de agosto de 1932 la vigilancia de la policía y el control de toda clase de reuniones se hacían cada vez más estrictos. Ahora que don Josemaría tenía un grupo estable de jóvenes que le seguían, le era imprescindible un techo que cobijase legalmente sus actividades apostólicas y formativas. Lo mejor sería una academia de enseñanza; conclusión a la que llegó después de desechar, como va dicho, la idea de una Hermandad de estudiantes (190). De momento, la Obra no necesitaba de una estructura jurídica. Su dinámica apostólica reflejaba la realidad misma de la vida, por lo que su Fundador vino a definirla como una desorganización organizada (191).
Componían sus apostolados gentes de diferente estado civil, profesión, edad y otras circunstancias personales. Entre esas personas y la Obra no existía vinculación jurídica sino unos deberes de servicio y fidelidad aceptados libremente, de buena gana, hasta donde diera de sí una respuesta generosa a la vocación divina. Junto a esa desorganización estaban las tareas apostólicas, vertebradas bajo la advocación de los tres Arcángeles y con la cohesión interna propia de la espiritualidad de la Obra, cuyo meollo consistía en la santificación del trabajo y en el apostolado a través del ejercicio de la profesión.
Las últimas vocaciones recibidas eran muestra de la organizada diversidad de la empresa de don Josemaría. Juan Jiménez Vargas, que pidió la admisión el 4 de enero de 1933, era estudiante. Jenaro Lázaro, al que vino la vocación la víspera de la entrevista con el presidente de la Acción Católica, era escultor; un hombre hecho, artista y empleado en los ferrocarriles. La tercera vocación de esa temporada le llegó a don Josemaría el 11 de febrero. Su historia se remontaba a la época del Patronato de Enfermos, de cuando el capellán, desde su confesonario, veía todas las mañanas entrar en la iglesia a un joven. Se saludaban. Se reconocían en la calle, pero sin llegar a tener conversación. Hasta que el sacerdote se decidió a dar un paso adelante, como refiere el 25-III-1931:
Hoy, día 25, fiesta de la Anunciación de nuestra Señora, con mi apostólica frescura (¡audacia!), me he dirigido a un joven, que comulga a diario en mi iglesia, con mucha piedad y recogimiento, y -acababa él de recibir al buen Jesús- "oiga -le he dicho- ¿tiene la caridad de pedir un poco por una intención espiritual de gloria de Dios?" "Sí, padre" -ha contestado- ¡y aun me dio las gracias! Mi intención era que él, tan fervoroso, sea escogido por Dios para Apóstol, en su Obra. Ya otras veces, al verle desde mi confesonario, le encomendé lo mismo al Ángel de su Guarda (192).
A los dos años había cumplido su encargo el Custodio con el antiguo estudiante, que era ahora catedrático del Instituto de Linares, un pueblo de Andalucía:
El Señor, por el Ángel Custodio, nos trajo, el día de la Inmaculada de Lourdes a este joven: es José María González Barredo. 1933 (193).
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La Obra crecía para dentro, nonnata, en gestación (194). En tanto les llegase la hora de despuntar para fuera, don Josemaría se dedicaba a fomentar la fraternidad entre los miembros de la Obra y a ir dándoles formación apostólica. Por encima de esa labor, oscura y callada, su optimismo sobrenatural abría horizontes al futuro, como si estuviera ya firmemente instalado en él. En todas nuestras casas, en sitio muy visible -había escrito el 23 de agosto de 1932-, se pondrá el versículo del capítulo 15 de S. Juan: Hoc est praeceptum meum ut diligatis invicem, sicut dilexi vos (195). ¿Tenía acaso idea de cuándo empezarían a funcionar esas casas? Entretanto, ¿no sentía la urgencia de reunirse con su gente en la intimidad? Y aquella desorganización organizada, ¿no pedía a gritos una vida en familia?
Don Josemaría alquiló el piso de Martínez Campos con la idea de no tener que recurrir a casa ajena para las reuniones con los estudiantes o con los sacerdotes. Mientras esperaba por la soñada academia, el hogar de doña Dolores fue como la sede de la Obra. La tarde del 19 de marzo de 1933 aguardaban los Escrivá, con un poco de impaciencia, que viniesen los jóvenes de don Josemaría a tomar posesión del piso. El ofrecimiento se celebró con una merienda familiar, en la que no faltaron unos pasteles enviados por la madre de don Norberto (196).
Allí, en el piso de Martínez Campos, se hizo un intenso apostolado, aunque no siempre contase la familia de los Escrivá con el desahogo económico necesario para atender al grupo de jóvenes que acudían invitados por don Josemaría. En el hogar de doña Dolores se daban clases de formación y círculos de estudio. Se organizaban animadas tertulias, presididas por don Josemaría, que, al final, antes de despedirse, les leía el evangelio del día en un misal grande y les hacía un incisivo comentario en breves palabras, que le salían muy de dentro. "El Padre -dice Juan J. Vargas, que era de los allí presentes- conocía el Evangelio muy a fondo y había hecho mucha oración sobre el Evangelio" (197).
En aquellas reuniones había calor de hogar. Don Josemaría se esforzaba, con hechos, en hacerles comprender lo que significaba la vida en familia en la Obra. "Su madre y sus hermanos -dice Jenaro Lázaro- colaboraban gustosamente en esta tarea". Con alguna frecuencia los Escrivá les invitaban a tomar algo. El tono de distinción del hogar, la cortesía y amabilidad con que Carmen y doña Dolores ofrecían aquellas meriendas, "no permitía darse cuenta a primera vista de lo que esas invitaciones significaban de auténtico sacrificio" (198). (Pero ésta es una reflexión tardía de Juan J. Vargas, que, como el resto de sus compañeros, mataba su apetito a costa de la despensa de doña Dolores. Uno de los visitantes, José Ramón Herrero Fontana, oyó en una ocasión cómo a Santiago Escrivá, todavía un chiquillo, se le escapaba en voz alta un discreto desahogo de sus preocupaciones: "los chicos de Josemaría se lo comen todo") (199).
En Martínez Campos recibía también muchas otras visitas. En casa de Pepe Romeo se encontró un día con Ricardo Fernández Vallespín, a quien faltaba un curso para terminar la carrera de Arquitectura y que, para ayudarse económicamente, daba clases particulares a otros estudiantes. Citó don Josemaría a Ricardo en Martínez Campos, donde se presentó en la fecha fijada, con el alma un tanto en vilo y la sospecha de que la visita tendría "una influencia grande" en su vida. "Me habló de las cosas del alma", recuerda, sin mayor precisión, el estudiante. Al despedirse, el sacerdote le regaló un libro sobre la Pasión de Cristo en cuya primera página en blanco escribió a modo de dedicatoria:
+ Madrid -29-V-33
Que busques a Cristo
Que encuentres a Cristo
Que ames a Cristo (200).
Por entonces debió tomar cuerpo el proyecto de la soñada Academia para desarrollar el apostolado con estudiantes, según se deduce de la entrevista que el 14 de junio tuvo don Josemaría con Manolo Sainz de los Terreros. "A eso de las siete y media -cuenta este joven estudiante- fui muy tranquilo a la calle de Martínez Campos, 4, a ver a "ese Sr. Presbítero que quería hablarme de la Academia". ¡Qué lejos estaba yo de esperarme… todo lo que iba a pasar!". La primera impresión que le produjo el sacerdote fue "una inclinación, una simpatía especial, una fuerza como nunca sentí en nadie, para franquearme", según confiesa Manolo (201). De forma que amablemente le mostró su alma "sin dejar un solo hueco".
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Parte de lo que había de "organización" en la Obra consistía en sujetarse a determinadas prácticas de vida cristiana. A través de la dirección espiritual trazaba don Josemaría un programa diario de normas básicas para alimentar la vida de oración durante la jornada; tales como la meditación, la Santa Misa, los exámenes de conciencia, la lectura del Evangelio y la visita al Santísimo Sacramento. De igual modo, los miembros de la Obra añadían a esas normas algunas costumbres y oraciones, como el recitar juntos las Preces de la Obra, en las que, con breves oraciones sacadas de la liturgia de la Iglesia y de la Sagrada Escritura, se pide por las necesidades del Opus Dei y de sus miembros. Era el "primer acto oficial", que habían tenido ya en diciembre de 1930 (202).
Ese plan de vida no consistía en una simple lista de prácticas piadosas, sino que fundía, en unidad de vida, la ascética propia del cristiano con el ejercicio de la profesión. Porque, en virtud del espíritu propio del Opus Dei, se tendía a que la actividad profesional de sus miembros -otro modo de hacer oración- desembocase en el apostolado; y el apostolado exigía el soporte de una intensa vida de oración. Así, pues, a las prácticas ascéticas que requerían un tiempo fijo, se agregaban todas aquellas otras (exámenes, jaculatorias, actos de presencia de Dios, de desagravio o consideración de nuestra filiación divina), que contribuyeran a mantener siempre despierta la vida contemplativa.
En febrero de 1933 juzgó el Fundador que había llegado el momento de fijar un plan unitario: Quiero hacer un plan de vida al que nos sujetemos todos en la Obra -escribe el 14 de febrero-, para que oficialmente nos obliguemos a cumplirlo desde el día de Nuestro Padre y Señor San José, en este año (203).
Al mes siguiente tenía ya redactadas unas "Normas provisionales", que enseguida repartió entre los suyos, no sin haber experimentado antes su adaptabilidad y conveniencia al género de vida que llevaba la gente de la Obra. Algunas de ellas, como la del comentario del Evangelio antes de retirarse por la noche, eran prácticas vividas desde que don Josemaría reunía a los jóvenes estudiantes en casa de su madre, en Martínez Campos (204).
La importancia de este paso no consistía en que semejantes normas fuesen una novedad sino en que su práctica era asumida por los miembros de la Obra, proponiéndose vivirlas de modo estable, armoniosamente fundidas con un trabajo perseverante a lo largo de la jornada. Esto es, manteniendo la unidad de vida contemplativa en medio de todo tipo de actividades, facilitando así la práctica de las virtudes, desde las teologales hasta las llamadas naturales o humanas (sinceridad, optimismo, fidelidad, alegría, etc.).