El Fundador del Opus Dei
Apuntes íntimos
1. ¿Por qué "Obra de Dios"?
2. Las Catalinas
3. La segunda República española
4. Del Patronato de Enfermos al de Santa Isabel
5. Nuevas luces fundacionales
6. Una cruz sin Cirineos
7. Camino de infancia espiritual
Dos años escasos llevaban los Escrivá en el piso de la calle Fernando el Católico cuando, en septiembre de 1929, doña Dolores tuvo que trasladarse con sus hijos a la calle José Marañón. La nueva vivienda era un anexo del Patronato de Enfermos, con entrada independiente por esa calle. El cambio de domicilio no se produjo por deseos de mejora sino porque el piso estaba asignado a la capellanía. Era holgado para una persona, y reducidísimo para una familia; pero tenía la ventaja de que comunicaba con el edificio principal. De modo que el capellán podía pasar a la iglesia sin tener que salir a la calle (1).
Es posible que doña Dolores viese con más frecuencia al hijo, aunque esto es mucho suponer, si se tienen en cuenta las crecientes actividades del sacerdote. Porque, además de las obligaciones inherentes a la capellanía, y las giras de asistencia benéfica por los barrios, visitando enfermos y necesitados, se le acumularon nuevas cargas. Aparte el deber de mantener dignamente a su madre y hermanos, como era de justicia, tenía que terminar los estudios del doctorado en Derecho, razón de su venida a Madrid. Otra persona con menos brío y optimismo que don Josemaría se hubiera descorazonado, al sentirse aprisionado en una red de compromisos, cada vez más tupida.
A la retribución por su cargo de capellán, insuficiente para satisfacer las necesidades de la familia, se sumaban los ingresos procedentes de la Academia Cicuéndez y los obtenidos con algunas clases particulares (2). En su conjunto, todo ello no sacaba a los Escrivá de la penuria, que venían arrastrando con hidalguía desde los años de Logroño. El sostenimiento del hogar, siempre problemático, incitó su imaginación, con el fin de remediar a los suyos (3). Más de un proyecto profesional le había pasado por la cabeza, en vuelo pasajero que pronto se desvanecía, absorbido por la exigente e ineludible misión de gestar la Obra.
Ante la presión divina y las inestables circunstancias familiares, la cuerda se rompía por lo más delgado, que eran los estudios de Derecho. En aquella situación, don Josemaría hizo lo que pudo, que, si no fue mucho, tampoco era culpa suya. El 15 de diciembre de 1929 elevó una instancia al Decano de Derecho para matricularse de "Historia de la literatura jurídica" y "Política social" en la convocatoria de enero de 1930 (4). Como siempre, sus deseos marchaban por delante de sus posibilidades. Solamente pudo presentarse a examen de "Historia de la literatura jurídica", y obtuvo un notable. En cuanto a la tesis doctoral, que constituía el trabajo de fondo del Doctorado, enseguida se ocupó de buscar tema apropiado de investigación, con el consejo de su antiguo profesor, Pou de Foxá, a quien escribió a Zaragoza el 7-III-1930:
Ya recibiría usted, hace días, una carta larga. Hoy le escribo para mandarle esas cuartillas, donde he copiado las papeletas de Dº Canónico, que tiene la Biblioteca Nacional en la Sección de Manuscritos, por si usted ve la manera de aprovechar alguno de esos manuscritos para mi tesis: Haciendo, p.e., como un comentario o crítica de la obra, con su prólogo, más, al final, bibliografía. Si comprende que no se puede aprovechar nada de esto -abusando, como siempre, de su afecto y de su bondad- le agradeceré me indique un asunto concreto y fuentes (5).
Concretó el tema de investigación doctoral. Eligió uno de historia del Derecho Canónico, que versaría sobre la ordenación de mestizos y cuarterones en la América española durante la época colonial (6). Dos años más tarde había recogido ya material suficiente como para informar de nuevo a Pou de Foxá:
Pensaba enviarle un montón de cuartillas, pero resulta que me es imposible escribir más.
Ya charlaremos, si, por fin, no puedo evadirme de mi viaje a la ciudad del Ebro […]. De no vernos, en junio le mandaré un kilo de papel: ármese de paciencia, para leer (7).
Como se ve, no le faltaba tesón y buena voluntad. Pero carecía de otros elementos, no menos imprescindibles, para rematar el trabajo:
No tengo dinero -escribe en sus Apuntes-. Como he de trabajar -a veces excesivamente- para sostener mi casa, no me queda ni tiempo, ni humor para los trabajos inmediatos de esos doctorados (8).
En esta frase tan breve, tan suavemente dicha, se concentran las cargas materiales que pesaban sobre don Josemaría, que, desprovisto de medios económicos, tenía que mantener a su familia con horas extra de trabajo en la Academia, sin olvidar sus interminables obligaciones como capellán. ¿Cómo dedicarse a la investigación y estudios de doctorado si no hemos mencionado aún su más gozosa y pesada carga?
El sacar la Obra adelante era una grave tarea. Por muchas horas que le dedicase don Josemaría, siempre serían pocas, pues estaba claro que la fundación requeriría mucha oración, mucho sacrificio y mucho apostolado. Don Josemaría trataba por todos los medios de ensanchar el campo de su apostolado. Pedía a las Damas, y a las señoras que cooperaban en el Patronato, nombres y direcciones de jóvenes parientes o conocidos. Les solicitaba, insistentemente, que rezasen por sus intenciones espirituales. De manera que en sus idas y venidas, en su febril actividad apostólica, el capellán estaba proclamando, si no a voces con hechos, la novedad de la Obra. Y siempre le quedó la duda de si las Damas, en medio del trajín del capellán, sospecharían la existencia de un propósito desconocido.
Pero, ¿no os dabais cuenta -les preguntaba muchos años más tarde don Josemaría-, cuando yo estaba en el Patronato, cuando iba con aquellos muchachos jóvenes, de que algo había…? (9).
Con ingenuidad, y desorientada en el laberinto de los tiempos, confiesa Josefina Santos:
"No me había dado cuenta de nada".
El apostolado que venía haciendo don Josemaría, en la Academia, en la residencia Larra, y en el Patronato, con jóvenes y sacerdotes, pronto tuvo ocasión de extenderse. En 1930 comenzó, entre menestrales y artesanos, una labor semejante a la que llevaba a cabo con los estudiantes. Tal vez esa actividad tuvo sus principios en una misión para gentes de variadas profesiones, organizada por el Patronato, en la que se encargó al capellán de dar una plática y confesar al día siguiente. Era la primera vez que predicaba oficialmente en Madrid ante un público de trabajadores. El acto se celebró en la Capilla del Obispo, pared por medio con la iglesia de San Andrés. Don Josemaría sintió la emoción de aquella hora, y se dirigió a los fieles con la palabra desnuda, como le salía de dentro, libre de adornos retóricos y gestos ampulosos de la oratoria tradicional. Y, para dominar su nerviosismo y no tener las manos muertas, se agarró fuertemente a la barandilla del presbiterio; de cara a la concurrencia, les habló con auténtico ardor. Era el 13 de junio de 1930.
Presencié cómo, en la Capilla del Obispo -se refiere a sí mismo-, un joven abogado hablaba de religión a unos cientos de obreros. Cayó muy bien. Tuve gran alegría. Eso será (aunque no en lugar sagrado) y algo más… (10).
Dedicó tiempo a la formación personal de esa gente. Iba a confesarles a sus centros de reunión. Les trataba allí donde se encontraba con ellos (11). De modo que enseguida se hizo con un grupo de obreros que le seguían: -Hasta ahora hay también, en la Obra, algunos pequeños empleados y artesanos, anota en diciembre de 1930 (12). La llamada universal a la santidad era para gentes de todas las profesiones: -Los socios de profesiones mecánicas y los socios obreros -continúa la nota- han de comprender bien la hermosura de su oficio, delante de Dios. Y cuando más adelante se adhirió al grupo un pintor, observa: su vocación es para la oración y el arte (13).
* * *
Comenzaba a germinar históricamente la Obra, que, en sus primeros meses, llevaba una vida de gestación, nonnata, pero activísima (14). Y, con el pudor de una madre en el primer embarazo, escribe el Fundador: -La Obra crecía para dentro, nonnata, en gestación: sólo había apostolado personal (15). Sin ejemplos que seguir, ni sistemas que copiar, comprobó que, poco a poco, surgían de sus experiencias personales los rasgos que delineaban una nueva espiritualidad. Por inspiración divina, las ideas y los esquemas de lo que sería la organización interna de la Obra se traducían en notas y más notas, que el Fundador incorporaba luego a sus Apuntes. Y, al releer lo que llevaba ya escrito en junio de 1930, se maravillaba ante tal grandeza:
Y sigo discurriendo sobre lo escrito para convencerme en seguida de que se necesita una imaginación de novelista loco de atar o una fiebre de cuarenta grados, para, con la razón humana, llegar a pensar en una Obra así, que, de no ser de Dios, sería el plan de un borracho de soberbia (16).
Sin embargo, la Obra no había sido aún jurídicamente bautizada. De momento, a los ojos del Fundador, poco hacía al caso que aquella actividad no tuviera ni siquiera nombre propio. Se conocía genéricamente por "la Obra", como podía haberse llamado "la labor" o "la misión". Algo que indicara una tarea, una dedicación, un proyecto de trabajo apostólico, algo que evocase la idea de una oración que de la tierra se elevaba a Dios para alabanza de su nombre. Lo importante para don Josemaría era que estaba poniendo en práctica el mensaje central de la Obra, que ya acudían a su lado, o más bien salía él al encuentro, de gentes de toda condición y oficio, para anunciarles gradualmente la buena nueva. No importaba que se tratase de un puñado de almas, porque de ese pequeño grupo crecería con el tiempo una empresa vigorosa y universal. En aquella semilla se contenía el árbol del futuro.
No es de extrañar su silencio, conociendo la repugnancia de don Josemaría a todo lo que significara ostentación, de acuerdo con su ocultarse y desaparecer. Él mismo nos lo explica:
Yo no puse a la Obra ningún nombre. Hubiera deseado, de ser posible -no lo era-, que no hubiera tenido nombre, ni personalidad jurídica […]. Mientras, llamábamos a nuestra labor sencillamente así: "La Obra" (17).
Esta expresión genérica satisfacía la humildad del Fundador, que esperaba que el Señor, a su debido tiempo, le daría nombre apropiado. En cualquier caso, su idea acerca del nombre era que tenía que responder a dos características particulares. En primer lugar, que no hiciera referencia alguna a su persona, que no fuese vinculado al "Escrivá". Y, luego, que no admitiese apelativos derivados para sus miembros, que eran y deberían ser siempre fieles cristianos corrientes. La solución, pues, sería hallar un nombre abstracto (18). Sin nombre específico estuvo la Obra durante largo tiempo.
Aunque don Josemaría había explayado su conciencia anteriormente con algunos confesores, andaba por entonces sin director espiritual (19). No tenía, por tanto -nos dice-, a quien abrir el alma y comunicar en el fuero de la conciencia aquello que Jesús me había pedido (20). Así las cosas, oyendo comentar en el Patronato que el padre Sánchez atendía muy bien a sus penitentes, una mañana de primeros de julio de 1930 se fue a la residencia de la calle de la Flor a pedir al jesuita que se encargase de su dirección espiritual:
Entonces, despacio, comuniqué la Obra y mi alma. Los dos vimos en todo la mano de Dios. Quedamos en que yo le llevara unas cuartillas -un paquete de octavillas, era-, en las que tenía anotados los detalles de toda la labor. Se las llevé. El P. Sánchez se fue a Chamartín un par de semanas. Al volver, me dijo que la obra era de Dios y que no tenía inconveniente en ser mi confesor. El paquete de octavillas lo quemé hace unos años. Lo siento (21).
A partir de ese momento, finales de julio de 1930, don Josemaría se entrevistó periódicamente con su nuevo director espiritual para tratar, no los temas de la fundación, sino lo concerniente a su alma…
Pero volvamos al nombre de nuestra Obra -rememora el Fundador-. Un día fui a charlar con el P. Sánchez, en un locutorio de la residencia de la Flor. Le hablé de mis cosas personales (sólo le hablaba de la Obra en cuanto tenía relación con mi alma), y el buen padre Sánchez al final me preguntó: "¿cómo va esa Obra de Dios?" Ya en la calle, comencé a pensar: "Obra de Dios. ¡Opus Dei! Opus, operatio…, trabajo de Dios. ¡Este es el nombre que buscaba!" Y en lo sucesivo se llamó siempre Opus Dei (22).
Ese nombre se ajustaba admirablemente a la Obra, uno de cuyos rasgos esenciales es la santificación del trabajo. Compendiaba dicho nombre la Teología de la santificación del trabajo, con todas las consideraciones que de ahí se derivan: dignidad de la vocación del cristiano que vive y trabaja en el mundo, posibilidad de un encuentro personal con Cristo en nuestra tarea diaria; el trabajo, como instrumento de apostolado y corredención; el esfuerzo y actividades humanas hechas oración y sacrificio que la humanidad ofrece al Creador: Deo omnis gloria; la divinización del trabajo, en fin, que transforma a los hijos de Dios en almas contemplativas.
Había dado con el nombre preciso, que tenía la ventaja, dentro de su significado, de ser un nombre abstracto, para que no se pudiera sacar un apelativo común para los socios de la Obra (23). No atinaba antes con tal nombre, a pesar de que, en realidad, lo venía usando de mucho atrás. Pero, ¿no estaba acaso repitiendo el padre Sánchez lo que leyó en las cuartillas que don Josemaría le entregó en julio?
Así fue, porque en una de las notas acerca de la fundación -probablemente de finales de marzo; pero, de todos modos, anterior a junio de 1930- se lee: no se trata de una obra mía, sino de la Obra de Dios (24).
El relato citado sobre la pregunta de su confesor está escrito en 1948, cuando don Josemaría trató de rehacer fuentes históricas perdidas (perdidas porque les prendió fuego). Es evidente que en tal ocasión no consultó los Apuntes que se salvaron, es decir, los posteriores a marzo de 1930. Porque, de haberlo hecho, se encontraría con una anotación suya fechada el 9-XII-1930, en la que se lee:
La Obra de Dios: hoy me preguntaba yo, ¿por qué la llamamos así? Y voy a contestarme por escrito […]. Y el padre Sánchez, en su conversación, refiriéndose a la familia nonnata de la Obra, la llamó "la Obra de Dios".
Entonces -y sólo entonces- me di cuenta de que, en las cuartillas nombradas, se la denominaba así. Y ese nombre (¡¡La Obra de Dios!!), que parece un atrevimiento, una audacia, casi una inconveniencia, quiso el Señor que se escribiera la primera vez, sin que yo supiera lo que escribía; y quiso el Señor ponerlo en labios del buen padre Sánchez, para que no cupiera duda de que Él manda que su Obra se nombre así: La Obra de Dios (25).
El nombre le venía ofrecido, no por su confesor sino por Dios a través de su confesor. De hecho, como dice claramente en esta anotación, había sido estampado con anterioridad a las fechas en que por vez primera mostró sus apuntes al padre Sánchez. El Fundador había escrito el nombre de la Obra sobre el papel, sin percatarse en todo su alcance de lo que estaba escribiendo.
Está claro que, aunque algunas veces usase ese nombre para referirse a su empresa apostólica, en realidad el nombre Obra de Dios -Opus Dei- no estaba acuñado como tal. En su significado más hondo era una denominación atrevida y ambiciosa, por cuanto delataba que no era creación de hombres. Don Josemaría no lo utilizó, ya que en su boca, de acuerdo con su ocultarse y desaparecer, la expresión resultaría presuntuosa. Tal vez esperase una señal externa, que vino cuando el Señor lo refrendó por medio del padre Sánchez. Un dato más para tener presente que la Obra era cosa de Dios y no invención suya. El Fundador de la Obra se veía como un instrumento que Dios humillaba de cuando en cuando, para que no olvidase que las ideas le venían inspiradas de lo alto y no eran exclusivamente de su propia cosecha (26).
El nombre Opus Dei unía a la esencia de la Obra -la santificación del trabajo- el origen divino de su institución.
* * *
Debió de ser hacia finales de 1930 cuando don Josemaría notó que Dios le pedía una mayor dedicación a la tarea fundacional. Para ello era preciso sacar tiempo libre de un día totalmente lleno de trabajo. Las obligaciones de la capellanía, junto con las visitas a los enfermos del Patronato, eran el capítulo que más tiempo le consumía. Si dejaba el Patronato de Enfermos sacaría muchas horas libres, pero se le presentarían otros problemas. Se vería obligado también a dejar la casa de la capellanía y a tener que aumentar la fuente de sus ingresos. Pero no era eso lo peor de todo, sino las dificultades que las disposiciones vigentes creaban a los sacerdotes extradiocesanos y el rigor de las normas con que se les administraban las licencias ministeriales. De acuerdo con lo establecido por las autoridades eclesiásticas, se hacía prácticamente imposible la residencia en Madrid de quienes no tuvieran un motivo eclesiástico justificado. Don Josemaría recordaba la historia de Antonio Pensado, compañero de la residencia de Larra, que tuvo que abandonar Madrid.
En las Navidades de 1930 andaba, pues, buscando el modo de obtener un encargo pastoral compatible con su misión divina. Por intermedio de una Dama de Palacio, que colaboraba en el Patronato, fue presentado a unos funcionarios de la Casa Real (27). Estos le prepararon una entrevista con el Secretario del Patriarca de las Indias, don Pedro Poveda (28).
Era el 4 de febrero de 1931 cuando el capellán fue a visitar a don Pedro, hombre entrado en años y de maneras bondadosas. Le expuso don Josemaría con mucha brevedad sus deseos. Prometió el otro apoyarle para obtener un nombramiento de Capellán de Honor de Su Majestad.
- ¿De qué se trata?, preguntó el solicitante.
Don Pedro le explicó que se trataba de un título honorario, sin encargo pastoral de ningún género, con ciertos privilegios en cuanto a la vestimenta y…
- Pero con ese nombramiento -interrumpió el capellán-, ¿puedo resolver el problema de mi incardinación en Madrid?
No. Era un nombramiento puramente honorario y sin derecho alguno a incardinarse en la capital, de modo que no resolvía su caso ni le sacaba de apuros.
- Entonces no me interesa nada (29), replicó.
El asombro de don Pedro fue mayúsculo al ver que aquel joven sacerdote rechazaba cargo tan prestigioso y ambicionado por otros clérigos, por la simple razón de que quería incardinarse en Madrid para servicio de las almas. Para ese servicio espiritual -pensaba por su parte don Josemaría- no necesitaba de gajes ni de títulos. Tampoco de dinero. Y si Dios se había encargado visiblemente de despojarle de medios materiales, ¿no se encargaría de correr con los gastos del apostolado?
Tras la rechazada oferta del Secretario del Patriarca de las Indias, don Josemaría inició a las pocas semanas otra gestión oficial. Unas señoras, que también colaboraban en el Patronato de Enfermos, le presentaron al Subsecretario del Ministerio de Gracia y Justicia, de cuyo departamento dependían los asuntos eclesiásticos (30). El dignatario en cuestión, Sr. Martínez de Velasco, tenía un puesto que le venía como anillo al dedo. Se ajustaba perfectamente a los deseos del capellán. Prometió avisar en breve a don Josemaría. Era entonces el 10 de abril de 1931. No tuvieron tiempo de fijar la fecha de la entrevista, porque cuatro días más tarde se proclamaba la República en España.
De este fallido intento dejó escrito en sus Apuntes: Dios no lo quiso. Yo estoy tan fresco. ¡Bendito sea! (31).
Estos Apuntes íntimos, a que se viene haciendo referencia, son escritos de carácter reservado que el Fundador, por deseo expreso, no quiso que se leyeran antes de su muerte (32). Venían de tiempo atrás, y entre ellos se contaban las notas sueltas que Josemaría llevó consigo para leer y meditar durante el retiro de octubre de 1928. Pero, como ya se ha dicho, ni el primer cuaderno de notas ni las cuartillas primitivas han llegado a nosotros, pues fueron destruidas por su autor. Lo que conservamos de los Apuntes da comienzo en el segundo cuaderno, en marzo de 1930.
Las anotaciones solían ser breves, sobre temas sueltos que, en un principio, escribió para su aprovechamiento espiritual y para considerarlas en la oración. Las denominaba Catalinas porque eran, como fue la Santa de Siena en su tiempo, un medio de mantener y avivar la inquietud de espíritu que antaño suscitaran en su alma las gracias extraordinarias, que venía recibiendo desde su primera llamada en Logroño (33). Como nos dice él mismo:
Son notas ingenuas -catalinas las llamaba, por devoción a la Santa de Siena-, que escribí durante mucho tiempo de rodillas y que me servían de recuerdo y de despertador. Creo que, ordinariamente, mientras escribía con sencillez pueril, hacía oración (34).
Los Apuntes, todos ellos manuscritos, llenan ocho cuadernos, sin contar catorce apéndices de hojas sueltas. No están íntegros, y en más de una ocasión estuvieron a punto de perecer. Quemé -confiesa su autor- uno de los cuadernos de apuntes míos personales -hace años-, y los hubiera quemado todos, si alguien con autoridad y luego mi propia conciencia no me lo vedaran (35).
Desde que tuvo como director espiritual al padre Sánchez, don Josemaría utilizaba los Apuntes también con el propósito de manifestarle con mayor claridad las disposiciones de su alma. En el cuaderno III, anotado a finales de febrero de 1931, se lee:
Cuando escribo estas Catalinas (así llamo siempre a estas notas), lo hago por sentirme impulsado a conservar, no sólo las inspiraciones de Dios -creo firmísimamente que son divinas inspiraciones- sino cosas de la vida que han servido y pueden servir para mi aprovechamiento espiritual y para que mi padre confesor me conozca mejor. Si no fuera así, mil veces habría roto y quemado cuartillas y cuadernos, por amor propio (hijo de mi soberbia) (36).
Por entonces ya tenía el Fundador un reducido grupo de seguidores, entre ellos algunos estudiantes, a los que iba dando a conocer el espíritu de la Obra a través del comentario que les hacía de algunas de sus anotaciones. Pedro Rocamora, aquel estudiante que le ayudaba a misa en el Patronato de Enfermos, recuerda cómo algunos domingos, al atardecer, se reunía con varios jóvenes y les leía alguna página de un cuaderno con tapas de hule, o les comentaba tan sólo dos o tres breves pensamientos (37). De suerte que, al conservar entre aquellas notas inspiraciones divinas y pensamientos sobre su estado de alma, se veía expuesto a la posible indiscreción de quienes leían algunas páginas del cuaderno. Esto le determinó a separar, finalmente, lo que había de tratar con su confesor de las materias referentes a la Obra y a sus apostolados, según escribió el 10 de mayo de 1932:
Voy perdiendo la libertad para anotar mis cosas en estas catalinas, porque, como no se ha hecho aparte una recopilación de lo referente a la O. de D., si he de dar a conocer la O. me expongo a que se enteren de lo demás. Por eso, con la ayuda de Dios, trataré este verano de hacer ese trabajo, separando lo mío personal, que anoto para mi director y para mí (38).
Más de una vez consideró seriamente el pegar fuego a todos sus Apuntes íntimos; cosa que el confesor le tenía prohibido. Él mismo se daba cuenta de que el consignar esos hechos era un modo de vivir la humildad y la sencillez, aunque le costase lo que Dios bien sabía.
Hay ocasiones, bastantes -se dice a sí mismo-, en que me fastidia haber escrito o escribir las Catalinas. Las pegaría fuego, si no se me hubiera prohibido. Debo seguir: es camino de sencillez. Ya procuro despersonalizar todo lo posible (39).
Siguiendo el camino de la sencillez veíase obligado, por fuerza de las circunstancias, a dejar expuesto ante el mismo interesado, el padre Sánchez, las descortesías que, de vez en cuando, le venían de su confesor.
- He escrito esto con detalles -observa en una de sus catalinas, a raíz de un menosprecio recibido de su confesor-, porque, seguramente, el P. Sánchez lo ha de leer y verá que estas pequeñeces -que se presentan con relativa frecuencia- me escuecen: por eso, creo que me vienen muy bien (40).
Pero, si silencia datos de interés en su vida interior, ¿a dónde iría a parar? -Ya las Catalinas no tienen intimidad. ¡Dejo de anotar tantas cosas!, se quejará en una ocasión (41).
Considerados con objetividad, sin inútiles lamentaciones por las pérdidas, hay que agradecer el que, a pesar de todo, sus apuntes sean abundantemente generosos y espontáneos. Espontáneos aun en los momentos en que el autor usa de cautelas, como en la catalina del 3-XII-1931, en que escribe:
Esta mañana volví sobre mis pasos, hecho un chiquitín, para saludar a la Señora, en su imagen de la calle de Atocha, en lo alto de la casa que allí tiene la Congregación de S. Felipe. Me había olvidado de saludarla: ¿qué niño pierde la ocasión de decir a su Madre que la quiere? Señora, que nunca sea yo un ex-niño.
Ya no contaré detalles de estos, no vaya a ser que, por ponerlos a ventilar, pierda esas gracias (42).
Es a la hora de describir posibles estados de contemplación mística, u otros estupendos hechos sobrenaturales, cuando el autor de los Apuntes recurre al silencio, a la despersonalización, o bien, deja las cosas a medio narrar: - renové mi propósito de no apuntar nada de oración -nos dice en una catalina-, a no ser que me lo manden o me vea coaccionado. Si anoto algo, porque podrá aprovecharme o aprovechar, ha de ser quitándole lo personal (43).
El resultado final es que, con tales precauciones, deja al lector a media luz, en cuanto a los fenómenos y experiencias sobrenaturales. Sirva de ejemplo la catalina del día siguiente a aquél en que hizo el propósito de no referir detalles de su oración: - 12-XII-931: Hoy me ha abierto Jesús el sentido, durante el rezo del Oficio divino, como pocas veces. En momentos, fue una borrachera (44). Y con esto da por despachado el asunto.
El recurso de despersonalizar, que es el que adopta preferentemente en sus catalinas, equivale a presentar los hechos secos y pelados, sin jugo ni médula, o tal vez esfumados de palabra y descripción, o en tercera y lejana persona. Y así, anota el 10-IV-1932: - Ayer, en lugar donde se hablaba y se hacía música, me dio oración con un consuelo inexplicable. Cuenta luego que está preparando para la primera Comunión a las niñas del Colegio de Santa Isabel, para terminar el apunte, sin explicación intermedia, con estas palabras: - A renglón seguido de la borrachera de Amor: ¡mis habituales tonterías! (45).
Por fuerza se preguntará el lector en qué consistía la borrachera de Amor o cuáles eran sus habituales tonterías. Pero el autor de las Catalinas no da más explicaciones.
Hay también ocasiones en que, excepcionalmente, levanta la veda a la "despersonalización", para expresar lo que siente, como cuando escribe:
- No quiero dejar de anotarlo, aunque ya he despersonalizado las Catalinas, desde hace tiempo: muchas veces, cansado de la lucha un poco (El me perdona), envidio al enfermo sarnoso, abandonado de todos en un hospital: estoy seguro de que se gana el cielo muy cómodamente (46).
¿Puede darse el lector por satisfecho con esta truncada descripción? Es justo, sin embargo, que, antes de responder, recordemos de nuevo lo dicho en un principio: que, para su autor, la finalidad de los Apuntes íntimos es hacer descargo de conciencia y recogida de gracias y sucesos para llevarlos a la meditación. Con tales premisas, nosotros -los lectores- somos intrusos que entran furtivamente a atisbar en lo secreto de un alma. No debe sorprendernos, por lo tanto, que se resguarde en un caparazón de discreciones y silencios. Aunque en otras ocasiones, conviene decirlo, el autor no intenta despersonalizar sucesos. Ocurre, simplemente, que su pluma discurre por distinto camino que la curiosidad o entendimiento de quien lee la catalina. Así, por ejemplo, anota a finales de febrero de 1932:
El sábado último me fui al Retiro, de doce y media a una y media (es la primera vez, desde que estoy en Madrid, que me permito ese lujo) y traté de leer un periódico. La oración venía con tal ímpetu que, contra mi voluntad, tenía que dejar la lectura: y entonces ¡cuántos actos de Amor y abandono puso Jesús en mi corazón y en mis labios! (47).
¿Entiende con ello el lector que don Josemaría no se permitía el lujo de pasear por un parque público?; ¿pretende acaso declarar el sacerdote cómo se sentía arrebatado en oración? Concretamente, en este caso se refería a algo más sencillo: que intentaba leer un periódico y no lo conseguía. Basta comprobar que en la última línea de la anterior catalina, deja pendiente de anotar esas oleadas de oración que le sobrevenían al ponerse a leer la prensa: Quiero anotar, porque es algo raro, que Jesús suele darme oración cuando leo la prensa (48).
(Obsérvese también que, preocupado con recoger la anécdota de la lectura del periódico, se olvida del propósito anterior de no hacer apuntamientos, y menos aún descriptivos, sobre fenómenos de oración).
En general, todas las catalinas que, verosímilmente, se refieren a hechos sobrenaturales extraordinarios requieren, para su buen entendimiento, un sobreañadido de la misma especie. Esto es, una elevación espiritual que, al igual que el alza en las armas de fuego, compense en cierto modo la evidente "despersonalización" llevada a cabo por el autor. Así, por ejemplo, cuando habla de lágrimas hay que entender, probablemente, don de lágrimas; y en muchas ocasiones en que habla de oración tenemos que pensar, de acuerdo con el texto, en alta oración contemplativa. Y si, con frecuencia, se declara lleno de miserias y pecados es porque así se veía a la luz de esas gracias divinas que Dios, por su misericordia, suele otorgar a los santos. Conocimiento propio que les lleva a la persuasión de que son grandes pecadores.
Tampoco faltan momentos en que, arrastrado por la sencillez, se compromete a sí mismo, como cuando anuncia: Uno de estos días trataré de escribir catalinas con recuerdos de mi vida, en la que se ven verdaderos milagros (49). (Por supuesto que jamás se le ocurrió dar cumplimiento a esta impensada promesa).
* * *
Los fines de estas catalinas, resume el Fundador en una de ellas, son la Obra y mi alma (50). A la Obra conciernen las luces fundacionales sobre su esencia sobrenatural, las notas de su espíritu, los principios de su gobierno y organización. Las inspiraciones recibidas por el Fundador sobre el conjunto de la Obra eran como ideas madres, de las que deducía los modos, medios y casos prácticos. De carácter general es, por ejemplo, la catalina del 7-X-1931, escrita exactamente un mes después de haber confirmado el Señor con una locución la universalidad y perennidad de la Obra:
Entiendo que las características de la O. de D. serán: unidad, universalidad, orden y organización (51).
De esas líneas generales pasaba luego el Fundador a la praxis, al detalle, a la realización práctica. Tales sugerencias o iniciativas apostólicas unas veces se llevaban a cabo, sin más, en el momento oportuno; otras, se retocaban o corregían, según lo estimase el Fundador. Así, por ejemplo, se dice en una catalina de 1931:
[…] convendrá que los socios lean a diario, cada uno privadamente, un capítulo del Nuevo Testamento (todos el mismo, cada día) (52).
(Quedó como norma diaria de piedad la lectura del N.T., pero no en cuanto a la uniformidad y longitud de los textos).
Muy excepcionalmente era el mismo Señor quien descendía a fijar, expresamente, los detalles, como se nos dice en una catalina de diciembre de 1931:
Cuando nos reunamos, para hablar ex profeso de la Obra, antes de comenzar la charla, diremos: In nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti. Amen. - Sancta Maria sedes sapientiae. - Ora pro nobis. - Así me lo ha pedido Jesús esta mañana en la Basílica de Atocha (53).
Si no propiamente fundacionales, sí hay en los Apuntes íntimos un gran número de sugerencias de todo tipo, referentes a la vida de piedad, al vestido, a los actos litúrgicos y al apostolado (54).
La entraña de novedad que llevaba consigo la Obra, en la teología ascética y pastoral, queda también reflejada en el léxico empleado por el Fundador. La terminología, esto es, el constante batallar con las palabras en defensa de un recto entendimiento de lo que quería expresar, constituyó para él una dura empresa. Porque el autor de las Catalinas pretendía comunicar algo esencial a la naturaleza del mensaje recibido (la santificación en medio del mundo); mientras que las expresiones del lenguaje ascético usual no se ajustaban a esa idea, desvirtuando con su significado tradicional lo que el Fundador trataba de decir. Ese esfuerzo continuado que se percibe en los Apuntes para lograr mayor claridad de expresión se refiere, en muchas ocasiones, a la organización de la Obra y de sus miembros. Se habla entonces, por ejemplo, de grados y de socios, para distinguir la naturaleza y espíritu laical de la Obra del que es propio de los religiosos. O bien, se compara el Opus Dei a una Orden militar en medio del mundo, denominando en un principio a sus miembros: Caballeros Blancos o Damas Blancas, nombres cuyo uso pronto abandonó.
A veces este afán por dar con el vocablo exacto estaba condenado al fracaso, puesto que no existían en el léxico corriente palabras que expresasen una entrega radical del cristiano al servicio del Señor, sin cambio de situación social, familiar y profesional. Querría encontrar una palabra castellana, distinta de "vocación", que viniera a encerrar un significado semejante. ¿Habrá que denominarlo llamamiento?, se pregunta en una catalina (55).
De ahí que en estos detalles terminológicos, y en otros muchos aspectos de la fundación histórica, exista un claro margen entre lo que pertenece a la esencia de la Obra, lo que el Fundador recibió por iluminación divina el 2 de octubre de 1928, y el posterior tanteo humano para su ejecución práctica. El autor de los Apuntes íntimos reconoce por anticipado, ya en marzo de 1930, es decir, desde las primeras páginas de las Catalinas, que todas las notas escritas en estas cuartillas son un germen que se parecerá al ser completo, quizá, lo mismo que un huevo al arrogante pollo que saldrá de su cáscara (56).
* * *
Conciernen al alma del Fundador el resto de las notas, que versan sobre su vida interior, estados de conciencia, y circunstancias externas en que se desenvuelve su apostolado y ministerio.
La base de su conocimiento propio, la humildad del Fundador, parte de un axioma:
Puras matemáticas: José María = Borrico sarnoso (57).
Definición que se encuentra a menudo en las Catalinas y que utilizaba con las siglas b.s., en las notas a su director espiritual. En una catalina del 9 de octubre de 1931 nos describe la oración de aquel día sobre este tema:
Hoy, en mi oración, me confirmé en el propósito de hacerme Santo. Sé que lo lograré: no porque esté seguro de mí, Jesús, sino porque… estoy seguro de Ti. Luego, consideré que soy un borrico sarnoso. Y pedí -pido- al Señor que cure la sarna de mis miserias con la suave pomada de su Amor: que el Amor sea un cauterio que queme todas las costras y limpie toda la roña de mi alma: que vomite el montón de basura, que hay dentro de mí. Después he decidido ser borrico, pero no sarnoso. Soy tu borrico, Jesús, que ya no tiene sarna. Lo digo así, para que me limpies, pues no vas a dejarme mentir… Y de tu borrico, Niño-Dios, haz cuanto quieras: como los niños traviesos de la tierra, tírame de las orejas, zurra fuerte a este borricote, hazle correr para tu gusto… Quiero ser tu borrico, paciente, trabajador, fiel… Que tu borrico, Jesús, domine su pobre sensualidad de asno, que no responda con coces al aguijón, que lleve con gusto la carga, que su pensamiento y su rebuzno y su obra estén impregnados de tu Amor, ¡todo por Amor! (58).
Con la misma franqueza con que desahoga su alma nos descubre, alguna que otra vez, esa capa de sentimientos dormidos que tanto nos dicen sobre el fondo de una persona. Cuando, por ejemplo, escribe: la muerte -Doña Pelada- será para ti una buena amiga (59 ) no está haciendo una broma tétrica de mal gusto. Está, por el contrario, dando rienda suelta a una risueña familiaridad con el acabamiento de esta vida. Y, en contraste con esta vena filosófica de buen humor, aparece el dramático ritmo de su vida interior, densa y apasionada:
¡Señor! Dame la virtud del orden. (Creo que es virtud y fundamental, por eso la pido.)
¡¡Señor!! Dame ser tan tuyo que no entren en mi corazón ni los afectos más santos, sino a través de tu Corazón llagado.
¡¡¡Señor!!! ¡Señor! Dame que aprenda a callar (porque de callar no me he arrepentido nunca, de hablar muchas veces).
¡¡Señor!! Dame que, a sabiendas, no te ofenda nunca ni venialmente.
¡Señor! Dame cada día más amor a la santa pureza, cada día más celo por las almas, cada día más conformidad con tu Voluntad benditísima (60).
A los Apuntes llegan también el eco y las estridencias de los sucesos cotidianos de aquellos tiempos, juntamente con los asuntos familiares del hogar de doña Dolores. Las Catalinas son, verdaderamente, una red barredera. Por sus páginas discurren, entremezcladas, explosiones impetuosas de amor divino y declaraciones candorosas, como una catalina de marzo de 1934:
Una noticia fresca: me he cortado el pelo al rape.
¡Cómo me humilla estar tan gordo! (61).
Expresado de este modo, con sencilla neutralidad, poco nos dice su corte de pelo. Sin embargo, le supuso una gran mortificación, que iba subrayada por un inicio de gordura, a pesar de sus grandes ayunos y penitencias corporales.
Propiamente, los Apuntes íntimos no constituyen un diario, ni por el contenido de sus páginas ni por la discontinuidad de las anotaciones, que abarcan, esencialmente, el periodo 1930-1940. Esto dicho, representan un auténtico e inagotable manantial autobiográfico. En su conjunto son páginas de gran riqueza espiritual, que rezuman por todas partes gracias divinas. En ellas se muestra su autor al desnudo, transparente, con ingenuidades de niño, medio oculto al amparo de la reserva con que van escritas las notas. Unas veces en voz baja, como disculpándose, nos relata detalles minúsculos y deliciosos, que acaso pudieran pasar inadvertidos, pero que revelan un magnífico fondo de virtudes y grandeza de espíritu. En otras ocasiones se escapan de allí quejas y júbilo, o gritos de dolor y de entusiasmo. Es el alma del Fundador que frecuentemente se desahoga en las anotaciones:
Considero -nos confiesa su autor- que estas catalinas resultan… un ciempiés: cosas maravillosas, que son de Dios, y puerilidades y aleluyas de monja simple o de frailito bobo, que son expansiones de mi pobre alma pequeña (62).
De esta variedad en la composición resulta, por eso mismo, una incitante y sabrosísima lectura. Y es que, por encima de todo, existe un invisible aglutinante autobiográfico. El estilo del autor infunde vida y gracia a las catalinas, cualquiera que sea el tema que traten, dándonos la inmediata evidencia de un corazón fogoso y enamorado. Véase, por ejemplo, su enojo por el descuido en la liturgia, y en los objetos y lugares sagrados:
Da pena ver cómo preparan los altares y presbiterios, para la celebración de las fiestas. Hoy, en un colegio rico, estaba el retablo lleno de floripondios ridículos, colocados sobre unas graderías de tabla de cajón a medio pintar. El Sagrario habitualmente está de tal modo dispuesto, que es preciso siempre al sacerdote, aunque sea de buena estatura, subirse a un banquillo para abrir, cerrar y tomar al Señor. Las sacras, en equilibrio inestable… Y los sacerdotes, en equilibrio inestable también, porque han de hacer verdaderas piruetas de charleston para no dar con la cabeza en una lámpara de latón dorado feísima, que pende muy baja sobre el presbiterio, o para no dar de narices en el suelo, tropezando con los pliegues y repliegues de la alfombra, adaptada a las gradas del altar, probablemente al ser desechada por vieja del salón de alguna de esas beatas, más pintadas que un loro, que vienen ya de mañana hechas un cuadro a recibir en su sepulcro, blanqueado y con churretes de carmín, al Señor de la sencillez, Jesús. ¡Los cánticos!… son tales que se puede hablar de haber asistido a una misa, no cantada,… ¡bailable!
Y menos mal, si, detrás del retablo, además de una escalera de mala madera sin pintar, por donde a diario pasa Cristo en manos del sacerdote para quedar en Exposición, menos mal si no hay también un montón de cachivaches llenos de polvo, que hacen del lugar santo la trastera del rastro madrileño. Todo esto lo he visto (63).
El estilo mucho tiene de Teresa de Jesús, por lo familiar, por la espontánea sencillez, por la soltura de expresión. Sin embargo, entre la Vida de la santa y los Apuntes íntimos media un rasgo insalvable. A pesar de la desenvoltura estilística de las Catalinas, llegado el momento de describir experiencias místicas personales, don Josemaría se escabulle. Ese comportamiento, esa fidelidad al lema ocultarse y desaparecer, es el sello que el Fundador, por voluntad divina, dejó impreso en la Obra como característica de predilección:
- Otros institutos tienen -dice una catalina-, como una bendita prueba de la predilección divina, el desprecio, la persecución, etc. La Obra de Dios tendrá esto: pasar oculta (64).
El 14 de marzo de 1931 anotaba don Josemaría este pensamiento: ¡Qué poco es una vida, para ofrecerla a Dios!… ¡Y si esa vida es de borrico…, ¡y de borrico sarnoso!! […]. A pesar de todo, espero grandes cosas, dentro de este año de 1931 (65).
Un mes más tarde, el 14 de abril, se proclamaba la segunda República en España. Suceso de gran resonancia histórica; ruidoso, más que grande. Y, por supuesto, no una de las grandes cosas que esperaba. Las grandes cosas perduran en el presente divino, mientras que el advenimiento de nuevos regímenes y revoluciones pasa pronto a constituir un eslabón muerto en la cadena de sucesos pretéritos.
Como consecuencia del resultado de las elecciones municipales celebradas el 12 de abril, el rey Alfonso XIII abandonó el trono y se exiló voluntariamente para evitar derramamiento de sangre. En medio de manifestaciones y bullanga callejera se constituyó un gobierno provisional, por amalgama de los partidos republicanos. El vacío dejado por el antiguo régimen lo llenaría una ola enardecida de fervores populares. La casi totalidad de los políticos alzados al poder eran enemigos declarados de la Iglesia, que pretendieron, apresuradamente, crear un Estado laicista (66). De las elecciones generales del 28 de junio de 1931, en las que, en son de protesta, se abstuvieron de participar muchos católicos, salieron las Cortes Constituyentes que habían de elaborar la nueva Constitución. La mayoría de sus diputados eran socialistas, masones y radicales; sus sentimientos e ideologías, agresivamente anticatólicos (67).
Se produjeron entretanto acontecimientos lamentables. El 11 de mayo ardían por todo Madrid conventos, iglesias y colegios de segunda enseñanza llevados por religiosos, con la pasiva complicidad de las autoridades y de la policía (68). La primera iglesia en arder fue la casa profesa de los jesuitas, en la calle de la Flor. En vista de la actitud tolerante con los incendiarios adoptada por el gobierno en la capital de la nación, las capitales de provincia no quisieron ser menos. El vandalismo incendiario se propagó inmediatamente a otras muchas ciudades: Sevilla, Málaga, Valencia, Murcia, Alicante, Cádiz… (69). Durante tres días, del 11 al 13 de mayo, ardieron 107 edificios religiosos, casi todos iglesias y conventos.
En los calores del verano debatieron las Cortes, sin pérdida de tiempo, un proyecto de Constitución que era fruto de un laicismo rabioso. Proyecto democráticamente incomprensible en un país de aplastante mayoría católica, pero en el que existía falta de formación cívico-religiosa y un fuerte odio anticlerical, como describiría más adelante el Fundador:
En aquella época -en 1928-, […] a pesar del ambiente religioso, del fondo católico de mi patria, los hombres estaban bastante lejos de Dios. No se ocupaba nadie de ellos. Las mujeres tenían de ordinario un pietismo, casi siempre sin demasiado fundamento doctrinal. A los hombres les daba vergüenza ser piadosos. Se respiraba el aire de la Enciclopedia: y duraba el empujón triste del siglo XIX (70).
Los debates parlamentarios en torno a la cuestión religiosa se centraron en el artículo 26, que en su enfoque apuntaba al total sometimiento de la Iglesia a las leyes civiles, con todo tipo de trabas y prohibiciones. Se prohibía a los religiosos el ejercicio de la enseñanza. Se mantenía la amenaza de nacionalizar todos los bienes de las Ordenes religiosas; y se declaraba la disolución de aquellas que tuvieran voto "especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado" (71). (Clara alusión a los jesuitas). Poco pudo hacer la minoría católica en las Cortes para evitar la aprobación de dicho artículo.
El 9 de diciembre quedaba promulgada una Constitución que era un insulto a los sentimientos católicos y a los derechos de la Iglesia. Ante tan descarado atropello no se hizo esperar la declaración colectiva de los Obispos, el 20-XII-1931, anunciando de manera "pública y notoria la firme protesta y la reprobación colectiva del Episcopado por el atentado jurídico que contra la Iglesia supone la Constitución promulgada" (72).
Así, unilateralmente y sin respetar el Concordato en vigencia, se produjo el injustificado enfrentamiento del nuevo Estado con la Iglesia. Y el ataque fue tomando cuerpo conforme se dictaba la legislación complementaria de los artículos de la Constitución. El 22 de enero de 1932 fue disuelta la Compañía de Jesús. A continuación se secularizaron los cementerios. Luego se estableció la ley del divorcio. La máxima tensión se alcanzó al año siguiente, cuando el 17 de mayo de 1933 fue aprobada en las Cortes la ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, en ejecución del artículo 26 de la Constitución. En su virtud, el culto católico quedaba en manos de la autoridad civil; todos los bienes eclesiásticos se declaraban de propiedad pública nacional; a las Ordenes y Congregaciones se les prohibía el ejercicio de la enseñanza; en fin, el Estado se reservaba el derecho de anular los nombramientos eclesiásticos (73).
La respuesta fue una nueva carta colectiva del Episcopado (25-VI-1933) (74); y, por parte de la Santa Sede, la encíclica Dilectissima nobis (3-VI-1933) de Pío XI, de quien son estas palabras:
"No hemos dejado de hacer presente con frecuencia a los actuales gobernantes de España […], cuán falso era el camino que seguían y de recordarles que no es hiriendo el alma del pueblo en sus más profundos y caros sentimientos como se consigue aquella concordia de los espíritus que es indispensable para la prosperidad de una nación […]. Mas ahora no podemos menos de levantar de nuevo nuestra voz contra la ley, recientemente aprobada, referente a las Congregaciones y Confesiones Religiosas, ya que ésta constituye una nueva y más grave ofensa, no sólo a la religión y a la Iglesia, sino también a los decantados principios de libertad civil, sobre los cuales declara basarse el nuevo régimen español" (75).
Los políticos e intelectuales laicistas españoles tenían en sus manos el control del poder y de la propaganda. Guiados exclusivamente por el odio a la Iglesia, acumularon los agravios, concitando el rencor de las masas obreras contra las instituciones religiosas y sus miembros (76).
Este, no lo olvidemos, es el escenario en el que se mueve el Fundador a partir de 1931. Estos son los hechos históricos que se han de tener en consideración si queremos valorar el alcance de sus palabras y actitudes.
Las páginas más densas de los Apuntes íntimos corresponden, precisamente, a los años de la República (1931-1936). Aun cuando la finalidad con que escribió esas notas miraba solamente a la Obra y a su alma, esos cuadernos de apuntes están empapados en la circunstancia histórica; y las referencias a la persona del Fundador se encuentran salpicadas de sucesos callejeros.
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El advenimiento de la República (14-IV-31) fue un aldabonazo que retumbó trágicamente en la vida de aquel sacerdote, como se lee en una catalina:
¡La Virgen Inmaculada defienda a esta pobre España! ¡Dios confunda a los enemigos de nuestra Madre la Iglesia! República española: Madrid, durante veinticuatro horas, fue un inmenso burdel… Parece que hay calma. Pero la masonería no duerme… ¡También el Corazón de Jesús vela! Esa es mi esperanza. ¡Cuántas veces, estos días, he comprendido, he oído las voces poderosas del Señor, que quiere su Obra! (77).
La preocupación de don Josemaría no estaba hecha de razones políticas. Tomaba los acontecimientos según venían, con serenidad, al margen de apreciaciones partidistas. A la hora de enjuiciar hechos de índole política o social, el Fundador ponía siempre por delante el fin sobrenatural de las almas. Desde esa perspectiva no le importaba tanto la clase de régimen como las consecuencias que la política de los gobiernos tendría sobre la vida cristiana de los ciudadanos. Y así aconsejaba hacer a quienes le seguían de cerca, pidiéndoles que enderezasen la mente a Dios, como avisaba a uno de sus seguidores en mayo de 1931:
Muy querido Isidoro: Recibí con mucha alegría tus líneas, que todos esperábamos impacientes […]. Noticias: no te dé frío ni calor el cambio político: que sólo te importe que no ofendan a Dios. Desagravia (78).
Su instinto no le engañaba al recibir a la República con tanta desconfianza. Enseguida lo demostraron los hechos. A la semana siguiente, comenzaba en Madrid la quema de conventos. Ardía la iglesia de los jesuitas y flotaban espesas columnas de humo por el cielo de Madrid cuando el capellán, temiendo un asalto a la iglesia del Patronato de Enfermos, seguido de un sacrilegio, decidió retirar cuanto antes las hostias consagradas. Avisó a Manuel Romeo, coronel del ejército, familia conocida de Zaragoza, que vivía no demasiado lejos de allí, para trasladar a su casa el Santísimo. Luego, vestido de seglar, con un traje del hijo del coronel, acompañado de su hermano Santiago y de un alumno de la Academia Cicuéndez, entró en la iglesia del Patronato (79):
Comenzó la persecución, cuenta en una catalina. El día 11, lunes, acompañado de D. Manuel Romeo, después de vestirme de seglar con un traje de Colo, comulgué la Forma del viril y, con un Copón lleno de Hostias consagradas envuelto en una sotana y papeles, salimos del Patronato, por una puerta excusada, como ladrones (80).
Subió el grupo por la calle Santa Engracia hacia Cuatro Caminos; silenciosos, confundidos con los transeúntes. Entre lágrimas, a solas con Jesús en el Copón, encendido en dolor de expiación por tanto sacrilegio, el sacerdote decía desde el fondo del alma: - Jesús, que cada incendio sacrílego aumente mi incendio de Amor y Reparación (81).
(Depositó el copón en casa de los Romeo; y no fue aquella la única vez que tuvo que retirar precipitadamente al Señor del Sagrario) (82).
Adelantándose al juicio histórico de lo que iba a padecer la Iglesia en España, definía los hechos en cuatro palabras: sucedió que el infierno se desató en Madrid (83). Con ello vino el éxodo de los Escrivá a un nuevo domicilio:
El día 13, supimos que se intentaba quemar el Patronato: a las cuatro de la tarde salimos con nuestros trastos a la calle de Viriato 22, a un cuarto malo -interior- que providencialmente encontré (84).
Se había desencadenado una campaña contra la Iglesia. El anticlericalismo removía la prensa; ésta azuzaba a las masas; y el pueblo hostigaba a los ministros del Señor (85). Lo inimaginable un par de años atrás era ya posible en vísperas de la República. Habla don Josemaría:
Ayer -era el 21 de noviembre de 1930-, en la peluquería, les di un "mitín", cansado de oír cómo tenían por infalibles las opiniones de esos papeluchos indecentes, que se llaman "El Sol" y "La Voz". Venía hoy de Chamartín. Me acababa de decir el padre Sánchez a propósito de lo que antes digo, que, siendo para bien del prójimo, no me calle, pero que hable de modo insinuante, sin destemplanza ni enfado (86).
No muy lejos de la peluquería, caminando hacia el Patronato, sigue contándonos:
Al llegar cerca de la calle del Cisne, en la de Fernández de la Hoz, pasé junto a un grupo de albañiles. Uno de ellos, en tono de mofa, gritó: ¡la España negra! Oír esto y volverme yo hacia ellos, decidido, todo fue uno. Me acordé de lo que el padre dijo, y hablé insinuante, sin enfado. Total: me dieron la razón, incluso el del grito, quien, con otro de ellos, me estrechó la mano. Estos ya no insultarán, de seguro, a otro sacerdote (87).
Su viveza de carácter difícilmente pasaba por las pullas y groserías para con la persona de un sacerdote. Bien hacía el padre Sánchez en moderar el temperamento del joven capellán. Pero sería injusto achacar los altercados al temple de don Josemaría, porque de tal manera se agravaron las cosas desde la llegada de la República, que salía ya casi a incidente diario.
Entre finales de julio y primeros de agosto de 1931 fue a hacer una novena ante la tumba de Mercedes Reyna, la Dama Apostólica muerta en olor de santidad, enterrada en el cementerio del Este, también conocido por La Almudena. Pues bien, ya no se trata de anécdotas sueltas:
Uno de esos días -nos cuenta-, había, junto a una de las dos fuentes que hay en el camino que va desde la carretera de Aragón al Este, un grupo de chiquillos y mujeres haciendo cola, para llenar de agua sus cántaros, botijos, latas… Del grupo de chiquillos salió una voz: "¡un cura! Vamos a apedrearlo". Con un movimiento anterior a mi voluntad, cerré el breviario, que leía, y me encaré con ellos: "¡Sinvergüenzas! ¿eso os enseñan vuestras madres?" Aún añadí otras palabras (88).
(Sería cosa de oír esas palabras). Por lo que refiere con ocasión de otra visita al camposanto no se trataba solamente de travesuras o atrevimientos de chiquillos:
Otro caso: la calle de Lista, al final. Venía este pobre cura, cansado, de la novena. Se destaca un albañil de una obra, que están haciendo y dice, insultante: "una cucaracha ¡hay que pisarla!" Muchas veces voy haciendo los oídos sordos al insulto. Esta vez no pude. "¡Qué valiente -le dije-, meterse con un señor que pasa a su lado sin ofenderle! ¿ésa es la libertad?" Le hicieron callar los demás dándome, sin palabras, la razón. Unos pasos adelante, otro albañil quiso de alguna manera explicarme el porqué de la conducta de su compañero: "No está bien, pero, ¿sabe usted?, es el odio". Y se quedó tan tranquilo (89).
La demagogia política había abierto de par en par las esclusas del odio. Triste dato para un sacerdote que, en su constante andar de un barrio a otro de la capital, se lo tropezaba por todas partes. Pero, si se precisan más anécdotas, no tenía que atizar mucho en su memoria para trasladarlas a sus Apuntes. He aquí otra de esos mismos días de la novena:
¿Más? Más aún. Menos el último día, creo que los ocho restantes, esperaba mi salida del cementerio un diablo con aspecto de chico de doce a catorce años. Y, cuando yo me había alejado unos pasos del pórtico de la necrópolis, entonaba con voz de clarín, que se metía hasta los tuétanos, las estrofas más canallas del himno de Riego. - ¡Qué miradas las de un obrero, que trabajaba, con otros, en esa plazuela que hay delante del cementerio! Si se pudiera asesinar con los ojos, a estas horas no escribiría yo mis catalinas. Recuerdo que me miraron así una vez por las rondas. ¡Dios mío!, ¿por qué ese odio a los tuyos? (90).
Las cosas pasaron a mayores. Se hicieron populares las pedreas, como ya lo eran los incendios. El capellán sufrió más de una pedrada, aunque no entra a dar detalles del percance. Las mujeres del Patronato de Enfermos tenían que armarse de mucho valor para ejercer las funciones de beneficencia. Algunas salieron mal libradas en el barrio de Tetuán: "las arrastraron por la calle, mientras les clavaban una lanceta de zapatero en la cabeza. Una de ellas, Amparo de Miguel, trató de defender heroicamente a las demás y le arrancaron el cuero cabelludo y la maltrataron hasta dejarla desfigurada" (91).
El consejo sobre las circunstancias históricas -No te dé frío ni calor el cambio político: que sólo te importe que no ofendan a Dios (92)- se lo aplicaba a sí, enteramente, el sacerdote. Con el resultado de que su carácter se sublevaba; si no con los desmanes políticos, sí con los agravios al Señor. Hizo, pues, el firme propósito de aplacar los ímpetus con los que mostraba su celo por la casa de Dios. Con objeto de dominarse y desagraviar se impuso una dura penitencia: no leer periódicos. En aquella batalla ascética, que fue una auténtica epopeya, no todo fueron laureles. Los debates parlamentarios sobre asuntos religiosos excedían sus buenos propósitos. Unas veces salía vencedor; otras, vencido:
Lecturas: fuera de las de piedad y las de estudio […], últimamente me había vedado hasta "El Siglo Futuro". Esto último, no leer periódicos, para mí supone ordinariamente una mortificación nada pequeña; sin embargo, con la gracia de Dios, fui fiel hasta el fin de la discusión parlamentaria de la Ley (!) contra las Congregaciones religiosas. ¡Qué luchas, las mías! Estas epopeyas sólo pueden entenderlas, quienes hayan pasado por ellas. Alguna vez, vencedor; las más veces, vencido. -Hecha la historia de este pequeño suceso de mi vida de cada día, considero delante de Dios N. Señor el negocio y veo que, dado el apostolado en que Él me ha metido, necesito estar al tanto de las cosas que pasan en el mundo y, para compaginar esta necesidad con la mortificación en la lectura, vengo a las siguientes conclusiones:
(Y, a continuación, para estar al tanto de los sucesos del mundo, se señala una lectura disciplinada, fijando los términos del cómo y cuándo) (93).
Aún así, la vehemencia de su celo por la gloria del Señor le calaba hasta los tuétanos, como sucedió al aprobarse el famoso artículo 26 de la Constitución:
Día de Santa Teresa de Jesús 1931: Ayer, al conocer la expulsión de la Compañía y los demás acuerdos anticatólicos del Parlamento, sufrí. Me dolió la cabeza. Anduve mal hasta la tarde. Porque, a la tarde, vestido de seglar, subí a Chamartín con Adolfo: el padre Sánchez, y todos los demás jesuitas, estaban ¡encantados! de sufrir persecución por su voto de obediencia al Santo Padre. ¡Qué cosas más serenamente hermosas nos dijo! (94).
A aquel joven sacerdote, más que herirle, le soliviantaban los insultos que recibía en la calle. Ardía en santa indignación. Al principio no pudo pasarlos en silencio. Después, remedió espiritualmente burlas y chocarrerías; y, sin perder la serenidad, redobló sus oraciones por quienes le injuriaban:
Continúa la racha de insultos a los sacerdotes -escribía a principios de agosto de 1931- […]. Hice propósito -lo renuevo- de callar, aunque me insulten, aunque me escupan. Una noche, en la plaza de Chamberí, cuando yo iba a casa de Mirasol, alguien me tiró a la cabeza un puñado de barro, que casi me tapó una oreja. No chisté.
Más: el propósito, de que vengo hablando, es apedrear a esos pobres odiadores con avemarías. Creí que el tal propósito era muy firme, pero antes de ayer por dos veces falté, armando jaleo, en lugar de tener mansedumbre (95).
A fuerza de capear injurias y responder con avemarías, creó un nuevo hábito en su ardorosa naturaleza. Pocas semanas más tarde, esta catalina:
18-IX-931: Tengo que agradecer a mi Dios un notable cambio: hasta hace poco, los insultos y burlas que, por ser sacerdote, me dirigían desde la venida de la república (antes, rarísima vez), me ponían violento. Acordé encomendarles, con un avemaría, a la Ssma. Virgen, cuando oyera groserías o indecencias. Lo hice. Me costó. Ahora, al oír esas palabras innobles, se me enternecen las entrañas, por regla general, considerando la desgracia de esa pobre gente, que, si obra así, cree hacer una cosa honrada, porque, abusando de su ignorancia y de sus pasiones, le han hecho creer que el sacerdote, además de ser un vago parásito, es su enemigo, cómplice del burgués que los explota. ¡Tu Obra, Señor, les abrirá los ojos! (96).
No siempre conseguía mantener esa postura. A veces el hervor interior reventaba enérgicamente. Una de esas explosiones se produjo con motivo de la disolución de la Compañía de Jesús, como anota en sus Apuntes:
El atropello, de que ha sido víctima la Compañía, me ha producido una sensación fisiológica de cansancio y, desde luego, indignación. Volví a tener, con este motivo, otra pelea en un tranvía. Ahora, ya me callaré. La sociedad cobarde, en que vivimos, es un entretejido de egoísmos. ¡Tu Obra, Jesús, tu Obra! (97).
La Obra era todavía una criatura "en gestación", una semilla divina que estaba echando raíces en el alma del Fundador.
En muy pocos meses, de 1931 a 1932, se verificó un brusco cambio en la vida española. El odio religioso había agriado la buena convivencia ciudadana. En los sectores intelectuales se respiraba encono contra las actividades religiosas, contra la piedad y contra la doctrina; mientras don Josemaría procuraba llevar adelante la Obra que Dios le pedía, bajo el estandarte del -Regnare Christum volumus.
Es muy hermoso -pensaba el Fundador- lo que Dios quiere y no entiendo, por otro lado, no veo por qué, siendo tan necesaria, no se ha emprendido antes una obra así (98).
De las fechas fundacionales -2 de octubre de 1928 y 14 de febrero de 1930- había salido don Josemaría firmemente dispuesto a cumplir la voluntad de Dios y a buscar la santidad, ya que ése era el mensaje que a todos había de predicar de allí en adelante. Deseo que expresaba de manera contundente cuando escribía:
- Querría, Señor, querer, de veras, de una vez para siempre, tener un aborrecimiento inconmensurable de todo lo que huela a sombra de pecado, ni venial (abril 1930) (99).
En esa temprana etapa de la gestación entendió que era preciso, antes de que saliese la Obra a conocimiento público, el madurar interiormente:
No ha llegado mi hora: antes tengo que aprender a sufrir, tengo que tener oración: necesito retiro y lágrimas (abril 1930) (100).
Comprendió entonces que la futura solidez de la Obra exigía que el Fundador mismo se enterrase en los cimientos, con mucha oración y con mucha expiación:
Vengo considerando -y lo pongo aquí, porque luego, leyéndolo, se graba más en mí y me hace bien- que los edificios materiales, en su construcción, tienen gran semejanza con los espirituales. Y así como aquella veleta dorada del gran edificio, por mucho que brille y por alta que esté, no importa para la solidez de la obra, mientras, por el contrario, un viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie lo ve, es de importancia capital para que no se derrumbe la casa…, aunque no brille como el pobre latón dorado allá arriba… Así, en ese gran edificio, que se llama "la Obra de Dios" y que llenará todo el mundo, no hay que dar importancia a la veleta brillante. ¡Eso ya vendrá! Los cimientos: de ellos depende la solidez toda del conjunto. Cimientos hondos, muy hondos y fuertes: los sillares de ese cimiento son la oración; la argamasa que unirá estos sillares tiene un nombre solamente: expiación. Orar y sufrir, con alegría. Ahondar mucho; pues, para un edificio gigante, se precisa una base gigante también (octubre 1930) (101).
Así, pues, se trazó un plan de prioridades en su vida interior:
Primero oración; después expiación; en tercer lugar, muy en tercer lugar, acción (noviembre 1930) (102).
Y, consecuente con ese plan, compuso una oración para que la recitasen diariamente los miembros del Opus Dei, nombre que poco antes había dado ya a la Obra. (Por esas fechas, como se verá, don Josemaría tenía sólo tres seguidores). Nos lo cuenta en una catalina:
Estos días estamos sacando copias de las "Preces ab Operis Dei sociis recitandae". Las aprobó mi confesor. Se ve que el Señor, porque así ha de ser en la entraña su Obra, ha querido que comience por la oración. Orar va a ser el primer acto oficial de los sujetos de la O. de D. Por ahora la labor es personal: sólo nos reunimos para hacer la oración (10-XII-1930) (103).
Don Josemaría mendigaba oraciones por la calle, como va referido. Pedía a sus enfermos que ofrecieran sus dolores en el ara de la expiación, pues tenía una fe indestructible en que los sufrimientos del inocente arrancan las gracias del Señor y compensan nuestras miserias. Armado de esa confianza, esperaba de la oración de los pobres los milagros del cielo. Y no le sorprendía que esas súplicas suyas nunca quedasen pendientes de respuesta. Para él era un hecho comprobado:
De esto tengo una venturosa experiencia -confiesa-: cuando, sin sensiblerías, pero con verdadera fe he pedido al Señor o a Nuestra Señora alguna cosa espiritual (y aun alguna material) para mí o para otros, me la ha concedido (10-II-1931) (104).
Entre otros muchos sucesos, recordaba la caída vertiginosa del periódico "El Sol", y la aparición de "Crisol". Acogida al Patronato de Enfermos, había una pobre mujer, llamada Enriqueta. Era medio lela. Con su lengua de trapo decía al capellán: -"Pade, le quero mucho". El capellán le encomendó que ofreciese las comuniones por una intención suya (que se hundiera "Crisol", el periódico anticlerical).
La soberbia de los sabios -escribió más adelante en sus Apuntes- sería confundida por la humildad de una pobrecita ignorante. Y así ha sido. "Crisol" no tiene vida. Van a sacar otro diario -Luz-, pero indudablemente, si Enriqueta la Tonta continúa orando, ese candil va a quedarse pronto sin mecha (105). Jamás cesó don Josemaría de pedir oraciones, mendigando por todas partes esta limosna espiritual, hasta el punto, insistía, de ser en él, en su persona, como una segunda naturaleza (106).
Y daba las razones para ello: - Estoy segurísimo del poder sin límites de la oración […]. La oración anticipará la hora (la hora de acabar la gestación) de la O. de D. Porque la oración es omnipotente (107). Para él representaba algo así como el oxígeno, que no cesa de respirarse, como la panacea para todo tipo de males. Si vienen agobios y preocupaciones, un rato de oración -escribe- es el quita pesares de los que amamos a Jesús (108).
* * *
Mientras tanto, los tristes acontecimientos políticos que sacudieron a toda España habían creado un ambiente general de desasosiego, que queda reflejado en la interrupción de las catalinas durante casi dos meses. Cuando las reanuda el Fundador, con fecha de 15 de julio de 1931, escribe en sus primeras líneas: - ¡Cuántas impresiones hubiera podido anotar desde la horrorosa quema sacrílega de Conventos! En fin, más adelante indicaré algo (109).
Es de presumir que, con el cambio de casa de los Escrivá, la formación catequética y la preparación para la Primera Comunión en los colegios que llevaban las Damas Apostólicas, y las visitas domiciliares a los enfermos, el trabajo del capellán sería enorme. Hay la certeza, sin embargo, de que las impresiones que ha dejado de anotar en sus Apuntes durante la primavera de 1931 se hallan muy al margen de los sucesos políticos de aquellos días. Cuando dice que más adelante indicaré algo, no se refiere a esas cuestiones sino al estado de su alma, descrito en una bella página del 31 de agosto. Cuatro años de brega en Madrid. Después, la inundación de gracias fundacionales. Y siempre su docilidad, su abandono en los brazos del Señor, como el niño se abandona seguro en los de su padre. Dios le había llevado a una alta oración de unión, dándole altura y amplitud de horizontes, atrayéndole cerca de Sí:
Me veo como un pobre pajarillo, que, acostumbrado a volar solamente de árbol a árbol, o, a lo más, hasta el balcón de un tercer piso…, un día en su vida tuvo bríos para llegar hasta el tejado de cierta casa modesta, que no era precisamente un rascacielos… Mas he aquí que a nuestro pájaro lo arrebata un águila -lo tomó equivocadamente por una cría de su raza- y, entre sus garras poderosas, el pajarillo sube, sube muy alto, por encima de las montañas de tierra y de los picos de nieve, por encima de las nubes blancas y azules y rosas, más arriba aún, hasta mirar de frente al sol… Y entonces el águila, soltando al pajarito, le dice: anda, ¡vuela!…
Señor, ¡que no vuelva a volar pegado a la tierra!, ¡que esté siempre iluminado por los rayos del divino Sol-Cristo-Eucaristía!, ¡que mi vuelo no se interrumpa hasta hallar el descanso de tu Corazón! (110).
Dios le venía pidiendo de muchos meses atrás que dejara el Patronato de Enfermos para dedicarse con más intensidad a la Obra. Pocos días antes de la venida de la República parecía tener ya casi resuelto el problema, cuando se produjo el cambio brusco de régimen político y la persecución de la Iglesia. El terreno fundacional y apostólico de don Josemaría estaba en Madrid, donde le era preciso ejercer su ministerio sacerdotal, con tiempo para dedicarse al apostolado específico de la Obra. Pero, como sacerdote extradiocesano, tropezaba con la ya conocida dificultad de obtener permiso y licencias del Obispo de Madrid.
A estas alturas, sin embargo, ni uno ni otro problema le preocupaban, seguro de que Dios sacaría adelante su Obra. Don Josemaría, por salvar un alma, era capaz de exponerse a graves peligros: a contraer una enfermedad o a que no se le renovasen fácilmente las licencias ministeriales. De hecho ya había corrido ambos riesgos. El de contraer enfermedades contagiosas, multitud de veces en su trato con enfermos. En cuanto a su condición de joven sacerdote extradiocesano, se había significado en alguna que otra ocasión, llevado de su ardiente celo por las almas. Un día, visitando a los enfermos de las listas que le daban en el Patronato, le avisaron que un joven tuberculoso esperaba la muerte en un burdel, donde residía una hermana suya, prostituta. Le tocó en lo vivo el riesgo de condenación de aquella alma, y pidió y obtuvo permiso del Vicario General para confesar al moribundo y administrarle los últimos sacramentos. Fue a visitar al enfermo, junto con don Alejandro Guzmán, un cristiano caballero entrado en años, de aspecto grave, barba recortada y capa madrileña. Obtuvo de la regente de la casa la promesa de que el día en que trajese el Viático no se ofendería al Señor en aquel burdel. Y el día fijado, con don Alejandro como acólito, llevó el Santísimo al tuberculoso (111).
La verdad es que no se le hacía fácil al sacerdote romper con el Patronato de Enfermos, por muchas razones sobrenaturales que pudiese aducir. Con el tiempo, su corazón había echado raíces en aquella labor, rodeado de niños, enfermos y pobres:
Voy a dejar el Patronato. Lo dejo con pena y con alegría. Con pena, porque después de cuatro años largos de trabajo en la Obra Apostólica, poniendo el alma en ella cada día, bien puedo asegurar que tengo metido en esa casa Apostólica una buena parte de mi corazón… Y el corazón no es una piltrafa despreciable para tirarlo por ahí de cualquier manera. Con pena también, porque otro sacerdote, en mi caso, durante estos años, se habría hecho santo. Y yo, en cambio,… Con alegría, porque ¡no puedo más! Estoy convencido de que Dios ya no me quiere en esa Obra: allí me aniquilo, me anulo. Esto fisiológicamente: a ese paso, llegaría a enfermar y, desde luego, a ser incapaz de trabajo intelectual (112).
No encontraba el modo de dejar el Patronato y fue el Señor quien tuvo que facilitarle la salida, según refiere en sus Apuntes:
No termino estas impresiones sin añadir que ha sido el Señor, quien ha puesto el punto final. Venía pidiendo yo en la Santa Misa que se arreglaran las cosas de modo que dejara de trabajar en el Patronato. Creo que fue el quinto día de hacer esta petición cuando el Señor me oyó: fue Él: no cabe duda, porque accedió a mi súplica con creces… La concesión fue acompañada de humillación, injusticia y desprecio. ¡Bendito sea! […]. El día de San Efrén me concedió el Señor dejar a las Apostólicas (113).
Los acontecimientos políticos le impidieron, de momento, desligarse del Patronato. Pero la decisión tomada era ya noticia pública y sabida, pues un religioso de la Sagrada Familia, Luis Tallada, escribe a don Josemaría a finales de junio: "Supe por carta de los Padres que iba a dejar el Patronato. Me sorprendió la nueva en parte, como V. puede comprender, y auguro le será difícil a Dª Luz encontrar sustituto que pueda llenar el vacío que ocasionará la separación de V. en aquella simpática obra. No abundan las personas con espíritu de sacrificio y abnegación" (114).
La fiesta de San Efrén caía el 18 de junio. Con todo, el ex-capellán continuó prestando sus servicios al Patronato en tanto las Damas encontrasen un sustituto. En medio de aquella turbia inestabilidad social no era fácil cubrir la vacante. Durante cuatro meses, de junio a octubre, permaneció al frente de la capellanía y visitando enfermos. Le costaba arrancarse de allí, donde tenía una buena parte de su corazón, y la posibilidad de aliviar y ofrecer los sufrimientos del prójimo para remover al Señor: pienso que algunos enfermos, de los que asistí hasta su muerte, durante mis años apostólicos (!), hacen fuerza en el Corazón de Jesús (115), meditaba para sí.
¿Se harían las Damas a la idea de que en adelante no tendrían ya capellán disponible para casos dificultosos? El día de su despedida definitiva, 28 de octubre, sufrió un pequeño disgusto, que escoció muy de veras su sensibilidad. Tal vez un injusto comentario a sus espaldas, del que se enteró luego, al visitar a los marqueses de Miravalles (116).
¿Tenía sentido el paso del Patronato de Enfermos al Patronato de Santa Isabel, en que se vio comprometido don Josemaría a última hora? Porque con ello no resolvía la precaria vida económica de la familia. Dejaba una colocación fija, aunque absorbente y poco retribuida, para entrar de capellán interino en un convento, sin nombramiento oficial de ninguna clase y sin recibir retribución alguna (117).
Del cambio a Santa Isabel no era enteramente responsable don Josemaría. No fue, ni mucho menos, una pensada resolución. Más bien, consecuencia de las circunstancias políticas y, hay que reconocerlo, de la extremosa generosidad del joven sacerdote. Pues sucedió que, después de haber dejado oficialmente el Patronato de Enfermos, sin abandonar por ello sus servicios, se enteró de la situación lamentable en que se hallaban las monjas de Santa Isabel. Hacía tiempo que don José Cicuéndez, su capellán, estaba enfermo. En sus funciones le suplieron los padres Agustinos Recoletos. Todo fue bien hasta la venida de la República, en que se complicó la vida de estos buenos religiosos. Para atender a las monjas tenían que atravesar todo el Retiro, o cruzar desmontes y bajar, junto a la tapia del Jardín Botánico, hasta Atocha, para subir luego por la calle de Santa Isabel. Zona solitaria, de arrabales o descampado, no muy de recomendar para quienes vestían hábitos talares (118).
Los terrenos que ocupaba el convento de Santa Isabel habían sido parte de una casa de campo del secretario de Felipe II, el famoso Antonio Pérez. En dicha finca, una vez confiscados sus bienes por la Corona, se instaló en 1595 un colegio para niños y niñas pobres, huérfanos y desamparados. Y, en honor de la princesa Isabel Clara Eugenia, se llamó de Santa Isabel, reina de Hungría.
A dicha finca se trasladó también, en 1610, el monasterio de Agustinas Recoletas de la Visitación de Nuestra Señora, fundado en Madrid por el beato fray Alonso de Orozco en 1589. Las monjas agustinas hubieron de ocupar parte del colegio y hacerse cargo de las niñas. Pasaron siglos y, tras no pocas vicisitudes históricas, las religiosas de la Asunción llevaban el colegio de niñas desde 1876 (119).
En 1931 aquellas dos instituciones -el Colegio de las Religiosas de la Asunción y el Convento de Agustinas Recoletas- formaban el Real Patronato de Santa Isabel. Al venir la República se nombró una Comisión, dependiente del Gobierno, para administrar todos aquellos Patronatos que habían estado vinculados a la Corona. De forma que las autoridades civiles republicanas, sin contar con la autoridad eclesiástica, recabaron para sí la provisión de puestos en los Patronatos (120). Por otro lado, la antigua Jurisdicción eclesiástica Palatina, de la que don Gabriel Palmer era el Vicario General, siguió funcionando hasta ser suprimida por la Santa Sede, que en 1933 transfirió sus atribuciones al Obispo de Madrid-Alcalá (121).
Esta es, a grandes trazos, la historia administrativa de los Patronatos, antaño dependientes de la Capilla Real. De puertas adentro, el monasterio de Agustinas y el colegio de la Asunción atravesaron en aquel período republicano mayores dificultades que las meramente jurídicas. Desde antiguo el Patronato de Santa Isabel disponía de un Rector y dos capellanes para la atención espiritual de las monjas. Pero es el caso que las capellanías, que no habían creado problemas durante siglos, se encontraban en situación claramente lamentable; y las monjas, sin ayuda espiritual. En efecto, el 16 de junio de 1931 cesaba en su cargo el Rector, don Buenaventura Gutiérrez Sanjuán, eliminado de la plantilla de servicio por Orden Ministerial (122). El capellán primero, don José Cicuéndez, estaba ausente por enfermedad, como va dicho, desde diciembre de 1930 (123). En cuanto al capellán segundo, don Juan Causapié, hacía tiempo que había pasado a otro de los Patronatos Reales, el de Nuestra Señora del Buen Suceso, del que fue nombrado Rector Administrador interino el 9 de julio de 1931 (124).
En situación tan desoladora, y después de atender el sacerdote durante un par de semanas el convento, las monjas de Santa Isabel trataron de asegurarse lo que consideraban una ayuda llovida del cielo. Decidieron, cuanto antes, nombrar capellán a don Josemaría, como cuenta éste en sus Apuntes:
Estos días las monjitas de Santa Isabel -del que fue Patronato Real- tratan de conseguir mi nombramiento como Capellán de aquella Santa Casa. Humanamente hablando, aun para la Obra, creo que me conviene. Pero, me estoy quieto. No busco ni una recomendación. Si mi Padre Celestial sabe que será para toda su gloria, El arreglará el negocio (13-VIII-1931) (125).
La capellanía le procuraba continuidad eclesiástica para residir en Madrid, lo cual era una gran ventaja para el Fundador y sus apostolados. De todos modos, más perfecto le parecía no andar buscando recomendaciones. Pero de esta actitud de pasivo abandono en las manos de Dios le sacó su director espiritual, el padre Sánchez Ruiz, que le aconsejó interesarse activamente en las gestiones. Por lo que se colige de las anotaciones de esos meses en sus Apuntes, las esperanzas de obtener el puesto aparecían y desaparecían como las revueltas de un río con meandros.
El 21 de septiembre continuaban pendientes de resolución las gestiones con las autoridades civiles, pero don Josemaría pudo, por fin, anotar con gozo y consuelo:
Día de San Mateo - 1931: He celebrado por vez primera la Santa Misa en Santa Isabel. Para toda la gloria de Dios (126).
De hecho era ya capellán de Santa Isabel. Esto resolvía solamente en parte sus problemas de sacerdote extradiocesano. Mas el conseguir un nombramiento oficial de las autoridades civiles era distinto cantar. Continuó, pues, haciendo gestiones durante el otoño.
El padre Sánchez insistía en que había que poner todos los medios para obtener definitivamente la capellanía. Don Josemaría seguía con docilidad el parecer de su confesor. Unas veces hallaba providencial el giro que tomaban las diligencias, siempre que alguien se ofrecía a echarle una mano. Otras veces, llegaba a la conclusión de que el asunto cada vez se complicaba más y más. Parece que el demonio enreda lo de Santa Isabel, como si le doliera mucho, anota el 12 de noviembre (127). Lo realmente providencial fue comprobar, a la semana siguiente, que se había librado de ser expulsado de la diócesis de Madrid. En efecto, como capellán de Santa Isabel, había pasado a depender ahora de la jurisdicción eclesiástica palatina, por tratarse de un puesto en un antiguo Patronato Real. Y, precisamente por esos días, el Obispo de Madrid estaba enviando a sus diócesis de origen a los clérigos extradiocesanos, según escribe en los Apuntes:
Otro mimo de Jesús con su borrico: en estas Catalinas consta cómo pertenezco ahora a la jurisdicción del Sr. Patriarca de las Indias. Pues, bien; resulta que el Sr. Obispo de Madrid hace firmar, a todos los sacerdotes de la capital, unas hojas que, según dice en público, no tienen más finalidad que enviar a sus respectivas diócesis a los Srs. Curas que no sean de ésta de Madrid-Alcalá. Naturalmente, tal como dispuso Dios las cosas, conmigo no va nada de esto (128).
De la noche a la mañana, sin esfuerzo por su parte, don Josemaría tenía, pues, garantizada su estancia en Madrid. En cuanto a obtener del gobierno un nombramiento oficial retribuido, ésta era su petición al Señor: que, siempre que convenga para la Obra, me proporcione esa colocación. Pero, si me ha de apartar, ni un milímetro, no la quiero, ni la pido (129).
Al tiempo que Dios ordenaba las cosas para tener al Fundador más cerca de la Cruz, templando su alma en el dolor, iba también afinando el instrumento que había de realizar sus divinos planes sobre el Opus Dei. Durante el verano de 1931, en medio de grandes tribulaciones, don Josemaría recibió nuevas luces sobre el mensaje central de la doctrina y espíritu del Opus Dei. Iluminaciones que desplegaban ante su mente aspectos ya implícitos en la esencia de la Obra. Dios le asistía así en sus tareas fundacionales, dándole la pauta para su realización, hasta en el detalle.
Cuando sus hermanos se marcharon a Fonz para pasar las vacaciones de verano, don Josemaría se quedó solo con su madre en el piso de la calle Viriato, donde se había instalado al dejar la vivienda anexa al Patronato de Enfermos. Fue entonces cuando el Señor comenzó a obrar esas "grandes cosas" presentidas por su alma meses antes. Una de ellas tuvo lugar el 7 de agosto de 1931. El suceso aflora en una carta de 1947:
Me da vergüenza -confiesa antes de comenzar el relato-, pero os lo escribo cumpliendo con las indicaciones que he recibido: pocas cosas de éstas os contaré. Y continúa:
Aquel día de la Transfiguración, celebrando la Santa Misa en el Patronato de Enfermos, en un altar lateral, mientras alzaba la Hostia, hubo otra voz sin ruido de palabras.
Una voz, como siempre, perfecta, clara: Et ego si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum! (Jn 12, 32). Y el concepto preciso: no es en el sentido en que lo dice la Escritura; te lo digo en el sentido de que me pongáis en lo alto de todas las actividades humanas; que, en todos los lugares del mundo, haya cristianos con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos (130).
Claro es que, de no existir una anotación sobre lo sucedido aquel día, difícil sería calibrar sobrenaturalmente el hecho, porque el pudor no permite al sacerdote más que una confesión a medias. Pues bien, la catalina correspondiente a dicha fecha dice así:
7 de agosto de 1931: Hoy celebra esta diócesis la fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo. -Al encomendar mis intenciones en la Santa Misa, me di cuenta del cambio interior que ha hecho Dios en mí, durante estos años de residencia en la exCorte… Y eso, a pesar de mí mismo: sin mi cooperación, puedo decir. Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento de la Voluntad divina: la Obra de Dios. (Propósito que, en este instante, renuevo también con toda mi alma). Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme -acababa de hacer in mente la ofrenda del Amor Misericordioso-, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: "et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum" (Jn 12, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas.
A pesar de sentirme vacío de virtud y de ciencia (la humildad es la verdad…, sin garabato), querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey (131).
Esta nueva luz era una gracia específica que confirmaba el mensaje del 2 de octubre, recalcando el alcance que el trabajo profesional tiene dentro del espíritu del Opus Dei, como fuente de santificación y apostolado (132). Al mismo tiempo se resalta el valor y función del trabajo en la economía de la Redención, como un eco de aquel "recapitular todas las cosas en Cristo", de que habla San Pablo a los de Éfeso (133).
Cristo, alzado en la cruz para que en El fijen su mirada los hombres, en signo de salvación para muchos. La redentora curación de la humanidad, dañada por el pecado de nuestros primeros padres en el Paraíso, venía ya prefigurada en aquella serpiente de bronce que Moisés mandó levantar para que sanaran de sus picaduras los que habían sido mordidos por las serpientes en el desierto.
Así también Cristo, enclavado en la cruz, expuesto a las burlas de sus enemigos y al dolor de sus amigos, es signo de contradicción para muchos. Pero no es esta visión del Salvador, condenado a muerte y víctima en el Calvario, el cauce por donde discurre la locución recibida por el sacerdote en la fiesta de la Transfiguración, sino en cuanto quiere que se establezca el imperio de su amor a través de las actividades de los hombres. De nuevo se oye en labios del Fundador el regnare Christum volumus, sometiendo las actividades todas de los hombres, el producto de sus esfuerzos y la creatividad de su inteligencia, para ponerlos a los pies de Cristo como pedestal de alabanza (Deo omnis gloria), para que reine sobre las voluntades de los hombres y domine todo lo creado.
La potencia creadora del hombre, participación del poder creador de Dios, se pone de manifiesto en su vocación humana, en su vocación profesional. Es entonces cuando el espíritu de laboriosidad, al buscar la obra perfecta que ofrecer a Dios, aplicando al trabajo sus cinco sentidos, lo convierte en medio de santificación y apostolado. Por lo tanto, al consagrar a Dios las obras de nuestras manos y de nuestra inteligencia elevamos la vocación humana al orden sobrenatural; operación que, por la gracia, entraña un efecto santificador, que acerca el cielo a la tierra. Así hacemos realidad la reconciliación de todas las cosas con Dios; porque, desde dentro del mundo, la creación entera será atraída por la Cruz hacia lo alto, para ser ofrecida por Cristo al Padre.
El trabajo del cristiano no es solamente una obligación familiar, o un deber para con la sociedad. El trabajo nos inserta de pleno en la economía de la redención y es instrumento apostólico para participar en la misión salvífica de la Iglesia, según comentaba el Fundador:
[…] considerando la magnitud de nuestra tarea apostólica en medio de las actividades humanas, procuro retener en mi memoria, unidas a las escenas de la muerte -del triunfo, de la victoria- de Jesús en la Cruz, aquellas palabras suyas: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32); cuando yo seré levantado en lo alto en la tierra, todo lo atraeré a mí.
Unidos a Cristo por la oración y la mortificación en nuestro trabajo diario, en las mil circunstancias humanas de nuestra vida sencilla de cristianos corrientes, obraremos esa maravilla de poner todas las cosas a los pies del Señor, levantado sobre la Cruz, donde se ha dejado enclavar de tanto amor al mundo y a los hombres.
Así simplemente, trabajando y amando en la tarea que es propia de nuestra profesión o de nuestro oficio, la misma que hacíamos cuando El nos ha venido a buscar, cumplimos ese quehacer apostólico de poner a Cristo en la cumbre y en la entraña de todas las actividades de los hombres: porque ninguna de esas limpias actividades está excluida del ámbito de nuestra labor, que se hace manifestación del amor redentor de Cristo.
De esta manera, el trabajo es para nosotros, no sólo el medio natural de subvenir a las necesidades económicas y de mantenernos en lógica y sencilla comunidad de vida con los demás hombres, sino que es también -y sobre todo- el medio específico de santificación personal que nuestro Padre Dios nos ha señalado, y el gran instrumento apostólico y santificador, que Dios ha puesto en nuestras manos, para lograr que en toda la creación resplandezca el orden querido por El.
El trabajo, que ha de acompañar la vida del hombre sobre la tierra (cfr. Gn 2, 15), es para nosotros a la vez -y en grado máximo, porque a las exigencias naturales se unen otras claramente de orden sobrenatural- el punto de encuentro de nuestra voluntad con la voluntad salvadora de nuestro Padre celestial (134).
* * *
Desde un principio, el Señor mostró al Fundador el Opus Dei como un designio de alcance universal, de entraña católica. Y en su virtud, una catalina del 2 de octubre de 1930 expresaba, con fe absoluta, que la Obra de Dios llenará todo el mundo (135).
En aquellos días del verano de 1931, el alma de don Josemaría -como más adelante expondremos-, se hallaba sumida en grandes tribulaciones. De ellas se servía el Señor para purificar sus afectos y llevarle a un total abandono en la Providencia, aunque por fuera las circunstancias históricas eran francamente calamitosas. A pesar de todo, don Josemaría no se cruzó de brazos a la espera de tiempos más propicios. La misión que se le había encomendado le urgía. Y teniendo a la vista aquellos años en que el Señor le apretaba, para que viviera exclusivamente de fe, dejó testimonio escrito de la ayuda divina:
Los primeros pasos, verdaderamente, no han sido nada fáciles. Pero el Señor, tantas veces cuantas han sido necesarias -y no hablo de milagrerías, sino del modo corriente de tratar el Padre del Cielo a sus hijos, cuando son almas contemplativas-, ha acudido en cada caso a darnos una fortaleza sobrenatural […]. Y El hacía escuchar su locución clara, hacia el año treinta, no una vez, sino varias, diciendo: et fui tecum in omnibus ubicumque ambulasti! (2S 7, 9), he estado y estaré contigo dondequiera que vayas (136).
Esta locución fue anotada en sus Apuntes el 8 de septiembre de 1931, fiesta de la Natividad de Nuestra Señora:
Ayer, por la tarde, a las tres, salí al presbiterio de la Iglesia del Patronato a hacer un poco de oración delante del Ssmo. Sacramento. No tenía gana. Pero, me estuve allí hecho un fantoche. A veces, volviendo en mí, pensaba: Tú ya ves, buen Jesús, que, si estoy aquí, es por Ti, por darte gusto. Nada. Mi imaginación andaba suelta, lejos del cuerpo y de la voluntad, lo mismo que el perro fiel, echado a los pies de su amo, dormita soñando con carreras y caza y amigotes (perros como él) y se agita y ladra bajito… pero sin apartarse de su dueño. Así yo, perro completamente estaba, cuando me di cuenta de que, sin querer, repetía unas palabras latinas, en las que nunca me fijé y que no tenía por qué guardar en la memoria: Aún ahora, para recordarlas, necesitaré leerlas en la cuartilla, que siempre llevo en mi bolsillo para apuntar lo que Dios quiere (En esta cuartilla, de que hablo, instintivamente, llevado de la costumbre, anoté, allí mismo en el presbiterio, la frase, sin darle importancia): + dicen así las palabras de la Escritura, que encontré en mis labios: "et fui tecum in omnibus ubicumque ambulasti, firmans regnum tuum in aeternum": apliqué mi inteligencia al sentido de la frase, repitiéndola despacio. Y después, ayer tarde, hoy mismo, cuando he vuelto a leer estas palabras (pues, -repito- como si Dios tuviera empeño en ratificarme que fueron suyas, no las recuerdo de una vez a otra) he comprendido bien que Cristo-Jesús me dio a entender, para consuelo nuestro, que "la Obra de Dios estará con El en todas las partes, afirmando el reinado de Jesucristo para siempre" (137).
Con estas palabras divinas quedaba confirmado el carácter universal y perenne de la Obra, al servicio de la Iglesia. El Señor le hacía entender así la continuidad ininterrumpida de la misión del Opus Dei en la tierra. Fortalecido por esta locución, el 9 de enero de 1932 escribía el Fundador para todos los miembros del Opus Dei (los pocos que entonces eran y la inmensa muchedumbre que esperaba), con absoluta fe sobrenatural en aquella empresa divina:
Tened la completa seguridad, por tanto, de que la Obra cumplirá siempre, con eficacia divina su misión; responderá siempre al fin para el cual la ha querido el Señor en la tierra; será con la gracia divina -por todos los siglos- un instrumento maravilloso para la gloria de Dios: sit gloria Domini in aeternum! (Sal 104, 31) (138).
Ante la situación histórica de conmoción casi revolucionaria en que se hallaba sumergido, el Fundador confirmaba a los suyos en el origen sobrenatural de la Obra, haciéndoles ver que no se trataba ni de una institución ni de una organización apostólica pasajera, suscitada por la persecución religiosa en España. La Obra no venía a llenar una necesidad del momento para desaparecer luego, como otras organizaciones, una vez restaurada la paz política y social. En el siglo XIX, y aun en el XX, habían sido muchos los institutos nacidos con ocasión de las persecuciones religiosas, que venían a llenar un vacío, a desempeñar las actividades pastorales de las que antes se ocupaban las Ordenes y Congregaciones expulsadas de esos países.
La vida de esas asociaciones estaba llamada a ser efímera, desapareciendo una vez cumplidos sus fines circunstanciales. No sucederá así con la Obra, apuntaba en una catalina:
Mientras veremos caer grandes "apostolados" bullangueros, que ahora levantan fervor y entusiasmos humanos, la O. de D., cada vez más poderosa y recia, durará hasta el fin (139).
Aún resonaba en el alma del Fundador el eco de la locución del 7 de septiembre, cuando el 14 de ese mismo mes el Señor le mostró el camino de la perennidad de la Obra, por identificación de sus miembros con Jesucristo en la humillación y en la Cruz:
Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz: 1931 (se lee en anotación de esa fecha). -¡Cómo me hizo gozar la epístola de este día! En ella el Espíritu Santo, por S. Pablo, nos enseña el secreto de la inmortalidad y de la gloria […]. Este es el camino seguro: por la humillación, hasta la Cruz: desde la Cruz, con Cristo, a la Gloria Inmortal del Padre (140).
* * *
El 21 de septiembre regresaron de Fonz sus hermanos, Carmen y Santiago. Traían buen aspecto. Ese mismo día, fiesta de San Mateo, celebraba don Josemaría por vez primera la misa en Santa Isabel, con el beneplácito del Patriarca de las Indias, autoridad eclesiástica palatina de la que dependía el convento.
Otro día, quizá al salir de Santa Isabel, fue cuando se posesionó de todo su ser la gozosa claridad de saberse hijo de Dios, manteniendo por largo rato una oración de unión y agradecimiento mientras caminaba por las calles. Esto sucedía el 22 de septiembre, según cuenta en una catalina:
Estuve considerando las bondades de Dios conmigo y, lleno de gozo interior, hubiera gritado por la calle, para que todo el mundo se enterara de mi agradecimiento filial: ¡Padre, Padre! Y -si no gritando- por lo bajo, anduve llamándole así (¡Padre!) muchas veces, seguro de agradarle (141).
Durante una larga temporada a duras penas podía retener en su boca los sentimientos filiales para con Dios. Todo su día estaba empapado de afectos, y la oración se prolongaba de la mañana a la noche; por más que en una ocasión advierta: conste que hago poca oración y a destiempo. Dos días más tarde, el 13 de octubre, puntualiza:
Dije el otro día que hago poca oración, y he de rectificar o, mejor, explicar el concepto: no tengo orden -hago propósito de tenerlo, desde hoy-, no suelo hacer meditación (desde hoy también tendré una hora diaria), pero oración de afectos, muchos días, la estoy haciendo desde la mañana a la noche: claro, que algunos ratos, de un modo especial (142).
El 16 de octubre fue jornada memorable, cuajada de oración. Uno de esos días en que apenas consiguió leer unas líneas del periódico, pues lo pasó arrebatado en unión contemplativa:
Día de Santa Eduvigis 1931: Quise hacer oración, después de la Misa, en la quietud de mi iglesia. No lo conseguí. En Atocha, compré un periódico (el A.B.C.) y tomé el tranvía. A estas horas, al escribir esto, no he podido leer más que un párrafo del diario. Sentí afluir la oración de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa. Esto que hago, esta nota, realmente, es una continuación, sólo interrumpida para cambiar dos palabras con los míos -que no saben hablar más que de la cuestión religiosa- y para besar muchas veces a mi Virgen de los Besos y a nuestro Niño (143).
Cuando, más adelante, haya de dar detalles sobre la oración de ese día, "la oración más subida" que nunca tuvo, al explicar aquella extraordinaria gracia de unión con Dios yendo en un tranvía, deambulando por las calles, verá en ello una lección. El Señor le hizo entender que la conciencia de la filiación divina había de estar en la entraña misma de la Obra:
Sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía […]. Probablemente hice aquella oración en voz alta.
Y anduve por las calles de Madrid, quizá una hora, quizá dos, no lo puedo decir, el tiempo se pasó sin sentirlo. Me debieron tomar por loco. Estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad, que quedó encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse nunca (144).
En el mensaje del 2 de octubre de 1928, en la llamada a la santidad en medio del mundo, se volvía a repetir la vieja y nueva doctrina del evangelio: estote ergo vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est; sed perfectos, como lo es vuestro Padre celestial (145).
En aquella jornada percibió, en la hondura misteriosa de la filiación divina, el alcance de aquella asombrosa realidad. No del modo en que había venido viviéndola hasta entonces sino proyectada dentro de su específica misión fundacional, como explicaba a sus hijos:
Os podría decir hasta cuándo, hasta el momento, hasta dónde fue aquella primera oración de hijo de Dios.
Aprendí a llamar Padre, en el Padrenuestro, desde niño; pero sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos…, en la calle y en un tranvía -una hora, hora y media, no lo sé-; Abba, Pater!, tenía que gritar.
Hay en el Evangelio unas palabras maravillosas; todas lo son: nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo lo quisiera revelar (Mt 11, 27). Aquel día, aquel día quiso de una manera explícita, clara, terminante, que, conmigo, vosotros os sintáis siempre hijos de Dios, de este Padre que está en los cielos y que nos dará lo que pidamos en nombre de su Hijo […] (146).
Todavía en 1971, dando una meditación, revivía el recuerdo pasmoso de aquella jornada, que fue una confirmación de la cualidad inefable de ser hijo de Dios y también de que la Obra era, verdaderamente, Opus Dei:
Te agradezco, Señor, tu continua protección y la realidad de que hayas querido intervenir, en ocasiones de modo bien patente -yo no lo pedía, ¡no lo merezco!- para que no quede ninguna duda de que la Obra es tuya. Viene a mi memoria esa maravilla de la filiación divina. Fue un día de mucho sol, en medio de la calle, en un tranvía: Abba, Pater!, Abba, Pater! […] (147).
Con aquella nueva luz fundacional el Señor le hizo comprender que, si bien la conciencia de la filiación divina existía ya en la Obra, había de ser el fundamento de su espiritualidad. Así lo expresa el Fundador:
Entendí que la filiación divina había de ser una característica fundamental de nuestra espiritualidad: Abba, Pater! Y que, al vivir la filiación divina, los hijos míos se encontrarían llenos de alegría y de paz, protegidos por un muro inexpugnable; que sabrían ser apóstoles de esta alegría, y sabrían comunicar su paz, también en el sufrimiento propio o ajeno. Justamente por eso: porque estamos persuadidos de que Dios es nuestro Padre […] (148).
El alma del Fundador, enriquecida por esta particular conciencia de la filiación divina, infundió esa realidad en todos los aspectos de la espiritualidad de la Obra. Las verdades y misterios cristianos -el que, redimidos del pecado, hemos sido elevados al orden sobrenatural y hechos hijos adoptivos de Dios, deificados por la gracia y llamados a la intimidad con la Trinidad Beatísima- cobraron desde entonces especial relieve en la meditación y vida interior de don Josemaría. De tal suerte que, ese rasgo de la filiación divina, acabó informando todo el espíritu del Opus Dei y la vida de piedad de cada uno de sus miembros, que procuran vivir la auténtica libertad de los hijos de Dios; que trabajan no como asalariados sino como herederos de la gloria; que se esfuerzan de modo particular por tratar a Dios con la intimidad del hijo que se sabe amado; que en su apostolado se sienten corredentores con Cristo para reconducir las almas al Padre; y que reciben el gozo o el dolor, la enfermedad o la muerte, como venidas de las manos amorosas de nuestro Padre Dios.
* * *
A los pocos días de aquella pleamar de afectos filiales que le cogió en un tranvía, el Señor le seguía dando luces. Una noche se acostó recitando una de esas jaculatorias con las que se sosegaba su alma en caso de tribulación: -Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén. Y anota al día siguiente:
Como una respuesta del Cielo al clamor mío de esta noche, anticipadamente y porque sí, esta mañana a las nueve, cuando iba a coger el tranvía para Chamartín, me encontré con que estaba yo recitando un versículo, que también porque sí o por costumbre (desde luego, creyendo que era de Dios) apunté en mi cuartilla: timor Domini sanctus, permanens in saeculum saeculi; iustitia Domini vera iustificata in semetipsa (Sal 19, 10). Altos y justificados son tus juicios, Señor: santo es el temor del Señor, pero, acatando, con toda mi alma tus juicios, Jesús mío, llévame por caminos de Amor (149).
Durante todo ese día se vio privado de un recto entender el "temor de Dios". Qué sufrimiento y qué congojas las de aquel sacerdote al entrechocar en su alma el temor de Dios con el regusto, que aún tenía en la boca, del reciente Abba, Pater! Abba, Pater! (150). No se hizo la calma en su espíritu hasta por la noche. Por la mañana fue a ver a su confesor, quien le explicó el sentido del "timor Domini", que había de entenderse como temor de ofender a Dios, que es la Suma Bondad, o temor de apartarse de El, que es nuestro Padre. De sobra lo sabía don Josemaría, pero en aquellos momentos sintió como si el Señor desprendiera un velo de sus ojos, según explica en una catalina:
30-X-931: Hoy me encuentro algo cansado, indudablemente como consecuencia de la conmoción espiritual de estos dos días últimos, de ayer sobre todo. -No comprendo mi obcecación al traducir el timor, pues otras veces, p.e., en la frase "initium sapientiae timor Domini", siempre por temor entendí reverencia, respeto. -Jesús, en tus brazos confiadamente me pongo, escondida mi cabeza en tu pecho amoroso, pegado mi corazón a tu Corazón: quiero, en todo, lo que tú quieras (151).
Lección práctica, por la que quedó impreso en el corazón del Fundador la naturaleza del don de temor de Dios, que no es miedo servil sino temor filial de ofender a nuestro Padre Dios.
Tan frecuente era el estar sumido en oración contemplativa que, en otro caso, y para ahorrarse explicaciones, decía que se encontraba sin hacer oración, sin más. Pues bien, el sábado, 12 de diciembre, almorzaba en casa de unos amigos, sin hacer oración, cuando el Señor le puso en el entendimiento y en los labios una nueva luz:
Ayer almorcé en casa de los Guevara. Estando allí, sin hacer oración, me encontré -como otras veces- diciendo: "Inter medium montium pertransibunt aquae" (Sal 104, 10). Creo que, en estos días, he tenido otras veces en mi boca esas palabras, porque sí, pero no les di importancia. Ayer las dije con tanto relieve, que sentí la coacción de anotarlas: las entendí: son la promesa de que la O. de D. vencerá los obstáculos, pasando las aguas de su Apostolado a través de todos los inconvenientes que han de presentarse (152).
Con ello quería decirle el Señor que la acción apostólica, el desarrollo de la Obra, se abriría paso como torrente que corta gargantas entre las peñas. ¿No querría avisarle también de que su camino no sería expedito? El Señor, a no dudarlo, le iba dando anticipadamente vigor, optimismo y paciencia, sin dejarle ver de golpe en qué consistirían los obstáculos, porque, como bien decía el Fundador en 1968, si, en aquellos momentos, hubiera visto lo que me esperaba, me hubiese muerto, ¡tanto es el peso de lo que ha habido que sufrir y gozar! (153).
Don Josemaría se procuraba oraciones, con avidez, por todas partes. De la correspondencia del otoño de 1931 se conservan dos cartas. La primera, del profesor Pou de Foxá, está fechada en Zaragoza, el 20 de noviembre, y dice así: "Mi querido e inolvidable José Mª: Recibí tu carta que me hizo reír con tus ocurrencias. Bien me parecen tus propósitos, duro y adelante, que un aragonés no redra; y, como dices, si es mucha la Obra, es mucho también el artífice, siendo tú sólo la pasta de la que hará Dios lo que deseas, si esa pasta, de barro al fin, no se rebela contra el Escultor. Cree que con gusto le pido y pediré lleve adelante tu empeño; pues en ello saldría yo ganando, pues alguna partecita tendré en tus oraciones, que sin duda me reportarían gracias para dominar las ruindades y bajezas de esta tierra […]. Recuerdos a tu mamá y hermanos y para ti un fuerte abrazo de tu amigo. José Pou de Foxá" (154).
Claramente se adivina que el capellán de Santa Isabel escribió a su amigo pidiéndole oraciones y lamentándose de ser instrumento inadecuado, como para poner los fundamentos de una gran empresa sobrenatural. A lo que don José le contesta animándole a ponerse con docilidad en manos del Escultor divino, que moldeará a su gusto ese barro de que dice estar hecho.
La segunda carta es de don Ambrosio Sanz, canónigo de Barbastro:
"Barbastro 17 de Dic. de 1931.
Muy querido amigo: Recibí tu carta del 26 del pasado y recibí también tu telefonema de felicitación.
¿Qué te pasa que me hablas de hermosas cruces y pides con tanta urgencia oraciones? ¿Andas con alguna tribulación a cuestas o es que Cirineo de la caridad quieres ayudar a otros a llevarla? Sabes que tomo parte en todas tus alegrías y con más razón en tus penas por lo que si en algo puedo mándame, que mis oraciones muy pobres, más pobres que lo que tú supones no te faltarán. He hablado con alguno de los capellanes de monjas de clausura y he hecho la petición que me encomiendas.
Cuídate mucho y no vivas tan pendiente del cielo que te olvides que tienes aún tus pies apoyados en la tierra.
Afectuosos saludos a tu mamá y hermanos. Te quiere y abraza A. Sanz" (155).
Don Josemaría, sin duda, le había escrito felicitándole con motivo de la fiesta de San Ambrosio, 7 de diciembre, y le había abierto, de paso, un poco su corazón, pidiéndole oraciones. Con ello puso en fuerte aprieto al canónigo, en cuya respuesta se adivina cierta preocupación. Porque si José Pou de Foxá despacha las "ocurrencias" de don Josemaría con buen humor y largándole cuerda, don Ambrosio no sabe en qué consisten aquellas "hermosas cruces" ni de qué Cirineos se trata. Y, temiendo un tanto por la salud de su joven amigo, le recomienda que, al atender lo espiritual, no descuide lo material de nuestra existencia.
Pero no; a cuestas con su cruz y sus penas, el capellán andaba por Madrid un camino sembrado de gracias estupendas y de sufrimientos nada corrientes. Con la brisa de mística exultación, que eleva y mece su alma por encima de las miserias de este mundo, acompañaba al Fundador un largo gemido de tribulaciones. En septiembre aparecen los primeros síntomas de una dolorosa prueba, que se prolonga a lo largo del otoño de 1931:
Estoy con una tribulación y desamparo grandes -se lee en sus Apuntes-. ¿Motivos? Realmente, los de siempre. Pero, es algo personalísimo que, sin quitarme la confianza en mi Dios, me hace sufrir, porque no veo salida humana posible a mi situación. Se presentan tentaciones de rebeldía: y digo serviam! (156).
Tres semanas mas tarde, el 30-IX-31, anota:
Me encuentro en una situación económica tan apurada como cuando más. No pierdo la paz. Tengo absoluta confianza, verdadera seguridad de que Dios, mi Padre, resolverá pronto este asunto de una vez. ¡Si yo estuviera solo!… la pobreza, entonces, me doy cuenta, sería una delicia. Sacerdote y pobre: con falta hasta de lo necesario. ¡Admirable! (157).
La limpidez de las notas autobiográficas de los Apuntes íntimos del Fundador permite ver con transparencia los estados y movimientos de su alma. Todas las cosas de mi alma -sin reservarme nada- las he comunicado y las comunicaré siempre con el director espiritual mío -dice en una catalina (158).
Pero al entregar las Catalinas en herencia a sus hijos espirituales, les recomienda no airearlas: Que tengáis el pudor de no exhibir mi alma, les dice (159). Quería evitar el exponer en público las estrecheces y sacrificios que pasaron los de su familia.
Conociendo de antiguo cómo le trataba el Señor, que para darle a él, daba una en el clavo y ciento en la herradura, prefirió afrontar el asunto cara a cara.
Y me encaré con El -escribe el 2 de octubre de 1931, refiriéndose a Nuestro Señor- y le dije: Que el padre Sánchez me tiene prohibido pedirle aquello; que, por eso, no se lo pido, pero que (así, en baturro) que arregle a los míos y me fastidie a mí solico (160).
(Lo que le prohibió el confesor era el pedir una enfermedad grave).
Para remediar, pues, en algo los sufrimientos de su madre y hermanos, decidió esmerarse, aún más, en el trato dentro de casa: veré en mi madre a la Ssma. Virgen, en mi hermana Carmen a Santa Teresa o a Santa Teresita, y en Guitín a Jesús-Adolescente (161). (En el trato con su hermano Santiago no se las prometía muy felices, porque -advierte- el chiquillo tiene, como yo, un genio atroz).
Y lo que refiere más adelante (26-X-31) bien podría aclarar lo que escribía a don Ambrosio sobre hermosas cruces:
A esta falta de formación mía se deben bastantes de mis ratos de desaliento, de mis horas -y aun días- de apuro y de mal humor. Generalmente, me da Jesús la Cruz con alegría -cum gaudio et pace-, y Cruz con alegría… no es Cruz. Yo, por mi naturaleza optimista, he tenido habitualmente una alegría, que podríamos llamar fisiológica, de animal sano; no es ésa la alegría a que me refiero, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarse en los brazos amantes del Padre-Dios (162).
A continuación explica en qué consistía esa Cruz sin Cirineos, sobre cuyo sentido misterioso se preguntaba el buen canónigo de Barbastro:
Señor, lo pesado de mi Cruz es que de ella participan otros. Dame, Jesús, Cruz sin Cirineos. Digo mal: tu gracia, tu ayuda me hará falta, como para todo. -Contigo, mi Dios, no hay prueba que me espante: pienso en una enfermedad dura, unida, p.e., a una total ceguera -Cruz mía, personal- y audazmente, tendría, Jesús, el gozo de gritar con fe y con paz de corazón, desde mi oscuridad y sufrimiento: Dominus illuminatio mea et salus mea!… -Pero, ¿y si la Cruz fuera el tedio, la tristeza? Yo te digo, Señor, que, contigo, estaría alegremente triste (163).
Así meditaba el sacerdote, sin terminar de entender si el que su familia participase de la carga suponía un alivio o, por el contrario, la hacía aún más pesada:
Ni ahora sé, Jesús, si es exceso o falta de generosidad mi deseo de Cruz sin Cirineo. Exceso, porque lo es ese dolerme tanto la Cruz de los demás… Falta, porque parece disconformidad con lo que Tú quieres; porque parece que deseo, no tu Cruz, sino una Cruz a mi gusto (164).
El caso es que, al remover doloridamente su sensibilidad y su imaginación, el alma se le ponía en carne viva, acusando piadosamente el peso de la Cruz sobre los de su casa:
Jesús hoy ha apretado la Cruz -la Santa Cruz- sobre los pobres hombros de los Cirineos: y ¡cómo me duele a mí! (165).
Estas últimas catalinas las escribía arrodillado en su pobre cuartucho, no por especial devoción sino por falta de espacio: Desde hace bastantes días -explica-, por necesidad, pues tengo que escribir en mi cuarto y no cabe bien una silla, escribo las catalinas de rodillas. Y se me ocurre que, como son una media confesión, será grato a Jesús que siempre las escriba así, arrodillado: procurando cumplir este propósito (166). En medio de aquellas angosturas veía claramente que tenía que resolver, por una parte, la situación canónica, con un nombramiento oficial para la capellanía de Santa Isabel; y, por otra, lograr la tranquilidad económica de los suyos. El mismo se extrañaba de que la familia siguiese subsistiendo en aquellas condiciones. No sé cómo podremos vivir, se preguntaba (167). Pero lo cierto es que así vivían desde que salieron de Barbastro, aunque las cosas se agravaran de manera alarmante en Zaragoza. Ahora, en Madrid, la vida les resultaba casi un milagro diario. Y, para evitar sinsabores a su madre y hermanos, don Josemaría los alimentaba de esperanzas, sugiriéndoles que las cosas mejorarían:
Hasta ahora, vengo ocultando a mi Madre y mis hermanos nuestra verdadera situación. Así lo he hecho otras veces. Señor, Jesús mío, no es que yo no quiera Cirineos -quiero cuanto quieras-, sino que, con verdadera generosidad y por tu Amor, me gustaría evitarles estos disgustos (168).
A fines de noviembre la situación se agravó (169); y tales eran los apuros que se determinó a pedir prestado a los amigos, que, si no le daban dinero, le respondían con buenas razones. Hasta que el Señor le inspiró la idea de acudir a un banco, donde solicitó y obtuvo un préstamo de trescientas pesetas. Ese mismo día, 26 de noviembre, entendió nuevos aspectos de la pobreza y del desprendimiento al recibir la bendición con el Santísimo en la iglesia de Jesús de Medinaceli:
Y entonces -anota al regresar a casa- comprendí muchas cosas: No soy menos feliz porque me falte que si me sobrara: ya no debo pedir nada a Jesús: me limitaré a darle gusto en todo y a contarle las cosas, como si El no las supiera, lo mismo que un niño pequeño a su padre (170).
Ese fue el día en que escribió a don Ambrosio pidiéndole oraciones. ¿Qué habría pensado el canónigo de haber leído esta otra catalina del 29 de noviembre?:
Jesús, ahora que realmente la Cruz es sólida, de peso, arregla las cosas de modo que nos llena de paz. Señor, ¿qué Cruz es ésta? Una Cruz sin Cruz. Con tu ayuda, conociendo la fórmula del abandono, así serán siempre todas mis Cruces (171).
Y es que el Señor, de un soplo, le devolvió la paz, al hacerle comprobar el asombroso y, humanamente, inexplicable comportamiento de su madre y hermana admirablemente dispuestas a lo que Dios quiera (172).
Pocos días más tarde (10-XII-31) escribirá:
Dios nuestro Señor está inundando de gracia a los míos. […]. Ahora no es conformidad: es alegría. Definitivamente, en esta casa estamos todos locos (173).
* * *
Al aproximarse la Navidad cayó enferma Carmen; luego, doña Dolores; y, a la noche siguiente, su hermano tuvo que guardar cama. Aquello parecía un hospital. Don Josemaría, que veía la oportunidad de pasarse esos días ayunando sin que nadie se enterara, no la desaprovechó. Pero doña Dolores sabía bien de qué pie cojeaba el hijo, el cual refiere un tanto deshilachadamente, y con explicables reservas, lo sucedido la noche del 20 de diciembre:
La pobre mamá se puso un poco nerviosa -cosa naturalísima-, diciendo que "esto no puede seguir así", y se enfadó conmigo porque no cené o merendé nada: "por eso se te pone la cabeza hueca", me dijo. En nombre de ellos, ofrecí a Jesús los malos ratos que pasan. Después rezamos, como de costumbre, el santo rosario. Hasta las once en punto, estuve tratando de hacer oración (174).
Indudablemente, el testimonio es unilateral. Para completarlo habría que oír a la otra parte, a la madre, explicar las mortificaciones y ayunos del hijo, que ni comía ni cenaba y a quien le daban vahídos de pura flojera. De todos modos, el enfado de doña Dolores estaba superado cuando a la mañana siguiente, después de la conversación de la víspera, escribe don Josemaría esta mansa catalina:
Hoy (acabo de llegar de Santa Isabel), encuentro a mamá con mucha paz, como siempre, y trabajando en cosas de la casa como siempre también (175).
En esos días, todo eran apremios para el capellán. Le empujaba su confesor. Le empujaba doña Dolores. Las cosas no podían continuar así. Madrid les estaba resultando un purgatorio, se lamentaba la madre. Y don Josemaría no tenía más remedio que reconocer que, efectivamente, toda la familia sufría purificaciones pasivas en la capital, como anota en una catalina del 23 de diciembre (176).
Doña Dolores se había armado de sosiego y veía caer desgracias sin alterarse:
Es la última vez que apunto cosas de este género -escribe en una nota del 30 de diciembre-: estoy pasmado de ver con qué tranquilidad, como si hablara del tiempo, mi pobre madre decía anoche: "nunca lo hemos pasado tan mal como ahora", y, luego, seguimos hablando de otras cosas, sin perder la alegría y la paz. ¡Qué bueno eres, Jesús, qué bueno! Bien se lo sabrás pagar (177).
Pero, a las dos semanas de haber hecho el propósito de no escribir más sobre lances familiares, se le escapa otra catalina de excepción (178).
En esa dura prueba no podía faltar el diablo, padre del desasosiego, que terminó percatándose de cuál era el talón de Aquiles de aquel sufrido sacerdote, e insistió en atacarle por el lado familiar (179). Ante la sugestión diabólica, el sacerdote se armó de paciencia y reciedumbre para resistir el embate. Esta era su súplica:
Jesús, puesto que soy tu borrico, dame la tozudez y fortaleza del borrico, para cumplir tu amable Voluntad (180).
Mientras tanto doña Dolores, desconocedora aún de la empresa sobrenatural que traía entre manos su hijo, hizo sus gestiones particulares. Sería a principios de febrero de 1932 cuando escribió a monseñor Cruz Laplana, Obispo de Cuenca, con quien le unía cierto parentesco (181). Le expuso la situación en que se hallaba Josemaría, y le pidió consejo. Por medio de cierto canónigo, que tenía que pasar por Madrid uno de esos días, daba respuesta el Prelado a doña Dolores. El canónigo en cuestión era don Joaquín María de Ayala (el mismo que en el verano de 1927 pedía a don Josemaría por carta que le recogiese una sotana y le comprase piedras de encendedor); y el contenido del mensaje, una generosa invitación. Lola -le decía el Prelado-, ¿cómo no viene a verme tu hijo? Tengo una canonjía para él (182).
¿Cómo iba a desaprovechar el demonio esta nueva oportunidad de tentarle? Sobre ello habló con don Norberto, el capellán segundo del Patronato de Enfermos. He aquí la catalina del 15-II-1932:
Luego (a D. Norberto se lo conté, cuando sucedía y después, al sentir la sugestión del enemigo) luego trae a la memoria que el doctoral de Cuenca habló con mamá para que yo fuera a opositar a una canongía vacante en aquella catedral… Después mi padre Director, diciéndome que la Obra había de comenzar en Madrid y que, a toda costa, tenía yo que continuar aquí. En fin, que satanás es listo, malo y despreciable, pero me ha hecho entrever que, como me decía -¡riéndose!- D. Norberto, cuando a mí me parecía que nunca podría ser, puedo perder la alegría y la paz (no las he perdido) y ¡pueden darme disgustos! (183).
De la tentación salió victorioso y dispuesto a apretar a Jesús para que diese a los de su casa, a los Cirineos, con la paz espiritual que ahora tienen, el bienestar material (184).
Tardó en llegar a la familia un mínimo de bienestar económico. Durante un par de años que Dios se hizo de rogar, las cosas fueron de mal a peor. Lo cual no impidió que el capellán de Santa Isabel, que continuaba con su cruz, exclamase dichoso: -Pues, Señor: yo soy el hombre feliz, que no tenía camisa (185).
En los meses de septiembre y octubre de 1931, cuando en el corazón de aquel joven sacerdote germinaban tan copiosamente los afectos de amor, el Señor le confirmaba en el camino del verdadero abandono filial. Y del torrente de aquellas gracias brotó fortalecida otra vena de agua: una particular vida de infancia espiritual.
Tenía por costumbre, no pocas veces, cuando era joven -nos dice el Fundador-, no emplear ningún libro para la meditación. Recitaba, paladeando, una a una, las palabras del Pater Noster, y me detenía -saboreando- cuando consideraba que Dios era Pater, mi Padre, que me debía sentir hermano de Jesucristo y hermano de todos los hombres.
No salía de mi asombro, contemplando que era ¡hijo de Dios! Después de cada reflexión me encontraba más firme en la fe, más seguro en la esperanza, más encendido en el amor. Y nacía en mi alma la necesidad, al ser hijo de Dios, de ser un hijo pequeño, un hijo menesteroso. De ahí salió en mi vida interior vivir mientras pude -mientras puedo- la vida de infancia, que he recomendado siempre a los míos, dejándolos en libertad (186).
El 2 de octubre, fiesta de los Ángeles Custodios, tercer aniversario de la fundación del Opus Dei, y víspera de la fiesta de Santa Teresita de Lisieux, invocó ardientemente a los espíritus celestiales, y de manera especial a su Ángel Custodio:
Le eché piropos y le dije que me enseñe a amar a Jesús, siquiera, siquiera, como le ama él. Indudablemente Santa Teresita […] quiso anticiparme algo por su fiesta y logró de mi Ángel Custodio que me enseñara hoy a hacer oración de infancia. ¡Qué cosas más pueriles le dije a mi Señor! Con la confiada confianza de un niño que habla al Amigo Grande, de cuyo amor está seguro: Que yo viva sólo para tu Obra -le pedí-, que yo viva sólo para tu Gloria, que yo viva sólo para tu Amor […]. Recordé y reconocí lealmente que todo lo hago mal: eso, Jesús mío, no puede llamarte la atención: es imposible que yo haga nada a derechas. Ayúdame Tú, hazlo Tú por mí y verás qué bien sale. Luego, audazmente y sin apartarme de la verdad, te digo: empápame, emborráchame de tu Espíritu y así haré tu Voluntad. Quiero hacerla. Si no la hago es… que no me ayudas.
Y hubo afectos de amor para mi Madre y mi Señora, y me siento ahora mismo muy hijo de mi Padre-Dios (187).
Esta catalina es la primicia del nuevo camino emprendido. Pasó luego don Josemaría, en recogimiento interior, unos días de oración afectiva y fervorosa, mientras por la calle corrían rumores alarmantes de una nueva quema de iglesias y conventos. El 14 de octubre se enteró que se había aprobado el famoso y triste artículo 26 de la Constitución, que llevaba pareja la expulsión de la Compañía de Jesús. Esa misma tarde se fue a ver a su confesor a Chamartín. El peligro no afectaba solamente a los jesuitas. Todos los conventos y residencias de religiosos estaban expuestos a ser asaltados. Los estudiantes católicos solían, para protegerlos, montar la guardia de noche. El 15 de octubre, día de Santa Teresa de Jesús, el capellán se presentó en clausura. Las monjas se hallaban atemorizadas por los alarmantes rumores que les venían de la calle. Las sosegó como pudo, poniendo calor y optimismo en sus palabras:
Hoy entré en la clausura de Sta. Isabel. Animé a las monjas. Les hablé de Amor, de Cruz y de Alegría… y de victoria. ¡Fuera congojas! Estamos en los principios del fin. Santa Teresa me ha proporcionado, de nuestro Jesús, la Alegría -con mayúscula- que hoy tengo…, cuando, al parecer, humanamente hablando, debiera estar triste, por la Iglesia y por lo mío (que anda mal: la verdad): Mucha fe, expiación, y, por encima de la fe y de la expiación, mucho Amor. Además esta mañana, para purificar dos Copones, por no dejar al Ssmo. Sacramento en la Iglesia, comulgué casi medio copón, aunque di bastantes formas a cada religiosa (188).
Las religiosas le premiaron aquella siembra de alegría:
Al salir de la clausura, en la portería, me han enseñado un Niño, que era un Sol. ¡No he visto Jesús más guapo! Encantador: lo desnudaron: está con los bracitos cruzados sobre el pecho y los ojos entreabiertos. Hermoso: me lo he comido a besos y… de buena gana lo hubiera robado (189).
Desde entonces se acercaba todas las semanas al torno del convento y la Madre Tornera le dejaba el chiquitín. Era la época en que se entrecruzaban en su alma alegrías y desconsuelos, un ardiente fluir de afectos en su oración y duras pruebas en las que pedía una cruz sin Cirineos. La devoción al Niño iba informando su vida interior:
El Niño Jesús: ¡cómo me ha entrado esta devoción, desde que vi al grandísimo Ladrón, que mis monjas guardan en la portería de su clausura! Jesús-niño, Jesús-adolescente: me gusta verte así, Señor, porque… me atrevo a más. Me gusta verte chiquitín, como desamparado, para hacerme la ilusión de que me necesitas (190).
A medida que arraigaba en su alma la sólida devoción a la infancia de Cristo, comprobaba don Josemaría lo que ese comportamiento espiritual tenía de paradoja, pues requería, a un mismo tiempo, reciedumbre y exquisita delicadeza:
Reconozco mi torpeza, Amor mío, que es tanta…, tanta que, hasta cuando quiero acariciar hago daño. Suaviza las maneras de mi alma: dame, quiero que me des, dentro de la recia virilidad de la vida de infancia, esa delicadeza y mimo que los niños tienen para tratar, con íntima efusión de amor, a sus padres (191).
Por esas vías, que no eran de infantilismo sentimental, hacía el Señor más recia su alma, como observa en una catalina:
Camino de infancia. Abandono. Niñez espiritual. Todo esto que Dios me pide y que yo trato de tener no es una bobería, sino una fuerte y sólida vida cristiana (192).
Con la confianza de un hijo pequeño ante su Padre Dios, ajustó los antiguos hábitos de la oración, no sin esfuerzo, a aquel nuevo camino de infancia, confirmándose más y más en lo hermoso y suave que es este camino, porque lleva a los pecadores a sentir como los santos han sentido (193).
Es de notar que la mayoría de las catalinas en las que recoge ideas sobre la vida de infancia espiritual, o en las que expresa sentimientos personales de este género, corresponden a los meses de diciembre de 1931 y enero de 1932. Así, el 30 de noviembre, primer día de la novena de la Inmaculada Concepción, advertía: al rezar el rosario o hacer -como ahora en adviento- otras devociones, contemplo los misterios de la vida, pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, tomando parte activa en las acciones y sucesos, como testigo y criado y acompañante de Jesús, María y José (194).
Ya por entonces se había acostumbrado a rezar el rosario contemplando los misterios de la vida de Nuestro Señor como un niño pequeño, transportado al escenario de los hechos y presente allí como testigo. A juzgar por las observaciones que añade (Me duele anotar estos detalles, que podrían hacer pensar algo bueno, o menos malo, de mí. Estoy lleno de miserias) (195), todo hace suponer que ese modo de rezar el rosario le metía en alta oración contemplativa.
Al segundo día de la novena, 1 de diciembre, esperaba -sin pedirlo- un favor, una señal de progreso en el camino de infancia espiritual, como regalo de esa novena a la Virgen. Expresamente lo consigna en una catalina:
Madre Inmaculada, Santa María: algo me darás, Señora, en esta novena a tu Concepción sin mancha. Ahora ya no pido nada -como no me lo manden-, pero te expongo ese deseo de llegar a la perfecta infancia espiritual (196).
Y una mañana, después de decir misa, al terminar la acción de gracias, escribió de una sentada, junto al presbiterio, en la sacristía de Santa Isabel, el Santo Rosario. No sabemos con certeza qué día de la novena; pero sí que la víspera de la fiesta de la Inmaculada, 7 de diciembre, estaba leyendo en Santa Isabel a dos jóvenes el modo de rezar el rosario, pues esa fue la intención con que lo escribió: ayudar a otros a rezarlo (197).
Más tarde, cuando hizo el prólogo, cuenta al lector el secreto de ese camino de infancia espiritual:
Amigo mío: si tienes deseos de ser grande, hazte pequeño.
Ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños…, rezar como rezan los niños.
[…] Hazte pequeño. Ven conmigo y -éste es el nervio de mi confidencia- viviremos la vida de Jesús, María y José
Así, suavemente, se introduce al lector en escena:
No olvides, amigo mío, que somos niños. La Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración.
Tú eres, en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino… -Yo ahora no me atrevo a ser nada. Me escondo detrás de ti y, pasmado, contemplo la escena:
El Arcángel dice su embajada (198).
De la presentación de "Santo Rosario" son también estas líneas:
El principio del camino, que tiene por final la completa locura por Jesús, es un confiado amor hacia María Santísima.
En su casa guardaba una pequeña imagen de la Virgen, en talla de madera, a la que tenía costumbre de besar al salir o al entrar en el piso. (Mi Virgen de los Besos: terminaré comiéndomela, exclama en una de las catalinas) (199). No sólo aquélla, todas las imágenes de Nuestra Señora le conmovían. De modo especial las que encontraba tiradas por la calle, en grabados o estampas sucias y polvorientas. O las que le salían al paso en sus correrías por Madrid, como la imagen en azulejos con que se topaban a diario sus ojos cuando dejaba Santa Isabel. Esta imagen, en la terraza de una casa de la calle de Atocha, presenció un extraño suceso a los pocos días de haber compuesto "Santo Rosario". Lo relata en una catalina:
Octava de la Inmaculada Concepción, 1931: En la tarde de ayer, a las tres, cuando me dirigía al colegio de Santa Isabel a confesar las niñas, en Atocha por la acera de San Carlos, esquina casi a la calle de Santa Inés, tres hombres jóvenes, de más de treinta años, se cruzaron conmigo. Al estar cerca de mí, se adelantó uno de ellos gritando: "¡le voy a dar!", y alzaba el brazo, con tal ademán que yo tuve por recibido el golpe. Pero, antes de poner por obra esos propósitos de agresión, uno de los otros dos le dijo con imperio: "No, no le pegues". Y seguidamente, en tono de burla, inclinándose hacia mí, añadió: "¡Burrito, burrito!"
Crucé la esquina de Santa Isabel con paso tranquilo, y estoy seguro de que en nada manifesté al exterior mi trepidación interna. Al oírme llamar, por aquel defensor, con el nombre -burrito, borrico- que tengo delante de Jesús, me impresioné. Recé en seguida tres avemarías a la Santísima Virgen, que presenció el pequeño suceso, desde su imagen puesta en la casa propiedad de la Congregación de San Felipe (200).
(El nombre de burrito lo empleaba reservadamente -como se ha dicho-, y sólo lo conocía su confesor). Al día siguiente anotó otras impresiones del suceso:
16 de diciembre de 1931: Ayer estuve como cansado, a consecuencia indudablemente del asalto de la calle de Atocha. Estoy convencido de que fue cosa diabólica. D. Norberto lo cree así también. El que trató de agredirme tenía una cara de insensato terrible. De los otros dos no recuerdo nada. Entonces -y después tampoco- no perdí la paz. Fue una trepidación fisiológica, que aceleró la marcha de mi corazón y que me di cuenta de que no se manifestó al exterior, ni en un gesto. Me pasmó, según conté, el tono de ironía, de burla que empleó para llamarme, por dos veces, burrito. Instintivamente, elevé mi corazón y me puse a rezar tres avemarías a nuestra Señora. Después, anoté a la letra en mi cuartilla las frases de aquella gente (201).
En su trato místico con la Virgen de los Besos está inspirada una de las más bellas y sublimes páginas de los Apuntes. No es un ensueño literario, como a primera vista pudiera parecer, sino candente experiencia interior. Una experiencia mística, en que la audacia del deseo se hace mandato, y con él abren los niños el reino de los Cielos.
Llegó el 28 de diciembre, fiesta de los Santos Inocentes, día en que tradicionalmente se gastan bromas, las llamadas "inocentadas" (202). El capellán fue a Santa Isabel y se encontró con que, por veinticuatro horas, una novicia haría de priora en el convento, y de subpriora la monja más joven. Con gran regocijo se veía a las madres graves y ancianas cumplir los menesteres impuestos por la priora del día. Al volver don Josemaría a casa besó a su Virgen, comenzó la meditación y se le fue el santo al cielo. Y tomando la pluma escribió, sumido en oración, esta catalina:
Un niño visitó cierto Convento […].
Niño: tú eres el último burro, digo el último gato de los amadores de Jesús. A ti te toca, por derecho propio, mandar en el Cielo. Suelta esa imaginación, deja que tu corazón se desate también… Yo quiero que Jesús me indulte… del todo. Que todas las ánimas benditas del purgatorio, purificadas en menos de un segundo, suban a gozar de nuestro Dios…, porque hoy hago yo sus veces. Quiero… reñir a unos Ángeles Custodios que yo sé -de broma, ¿eh?, aunque también un poco de veras- y les mando que obedezcan, así, que obedezcan al borrico de Jesús en cosas que son para toda la gloria de nuestro Rey-Cristo. Y después de mandar mucho, mucho, le diría a mi Madre Santa María: Señora, ni por juego quiero que dejes de ser la Dueña y Emperadora de todo lo creado. Entonces Ella me besaría en la frente, quedándome, por señal de tal merced, un gran lucero encima de los ojos. Y, con esta nueva luz, vería a todos los hijos de Dios que serán hasta el fin del mundo, peleando las peleas del Señor, siempre vencedores con El… y oiría una voz más que celestial, como rumor de muchas aguas y estampido de un gran trueno, suave, a pesar de su intensidad, como el sonar de muchas cítaras tocadas acordemente por un número de músicos infinito, diciendo: ¡queremos que reine! ¡para Dios toda la gloria! ¡Todos, con Pedro, a Jesús por María!…
Y antes de que este día asombroso llegue al final, ¡oh, Jesús -le diré- quiero ser una hoguera de locura de Amor! Quiero que mi presencia sola sea bastante para encender al mundo, en muchos kilómetros a la redonda, con incendio inextinguible. Quiero saber que soy tuyo. Después, venga Cruz: nunca tendré miedo a la expiación… Sufrir y amar. Amar y sufrir. ¡Magnífico camino! Sufrir, amar y creer: fe y amor. Fe de Pedro. Amor de Juan. Celo de Pablo. Aún quedan al borrico tres minutos de endiosamiento, buen Jesús, y manda… que le des más Celo que a Pablo, más Amor que a Juan, más Fe que a Pedro: El último deseo: Jesús, que nunca me falte la Santa Cruz (203).
Dos días después, asentada ya la seriedad en el convento, las monjas le permitieron llevarse a casa la imagen del Niño Jesús. Envuelto en su manteo se llevó el sacerdote al "Chiquitín", para felicitar juntos las pascuas navideñas a medio mundo. Aprovechando esa salida del convento hizo una foto al Niño:
Hoy me llevé el "Niño de Santa Teresa". Me lo dejaron las Madres Agustinas. Fuimos a felicitar las Pascuas a Fray Gabriel, en los Carmelitas. El hermanito se alegró y me regaló una estampa y una medalla. Después vi al P. Joaquín, director de D. Norberto. Hablamos de la O. de D. -Desde allí fui a las Esclavas del A.M. Estuve mucho rato con Madre Pilar. -Luego a casa de Pepe R., donde retratamos al Chico. Antes de ir a casa, subí a la de D. Norberto, para que vieran al nene. En casa mamá rezó en voz alta un padrenuestro y avemaría. Y aquí tendré a Jesús hasta mañana (204).
Cuándo y cómo aprendió la vida de infancia espiritual nos lo cuenta en una de sus catalinas de enero de 1932:
Yo no he conocido en los libros el camino de infancia hasta después de haberme hecho andar Jesús por esa vía (205).
Ayer, por primera vez -escribe el 14 de enero-, comencé a hojear un libro que he de leer despacio muchas veces: "Caminito de infancia espiritual" por el P. Martín. Con esa lectura, he visto cómo Jesús me ha hecho sentir, hasta con las mismas imágenes, la vía de Santa Teresita. Algo hay anotado en estas Catalinas, que lo comprueba. Leeré también despacio la "Historia de un alma" (206).
Tan crecida de gracias iba ya su alma que, a pesar de sus renovados propósitos de no referir hechos extraordinarios, se le escapan, sin remedio, en sus catalinas algunos sucesos sobrenaturales. Así dos locuciones en febrero de 1932:
Esta mañana, como de costumbre -escribe el día 4-, al marcharme del Convento de Santa Isabel, me acerqué un instante al Sagrario, para despedirme de Jesús diciéndole: Jesús, aquí está tu borrico… Tú verás lo que haces con tu borrico… -Y entendí inmediatamente, sin palabras: "Un borrico fue mi trono en Jerusalem". Este fue el concepto que entendí, con toda claridad (207).
En esos momentos le asaltó una duda. Con la atención concentrada en el asna de que habla San Mateo, creyó que la locución era una interpretación errónea, acaso diabólica, del evangelio. Tan pronto llegó a casa consultó los evangelios y se sosegó espiritualmente. Jesús entró en Jerusalén montado en un pollino (208).
Desde hacía tiempo, siempre que veía a una comunidad de religiosas en oración, ejercitando su método de infancia espiritual, decía: Jesús, no sé lo que te querrán éstas, pero yo te quiero más que todas juntas (209). Pues bien, a poco de la locución del borrico, al dejar constancia de su falta de generosidad para con el Señor, se le escapa en los Apuntes otra de las muchas locuciones que tuvo:
16 de febrero de 1932: + Hace unos días que estoy bastante acatarrado, y eso era ocasión para que mi falta de generosidad con mi Dios se manifestara, aflojando en la oración y en las mil pequeñas cosas que un niño -y más un niño burro- puede ofrecer a su Señor cada día. Yo me venía dando cuenta de esto y de que daba largas a ciertos propósitos de emplear mayor interés y tiempo en las prácticas de piedad, pero me tranquilizaba con el pensamiento: más adelante, cuando estés fuerte, cuando se arregle mejor la situación económica de los tuyos… ¡entonces! -Y hoy, después de dar la sagrada Comunión a las monjas, antes de la santa Misa, le dije a Jesús lo que tantas y tantas veces le digo de día y de noche: […] "te amo más que éstas". Inmediatamente, entendí sin palabras: "obras son amores y no buenas razones". Al momento vi con claridad lo poco generoso que soy, viniendo a mi memoria muchos detalles, insospechados, a los que no daba importancia, que me hicieron comprender con mucho relieve esa falta de generosidad mía. ¡Oh, Jesús! Ayúdame, para que tu borrico sea ampliamente generoso. ¡Obras, obras! (210).
(Nueva gracia que, como premio a sus ansias de amar, el Señor le concedía para que se conociese mejor interiormente; y, por otro lado, acicate divino para exigirle una mayor entrega de todas sus facultades).
* * *
Espero grandes cosas, dentro de este año de 1931, había escrito en sus Apuntes en el mes de marzo. Y, ciertamente, se quedó corto en la expectación. Doce meses después hallábase tan repleto de gracia divina, que se sentía desbordado, como rebosan los efectos del vino al borracho; tan repleto de Dios, que sentía ganas de clamar por una tregua:
Me veo inundado, borracho de gracia de Dios. ¡Qué gran pecado, si no correspondo! Hay momentos -hoy mismo- en que me vienen ganas de gritar: ¡Basta, Señor, basta! (11-III-1932) (211).
El águila divina había cogido a aquel pajarillo y lo había remontado a alturas de vértigo. El Señor había estampado definitivamente en su alma el sentimiento de la filiación divina, que movía su espíritu a aceptar amorosamente cualquier suceso. Sin distinguir que sea -como le llama el mundo- favorable o adverso, porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, siempre es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección (29-XI-1931) (212).
Su valentía al meterse por senderos de dolor y expiación fue premiada por el triunfo del amor, que, de allí en adelante, se impone en su alma a cualquier otro sentimiento:
Jesús, siento muchos deseos de reparación. Mi camino es de amar y sufrir. Pero el amor me hace gozar en el sufrimiento, hasta el punto de parecerme ahora imposible que yo pueda sufrir nunca. Ya lo dije: a mí no hay quien me dé un disgusto. Y aún añado: a mí no hay quien me haga sufrir, porque el sufrimiento me da gozo y paz (24-I-1932) (213).
En adelante, lo normal en la vida de aquel sacerdote fue siempre una serena y amable combinación de grandes penas con grandes alegrías. Penas agridulces, que no le quitaban la paz; y alegrías no totalmente satisfechas.
Al asomarse a los Apuntes íntimos de aquella alma se ve y aprecia lo mucho que Dios ha obrado en el curso de un año, simplificándola en la oración, atrayéndola en los afectos:
Ahora, entre María y yo, entre Jesús y yo… ¡nadie! Antes buscaba santos intermediarios (7-IV-1932) (214).
Ahora voy directamente al Padre, a Jesús, al Espíritu Santo, a María. Esto no quiere decir que no tenga devociones (S. José, los Ángeles, las ánimas, Domingo, José de Calasanz, D. Bosco, Teresa, Ignacio, Xavier, Teresita, Mercedes, etc…), pero mi alma, indudablemente se simplifica. -R.Ch.V. (26-XI-1932) (215).
Siguiendo el curso de una vida de infancia espiritual, joven y audaz, la oración del sacerdote brota ahora de manera imperiosa:
Mi modo de decir, en la oración, "yo quiero" es una manera infantil de pedir. No me salgo, por tanto, de la vía (14-I-1932) (216).
Del 1931 salió también el Fundador con un hábito un tanto singular. Comenzar a leer la prensa e írsele la mente a Dios era todo uno. Al principio, este hecho, que se venía repitiendo no pocas veces a lo largo del año, le pareció curioso, como ya apuntamos (217). Pero pronto comprobó ser frecuentes e inexplicables las sequedades o favores que le cogían de improviso, fuera de tiempo y fuera de lugar; de manera intempestiva y, muchas veces, arrebatadora:
Es incomprensible: sé de quien está frío (a pesar de su fe, que no admite límites) junto al fuego divinísimo del Sagrario, y luego, en plena calle, entre el ruido de automóviles y tranvías y gentes, ¡leyendo un periódico! vibra con arrebatos de locura de Amor de Dios (26-III-1932) (218).
¿Estaba recibiendo lecciones prácticas de cómo se puede llevar vida contemplativa entre las congestiones del tráfico, el barullo de la gente o el ocio de una lectura?
El diablo, mientras tanto, no andaba inactivo. Sacudía a aquel hombre de Dios. Primero con la insinuación de que no tenía derecho a condenar a la pobreza a los de su familia por la "locura" de la Obra. Luego, intentando robarle la tranquilidad, encizañando lo del nombramiento oficial del Patronato de Santa Isabel. Finalmente, viendo lo poco que adelantaba, terminó por agredirle, con el permiso del Señor.
Al principio no advirtió el sacerdote que se trataba de la rabia del grandísimo tiñoso -como llamaba al diablo (219)-, hasta que fue víctima de una peculiar clase de violencias. Un domingo de marzo, a mediodía, iba tranquilamente leyendo el breviario camino de una clase particular, cuando de buenas a primeras recibió un respetable pelotazo. Se contuvo y no volvió siquiera la cabeza para ver si fue casualidad o malicia (220).
Diez días más tarde, un Miércoles Santo, fue a confesar a las niñas internas del Colegio de Santa Isabel. Regresaba por la calle del Duque de Medinaceli cuando vio a unos chicos jugando en la acera del Hotel Palace. Ya escaldado con experiencias similares, se echó rápidamente al otro lado de la calle, pero no consiguió evitar lo inevitable:
Un puntapié formidable y… ¡pum!, en el cristal derecho de mis gafas y en mi nariz el golpe consiguiente. Tampoco volví la cabeza. Saqué el pañuelo y, con calma, seguí andando a la vez que limpiaba mis antiparras […]. Al momento comprendí la saña diabólica (es mucha casualidad) y la bondad de Dios, que le deja ladrar pero no morder. Lo razonable, por lo menos, hubiera sido la rotura del cristal, puesto que recibió un golpe nada mediano… Quizá también una herida en mi ojo derecho. Aún lo primero habríame ocasionado un buen disgusto, porque me veo apurado para pagar los escasos tranvías que necesariamente he de coger… En fin: que Dios es mi Padre (221).
No hay dos sin tres, como atestigua otra catalina:
Lunes, 11 de abril: ayer, cuando iba por la calle de Álvarez de Castro -por la acera- leyendo mi breviario, para coger el 48 con dirección al hospital, me dieron ¡otro gran pelotazo! Me reí. Se fastidió (222).
Don Josemaría, con mucho sentido del humor, se percataba de que al diablo Dios le deja ladrar pero no morder (223). También en otra ocasión sintió clarísimamente, por aquel tiempo, que el infierno bramaba contra la Obra de Dios. Sucedió a las doce de la mañana de un día de sol, en el paseo de Martínez Campos, esquina a la Castellana (224). De ello no da más explicaciones, pues ya ha despersonalizado las catalinas de hechos sobrenaturales que afectan a su persona. Pero, indudablemente, el suceso está referido a una anotación de unas semanas antes en la que se lee:
El infierno rabia, brama y ruge, porque Satanás entrevé las almas que la O. de D. llevará a Jesús y el conjunto de su actuación en el mundo: el efectivo reinado de Cristo en toda la sociedad: Regnare Christum volumus (225).